30 de marzo de 2009

El cautivo

Jorge Luis Borges

En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. E1 hombre, trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo.
Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a buscar su desierto. Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro, los padres y la casa.

de El Hacedor, 1960





____Los Tenopos estaban esperando ansiosos en el prado junto a la cerca. Salieron del Bosque detrás de los pájaros. Se llevaron un gran susto cuando la mole de madera superó el límite mágico con el Alquimista en el Kayaks a la cabeza. Con un ruido atronador irrumpió en el maravilloso atardecer de las afueras del Bosque. Cuando recibieron a los caballos asustados con el correaje cortado y arrastrando a uno muerto temieron lo peor. La incertidumbre por un momento sembró la duda en esa fe gigantesca propia de los Tenopos. El Arca se detuvo al fin. Docenas de flechas clavadas en su casco. Parecía un gigantesco puerco espín. En el interior los libros cayeron de los estantes. Habían triunfado. Los pájaros revoloteaban por todo el ancho cielo del pastizal. Los Tenopos se abrazaban. Daban saltos de alegría. Subían y bajaban del Arca felicitándose. Zexurión fue recibido por una ovación. Los humanos miraban toda esa alegría y les costaba creerlo.
____–El día que nosotros amemos a un semejante de esta manera... –comentó el Hacedor dejando la frase abierta.
____–Tenemos que aprender mucho de los Tenopos –opinó el Encantador.
____El Patriarca Zexerón pidió un poco de orden para dirigir unas palabras:
____–Hoy es uno de los días más felices de nuestras vidas porque hemos recuperado a un hermano y hemos aprendido una gran cosa –se detuvo mirando al Encantador– los humanos son capaces de una amistad sin límites. Han puesto en riesgo muchas vidas por una vida nuestra. ¿Cómo podemos agradecer tamaño gesto? –preguntó finalmente.
____–Puedes agradecerlo dándole un sitio a toda esta gente que huye de nuestro enemigo –pidió el Guardián de la Naturaleza.
____–Será un verdadero gusto Encantador. De ahora en más y el tiempo que lo deseen habitarán en la Ciudad Antigua. Allí hay lugar para todos –anunció el viejo Tenopo.
____–¡¡Viva!! –gritaron y los abrazos continuaron incansables. Trajeron los caballos para tirar del Arca hasta el Bosque.
____–Mis felicitaciones Almirante –dijo el Patriarca al Hombre del Arca.
____–A tus órdenes Patriarca –dijo este con profundamente emocionado.
____En el claro que había servido de puesto de campaña, tal vez uno de los más grandes junto con el del Cementerio, estaba todo dispuesto para la celebración.
____Zexerías saludó a Sebastián y conoció a sus padres.
____Cristóbal había sido de la partida de pájaros que empujaron el Arca y se ufanaba por ello. Pero Zexerías estaba tan contento que el loro desistió en su intento de hacerlo rabiar. Sebastián presionado por sus padres les adelantó un desordenado resumen de toda esta historia. Zexerías escuchaba y asentía sonriendo. Con instrumentos de viento fabricados con cañas y de percusión con troncos huecos una banda de Tenopos comenzó con la música.
____–¡Hoy la zelebrazión ez doble! –dijo Zexerías.
____–¿Por qué doble? –preguntó Sebastián.
____–Porque ademáz del ézito frente al enemigo regrezan nueztraz mujerez –informó el Tenopo. Sebastián no había advertido ese aspecto fundamental de la sociedad tenopa. Había estado con ellos reiteradas veces, conoció Tenopián, la Ciudad Sagrada del Bosque, y la Ciudad Antigua con su laberinto y tantos otros secretos para los humanos y nunca vio una mujer.
____–Zuzede –continuó el Tenopo– que tu vizita coinzidió con un hecho maravillozo que ze repite dezpuéz de un larguízimo período en el tiempo de loz humanoz. Ez el Año del Natalizio. Laz mujerez ze retiran a un zitio ezpezial a poner zu Huevo...
____–¿Huevo? –preguntó extrañada la madre de Sebastián.
____–Zí, nosotroz nazemoz de un Huevo –informó– y nueztraz mujerez en ezte momento deben eztar volviendo con él. Porque la fecundazión debemoz hazerla juntoz.
____Los padres de Sebastián pedían a cada rato ser pellizcados para cerciorarse de no estar dormidos. Todo esto sólo en un sueño podía existir.
____Lethien se puso a freír unos pastelitos. Eran su especialidad. El perfume despertó el apetito de todos. Para los Tenopos eran una novedad. No obstante todo lo que su nariz captaba como sabroso su estómago no lo discutía.
____–Ademáz –opinaba Zexerías que fue de los primeros en engullirse uno– eztán hechoz con harina de trigo, agua del manantial del Bozque, azúcar de caña, dulze de membrillo hecho por nueztraz mujerez y freídoz en azeite de maíz. No veo la impozibilidad de comerloz nozotroz que zomoz vegetarianoz.
____–Es verdad –opinó Zexerón que se acercó a saludar a los padres de Sebastián y agradecer, especialmente al niño, su colaboración. Eran demasiadas bocas para una sola cocinera. El Vendedor de Sonidos, la mamá de Sebastián y las mujeres que escaparon de la Aldea en el Arca se organizaron para satisfacer la nutrida demanda. El Hombre del Arca les acercó dos bolsas de harina y los Tenopos trajeron de la despensa, que suministraba los alimentos a Tenopián, varios panes de dulce de membrillo.
____Comenzaron a bailar. Bebían un jugo de frutas silvestres delicioso y todo era alegría. Zexurión contó a una gruesa concurrencia de Tenopos como fueron sus días de encierro y especialmente la lucha contra el Saurio Real. Los más jóvenes estaban maravillados y lo acosaban con preguntas.
____Corrió la voz de que las mujeres se acercaban. Efectivamente así fue. Cientos de ellas llegaban con una alegría desbordante. Traían en sus brazos, envuelto en una mantilla, el preciado Huevo que habían ido a poner. Zexerías salió disparado como una flecha hacia el grupo de mujeres. Encontró a su compañera con su Huevo y la abrazó con ternura. El Huevo era un poco más grande que dos huevos de gallina. Todo verde y con pintitas marrones, no dejaba de ser simpático. El Tenopo presentó a su compañera que se ruborizó al ver humanos, ya que las mujeres son más tímidas que los hombres, y alzó al Huevo, a su futuro hijo. Sus ojos azabaches brillaron de felicidad.
____Para la familia de Zexurión la alegría fue doble. Su compañera lloró de felicidad al verlo. Se preocupó por su estado. Estaba flaco y su verde había empalidecido bastante. El surco marrón de la herida en el brazo la preocupó también. Tomó el Huevo de las manos de su compañera y se lo llevó a su mejilla para sentir muy cerca el calorcito de su hijo. Pensó en ese momento que por poco perdía toda esa riqueza. Y por primera vez desde que lo secuestrara Prorena derramó unas lágrimas.
____El Druida mojó con sabia cada Huevo dándoles la Bendición del Bosque. A pedido del Patriarca también la recibió Sebastián y de ahora en más iba a ser un hermano de los Tenopos. Las mujeres, de a una, se retiraron a poner en un lugar seguro y calentito sus Huevos.
____De pronto los pájaros que cubrían los árboles callaron su bulliciosa alegría. El Encantador que mantenía una amena charla con Zexerón, Zexariel, el Hacedor y el Alquimista advirtió el abrupto silencio.
____–¿Qué sucede? –preguntó a los pájaros más cercanos. Ellos explicaron con gorjeos lo que les avisó el Bosque.
____Gríseos y aldeanos vienen hacia aquí. Son muchos y están armados –tradujo el Encantador.
____–No tenemos de que preocuparnos –intervino Zexerón–. Ellos no podrán vernos. Pero estas palabras autorizadas no llegaron a controlar el pánico. Especialmente entre los humanos llegados de la Aldea. Algunas mujeres manifestaron su estado nervioso con gritos y gimoteos.
____–Tranquilos, no sucederá nada –insistió el Patriarca sintiendo que esas palabras no alcanzaban y que el nerviosismo ganaba más adeptos. Inclusive entre los Tenopos la intranquilidad era llamativa ya que ellos conocían el amparo que ofrecía el Bosque.
____Aldeanos con palos, antorchas y horquillas y Gríseos a caballo y a pie con lagartos invadieron el claro donde la fiesta se interrumpió abruptamente. Todos contuvieron la respiración. Los pájaros continuaron en su mutismo. Sebastián se cubrió los ojos con las manos. Se fueron apartando lentamente dejando paso a la feroz comitiva que no había reaccionado ante la multitud festejando.
____–¡Bienvenidos! –dijo el Encantador–. Estamos festejando nuestro triunfo.
____Pensaron que se había vuelto loco por que estaba parado frente a los recién llegados con los brazos abiertos en una actitud de cordial recibimiento. No obstante no lo escucharon. Tampoco lo vieron. Atravesaron su cuerpo como si fuera un espectro. Lo mismo hicieron con árboles gigantescos. Traspasaron todo cuanto se interpuso como si no existiera.
____–En realidad para ellos no existimos. Tan enfermos de odio tienen los corazones. Ellos caminan por un prado de pastos amarillentos donde no hay ningún Bosque. Somos el sueño que sus corazones no les dejan ver. Porque son corazones ciegos, oscuros, sin esperanzas. Esa es la batalla final que debemos ganarle a Prorena. Rescatar a todos esos corazones prisioneros. Entonces sí podrán ver el Bosque –explicó el Encantador.
____La fiesta se prolongó por poco tiempo. No habían podido superar la desagradable sensación producida por los inesperados visitantes. Sebastián se despidió de todos sabiendo que no los vería por mucho tiempo. Sus padres rechazaron con gratitud, reiteradas veces, la invitación a quedarse en el Bosque.
____–¡Dejen pasar! ¡Buenos para nada! –decía el Ermitaño abriéndose paso entre los Tenopos. Traía su lanza que usaba como bastón.
____–¿Qué buscas Ermitaño? –inquirió con autoridad el Patriarca.
____–A ti qué te importa –le contestó con sus acostumbrado malos modales. Avanzó hasta el grupo que despedía a Sebastián. Había más humanos de los que toleraba y lo manifestó con un gesto de desaprobación. Se plantó frente a Sebastián y le tendió la pequeña y arrugada mano. El chico la estrechó sonriente.
____–¡Buen viaje! –dijo– Que el Bosque te acompañe.
____–Gracias –dijo Sebastián.
____–¡Humanos... baahhh...! –dijo con desprecio mirando a los adultos y se retiró.
____Los acompañaron a tomar el barco que pasaba por un pequeño muelle del Bosque luego de hacerlo por el de la Aldea. El enorme río de aguas marrones no dejaba ver la otra orilla. La luna emergía de sus aguas en el horizonte. A lo lejos la campana del barco se despedía del muelle de la Aldea. En pocos minutos apareció bordeando la costa del gran estuario. Con antorchas hicieron señales a su capitán que contestó con dos toques de campana.
____El Encantador, Lethien y Zexerías prolongaron su abrazo al chico. La mujer le trajo tres libros que seleccionó de la Biblioteca que a ella le habían fascinado y un paquetito con pasteles para el viaje.
____–No te olvidaremos –le dijo el Encantador. Sin imaginar que muy pronto, en una nueva aventura, volverían a juntarse en ese Bosque maravilloso.



____Zexerías, lanzando un suspiro, cerró el Gran Libro de los Hechos. Dejó asentado allí, con todos los detalles, la visita de Sebastián, en esos días en que se rescató a Zexurión. Más precisamente en la primavera del Año de Sex de 398 en el calendario de los humanos. Año del Natalicio, que se recuerda hasta el día de hoy como el de la primera batalla ganada al mal.



© Gustavo Prego




Buenos Aires, julio de 1985







29 de marzo de 2009

La historia de la tía Jose


Ángeles Mastretta

Tía Jose Rivadeneira tuvo una hija con los ojos grandes como dos lunas, como un deseo. Apenas colocada en su abrazo, todavía húmeda y vacilante, la niña mostró los ojos y algo en las alas de sus labios que parecía pregunta.
–¿Qué quieres saber? –le dijo la tía Jose jugando a que entendía ese gesto.
Como todas las madres, tía Jose pensó que no había en la historia del mundo una criatura tan hermosa como la suya. La deslumbraban el color de su piel, el tamaño de sus pestañas y la placidez con que dormía. Temblaba de orgullo imaginando lo que haría con la sangre y las quimeras que latían en su cuerpo.
Se dedicó a contemplarla con altivez y regocijo durante más de tres semanas. Entonces la inexpugnable vida hizo caer sobre la niña una enfermedad que, en cinco horas, convirtió su extraordinaria viveza en un sueño extenuado y remoto que parecía llevársela de regreso a la muerte.
Cuando todos sus talentos curativos no lograron mejoría alguna, tía Jose, pálida de terror, la cargó hasta el hospital. Ahí se la quitaron de los brazos, y una docena de médicos y enfermeras empezaron a moverse agitados y confundidos en torno a la niña. Tía Jose la vio irse tras una puerta que le prohibía la entrada y se dejó caer al suelo incapaz de cargar consigo misma y con aquel dolor como un acantilado.
Ahí la encontró su marido, que era un hombre sensato y prudente como los hombres acostumbran fingir que son. La ayudó a levantarse y la regañó por su falta de cordura y esperanza. Su marido confiaba en la ciencia médica y hablaba de ella como otros hablan de Dios. Por eso lo turbaba la insensatez en que se había colocado su mujer, incapaz de hacer otra cosa que llorar y maldecir al destino.
Aislaron a la niña en una sala de terapia intensiva. Un lugar blanco y limpio al que las madres sólo podían entrar media hora diaria. Entonces se llenaba de oraciones y ruegos. Todas las mujeres persignaban el rostro de sus hijos, les recorrían el cuerpo con estampas y agua bendita, pedías a todo Dios que los dejara vivos. La tía Jose no conseguía sino llegar junto a la cuna donde su hija apenas respiraba para pedirle: “No te mueras”. Después lloraba y lloraba sin secarse los ojos ni moverse hasta que las enfermeras le avisaban que debía salir.
Entonces volvía a sentarse en las bancas cercanas a la puerta, con la cabeza sobre las piernas, sin hambre y sin voz, rencorosa y arisca, ferviente y desesperada. ¿Qué podía hacer? ¿Por qué tenía que vivir su hija? ¿Qué sería bueno ofrecerle a su cuerpo pequeño lleno de agujas y sondas para que le interesara quedarse en este mundo? ¿Qué podría decirle para convencerla de que valía la pena hacer el esfuerzo en vez de morirse?
Una mañana, sin saber la causa, iluminada sólo por los fantasmas de su corazón, se acercó a la niña y empezó a contarle las historias de sus antepasadas. Quiénes habían sido, qué mujeres tejieron sus vidas con qué hombres antes de que la boca y el ombligo de su hija se anudaran a ella. De qué estaban hechas, cuántos trabajos habían pasado, qué penas y jolgorios traía ella como herencia. Quiénes sembraron con intrepidez y fantasías la vida que le tocaba prolongar.
Durante muchos días recordó, imaginó, inventó. Cada minuto de cada hora disponible habló sin tregua en el oído de su hija. Por fin, al atardecer de un jueves, mientras contaba implacable alguna historia, su hija abrió los ojos y la miró ávida y desafiante, como fue el resto de su larga existencia.
El marido de tía Jose dio las gracias a los médicos, lo médicos dieron gracias a los adelantos de su ciencia, la tía abrazó a su niña y salió del hospital sin decir una palabra. Sólo ella sabía a quiénes agradecer la vida de su hija. Sólo ella supo siempre que ninguna ciencia fue capaz de mover tanto como la escondida en los ásperos y sutiles hallazgos de otras mujeres con los ojos grandes.

La octava plaga

Laura Freixas

Cuando metía la mano en el bolsillo buscando cinco pesos para pagar el café, lo que sacaba era un puñado de palabras. “¡Ay, caray!”, murmuraba perpleja, y eso que ya le había pasado infinidad de veces; pero como era muy paciente, se tomaba el trabajo de ir tomándolas una por una entre dos dedos para examinarlas al trasluz, y luego dejaba algunas arrugadas en el cenicero y las demás se las volvía a meter en el bolsillo para buscarles sitio cuando llegara a casa. La mayoría seguía esta suerte, porque ella era de esas personas a quienes repugna tirar cosas.
Sitio, lo que se dice sitio, no es que quedará mucho en casa, la verdad. El exiguo estudio estaba ya repleto de palabras. Las había apiladas sobre el escritorio y la mesita de luz, sobre las estanterías y sobre las repisas de las ventanas, por no hablar de las que rebosaban los cajones y el armario. Ella, naturalmente, procuraba mantener el orden, y cada día barría y sacaba el polvo con tal de que permaneciesen limpios, por lo menos, el suelo y los objetos de uso cotidiano; pero lo cierto es que siempre quedaban palabras en los rincones, o debajo de las patas de la mesa, o en el fondo de los vasos sucios. Se encontraba con palabras enredadas en los hilos cuando tomaba la caja de costura; entre las sábanas, al meterse en la cama; dentro de los zapatos o las medias, y hasta una vez en el estuche del rimel.
Claro es que esta abundancia, en sí –cuestiones de limpieza aparte–, no tenía por qué ser desagradable; y hasta hubiera podido reinar una armoniosa convivencia, de no haber sido por cierta irritante manía de las palabras: haciendo gala de una irresponsabilidad de veras asombrosa, se empeñaban en multiplicarse sin descanso. Cada día había una docena más. Bastaba simplemente abrir los ojos por la mañana, y el primer rayo oblicuo y polvoriento de luz, o el rumor lejano de un tranvía, o el vago recuerdo de un retazo de sueño, engendraban palabras nuevas. Brotaban a borbotones, ligeras, vivarachas, en alocada búsqueda de un hueco, de una superficie lisa por pequeña que fuera, de un rincón, y allí se echaban a dormir como si tal cosa. Palabras recién hechas y jugosas, que se amontonaban, si ya no había más sitio, sobre las viejas, algo mustias. Iban formando capas sobre los muebles y sobre el suelo hasta que no se podía andar sin pisarlas; entonces ella, exasperada, decidía que ya estaba bien, que iba a poner orden de una vez por todas y ya veríamos quién mandaba allí.
La tarea le ocupaba varios días. Primero, ponía la habitación patas para arriba hasta obligarlas a salir a todas de sus escondrijos; vaciaba armarios, altillos y cajones; estantes, vasos y floreros; registraba los muebles, la ropa y los zapatos; y cuando estaba segura de no haberse dejado ninguna, o casi, las amontonaban sobre el suelo, se sentaba frente a ellas y se ponía las gafas suspirando, empezaba por una selección; pero, aunque se esforzaba en ser lo más severa posible, nunca conseguía descartar más de una décima parte. Casi todas le parecían dignas de conservarse: la que no era por consideraciones estéticas, era por motivos de utilidad, y la que no, por razones personales. Las iba distribuyendo en montoncitos previamente establecidos: la lengua a la que pertenecían, el uso al que podrían destinarse; la calidad o el color, el sabor o el peso. Finalmente, una vez clasificadas, las metía en cajas compradas al efecto.
Eran cajas de todas las formas y tamaños. Las había severas, de caoba y con tapizado de terciopelo, para las palabras científicas –esas palabras de saco y corbata con vocación académica–; otras pequeñas y redondas, con tapa de espejo, para las palabras poéticas, finas y tornasoladas como mariposas; una pesada caja de mármol con frisos, para las palabras diccionarescas y las citas en latín; diminutas cajitas de nácar para los nombres propios evocadores de recuerdos queridos, y muchísimas mas. No faltaba un cajón basto para las palabrotas, ni cajitas doradas para las palabras de amor. Y en cuanto a las palabras sobrantes, que eran de difícil clasificación –preposiciones y cosas así–, las guardaba de todas maneras, porque le daba pena tirarlas y además nunca se sabe; las metía en cajas de zapatos, y con un rotulador escribía en la tapa: "Varios".
Con tantas cajas, pronto no le iba quedar lugar ni para la cama. Y cada día había palabras nuevas. Tomó la costumbre de introducirlas en sobres por docenas y enviarlas a sus amigos: cuando esto no bastó, comenzó a envolver cajas enteras en papel de embalaje y las mandaba a las editoriales. Al cabo de un tiempo, constató con alarma que el número de palabras se estaba multiplicando en proporción geométrica; enfebrecida, clasificaba, envolvía y franqueada a un ritmo cada vez más rápido; ya no hacía otra cosa en todo el día, y aún así no daba a basto. Amigos y conocidos le suplicaban de rodillas que les ahorrase tan frecuentes y voluminosos envíos, con los que no sabían qué hacer; las editoriales le advirtieron que la capacidad de sus almacenes estaba siendo desbordada. La Administración de Correos, por su parte, se había visto obligada a solicitar del Gobierno un importante aumento presupuestario a fin de reforzar el servicio; los carteros corrientes fueron reemplazados por otros más fornidos, lo cual de todos modos no evitó una huelga a escala nacional. En cuanto a ella, se había dado cuenta de que en aquel estudio no podría resistir mucho más tiempo; alquiló un espacioso departamento en el barrio nuevo, y llenó con las palabras tres camiones de mudanzas.
Como era de prever, las cinco habitaciones tampoco tardaron en quedarse pequeñas. No se lo ocurrió otra solución que dejar abiertas permanentemente las ventanas para que al menos algunas palabras de marchasen; pero las que se iban volando se colocaban luego en casa de los vecinos. Las amas de casa barrían sus pasillos varias veces cada día murmurando contra la nueva inquilina; cuando comenzaron a descubrir palabras en los dobleces de la ropa recién planchada, dentro de los paquetes de detergente o rebozándose en las sartenes junto con el pescado, sus protestas subieron de tono; y el día en que una de ellas descubrió a su hijito medio asfixiado en una cuna llena de palabras, armó tal revuelo en la escalera que poco faltó para un motín. A esas alturas, ella ya había comprendido que toda resistencia era inútil, y decidió rendirse.
Se metió en casa y cerró todas las aberturas. Al cabo de una semana, la portera cumplió su deber de portera dando aviso a la Policía. Hicieron falta dos destacamentos del servicio de bomberos, auxiliados por la excavadora municipal, para sacar las incontables capas de palabras. Los vecinos concedían entrevistas sin cuento a la televisión y a la radio, mientras el pobre forense se paseaba apuradísimo por los rellanos murmurando, sin que nadie le hiciera caso:
–¿Y ahora yo que pongo, dígame usted, qué carajo pongo yo en el parte de defunción?

De El asesino en la muñeca, 1988

28 de marzo de 2009

La descripción y el retrato


Describir es caracterizar formas, colores, estados de ánimo, sensaciones. Se puede caracterizar un objeto, un paisaje o una persona.
Toda descripción implica la presencia de un observador que expresa la realidad que lo rodea. Este observador, puede ser el narrador o alguno de los personajes.
Si el observador realiza una descripción desde una posición fija, la descripción se denomina estática. En ese caso no se desplaza ni modifica su punto de vista en relación con lo descripto.

El almacén estaba desierto. Había olor a garbanzos y a lavandina, a jabón y a queso, un olor mezclado y limpio, y aunque afuera la mañana brillara de sol, allí parecía la hora de la siesta por las cortinas de lona que cuidaban las sombras y el fresco.

Si el observador se desplaza, acompañando los objetos que va a describir, la descripción se llama dinámica.

Salimos, nos metimos en el auto y a los diez minutos trepábamos la ladera de una montaña por un tortuoso camino de cornisa. A veinte kilómetros se encontraba la ciudad de Lerna. Entramos por un camino de grava bordeado de árboles enormes.

Los verbos en la descripción

Los verbos característicos de las descripciones hacen referencia a la existencia de algo o alguien, y su ubicación en el espacio. Generalmente, se utiliza el verbo haber en forma impersonal: “En la habitación hay tres ventanas”. También se utilizan otros verbos como encontrarse, estar, presentar/se. “Esa habitación estaba en el extremo más alejado del jardín”.
Por otra parte, en las descripciones, se utilizan verbos que caracterizan a personajes, objetos o situaciones. Por ejemplo, lo verbos ser, parecer, entre otros, indican rasgos propios del objeto o personaje que se describe, rasgos constitutivos de su esencia: “Era alto y algo encorvado”. El verbo tener permite atribuirle rasgos al objeto o personaje: “Tenía el cabello bien cortado”. Es preferible evitar el uso del verbo poseer al describir rasgos inherentes a una persona (“Poseía ojos saltones”) ya que poseer indica “tener uno en su poder una cosa”.
Cuando se quiere agregar información a un sustantivo, se pueden emplear adjetivos o construcciones de preposición más término:
· “Ojos sin vida” (“ojos muertos” no es adecuado al contexto de un retrato)
· “Mano de piel gruesa” (no es lo mismo que “rugosa”)
· “Mejillas con marcas de acné” no es lo mismo que “mejillas acneicas”
Lo anterior está relacionado con la colocación, que es una forma de ligar el vocabulario con el contexto en el cual aparece. Por ejemplo, en un retrato literario, se usarán “Mejillas con marcas de acné”, sin embargo en un informe médico podría aparecer “mejillas acneicas”.

La descripción de una persona se llama retrato. El retrato es la descripción de los rasgos físicos de la persona que elegimos y de sus características internas o psicológicas y sociales.
Al realizar un retrato conviene tener en cuenta los aspectos físicos o externos: estatura, cabello, edad, mirada, forma y color de los ojos, tamaño de sus manos, gestos, etc.
Pero el retrato implica no sólo la observación de los rasgos externos de la persona, sino también sus características internas o psicológicas: preferencias, carácter, modo de relacionarse con los demás. También, la manera de vestir, de hablar o de comportarse.

De cabeza grande, de facciones chatas, ganchuda la nariz, saliente el labio inferior, en la expresión aviesa de sus ojos chicos y sumidos, una rapacidad de buitre se acusaba. Llevaba un traje raído de pana gris, un sombrero redondo de alas anchas, un aro de oro en la oreja, la doblesuela claveteada de sus zapatos marcaba el ritmo de su andar pesado y trabajoso sobre las piedras desiguales de la calle.

Para realizar un retrato o descripción se sugiere dos técnicas: la primera consiste en describir a la persona o paisaje yendo de lo más general a sus detalles más particulares.

Era una pelirroja de rostro ovalado, piel clara, ojos saltones y el rasgo más destacable era un lunar peludo en la barbilla.

La otra técnica consiste en describir la persona de arriba hacia abajo (de la cabeza para abajo).
Se sugiere que a veces se intercalen oraciones que alteren el orden sintáctico habitual (sujeto-predicado) para lograr un efecto estilístico diferente.

Silbato en boca, el árbitro sopla los vientos de la fatalidad del destino…

También es muy efectivo el uso del predicado no verbal para no repetir l verbo ser.

Sus ojos eran oscuros; su nariz, respingada.

No se debe mezclar la descripción de los rasgos físicos y los de las personalidades a no ser que se deriven unos de otros.

Su andar encorvado denotaba el peso de su preocupación.

Es incorrecto, desde el punto de vista del estilo decir: José era rubio e inteligente.

Para la caracterización física y espiritual de personas, es decir, para escribir retratos, puede ayudar el siguiente listado de vocablos.

Rasgos físicos

Aspecto general: apuesto, elegante, gallardo, obeso, grueso, airoso, arrogante, delgado, gordo, esbelto, rubicundo rechonchito, corpulento, vigoroso, saludable, fuerte, huesudo, robusto, flaco, seco, enjuto, etc.
Altura: alto, bajo, mediano, petiso, menudo, gigantesco, etc.
Rostro: barbudo, imberbe, lampiño, desbarbado, con bigote, etc.
- Tez-piel: clara, oscura, tostada, negra, amarilla, morena, blanca, aceitunada, trigueña, descolorida, pálida, roja, etc.
- Ojos: negros, marrones, castaños, pardos, verdes, grises, redondos, rasgados, grandes, pequeños expresivos, melancólicos, tristes, nostálgicos, etc.
- Mirada: dulce, triste, recelosa, inquieta, apaciguada, aguda, admirada, soñadora, ilusionada, sorprendida, curiosa, desconfiada, suspicaz, incrédula, miedosa, sospechosa, maliciosa, falsa, etc.
- Pestañas: espesas, delgadas, rectas, rizadas, postizas, etc.
- Cejas: arqueadas, rectas, pobladas, finas, espesas, etc.
- Nariz: larga, corta, grande, chica, recta, respingada, ancha, enorme, aguileña, ñata, deprimida, etc.
- Boca: ancha, angosta, risueña, desdentada, dientes blancos, de labios finos, gruesos o llenos, carnosos, etc.
- Sonrisa: agradable, picara, dulce, atractiva, suspicaz, falsa, irónica, etc.
- Cabello: rubio, pelirrojo, castaño, morocho, gris, blanco, canoso, platinado, teñido, ceniciento, ondeado, lacio, crespo, ondulado, rizado, con permanente, frizado, con trenzas, rodete, flequillo, con peluca, calvo, etc.
Extremidades: largas, musculosas, torneadas, torcidas, etc.
- Manos: expresivas, sensibles, deformadas, venosas, delicadas, inquietas, rudas, etc.
Señas: hoyuelos, lunares, cicatrices, arrugas, pocas, tatuajes, etc.

Rasgos espirituales

El perfil del hombre lo configuran aquellas cualidades y defectos que le son propios, que hacen de él un ser único y personal, como también su conducta en sociedad, su relación con otros hombres.
Para componer un retrato interior interesan, por ello, los sentimientos, las pasiones, los anhelos intelectuales, las inquietudes, las emociones y el comportamiento social, entre otros.
El siguiente listado de palabras como guía para la redacción de retratos:

Conducta social: amable, formal, cortés, solícito, atento, cordial, discreto, gentil, tratable, diplomático, hospitalario, servicial, afable, diligente, afectuoso, de buen carácter, amistoso, desenvuelto, alegre, divertido, fraternal, callado, espontáneo, gracioso, ingenioso, parco, juguetón, lacónico, respetuoso, sociable, cariñoso, simpático, charlatán, jocoso, bullicioso, dicharachero, bromista, etc.

Cualidades personales:
- Virtudes: filántropo, altruista, templado, clemente, bondadoso, caritativo, compasivo, tolerante, generoso, benévolo, magnánimo, justo, misericordioso, indulgente, agradable, rápido, varonil, elegante, cuidadoso, activo, expeditivo, astuto, coqueta, confiado, bonachón, fiel, honesto, equilibrado, honrado, inteligente, celoso, aplicado, puntual, hábil, estudioso, humilde, juicioso, esmerado, limpio, ingenuo, osado, noble, intrépido, instruido, paciente, resuelto, reservado, pacífico, obediente, profundo, sincero, ahorrativo, responsable, sencillo, sensato, tolerante, veraz, curioso, tranquilo, sensible, vergonzoso, sobrio, trabajador, seguro, valiente, dadivoso, femenina, etc.
- Defectos: descortés, agresivo, indiscreto, grosero, informal, desatento, fisgón, inoportuno, amarrete, intruso, tacaño, impertinente, imprudente, displicente, usurero, infiel, deshonesto, indigno, negligente, indisciplinado, desobediente, indócil, rebelde, insubordinado, incorregible, soberbio, desmandado, impaciente, flojo, irresponsable, perezoso, ocioso, insociable, sucio, andrajoso, harapiento, incapaz, necio, rudo, tosco, torpe, ignorante, tonto, vivo, sedicioso, inaguantable, vil, desconfiado, vulgar, hablador, estrepitoso, ruidoso, etc.
Denes, Marilina, Rodríguez, María Inés, Castellano (Primera parte), Curso 2005, CNBA

Varios consejos

Ernest Hemingway (1899-1961)

  • Escribe frases breves. Comienza siempre con una oración corta. Utiliza un inglés vigoroso. Sé positivo, no negativo.
  • La jerga que adoptes debe ser reciente, de lo contrario no sirve.
  • Evita el uso de adjetivos, especialmente los extravagantes como "espléndido, grande, magnífico, suntuoso".
  • Nadie que tenga un cierto ingenio, que sienta y escriba con sinceridad acerca de las cosas que desea decir, puede escribir mal si se atiene a estas reglas.
  • Para escribir me retrotraigo a la antigua desolación del cuarto de hotel en el que empecé a escribir. Dile a todo el mundo que vives en un hotel y hospédate en otro. Cuando te localicen, múdate al campo. Cuando te localicen en el campo, múdate a otra parte. Trabaja todo el día hasta que estés tan agotado que todo el ejercicio que puedas enfrentar sea leer los diarios. Entonces come, juega tenis, nada, o realiza alguna labor que te atonte sólo para mantener tu intestino en movimiento, y al día siguiente vuelve a escribir.
  • Los escritores deberían trabajar solos. Deberían verse sólo una vez terminadas sus obras, y aun entonces, no con demasiada frecuencia. Si no, se vuelven como los escritores de Nueva York. Como lombrices de tierra dentro de una botella, tratando de nutrirse a partir del contacto entre ellos y de la botella. A veces la botella tiene forma artística, a veces económica, a veces económico-religiosa. Pero una vez que están en la botella, se quedan allí. Se sienten solos afuera de la botella. No quieren sentirse solos. Les da miedo estar solos en sus creencias...
  • A veces, cuando me resulta difícil escribir, leo mis propios libros para levantarme el ánimo, y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible escribirlos.
  • Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento personal o impersonal.

27 de marzo de 2009

Los venenos

Julio Cortázar

El sábado tío Carlos llegó a mediodía con la máquina de matar hormigas. El día antes había dicho en la mesa que iba a traerla, y mi hermana y yo esperábamos la máquina imaginando que era enorme, que era terrible. Conocíamos bien las hormigas de Bánfield, las hormigas negras que se van comiendo todo, hacen los hormigueros en la tierra, en los zócalos, o en ese pedazo misterioso donde una casa se hunde en el suelo, allí hacen agujeros disimulados pero no pueden esconder su fila negra que va y viene trayendo pedacitos de hojas, y los pedacitos de hojas eran las plantas del jardín, por eso mamá y tío Carlos se habían decidido a comprar la máquina para acabar con las hormigas.
Me acuerdo que mi hermana vio venir a tío Carlos por la calle Rodríguez Peña desde lejos lo vio venir en el tílbury de la estación, y entró corriendo por el callejón del costado gritando que tío Carlos traía la máquina. Yo estaba en los ligustros que daban a lo de Lila, hablando con Lila por el alambrado, contándole que por la tarde íbamos a probar la máquina, y Lila estaba interesada pero no mucho, porque a las chicas no les importan las máquinas y no les importan las hormigas, solamente le llamaba la atención que la máquina echaba humo y que eso iba a matar todas las hormigas de casa.
Al oír a mi hermana le dije a Lila que tenia que ir a ayudar a bajar la máquina, y corrí por el callejón con el grito de guerra de Sitting Bull, corriendo de una manera que había inventado en ese tiempo y que era correr sin doblar las rodillas, como pateando una pelota. Cansaba poco y era como un vuelo, aunque nunca como el sueño de volar que yo siempre tenía entonces, y que era recoger las piernas del suelo, y con apenas un movimiento de cintura volar a veinte centímetros del suelo, de una manera que no se puede contar por lo linda, volar por calles largas, subiendo a veces un poco y otra vez al ras del suelo, con una sensación tan clara de estar despierto, aparte que en ese sueño la contra era que yo siempre soñaba que estaba despierto, que volaba de verdad, que antes lo había soñado pero esta vez iba de veras, y cuando me despertaba era como caerme al suelo, tan triste salir andando o corriendo pero siempre pesado, vuelta abajo a cada salto. Lo único un poco parecido era esta manera de correr que había inventado, con las zapatillas de goma Keds Champion con puntera daba la impresión del sueño, claro que no se podía comparar.
Mamá y abuelita ya estaban en la puerta hablando con tío Carlos y el cochero. Me arrimé despacio porque a veces me gustaba hacerme esperar, y con mi hermana miramos el bulto envuelto en papel madera y atado con mucho hilo sisal, que el cochero y tío Carlos bajaban a la vereda. Lo primero que pensé fue que era una parte de la máquina, pero en seguida vi que era la máquina completa, y me pareció tan chica que se me vino el alma a los pies. Lo mejor fue al entrarla, porque ayudando a tío Carlos me di cuenta que la máquina pesaba mucho, y el peso me devolvió confianza. Yo mismo le saqué los piolines y el papel, porque mamá y tío Carlos tenían que abrir un paquete chico donde vería la lata del veneno, y de entrada ya nos anunciaron que eso no se tocaba y que más de cuatro habían muerto retorciéndose por tocar la lata. Mi hermana se fue a un rincón porque se le había acabado el interés por todo y un poco también por miedo, pero yo la miré a mamá y nos reímos, y todo aquel discurso era por mí hermana, a mí me iban a dejar manejar la máquina con veneno y todo.
No era linda, quiero decir que no era una máquina máquina, por lo menos con una rueda que da vueltas o un pito que echa un chorro de vapor. Parecía una estufa de fierro negro, con tres patas combadas, una puerta para el fuego, otra para el veneno y de arriba salía un tubo de metal flexible (como el cuerpo de los gusanos) donde después se enchufaba otro tubo de goma con un pico. A la hora del almuerzo mamá nos leyó el manual de instrucciones, y cada vez que llegaba a las partes del veneno todos la mirábamos a mi hermana, y abuelita le volvió a decir que en Flores tres niños habían muerto por tocar una lata. Ya habíamos visto la calavera en la tapa, y tío Carlos buscó una cuchara vieja y dijo que ésa sería para el veneno y que las cosas de la máquina las guardarían en el estante de arriba del cuarto de las herramientas. Afuera hacía calor porque empezaba enero, y la sandía estaba helada, con las semillas negras que me hacían pensar en las hormigas.
Después de la siesta, la de los grandes porque mi hermana leía el Billiken y yo clasificaba las estampillas en el patio cerrado, fuimos al jardín y tío Carlos puso la máquina en la rotonda de las hamacas donde siempre salían hormigueros. Abuelita preparó brasas de carbón para cargar la hornalla, y yo hice un barro lindísimo en una batea vieja, revolviendo con la cuchara de albañil. Mamá y mi hermana se sentaron en las sillas de paja para ver, y Lila miraba entre el ligustro hasta que le gritamos que viniera y dijo que la madre no la dejaba pero que lo mismo veía. Del otro lado del jardín se estaban asomando las de Negri, que eran unos casos y por eso no nos tratábamos. Les decían la Chola, la Ela y la Cufina, podres. Eran buenas pero pavas, y no se podía jugar con ellas. Abuelita les tenía lástima pero mamá no las invitaba a casa porque se armaban líos con mi hermana y conmigo. Las tres querían mandar la parada pero no sabían ni rayuela ni bolita ni vigilante y ladrón ni barco hundido, y lo único que sabían eran reírse como sonsas y hablar de tanta cosa que yo no sé a quién le podía interesar. El padre era concejar y tenían Orpington leonadas. Nosotros criábamos Rhode Island que es mejor ponedora.
La máquina parecía más grande por lonegra que se la veía entre el verde del jardín y los frutales. Tío carlos la cargó con brasas, y mientras tomaba calor eligió un hormiguero y le puso el pico del tubo; yo eché barro alrededor y lo apisoné pero no muy fuerte, para impedir el desmoronamiento de las galerías como decía el manual. Entonces mi tío abrió la puerta para el veneno y trajo la lata y la cuchara. El veneno era violeta, un color precioso, y había que echar una cucharada grande y cerrar en seguida la puerta. Apenas la habíamos echado se oyó un bufido y la máquina empezó a trabajar. Era estupendo, todo alrededor del pico salía un humo blanco, y había que echar más barro y aplastarlo con las manos. "Van a morir todas", dijo mi tío que estaba muy contento con el funcionamiento de la máquina, y yo me puse al lado de él con las manos llenas de barro hasta los codos, y se veía que era un trabajo para que lo hicieran los hombres.
-¿Cuánto tiempo hay que fumigar cada hormiguero? -preguntó mamá.
-Por lo menos media hora -dijo tío Carlos-. Algunos son larguísimos, más de lo que se cree.
Yo entendí que quería decir dos o tres metros, porque había tantos hormigueros en casa que no podía ser que fueran demasiado largos. Pero justo en ese momento oímos que la Cufina empezaba a chillar con esa voz que tenía que la escuchaban desde la estación, y toda la familia Negri vino al jardín diciendo que de un cantero de lechuga salía humo. Al principio yo no lo quería creer pero era cierto, porque en el mismo momento Lila me avisó desde los ligustros que en su casa también salía humo al lado de un duraznero, y tío Carlos se quedó pensando y después fue hasta el alambrado de los Negri y le pidió a la Chola que era la menos haragana que echara barro donde salía humo, y yo salté a lo de Lila y taponé el hormiguero. Ahora sálía humo en otras partes de casa, en el gallinero, más atrás de la puerta blanca, y al pie de la pared del costado. Mamá y mi hermana ayudaban a poner barro, era formidable pensar que por debajo de la tierra andaba tanto humo buscando salir, y que entre ese humo las hormigas estaban rabiando y retorciéndose como los tres niños de Flores.
Esa tarde trabajamos hasta la noche, y a mi hermana la mandaron a preguntar si en las casas de otros vecinos salía humo. Cuando apenas quedaba luz la máquina se apagó, y al sacar el pico del hormiguero yo cavé un poco con la cuchara de albañil y toda la cueva estaba llena de hormigas muertas y tenía un color violeta que olía a azufre. Eché barro encima como en los entierros y calculé que habrían muerto unas cinco mil hormigas por lo menos. Ya todos se habían ido adentro porque era hora de bañarse y tender la mesa, pero tío Carlos y yo nos quedamos a repasar la máquina y guardarla. Le pregunté si podía llevar las cosas al cuarto de las herramientas y dijo que sí. Por las dudas me enjuagué las manos después de tocar la lata y la cuchara, y eso que la cuchara la habíamos limpiado antes.
Al otro día fue domingo y vino mi tía Rosa con mis primos y fue un día en que jugamos todo el tiempo al vigilante y ladrón con mi hermana y con Lila que tenía permiso de la madre. A la noche tía Rosa le dijo a mamá si mi primo Hugo podía quedarse a pasar toda la semana en Bánfield porque estaba un poco débil de la pleuresía y necesitaba sol. Mamá dijo que sí, y todos estábamos contentos. A Hugo le hicieron una cama en mi pieza, y el lunes fue la sirvienta a traer su ropa para la semana. Nos bañábamos juntos y Hugo sabía más cuentos que yo, pero no saltaba tan lejos. Se vela que era de Buenos Aires, con la ropa venían dos libros de Salgari y uno de botánica, porque tenía que preparar el ingreso a primer año. Dentro del libro venía una pluma de pavorreal, la primera que yo vela, y él la usaba como señalador. Era verde con un ojo violeta y azul, toda salpicada de oro. Mi hermana se la pidió pero Hugo le dijo que no porque se la había regalado la madre. Ni siquiera se la dejó tocar, pero a mí sí porque me tenía confianza y yo la agarraba del canuto.
Los primeros días, como tío Carlos trabajaba en la oficina no volvimos a encender la máquina, aunque yo le había dicho a mamá que si ella quería yo la podía hacer andar. Mamá dijo que mejor esperáramos al sábado, que total no había muchos almácigos esa semana y que no se veían tantas hormigas como antes.
–Hay unas cinco mil menos– le dije yo, y ella se reía pero me dio la razón. Casi mejor que no me dejara encender la máquina, así Hugo no se metía, porque era de esos que todo lo saben y abren las puertas para mirar adentro. Sobre todo con el veneno mejor que no me ayudara.
A la siesta nos mandaban quedarnos quietos, porque tenían miedo de la insolación. Mi hermana desde que Hugo jugaba conmigo venía todo el tiempo con nos­otros, y siempre quería jugar de compañera con Hugo. A las bolitas yo les ganaba a los dos, pero al balero Hugo no sé cómo se las sabía todas y me ganaba. Mi hermana lo elogiaba todo el tiempo y yo me daba cuenta que lo buscaba para novio, era cosa de decír­selo a mamá para que le plantara un par de bifes, solamente que no se me ocurría cómo decírselo a mamá, total no hacían nada malo. Hugo se reía de ella pero disimulando, y yo en esos momentos lo hu­biera abrazado, pero era siempre cuando estábamos jugando y había que ganar o perder pero nada de abrazos.
La siesta duraba de dos a cinco, y era la mejor hora para estar tranquilos y hacer lo que uno quería. Con Hugo revisábamos las estampillas y yo le daba las repetidas, le enseñaba a clasificarlas por países, y él pensaba al otro año tener una colección como la mía pero solamente de América. Se iba a perder las de Camerún que son con animales, pero él decía que así las colecciones son más importantes. Mi hermana le daba la razón y eso que no sabía si una estampilla estaba del derecho o del revés, pero era para llevarme la contra. En cambio Lila que venía a eso de las tres, saltando por los ligustros, estaba de mi parte y le gustaban las estampillas de Europa. Una vez yo le había dado a Lila un sobre con todas estampillas diferentes y ella siempre me lo recordaba y decía que el padre le iba a ayudar en la colección pero que la madre pensaba que eso no era para chicas y tenía microbios, y el sobre estaba guardado en el aparador.
Para que no se enojaran en casa por el ruido, cuando llegaba Lila nos íbamos al fondo y nos tirábamos debajo de los frutales. Las de Negri también andaban por el jardín de ellas, y yo sabía que las tres estaban locas con Hugo y se hablaban a gritos y siempre por la nariz, y la Cufina sobre todo se la pasaba preguntando: "¿Y dónde está el costurero con los hilos?" y la Ela le contestaba no sé qué, entonces se peleaban pero a propósito para llamar la atención, y menos mal que de ese lado los ligustros eran tupidos y no se veía mucho. Con Lila nos moríamos de risa al oírlas, y Hugo se tapaba la nariz y decía: "¿Y dónde está la pavita para el mate?" Entonces la Chola que era la mayor decía: "¿Vieron chicas cuántos groseros hay este año?", y nosotros nos metíamos pasto en la boca para no reírnos fuerte, porque lo bueno era dejarlas con las ganas y no seguírsela, así después cuando nos oían jugar a la mancha rabiaban mucho más y al final se peleaban entre ellas hasta que salía la tía y las mechoneaba y las tres se iban adentro llorando.
A mí me gustaba tener de compañera a Lila en los juegos, porque entre hermanos a uno no le gusta jugar si hay otros, y mi hermana lo buscaba en seguida a Hugo de compañero. Lila y yo les ganábamos a las bolitas, pero a Hugo le gustaba más el vigilante y ladrón y la escondida, siempre había que hacerle caso y jugar a eso, pero también era formidable, solamente que no podíamos gritar y los juegos así sin gritos no valen tanto. A la escondida casi siempre me tocaba contar a mí, no sé por qué me engañaban vuelta a vuelta, y piedra libre uno detrás de otro. A las cinco salía abuelita y nos retaba porque estábamos sudados y habíamos tomado demasiado sol, pero nosotros la hacíamos reír y le dábamos besos, hasta Hugo y Lila que no eran de casa. Yo me fijé en esos días que abuelita iba siempre a mirar el estante de las herramientas, y me di cuenta que tenía miedo, de que anduviéramos hurgando con las cosas de la máquina. Pero a nadie se le iba a ocurrir una pavada así, con lo de los tres niños de Flores y encima la paliza que nos iban a dar.
A ratos me gustaba quedarme solo, y en esos momentos ni siquiera quería que estuviera Lila. Sobre todo al caer la tarde, un rato antes que abuelita saliera con su batón blanco y se pusiera a regar el jardín. A esa hora la tierra ya no estaba tan caliente, pero las madreselvas olían mucho y también los canteros de tomates donde había canaletas para el agua y bichos distintos que en otras partes. Me gustaba tirarme boca abajo y oler la tierra, sentirla debajo de mí, caliente con su olor a verano tan distinto de otras veces. Pensaba en muchas cosas, pero sobre todo en las hormigas; ahora que había visto lo que eran los hormigueros me quedaba pensando en las galerías que cruzaban por todos lados y que nadie veía. Como las venas en mis piernas, que apenas se distinguían debajo de la piel, pero llenas de hormigas y misterios que iban y venían. Si uno comía un poco de veneno, en realidad venía a ser lo mismo que el humo de la máquina, el veneno andaba por las venas del cuerpo igual que el humo en la tierra, no había mucha diferencia.
Después de un rato me cansaba de estar solo y estudiar los bichos de los tomates. Iba a la puerta blanca, tomaba impulso y me largaba a la carrera como Buffalo Bill y al llegar al cantero de las lechugas lo saltaba limpio y ni tocaba el borde de gramilla. Con Hugo tirábamos al blanco con la Diana de aire comprimido, o jugábamos en las hamacas cuando mi hermana o a veces Lila salían de bañarse y venían a las hamacas con ropa limpia. También Hugo y yo nos íbamos a bañar, y a última hora salíamos todos a la vereda, o mi hermana tocaba el piano en la sala y nosotros nos sentábamos en la balaustrada y veíamos volver a la gente del trabajo hasta que llegaba tío Carlos y todos lo íbamos a saludar y de paso a ver si traía algún paquete con hilo rosa o el Billiken. Justamente una de esas veces al correr a la puerta fue cuando Lila se tropezó en una laja y se lastimó la rodilla. Pobre Lila, no quería llorar pero le saltaban las lágrimas y yo pensaba en la madre que era tan severa y le diría machona y de todo cuando la viera lastimada. Hugo y yo hicimos la sillita de oro y la llevamos del lado de la puerta blanca mientras mi hermana iba a escondidas a buscar un trapo y alcohol. Hugo se hacía el comedido y quería curarla a Lila; lo mismo mi hermana para estar con Hugo, pero yo los saqué a empujones y le dije a Lila que aguantara nada más que un segundo, y que si quería cerrara los ojos. Pero ella no quiso y mientras yo le pasaba el alcohol ella lo miraba fijo a Hugo como para mostrarle lo valiente que era. Yo le soplé fuerte en la lastimadura y con la venda quedó muy bien y no le dolía.
–Mejor andate en seguida a tu casa –le dijo mi hermana–, así tu mamá no se cabrea.
Después que se fue Lila yo me empecé a aburrir con Hugo y mi hermana que hablaban de orquestas típicas, y Hugo había visto a De Caro en un cine y silbaba tangos para que mi hermana los sacara en el piano. Me fui a mi cuarto a buscar el álbum de las estampillas, y todo el tiempo pensaba que la madre la iba a retar a Lila y que a lo mejor estaba llorando o que se le iba a infectar la matadura como pasa tantas veces. Era increíble lo valiente que había sido Lila con el alcohol, y cómo lo miraba a Hugo sin llorar ni bajar la vista.
En la mesa de luz estaba la botánica de Hugo, y asomaba el canuto de la pluma de pavorreal. Como él me la dejaba mirar la saqué con cuidado y me puse al lado de la lámpara para verla bien. Yo creo que no había ninguna pluma más linda que ésa. Parecía las manchas que se hacen en el agua de los charcos, pero no se podía comparar; era muchísimo más linda, de un verde brillante como esos bichos que viven en los damascos y tienen dos antenas largas con una bolita peluda en cada punta. En medio de la parte más ancha y más verde se abría un ojo azul y violeta, todo salpicado de oro, algo como no se ha visto nunca. Yo de golpe me daba cuenta por qué se llamaba pavorreal, y cuanto más la miraba más pensaba en cosas raras, como en las novelas, y al final la tuve que dejar porque se la hubiera robado a Hugo y eso no podía ser. A lo mejor Lila estaba pensando en nosotros, sola en su casa (que era oscura y con sus padres tan severos) cuando yo me divertía con la pluma y las estampillas. Mejor guardar todo y pensar en la pobre Lila tan valiente.
Por la noche me costó dormirme, no sé por qué. Se me había metido en la cabeza que Lila no estaba bien y que tenía fiebre. Me hubiera gustado pedirle a mamá que fuera a preguntarle a la madre pero no se podía, primero con Hugo que se iba a reír, y después que mamá se enojaría si se enteraba de la lastimadura y que no le habíamos avisado. Me quise dormir tantas veces pero no podía, y al final pensé que lo mejor era ir por la mañana a lo de Lila y ver cómo estaba, o llamar por el ligustro. Al final me dormí pensando en Lila y Buffalo Bill y también en la máquina de las hormigas, pero sobre todo en Lila.
Al otro día me levanté antes que nadie y fui a mi jardín, que estaba cerca de las glicinas. Mi jardín era un cantero nada más que mío, que abuelita me había dado para yo hiciese lo que quisiera. Una vez planté alpiste después batatas, pero ahora me gustaban las flores y sobre todo mi jazmín del Cabo, que es el de olor más fuerte sobre todo de noche, y mamá siempre decía que mi jazmín era el más lindo de la casa. Con la pala fui cavando despacio alrededor del jazmín, que era lo mejor que yo tenía, y al final lo saqué con toda la tierra pegada a la raíz. Así fui a llamarla a Lila que también estaba levantada y no tenía casi nada en la rodilla.
–¿Hugo se va mañana? –me preguntó, y le dije que sí, porque tenía que seguir estudiando en Buenos Aires el ingreso a primer año. Le dije a Lila que le traía una cosa y ella me preguntó qué era, y entonces por entre el ligustro le mostré mi jazmín y le dije que se lo regalaba y que si quería la iba a ayudar a hacerse un jardín para ella sola. Lila dijo que el jazmín era muy lindo, y le pidió permiso a la madre y yo salté el ligustro para ayudarla a plantarlo. Elegimos un cantero chico, arrancamos unos crisantemos medio secos que había, y yo me puse a puntear la tierra, a darle otra forma al cantero, y después Lila me dijo dónde le gustaba que estuviera el jazmín, que era en el mismo medio. Yo lo planté, regamos con la regadera y el jardín quedó muy bien. Ahora yo tenía que conseguir un poco de gramilla, pero no había apuro. Lila estaba muy contenta y no le dolía nada la lastimadura. Quería que Hugo y mi hermana vieran en seguida lo que habíamos hecho, y yo los fui a buscar justo cuando mamá me llamaba para el café con leche. Las de Negri andaban peleándose en el jardín, y la Cufina chillaba como siempre. No sé cómo podían pelearse con una mañana tan linda.
El sábado por la tarde Hugo se tenía que volver a Buenos Aires y yo dentro de todo me alegré porque tío Carlos no quería encender la máquina ese día y lo dejó para el domingo. Mejor que estuviéramos él y yo solamente, no fuera la mala pata que Hugo se saliera envenenando o cualquier cosa. Esa tarde lo extrañé un poco porque ya me había acostumbrado a tenerlo en mi cuarto, y sabía tantos cuentos y aventuras de memoria. pero peor era mi hermana que andaba por toda la casa como sonámbula, Y cuando mamá le preguntó qué le pasaba dijo que nada, pero ponía una cara que mamá se quedó mirándola y al final se fue diciendo que algunas se creían más grandes de lo que eran y eso que ni sonarse solas sabían. Yo encontraba que mi hermana se portaba como una estúpida, sobre todo cuando la vi que con tiza de colores escribía en el pizarrón del patio el nombre de Hugo, lo borraba y lo escribía de nuevo, siempre con otros colores y otras letras, mirándome de reojo, y después hizo un corazón con una flecha y yo me fui para no pegarle un par de bifes o ir a decírselo a mamá. Para peor esa tarde Lila se había vuelto a su casa temprano, diciendo que la madre no la dejaba quedarse por culpa de la lastimadura. Hugo le dijo que a las cinco venían a buscarlo de Buenos Aires, y que por qué no se quedaba hasta que él se fuera, pero Lila dijo que no podía y se fue corriendo y sin saludar. Por eso cuando lo vinieron a buscar, Hugo tuvo que ir a despedirse de Lila y la madre, y después se despidió de nosotros y se fue muy contento diciendo que volvería al otro fin de semana. Esa noche yo me sentí un poco solo en mi cuarto, pero por otro lado era una ventaja sentir que todo era de nuevo mío, y que podía apagar la luz cuando me daba la gana.
El domingo al levantarme oí que mamá hablaba por el alambrado con el señor Negri. Me acerqué a decir buen día y el señor Negri estaba diciéndole a mamá que en el cantero de las lechugas donde salía el humo el día que probamos la máquina, todas las lechugas se estaban marchitando. Mamá le dijo que era muy raro porque en el prospecto de la máquina decía que el humo no era dañino para las plantas, y el señor Negri le contestó que no hay que fiarse de los prospectos, que lo mismo es con los remedios que cuando uno lee el prospecto se va a curar de todo y después a lo mejor acaba entre cuatro velas. Mamá le dijo que podía ser que alguna de las chicas hubiera echado agua de jabón en el cantero sin querer (pero yo me di cuenta que mamá quería decir a propósito, de chusmas que eran y para buscar pelea) y entonces el señor Negri dijo que iba a averiguar pero que en realidad si la máquina mataba las plantas no se veía la ventaja de tomarse tanto trabajo. Mamá le dijo que no iba a comparar unas lechugas de mala muerte con el estrago que hacen las hormigas en los jardines, y que por la tarde la íbamos a encender, y si velan humo que avisaran que nosotros iríamos a tapar los hormigueros para que ellos no se molestaran. Abuelita me llamó para tomar el café y no sé qué más se dijeron, pero yo estaba entusiasmado pensando que otra vez íbamos a combatir las hormigas, y me pasé la mañana leyendo Raffles aunque no me gustaba tanto como Buffalo Bill y otras novelas.
A mi hermana se le había pasado la loca y andaba cantando por toda la casa, en una de esas le dio por pintar con los lápices de colores y vino adonde yo estaba, y antes de darme cuenta ya había metido la nariz en lo que yo hacía, y justo por casualidad yo acababa de escribir mi nombre, que me gustaba escribirlo en todas partes, y el de Lila que por pura casualidad había escrito al lado del mío. Cerré el libro pero ella ya había leído y se puso a reír a carcajadas y me miraba como con lástima, y yo me le fui encima pero ella chilló y oí que mamá se acercaba, entonces me fui al jardín con toda la rabia. En el almuerzo ella me estuvo mirando con burla todo el tiempo, y me hubiera encantado pegarle una patada por abajo de la mesa, pero era capaz de ponerse a gritar y a la tarde íbamos a encender la máquina, así que me aguanté y no dije nada. A la hora de la siesta me trepé al sauce a leer y a pensar, y cuando a las cuatro y media salió tío Carlos de dormir, cebamos mate y después preparamos la máquina, y yo hice dos palanganas de barro. Las mujeres estaban adentro y hacía calor, sobre todo al lado de la máquina que era a carbón, pero el mate es bueno para eso si se toma amargo y muy caliente.
Habíamos elegido la parte del fondo del jardín cerca de los gallineros, porque parecía que las hormigas se estaban refugiando en esa parte y hacían mucho estrago en los almácigos. Apenas pusimos el pico en el hormiguero más grande empezó a salir humo por todas partes y hasta por entre los ladrillos del piso del gallinero salía. Yo iba de un lado a otro taponando la tierra, y me gustaba echar el barro encima y aplastarlo con las manos hasta que dejaba de salir el humo. Tío Carlos se asomó al alambrado de las de Negri y le preguntó a la Chola, que era la menos sonsa, si no salía humo en su jardín, y la Cufina armaba gran revuelo y andaba por todas partes mirando porque a tío Carlos le tenían mucho respeto, pero no salía humo del lado de ellas. En cambio oí que Lila me llamaba y fui corriendo al ligustro y la vi que estaba con su vestido de lunares anaranjados que era el que más me gustaba, y la rodilla vendada. Me gritó que salía humo de su jardín, el que era solamente suyo, y yo ya estaba saltando el alambrado con una de las palanganas de barro mientras Lila me decía afligida que al ir a ver su jardín había oído que hablábamos con las de Negri y que entonces justo al lado de donde habíamos plantado el jazmín empezaba a salir humo. Yo estaba arrodillado echando barro con todas mis fuerzas. Era muy peligroso para el jazmín recién trasplantado y ahora con el veneno tan cerca, aunque el manual decía que no. Pensé si no podría cortar la galería de las hormigas unos metros antes del cantero, pero antes de nada eché el barro y taponé la salida lo mejor que pude. Lila se había sentado a la sombra con un libro y me miraba trabajar. Me gustaba que me estuviera mirando, y puse tanto barro que seguro por ahí no iba a salir más humo. Después me acerqué a preguntarle dónde había una pala para ver de cortar la galería antes que llegara al jazmín con todo el veneno. Lila se levantó y fue a buscar la pala, y como tardaba yo me puse a mirar el libro que era de cuentos con figuras, y me quedé asombrado al ver que Lila también tenía una pluma de pavorreal preciosa en el libro, y que nunca me había dicho nada. Tío Carlos me estaba llamando para que taponara otros agujeros, pero yo me quedé mirando la pluma que no podía ser la de Hugo pero era tan idéntica que parecía del mismo pavorreal, verde con el ojo violeta y azul, y las manchitas de oro. Cuando Lila vino con la pala le pregunté de dónde había sacado la pluma, y pensaba contarle que Hugo tenía una idéntica. Casi no me di cuenta de lo que me decía cuando se puso muy colorada y contestó que Hugo se la había regalado al ir a despedirse.
–Me dijo que en su casa hay muchas –agregó como disculpándose pero no me miraba, y tío Carlos me llamó más fuerte del otro lado de los ligustros y yo tiré la pala que me había dado Lila y me volví al alambrado, aunque Lila me llamaba y me decía que otra vez estaba saliendo humo en su jardín. Salté el alambrado y desde casa por entre los ligustros la miré a Lila que estaba llorando con el libro en la mano y la pluma que asomaba apenas, y vi que el humo salía ahora al lado mismo del jazmín, todo el veneno mezclándose con las raíces. Fui hasta la máquina aprovechando que tío Carlos hablaba de nuevo con las de Negri, abrí la lata del veneno y eché dos, tres cucharadas llenas en la máquina y la cerré; así el humo invadía bien los hormigueros y mataba todas las hormigas, no dejaba ni una hormiga viva en el jardín de casa.
De Final del juego, 1956

Sábado



Levanté temprano y anduve descalza
Por los corredores: bajé a los jardines
Y besé las plantas
Absorbí los vahos limpios de la tierra,
Tirada en la grama;
Me bañé en la fuente que verdes achiras
Circundan. Más tarde, mojados de agua
Peiné mis cabellos. Perfumé las manos
Con zumo oloroso de diamelas. Garzas
Quisquillosas, finas,
De mi falda hurtaron doradas migajas.
Luego puse traje de clarín más leve
Que la misma gasa.
De un salto ligero llevé hasta el vestíbulo
Mi sillón de paja.
Fijos en la verja mis ojos quedaron,
Fijos en la verja.
El reloj me dijo: diez de la mañana.
Adentro un sonido de loza y cristales:
Comedor en sombra; manos que aprestaban
Manteles.
............Afuera, sol como no he visto
Sobre el mármol blanco de la escalinata.
Fijos en la verja siguieron mis ojos,
Fijos. Te esperaba.

Alfonsina Storni

MARZO DE 2000. El contribuyente

Ray Bradbury

Quería ir a Marte en el cohete. Bajó a la pista en las primeras horas de la mañana y a través de los alambres les dijo a gritos a los hombres uniformados que quería ir a Marte. Les dijo que pagaba impuestos, que se llamaba Pritchard y que tenía el derecho de ir a Marte. ¿No había nacido allí mismo en Ohio? ¿No era un buen ciudadano? Entonces, ¿por qué no podía ir a Marte? Los amenazó con los puños y les dijo que quería irse de la Tierra; todas las gentes con sentido común querían irse de la Tierra. Antes que pasaran dos años iba a estallar una gran guerra atómica, y él no quería estar en la Tierra en ese entonces. El y otros miles como él, todos los que tuvieran un poco de sentido común, se irían a Marte. Ya lo iban a ver. Escaparían de las guerras, la censura, el estatismo, la conscripción, el control gubernamental de esto o aquello del arte o de la ciencia. ¡Que se quedaran otros! Les ofrecía la mano derecha, el corazón, la cabeza, por la oportunidad de ir a Marte. ¿Qué había que hacer, qué había que firmar, a quién había que conocer para embarcar en un cohete?
Los hombres de uniforme se rieron de él a través de los alambres. Le dijeron que no quería ir a Marte. ¿No sabía que las dos primeras expediciones habían fracasado y que probablemente todos sus hombres habían muerto?
No podían demostrarlo, no podían estar seguros, dijo Pritchard agarrándose a los alambres. Era posible que allá arriba hubiera un país de leche y miel, y que el capitán York y el capitán Williams no hubieran querido regresar. ¿Le abrirían el portón para dejarlo subir al Tercer Cohete Expedicionario, o lo rompería él mismo a puntapiés?
Le dijeron que se callara.
Vio a los hombres que iban hacia el cohete.
–¡Espérenme! –les gritó– ¡No me dejen en este mundo terrible! ¡Quiero irme! ¡Va a haber una guerra atómica! ¡No me dejen en la Tierra!
Lo sacaron de allí a rastras. Cerraron de un golpe la portezuela del coche policial y se lo llevaron con la cara pegada a la ventanilla trasera. Poco antes que la sirena del automóvil comenzara a sonar, al acercarse una curva, vio el fuego rojo, oyó el ruido terrible y sintió la trepidación con que el cohete plateado se elevó abandonándolo en una ordinaria mañana de lunes, en el ordinario planeta Tierra.
De Crónicas marcianas, 1955

Un señor muy viejo con unas alas enormes

Gabriel García Márquez

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero.
Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
–Es un ángel –les dijo–. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo.
Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil.
Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

De La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, 1972

Ajedrez


I

En su grave rincón, los jugadores
Rigen las lentas piezas. El tablero
Los demora hasta el alba en su severo
Ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores
Las formas: torre homérica, ligero
Caballo, armada reina, rey postrero,
Oblicuo alfil y peones agresores.

Cuando los jugadores se hayan ido,
Cuando el tiempo los haya consumido,
Ciertamente no habrá cesado el rito.

En el Oriente se encendió esta guerra
Cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra.
Como el otro, este juego es infinito.

II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
Reina, torre directa y peón ladino.
Sobre lo negro y blanco del camino
Buscan y libran su batalla armada.

No saben que la mano señalada
Del jugador gobierna su destino,
No saben que un rigor adamantino,
Sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
(La sentencia es de Omar) de otro tablero
De negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonías?

Jorge Luis Borges

25 de marzo de 2009

Textos narrativos ficcionales

La narración ficcional se caracteriza porque los hechos narrados no son reales, pues no han ocurrido en la realidad, sino que son producto de la imaginación de un autor, por eso se los llama ficcionales. Son narraciones ficcionales los cuentos y las novelas, y están protagonizadas por personajes.


El narrador

Los hechos ficcionales son contados por el narrador, quien tampoco existe en la realidad, es la “voz” elegida por el autor para narrarlos: el autor crea la figura del narrador y le cede la palabra para que, por medio de ella, se conozcan los hechos ficcionales.
En cambio, en las narraciones no ficcionales, el narrador y el autor coinciden, porque se trata de hechos reales, por lo tanto quien los da a conocer se responsabiliza de que lo que cuenta es verdad.
El narrador puede estar en primera o tercera persona: está en primera persona si es protagonista o testigo de los sucesos que relata; está en tercera persona si no participa de los hechos relatados, ya que estos le ocurren a un “él”.


La perspectiva

En las narraciones ficcionales, generalmente el narrador se sitúa en una determinada perspectiva para contar los hechos: la de uno o más personajes. La perspectiva es la distancia que adopta el narrador respecto de los hechos narrados. Por ejemplo, en “A la deriva”
[1], el narrador está en tercera persona, es decir, no participa de los hechos narrados, pero por momentos adopta la perspectiva de Paulino; entonces, en lugar de contar lo que sucede como si le ocurriera a una persona distinta de él, las cuenta como si fuera el personaje.


Historia y relato

En las narraciones se pueden distinguir la historia y el relato. La historia es todo lo que ocurre, segundo a segundo, por lo tanto transcurre cronológicamente. El narrador hace una selección de esos hechos, y nos cuenta los más significativos o interesantes. El relato, entonces, está constituido por los hechos relevantes de la historia, es lo que el narrador cuenta y los lectores leen. Este relato puede organizarse cronológicamente, es decir, respetar el orden de la historia, o puede alterar ese orden. Así, por ejemplo, en “A la deriva”, el lector primero se entera de que a Paulino lo mordió una víbora y después que se había disgustado con su compadre Alves. En la historia, primero sucedió el disgusto y después la mordedura. Por lo tanto el relato, en este cuento, no respeta el orden de la historia.


La secuencia narrativa

En los cuentos y en las novelas, se pueden distinguir las llamadas acciones núcleo. Reciben ese nombre porque son las más importantes, en el sentido de que, si se las suprime, la narración cambia o se vuelve incomprensible. Estas acciones se ordenan cronológicamente o en relación de causa-consecuencia y por esto se pueden agrupar en una o varias secuencias.
Una secuencia es, entonces, una cadena de acciones. Comienza cuando una acción núcleo no tiene ningún antecedente y termina cuando no hay ninguna acción núcleo que dependa del último eslabón.
Por ejemplo, en “A la deriva”, se pueden distinguir tres secuencias que conducen a la muerte del personaje. La última de las tres secuencias, que termina efectivamente con el desenlace trágico, insinúa una curación; de ahí que, pese a todos los indicios dados a lo largo del cuento, el final resulte sorpresivo.



La estructura

Toda narración cuenta uno o más conflictos; esto es, si no hay conflicto, no hay narración, simplemente se trata de una descripción de hechos. Por ejemplo: un hombre sale de su casa para comprar una gaseosa, lleva al quiosco, la compra y vuelve a su casa La enumeración anterior no constituye una narración; para que lo sea, algún obstáculo debe impedirle la concreción de su objetivo, y así, la narración será interesante.
De acuerdo con esto, se puede distinguir, en toda narración, una organización del relato: la estructura. En general, las narraciones se organizan en dos partes: la complicación o nudo y la resolución o desenlace. Esta segunda parte puede ser favorable, positiva, o desfavorable.
Además, las narraciones incluyen la descripción del lugar, del momento o época, de las personas o de los personajes y de la situación de equilibrio anterior a la complicación. Estas descripciones constituyen el marco de la narración. Si el marco se encuentra al comienzo del relato, algunos especialistas lo llaman introducción.
Por lo tanto, la estructura de una narración, se puede graficar de la siguiente forma:




Cada parte de la estructura está constituida por una acción núcleo o por una secuencia de acciones.

Kevorkian, Analía; Morano, Mabel y Pizzi, Elsa, C.N.B.A., Castellano 1º Año, 2005.


[1]Leerlo en Cuentos de este blog.