28 de junio de 2009

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Por Guillermo Schavelzon
(Fragmento)
Cuando América todavía no existía para los europeos, ya había aquí una de las bibliotecas más importantes del mundo.
En el siglo XVI Hernán Cortés conquistó México, y se encontró en las afueras de Tenochtitlán con algo fabuloso: la biblioteca de Texcoco. Era un lugar donde, a lo largo de setecientos años, los aztecas habían acumulado cuatro mil códices, nombre con que se designa a los libros escritos e ilustrados a mano con maravillosos colores, sobre papel amate, o cuero de venado o de jaguar. En ellos, el pueblo registraba su historia, sus avanzados conocimientos astronómicos, su mitología y sus glorias militares.
Los conquistadores, cumpliendo la orden de fray Juan de Zumárraga, primer arzobispo de América, quemaron toda la biblioteca para destruir ese testimonio de infieles.
El incendio de la biblioteca de Texcoco, mucho peor (porque fue real) que el de El nombre de la rosa de Umberto Eco, duró tres días y tres noches, y según cuenta el cronista fray Servando Teresa de Mier, las llamas se vieron desde muchas leguas de distancia.
Gracias a algún soldado desconocido y hereje, tres códices de los cuatro mil se salvaron de la quema. Hoy estos tres códices se conservan en bibliotecas europeas, uno de ellos en la del Vaticano.
Por esas cosas del destino, fray Juan de Zumárraga pasó a la historia como el introductor de la imprenta en América, la que instaló en México dos siglos antes que nuestra Imprenta de Niños Expósitos llegara a Córdoba.
Esta historia viene al caso por lo que pasó quinientos años después: la civilización moderna logró que lo que había sido aquella fabulosa biblioteca se haya convertido en un enorme pantano, que se suele ver al llegar en avión a México, donde desemboca la red cloacal de la segunda ciudad más poblada del mundo. El “lago de Texcoco”, eufemismo con que se denomina a ese pantano fétido, es hoy uno de los graves problemas ecológicos de la ciudad de México, ya que todos los años, en la época de sequía, el viento devuelve a los habitantes sus desechos, en forma de partículas suspendidas en el aire, que contaminan a la gente por el solo hecho de respirar. Las consecuencias gastrointestinales que esto tiene en los turistas extranjeros que llegan a México se conoce como “la venganza de Moctezuma”.
(…)

26 de junio de 2009

La hormiga

Marco Denevi


Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de indentificarlo con el Gran Universo.
Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba... luz... jardín... hojas... verde... flores..." Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.

(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)
De Falsificaciones, 1969

Luna

Enrique Anderson Imbert


Jacobo, el niño tonto, solía subirse a la azotea y espiar la vida de los vecinos.
Esa noche de verano el farmacéutico y su señora estaban en el patio, bebiendo un refresco y comiendo una torta, cuando oyeron que el niño andaba por la azotea.
–¡Chist! –cuchicheó el farmacéutico a su mujer–. Ahí está otra vez el tonto. No mires. Debe de estar espiándonos. Le voy a dar una lección. Sígueme la conversación, como si nada...
Entonces, alzando la voz, dijo:
–Esta torta está sabrosísima. Tendrás que guardarla cuando entremos: no sea que alguien se la robe.
–¡Cómo la van a robar! La puerta de la calle está cerrada con llave. Las ventanas, con las persianas apestilladas.
–Y… alguien podría bajar desde la azotea.
–Imposible. No hay escaleras; las paredes del patio son lisas…
–Bueno: te diré un secreto. En noches como esta bastaría que una persona dijera tres veces "tarasá" para que, arrojándose de cabeza, se deslizase por la luz y llegase sano y salvo aquí, agarrase la torta y escalando los rayos de la luna se fuese tan contento. Pero vámonos, que ya es tarde y hay que dormir.
Entraron dejando la torta sobre la mesa y se asomaron por una persiana del dormitorio para ver qué hacía el tonto. Lo que vieron fue que el tonto, después de repetir tres veces "tarasá", se arrojó de cabeza al patio, se deslizó como por un suave tobogán de oro, agarró la torta y con la alegría de un salmón remontó aire arriba y desapareció entre las chimeneas de la azotea.

25 de junio de 2009

El crimen del desván

Enrique Anderson Imbert


El detective Hackett golpeó ansiosamente en la puerta del chalet de Sir Eugen. ¡Quizá llegara tarde! ¡Quizá ya lo hubieran asesinado!
Cuando al fin el criado abrió, Hackett se precipitó dentro, a los gritos. Acudieron de diferentes lados: una anciana, Lady Malver, –evidentemente–, un joven de ojos saltones y un caballero que parecía estar siempre sonriéndose.
–¿Dónde está Sir Eugen? ¡Pronto, pronto! ¡Es cuestión de vida o muerte!
–En el desván, revelando sus fotografías –atinó a decir el criado.
Y todos se lanzaron escaleras arriba: los hombres, saltando los escalones de a dos en dos; Lady Malver, lentamente, como una oruga.
La puerta del desván estaba cerrada. Golpearon.
–¡Sir Eugen, Sir Eugen! ¿Está usted ahí?
Oyeron del otro lado una voz temblorosa, angustiada:
–¡Ah, vengan, por favor!
Hackett hizo fuerzas con el picaporte pero le habían echado llave.
–¡Abra, Sir Eugen!
Lady Malver ya estaba allí, sin aliento:
–¡Eugen! –dijo, apenas.
Oyeron, por el lado de adentro, el girar del cerrojo, después algo como un resuello, el ruido de un cuerpo que se desplomaba. Y un silencio.
Hackett volvió a empujar la puerta. Ahora cedió. Entraron todos, en tumulto.
En el primer momento no pudieron ver nada. Sólo, a un costado, el ojo turbio de la lámpara roja. La oscuridad redonda, densa, rosada, pulposa. Y en eso descubrieron en el centro (¡parecía el carozo de un fruto!) a Sir Eugen, duro, tendido de bruces. Alguien encendió una luz blanca. A Sir Eugen le estaba creciendo un puñal en las espaldas, como un ala pequeñita.
Hackett inspeccionó la habitación. No había salidas. Era un mundo hermético, como un durazno con el cadáver dentro, en el medio. Percutió el suelo, las paredes; estudió la posición del difunto, del arma…
Al cabo de un rato fue hacia la puerta, la cerró, se guardó la llave y empuñó el revólver.
–El asesino –dijo mirando a todos, uno por uno– está aquí. El asesino aprovechó la atropellada en la oscuridad para apuñalar a Sir Eugen.
Hubo protestas.
Hackett contestó a todas, descartando imposibilidades. La muerte era reciente. Asesinato y no suicidio. No había escapes. Ni siquiera para un mono tití. Tampoco pudieron arrojarle el puñal de lejos. La habitación no tenía mecanismos.
La anciana, desencajada, propuso tímidamente:
–¿Y si fuera algo sobrenatural? No sé… Esas horribles placas fotográficas, allí debajo de la luz roja… Parecen hechas de carne, carne fofa y pálida de degenerado… Tal vez, al encender la luz las placas se han llevado el secreto… Tal vez, se han llevado al criminal mismo… Digo yo… Algún asesino sobrenatural.
–¿Sobrenatural? –comentó sardónicamente el detective–. No hay nada sobrenatural.
Entonces, al oír ese “¡no hay nada sobrenatural!”, todos, la misma Lady Malver y aun el cadáver, rompieron a reír como una fuente de muchos chorros. Una carcajada a coro simultánea, una sola carcajada reída por las seis bocas en un único temblor de ritmos acordados. Y sin dejar de reír, las figuras de Hackett, Sir Eugen, Lady Malver, el criado, el joven de los ojos saltones y el caballero de la boca sonreidora se fueron encogiendo, se fueron consumiendo como seis pálidas llamas. Después los personajes se acercaron por el aire con la determinación de los fuegos fatuos y se fundieron en una sola transparencia; y desde dentro de esa masa se rehizo la forma original del duende. Era el duende de la casa, el duende aficionado a las novelas policiales.
Libre, invisible, aéreo, licencioso, fraudulento, embrollador, el duende atravesó el muro del desván cerrado, bajó por las escaleras de la mansión solitaria y fue a buscar en los estantes otra novela de detectives.
¡Cómo le divertían esos fatídicos juegos sin azar que escribían los hombres! Especialmente, le divertía protagonizar todos los papeles.

Premio Nobel

Los Premios Nobel se conceden cada año a personas, entidades u organismos por sus aportaciones extraordinarias realizadas durante el año anterior en los campos de la Física, Química, Fisiología y Medicina, Literatura, Paz y Economía. Otorgados por primera vez el 10 de diciembre de 1901, los premios están financiados por los intereses devengados de un fondo en fideicomiso contemplado en el testamento del químico, inventor y filántropo sueco Alfred Bernhard Nobel. El Nobel de Literatura, es entregado por la Academia de Estocolmo. Además de una retribución en metálico, el ganador del Premio Nobel recibe también una medalla de oro y un diploma con su nombre y el campo en que ha logrado tal distinción. Los jueces pueden dividir cada premio entre dos o tres personas, aunque no está permitido repartirlo entre más de tres. Si se considerara que más de tres personas merecen el premio, se concedería de forma conjunta. El fondo está controlado por un comité de la Fundación Nobel, compuesto por seis miembros en cada mandato de dos años: cinco elegidos por los administradores de los organismos contemplados en el testamento, y el sexto nombrado por el Gobierno sueco. Los seis miembros serán ciudadanos suecos o noruegos.

1901 - Sully Prudhomme (Francia, 1839-1907) poeta
1902 - Theodor Mommsen (Alemania, 1817-1903) historiador
1903 - Bjornstjerne Bjornson (Noruega, 1832-1910) novelista, poeta y dramaturgo
1904 - Frederic Mistral (Francia, 1830-1914) poeta
1904 - José Echegaray (España, 1832-1916) dramaturgo
1905 - Henryk Sienkiewiccz (Polonia, 1846-1916) novelista
1906 - Giousue Carducci (Italia, 1835-1907) poeta
1907 - Rudyard Kipling (Gran Bretaña, 1865-1936) poeta y novelista
1908 - Rudolf Eucken (Alemania, 1846-1926) filósofo
1909 - Selma Lagerlof (Suecia, 1858-1940) novelista
1910 - Paul von Heyse (Alemania, 1830-1914) poeta, novelista y dramaturgo
1911 - Maurice Maeterlinck (Bélgica, 1862-1949) dramaturgo
1912 - Gerhart Hauptmann (Alemania, 1862-1946) dramaturgo
1913 - Rabindranath Tagore (India, 1861-1941) poeta
1914 - No concedido
1915 - Romain Rolland (Francia, 1866-1944) novelista
1916 - Verner Von Heidenstam (Suecia, 1859-1940) poeta
1917 - Karl Gjellerup (Dinamarca, 1857-1919) novelista
1917 - Henrik Pontoppidan (Dinamarca, 1857-1943) novelista
1918 - No concedido
1919 - Carl Spitteler (Suiza, 1845-1924) poeta y novelista
1920 - Knut Hamsun (Noruega, 1859-1952) novelista
1921 - Anatole France (Francia, 1844-1924) novelista
1922 - Jacinto Benavente (España, 1866-1954) dramaturgo
1923 - William Butler Yeats (Irlanda, 1865-1969) poeta
1924 - Wladyslaw Reymont (Polonia, 1868-1925) novelista
1925 - George Bernard Shaw (Irlanda, 1856-1950) dramaturgo
1926 - Grazia Deledda (Italia, 1871-1936) novelista
1927 - Henri Bergson (Francia, 1859-1941) filósofo
1928 - Sigrid Undset (Noruega, 1882-1949) novelista
1929 - Thomas Mann (Alemania, 1875-1955) novelista
1930 - Sinclair Lewis (EEUU, 1885-1951) novelista
1931 - Erik Axel Karlfeldt (Suecia, 1864-1931) poeta
1932 - John Galsworthy (Gran Bretaña, 1867-1933) novelista
1933 - Ivan Bunin (URSS, 1870-1953) novelista
1934 - Luigi Pirandello (Italia, 1867-1936) dramaturgo
1935 - No concedido
1936 - Eugene O'Neill (EEUU, 1888-1953) dramaturgo
1937 - Roger Martin du Gard (Francia, 1881-1958) novelista
1938 - Pearl S. Buck (EEUU, 1892-1973) novelista
1939 - Frans Eemil Sillanpaa (Finlandia, 1888-1964) novelista
1940 - No concedido
1941 - No concedido
1942 - No concedido
1943 - No concedido
1944 - Johannes Vilhem Jensen (Dinamarca, 1873-1950) novelista
1945 - Gabriela Mistral (Chile, 1889-1957) poeta
1946 - Herman Hesse (Alemania, 1877-1962) novelista
1947 - Andre Gide (Francia, 1869-1951) novelista
1948 - T. S. Eliot (Gran Bretaña, 1888-1965) poeta
1949 - William Faulkner (EEUU, 1897-1962) novelista
1950 - Bertrand Russell (Gran Bretaña, 1872-1970) filósofo
1951 - Par Lagerkvist (Suecia, 1891-1974) novelista
1952 - Francois Mauriac (Francia, 1885-1970) poeta, novelista y dramaturgo
1953 - Winston Churchill (Gran Bretaña, 1874-1965) historiador
1954 - Ernest Hemingway (EEUU, 1899-1961) novelista
1955 - Halldor Laxness (Islandia, 1902-1998) novelista
1956 - Juan Ramón Jiménez (España, 1881-1959) poeta
1957 - Albert Camus (Francia, 1913-1960) novelista y dramaturgo
1958 - Boris Pasternak (URSS, 1890-1960) novelista
1959 - Salvatore Quasimodo (Italia, 1901-1968) poeta
1960 - Saint-John Perse (Francia, 1887-1975) poeta
1961 - Ivo Andric (Yugoslavia, 1892-1975) novelista
1962 - John Steinbeck (EEUU, 1902-1968) novelista
1963 - Georgos Seferis (Grecia, 1900-1971) poeta
1964 - Jean Paul Sartre (Francia, 1905-1980) filósofo
1965 - Mijail Sholojov (URSS, 1905-1984) novelista
1966 - Samuel Yosef Agnon (Israel, 1888-1970) novelista
1966 - Nelly Sachs (Alemania, 1891-1970) poeta
1967 - Miguel Angel Asturias (Guatemala, 1899-1974) novelista
1968 - Yasunari Kawabata (Japón, 1899-1972) novelista
1969 - Samuel Beckett (Irlanda, 1906-1989) novelista y dramaturgo
1970 - Alexandr Solzhenitsin (URSS, 1918-2008) novelista
1971 - Pablo Neruda (Chile, 1904-1973) poeta
1972 - Heinrich Boll (Alemania, 1917-1985) novelista
1973 - Patrick White (Australia, 1912-1990) novelista
1974 - Eyvind Johnson (Suecia, 1900-1976) novelista
1974 - Harry Martison (Suecia, 1904-1978) novelista y poeta
1975 - Eugenio Montale (Italia, 1896-1981) poeta
1976 - Saul Bellew (EEUU, 1985-2005) novelista
1977 - Vicente Aleixandre (España, 1896-1984) poeta
1978 - Isaac Bashevis Singer (EEUU, 1904-1991) novelista
1979 - Odysseus Elytis (Grecia, 1911-1996) poeta
1980 - Czeslaw Milosz (Polonia, 1911-2004) poeta
1981 - Elias Canetti (Gran Bretaña, 1905-1994) novelista
1982 - Gabriel García Márquez (Colombia, 1928) novelista
1983 - William Golding (Gran Bretaña, 1911-1993) novelista
1984 - Jaroslav Seifert (Checoslovaquia, 1901-1986) poeta
1985 - Claude Simon (Francia, 1913-2005) novelista
1986 - Wole Soyinka (Nigeria, 1934) poeta y dramaturgo
1987 - Joseph Brodsky (EEUU, 1940-1996) poeta
1988 - Naguib Mahfuz (Egipto, 1911-2006) novelista y poeta
1989 - Camilo José Cela (España, 1916-2002) novelista
1990 - Octavio Paz (México, 1914-1998) poeta
1991 - Nadine Gordimer (Sudáfrica, 1923) novelista
1992 - Derek Walcott (Santa Lucía, 1930) poeta y dramaturgo
1993 - Toni Morrison (EEUU, 1931) novelista
1994 - Kenzaburo Oe (Japón, 1935) novelista
1995 - Seamus Heaney (Irlanda, 1939) poeta
1996 - Wislawa Szymborska (Polonia, 1923) poeta
1997 - Darío Fo (Italia, 1926) dramaturgo
1998 - José Saramago (Portugal, 1922) novelista
1999 - Günter Grass (Alemania, 1927) novelista y poeta
2000 - Gao Xingjian (China, 1940) novelista
2001 - V. S. Naipaul (Gran Bretaña, 1932) novelista
2002 - Imre Kertesz (Hungría, 1929) novelista
2003 - J. M. Coetzee (Sudáfrica, 1940) novelista
2004 - Elfriede Jelinek (Austria, 1946) novelista
2005 - Harold Pinter (Gran Bretaña, 1930-2008) novelista
2006 - Orhan Pamuk (Turquía, 1952) novelista
2007 - Doris Lessing (Gran Bretaña, 1919) novelista
2008 - Jean-Marie Le Clézio (Francia, 1940) novelista
2009 - Herta Müller (Rumania, 1945) novelista y poeta




____La rueda de hombres siguió en orden. El turno fue para Miataks, un esquimal de nariz chata y labios gruesos que sonreían constantemente. Acercó una embarcación hacia el centro del círculo formado por las sillas.
____–Esto, Guardián, es un kayaks de hielo eterno. Fue cincelado por mi pueblo en bloques de hielo más antiguos que el hombre. Nunca se derretirá y es veloz como el viento cabalgando el mismo viento –declaró con énfasis.
____–Te agradezco, hombre de los hielos del norte –dijo el Encantador.
____El siguiente fue Pierre Gotouet, un galo del Valle de Lutour. Su pelo era rojo a igual que su enorme bigote que colgaba superando los límites de la cara. Llevaba puesto un pantalón azul con tiradores y una camisa celeste, mientras sus pies iban descalzos. Sacó de debajo de su silla una caja envuelta en un trapo negro. Sonrió a todos con un gesto que agrandó sorpresivamente su formidable bigote y quitó el trapo negro que cubría la caja. Esta era de cartón; bastante común. Apartó la tapa y un sonido a vidrio quebradizo salió de ella.
____–Querido Guardián, te obsequio estas pequeñas maravillas, hijas del viento, del perfume de las flores y de la nieve –dijo y soltó unas cuantas mariposas de cristal. Aletearon por el patio ante la fascinación de todos–. Tienen la virtud de dar felicidad a quién las mire –agregó el galo.
____–Gracias Pierre, son maravillosas –dijo el Encantador. Pierre hizo una inclinación y fue a su sitio.
____El turno fue para C'hien Zu de la etnia de los Chung oriundo de las orillas del Lago P'O-Yang. Su menudo cuerpo se alzó con ligereza mostrando un largo atuendo azul que llegaba hasta el piso ocultando sus pequeños pies. Una barba de pelos ralos y largos adornaba un mentón casi inexistente en la cara redonda. Impresionaba de este personaje el largo de sus uñas y el delineado de los ojos que los hacía más rasgados de lo que ya eran. De todos era el más enigmático; de hablar y sonreír poco. Pero se guardaba todo un discurso para presentar su regalo:
____–De donde vengo es muy común poner trampas. Los aldeanos ponen trampas para los osos y otros animales que consideran perjudiciales o peligrosos. Una de mis tareas habituales es descubrirlas para desarmarlas o bien liberar y asistir a los animales que cayeran en ellas. En eso estaba cuando escucho, en una mañana de mucho frío, que a los pies de las altas montañas había caído, en una gran trampa para osos, un dragón. El animal se defendía con su aliento de fuego y su cola de filosas púas. Pero no podía romper la gruesa cadena agarrada a una roca que, a su vez, formaba parte de la base de una montaña. Cuando los aldeanos se hicieron de armas para darle muerte, el dragón cortó su garra apresada y escapó con el muñón chorreando sangre dorada. Aquí, te traigo, en calidad de presente esa garra –anunció sacándola de una caja de madera– con ella podrás pedir lluvia o detenerla, que los vientos soplen o callen, que el trueno y el rayo cabalguen juntos, con sólo alzarla al cielo invocando su poder. Además, todo lo que toque lo incinerará, sólo una persona de tu sabiduría puede tenerla. Sería peligrosa en otras manos. Guardala y que te sea útil –dijo para finalizar.
____–Estoy impresionado C'hien Zu. Jamás imaginé un obsequio de esta naturaleza. Te estoy profundamente agradecido y la usaré pronto –dijo pensando en el rescate del Tenopo en las Arenas del Reñidero Municipal. Guardó en la caja la garra de cuatro dedos con terribles uñas del animal mágico e inmortal.
____De su asiento se levantó Arthur Deallin de la tribu de los Aruntas oriundo de las orillas del Lago Eyre, una superficie de más de nueve mil kilómetros cuadrados de agua salada y que permanece seco durante largos períodos. Era de estatura media, hombros estrechos, pelo negro y abundante. Su mentón hundido y sus orejas grandes le daban un aspecto peculiar. Abrió el pequeño cofre que tuvo todo el tiempo en su regazo. Sacó una figura de pájaro de diamante.
____–Este pájaro de diamante, esculpido en una sola pieza, fue encontrado por mi pueblo en las costas de nuestra Gran Isla –anunció el hombre–. Podrás ver más allá de tus ojos. Encontrará lo que ningún catalejo alcance. Sólo oriéntalo y en él verás lo que te está vedado.
____–Te agradezco hermano Guardián este preciado presente –dijo el Encantador con una inclinación. El magnífico pájaro brillaba en sus manos. Pensó más en su belleza que en el extraordinario don que poseía.
____El Guardián número nueve fue Shri Prasavasch de la etnia de los Munda llegado del Alto Valle Occidental del Indo. Su presente era el más voluminoso. Estaba cubierto con una tela blanca bordada con espléndidos pavo–reales. Al descorrerla apareció ante la vista de todos un cachorro de tigre azul. Lo traía dentro de una jaula. Cuando lo liberó el animal salió corriendo para jugar con el Dodo, el que se llevó un gran susto.
____–Pensé que no existían estos animales, que sólo eran fruto de las leyendas de tu pueblo –confesó el Encantador– te agradezco, será un excelente guardián del Santuario. Si los Tenopos lo permiten por supuesto. ¿Qué opinas Zexerías?
____–Zeguro que zí... Encantador. No creo que haya ningún problema –respondió un tanto turbado al ser descubierto en el escondite elegido con Sebastián para espiar.
____–Será un fiel compañero –dijo Shri Prasavasch– posee la fuerza de cinco tigres de bengala y es el doble de grande que el tigre blanco de la Siberia. Yo los he visto arrastrando a un elefante por kilómetros –agregó ubicándose en su lugar. En tanto el animal se tiró a los pies del Encantador y se quedó allí con sus manos cruzadas observando al Dodo que se había alejado prudentemente.
____Kasarpan fue el siguiente, de la tribu de los Dayaks, llegado del Valle del Mehakam. De su vestimenta blanca resaltaba la ancha faja negra que rodeaba su vientre voluminoso. Era bajo y ese detalle acentuaba su gordura. Sus mejillas coloradas y lampiñas y sus cejas tupidas dejaban ver el hombre bonachón que era. Del interior de la faja sacó lo que a primera vista parecía una raíz y efectivamente eso era pero de piedra. Era una raíz de roca. Tardó un poco en aclarar el origen del obsequio y Sebastián y Zexerías que no se perdían absolutamente nada comenzaron a hacer especulaciones.
____–Mi querido amigo –dijo pomposo– he traído para ti esta raíz de montaña extraída por unos mineros de mi pueblo. Ella dará a quién la apriete en su mano la fuerza de cien hombres. Será parte y montaña. Tendrá la fuerza de la roca callada, del mineral oculto.
____–Estoy asombrado Kasarpan, doy gracias por tan curioso regalo. Espero poder usarlo con maestría –dijo el Encantador de Pájaros.
____–Lo harás, amigo. Estoy seguro –afirmó el Dayaks.
____–Eze ez Kuchinwa, el que ze pone de pie. Perteneze a la tribu Chipawaya. Viene de loz Montez Ominoca –informó Zexerías que estaba apasionado con la entrega de presentes. El último de los regalos, el de este hombre de tez morena, manos y brazos fuertes y espalda ancha, era el más pequeño pero portaba atributos mágicos.
____–Te traigo Guardián del Sud la llave de los vientos, con ella podrás abrir puertas y viajar por una dimensión mágica, vedada a los mortales. La usarás en el peligro...
____El cuerno de Tenopián lo interrumpió. Llamaba a reunión.
____–¡Zaz, tenemoz que irnoz! ¡Qué láztima! Faltaron máz detallez zobre ezte último prezente –se lamentó Zexerías–. Puedez quedarte zi quierez Zebaztián.
____–No Zexerías, te acompaño. Quiero ver, además, que hacen mis amigos de la Aldea. Puede que me necesiten –consideró el chico.



© Gustavo Prego


Fundación mítica de Buenos Aires


¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.

Pensando bien la cosa, supondremos que él río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aun estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.

Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

Una manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga.

Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba YRIGOYEN,
algún piano mandaba tangos de Saborido.

Una cigarrería sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y el aire.


Jorge Luis Borges

Los milagros de Julia

Silvia Plager


El billete está allí, como todas las mañanas, dobladito, espiando bajo el velador. El brazo alarga su modorra y lo levanta. Sí, siempre la misma cantidad. La voz del hombre baila dentro de ella: “Mi mujer hace milagros con la plata”. La noche aún sigue pegada a las ventanas, cuando él le alcanza un mate. Ella se deja besar aplasta nuevamente su cara contra la almohada hasta que el sol se filtra incendiando la colcha. Recorre el dormitorio con su mirada tranquila, la mente fija en la última cuota. Corta el pan y lo sumerge en la taza. El vapor le forma gotitas en la nariz. Agrega otra cucharada de azúcar, y deja que el paladar se le inunde con el sabor papilla: “Seguro que al chico le gusta”. Y se acaricia el vientre esférico, pleno.
Cuando se lo dijo la sacó de la fábrica. “No quiero a mi hijo tras las rejas”. La fábrica crece ante la vigilante presencia de los portones de hierro. Para Julia no eran tan malos, se abrían y los dos volvían juntos, y todo se llenaba de gente y esperaban el colectivo rojo con el cartel verde, el cartel que los llevaba al barrio de casitas iguales, y se apoyaba en él que le decía “rubia, rubia”, con la voz ronca que se iba convirtiendo en murmullo y que volvía a crecer en la noche temprana. El ruido llena el hueco del sueño y cae en él, despegándolos de las sábanas. La hornalla abre su boca y transforma el rincón. Alargan las manos hacia el fuego, la pava aplasta el ídolo y erige su poder, Julia la levanta, la hace borbotear contra la boca del mate, la bombilla vuelve a ella con el sabor de Francisco.
Limpia su casa despacio, disfruta los rincones, dobla la ropa del hijo tejida en tardes que alargan el cuello atisbando la primera estrella. La mesa puesta, y el olor que sube de la olla, flota hacia la nariz de él que abre la puerta con su grito: “Rubia, Rubita, ¿dónde estás? Y Francisco come, traga sin decir una sola palabra y de a ratos levanta los ojos del plato y la mira como el cachorrito que crió en la casa del abuelo.
Estudia el billete, lo coloca en el monedero, y sale. Las caras son las mismas que volverán a repetirse, no importa en qué orden pero serán las mismas, y ella pisará firme y devolverá el saludo y sonreirá ante los ojos detenidos en su vientre y sacudirá la cabeza: “Julia, la mujer de Francisco, el pelo más rubio del barrio”.
La ruta le hace frenar su altivez. Del otro lado, irguiendo su moderna estructura, el supermercado. Cruza, detiene el aliento, bucea el aire, empuja la puerta circular, un olor parecido al de los pasillos de la fábrica le golpea la nariz. El bolso cartera pende el hombre, se ajusta a su paso, deposita la red sobre el carrito. Pasea ante ordenados estantes, deambula entre las heladeras; allí está su cena, “hace dos meses”, y los ojos rodando por los rincones y el bolso que traga y se vuelve a apretar contra su cadera y el corazón que late como todos los días, hace dos meses, y la mano que ahora ciñe su hombro y la voz que retumba en la habitación pequeña y la vergüenza y quién sabe cuántas veces lo habrás hecho, y la negativa, y dónde vivís, y la negativa, y el policía vestido de hombre que se la lleva del brazo. Caminan cuadras y Julia sacude su angustia, detiene la marcha, ruega, y que cumplo con mi deber, y el monedero libera el billete que el policía vestido de hombre aprisiona. No aparezcas más por aquí. Julia corre hasta la costa de casitas iguales, hacia la verde hilera de árboles, se apoya, acaricia la áspera corteza.
Imposible contar lo de hoy, y amasa, no podrá decirle la verdad, y amasa. No volverá a escuchar “Mi mujer hace milagros con la plata”, se limpia los ojos con el dorso enharinado, y amasa, y el ardor sirve de excusa para las lágrimas, y amasa, y ella piensa lo que va a decir lo que muy pronto dirá, lo que ya dice; “Francisco, necesito volver a trabajar, la plata no me alcanza para nada”.

24 de junio de 2009

El ama de casa

Anónimo


Había un ama de casa que tenía muy buen ojo para sus propios intereses y daba limosnas con lo que no le era útil, pero hacía esto solo para su propio bien. La buena gente de las colinas, por otra parte, tiene muy buen corazón y es muy generosa, pero no toleran ser tratados pobremente.
Un día, un leprechaun de la colina llamó a la puerta del ama de casa.
“¿Puede prestarnos una marmita, buena madre?”, dijo. “Hay una boda en la colina y todas las ollas están en uso.”
“¿Puede llevar una prestada?”, preguntó la muchacha de servicio que había abierto la puerta.
“¡Ay, seguro!”, respondió el ama de casa. “Hay que ser buenos vecinos.”
Pero cuando la muchacha fue a tomar una marmita del estante, el ama de casa le pellizcó el brazo y susurró agudamente: “¡Esa no, mujerzuela! Saca una del armario. Los leprechauns de la colina son tan cuidadosos y tan buenos hojalateros que la repararán antes de devolverla. Así uno pone a la buena gente en un compromiso y se ahorra los seis peniques de la reparación. Nunca aprenderás a ser juiciosa mientras tengas la cabeza sobre los hombros.”
Así, luego del reproche, la muchacha tomó la marmita que había sido reservada hasta la siguiente visita del hojalatero y se la dio al pequeño, quien le agradeció y siguió su camino.
A su debido tiempo, la marmita y, tal como el ama de casa lo había previsto, estaba prolijamente reparada y lista para ser usada.
A la hora de la cena la muchacha llenó la marmita de leche, humeó y se quemó tanto que hasta los cerdos rehusaron comer la comida en la que fue vertida.
“¡Mocosa inútil”, gritó el ama de casa, mientras ella misma volvía a poner la leche en la marmita. “Arruinarás al más rico con tus descuidos. ¡Ahí fue casi un litro entero desperdiciado de una sola vez!”
“¡Y esos son dos peniques!”, gritó una voz que parecía venir de la chimenea en un tono como de relincho, como es de un viejo cuerpo molesto por sus dolores.
El ama de casa no había dejado la marmita por dos minutos, cuando la leche hirvió, humeante, y se quemó como la vez anterior.
“La marmita debe de estar sucia”, masculló la buena mujer, lastimosamente. “Y ahí fueron casi dos litros de buena leche como tirada a los perros.”
“Y esos son cuatro peniques”, agregó la voz desde la chimenea.
Después de una buena limpieza volvieron a llenar la marmita con leche y la pusieron al fuego una vez más, también sin éxito. La leche se estropeó lastimosamente y el ama de casa lloró con amargura por el desperdicio. “¡Nunca antes me había pasado algo así desde que me ocupo de la casa! ¡Casi tres litros de leche fresca quemados en una sola comida!”
“¡Y esos son seis peniques!”, gritó la voz desde la chimenea. “¡Después de todo, no ahorraste lo del hojalatero para nada, madre!”
Con esas palabras, el leprechaun salió a los tumbos de la chimenea y se fue por la puerta riendo, y desde ese día, la marmita fue tan buena como cualquier otra.
En Leyendas celtas irlandesas

23 de junio de 2009

Oligofrenia

Cayetano Ferrari


Apareció una mañana. Fui el primero en advertirlo y darle importancia. El cable –grueso, sólido, negro– estaba bien plantado en la tierra.
Invité a varios amigos para que me ayudaran. No logramos nada. Mis amigos llamaron a varios de sus amigos. Traccionamos otros días y apenas conseguimos sacar algunos centímetros del misterioso cable. Cuando terminamos los amigos buscamos los conocidos y después a cualquiera que quisiera ayudarnos.
El trabajo marchaba lentamente; nos exasperaba la parsimonia con que el cable emergía de la tierra.
Al poco tiempo una muchedumbre se interesó en el cable. Los más inteligentes decidieron construir máquinas –especies de aparejos– para facilitar y multiplicar el trabajo útil.
De mí, de los primeros que nos ocupamos del cable, apenas se hablaba.
El trabajo adelantó seriamente cuando el Estado se ocupó del cable. Modernas traccionadoras lograron sacar miles de metros en pocos días. El Estado se mostró generoso: brindaba ocupación a todos. Para complementar la acción de las artificiosas máquinas importadas, cada cinco metros un hombre sostenía el cable, durante ocho horas (en verdad se les pagaba el doble, por ser obra de carácter nacional).
Hubo críticas, porque el cable no producía ganancias (momentáneamente); pero era obra del pueblo.
El cable entró por todo el país; en cada provincia hubo trabajo para más "cableros".
Nuevas críticas: la obra del cable arruinaría a la industria y al comercio. Los hombres querían ser cableros, los niños también; las mujeres observaban orgullosas interminables filas de cableros por las calles, caminos, etcétera, etcétera. Acuerdo internacional: el cable se extenderá por los países del mundo. El cable abrazaba el globo terráqueo.
Nada concreto sabíase sobre la significación del cable, ni sobre lo que con él pudiera hacerse. Pero se convirtió en la obra del mundo.
La cuestión del cable hubiera seguido: los padres habrían dejado su puesto en heredad a los hijos y éstos a los suyos y así indefinidamente. Tal vez.
El tiempo feliz dura poco.
Alguien que afirmó ser clarividente, asentó: con el correr de los años el globo terráqueo se convertirá en miserable carozo con cable arrollado y hombres colgando.
Entonces vino la conspiración. Varios comenzaron a ver claramente.
Era preciso cortar por lo sano o sea cortar el cable. Y el cable fue guillotinado.
Hubo desórdenes, aplastamientos, presiones, fusilamientos. Los hombres, simples granos de racimos escamujados, perdieron de pronto punto de apoyo. Resbalaban, rodaban, inconteniblemente. La obra del mundo saboteada. Las naciones se acusaban mutuamente.
Guerra.
Duró muchos años. Hasta que por cansancio de guerrear hubo paz.
Paz.
En todas las naciones del mundo celebrose el armisticio con solemne suelta de barriletes y de globos llenos de "hidropágeno". También se inventó "la danza del cable": hombres y mujeres se enrollaban con cable, como trompos, y desenrollándose debían girar hasta que caían sentados, totalmente ebrios, vomitando, pero desternillados y destornillados de risa. Espectáculo inolvidable.
Renació la industria, el comercio, la vida ruticotidiana. Sin embargo la obra del cable no se olvidó.
Hombres y mujeres cortaron trozos de cable que plantaron en macetas para departamentos; también las autoridades, respetuosas del pasado, plantaron en plazas, caminos y paseos trozos de cables.
Realmente emocionaba la fidelidad con que hombres, mujeres y autoridades regaban, diariamente, los cablecitos del pasado.
En Inexistencias, 1976























Oliverio Girondo

21 de junio de 2009

La visita

Antonio García


Los vio aparecer por la calle solitaria, silenciosa. El ruido de los pasos ampliados por la noche que el insomnio alargaba, atrajo su atención. Caminaban livianos y ágiles, lo que le hizo suponer que el ataúd iba vacío. ¿Quién habría muerto a aquellas horas? ¿Qué cuerpo ocuparía desde ese instante, el terrible espacio de madera?
A través del vidrio de la ventana les observó llegar y entrar al edificio. Una persona muerta en los apartamentos vecinos. ¿Quién? En la tarde todo había transcurrido normalmente. Y aunque la muerte es un asunto normal, no podía decirse que era una normalidad tan fácil de aceptar; por otra parte, los vecinos acostumbraban a contarse las desgracias con diligencia admirable. Había que ver en esos momentos sus rostros, el brillo en la mirada y su grata expresión. No comprendía por qué la tragedia atraía tanta simpatía.
Escuchó los pasos agotar el primer piso.
Nada le habían dicho. Quizás por la hora, de pronto sintió un poco de lástima. Se encontraba solo y viejo. Los viejos siempre tan empecinadamente apegados a la vida. Susceptibles, temerosos. De la soledad llegan a hacerse amigos. De la muerte nunca.
Los pasos de la escalera se fueron acercando. ¡Con que en el tercer piso! ¿Los Gómez? Eran jóvenes fuertes y rozagantes, niños lozanos. Imposible que la muerte entrara en ese apartamento rebosante de vida.
Los pasos se detuvieron.
El silencio de la noche. Tan terrible como el silencio de los astros. Ni el rugir esporádico de los autos. Ni el susurrar del viento. Todo era silencio. Un silencio tan pesado como su cuerpo de anciano. Quiso apartarse de la ventana pero se sentía como de plomo. Su respiración era pedregosa y esa insoportable y repentina molestia en el pecho. ¡Se ahogaba!
Presintió los golpes de la puerta.
No abriría. Les gritaría que estaban equivocados. ¡Equivocados!
La puerta se abrió sin violencia. Allí, desde el umbral, lo miraban fijamente.
En Puro Cuento – Año II, Nº 7 – Nov./Dic. 1987

El pájaro de la India

Idries Shah


Un mercader retenía un pájaro en una jaula. Estaba por partir hacia la India, país del cual provenía el pájaro, y le preguntó si podría traerle algo de allí. Este le pidió su libertad, pero le fue negada. Entonces le pidió al mercader que visitara una jungla en la India y que anunciara su cautiverio a los pájaros libres que allí se encontraban.
El mercader así lo hizo y tan pronto hubo hablado, un pájaro silvestre, semejante al que retenía en la jaula, cayó desde un árbol, sin sentido, al suelo.
El mercader pensó que este debía ser un pariente de su pájaro, y se sintió triste por haber sido la causa de su muerte.
De regreso a su hogar, el pájaro le preguntó si traía buenas noticias de la India:
“No”, dijo el mercader, “temo que mis noticias sean malas. Uno de tus parientes sufrió un colapso y cayó a mis pies cuando mencioné tu cautiverio”.
Tan pronto como estas palabras fueron dichas, el pájaro del mercader sufrió un colapso y cayó al fondo de la jaula.
“La noticia de la muerte de su pariente también lo ha matado a él”, pensó el mercader. Entristecido recogió al pájaro y lo puso en el alfeizar de la ventana.
De inmediato el pájaro revivió y voló a un árbol cercano.
“Puedes ver ahora", dijo el ave, “que aquello que interpretaste como una tragedia era, de hecho, una buena noticia para mí. Y el modo en que el mensaje, o sea la sugerencia de cómo comportarme a fin de obtener mi libertad, me fue transmitido por medio de ti, mi captor." Y se alejó volando, libre al fin.
De Cuentos de los Derviches

20 de junio de 2009

El gato negro


(Maestros del Horror)

Título original: The Black Cat
Nacionalidad: Estados Unidos de América
Año: 2007
Género: Suspenso - Terror
Formato: Color
Duración: 59 minutos
Director: Stuart Gordon
Guión: Stuart Gordon, Dennis Paoli
Fotografía: David Pelletier
Música: Rich Ragsdale
Reparto: Jeffrey Combs, Ryan Crocker, Patrick Gallagher, Christopher Heyerdahl, Erica Keenleyside, Ken Kramer, Elyse Levesque, Ian Alexander Martin, Aron Tager

Master of Horror

http://www.tu.tv/videos/el-gato-negro-edgar-allan-poe-pelicula
(30:58)

http://www.tu.tv/videos/el-gato-negro-edgar-allan-poe-segunda
(26:00)

El aprendiz de brujo

Enrique Anderson Imbert


Páncrates es un mago de Menfis que aprendió su magia viviendo veinticuatro años en el centro de la tierra. Invita a Éucrates a viajar juntos. Éucrates observa que cada vez que llega a una posada el mago toma una maja de mortero, o una escofina, o una aldaba de la puerta, la envuelve en un paño, pronuncia unos versos misteriosos y he aquí que la cosa se trasforma en hombre. Este hombre es un sirviente que cumple con todo lo que el mago le manda: adereza la comida, pone la mesa, hace la cama y saca el agua del pozo. Cuando ya no hay otra cosa que hacer, Páncrates pronuncia otros versos y el hombre vuelve a su primitivo estado de maja de mortero o de escofina o de aldaba de la puerta. Éucrates quiere averiguar la fórmula secreta para transformar una cosa en sirviente y se oculta para oír al mago en el momento de pronunciarla. Oye los versos que hacen al hombre, pero no alcanza a oír los versos que lo deshacen. Aprovechando la ausencia del mago, Éucrates toma la maja del mortero, la envuelve en el paño y pronuncia los primeros versos. ¡Qué maravilla! ¡Ahí está el sirviente!
–Trae agua del pozo.
Parte diligente el mozo y trae el cántaro lleno.
–Riega la casa.
Y el sirviente va por otro cántaro.
Éucrates teme que de un momento a otro vuelva el mago y se enoje por su intromisión, así que ordena al sirviente que no traiga más agua sino que se convierta otra vez en maja de mortero. El sirviente no obedece. Sigue trayendo agua e inunda la casa. Éucrates agarra un hacha y parte al sirviente en dos. Ahora son dos sirvientes que con sendos cántaros sacan doblada agua. En eso entra Páncrates, se enoja, deshace a los diligentes sirvientes y se va para siempre dejando a Éucrates con la mitad de un secreto que nunca se atreverá a usar porque no sabe la otra mitad.
De Los primeros cuentos del mundo, 1997

Gobernantes y gobernados

Marco Denevi


Por las noches el Gran Tamerlán se disfrazaba de mercader y recorría los barrios bajos de la ciudad para oír la voz del pueblo. Él mismo les tiraba de la lengua.
–¿Y el Gran Tamerlán? –preguntaba–. ¿Qué opináis del Gran Tamerlán?
Invariablemente se levantaba a su alrededor un coro de maldiciones y de rabiosas quejas. El mercader sentía que la cólera del pueblo se le contagiaba. Arrebatado por la indignación, añadía sus propios denuestos, revelaba un odio feroz contra el gobierno.
A la mañana siguiente, en su palacio, el Gran Tamerlán se enfurecía. ¿Sabe toda esa chusma –pensaba– qué es manejar las riendas de un imperio? ¿Creen esos granujas que no tengo otra cosa que hacer sino ocuparme de sus minúsculos intereses, de sus chismes de comadres? Y se dedicaba a los intrincados problemas oficiales.
Pero a la noche siguiente el mercader volvía a oír las pequeñas historias de atropellos, arbitrariedades, abusos de la soldadesca, prevaricatos de los funcionarios, deshonestidades de los cobradores de impuestos y de nuevo hacía causa común con el pueblo. Al cabo de un tiempo el mercader organizó una conspiración contra el Gran Tamerlán. Su astucia, su valor, su conocimiento del arte de la guerra lo convirtieron en el jefe de la conjura y en el líder del pueblo. Pero el Gran Tamerlán le desbarataba, desde su palacio, todos los planes revolucionarios, a menudo a duras penas y con gran sacrificio de soldados. Este duelo se prolongó durante varios años. Hasta que el pueblo, harto de fracasos, sospechó que el mercader en realidad era un agente provocador a sueldo del Gran Tamerlán y lo mató en una oscura taberna, a la misma hora en que los dignatarios de la corte, sospechando que el Gran Tamerlán ya no tenía agallas para vencer a sus enemigos, lo asesinaban en su vasto lecho.

Narciso

Manuel Mujica Láinez


Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se acomodaban sobre el sofá de felpa raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro negrísimo.
Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia.
Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el marco dorado, enrulado, isabelino, Frente a él, cuando regresaba de la oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en el otro. Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador.
Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un antiguo fonógrafo habían terminado por dejar su sitio al único placer de la observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable ni la melodía más sutil, podía procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del espejo. Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa le infundía nueva vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo práctico. Ya casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha. Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos trozos de carne cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se quejaban del hedor que manaba de su departamento se limitaba a encogerse de hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la desolación y la acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho hermoso parecía iluminada desde el interior.
Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviese ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos, electrizados, a los acompañantes de su abandono.
Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llego así la mañana avanzó la tarde, sin que variara la posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maullando desconsoladamente.
Allá arriba la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía como una lámpara en la penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había encolado encima de la luna ­y que podía ser un afiche o la fotografía de un cuadro famoso, o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que entraron después en la sala sólo vieron unos arrancados papeles­ cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal.
Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa y empezaron a destrozarle la ropa.
De De milagros y de melancolías, 1969

La bolsa de arpillera

Marcelo Di Marco


–¡Papi, el hombre de la bodsa está allá adento!
Emilce, agitada, señaló con su dedito de tres años la puerta abierta de su cuarto. Se quedó quieta en la entrada del living, con su piyama de animales pálidos puesto al revés y sosteniendo un oso de peluche. Había interrumpido así la amena conversación de sobremesa que sus papás mantenían con sus lacanianos amigos.
–Bueno, Emilce, traelo para acá al Hombre de la Bolsa –le dijo su papá, dulce y profesional–. Con lo tarde que es, debe tener un hambre bárbara. Vamos a convidarle unos trocitos de budín.
Emilce salió disparada hacia su cuarto.
Un olor no precisamente agradable flotaba en el lugar. La madre de Emilce se acordó de la vez que había abierto una lata de mejillones bastante pasada. Se levantó para ir a ver si… pero terminó por sentarse de nuevo en su sillón, abombada por el alcohol.
–Son cosas de la abuela –explicó su marido a los invitados, siguiendo con la pipa la dirección que había tomado Emilce–. Lo mejor, en estos casos, es hacerles vivir la fantasía.
–Lógico –dijo la otra mujer–. Acuérdense de cuando Pichón se tiró al suelo abrazado al paranoico que veía una locomotora venírsele encima.
Emilce volvió. En lugar de su oso de peluche traía de la mano al Hombre de la Bolsa. El espejo que colgaba de la pared se estrelló en el piso con terrible estrépito. El mal olor se hizo insoportable, repugnante. El padre de Emilce retrocedió, fascinado. Su amigo alcanzó a ponerse de pie, tapándose la nariz con una servilleta.
El Hombre de la Bolsa llevaba un aludo sombrero negro lleno de agujeros y una capa gris, como del siglo pasado, cubierta de lamparones. Era demasiado bajo, casi un enano. Era muy sucio, infinitamente inmundo y viejo. Dejó en el suelo su bolsa de arpillera, que se movía con leves temblores (chicos pensó el paralizado padre de Emilce) extrajo un trabuco naranjero de entre sus harapos y apuntó al grupo.
–Sabed que no es de mi apetencia el budín inglés, señor mío –dijo, con una hedionda voz seca, inolvidable–. Jamás vuestra merced nutrirme verame con otra cosa que no sea carne, carne fresca. Además –agregó, con cortesía–, hoy sólo me he acercado con el único propósito de llevarme a mi morada a la deliciosa Emilce.
Entre los gritos de las damas y la inoperancia de los caballeros, abrió su mugrienta bolsa y metió a Emilce junto con los demás niños que esa noche constituirían su cena. Y desapareció.

15 de junio de 2009

Una estatua para papá

Isaac Asimov

¿La primera vez? ¿De veras? Pero por supuesto que ha oído usted hablar de ello. Sí, estoy seguro.
Si le interesa el descubrimiento, créame que será para mí un placer contárselo. Es una historia que siempre me ha gustado narrar, pero pocas personas me brindan la oportunidad de hacerlo. Incluso me han aconsejado que la mantuviera en secreto, porque atenta contra las leyendas que proliferan en torno a mi padre.
Pero yo creo que la verdad es valiosa. Tiene su moraleja. Un hombre se pasa la vida consagrando sus energías a satisfacer su curiosidad y de pronto, por accidente, sin habérselo propuesto, termina por ser un benefactor de la humanidad.Papá era sólo un físico teórico que se dedicaba a investigar el viaje por el tiempo. Creo que nunca pensó en lo que el viaje por el tiempo podría significar para el Homo Sapiens. Sentía curiosidad únicamente por las relaciones matemáticas que regían el universo.
¿Tiene hambre? Mejor así. Supongo que tardará cerca de media hora. Lo prepararán adecuadamente para un dignatario como usted. Es una cuestión de orgullo.
Ante todo, papá era pobre como sólo puede serlo un profesor universitario. Pero con el tiempo se fue haciendo rico. En sus últimos años era fabulosamente rico, y en cuanto a mí, mis hijos y mis nietos…, bueno, ya lo ve con sus propios ojos.
También le han dedicado estatuas. La más antigua está en la ladera donde serealizó el descubrimiento. Puede verla por la ventana. Sí. ¿No distingue la inscripción? Claro, el ángulo es desfavorable. No importa.
Cuando papá se puso a investigar el viaje por el tiempo, la mayoría de los físicos estaban desilusionados, a pesar del entusiasmo que provocaron inicialmente los cronoembudos.
La verdad es que no hay mucho que ver. Los cronoembudos son totalmente irracionales e incontrolables. Sólo presentan una distorsión ondulante, de algo más de medio metro de anchura como máximo, y que desaparece rápidamente.Tratar de enfocar el pasado es como tratar de enfocar una pluma en medio de un turbulento huracán.
Intentaron sujetar el pasado con garfios, pero eso resultó igual de imprevisible. A veces funcionaba unos segundos, con un hombre aferrado con fuerza al garfio, aunque lo habitual era que el martinete no resistiera. No se obtuvo nada del pasado hasta que… Bien, ya llegaré a eso.
Al cabo de cincuenta años de no progresar en absoluto, los científicos perdieron todo interés. La técnica operativa parecía un callejón sin salida. Al recordar la situación, no puedo echarles la culpa. Algunos incluso intentaron demostrar que los embudos no revelaban el pasado; pero se divisaron muchos animales vivos a través de los embudos, y se trataba de animales ya extinguidos en la actualidad.
De cualquier modo, cuando los viajes por el tiempo estaban casi olvidados ya, apareció papá. Convenció al Gobierno de que le suministrara fondos para instalar un cronoembudo propio, y abordó el asunto desde otro ángulo.Yo lo ayudaba en aquella época. Acababa de salir de la universidad y era doctor en Física.
Sin embargo, nuestros intentos tropezaron con problemas al cabo de un año.Papá tuvo dificultades para lograr que le renovaran la subvención. Los industriales no estaban interesados, y la universidad pensaba que papá comprometía la reputación de la institución al empecinarse en investigar un campo muerto. El decano, que sólo comprendía el aspecto financiero de las investigaciones, empezó insinuándole que se pasara a áreas más lucrativas y terminó por expulsarlo.
Ese decano –que todavía vivía y seguía contando los dólares de las subvenciones cuando papá falleció– se sentiría de lo más ridículo cuando papá legó a la universidad un millón de dólares en su testamento, con un codicilo que cancelaba la herencia con el argumento de que el decano carecía de perspectiva de futuro. Pero eso fue tan sólo una venganza póstuma. Pues años antes…
No deseo entrometerme, pero le aconsejo que no coma más panecillos. Bastara con que tome la sopa despacio, para evitar un apetito demasiado voraz. De cualquier modo, nos las apañamos. Papá conservó el equipo que había comprado con el dinero de la subvención, lo sacó de la universidad y lo instaló aquí.
Esos primeros años sin recursos fueron agobiantes, y yo insistía en queabandonara. Él no cejaba. Era tozudo y siempre se las ingeniaba para encontrarmil dólares cuando los necesitaba.
La vida continuaba, pero él no permitía que nada obstruyera su investigación.
Mamá falleció; papá guardó luto y volvió a su tarea. Yo me casé, tuve un hijo y luego una hija. No siempre podía acompañarlo, pero él continuaba sin mí. Se rompió una pierna y siguió trabajando con la escayola puesta durante meses.Así que le atribuyo todo el mérito. Yo ayudaba, por supuesto. Hacía funciones de asesoría y me encargaba de negociar con Washington. Pero él era el alma del proyecto.
A pesar de eso, no llegábamos a ninguna parte. Hubiera dado lo mismo tirar por uno de esos cronoembudos todo el dinero que lográbamos juntar, lo cual no quiere decir que hubiese podido atravesarlo.
A fin de cuentas, nunca conseguimos meter un garfio en un embudo. Sólo nos acercamos en una ocasión. El garfio había entrado unos cinco centímetros cuando el foco se alteró. Lo arrancó limpiamente y, en alguna parte del Mesozoico, hay ahora una varilla de acero, construida por el hombre, oxidándose en la orilla de un río.
Hasta que un día, el día crucial, el foco se mantuvo durante diez largos minutos; algo para lo cual había menos de una probabilidad entre un billón.
¡Cielos, con qué frenesí instalamos las cámaras! Veíamos criaturas que se desplazaban ágilmente al otro lado del embudo.
Luego, para colmo de bienes, el cronoembudo se volvió permeable, y hubiéramos jurado que sólo el aire se interponía entre el pasado y nosotros. La baja permeabilidad debía de estar relacionada con la duración del foco, pero nunca pudimos demostrar que así fuera.
Por supuesto, no teníamos ningún garfio a mano. Pero la baja permeabilidadpermitió que algo se desplazara del «entonces» al «ahora». Obnubilado, actuando por mero instinto, extendí el brazo y agarré aquello.
En ese momento perdimos el foco, pero ya no sentíamos amargura ni desesperación. Ambos observábamos sorprendidos lo que yo tenía en la mano. Era un puñado de barro duro y seco, completamente liso por donde había tocado los bordes del cronoembudo, y entre el barro había catorce huevos del tamaño de huevos de pato.
–¿Huevos de dinosaurio? –pregunté–. ¿Crees que es eso?
–Quizá. No podemos saberlo con certeza.
–¡A menos que los incubemos! –exclamé de pronto, con un entusiasmo incontenible. Los dejé en el suelo como si fueran de platino. Estaban calientes,con el calor del sol primitivo–. Papá, si los incubamos tendremos criaturas que llevan extinguidas más de cien millones de años. Será la primera vez que alguien trae algo del pasado. Si lo hacemos público...
Yo pensaba en las subvenciones, en la publicidad, en todo lo que aquellosignificaría para papá. Ya veía el rostro consternado del decano.
Pero papá veía el asunto de otra manera.
–Ni una palabra, hijo. Si esto se difunde, tendremos veinte equipos de investigación estudiando los cronoembudos, con lo que me impedirán progresar.
No, una vez que haya resuelto el problema de los embudos, podrás hacer público todo lo que quieras. Hasta entonces, guardaremos silencio. Hijo, no pongas esa cara. Tendré la respuesta dentro de un año, estoy seguro.Yo no estaba tan seguro, pero tenía la convicción de que esos huevos nos brindarían todas las pruebas que necesitábamos. Puse un gran horno a la temperatura de la sangre e hice circular aire y humedad. Conecté una alarma para que sonara en cuanto hubiese movimiento dentro de los huevos.
Se abrieron a las tres de la madrugada diecinueve días después, y allí estaban: catorce diminutos canguros con escamas verdosas, patas traseras con zarpas, muslos rechonchos y colas delgadas como látigos.
Al principio pensé que se trataba de tiranosaurios, pero eran demasiado pequeños. Pasaron meses, y comprendí que no alcanzarían mayor tamaño que el de un perro mediano.
Papá parecía defraudado, pero yo perseveré, con la esperanza de que me permitiera utilizarlos con fines publicitarios. Uno murió antes de la madurez y otro pereció en una riña. Pero los otros doce sobrevivieron, cinco machos y siete hembras. Los alimentaba con zanahorias picadas, huevos hervidos y leche, y les tomé bastante afecto. Eran tontorrones, pero tiernos; y realmente hermosos. Sus escamas… Bueno, es una bobada describirlos. Las fotos publicitarias han circulado más que suficiente. Aunque, pensándolo bien, no sé si en Marte... Ah, también allí. Pues me alegro.
Pero pasó mucho tiempo antes de que esas fotos pudieran impresionar al público, por no mencionar la visión directa de aquellas criaturas. Papá se mantuvo intransigente. Pasaron tres años. No tuvimos suerte con los cronoembudos.
Nuestro único hallazgo no se repitió, pero papá no se daba por vencido.Cinco hembras pusieron huevos, y pronto tuve más de cincuenta criaturas en mis manos.
–¿Qué hacemos con ellas? –pregunté.
–Matarlas –contestó papá.
Yo no podía hacer tal cosa, por supuesto.
Henri, ¿está todo a punto? De acuerdo.
Cuando sucedió, ya habíamos agotado nuestros recursos. Estábamos sin blanca.
Yo lo había intentado por todas partes sin conseguir nada más que rechazos.Casi me alegraba, porque pensaba que así papá tendría que ceder. Pero él, firmeante la adversidad, preparó fríamente otro experimento.
Le juro que si no hubiera ocurrido el accidente jamás habríamos encontrado la verdad. La humanidad habría quedado privada de una de sus mayores bendiciones.
A veces ocurren cosas así. Perkin detecta un tinte rojo en la suciedad y descubre las tinturas de anilina. Remsen se lleva un dedo contaminado a los labios y descubre la sacarina. Goodyear deja caer una mixtura en la estufa y descubre el secreto de la vulcanización.
En nuestro caso fue un dinosaurio joven que entró en el laboratorio. Eran tantos que yo no podía vigilarlos a todos.
El dinosaurio atravesó dos puntos de contacto que estaban abiertos, justo allí, donde ahora está la placa que conmemora el acontecimiento. Estoy convencido de que ésa coincidencia no podría repetirse en mil años. Estalló un fogonazo y el cronoembudo que acabábamos de configurar desapareció en un arco iris de chispas.
Ni siquiera entonces lo comprendimos. Sólo sabíamos que la criatura había provocado un cortocircuito, estropeando un equipo de cien mil dólares, y que estábamos en plena bancarrota. Lo único que podíamos mostrar era un dinosaurio achicharrado. Nosotros estábamos ligeramente chamuscados, pero el dinosaurio recibió toda la concentración de energías de campo. Podíamos olerlo. El aire estaba saturado con su aroma. Papá y yo nos miramos atónitos. Lo recogí con un par de tenacillas. Estaba negro y calcinado por fuera; pero las escamas quemadas se desprendieron al tocarlas, arrancando la piel, y debajo de la quemadura había una carne blanca y firme que parecía pollo.
No pude resistir la tentación de probarla, y se parecía a la del pollo tanto como Júpiter se parece a un asteroide.
Me crea o no, con nuestra labor científica reducida a escombros, nos sentamos allí a disfrutar del exquisito manjar que era la carne de dinosaurio. Había partes quemadas y partes crudas, y estaba sin condimentar; pero no paramos hasta dejar limpios los huesos.
–Papá –dije finalmente–, tenemos que criarlos sistemáticamente con propósitos alimentarios.
Papá tuvo que aceptar. Estábamos totalmente arruinados.
Obtuve un préstamo del banco cuando invité a su presidente a cenar y le serví dinosaurio.
Nunca ha fallado. Nadie que haya saboreado lo que hoy llamamos «dinopollo» se conforma con los platos normales. Una comida sin dinopollo no es más que un alimento que ingerimos para sobrevivir. Sólo el dinopollo es comida.
Nuestra familia aún posee la única bandada de dinopollos existente y seguimos siendo los únicos proveedores de la cadena mundial de restaurantes –la primera y más antigua– que ha crecido en torno de ellos.
Pobre papá. Nunca fue feliz, salvo en esos momentos en que comía dinopollo.
Continuó trabajando con los cronoembudos, al igual que muchos oportunistas que pronto se sumaron a las investigaciones, tal como él había previsto. Pero no se ha logrado nada hasta ahora; nada, excepto el dinopollo.
Ah, Pierre, gracias. ¡Un trabajo superlativo! Ahora, caballero, permítame que lo trinche. Sin sal, y con apenas una pizca de salsa. Eso es... Ah, ésa es la expresión que siempre veo en la cara de un hombre que saborea este manjar por primera vez.
La humanidad, agradecida, aportó cincuenta mil dólares para construir la estatua de la colina, pero ni siquiera ese tributo hizo feliz a papá.
Él no veía más que la inscripción: «El hombre que proporcionó el dinopollo al mundo.»
Y hasta el día de su muerte sólo deseó una cosa: hallar el secreto del viaje por el tiempo. Aunque fue un benefactor de la humanidad, murió sin satisfacer su curiosidad.

13 de junio de 2009

Este Blog adhiere a la

Declaración Universal de los Derechos del Niño a escuchar Cuentos
1. Todo niño, sin distinción de raza, idioma o religión, tiene el derecho a escuchar los más hermosos cuentos de la tradición oral de los pueblos, especialmente aquellos que estimulen su imaginación y su capacidad crítica.

2. Todo niño goza a plenitud del derecho a conocer las fábulas, mitos y leyendas de la tradición oral de su país. En el caso de los niños americanos éstos tienen perfecto derecho a interesarse en nuestros relatos indígenas y cuentos costumbristas, así como toda aquella literatura oral creada por el pueblo.

3. Todo niño tiene derecho a exigir que sus padres le cuenten cuentos a cualquier hora del día. Aquellos padres que sean sorprendidos negándose a contar un cuento, no sólo incurren en un grave delito de omisión culposa, sino que se están autocondenando a que su hijo jamás les vuelva a pedir otro cuento.

4. Todo niño que por una razón no tenga a nadie que le cuente cuentos, tiene absoluto derecho a pedirle al adulto de su preferencia que se los cuente, siempre y cuando éste demuestre que lo hace con amor y ternura, que es como se cuentan los cuentos.

5. Todo niño tiene derecho a escuchar cuentos sentado en las rodillas de sus abuelos. Aquellos niños que tengan vivos a sus cuatro abuelos podrán cederlos a otros niños que por diversas razones no tengan abuelos que les cuenten. Del mismo modo, aquellos abuelos que carezcan de nietos están en libertad de acudir a escuelas, parques y otros lugares de concentración infantil en donde con entera libertad podrán contar cuantos cuentos quieran.

6. El niño también tiene derecho a inventar y contar sus propios cuentos así como modificar los ya existentes creando su propia versión. En aquellos casos de niños muy influenciados por la televisión, sus padres están en la obligación de descontaminarlos conduciéndolos por los caminos de la imaginación de la mano de un buen libro de cuentos infantiles.

7. El niño tiene derecho a exigir cuentos nuevos. Los adultos están en la obligación de nutrirse permanentemente de nuevos e imaginativos relatos, propios o no, con o sin reyes, largos o cortos: lo único obligatorio es que sean hermosos e interesantes.

8. Todo niño tiene derecho a pedir que le cuenten un millón de veces el mismo cuento.

9. Todo niño está en el derecho de saber quiénes fueron Hans Christian Andersen, Charles Perrault, los hermanos Grimm, José Martí, Javier Villafañe, María Elena Walsh, Laura Devetach, Elsa Bornemann, Graciela Montes, Gustavo Roldán y Ricardo Mariño. Las personas adultas están en obligación de poner al alcance de los niños todos los libros, cuentos y poesías de estos autores.

10. Todo niño tiene derecho a crecer acompañado de las aventuras de “Alicia, el Tío Tigre y el Tío Conejo”, de aquel caballo que era bien bonito, de la barba del viejo Lucho, de aquel burrito llamado Platero, del Gato que tenía unas botas de siete leguas, de las hadas madrinas y magos, del colorín colorado de los cuentos y del inmortal “Había una vez...”, palabra mágica que abre las puertas de la imaginación en la ruta hacia los sueños más hermosos de la niñez y que formarán parte de sus conocimientos hasta el fin de los siglos.


DECRÉTESE Y PUBLÍQUESE

11 de junio de 2009

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El viejo y el mar

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Título original: The old man and the sea.
Dirección: John Sturges, Henry King, Fred Zinnemann.
País: Estados Unidos.
Año: 1958.
Género: Aventura.
Guión: Peter Viertel.
Música: Dimitri Tiomkin.
Fotografía: Floyd Crosby, James Wong Howe.
Montaje: Arthur P. Schmidt.
Efectos especiales: Arthur Rhoades.
Reparto: Spencer Tracy, Felipe Pazos, Harry Bellaver, Don Diamond, Don Blackman, Joey Ray, Mary Hemingway, Richard Alameda, Tony Rosa.
Producción: Leland Hayward.
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Basado en la novela homónima de Ernest Hemingway

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Se publicarán dos cuentos inéditos de Agatha Christie

John Curren, un empleado estatal fanático de la creadora del detective Hércules Poirot, descubrió los cuentos dentro de uno de los 73 cuadernos de apuntes que había dejado la autora. Se trata de las primeras versiones de dos de sus novelas, pero escritos como relatos. Curren los publicará junto a un libro con los resultados de sus investigaciones.

El investigador John Curren, autor de Los cuadernos secretos de Agatha Christie: Cincuenta años de la fabricación de misterios (que se publicará en septiembre), descubrió dos cuentos inéditos de la gran dama del misterio, Agatha Christie. Protagonizados por el famoso detective Hércules Poirot, los cuentos estaban "escondidos" dentro de uno de los 73 cuadernos que fueron descubiertos el año pasado en la casa de veraneo de Christie en la ciudad inglesa de Devon.

Christie tenía la costumbre de escribir cuentos como borradores de sus novelas. Así, uno de los cuentos —El misterio de la pelota del perro (The Mystery of the Dog's Ball)— se convirtió en la novela Testigo Mudo (Dumb Witness). Comienza con la muerte de una heredera que se mata bajando unas escaleras, aparentemente tras resbalarse sobre el juguete de su perro.

El segundo cuento, La captura de Cerberus (The Capture of Cerberus) fue escrito como el último caso de Poirot (los primeros once fueron publicados en la revista Strand entre 1939 y 1940).

John Curren, un funcionario público de Dublin, y un "archi-fanático" de Agatha Christie —según sus propias palabras— se tomó un año sabático para dedicarse plenamente a sus investigaciones. Lo más difícil, según cuenta, fue llegar a entender el casi ilegible manuscrito de la autora.

El libro de Curren será una investigación sobre la forma de trabajar de Agatha Christie: cómo planificaba sus tramas, de dónde sacaba las ideas para sus personajes y cómo iban evolucionando sus manuscritos. Los cuadernos cubren el período que va entre 1920 y 1976, el año de su muerte.

Fuente: The Guardian y Agencias