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11 de enero de 2010

El suicida

Enrique Anderson Imbert


Al pie de la Biblia abierta –donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo– alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien –¿pero quién, cuándo?– alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.

3 de enero de 2010

El pacto

Enrique Anderson Imbert


En Amaicha, a fines del siglo XVI, un fraile joven estaba leyendo en su tienda vidas de santos.
–¡Quién pudiera ser santo! –exclamó con fervor.
Le fascinaba el misterio de los que esos santos habían visto con sus ojos bañados en gracia. ¡Cuántas visiones! ¡Quién pudiera tenerlas!
–Daría cuanto poseo por ser santo –agregó.
Y oyó la voz astuta.
–¿También tu alma?
Primero el fraile se asustó pero en seguida se repuso y contestó firmemente:
–También mi alma.
Le relució la faz, fue hombre nuevo. Cuando siguió hacia el Tucumán los soldados españoles comentaron sorprendidos la repentina disposición piadosa del fraile.
Pasaron los años.
Fray Bartolomé era puro amor, pura caridad. Su presencia comunicaba a todos un estremecimiento de miedo y de encanto: era patente que, a su alrededor, se movía algo tremendo, enorme, poderoso.
Siempre había quien, al verlo, murmuraba:
–Es un santo.
Se contaban entonces sus sacrificios y milagros.
Cuando murió en la celda de un convento de Lima (dicen que los pajarillos entonaban en la ventana Gloria in excelsis Deo), el Diablo se llevó su alma.
–Te he permitido que te asomaras por los postigos y espiaras de lejos a Dios– dijo el Diablo por el camino–. Ya es hora de que me mires a mí.


7 de noviembre de 2009

La otra vida

Enrique Anderson Imbert


Desesperados por los tormentos y trabajos que les imponían los españoles –el español Las Casas es quien cuenta– los indios de las Antillas empezaron a huir de la encomiendas
[1]. De nada les valía: con perros los cazaban y despedazaban. Entonces los indios decidieron morir. Unos incitaban a otros, y así pueblos enteros se colgaron de los árboles, seguros de que, en la otra vida, gozarían de descanso, libertad y salud. Los españoles se alarmaron al ver que se iban quedando sin esclavos. Una mañana cierto encomendero advirtió que un gran número de indios abandonaban las minas y marchaban hacia el bosque, con sogas para ahorcarse. Los siguió, y cuando ya estaban eligiendo las ramas más fuertes, se le presentó y dijo:
–Por favor, dadme una soga. Yo también me voy a ahorcar. Porque si vosotros os ahorcáis, ¿para qué quiero vivir acá, sin vuestra ayuda? Me dais de comer, me dais oro… No, quiero irme a la otra vida con vosotros, para no perder lo que allá tendréis que darme.
Los indios, para evitar que el español se fuera con ellos y durante toda la eternidad los mandara y fatigara, acordaron por el momento no matarse.
[1] Encomienda: institución colonial española, consistente en el repartimiento de indios entre los conquistadores. Jurídicamente, se basaba en la cesión que hacía el rey a favor de un súbdito español (encomendero) de la percepción del tributo o trabajo que el súbdito indio debía pagar a la corona. A cambio, el encomendero se obligaba a la instrucción y evangelización del indio (encomendado). Los encomenderos abusaron cruelmente de los indios, lo que trajo consecuencias desastrosas para los indígenas, cuyo descenso demográfico, provocó la casi despoblación de las Antillas.

8 de agosto de 2009

La confesión


Enrique Anderson Imbert

Yo sabía que mi abuelo materno había sido pintor, pero de ahí no pasaban mis noticias. Y aun de eso me enteré por casualidad, pues en mi casa ni su nombre se pronunciaba. Más que olvidado, estaba prohibido: una vez que, a instigación de mi primo mayor, pregunté a mi madre “¿qué hizo de malo Abuelo?, me miró sobresaltada, me dijo que nunca más quería oírme hablar así y después, desde mi cuarto, la oí llorar.
Años más tarde fui a Italia y por casualidad vi en un museo algunos cuadros de mi abuelo, uno de ellos –según el catálogo– un autorretrato. Me impresionaron sus ojos. Miraban con odio. Supuse que, habiéndose autorretratado frente al espejo, esa mirada de odio revelaba que mi abuelo se odiaba a sí mismo.
Tuve que volver en seguida a Buenos Aires porque me anunciaron por cable que mis padres acababan de morir en un incendio. El abogado me informó que también me tocaba en herencia una casa que perteneciera a mi abuelo. Esperé encontrar allí muchos cuadros suyos, pero no. Sólo encontré uno, en el desván, y me decepcionó. Era una tela oscura, sucia de moscas, de moho, de polvo, de telarañas. Apenas se veía el bulto de una mujer sobre la tierra, en medio de las sombras de un bosque.
Bajé el cuadro y lo lavé. Mientras lo lavaba, el rostro de la mujer empezó a parecerse al de mi madre. No dormía, sino que agonizaba en un grito. Seguí limpiando la tela: el vestido de la mujer, que antes era gris, ahora se hizo blanco –vestido de la época de mi abuela–, y en el pecho brillaba una mancha de sangre. ¿Quién la había asesinado? Un cadáver sin asesino es algo ilógico, algo que contradice nuestros hábitos mentales, algo que inquieta como una magia capaz de matar con el mero pensamiento. Restregué con la esponja otras zonas del cuadro: el aire se iluminaba como si estuviera amaneciendo. El césped amarillaba con margaritas, el follaje reverdecía y por algunos huecos se podía ver un cielo cada vez más claro. Y de pronto, al correr la esponja hacia un costado, apareció entre los últimos árboles una figura que antes no se veía, oculta por la suciedad: era un hombre que se alejaba pero con la cara vuelta hacia la mujer asesinada, y en la mano llevaba un puñal que ahora empezó a chorrear sangre. ¡La cara de mi abuelo! Miraba con esos mismos ojos de odio que yo ya le conocía, sólo que miraba con odio, no a su imagen en el espejo como yo supuse, sino a la mujer asesinada.
Comprendí que mi abuelo había pintado allí su confesión.

5 de julio de 2009

En el país de los efímeros

Enrique Anderson Imbert


La crónica es del siglo IX, pero los hechos que narra son mucho más antiguos.
El caballero Guingamor partió en busca de la Tierra de los Bienaventurados, cuyos habitantes –según un monje de Erín– no envejecían o envejecían poco y vivían eternamente, o vivían por varios siglos: todo lo que tendría que hacer el visitante para gozar también de esa sempiterna juventud era comer una manzana.
No llegó a esa región, sino a otra, donde los árboles (sólo faltaba el manzano) crecían, florecían, fructificaban y se secaban en una semana, donde las damas (siempre jóvenes) quedaban preñadas en la noche, daban luz en la mañana siguiente y a los siete días los hijos eran del tamaño de los padres, quienes entonces morían.
Al verse rodeado de tanta vida breve, el caballero Guingamor –cuya persona no había sufrido cambio alguno– se sintió como más dilatado en el tiempo. Se quedó allí, muy feliz.
“O se olvidó de que había estado buscando la región de los longevos, no la región de los efímeros, o, en vista de las circunstancias, le dio lo mismo”, termina la crónica.
De El gato de Cheshire

El crimen perfecto

Enrique Anderson Imbert

–Creí haber cometido el crimen perfecto. Perfecto el plan, perfecta su ejecución. Y para que nunca se encontrara el cadáver lo escondí donde a nadie se le ocurriría buscarlo: en un cementerio. Yo sabía que el convento de Santa Eulalia estaba desierto desde hacía años y que ya no había monjitas que enterrasen monjitas en su cementerio. Cementerio blanco, bonito, hasta alegre con sus cipreses y paraísos a orillas del río. Las lápidas, todas iguales y ordenadas como canteros de jardín alrededor de una hermosa imagen de Jesucristo, lucían como si las mismas muertas se encargasen de mantenerlas limpias. Mi error: olvidé que mi víctima había sido un furibundo ateo. Horrorizadas por el compañero de sepulcro que les acosté al lado, esa noche las muertas decidieron mudarse: cruzaron a nado el río llevándose consigo las lápidas y arreglaron el cementerio en la otra orilla, con Jesucristo y todo. Al día siguiente los viajeros que iban por lancha al pueblo de Fray Bizco vieron a su derecha el cementerio que siempre habían visto a su izquierda. Por un instante se les confundieron las manos y creyeron que estaban navegando en dirección contraria, como si volvieran de Fray Bizco, pero en seguida advirtieron que se trataba de una mudanza y dieron parte a las autoridades. Unos policías fueron a inspeccionar el sitio que antes ocupaba el cementerio y, cavando donde la tierra parecía recién removida, sacaron el cadáver (por eso, a la noche, las almas en pena de las monjitas volvieron muy aliviadas, con el cementerio a cuestas) y de investigación en investigación… ¡bueno!… el resto ya lo sabe usted, señor juez.

26 de junio de 2009

Luna

Enrique Anderson Imbert


Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos.
Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.
–¡Chist! –cuchicheó el farmacéutico a su mujer–. Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe de estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada...
Entonces, alzando la voz, dijo:
–Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien se la robe.
–¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con las persianas apestilladas.
–Y… alguien podría bajar desde la azotea.
–Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas…
–Bueno: te diré un secreto. En noches como esta bastaría que una persona dijera tres veces "tarasá" para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.
Entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces "tarasá", se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.

25 de junio de 2009

El crimen del desván

Enrique Anderson Imbert


El detective Hackett golpeó ansiosamente en la puerta del chalet de Sir Eugen. ¡Quizá llegara tarde! ¡Quizá ya lo hubieran asesinado!
Cuando al fin el criado abrió, Hackett se precipitó dentro, a los gritos. Acudieron de diferentes lados: una anciana, Lady Malver, –evidentemente–, un joven de ojos saltones y un caballero que parecía estar siempre sonriéndose.
–¿Dónde está Sir Eugen? ¡Pronto, pronto! ¡Es cuestión de vida o muerte!
–En el desván, revelando sus fotografías –atinó a decir el criado.
Y todos se lanzaron escaleras arriba: los hombres, saltando los escalones de a dos en dos; Lady Malver, lentamente, como una oruga.
La puerta del desván estaba cerrada. Golpearon.
–¡Sir Eugen, Sir Eugen! ¿Está usted ahí?
Oyeron del otro lado una voz temblorosa, angustiada:
–¡Ah, vengan, por favor!
Hackett hizo fuerzas con el picaporte pero le habían echado llave.
–¡Abra, Sir Eugen!
Lady Malver ya estaba allí, sin aliento:
–¡Eugen! –dijo, apenas.
Oyeron, por el lado de adentro, el girar del cerrojo, después algo como un resuello, el ruido de un cuerpo que se desplomaba. Y un silencio.
Hackett volvió a empujar la puerta. Ahora cedió. Entraron todos, en tumulto.
En el primer momento no pudieron ver nada. Sólo, a un costado, el ojo turbio de la lámpara roja. La oscuridad redonda, densa, rosada, pulposa. Y en eso descubrieron en el centro (¡parecía el carozo de un fruto!) a Sir Eugen, duro, tendido de bruces. Alguien encendió una luz blanca. A Sir Eugen le estaba creciendo un puñal en las espaldas, como un ala pequeñita.
Hackett inspeccionó la habitación. No había salidas. Era un mundo hermético, como un durazno con el cadáver dentro, en el medio. Percutió el suelo, las paredes; estudió la posición del difunto, del arma…
Al cabo de un rato fue hacia la puerta, la cerró, se guardó la llave y empuñó el revólver.
–El asesino –dijo mirando a todos, uno por uno– está aquí. El asesino aprovechó la atropellada en la oscuridad para apuñalar a Sir Eugen.
Hubo protestas.
Hackett contestó a todas, descartando imposibilidades. La muerte era reciente. Asesinato y no suicidio. No había escapes. Ni siquiera para un mono tití. Tampoco pudieron arrojarle el puñal de lejos. La habitación no tenía mecanismos.
La anciana, desencajada, propuso tímidamente:
–¿Y si fuera algo sobrenatural? No sé… Esas horribles placas fotográficas, allí debajo de la luz roja… Parecen hechas de carne, carne fofa y pálida de degenerado… Tal vez, al encender la luz las placas se han llevado el secreto… Tal vez, se han llevado al criminal mismo… Digo yo… Algún asesino sobrenatural.
–¿Sobrenatural? –comentó sardónicamente el detective–. No hay nada sobrenatural.
Entonces, al oír ese “¡no hay nada sobrenatural!”, todos, la misma Lady Malver y aun el cadáver, rompieron a reír como una fuente de muchos chorros. Una carcajada a coro simultánea, una sola carcajada reída por las seis bocas en un único temblor de ritmos acordados. Y sin dejar de reír, las figuras de Hackett, Sir Eugen, Lady Malver, el criado, el joven de los ojos saltones y el caballero de la boca sonreidora se fueron encogiendo, se fueron consumiendo como seis pálidas llamas. Después los personajes se acercaron por el aire con la determinación de los fuegos fatuos y se fundieron en una sola transparencia; y desde dentro de esa masa se rehizo la forma original del duende. Era el duende de la casa, el duende aficionado a las novelas policiales.
Libre, invisible, aéreo, licencioso, fraudulento, embrollador, el duende atravesó el muro del desván cerrado, bajó por las escaleras de la mansión solitaria y fue a buscar en los estantes otra novela de detectives.
¡Cómo le divertían esos fatídicos juegos sin azar que escribían los hombres! Especialmente, le divertía protagonizar todos los papeles.

20 de junio de 2009

El aprendiz de brujo

Enrique Anderson Imbert


Páncrates es un mago de Menfis que aprendió su magia viviendo veinticuatro años en el centro de la tierra. Invita a Éucrates a viajar juntos. Éucrates observa que cada vez que llega a una posada el mago toma una maja de mortero, o una escofina, o una aldaba de la puerta, la envuelve en un paño, pronuncia unos versos misteriosos y he aquí que la cosa se trasforma en hombre. Este hombre es un sirviente que cumple con todo lo que el mago le manda: adereza la comida, pone la mesa, hace la cama y saca el agua del pozo. Cuando ya no hay otra cosa que hacer, Páncrates pronuncia otros versos y el hombre vuelve a su primitivo estado de maja de mortero o de escofina o de aldaba de la puerta. Éucrates quiere averiguar la fórmula secreta para transformar una cosa en sirviente y se oculta para oír al mago en el momento de pronunciarla. Oye los versos que hacen al hombre, pero no alcanza a oír los versos que lo deshacen. Aprovechando la ausencia del mago, Éucrates toma la maja del mortero, la envuelve en el paño y pronuncia los primeros versos. ¡Qué maravilla! ¡Ahí está el sirviente!
–Trae agua del pozo.
Parte diligente el mozo y trae el cántaro lleno.
–Riega la casa.
Y el sirviente va por otro cántaro.
Éucrates teme que de un momento a otro vuelva el mago y se enoje por su intromisión, así que ordena al sirviente que no traiga más agua sino que se convierta otra vez en maja de mortero. El sirviente no obedece. Sigue trayendo agua e inunda la casa. Éucrates agarra un hacha y parte al sirviente en dos. Ahora son dos sirvientes que con sendos cántaros sacan doblada agua. En eso entra Páncrates, se enoja, deshace a los diligentes sirvientes y se va para siempre dejando a Éucrates con la mitad de un secreto que nunca se atreverá a usar porque no sabe la otra mitad.
De Los primeros cuentos del mundo, 1997