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11 de enero de 2010

El suicida

Enrique Anderson Imbert


Al pie de la Biblia abierta –donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo– alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien –¿pero quién, cuándo?– alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.

ABRIL DE 2003. Los músicos

Ray Bradbury

Los niños daban largos paseos por el campo marciano. De cuando en cuando abrían las olorosas bolsas de papel y metían allí las narices, y respiraban el penetrante aroma del jamón y de los encurtidos con mayonesa y escuchaban el gorgoteo de la naranjada gaseosa en las botellas tibias. Balanceaban las bolsas de comestibles, repletas de cebollas verdes, acuosas y limpias, de olorosas salchichas, de roja salsa de tomate y de pan blanco, y se desafiaban mutuamente a desobedecer las órdenes severas de las madres. Corrían gritando: –¡El primero se lleva todo!
Paseaban en verano, en otoño o en invierno. En otoño era más divertido, pues imaginaban entonces que arrastraban los pies entre las hojas otoñales de la Tierra.
Los niños de ojos de ágata azul, con las mejillas hinchadas de caramelos, lanzándose órdenes teñidas de cebolla, se desparramaban como canicas sobre las calzadas de mármol, a orillas de los canales.
Cuando llegaban a la ciudad muerta, a la ciudad prohibida, ya no era hora de gritar: «¡El último que llegue es una mujer!» o «¡El primero que llegue hace de músico!». Las puertas de la ciudad abandonada estaban abiertas para ellos y creían oír unos tenues crujidos en el interior de las casas, como hojas de otoño. Avanzaban imponiéndose silencio, unidos codo con codo, agitando sus palos, recordando que sus padres les habían dicho: «¡Allá no! ¡A ninguna de las ciudades viejas! Cuidado adónde vas. Recibirás la paliza más grande de tu vida cuando vuelvas a casa. ¡Te miraremos los zapatos!».
Allí, en la ciudad muerta, un montón de niños, con sus meriendas a medio devorar, se desafiaban los unos a los otros, con agudos cuchicheos.
–¡Aquí no hay nada!
Y de pronto uno de ellos echaba a correr y entraba en la casa de piedra más próxima, cruzaba la sala y entraba en el dormitorio sin mirar alrededor comenzaba a dar puntapiés y a moverse con pasos arrastrados, y las hojas negras y quebradizas, finas como jirones de un cielo de medianoche, volaban por el aire. Detrás de ese niño corrían otros seis, y el primero hacía de músico, tocando los blancos huesos xilofónicos que yacían bajo los copos cenicientos. Una enorme calavera aparecía a veces rodando, como una bola de nieve, y los niños gritaban. Las costillas parecían patas de araña y lloraban como un arpa de sonidos apagados, y los negros copos de la mortalidad volaban alrededor de la arrastrada danza de los niños. Se empujaban unos a otros y caían entre las hojas, en la muerte que había transformado a los muertos en copos y sequedad, en un juego de niños con estómagos donde goteaba la naranjada gaseosa.
Y salían de una casa para entrar en otra, y así visitaban diecisiete casas, recordando que los horrores de todas las ciudades negras serían eliminados por los bomberos, guerreros antisépticos armados de palas y cajones, apartando con las palas los andrajos de ébano y las barras de menta de los huesos, separando lenta y eficazmente lo terrible de lo normal. De modo que los niños tenían que jugar de prisa, ¡pues muy pronto llegarían los bomberos!
Luego los niños, de rostros luminosos de sudor, mordisqueaban el último emparedado. Y después de un puntapié final, de un último concierto de marimba, de una última arremetida al montón de hojas otoñales, volvían a sus casas.
Las madres les examinaban los zapatos en busca de copos negros, y una vez descubiertos, venían los baños calientes y las palizas paternas.
A fines de ese año, los bomberos habían rastrillado las hojas secas y los blancos xilófonos, y se había acabado la diversión.
De Crónicas marcianas, 1955

10 de enero de 2010

Memoria de un niño


Jorge Amado


Una de las historias de tío Álvaro ha quedado grabada en mi recuerdo, pues colaboré en su éxito. Ocurrió cuando andaba yo por los seis o siete años. Nos habíamos trasladado a Ilhèus. En nuestra casa, en las proximidades de la plaza principal de la ciudad, tío Álvaro estableció, pese a las protestas de mi padre, un próspero comercio de agua milagrosa importada de Sergipe.
Agua milagrosa descubierta poco antes en una ciudad del estado vecino, en unos terrenos próximos a la ermita de la Virgen de la O, santa responsable de las cualidades sobrenaturales del líquido que manaba abundante de una fuete escondida en el interior de una gruta. Respondiendo a los ruegos de la madre de una criatura enferma, la Virgen de la O bendijo la fuente y reveló su existencia a la afligida devota, decía el propietario del terreno donde estaban la gruta y la fuente. La criatura bebió aquella, se curó. Corrió por todo el estado la noticia del milagro. No fue el único, siguieron otros, la gruta se convirtió en lugar de peregrinación, y un vaso del agua milagrosa llegó a cien reis.
La noticia, con la garantía de un montón de verídicos relatos, llegó rápidamente a la región del cacao, poblada de gran parte por sergipanos. Pronto salieron para allá algunos enfermos en busca de cura. Prueba viva de los poderes milagrosos otorgados por la Virgen de la O a la fuente milagrosa, volvían a las tierras del cacao libres de dolor, de la enfermedad crónica considerada incurable en muchos casos. Había bastado beber un trago del agua milagrosa durante unos días y rezar unas avemarías. Creció la corriente de peregrinos. Entre ellos, mi tío Álvaro, atacado súbitamente de un intolerable reumatismo agudo.
Volvió completamente curado del reumatismo y entusiasmado con los poderes medicinales de agua tan renombrada: no había dolencia fuese cual fuese capaz de resistir unos cuantos vasos del líquido bendecido por la Virgen de la O. Buen samaritano, no se había contentado con agradecer los favores de Nuestra Señora encendiendo velas en su capilla. Deseoso de difundir el milagro entre aquellos enfermos que no podrían acudir a Sergipe, desembarcó del navío en el puerto de Ilhèus llevando en su equipaje dos latas de keroseno llenas de agua milagrosa, recogida directamente de la fuente divina. Traía además una reproducción de la imagen de la Virgen de la O. Tío Álvaro anunció la venta, a precio moderado de botellas del inestimable producto de la divina misericordia. No esperaba lucrar, y sí ayudar al prójimo extendiendo a los demás el milagro de cuyos beneficios sabía muy bien por propia experiencia.
Mi padre intentó impedir aquel santo negocio, le soltó a su hermano un sermón moral, pero ¿quién conseguía resistir la labia y los argumentos de tío Álvaro?
Según él, los poderes sobrenaturales persistirían mientras las latas no se vaciaran completamente. Antes de que el agua acabase, había que llenarlas de nuevo. Así lo hacía cuando estaban por la mitad. De este modo habría siempre una parte de agua milagrosa y conservaba los dones concedidos por la Virgen. Sin olvidar las avemarías, claro.
Fui yo su colaborador estrecho en esta rentable actividad: con las latas de keroseno a la vista, y entre ellas la imagen de la Virgen de la O, garantía de su autenticidad. Yo iba llenando las botellas, que se disputaban los enfermos que formaban largas colas.
El agua traída de Sergipe, multiplicada de acuerdo con las rigurosas exigencias de tío Álvaro duró bastante más de un mes. Por algo era milagrosa.
Cuando se agotó la clientela en Ilhèus, mi tío llevó las dos latas llenas a otra ciudad, donde enfermos anhelantes reclamaban la fabulosa linfa.
Tío Álvaro respondía a los reproches de hermano y cuñada enumerando los milagros realizados por el agua que él y yo vendíamos, curas asombrosas. Asombrosas y reales; y venía la gente a nuestra casa a agradecer la caridad de tío Álvaro. No me den las gracias a mí, respondía modesto, dénselas a la Virgen de la O. Creo que, en el fondo, se consideraba un benefactor.
De aquel caso se me quedó una curiosidad que me atenaza hasta hoy: el agua que llenaba las dos latas cuando tío Álvaro desembarcó del navío ¿era realmente de Sergipe o era agua del barco? En realidad, ¿qué importa? Fuese de la fuente lejana del barco o del grifo de nuestra cocina, operaba prodigios. Curó a mucha gente, me valió unos cruzados. El cruzado era una moneda grande de cuatrocientos reis; mi tío paga bien a sus colaboradores.

3 de enero de 2010

Crisálida

Ingrid Terrile


Gerhard mira a través de los barrotes de la ventana. Afuera ya comienza a hacer calor y la tierra, partida en grandes pedazos, se parece a un rompecabezas gigante. A lo lejos, la alambrada rodea todo el campo; desde allí parece una fina red, como esa que usaba para cazar bichitos cuando iba a la casa de su abuelo en la montaña.
De repente distingue, a la altura de sus ojos, una mariposa. Es una de esas grandes, llenas de manchas de todos colores. La tiene tan cerca que casi la puede alcanzar con sus manos. Ve sus alas finas, desplegadas; un reflejo de luz las atraviesa y enciende los pequeños círculos dorados, rojos, verdes que las cubren.
La mariposa se aleja, vuelve, se queda como quieta en el aire y, en ese movimiento lento, elegante de sus alas, Gerhard descubre otros brillos, otros reflejos. Finalmente ella se va lejos, describiendo rutas errantes en el rosa opaco del amanecer. Él pasa su pequeña mano a través de los barrotes y la saluda.
Sus amigos de la barraca aún duermen. Gerhard cierra los ojos y piensa en la mariposa. Cómo brillaba Mira el techo de lata oxidada, el piso de tierra y mugre, la ropa sucia colgando de las camas. Todo es tan gris aquí.
Los niños en la barraca se van despertando, pero sólo se escucha el rozar de los cuerpos con los colchones.
Antes, cuando recién habían llegado, todavía tenían ganas de jugar. Por momentos se convertían en intrépidos piratas que iban al asalto de los enemigos embarcados en las cuchetas vecinas, o a veces eran furtivos cazadores perdidos en una selva de ropa gris, atrapados entre mangas de camisas y piernas de pantalones que colgaban de las camas como lianas.
Ahora, sólo esperan en silencio.
La puerta de la barraca se abre, y el soldado de todos los días hace gestos y repite órdenes, en el extraño idioma de siempre. Al principio, ninguno entendía qué quería decir el hombre. Seguían jugando, algunos hasta se reían del lenguaje raro que usaba el desconocido.
Uno a uno habían sido castigados. Luego, el miedo les había enseñado a formar una fila impecable para ir a recibir la única comida del día. Ya en el barracón sucio donde comían, Gerhard recuerda a cada momento su mariposa de colores. No sabe por qué pero está contento, hasta sonríe.
Camina con su plato en la mano, mientras piensa en los rastros dorados que dejaba su mariposa en el aire; de repente, sin querer, vuelca un poco de sopa sobre las botas de uno de los guardias.
Levanta los ojos tratando de alcanzar la cara del hombre, pero el golpe llega antes. El culatazo lastima su hombro. Aguanta el dolor con los dientes muy apretados, no llora; sabe que si lo hace será todo peor, y se sienta.
Ya no sonríe.
A partir de ese día, todas las mañanas, Gerhard se para en su cama para alcanzar los barrotes de la ventana y mira, espera, busca.
Aún siente el fuerte dolor en el hombro, pero no está triste, sabe que hoy la volverá a ver. La hora de formar la fila llega y su mariposa todavía no aparece. Durante la comida, mira todo detenidamente, trata de encontrar en una miga de pan, en una mancha sobre la mesa, la forma de las alas, los colores.
Sin darse cuenta, vuelca una cucharada de guiso sobre el pantalón del soldado de guardia. Esta vez el castigo es más fuerte pero Gerhard no llora, sigue pensando en los colores agitándose en el aire.
Por la tarde, un soldado entra en la barraca y lo saca a empujones. Lo dirige a través del campo hacia el edificio principal. Suben varios pisos por una escalera de piedras lisas y relucientes. El soldado lo empuja con la culata del fusil, cada vez que Gerhard se detiene a mirar las vetas en las piedras. Su mariposa tiene colores más hermosos.
Llegan a una habitación grande y luminosa donde hay un hombre sentado detrás de un escritorio.
En su saco, Gerhard ve los botones dorados. Un rayo de sol que entra por la ventana los hace fulgurar.
El hombre se para, es enorme, y con un acento que Gerhard ya conoce, dice algo sobre su descuido en el comedor, sobre la sopa volcada en las botas, en los pantalones de los soldados o algo así. Pero la voz le llega lejana. Por la ventana, de repente, Gerhard ve un destello rápido moviéndose en el aire. Aguanta la respiración; sí, es ella, es su mariposa de todos colores, volando allí cerca. Con un movimiento arrebatado, Gerhard llega al alféizar de la ventana. Su mariposa vuela tranquila, ominosa, coqueteando con sus magníficas alas. Gerhard le grita un saludo y, antes de que los hombres de uniforme puedan reaccionar, se trepa y salta.
Arquea la espalda, y mientras cae, sus brazos se alargan, se hacen finos.
Poco a poco, Gerhard se va cubriendo de reflejos multicolores.

Los sueños de Tzu y Lin

Luis Salinas


Una noche de hace unos pocos miles de años, en la China, un señor llamado Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Tras levantarse, saludó a su esposa con una inclinación y le dijo:
–Soñé que…
Ella hizo una urgente reverencia y antes de levantar la cabeza exclamó:
–¡Espera, querido, no lo digas!
–… era una mariposa –completó Tzu. Y después agregó, algo contrariado– ¡¡Lin!! ¡¿Qué son esos modales?!–, porque en China era, y todavía es, de pésima educación que la esposa interrumpa a su marido antes de terminar los saludos matinales.
–Disculpa mi torpeza. Solo quería advertirte que no contaras el sueño antes del desayuno, por si era una pesadilla. Recuerda que, según la tradición, los sueños que se cuentan en ayunas se cumplen.
–Oh, no era un mal sueño, querida. Y de todas formas, como ves, no es de la clase de los que pueden realizarse.
Pero no olvidó su sueño a lo largo de la mañana, como le sucedía casi siempre. Pidió un té de rosas para el desayuno y se lo hizo servir en su estudio. Mientras lo sorbía despacio, escogió su mejor pincel y escribió sobre fino papel de arroz:
Anoche soñé que era una mariposa,
y al despertar
ya no supe si era un hombre que había soñado
ser mariposa
o una mariposa dormida,
soñando ser hombre.
Cuando terminó, limpió con sus largos dedos unas salpicaduras de té y tinta que le habían quedado colgando de los bigotes, llamó a Lin y le leyó su cuento-poema.
Ella rió con su risita de cristal:
–¡Oh! ¡Qué bello! –y agregó–: Lástima que, como dijiste, no pueda ser cierto, porque yo soy tu esposa, ¿verdad? ¿Y cómo habría podido casarse una mariposa con una señorita de Pekín?
El poema suspiró. Lin-Po sacudió sus anchas mangas para soltar algo de su polvo de colores en el aire, acarició con sus antenas de su marido y lo consoló:
–No te apenes, querido. Vamos a pasear por el jardín.
Revolotearon entre cerezos y mandarinos. Se miraron uno al otro a los ojos, parpadeando las alas. Se adormecieron al atardecer, juntos sobre la rama de un ciruelo. Bañados por la última luz del sol, soñaron que tomaban té en entrañas flores de porcelana pintada.
Pocas mañanas más tarde, Lin comentó al despertar:
–¡Qué sueño tan dulce! Soñé que éramos ositos panda.
–Oh, antepasados! –gimió Tzu.
De La escondida, 1998

La escopeta

J. Ardiles Gray

Avanzó entre los naranjos. El sol caía con tanta fuerza que lo obligaba a entrecerrar los ojos. La paloma saltó entonces de una rama a otra, y a otra, y se perdió por entre el follaje bien alto. Con la escopeta levantada. Matías se acercó hasta el tronco del árbol. Pero por más que examinó hoja por hoja, no pudo dar con la paloma. Extrañado se rascó la nuca.
De pronto, sobre su cabeza sintió un ruido. Volvió a fijarse. Arrebujado entre unas ramas, había un pájaro. No era su paloma; era un pájaro de un color entre azulado y ceniciento. Con cuidado, Matías apoyó el arma en el hombro y levantó el gatillo.
“Ya que no es la paloma –se dijo– no me voy a volver a la casa con las manos vacías”.
Pero en ese instante, el pájaro saltó a una horqueta, sacudió las alas e hinchando la gola se puso a cantar.
Matías, que ya había llegado al primer descanso, abandonó el gatillo y escuchó.
“Qué extraño –se dijo–. Jamás he escuchado un pájaro como éste.”
El trino, en el redondel de la siesta, subía como un árbol dorado y rumoroso.
A Matías le pareció que más que el canto del pájaro, lo que se desgranaba eran escamas amodorradas de la siesta misma. Y le comenzó a entrar un sopor dulce, una ganas de abandonarse a los recuerdo de los tiempos felices y de no hacer nada más que escuchar el canto del pájaro que seguía subiendo, esta vez como un perfume agridulce y verde.
Para escuchar mejor, dejó caer la escopeta a un lado y arrastrando los pies se acercó al árbol para apoyarse en el tronco. El pájaro había desaparecido, pero su canto continuaba flotando en el aire. Y no pudo sustraerse a la tentación de mirar el cielo y levantó los ojos. Allá arriba, entre unas nubes ociosas que desflecaban gigantescas hojas de cardo, dos grandes pájaros negros volaban en lánguidos círculos inmensos. Matías, entonces, no supo distinguir si la dulzura que sentía venía del canto de aquel pájaro o de las nubes que se desvanecían como borrachas a lo lejos.
El canto, entonces, se acabó de improviso. Los pájaros y las nubes desaparecieron y él volvió en sí.
“Me estoy volviendo muy abriboca” –se dijo mientras sacudía la cabeza.
Buscó la escopeta pero no la encontró donde creía haberla dejado. Caminó más allá, volvió más acá, pero el arma había desaparecido.
–¡Esto me pasa por tondo! –gritó en voz alta.
Y todo lo que hizo después fue en vano. Al cabo de una hora, ya cansado, se dijo: “Me iré a la casa a buscar a mi muchacho. Entre los dos la vamos a encontrar más ligero. No puedo perder así un arma tan hermosa.”
Y se lanzó cortando campo hasta alcanzar el callejón.
Al entrar al pueblo fue cuando empezó a sentir algo raro. Estaba como desorientado: echaba de menos algunos edificios y otros le parecía que nunca en su vida los había visto. A medida que avanzaba, la sensación iba en aumento. Y al llegar a su casa, el miedo le sopló en la cara un presentimiento vago, pero terrible.
Penetró en el zaguán. En el patio, cuatro chicos jugaban y cantaban. Al verlo, se desbandaron gritando:
–¡El viejo! ¡El viejo…!
Una mujer salió de una habitación sacudiéndose las hilachas de la falda. Matías balbuceó con un hilo de voz:
–¿Quién es usted…? Yo busco a Leandro…
La mujer lo miró largamente y frunció el entrecejo.
–¿Qué dice, buen hombre? –dijo.
–Busco a Leandro –tartamudeó Matías–. A mi hijo Leandro… Esta es mi casa.
–¿Su casa? –dijo la mujer.
–¡Sí, mi casa! –gritó Matías– la casa de Matías Fernández.
La mujer hizo un gesto de extrañeza.
–Era… –dijo sonriendo con tristeza–. Nosotros la compramos hace veinte años cuando desapareció don Matías y todos sus hijos se fueron de este pueblo.
–¡Qué! –gritó Matías, levantando las manos para defenderse.
–Sí… –asintió la mujer temerosa.
Entonces Matías se fijó en sus manos y se dio cuenta de que estaban arrugadas, muy arrugadas y trémulas como las de un hombre muy viejo. Y huyó despavorido dando un grito.

11 de diciembre de 2009

Tiempo libre

Guillermo Samperio

Todas las mañanas compro el periódico y todas las mañanas, al leerlo, me mancho los dedos con tinta. Nunca me ha importado ensuciármelos con tal de estar al día en las noticias. Pero esta mañana sentí un gran malestar apenas toqué el periódico. Creí que solamente se trataba de uno de mis acostumbrados mareos. Pagué el importe del diario y regresé a mi casa. Mi esposa había salido de compras. Me acomodé en mi si­llón favorito, encendí un cigarro y me puse a leer la primera página. Luego de enterar­me de que un jet se había desplomado, volví a sentirme mal; vi mis dedos y los encon­tré más tiznados que de costumbre. Con un dolor de cabeza terrible, fui al baño, me lavé las manos con toda calma y ya tranquilo, regresé al sillón. Cuando iba a tomar mi cigarro, descubrí que una mancha negra cubría mis dedos. De inmediato retorné al baño, me tallé con piedra pómez y, finalmente, me lavé con blanqueador; pero el in­tento fue inútil, porque la mancha creció y me invadió hasta los codos. Ahora, más pre­ocupado que molesto llamé al doctor y me recomendó que lo mejor era que tomara unas vacaciones, o que durmiera. Después, llamé a las oficinas del periódico para ele­var mi más rotunda protesta; me contestó una voz de mujer, que solamente me insultó y me trató de loco. En el momento en que hablaba por teléfono, me di cuenta de que, en realidad, no se trataba de una mancha, sino de un número infinito de letras peque­ñísimas, apeñuscadas, como una inquieta multitud de hormigas negras. Cuando colgué, las letritas habían avanzado ya hasta mi cintura. Asustado, corrí hacia la puerta de en­trada; pero, antes de poder abrirla, me flaquearon las piernas y caí estrepitosamente. Tirado bocarriba descubrí que, además de la gran cantidad de letras-hormiga que aho­ra ocupaban todo mi cuerpo, había una que otra fotografía. Así estuve durante varias horas hasta que escuché que abrían la puerta. Me costó trabajo hilar la idea, pero al fin pensé que había llegado mi salvación. Entró mi esposa, me levantó del suelo, me car­gó bajo el brazo, se acomodó en mi sillón favorito, me hojeó despreocupadamente y se puso a leer.
En Cuentos breves latinoamericanos. Coedición latinoamericana, México, 2002, pp. 98-99.

El tatuaje

Ednodio Quintero

Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y con colorantes vegetales, dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.
La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en estos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde, frene al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marino emprendió el ansiado viaje a la eternidad.
En la soledad del aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto y, a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.
El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio, esquiva y recatada, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La noche convenida, ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal.

29 de noviembre de 2009

La broma póstuma

Virgilio Díaz Grullón
Durante toda su vida había sido un bromista consumado. De modo que aquel día en que visitaba el museo de figuras de cera recién instalado en el pueblo y se encontró frente a frente con una copia exacta de sí mismo, concibió de inmediato la más estupenda de sus bromas. La figura representaba un oficial del ejército norteamericano de principios del siglo pasado y formaba parte de la escenificación de una batalla contra indios pieles rojas. Aparte de que el color de sus propios cabellos era algo más claro, el parecido era tan completo que sólo con teñirse un poco el pelo y maquillarse el rostro para darle la apariencia cetrina del modelo, lograría una similitud absolutamente perfecta de ambos. en la madrugada del siguiente día, luego de haberse transformado convenientemente, se introdujo a escondidas en el museo, despojó a la figura de cera de su raído uniforme vistiéndose con éste, y escondió aquella, junto con su propia ropa, en una alacena del sótano. Luego tomó el lugar del soldado en la escena guerrera y, asumiento su rígida postura, se dispuso a esperar los primeros visitantes del día, anticipándose al placer de proporcionarles el mayor susto de sus vidas. Cuando, al cabo de dos horas, tomó conciencia de su incapacidad de movimiento, la atribuyó a un calambre pasajero. Pero al comprobar que no podía mover ni un dedo, ni pestañear, ni respirar siquiera, adivinó, presa de indescriptible pánico, que su parálisis total duraría eternamente y que ya el soldado que había encerrado en el sótano, después de vestirse con la ropa que estaba a su lado, había abierto la puerta de la alacena, e iniciaba los primeros pasos de una nueva existencia.

27 de noviembre de 2009

Venganza


Juan José Hernández


Todas las noches, antes de acostarse, ordena su colección de objetos preciosos: una araña pollito sumergida en formol, un talismán de hueso que tiene la virtud de curar los orzuelos, un mono de chocolate, recuerdo de su último cumpleaños, y la famosa medalla de su tío, que los chicos del barrio envidian: Alfonso XII al Ejército de Filipinas. Valor, Disciplina, Lealtad.
Su tío la llevaba de adorno, colgada del llavero, pero él insistió tanto que acabó por regalársela. Con su abuela las cosas son más complicadas. En vano le ha pedido aquella piedra que trajo de la Gruta de la Virgen del Valle, el año de su peregrinación a Catamarca. Durante un tiempo agotó sus recursos de nieto predilecto para conseguirla: se hizo cortar el pelo, aprendió las lecciones de solfeo. Su abuela persistió en la negativa. Ni siquiera pudo conmoverla cuando estuvo enfermo de sarampión y ella se quedaba junto a la cama, leyéndole.
Una tarde, mientras bebía jugo de naranja, interrumpió la lectura y volvió a pedirle la piedra de la Virgen. Su abuela le dijo que no fuera cargoso, que se trataba de una piedra bendita y que con reliquias no se juega. El chico, enfurecido, derramó el jugo de naranja sobre la cama. La abuela pensó que lo había hecho sin querer.
Unos días después de este incidente, el chico abandonó la cama y cruzó a la casa de enfrente, donde vive la abuela. Tiene el propósito de sentarse en la silla de hamaca, cerca de la pajarera principal, y terminar Robinson Crusoe. Se siente débil, y el médico ha recomendado que lo hagan tomar un poco de sol, por las mañanas. La casa de la abuela está llena de pájaros y plantas.
En los patios hay jaulas de alambre tejido con cardenales y canarios; a lo largo de las paredes, casales de pájaros finos seleccionados para cría; en el jardín del fondo, pajareras de mimbre con reinamoras. Tupidos helechos desbordan los macetones de barro cocido, y toda la casa es fresca, manchada y luminosa, como con luz cambiante de tormenta. Dentro de las habitaciones, la abuela, dos veces viuda, se consagra al recuerdo de sus maridos y a sus santos de siempre. San Roque y su perro, amparado por un fanal de vidrio, goza de la mayor devoción. Lamparitas de aceite arden todo el tiempo sobre la mesa que sirve de altar; flores de papel y un escapulario bordado en oro, con un corazón en llamas, completan la sencilla decoración.
Allí también está la piedra de la Virgen, brillante de mica y de prestigio.
Sentado en la silla de hamaca, el chico mira a su abuela, que ayudada por la criada riega las plantas, corta brotes malsanos y cambia el agua de las pajareras.
Tiene entre las manos Robinson Crusoe, pero no lee. Piensa en la piedra que nunca será suya, en la negativa odiosa de la abuela. No ha vuelto a hablarle del asunto desde la tarde en que derramó el jugo de naranja sobre la cama. Imposible robársela. Es una piedra bendita. Y quién sabe si al intentar hacerlo no cae fulminado por un rayo como se cuenta de Uzza, en la Historia Sagrada, que tocó el Arca de Dios. El chico quiere leer y no puede. Observa la pajarera principal cuyo techo, de lata verde, imita el de una pagoda china. La abuela y la criada están distraídas regando las hortensias del jardín del fondo. Entonces se incorpora sin hacer ruido y abre una puerta de la pajarera. El primer canario vacila, desconfía, trina, y de pronto echa a volar. Los demás, siguiendo el ejemplo, huyen alborotados hacia los árboles del vecino.

7 de noviembre de 2009

La otra vida

Enrique Anderson Imbert


Desesperados por los tormentos y trabajos que les imponían los españoles –el español Las Casas es quien cuenta– los indios de las Antillas empezaron a huir de la encomiendas
[1]. De nada les valía: con perros los cazaban y despedazaban. Entonces los indios decidieron morir. Unos incitaban a otros, y así pueblos enteros se colgaron de los árboles, seguros de que, en la otra vida, gozarían de descanso, libertad y salud. Los españoles se alarmaron al ver que se iban quedando sin esclavos. Una mañana cierto encomendero advirtió que un gran número de indios abandonaban las minas y marchaban hacia el bosque, con sogas para ahorcarse. Los siguió, y cuando ya estaban eligiendo las ramas más fuertes, se le presentó y dijo:
–Por favor, dadme una soga. Yo también me voy a ahorcar. Porque si vosotros os ahorcáis, ¿para qué quiero vivir acá, sin vuestra ayuda? Me dais de comer, me dais oro… No, quiero irme a la otra vida con vosotros, para no perder lo que allá tendréis que darme.
Los indios, para evitar que el español se fuera con ellos y durante toda la eternidad los mandara y fatigara, acordaron por el momento no matarse.
[1] Encomienda: institución colonial española, consistente en el repartimiento de indios entre los conquistadores. Jurídicamente, se basaba en la cesión que hacía el rey a favor de un súbdito español (encomendero) de la percepción del tributo o trabajo que el súbdito indio debía pagar a la corona. A cambio, el encomendero se obligaba a la instrucción y evangelización del indio (encomendado). Los encomenderos abusaron cruelmente de los indios, lo que trajo consecuencias desastrosas para los indígenas, cuyo descenso demográfico, provocó la casi despoblación de las Antillas.

8 de agosto de 2009

La confesión


Enrique Anderson Imbert

Yo sabía que mi abuelo materno había sido pintor, pero de ahí no pasaban mis noticias. Y aun de eso me enteré por casualidad, pues en mi casa ni su nombre se pronunciaba. Más que olvidado, estaba prohibido: una vez que, a instigación de mi primo mayor, pregunté a mi madre “¿qué hizo de malo Abuelo?, me miró sobresaltada, me dijo que nunca más quería oírme hablar así y después, desde mi cuarto, la oí llorar.
Años más tarde fui a Italia y por casualidad vi en un museo algunos cuadros de mi abuelo, uno de ellos –según el catálogo– un autorretrato. Me impresionaron sus ojos. Miraban con odio. Supuse que, habiéndose autorretratado frente al espejo, esa mirada de odio revelaba que mi abuelo se odiaba a sí mismo.
Tuve que volver en seguida a Buenos Aires porque me anunciaron por cable que mis padres acababan de morir en un incendio. El abogado me informó que también me tocaba en herencia una casa que perteneciera a mi abuelo. Esperé encontrar allí muchos cuadros suyos, pero no. Sólo encontré uno, en el desván, y me decepcionó. Era una tela oscura, sucia de moscas, de moho, de polvo, de telarañas. Apenas se veía el bulto de una mujer sobre la tierra, en medio de las sombras de un bosque.
Bajé el cuadro y lo lavé. Mientras lo lavaba, el rostro de la mujer empezó a parecerse al de mi madre. No dormía, sino que agonizaba en un grito. Seguí limpiando la tela: el vestido de la mujer, que antes era gris, ahora se hizo blanco –vestido de la época de mi abuela–, y en el pecho brillaba una mancha de sangre. ¿Quién la había asesinado? Un cadáver sin asesino es algo ilógico, algo que contradice nuestros hábitos mentales, algo que inquieta como una magia capaz de matar con el mero pensamiento. Restregué con la esponja otras zonas del cuadro: el aire se iluminaba como si estuviera amaneciendo. El césped amarillaba con margaritas, el follaje reverdecía y por algunos huecos se podía ver un cielo cada vez más claro. Y de pronto, al correr la esponja hacia un costado, apareció entre los últimos árboles una figura que antes no se veía, oculta por la suciedad: era un hombre que se alejaba pero con la cara vuelta hacia la mujer asesinada, y en la mano llevaba un puñal que ahora empezó a chorrear sangre. ¡La cara de mi abuelo! Miraba con esos mismos ojos de odio que yo ya le conocía, sólo que miraba con odio, no a su imagen en el espejo como yo supuse, sino a la mujer asesinada.
Comprendí que mi abuelo había pintado allí su confesión.

5 de agosto de 2009

NOVIEMBRE DE 2005. Los observadores

Ray Bradbury

Aquella noche todos salieron de sus casas y miraron al cielo. Dejaron las cenas, dejaron de lavarse o de vestirse para la función, y salieron a los porches, ahora no tan nuevos, y observaron el astro verde, la Tierra. Fue un movimiento involuntario; todos lo hicieron, para comprender mejor las noticias que habían oído en la radio un momento antes. Allá estaba la Tierra y allá la guerra inminente, y allá los cientos de miles de madres o abuelas, padres o hermanos, tías o tíos, primas o primos. De pie, en los porches, trataban de creer en la existencia de la Tierra, tanto como en otro tiempo habían tratado de creer en la existencia de Marte. El problema se había invertido. En la práctica era como si la Tierra estuviese muerta; la habían abandonado hacía ya tres o cuatro años. El espacio era un anestésico; cien millones de kilómetros de espacio lo insensibilizaban a uno, dormían la memoria, despoblaban la Tierra, borraban el pasado y permitían que los hombres de Marte continuaran trabajando. Pero ahora, esta noche, se levantaban los muertos, la Tierra volvía a poblarse, la memoria despertaba, miles de nombres venían a los labios. ¿Qué haría fulano esa noche en la Tierra? ¿Y zutano o mengano? Las gentes de los porches se miraban de reojo.
A las nueve, la Tierra pareció estallar, encenderse y arder. Las gentes de los porches extendieron las manos como para apagar el incendio.
Esperaron. A medianoche, el fuego se extinguió. La Tierra seguía allí. Un suspiro surgió de los porches como una brisa otoñal.
–No tenemos noticias de Harry.
–Está bien.
–Tendríamos que enviarle un mensaje a mamá.
–Está bien.
–¿Crees que estará bien?
–No te preocupes.
–¿Crees que no le pasará nada?
–Claro que no. Vamos a acostarnos.
Pero nadie se movió. Llevaron las cenas atrasadas a los prados nocturnos, las sirvieron en mesas plegadizas, y comieron lentamente hasta las dos de la mañana. El mensaje luminoso de la radio flameó en la Tierra y todos leyeron las luces del código Morse, como una luciérnaga lejana.
CONTINENTE AUSTRALIANO ATOMIZADO EN PREMATURA EXPLOSION DEPOSITO BOMBAS ATOMICAS. LOS ANGELES, LONDRES, BOMBARDEADAS, VUELVAN. VUELVAN. VUELVAN.
Se levantaron de las mesas.
VUELVAN. VUELVAN. VUELVAN.
–¿Has tenido noticias de Ted este año?
–Y... ya sabes, con un franqueo de cinco dólares por carta no escribo mucho a mi hermana.
VUELVAN.
–¿Qué será de Jane? ¿Te acuerdas de mi hermanita Jane?
VUELVAN.
A las tres, en la helada madrugada, el dueño de la tienda de equipajes alzó los ojos. Calle abajo venía mucha gente.
–No he cerrado a propósito. ¿Qué desea, señor?
Al amanecer, las maletas habían desaparecido de los estantes.
De Crónicas Marcianas, 1955

20 de julio de 2009

Milagro en Parque Chas

Inés Fernández Moreno
Aquella noche, las calles de Parque Chas me recordaban más que nunca el cementerio de La Chacarita. Esas módicas casitas de la calle Berlín o Varsovia, de ventanas estrechas y muros grises, se correspondían indudablemente con aquellas bóvedas de mármol y piedra del cementerio vecino. Unas casas un poco más reducidas al fin y al cabo, un poco más silenciosas, pero esencialmente iguales. Bóveda o casita, allí estaba la misma orgullosa clausura de la propiedad privada, el mismo persistente deseo de jardinete delante, de cantero florido, la misma respetuosa interdicción en el umbral. Hasta los enanitos de jardín y los perros de terraza mantenían su parentesco con ciertas figuras de vírgenes o de ángeles guardianes en lo alto de los mausoleos.
Admito que yo estaba deprimido.
Hacía pocos días que me había quedado sin trabajo y los brasileros nos ganaban uno a cero en la Copa América. Así me lo había dicho durante todo el primer tiempo la voz impiadosa del relator. Y así me lo seguía diciendo, a través del walkman, en los comienzos del segundo. Por eso, tal vez, aquella nube de pensamientos fúnebres se las arreglaba para trabajarme el ánimo, en segundo plano, pero en una unívoca dirección de melancolía y derrota.
Llegué hasta la avenida Triunvirato en busca de un quiosco abierto para comprar cigarrillos y me detuve frente a la vidriera de una casa de artículos para el hogar.
Un grupo de seis o siete hombres seguía las alternativas del partido a través de varias pantallas encendidas. Siempre me ha producido cierta desazón ver a esos solitarios, es fácil imaginarlos con hambre, con frío, sometidos a un deseo que se conforma con las migajas del confort. Pese a todo, en medio del abandono y la luz mortecina de la avenida, el grupo resultaba una isla esperanzada de humanidad.
Me paré detrás de todos y me dejé magnetizar como ellos por las imágenes mudas de la pantalla. Yo tenía la dudosa ventaja del sonido, con la voz del relator puntuando el movimiento de los jugadores. Es decir: los errores de nuestra Selección y el avance avasallante de los brasileros.
Súbitamente las luces parpadearon, las pantallas dejaron ver un último destello luminoso y después se oscurecieron por completo, dejándonos desconsolados y boqueando como cachorros a los que hubieran arrancado de su teta. No sé por qué razón, tal vez porque yo era el que había llegado último, todas las caras se volvieron hacia mí. Levanté los hombros, un poco desconcertado.
–Se debe haber cortado una fase, aventuré.
Me siguieron mirando. Yo de electricidad, sabía poco y nada. ¿Qué querían de mí?
Vamos, hombre, aclaró por fin un viejo de boina gris, diga usté, que está conectado, cómo va el partido.
Todos hemos tenido, de chicos, la fantasía de ser relatores de fútbol, todos hemos intentado alguna vez alcanzar la portentosa velocidad necesaria para seguir la carrera de una pelota y la de los jugadores tras ella. No lo niego. Pero verme lanzado así a relator, de buenas a primeras, era otra cosa.
Algunos avanzaron un paso hacia mí, no supe entonces si en actitud amenazante o más bien como buscando una mejor ubicación. Los miré. Vi en primer plano a un muchachito ojeroso envuelto en una bufanda verde, a un morocho corpulento de campera de cuero, a un hombre rubio de cara gastada con el diario doblado bajo el brazo... Eran hombres abatidos, lo suficientemente castigados por los políticos, por la falta de trabajo, de esperanzas, por la torpeza de nuestra Selección y ahora, además, por ese corte inesperado que los dejaba otra vez afuera del partido.
Era un deber solidario agarrar esa pelota.
Empecé tímidamente a reproducir las palabras del relator.
“...recibe la pelota Aldair... Aldair para Ronaldo... sigue Ronaldo... sotana para el Tulu... ¡qué bien la hizo Ronaldo!... pasa mitad de cancha... pelota para Romario que está habilitado... se viene Romario... ¡ay, ay, ay!... ¡¡peligro de gol...!!”
Apenas iniciado el relato pude notar cómo las palabras, entumecidas al principio, se daban calor unas a otras, cómo se volvían resueltas y hasta temerarias –ya me lo había comentado un amigo que estudiaba teatro, la voz emitida públicamente se anima de otra fuerza, se enamora de su propio arrullo y termina haciendo su propio juego.
Fui casi el primer sorprendido cuando en lugar de cantar el poderoso gol de Romario con el que Brasil se ponía dos a cero, desvié unos centímetros la pelota en el aire y la hice pegar en el travesaño.
“...pega la pelota en el travesaño... –dije–, increíble, señores –agregué–, increíble... Argentina se salva por milagro de un nuevo gol brasilero.”
Mi tribuna suspiró aliviada y yo seguí adelante, sin vacilaciones.
“...viene el Zurdo... toca para Angelini... Angelini para Pedrete... Pedrete para Gonzalito... Gonzalito... Gonzalitoooo...”
La ofensiva argentina hubiera continuado limpiamente su avance si no fuera por Quindim, el central brasilero, un mulato descomunal que traba con Gonzalito, gana firme en la línea de fondo, y pone un pelotazo en el área argentina.
No resultó igual de fácil desviar la dirección en que rodaban mis palabras.
De manera que digo: “...Quindim traba fuerte abajo... tropieza, cae y sigue Gonzalito... ahora nadie lo para... se viene el mano a mano... tira Gonzalito y... ¡gooool! ¡¡¡gooooooooooool de Argentinaaaa!!!!... –canto– que se pone uno a uno con los brasileros... ¡¡¡Graaaande, Gonzalito!!!”, –apunto, ganado sinceramente por la euforia del empate.
Mi tribuna salta de alegría. El grito crece hasta estremecer la impávida quietud de Triunvirato.
El jubilado se saca la boina gris y la agita en un arco enorme, como si quisiera saludar con ella al universo entero. El pibe ojeroso de la bufanda se abalanza sobre la espalda del morocho, que lo agarra de las piernas y le hace dar varias vueltas a caballito. Más atrás un grupo de tres o cuatro se abraza y salta rítmicamente. Yo mismo corro hacia la esquina con los brazos en alto. Un motociclista, contagiado por el entusiasmo, se detiene en el semáforo y hace sonar su bocina.
El festejo se silencia apenas retomo el relato, pero persiste en los ojos brillantes y la actitud expectante del grupo.
Con un vértigo de angustia entiendo que todo ha quedado ahora en mis manos, en mi voz. Que puedo hacerlos caer nuevamente en el desconsuelo o hacerlos vivir momentos de gloria.
El frío se ha vuelto más penetrante y desde las pantallas de la casa de electrodomésticos me llega, como una advertencia, un guiño de luz.
Empiezo a desplazarme por Triunvirato hacia La Haya. Y ellos detrás de mí, siguiendo el hilo tenso de mi voz que consigna cada vez con mayor profesionalismo el increíble vuelco de la Selección argentina en el segundo tiempo.
Me basta con corregir apenas al relator. Cuando habla del avance seguro “de los brasileros”, digo “de los argentinos”; cuando dice “Bertotto se durmió en el pase”, digo “Branquinho se durmió”; cuando dice “uhhh, qué gol se comió el arquero argentino”, digo “uhhh, qué gol se comió el carioca”.
Una pareja que se besa lentamente en La Haya se suma a la hinchada. Un ciruja nos saluda con su linterna y echa a rodar su carro detrás del grupo. Un hombre que pasea dos perros salchichas por las veredas de Berlín empieza a seguirnos. Una mujer desmelenada, en pantuflas, corre por Varsovia y nos alcanza. Dos pibes que están fumando un porro en Amsterdam, también. Como en el flautista de Hamelin, el despliegue armónico y consistente de la Selección argentina resulta una música irresistible.
Llegamos al fin a la plaza Éxodo Jujeño. Aunque el verano ya ha quedado atrás, hay en el aire un recuerdo de jazmines. Dejo entonces de escuchar al relator, a aquel que sólo me hablaba a mí, con la voz soberbia y estridente de quien se cree dueño de la verdad. No lo necesito. Me irrita con su voz chabacana y sus goles mentirosos. Ellos, los de mi grey, sólo escuchan mi voz, ven a través de mis palabras, se elevan y gozan y temen pero sólo para volver a gozar porque, como nunca, la acción se ajusta a una estrategia inteligente y rigurosa: los delanteros atacan, los defensores defienden, los arqueros atajan.
Los errores brasileros, en cambio, se multiplican.
Equivocan los pases, se comen los amagues, se arman mal en la línea de fondo, erran dos penales imperdibles...
El equipo argentino se perfecciona, se vuelve imaginativo, deja jugadas –un caño, un taquito, un gol de media cancha– que podrán recordarse por años. Los goles, en esa fiesta de grandeza, son casi lo de menos y llegan con asombrosa puntualidad. Ganamos cinco a uno.
Ni la niebla que desciende sobre el parque, ni la pobre claridad de los faroles, logran opacar la alegría. Por el contrario, les confieren a los abrazos, a las camperas y las bufandas desplegadas, a las manos que se agitan, a los que caen de rodillas, se santiguan y se besan y cantan y bailan, una dimensión de misteriosa epopeya.
Parque Chas es territorio liberado, y lo ha sido por la vibración de mis palabras, por las imágenes que ellas han convocado frente a todos aquellos ojos.
La hinchada por fin se dispersa lentamente. Yo camino a la deriva. Voy como entre nubes, agotado, pero sereno y orgulloso.
Una lucecita, como una boya, me guía hasta el quiosco de Gándara y Tréveris, que ahora está abierto.
–Antes no estaba abierto –le comento al quiosquero.
–Las cosas cambian –me dice con filosofía–. ¿No vio acaso cómo terminó el partido?
Lo dice con una sonrisa que bastaría para iluminar el barrio entero.
–Todos lo vieron –digo yo, tratando de recordar su rostro entre los hombres de mi hinchada.
Después le cabeceo un saludo y sigo mi camino.
Lanzo hacia el cielo una bocanada de humo que se prolonga en una nube tenue de vapor. En el techo de una casita gira locamente una figura oscura. Es una veleta. Un perro de azotea. Un ángel que festeja el milagro de Parque Chas.
De Milagro en Parque Chas, 2004

Esquina peligrosa

Marco Denevi

El señor Epididimus, el magnate de los negocios, uno de los hombres (se murmura) más rico del mundo, experimentó un día el deseo de visitar el barrio donde había vivido cuando era un niño pobre que trabajaba como dependiente de almacén.
Le ordenó a su chofer que lo llevase hasta aquel barrio remoto. Pero el barrio estaba tan cambiado, que el señor Epididimus no lo reconoció. En lugar de calles se tierra había bulevares asfaltados, y las míseras casitas de antaño habían sido reemplazadas por rascacielos.
Hasta que, al doblar una esquina, el señor Epididimus vio el almacén, el mismo humilde y sombrío almacén donde él había trabajado de dependiente cuando tenía doce años.
–Para aquí –le dijo al chofer, y luego descendió del automóvil y entró en el almacén.
Todo se conservaba igual que en sus tiempos de niño: el mostrador, las estanterías, la antigua caja registradora, la balanza de pesas, y alrededor, el mudo asedio de la mercadería.
El señor Epididimus sintió el mismo olor de sesenta años atrás, un olor agridulce a jabón amarillo, a aserrín, a aceitunas, a vinagre. El recuerdo de su infancia lo puso nostálgico. Se le humedecieron los ojos. Se le figuró que el tiempo no había pasado.
Desde la penumbra del fondo le llegó la voz del patrón:
–¿Estas son horas de venir?
El señor Epididimus tomó la canasta de mimbre, fue llenándola con paquetes de azúcar y de yerba, con latas de tomates al natural, con frascos de mermelada y botellas de lavandina, y salió a hacer el reparto.
La noche anterior había llovido y las calles de tierra estaban convertidas en un lodazal.

5 de julio de 2009

La casa del largo pasillo

Abelardo Castillo


Quién sabe, acaso fue porque hacía tantos años que Timoteo era ascensorista de la Torre y a fuerza de vivir subiendo y bajando acabó por no concebir más que dos direcciones posibles –hacia arriba y hacia abajo–, o, acaso, porque era la primera vez que la veía; el hecho es que aquella noche, al pasar frente a la casa del largo pasillo, Timoteo tuvo miedo.
No era exactamente miedo. Lo desconcertó que la casa estuviera tan cerca de su propia casa: sobre la calle Tarija, a unos veinte metros de la esquina de Boedo. Le llamó la atención no haber reparado antes en ella.
A partir de esa noche volvió a mirarla furtivamente todas las noches. Frente a la puerta cancel sólo se concedía un vistazo rápido y oblicuo, casi culpable, pero aunque su mirada duraba el tiempo que se tarda en dar un paso, aquel pasillo, siempre solitario (iluminado en alguna parte por una agónica lamparita), le causaba una especie de vértigo. Un vacío en la cabeza, idéntico, sin duda, al que debe experimentar los que temen la altura.
Una noche, con estupor, comprendió lo que pasaba. Al día siguiente, en la Torre, se lo dijo a los otros ascensoristas. Lo dijo en voz muy baja.
–Hay otra dirección –dijo, y atemorizado de inmediato por el impreciso alcance de su descubrimiento, murmuró en secreto:
–Hacia el costado.
Los otros ascensoristas se rieron de él y, doblados en dos, dándose grandes palmadas en los muslos, le preguntaron si estaría loco.
Timoteo ya nunca más mencionó el asunto. Le cambió la cara, eso sí, o el color de los ojos, al menos si las muchachas se fijaran en ascensoristas como Timoteo, alguna habría dicho que se trataba del color de los ojos. En realidad, era el modo de mirar. Miraba como desde lejos, como si los objetos fueran transparentes. Era tímido; se volvió reconcentrado y silencioso. Pero a veces lo sacudía una risita que desentonaba un poco con la severidad de su ascensor, y con el tiempo fue perdiendo la exactitud y la eficacia que lo habían caracterizado siempre. No era difícil adivinar en qué pensaba cuando, como los jóvenes ascensoristas chapuceros, no acertaba con la palanca de mando o se detenía entre dos pisos, o, sacudido por su risita, pasaba a toda velocidad piloteando su jaulón ante las puertas abarrotadas de gente.
–Pobre Timoteo, envejece –murmuraban los ascensoristas, y hacían circulitos con el dedo, junto a la sien.
Ya se sabe cómo son estas cosas. Las autoridades acabaron por enterarse, lo mandaron llamar, le confesaron que su comportamiento actual era desconcertante, por no decir anárquico, se miraron entre sí moviendo las cabezas con aprobación. Y cuando Timoteo, girando los ojos (tan claros, de golpe) hacia los rincones del despacho como quien teme ser oído por gente que habitara en los zócalos, pero con voz inesperadamente alta, habló de la casa de la calle Tarija, las autoridades volvieron a mirarse. Y Timoteo, incrédulo, escuchó que había sido transferido a uno de los prescindibles ascensores nocturnos.
Y sabe dios a qué sórdido montacargas habría ido a dar de no haberse detenido por fin, una noche, ante el umbral de la casa del largo pasillo. Ahora, al salir de su propia casa, veía el corredor con el ángulo del otro ojo. Comprobó que el vértigo era el mismo. Esa noche se detuvo y lo miró de frente, por un momento temió irse de cabeza hacia el fondo, chupado por el corredor; por un momento estuvo a punto de cerrar los ojos y estropearlo todo. Pero ahí se quedó; después dio un paso. El corazón le latía como si fuera un pájaro.
Porque Timoteo no sólo se detuvo sino que, sin reflexionar en las derivaciones que podría tener su conducta, sin importarle la confusión que reinaría esa noche en la Torre aunque su ascensor actual fuera uno de los menos importantes (pues ya se sabe que la ausencia o aun la distracción del operario más oscuro puede acarrear catástrofes irreparables a toda la administración, por no decir a los dueños del edificio o, quizá, a la ciudad entera), sin importarle ninguna de las grandes ideas sobre responsabilidad, disciplina, lealtad, que un día lo llevaran a manipular los más honrosos ascensores, Timoteo, irrevocablemente, se internó en el largo pasillo.
Caminó. Luchando contra el vértigo y el miedo, Timoteo caminó y caminó, nadie podría decir cuánto tiempo, hasta llegar al sitio donde brillaba la lamparita cenicienta (el pasillo, por supuesto, seguía mucho más allá; Timoteo no pudo dejar de pensar que, de recorrerlo íntegro, acabaría saliendo a la misma calle Tarija por la cual había entrado, sólo que saldría en la vereda opuesta). Debajo de la lamparita había una puerta. Estaba pintada con el mismo color de las paredes y era indudable que no había sido construida para ser vista.
La paradoja de que apareciera casi denunciada por una vaga luz y, al mismo tiempo, disimulada con astucia en la pared, bastaba para demostrarlo. O, al menos, para demostrar que sólo la ingenuidad o el azar podían conducir hasta ella. Pero el ascensorista Timoteo no era un individuo deductivo, ni siquiera cauto. Simplemente llegó hasta la puerta y, como se sabía demasiado comprometido para echarse atrás, la empujó, suavemente.
Entonces vio al hombre corpulento.
Lo vio ahí, recostado en una otomana. Con oscura belleza de tormenta, le anochecía la cara una barba orgullosa, negrísima. Iba vestido de un modo que a Timoteo le pareció familiar, no supo por qué. Llevaba puesto un turbante colorado sangre, en el que se incrustaba, a manera de broche, una gran piedra lunar. Largamente el pelo le caía sobre los hombros. Timoteo vio que la parte superior de sus botas se volcaba en campana sobre la caña, vio a los pies del hombre una piel de tigre, vio sus amplias babuchas de seda oscura. Entre los pesados pliegues de su capa entreabierta, junto a la cadera izquierda, lo deslumbró la empuñadura de una cimitarra.
Timoteo pensó que aquel caballero era realmente hermoso.
Y entonces recordó a Sandokán, el príncipe malayo, capitán remoto de piraterías anteriores, muy anteriores a las altas edificaciones y sus jaulas.
El hombre se puso de pie, ceremoniosamente, y preguntó:
–¿Cómo llegaste hasta esta puerta? ¿Cuál es tu nombre?
–Sólo puedo contestarle la segunda pregunta –respondió, cohibido, Timoteo–. Soy Timoteo, el ascensorista. ¿Y usted?
En la voz del hombre, la palabra cobró la sonoridad de un órgano en un templo cuando dijo:
–Sandokán.
De El cruce del Aqueronte, 1982

El crimen perfecto

Enrique Anderson Imbert

–Creí haber cometido el crimen perfecto. Perfecto el plan, perfecta su ejecución. Y para que nunca se encontrara el cadáver lo escondí donde a nadie se le ocurriría buscarlo: en un cementerio. Yo sabía que el convento de Santa Eulalia estaba desierto desde hacía años y que ya no había monjitas que enterrasen monjitas en su cementerio. Cementerio blanco, bonito, hasta alegre con sus cipreses y paraísos a orillas del río. Las lápidas, todas iguales y ordenadas como canteros de jardín alrededor de una hermosa imagen de Jesucristo, lucían como si las mismas muertas se encargasen de mantenerlas limpias. Mi error: olvidé que mi víctima había sido un furibundo ateo. Horrorizadas por el compañero de sepulcro que les acosté al lado, esa noche las muertas decidieron mudarse: cruzaron a nado el río llevándose consigo las lápidas y arreglaron el cementerio en la otra orilla, con Jesucristo y todo. Al día siguiente los viajeros que iban por lancha al pueblo de Fray Bizco vieron a su derecha el cementerio que siempre habían visto a su izquierda. Por un instante se les confundieron las manos y creyeron que estaban navegando en dirección contraria, como si volvieran de Fray Bizco, pero en seguida advirtieron que se trataba de una mudanza y dieron parte a las autoridades. Unos policías fueron a inspeccionar el sitio que antes ocupaba el cementerio y, cavando donde la tierra parecía recién removida, sacaron el cadáver (por eso, a la noche, las almas en pena de las monjitas volvieron muy aliviadas, con el cementerio a cuestas) y de investigación en investigación… ¡bueno!… el resto ya lo sabe usted, señor juez.

Castellano

Informe de situación
(Un panorama que se repite año a año)
1. Hoy podés estar entre:

2. En el segundo trimestre el porcentaje de desaprobados seguirá siendo alto y podés estar aquí:

3. Para el tercer trimestre la cifra disminuye pero puede ser tarde para vos:



4. En diciembre, demás está decir, la situación empeora drásticamente:


5. En marzo mejora pero no tanto:


6. Finalmente, la tenés previa. Situación de la cuál no es fácil salir:
(Es decir un promedio de 7 alumnos por curso)



No hacen falta muchas palabras cuando los números son contundentes

No tenés porqué ser parte de esta realidad

Con trabajo y compromiso se puede revertir esta situación


26 de junio de 2009

La hormiga

Marco Denevi


Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de indentificarlo con el Gran Universo.
Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba... luz... jardín... hojas... verde... flores..." Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.

(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)
De Falsificaciones, 1969

25 de junio de 2009

El crimen del desván

Enrique Anderson Imbert


El detective Hackett golpeó ansiosamente en la puerta del chalet de Sir Eugen. ¡Quizá llegara tarde! ¡Quizá ya lo hubieran asesinado!
Cuando al fin el criado abrió, Hackett se precipitó dentro, a los gritos. Acudieron de diferentes lados: una anciana, Lady Malver, –evidentemente–, un joven de ojos saltones y un caballero que parecía estar siempre sonriéndose.
–¿Dónde está Sir Eugen? ¡Pronto, pronto! ¡Es cuestión de vida o muerte!
–En el desván, revelando sus fotografías –atinó a decir el criado.
Y todos se lanzaron escaleras arriba: los hombres, saltando los escalones de a dos en dos; Lady Malver, lentamente, como una oruga.
La puerta del desván estaba cerrada. Golpearon.
–¡Sir Eugen, Sir Eugen! ¿Está usted ahí?
Oyeron del otro lado una voz temblorosa, angustiada:
–¡Ah, vengan, por favor!
Hackett hizo fuerzas con el picaporte pero le habían echado llave.
–¡Abra, Sir Eugen!
Lady Malver ya estaba allí, sin aliento:
–¡Eugen! –dijo, apenas.
Oyeron, por el lado de adentro, el girar del cerrojo, después algo como un resuello, el ruido de un cuerpo que se desplomaba. Y un silencio.
Hackett volvió a empujar la puerta. Ahora cedió. Entraron todos, en tumulto.
En el primer momento no pudieron ver nada. Sólo, a un costado, el ojo turbio de la lámpara roja. La oscuridad redonda, densa, rosada, pulposa. Y en eso descubrieron en el centro (¡parecía el carozo de un fruto!) a Sir Eugen, duro, tendido de bruces. Alguien encendió una luz blanca. A Sir Eugen le estaba creciendo un puñal en las espaldas, como un ala pequeñita.
Hackett inspeccionó la habitación. No había salidas. Era un mundo hermético, como un durazno con el cadáver dentro, en el medio. Percutió el suelo, las paredes; estudió la posición del difunto, del arma…
Al cabo de un rato fue hacia la puerta, la cerró, se guardó la llave y empuñó el revólver.
–El asesino –dijo mirando a todos, uno por uno– está aquí. El asesino aprovechó la atropellada en la oscuridad para apuñalar a Sir Eugen.
Hubo protestas.
Hackett contestó a todas, descartando imposibilidades. La muerte era reciente. Asesinato y no suicidio. No había escapes. Ni siquiera para un mono tití. Tampoco pudieron arrojarle el puñal de lejos. La habitación no tenía mecanismos.
La anciana, desencajada, propuso tímidamente:
–¿Y si fuera algo sobrenatural? No sé… Esas horribles placas fotográficas, allí debajo de la luz roja… Parecen hechas de carne, carne fofa y pálida de degenerado… Tal vez, al encender la luz las placas se han llevado el secreto… Tal vez, se han llevado al criminal mismo… Digo yo… Algún asesino sobrenatural.
–¿Sobrenatural? –comentó sardónicamente el detective–. No hay nada sobrenatural.
Entonces, al oír ese “¡no hay nada sobrenatural!”, todos, la misma Lady Malver y aun el cadáver, rompieron a reír como una fuente de muchos chorros. Una carcajada a coro simultánea, una sola carcajada reída por las seis bocas en un único temblor de ritmos acordados. Y sin dejar de reír, las figuras de Hackett, Sir Eugen, Lady Malver, el criado, el joven de los ojos saltones y el caballero de la boca sonreidora se fueron encogiendo, se fueron consumiendo como seis pálidas llamas. Después los personajes se acercaron por el aire con la determinación de los fuegos fatuos y se fundieron en una sola transparencia; y desde dentro de esa masa se rehizo la forma original del duende. Era el duende de la casa, el duende aficionado a las novelas policiales.
Libre, invisible, aéreo, licencioso, fraudulento, embrollador, el duende atravesó el muro del desván cerrado, bajó por las escaleras de la mansión solitaria y fue a buscar en los estantes otra novela de detectives.
¡Cómo le divertían esos fatídicos juegos sin azar que escribían los hombres! Especialmente, le divertía protagonizar todos los papeles.