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7 de julio de 2013

El que espera


Ray Bradbury

Vivo en un pozo. Vivo como humo en el pozo. Como vapor en una garganta de piedra.
No me muevo. No hago otra cosa que esperar. Arriba veo las estrellas frías y la noche y la mañana, y veo el sol. Y a veces canto viejas canciones del tiempo en que el mundo era joven. ¿Cómo podría decirles quién soy si ni siquiera yo lo sé? No puedo. Espero, nada más. Soy niebla y luz de luna y memoria. Estoy triste y estoy viejo. A veces caigo como lluvia en el pozo. Cuando mi lluvia cae rápidamente unas telarañas se forman en la superficie del agua. Espero en un silencio frío y un día no esperaré más.
Ahora es la mañana. Oigo un trueno inmenso. El olor del fuego me llega desde lejos. Oigo un golpe metálico. Espero. Escucho. Voces. Muy lejos.
–¡Muy bien!
Una voz. Una voz extraña. Una lengua extraña que no conozco. Ninguna palabra familiar. Escucho.
–¡Que salgan los hombres! Algo aplasta las arenas de cristal.
–¡Marte! ¡De modo que esto es Marte!
–¿Dónde está la bandera?
–Aquí, señor.
–Bien, bien.
El sol está en lo alto del cielo azul y los rayos de oro caen en el pozo, y yo estoy suspendido como el polen de una flor, invisible y velado a la luz cálida.
–En nombre del gobierno de la Tierra, llamo a este territorio el Territorio Marciano, el que será dividido en partes iguales entre las naciones miembros.
¿Qué dicen? Me vuelvo en el sol, como una rueda, invisible y perezoso, dorado e infatigable.
–¿Qué hay ahí?
–¡Un pozo!
–¡No!
–Acérquense. ¡Sí!
Un calor se acerca. Tres objetos se inclinan sobre la boca del pozo, y mi frío se eleva hacia los objetos.
–¡Magnífico!
–¿Será buena el agua?
–Veremos.
–Que alguien traiga un frasco de pruebas y una sonda.
–¡Yo iré!
El sonido de algo que corre. El retorno.
–Aquí están.
Espero.
–Bájenlo. Cuidado.
Un vidrio brilla, arriba, y desciende en una línea lenta.
Unas ondas rizan el agua cuando el vidrio la toca. La toca y se hunde. Me elevo en el aire tibio hacia la boca del pozo.
–Ya. ¿Quiere probar el agua, Regent?
–Pásemela.
–Qué pozo hermoso. Miren la construcción. ¿Cuántos años tendrá?
–Dios sabe. Cuando ayer descendimos en aquel otro pueblo Smith dijo que no ha habido vida en Marte desde hace diez mil años.
–Mucho tiempo.
–¿Cómo es, Regent? El agua.
–Pura como plata. Tome un vaso.
El sonido del agua a la luz tibia del sol. Ahora floto como un polvo, un poco de canela, en el viento suave.
–¿Qué pasa, Jones?
–No sé. Tengo un terrible dolor de cabeza. De pronto.
–¿Ya bebió el agua?
–No. No es eso. Estaba inclinado sobre el pozo y de pronto se me partió la cabeza. Me siento mejor ahora.
Ahora sé quien soy.
Me llamo Stephen Leonard Jones y tengo veinticinco años y acabo de llegar en un cohete desde un planeta llamado Tierra y estoy aquí con mis buenos amigos Regent y Shaw junto a un viejo pozo del planeta Marte.
Me miro los dedos dorados, morenos y fuertes. Me miro las piernas largas y el uniforme plateado y miro a mis amigos.
–¿Qué pasa, Jones? –dicen.
–Nada –digo, mirándolos–. Nada en absoluto.

La comida es buena. Han pasado diez mil años desde mi última comida. Toca la lengua de un modo agradable y el vino calienta el cuerpo. Escucho el sonido de las voces.
Pronuncio palabras que no entiendo pero que entiendo de algún modo. Pruebo el aire.
–¿Qué ocurre, Jones?
Inclino esta cabeza mía y mis manos descansan en los utensilios plateados. Siento todo.
–¿Qué quiere decir? –dice esta voz, esta nueva cosa mía.
–Respira de un modo raro. Tosiendo –dice el otro hombre.
Pronuncio exactamente:
–Quizá me estoy resfriando.
–Que lo examine el médico más tarde.
Muevo la cabeza de arriba abajo, eso es bueno. Es bueno hacer cosas después de diez mil años. Es bueno respirar el aire y es bueno sentir que el calor del sol que entra en el cuerpo más y más, y es bueno sentir la estructura de marfil, el hermoso esqueleto debajo de la carne tibia, y es bueno oír sonidos más claros y más cercanos que las profundidades pétreas de un pozo. Me siento muy bien.
–Vamos, Jones. Despierta. Tenemos que hacer.
–Sí –digo, y me maravillan las palabras: se forman como agua en la lengua y caen con una lenta belleza en el aire.
Camino y es bueno caminar. Camino y el suelo está a mucha distancia cuando lo miro desde los ojos y la cabeza. Es como vivir en un hermoso acantilado, sintiéndose feliz allí.
Regent está junto al pozo de piedra, mirando hacia abajo. Los otros han vuelto a la nave de plata, murmurando entre ellos.
Siento los dedos de la mano y la sonrisa de la boca.
–Es profundo –digo.
–Sí.
–Lo llaman pozo del Alma.
Regent alza la cabeza y me mira.
–¿Cómo lo sabe?
–¿No lo parece acaso?
–Nunca oí hablar de un pozo del alma.
–Un sitio donde hay cosas que esperan, cosas que una vez tuvieron carne, y esperan y esperan –digo, tocando el brazo del hombre.

La arena es fuego y la nave es fuego de plata al calor del día, y es bueno sentir el calor. El sonido de mis pies en la arena dura. Escucho. El sonido del viento y el sol que quema los valles. Huelo el olor del cohete que hierve en el mediodía. Estoy de pie debajo de la compuerta.
–¿Dónde anda Regent? –dice alguien.
–Lo vi junto al pozo –replico.
Uno de ellos corre hacia el pozo. Empiezo a temblar. Un temblor débil al principio, muy hondo, pero que sube y aumenta. Y por primera vez la oigo, como si estuviese también escondida en un pozo. Una voz que llama dentro de mí, pequeña y asustada. Y la voz grita: Déjame ir, déjame ir, y siento como si algo tratara de librarse, algo que golpea las puertas de un laberinto, que corre descendiendo por oscuros pasillos y sube por pasajes, entre aullidos y ecos.
–¡Regent está en el pozo!
Los hombres corren, cinco de ellos. Corro también, pero ahora me siento enfermo y los temblores son violentos.
–Tiene que haberse caído. Jones, usted estaba con él. ¿Lo vio? ¿Jones? Vamos, hable, hombre.
–¿Qué pasa, Jones?
Caigo de rodillas, los temblores son irresistibles.
–Está enfermo. Vengan, ayúdenme.
–El sol.
–No, no el sol –murmuro.
Me extienden en el suelo y las sacudidas van y vienen como temblores de tierra y la voz profunda que oculta grita dentro de mí: Esto es Jones, esto soy yo, esto no es él, esto no es él, no le crean, déjenme salir, ¡déjenme salir! Y alzo los ojos hacia las figuras inclinadas y parpadeo. Me tocan las muñecas.
–El corazón le late muy rápido.
Cierro los ojos. Los gritos cesan; los temblores cesan.
Me alzo, como en un pozo fresco, liberado.
–Está muerto –dice alguien.
–Jones ha muerto.
–¿De qué?
–Un ataque, parece.
–¿Qué clase de ataque –digo, y mi nombre es Sessions y muevo los labios, y soy el capitán de estos hombres. Estoy de pie entre ellos y miro el cuerpo que yace enfriándose en las arenas. Me llevo las dos manos a la cabeza.
–¡Capitán!
–No es nada –digo, gritando–. Sólo un dolor de cabeza. Pronto estaré bien. Bueno –murmuro–. Ya pasó.
–Será mejor que nos apartemos del sol, señor.
–Sí –digo, mirando a Jones–. No debiéramos haber venido. Marte no nos quiere.
Llevamos el cuerpo de vuelta al cohete, y una nueva voz está llamando dentro de mí, pidiendo que la dejen salir.
Socorro, socorro. Allá abajo en los túneles húmedos del cuerpo. Socorro, socorro, en abismos rojos entre ecos y súplicas.
Los temblores han comenzado mucho antes esta vez. Me cuesta dominarme.
–Capitán, será mejor que se salga del sol; no parece sentirse demasiado bien, señor.
–Sí –digo–. Socorro –digo.
–¿Qué, señor?
–No dije nada.
–Dijo "Socorro", señor.
–¿Dije eso, Matthews, dije eso?
Han dejado el cuerpo a la sombra del cohete y la voz chilla en las profundas catacumbas submarinas de hueso y mareas rojas. Me tiemblan las manos. Tengo la boca reseca. Me cuesta respirar. Pongo los ojos en blanco. Socorro, socorro, oh socorro, no, no, déjenme salir, no, no.
–No –digo.
–¿Qué señor?
–No importa –digo–. Tengo que librarme –digo. Me llevo la mano a la boca.
–¿Qué es eso, señor? –grita Matthews.
–¡Adentro, todos ustedes, volvemos a la Tierra! –ordeno.
Tengo un arma en la mano. Levanto el arma.
–¡No, señor!
Una explosión. Unas sombras que corren. Los gritos se desvanecen. Se oye el silbido de algo que cae en el espacio.
Luego de diez mil años, qué bueno es morir. Qué bueno sentir de pronto el frío, la distensión. Qué bueno ser como una mano dentro de un guante, una mano que se desnuda y crece maravillosamente fría en el calor de la arena. Oh, la quietud y el encanto de la muerte cada vez más oscura. Pero es imposible detenerse aquí.
Un estallido, un chasquido.
–¡Dios santo, se mató él mismo! –grito, y abro los ojos y allí está el capitán acostado contra el cohete, el cráneo hendido por una bala, los ojos abiertos, la lengua asomando entre los dientes blancos. Le sangra la cabeza. Me inclino y lo toco–. Qué locura –digo–. ¿Por qué hizo eso?
Los hombres están horrorizados. De pie junto a los dos muertos, vuelven la cabeza para mirar las arenas marcianas y el pozo distante donde Regent yace flotando en las aguas profundas. Los labios secos emiten un graznido, un quejido, una protesta infantil contra este sueño de espanto.
Los hombres se vuelven hacia mí.
Al cabo de un rato, uno de ellos dice:
–Ahora es usted el capitán, Matthews.
–Ya sé –digo lentamente.
–Sólo quedamos seis.
–¡Dios santo, todo fue tan rápido! –No quiero quedarme aquí, ¡vámonos!
Los hombres gritan. Me acerco a ellos y los toco, con una confianza que es casi un canto dentro de mí.
–Escuchen –digo, y les toco los codos o los brazos o las manos.
Todos callamos ahora. Somos uno. ¡No, no, no, no, no, no! Voces interiores que gritan, muy abajo, en prisiones.
Nos miramos. Somos Samuel Matthews y Raymond Moses y William Spaulding y Charles Evans y Forrest Cole y John Summers, y no decimos nada y nos miramos las caras blancas y las manos temblorosas.
Nos volvemos, como uno solo, y miramos el pozo.
–Ahora –decimos.
No, no, gritan seis voces, ocultas y sepultadas y guardadas para siempre.
Nuestros pies caminan por la arena y es como si una mano enorme de doce dedos se moviera por el fondo caliente del mar.
Nos inclinamos hacia el pozo, mirando. Desde las frescas profundidades seis caras nos devuelven la mirada.
Uno a uno nos inclinamos hasta perder el equilibrio, y uno a uno caemos en la boca del pozo a través de la fresca oscuridad hasta las aguas tibias.
El sol se pone. Las estrellas giran sobre el cielo de la noche. Lejos, un parpadeo de luz. Otro cohete que llega, dejando marcas rojas en el espacio.
Vivo en un pozo. Vivo como humo en el pozo. Como vapor en una garganta de piedra. Arriba veo las estrellas frías de la noche y la mañana, y veo el sol. Y a veces canto viejas canciones del tiempo en que el mundo era joven. Cómo podría decirles quién soy si ni siquiera yo lo sé.
No puedo. Espero, nada más.




De Las maquinarias de la alegría, 1974


23 de marzo de 2013

Aquel peronismo de juguete


Por Osvaldo Soriano

Cuando yo era chico Perón era nuestro Rey Mago: el 6 de enero bastaba con ir al correo para que nos dieran un oso de felpa, una pelota o una muñeca para las chicas. Para mi padre eso era una vergüenza: hacer la cola delante de una ventanilla que decía "Perón cumple, Evita dignifica", era confesarse pobre y peronista. Y mi padre, que era empleado público y no tenía la tozudez de Bartleby el escribiente, odiaba a Perón y a su régimen como se aborrecen las peras en compota o ciertos pecados tardíos.
Estar en la fila agitaba el corazón: ¿quedaría todavía una pelota de fútbol cuando llegáramos a la ventanilla? ¿O tendríamos que contentarnos con un camión de lata, acaso con la miniatura del coche de Fangio? Mirábamos con envidia a los chicos que se iban con una caja de los soldaditos de plomo del general San Martín: ¿se llevaban eso porque ya no había otra cosa, o porque les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas de tiento, que tenían cualquier forma menos redonda.
En aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a alcohol que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un limonero. Tenía que hacer olas con las manos para que avanzara. La caldera funcionó sólo un par de veces pero todavía me queda la nostalgia de aquel chuf, chuf, chuf, que parecía un ruido de verdad, mientras yo soñaba con islas perdidas y amigos y novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad que entonces tenían para mí las personas grandes.
Rara vez la lancha llegaba hasta la otra orilla. Tenía que robarle la caja de fósforos a mi madre para prender una y otra vez el alcohol y Juana y yo, que íbamos a bordo, enfrentábamos tiburones, alimañas y piratas emboscados en el Amazonas pero mi lancha peronista era como esos petardos de Año Nuevo que se quemaban sin explotar.
El General nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca que le disimulaba la belleza de los treinta años.
Mi padre desataba su santa cólera de contrera y mi madre cerraba puertas y ventanas para que los vecinos no escucharan. Tenía miedo de que perdiera el trabajo. Sospecho que mi padre, como casi todos los funcionarios, se había rebajado a aceptar un carné del Partido para hacer carrera en Obras Sanitarias. Para llegar a jefe de distrito en un lugar perdido de la Patagonia, donde exhortaba al patriotismo a los obreros peronistas que instalaban la red de agua corriente.
Creo que todo, entonces, tenía un sentido fundador. Aquel "sobrestante" que era mi padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor ambición era tener un poco de queso para el postre. Cuando cumplió cuarenta años, en los tiempos de Perón, le dieron un crédito para que se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la caída del General, la perdió, pero seguía siendo un antiperonista furioso.
Después del almuerzo pelaba una manzana, mientras oía las protestas de mi madre porque el sueldo no alcanzaba. De pronto golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba: "¡No me voy a morir sin verlo caer!". Es un recuerdo muy intenso que tengo, uno de los más fuertes de mi infancia: mi padre pudo cumplir su sueño en los lluviosos días de setiembre de 1955, pero Perón se iba a vengar de sus enemigos y también de mi viejo que se murió en 1974, con el general de nuevo en el gobierno.
En el verano del 53, o del 54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete enorme con una esquela breve: "Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo". Y firmaba Perón, de puño y letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico.
El General llegaba lejos, más allá de los ríos y los desiertos. Los chicos lo sentíamos poderoso y amigo. "En la Argentina de Evita y de Perón los únicos privilegiados son los niños", decían los carteles que colgaban en las paredes de la escuela. ¿Cómo imaginar, entonces, que eso era puro populismo demagógico?
Cuando Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como aprendiz en uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas para la exportación. Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard las que quedaban en el país. Yo les ponía el sello a los cajones. Ya no me ocupaba de Perón: su nombre y el de Evita estaban prohibidos. Los diarios llamaban "tirano prófugo" al General. En los barrios pobres las viejas levantaban la vista al cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo traería de regreso.
Ese verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los peronistas una huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la ruta, fuimos en caravana hasta la plaza y muchos gritaban "Viva Perón, carajo". Entonces cargaron los cosacos y recibí mi primera paliza política. Yo ya había cambiado a Perón por otra causa, pero los garrotazos los recibía por peronista. Por la lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de fútbol y la carta aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la Libertadora.
No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan hacerlo. Aunque el país sea distinto, y la felicidad esté tan lejana como el recuerdo de mi infancia al pie del limonero, en el patio de mi casa.


Osvaldo Soriano, de Cuentos de los años felices


17 de marzo de 2012

La revolución francesa



Marco Denevi


No pude decirle que no porque era un tipo muy formal, muy educado, francés y de edad. Pero para mí el experimento iba derecho al fracaso.
–No vaya a creer –me dijo–. Tampoco yo estoy muy seguro. Pero usted es dueño de una mentalidad sumamente permeable, absorbente y hasta me atrevería a calificarla de esponjosa.
–¿Y eso está mal?
–Al contrario. Usted es un predestinado. De manera que si no tengo éxito con usted no lo tengo con nadie.
Para mí era un compromiso y acepté. El francés me pidió, lo más serio, que cerrara los ojos y que abriera la porosidad mental. En el asunto de los ojos no hubo ningún inconveniente, pero no supe qué hacer con la sesera y por las dudas traté de no pensar en nada.
Sin embargo, al ratito me acordé. Cómo lo adivinó es un misterio, pero ahí mismo el viejo va y me pregunta.
–¿De qué se acordó, Ludivino?
–De una palabra que no conozco.
–¿Qué palabra?
Tendresse.
Oí que se reía y abrí los ojos. Se reía y saltaba en el sillón. Yo también me reí pero sin mayor voluntad porque no me gustaba nada eso de haberme acordado de una palabra que no salía que quería decir.
Cuando se le terminó el festejo me explico.
–¿Se da cuenta, Ludivino? Usted no habla una sola palabra de francés y sin embargo acaba de recordar una, y más le digo: la pronunció con acento. ¿Comprende por qué? Porque yo se la pasé de mí memoria a su memoria. Sigamos ¿quiere? Ahora con varias palabras juntas.
Otra vez cerré los carozos y puse la piojera en blanco. Y otra vez me acordé de lo que nunca había aprendido. Sin esperar que el viejo me preguntase le largué el rollo:
Ah, vraiment e’est triste. Ah, vraiment ça finit trop mal.
Lo juné: se había levantado del sillón, hacía ademanes. Parecía cabrero. Y no, otra que cabrero, estaba emocionado.
–Ludivino –la voz se le había venido asmática y como con catarro–. Ludivino, esto es una revolución científica. Usted va a ser famoso en todo el mundo.
De puro servicial y agradecido quise darle otra alegría:
–Es un soneto de Verlaine. Se titula Sonnet boiteux.
Volvió a sentarse. Tenía cara de comisario.
–Esos datos yo no se los transmití, Ludivino. ¿De dónde los sacó? A ver si ha estado engañándome y ahora resulta que habla francés y que conocía el soneto.
Estuvo relojeándome un rato y después se alivió:
–No, usted es incapaz. Ya sé, le transmití el recuerdo de un verso de Verlaine, pero como la memoria es asociativa ese recuerdo arrastró a toda una pequeña constelación de recuerdos: el nombre del autor, el título del poema. Y fíjese qué curioso: olvidé el verso que le pasé. ¿Usted todavía se acuerda?
–Y cómo no. Ah, vraiment e’est triste. Ah, vraiment ça finit trop mal.
–Qué no se va a acordar, usted, con la memoria de elefante que Dios le dio. Bueno, llegó el momento de hacer la prueba de los recuerdos. Qué le parece si empezamos por un recuerdo de mi infancia. ¿Preparado, Ludivino?
Esta vez me costó un poco más, pero al fin me acordé y se lo dije:
–Es un paseo en coche.
–¿Por dónde?
–Por unos jardines como los Rosedales de Palermo, pero distintos. Ahora me acuerdo de que la tante Sophie nos había prometido llevarnos al Bois de Boulogne.
El viejo movía los puños en el aire:
–¿Aprecia la estructura molecular de la memoria, Ludivino? El recuerdo del paseo en fiacre viene dentro de un tejido donde están otras reminiscencias afines, relacionadas entre sí.
Me pidió que le describiera cómo estaba vestida la tante y la verdad es que yo, fuera de un gran sombrero, no me acordaba de nada. En cambio, a una chiquilina como de diez años, sentada al lado de Sophie, la veía tal cual.
–Pobre Ivette –suspiré–. Me acuerdo de ella y se me frunce el corazón.
–¿Sabe por qué?
–No
–Porque todavía no le pasé el recuerdo de quién es Yvette.
–Igual siento gran tristeza.
–Qué notable, Ludivino. No, si le repito que usted pronto va a ser famoso. ¿Seguimos?
–Mañana. Ahora estoy medio cansado.
Más que cansado estaba impresionado con eso de acordarme de lo ajeno.
Seguimos al otro día y varios días más y ya sin necesidad de que yo cerrara los ojos y abriese la esponja. El viejo se sentaba al lado mío, me decía “ahí va” y sin la menor dificultad los recuerdos saltaban de su cabeza a la mía como si tal cosa. Eso sí, eran todos recuerdos tristes, de la guerra y uno de Yvette que se quemaba viva. Se lo dije:
–Oiga. ¿Usted no tiene en la piojera más que malos recuerdos?
–Es que mi vida ha sido muy desgraciada, Ludivino.
–Hágame el obsequio, páseme alguno menos fúnebre.
Mi mujer se dio cuenta:
–¿Qué te ocurre a vos, che, que andás tan melancólico y de yapa envejecido?
–Qué querés, todo el día con el recuerdo de la pobre Yvette.
–¿Quién es Yvette? Alguna atorrante que te engatusó, seguro.
–Mi finada hermanita. Se le reventó el calentador y el deshabillé de mouseline tomó fuego.
–Pero si nunca tuviste ninguna hermana y menos que se llamara Yvette. A vos se te picó el juicio.
Tenía razón mi mujer. Con los recuerdos del francés en la sabiola, yo me confundía. Así que una noche lo encaré.
–No quiero que me pase más recuerdos. Son todos de lo peor. Usted se los olvida, mire qué vivo, pero me pasa el fardo a mí y yo estoy hecho un trapo.
No me contestó. Ni siquiera me miró. Estaba rejuvenecido, más gordo y hasta más alto y se le notaba la felicidad.
De bronca le prohibí la entrada, le retiré el saludo. Pero apenas yo salía a la calle para ir a trabajar o a satisfacer un viejo, el francés, desde lejos, seguía pasándome recuerdos tan fuleros que me volvía loco.
Usted me hubiese visto, daba lástima. No tuve más remedio que cortarle el chorro de la memoria y para qué, para venir a pudrirme aquí, donde no hago otra cosa que pensar en la guerra o en que fui yo el que le dio demasiada presión al calentador.



19 de junio de 2011

Cómo se salvó Wang-Fô


Marguerite Yourcenar

El anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.
Avanzaban lentamente, pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su discípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosamente la espalda como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.
Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era cambista de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las inseguridades. Aquella existencia, cuidadosamente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre le escogió una esposa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo consolaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos protege. Acudía a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailarinas y acróbatas. Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo a un borracho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y aquella noche, Wang hablaba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores destinados a embadurnarla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas calientes, el esplendor tostado de las carnes lamidas de una forma desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el aguacero penetró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.
Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni morada, le ofreció humildemente un refugio. Hicieron juntos el camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos: Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él creía sino que tenían el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma delicada de un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sentía por aquellos bichitos se desvaneció. Entonces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.
Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo, puesto que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe tensando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes de poniente, y la joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchitaba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas.
Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maestro y discípulo, vagaron por los caminos del reino de Han.
Su reputación los precedía por los pueblos, en el umbral de los castillos fortificados y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los señores querían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo. Wang se alegraba de estas diferencias de opiniones que le permitían estudiar a su alrededor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.
Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avanzada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.
Un día, al atardecer, llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasillos de la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en duda que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.
Entraron los soldados provistos de faroles. La llama, que se filtraba a través del papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fjarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos. Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupados, se mofaban de aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desesperado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.
Llegaron a la puerta del palacio imperial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se pronunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina; los soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.
Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Celeste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.
El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas como las de un viejo, aunque apenas tuviera veinte años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero impasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres Perfectos y a su izquierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.
—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no tengo más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.
—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Emperador.
Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos del suelo de jade transformaban en glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Emperador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô, hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arrabales de las cortesanas y las tabernas del muelle en las que disputan los estibadores.
—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, inclinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en la estancia más escondida de palacio, pues sustentaba la opinión de que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contemplaba cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las noches. Durante el día, sentado en una alfombra cuyo dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano monótono hueco de la mano surcada por las líneas fatales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo. Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una piedra al caer no puede por menos de convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio a mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las provincias del Imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a luciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los pueblos me impiden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis soldados me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato, borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Curvas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas a poder salir, he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang— Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio, he dispuesto que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?
Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:
—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.
Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los servidores se llevaron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.
El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.
—Oyeme, viejo Wang—Fo —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer claros, con el fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto. Ya que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admirable en donde se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra no es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar esta pintura, que encerrará de esta suerte los últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus manos, tan próximas a caer, temblarán sobre la seda y el infinito penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos humanos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus esperanzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una consecuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hombre que va a morir.
A una seña del dedo meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura de alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había contemplado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos desnudos, ni tampoco se había empapado lo suficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su discípulo Ling.
Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singularmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.
La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó suavemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el brasero del verdugo. Con el agua hasta los hombros, los cortesanos, inmovilizados por la etiqueta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que hubiera podido oírse caer las lágrimas.
Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja. Wang-Fô le dijo dulcemente, mientras continuaba pintando:
—Te creía muerto.
—Estando vos vivo —dijo respetuosamente Ling—, ¿cómo podría yo morir?
Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba como un loto.
—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer, si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?
—No temas nada, Maestro —murmuró el discípulo—. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Emperador conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están hechas para perderse por el interior de una pintura.
Y añadió:
—La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, maestro, al país de más allá de las olas.
—Partamos —dijo el viejo pintor.
Wang-Fô cogió el timón y Ling se inclinó sobre los remos. La cadencia de los mismos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresiones del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.
El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella un delgado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.
La pulsación de los remos fue debilitándose y luego cesó, borrada por la distancia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borróse el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desaparecieron para siempre en aquel mar de Jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.


De Cuentos Orientales (1938)

10 de marzo de 2011

Felicidad clandestina


Clarice Lispector

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería. No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras.
¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.


De Felicidad clandestina (1971)

10 de diciembre de 2010

Habla Drácula

Fernando Savater

Nadie conoce como el vampiro la alegría de la noche. El día es un espejismo, una perturbación atmosférica: la noche es un complejo y rico estado de ánimo. Paladeo hasta el fondo, hasta el estremecido límite, el júbilo secreto de la noche. ¿Habéis pensado que en el día sólo se ven sombras, bultos que interceptan con su opacidad la luz, mientras que en la noche sólo se ven fulgores, destellos que desmienten la tiniebla? El objetivo del día es lo oscuro, lo opaco, mientras que la noche sólo sabe de resplandores. Pero sabe también que es la oscuridad lo que permite fijarse realmente en la luz y no en los bultos alumbrados por ella, lo mismo que yo sé que es la muerte perennemente padecida lo que faculta para dejarse fascinar plenamente de la vida. Para vivir algo más intenso, más refinado, más sabroso que el discreto sopor de temores y obligaciones llamado habitualmente vida, es imprescindible estar muerto y bien muerto. La muerte es el único interés de la vida, el único aliño que sazona su insipidez. Pero normalmente se nos procura con excesiva generosidad: los hombres viven tan obsesionados por la riqueza pavorosa de la muerte que apenas tienen tiempo para fijarse en la vida, lo mismo que el exceso de luz diurna les ciega para todo lo que no sean sombras y borrones. Pasan su tiempo –lo matan, para ser exactos– tratando de alejar de sí la muerte, previniéndola, combatiéndola o inflingiéndola a los demás, viendo morir a los suyos, compadeciéndoles, envidiándoles, calculando el tiempo que les falta para quedarse del todo sin tiempo. No es raro que sólo imaginen verdadera vida después de la muerte, sea gozada personalmente en un más allá o sea disfrutada por bienaventuradas generaciones futuras. Pero como el cielo es increíble y el futuro incierto, la vida aplazada no alcanza verosimilitud. Y, sin embargo, aciertan al menos en una cosa, en que para vivir hay que estar convenientemente muerto…
Tengo resuelto satisfactoriamente el problema que les aflige, como también a mí me afligió un día. He logrado que la vida sea mi único objetivo, mi única obsesión: a mí la vida me acecha y me colma como a ellos la muerte. Y no la vida laboriosa y pacificada del armónico futuro ni las arpas y nubes de insulsos paraísos dogmáticos: no, mi vida, mi maravillosa y plena vida, es la que prometen los pechos desnudos de las doncellas, la que vibra de riesgo y aventura, la que se afirma en el poder o en el terror, la que se cifra en la cálida sangre. Vida presente aquí y ahora, para siempre, sin límites. He tenido que pagar por ella, porque todo tiene un precio, pero no he sido defraudado en mi inversión. Estoy muerto, desde luego: ¿qué otro medio hay para gozar plenamente de la vida como algo positivo, no como un atropellado sueño que se nos escapa? Desde este lado de la muerte, la vida presenta toda su riqueza maravillosa, la sutileza desconcertante de sus experiencias, los prohibidos goces que el temor de la muerte hurta a los mortales. ¡Yo cabalgo el viento, soy señor de los lobos y de las tormentas, alimento con las mujeres más bellas pasiones que la luz del día ni siquiera puede soñar! Cierta noche, aquel inofensivo idiota al que alojé en mi castillo transilvano me vio descender cabeza abajo, como una monstruosa araña, por la inaccesible pared de mi torreón… Es el emblema de mi destino que más me agrada. Recuerdo con nostalgia y cierto fastidio mi viaje a la puritana Inglaterra: fueron aquellos absurdos personajes, el estúpido Jonathan Harper, el sombrío místico Van Helsing, las gazmoñas Lucy Westenra y Mina Murray, quienes crearon la fábula hiperbólica de mi maldad infernal. En Transilvania, un pueblo sabio y por tanto fatalista sabe que el mal es uno de los rostros inevitables de toda grandeza; pero los ingleses se pasman ante él como un escándalo e incluso una descortesía. Por lo visto esperaban que un Inmortal acatase discretamente los preceptos de la moral victoriana… ¡cuando ni siquiera los respetaban las figuras auténticamente nobles de esa época! Nunca entendieron en dónde residía mi peculiaridad: desde aquella brumosa jornada en que llegué a puerto de Whitby en mi barco tripulado por cadáveres, empezaron a inventarme una personalidad que tenía algo de Jack el Destripador y algo de Oscar Wilde, una suerte de Aleister Crowley fantasmal…
Sus códigos están bien para esa temerosa luz en la que se ven obligados a vivir los condenados a muerte. Pero en mi tiniebla deslumbrante no hay lugar más que para la pasión. El día es ataúd, pero la noche trae el deseo y la aurora regalará sangre. Sólo yo, el muerto, el inmortal, podría contaros qué entrega deliciosa es la vida. Sólo yo, el rey de la noche.

De Criaturas del aire, Monólogo quinto, 1979