9 de marzo de 2009

Las dos muertes de Mariano Sepúlveda

Gonzalo Hernández Sanjorge

El segundo disparo dio en el pecho de Mariano Sepúlveda, haciéndolo caer del caballo. Mientras intentaba ponerse de pie se le ocurrió que aquellas tierras parecían haber sido hechas para el dolor. Recordó una voz, que en su recuerdo se fundía con el sabor del humo, la cual le decía que la desgracia estaba hecha más a la medida de los hombres que lo que estaba hecha la felicidad.
Ante su memoria regresaron los cansados y sudorosos equinos de ejército que una tarde le deshicieron el sueño. Amenazado con gritos, fusiles y espadas, fue llevado junto con los demás hombres del lugar para participar en una guerra que no era suya ni le interesaba. Cuando la fuerza de los otros lo obligó a tomar un destino que no había previsto, no era sino uno de los tantos campesinos que pretendía vencer con su tesón la aridez de esos páramos.
Volvió a ser testigo de un joven que caía a su lado y cuyo rostro parecía el de un niño. Reconoció, como en aquel momento, que el joven era su hermano y tenía un disparo en el cuello. La rabia lo impulsó a jalar el gatillo enceguecidamente. Fue la única vez que empuñó la pólvora de buena gana. Se prometió entonces que huiría, fuese como fuese.
De pronto, recordó aquella mañana anterior a esta otra en que un disparo en el pecho lo derribara del caballo. Las tropas enemigas les tendieron una emboscada en el valle de Alazagua. Se dieron cuenta cuando hombres y bestias caían compartiendo la misma muerte enrojecida, como hijos de un mismo gesto.
Fue una masacre. Nada se pudo hacer para evitarla. Los otros eran demasiados o demasiadas sus municiones. Además, el lugar no les permitió una adecuada defensa. No hubiera podido asegurar cuánto duró la lucha. En el miedo a morir todo tiempo se cuenta en siglos. Pero en algún momento reconoció que había llegado la oportunidad tan deseada. Entonces, se acercó a un camarada muerto. Sacó su sable y destrozó el torso la cara del soldado sin vida, hasta volverlo irreconocible. Luego, puso su identificación en esa masa de carne sangrante y se tiró al suelo, cubriéndose con una pila de cadáveres para que las balas no le mordieran el cuerpo.
Esperó con la impaciencia de quien sabe que ya no depende de sí mismo. Cuando por fin el aire volvió al silencio, Mariano Sepúlveda restituyó su estatura sobre sus dos piernas, arqueándose para vomitar, entre la desolación y el desgarro. Nadie de los suyos había logrado sobrevivir. Imaginó que siendo un muerto no correría peligro de regresar a su hogar. El temor ya no le pertenecía. Mientras cabalgaba su pensamiento era por completo para su esposa, a quien no veía desde hacía año y medio.
En el camino encontró una compañía de su milicia; su ejército controlaba esos territorios. Dio un nombre que no era el suyo y mintió que regresaba a su cuartel en Purificación tras haber llevado un mensaje al general Velázquez. Su falso papel de mensajero y su uniforme le permitieron continuar la marcha. Lo último que recordó fue haber besado su uniforme, como una muestra de triunfal agradecimiento.
Cuando se fue acercando a su casa, su mujer sólo alcanzó a distinguir un militar, uno de esos a los que odiaba por haberse llevado a su marido y a otros hombres de su familia. Tal vez porque notó que estaba solo, o acaso porque ya no pudo controlar su rabia, sacó su escopeta y disparó. La primera vez no logró dar en el blanco. Vio que el sujeto agitaba los brazos y le pareció escuchar algo como un grito. El segundo disparo lo hizo caer del caballo. Observó que el hombre intentaba incorporarse. Hubo una tercera detonación y el sujeto de su odio quedó inerte, de cara al cielo. La mujer se sintió feliz. Supuso que su marido, de saberlo, se sentiría orgulloso.
Ni ella ni nadie del pueblo se acercó al cadáver, decidieron dejarlo que se pudriera allí. “Como merecía”, agregaban cuando hablaban de lo ocurrido. Las aves de carroña cumplieron con su parte devorándolo casi por completo. No mucho después era una osamenta con unos jirones de tela.
Pasaron unas semanas y la mujer recibió la comunicación oficial de que Mariano Sepúlveda había muerto durante un combate en el valle de Alazagua. Hasta ese lugar viajó para poner una cruz con el nombre de su esposo.

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