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17 de enero de 2011

Guía para la autocorrección

  1. Tener siempre pesente que el contexto será quien dicte los cortes y las correcciones que clarifiquen el estilo.
  2. Detenerse a releer la página en voz alta, atendiendo al ritmo y la caída de la frase.
  3. Procurar un imposible: ser otro, en la una nueva lectura en voz alta, con el resaltador en la mano y el grabador funcionando.
  4. Marcar el verdadero comienzo del texto y considerar la eliminiación o la utilización parcial del "preámbulo".
  5. Comprobar si el material se ha desarrollado en una secuencia lógica.
  6. Subrayar imágenes nítidas.
  7. Tachar todo elemento ornamental, privilegiando lo relevante sobre lo superficial.
  8. En las descripcioes, para evitar sobrecargas y meras enumeraciones, acentuar sólo aquellos elementos que tengan que ver con la vida del texto.
  9. Traducir o eliminar expresiones vacías y pomposas.
  10. Buscar en el texto aquellas zonas donde se pueda experimentar con la elipsis.
  11. Detectar adjetivos que no aportan nada; sustituirlos o suprimirlos.
  12. Reforzar significados fusionando frases, o desdoblándolas, o reinstalando bloques enteros de material.
  13. Detectar incongruencias semánticas y, si no ayudan al lector a visualizar desde un lugar insospechado, corregir el error.
  14. Revisar si la puntuación es adecuada, si es acorde con el tempo del texto.
  15. Evaluar la coherencia de los tonos de las expresiones, y ver si acompañan armoniosamente las acciones o imágenes.
  16. Revisar si la longitud de las frases cortas o largas es pertinente en el contexto.
  17. "Actuar" los diálogos leyéndolos en voz alta para evaluar si suenan convincentes y naturales.
  18. Reflexionar acerca de si nuestras correcciones apuntaron a que el texto logre la unidad de efecto deseada.
  19. Volver en frío sobre cada frase, y seguir eliminando, sustituyendo o modificando todo lo que no contribuya a provocar ese impacto general.
  20. En una última versión, procurar asignarles a las palabras su máximo sentido, de acuerdo con el contexto.

Marcelo Di Marco, Taller de Corte y Corrección

20 de junio de 2009

La bolsa de arpillera

Marcelo Di Marco


–¡Papi, el hombre de la bodsa está allá adento!
Emilce, agitada, señaló con su dedito de tres años la puerta abierta de su cuarto. Se quedó quieta en la entrada del living, con su piyama de animales pálidos puesto al revés y sosteniendo un oso de peluche. Había interrumpido así la amena conversación de sobremesa que sus papás mantenían con sus lacanianos amigos.
–Bueno, Emilce, traelo para acá al Hombre de la Bolsa –le dijo su papá, dulce y profesional–. Con lo tarde que es, debe tener un hambre bárbara. Vamos a convidarle unos trocitos de budín.
Emilce salió disparada hacia su cuarto.
Un olor no precisamente agradable flotaba en el lugar. La madre de Emilce se acordó de la vez que había abierto una lata de mejillones bastante pasada. Se levantó para ir a ver si… pero terminó por sentarse de nuevo en su sillón, abombada por el alcohol.
–Son cosas de la abuela –explicó su marido a los invitados, siguiendo con la pipa la dirección que había tomado Emilce–. Lo mejor, en estos casos, es hacerles vivir la fantasía.
–Lógico –dijo la otra mujer–. Acuérdense de cuando Pichón se tiró al suelo abrazado al paranoico que veía una locomotora venírsele encima.
Emilce volvió. En lugar de su oso de peluche traía de la mano al Hombre de la Bolsa. El espejo que colgaba de la pared se estrelló en el piso con terrible estrépito. El mal olor se hizo insoportable, repugnante. El padre de Emilce retrocedió, fascinado. Su amigo alcanzó a ponerse de pie, tapándose la nariz con una servilleta.
El Hombre de la Bolsa llevaba un aludo sombrero negro lleno de agujeros y una capa gris, como del siglo pasado, cubierta de lamparones. Era demasiado bajo, casi un enano. Era muy sucio, infinitamente inmundo y viejo. Dejó en el suelo su bolsa de arpillera, que se movía con leves temblores (chicos pensó el paralizado padre de Emilce) extrajo un trabuco naranjero de entre sus harapos y apuntó al grupo.
–Sabed que no es de mi apetencia el budín inglés, señor mío –dijo, con una hedionda voz seca, inolvidable–. Jamás vuestra merced nutrirme verame con otra cosa que no sea carne, carne fresca. Además –agregó, con cortesía–, hoy sólo me he acercado con el único propósito de llevarme a mi morada a la deliciosa Emilce.
Entre los gritos de las damas y la inoperancia de los caballeros, abrió su mugrienta bolsa y metió a Emilce junto con los demás niños que esa noche constituirían su cena. Y desapareció.