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28 de octubre de 2009

El Personaje y su Doble en las Ficciones de Cortázar

Antes de publicar Rayuela (1963) Julio Cortázar era conocido principalmente como cuentista, ya que su primera novela, Los Premios (1960), fue considerada un genial pero malogrado ensayo. Rayuela lo convierte en figura literaria mundial y suscita una serie de comentarios y controversias con su audacia, con sus deliberadas dificultades, y en especial, con las teorías novelísticas que ilustra y discute. Es en esta obra donde Cortázar utiliza en forma más obvia y dominante el tema del doble, del doppelgänger[1] literario, personificado por Oliveira y Traveler, La Maga y Talita. Interesa anotar que este recurso, de antigua tradición literaria, aparece desde sus primeros cuentos de Bestiario (1951), y reaparece con una fidelidad sorprendente en las colecciones de relatos que le siguen: Final de juego (1956), Las armas secretas (1959) y con posterioridad a Rayuela, en Todos los fuegos el fuego (1966).
En general, podría decirse que Cortázar no utiliza el doble en el sentido usual de duplicación de la personalidad, ni de confusión entre lo que podría llamarse el personaje real o su imagen. Tanto el original como el reflejo tienen similar importancia, no hay subordinación de uno al otro, y no importa a menudo clarificar, porque a menudo no existe diferencia definitiva, cuál es el personaje principal y cual el advenedizo
[2]. En casi todos los casos, la imagen doble permite posibilidades de enriquecimiento vital, asomarse a zonas ignoradas o remotas como si las viviéramos, no como mera visita extraña y ajena a esa atmósfera. Un ejemplo de esto y un caso común en las ficciones de Cortázar es la aparición del actor-lector, el personaje que está dentro y fuera de la ficción, tal como aparece en sus relatos Continuidad de los parques y Lejana. No se trata de una rebelión pirandellianaa o unamunesca del personaje: al contrario es una verdadera función doble, en la que el personaje se ve como tal desde fuera de la narrativa, como un director que conoce el guión escénico y sabe muy bien lo que ocurrirá después, no como ser enajenado. Conviene destacar ya que no se trata de una pérdida de conciencia: el personaje, una vez ausentado de la narración, no deja de pensar al mismo tiempo como personaje y como director. Tal es el caso del personaje de Continuidad de los parques,[3] que se sienta a leer una novela en la que aparece un triángulo amoroso y es testigo de la reunión de una esposa, infiel y su amante. Luego de presenciar los preparativos de asesinato que hace el último, lo ve avanzar a espaldas de un sillón en el que yace sentada su víctima: el lector-espectador-marido. El personaje está dentro y fuera de la novela que lee en la continuidad de un parque de naturaleza ya metafísica que lo lleva de personaje a testigo en una presentación de vida y destino que no cesa ni tiene divisorias: va de la realidad a la ficción y pareciera que ésta triunfase en la imagen del asesino que avanza sigilosamente, al final del relato, hacia el lector-víctima.
En Lejana se revelan las visiones que tiene una mujer que vive aparentemente en Buenos Aires, y que a menudo sueña, despierta, con una doble que vive en Hungría. Se trata no sólo de ensoñaciones diurnas, sino que son anotadas posteriormente en un diario, y no se pueden considerar alucinaciones, pues son verdaderos momentos de comunicación, durante los cuales el personaje llega a sentir la nieve en los zapatos que hace tiritar a su doble en Hungría. Siente físicamente el frío y los cardenales de remotos castigos que sufre la otra. El ambiente en que existe el personaje principal, Alina Reyes, tiene un aire tan afantasmado como el de la doble de Hungría
[4], quizás más aún, porque está totalmente traspasado por las comunicaciones –por así decirlo– con la doble, que se insinúan entre fragmentos de la vida del personaje.
Alina Reyes es una especie de anagrama vivo; dentro de su yo pueden darse otras combinaciones, como la otra de Hungría. Su nombre: Alina Reyes, puede ser, en la otra: “y es la reina”; sugiriendo vagamente la idea, finalmente negada, de la soberana y la impostora. Pero el final del relato trae una unión verdadera y física, cosa no muy corriente en Cortázar, en un abrazo que se dan la viajera de Argentina y la húngara, se unen en un puente a menudo soñado, en Budapest. Pero la unión es breve; después de la breve fusión, la otra se vuelve la una, se traspasa al cuerpo de Alina en su elegante traje gris, y Alina se queda en la doble, tiritando mientras siente el frío, ya familiar, de la nieve que le entra en los zapatos.
Vemos cómo el personaje siente al otro simultáneamente y sigue siendo él mismo, como si además de su función normal, conocida, participara de otro destino, a ratos, y fragmentariamente. No se trata entonces del problema de la división de la personalidad, y la consiguiente esquizofrenia, sino de un verdadero enriquecimiento de posibilidades vitales, luego negadas al participar de dos destinos, o de un orden personal y otro ampliado, que incluye a otros seres vagamente conocidos, y pertenecientes a un orden que comparten con el personaje. Esta participación en más de un destino, se asemeja a un juego en el que el movimiento de una pieza puede afectar la posición o la suerte de otra. De allí la preferencia de Cortázar por ciertos tipos de juegos en los cuales las combinaciones o jugadas pueden ser múltiples y diversas, dentro de un orden o reglas fijas, como el ajedrez, las damas, el billar, la misma rayuela y los anagramas. Vale decir, dentro de una figura, muchos posibles aspectos. James Irby ha anotado con acierto la presencia de estas “figuras” en la obra de Cortázar
[5]. Dichas figuras, como los dobles, consisten en posibles aspectos o ampliaciones del yo.[6]
Una variante de este juego aparece en los cuentos que tratan de un avatar no consecutivo, sino semi-simultáneo, que permite a un personaje del relato “La flor amarilla” encontrar a un niño en el autobús, que es su futura imagen. Esto le da conciencia de su inmortalidad y se asocia obsesivamente con el chico y su familia. Pero la muerte imprevista y no muy sentida del joven, lo devuelve a la noción de la nada y vuelve a frecuentar los autobuses en busca de un nuevo avatar. La originalidad del relato consiste en que con la conciencia de la mortalidad se produce un estado de paz, al que sobreviene una ansiedad febril al descubrir nuevamente que debe existir en alguna parte, otro avatar que lo devuelva al mundo de los inmortales, aunque más no sea para poder perpetuar el goce por la belleza por esa “flor amarilla” que inesperadamente restaura sentido a la inacabable cadena.
En Las armas secretas nos encontramos con otro tipo de avatar: un joven francés que repite, sin saberlo, pero recordando vagamente, algo ya hecho: los actos de un soldado alemán que violó siete años atrás, a la que es ahora su novia. El joven no conoce este episodio, su novia no lo ha mencionado jamás, pero desde el principio de sus relaciones comienza a recordar y a asociar la letra en alemán de una canción de Schumann, cada vez que piensa en la muchacha. Aunque su realidad es otra, lo imaginado por él coincide con lo vivido por el alemán, como si se tratara de una porosidad de conciencias, y eso explica su convencimiento de que ella, la novia, lo va a delatar, como hiciera de chiquilla, siete años atrás, con el violador. El muchacho está dentro de su personaje y, vagamente y a ratos, en el otro. Es los dos; seductor ahora y violador que fue. Tampoco se trata de actos opuestos, sino de que la seducción y la violación parecen confundirse en un único acto amatorio, con una diferencia mínima de detalles. El muchacho no se siente enajenado, compara su memoria o sus imágenes mentales –recuerdos de otra conciencia– y comprueba que la realidad desdice, en muchos casos, sus vagas intuiciones. Se trata de una repetición de actos no exactamente iguales, tan sólo similares; está hundido en dos realidades al mismo tiempo: es Michel y el alemán. En el cuento es también los dos para la novia, en quien reaviva recuerdos muy penosos, así como para los amigos de ella, que ven en él al que puede corregir o enmendar, con su amor, el acto de siete años atrás. En rigor, él es, en este doble esquema simultáneo, un personaje doble, que juega su papel a plena conciencia, y el del otro, con creciente intuición del mismo.
El joven francés, al encontrarse en circunstancias similares –aunque no idénticas– comienza a repetir los actos del otro, a cavilar sobre pensamientos que le son ajenos, pero no extraños. Esta gradual identificación interior es quizá el rasgo más notable del personaje, que en el acto final de la seducción ha dejado de ser él mismo, y se admira de la falta de resistencia por parte de su novia.
En el cuento El río también aparece una imagen doble en la esposa que ha amenazado ahogarse en el Sena. Las imágenes la ve el marido, entre dormido y despierto, con la vaga memoria de que ella acaba de marcharse para arrojarse al río. Él recuerda la visión anterior de ahogada, siempre hipotética, ficción urdida por ella en sus frecuentes amenazas: así la ve aún en la cama como en el fondo de un sueño.

…porque te habías ido diciendo alguna cosa, que te ibas a ahogar en el Sena, o sea que has tenido miedo, has renunciado y de golpe estás ahí, casi tocándome, y te mueves ondulando
[7]

El sueño nos deja con la duda de si la figura de la mujer ahogada en el río es realidad o ficción, pero lo mismo ocurre con la imagen de la mujer en el lecho, quien, descrita y recargada de nimios detalles familiares, repetida y revista por el marido durante años, se nos impone con su realidad. Pero gradualmente las expresiones del narrador-marido establecen que la imagen final de la mujer ahogada en el río es la real:

…voy doblando los juncos de tus brazos, me ciño a tu placer de manos crispadas, de ojos enormemente abiertos, ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos lentos de muaré, de profundas burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente acaricio tu pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua, demasiado tarde, naturalmente…
[8]

En este final, la figura de la mujer dormida y de la ahogada se confunden en una misma situación, en una cama-río, desde la que desafían la lucidez del marido-narrador.
En La noche boca arriba sucede algo similar. La víctima de un accidente de motocicleta espera la acción del cirujano que se le acerca con un objeto en la mano. En las sucesivas noches de fiebre se intercalan sueños episódicos y progresivos de un moteca que es atrapado y condenado al sacrificio durante la guerra florida. Este sueño es interrumpido por momentos de plácida vigilia en el hospital, pero gradualmente al enfermo le cuesta más y más ahuyentar la pesadilla que lo posee, y se nos revela que ésta es la realidad, mientras que la situación del accidentado en el hospital, con la rutina de febrífugos, calmantes y visitas médicas, es sólo un sueño, boca arriba, de esa víctima que en efecto marcha al sacrificio, no de la sala de operaciones, sino del “teocalli” donde le espera, en vez del cirujano con el bisturí, el sacerdote con el cuchillo de obsidiana. La dificultad en determinar sueños y realidad queda acentuada mediante el natural impulso por identificar la pesadilla con lo horrible, lo pasado y conocido; pero aquí se trata de un sueño realista y de una realidad horripilante, pesadillesca.
La imagen de un ser desaparecido ya, que retorna para cumplir su destino verdadero de un ser cualquiera que se le parece vagamente, aparece en Cartas de mamá y Las puertas del cielo. En el primer cuento la pareja ha hurtado su felicidad al cuñado, posteriormente muerto de tisis. Sintiéndose culpables, marido y mujer mantienen y crean la idea de que Nico, el cuñado, vive aún, y en realidad él sobrevive en los silencios que omiten su nombre, en la lejanía geográfica de los lugares familiares que la pareja se ha impuesto, y en las pesadillas de ella, la ex novia del desaparecido.
Por un desliz, real o verdadero, en una carta de la madre lejana, Nico entra abiertamente otra vez en sus vidas: se anuncia su partida de Buenos Aires a París. La madre no revela ningún otro indicio de enajenación mental, y la realidad del anuncio se implanta en la conciencia de la pareja. La mujer, su ex novia, lo va a esperar a St. Lazare; el marido la sigue y ambos ven, por separado, una figura semejante a Nico que baja del tren, una especie de doble a quien dejan pasar sin hablarle. Luego, de nuevo en la soledad de su casa, marido y mujer admiten haberlo reconocido con un trivial:

–A vos ¿no te parece que está mucho más flaco?
–Un poco… uno va cambiando…
[9]

que desdice la irrealidad del encuentro. Pero esto no es tal. Si pensamos en la extraordinaria vitalidad que la memoria de Nico ha tenido en esas dos vidas, acrecentada por los silencios, la deliberada omisión de los recuerdos comunes y los desengaños del matrimonio. El Nico reconocido en un viajero que se le parece, está cumpliendo su destino verdadero de intruso, de víctima convertida en victimario, según reina en la conciencia de los esposos. Esta imagen es mucho más real que la del novio rechazado y resignado que se murió de tisis sin hacer un reproche. El doble es ese Nico que ellos comenzaron a fraguar en Buenos Aires y acabaron de dar forma en sus silencios de París.
Caso semejante se presenta en Las puertas del cielo, en el personaje de Celina, la ex bailarina de milonga, canalla que después de haberse escapado a la vida decente en un matrimonio no exento de ternura, y una vez muerta, reaparece, como Nico en el cuento anterior, para cumplir su verdadero destino. La reconocen el viudo y un amigo una noche, que van a la milonga y ven brevemente a una bailarina que se le parece. Celina, reencarnada, es la que debió ser, si pudiera haber cumplido su destino de milonguera, sin canalla, gozando este paraíso de arrabal que le brindaba el tango.
Para finalizar, mencionaremos otros dos cuentos: Las cícladas y Axolotl, en los cuales se produce la identificación con algo no humano, con la cultura –a través de un ídolo– y con un ser entre pez y batracio. El narrador descubre en ambos casos una extraordinaria afinidad espiritual con un ser con el que no tiene ni la más remota similitud física ni circunstancial. Al contrario, cuanto más distante en apariencia tanto más angustiosa la similitud de la condición, en los dos relatos se trata de una identificación con otra existencia como acto de voluntad.
Los personajes siguen, como en los casos ya vistos, siendo ello y lo otro hasta que se produce un traspaso final de existencia, sin que se pierdan totalmente algunos elementos de una conciencia, al fundirse con otra. En Las cícladas se trata de los esfuerzos de un arqueólogo neurótico que quiere establecer contacto efectivo con el ídolo que ha excavado, y en el otro cuento, de establecer contacto con los axolotl –peces batracios– en lo que se podría llamar una verdadera licantropía espiritual. Estos seres casi anfibios revelan, en la impasibilidad de unos ojos dorados, irrevertiblemente no-humanos, la posibilidad de un mundo espiritual vasto y desconocido. Insistimos en el hecho de que contacto no implica comunicación, y el narrador-personaje deliberadamente omite las explicaciones racionales o pseudo científicas. Acepta el hecho consumado de una afinidad espiritual, de un estado de “simpatía” que facilita una comunicación supra-lógica.
[10] En ambos casos no se verifica una pérdida de conciencia, pues esto implicaría una mera transferencia. Los personajes viven o ven y aceptan la dualidad como una forma de posible enriquecimiento vital, no siempre logrado, o de rectificación de un destino desviado, o falso.
En los cuentos mencionados, el yo de los personajes se difunde, o trata de hacerlo, en otros destinos, a veces elegidos, presentidos o vagamente intuidos como parte de un legado atávico. El resultado inmediato es que el yo se observa a sí mismo, se ve como actor y espectador, se sitúa, en suma, fuera de la materia literaria en la enajenación más total; no obstante, retiene su facultad observante y narrativa, de una realidad a la que indefectiblemente ya no pertenece, pero que quiere conocer, pues lo que jamás pierde es el impulso de establecer contacto con esos otros posibles yo, de tocar fondo en esas realidades tan similares y sin embargo remotas.
En todos los casos la presencia del doble implica una ampliación de la experiencia, no una deformación de la misma, pero esta ampliación no es por agregado de situaciones totalmente nuevas, sino vagamente intuidas o recordadas como cosa recobrada, como intento de establecer puentes
[11] –tan frecuentes en la obra de Cortázar– no con todas las criaturas, sino con algunas en cuyas vidas participamos como estrellas que forman parte de una constelación.
El tema del doble, en estos relatos, no sirve para presentar la conocida escisión de la personalidad, ni el problema de discernir la imagen verdadera entre las adventicias; se trata de vidas en dos planos, el personal, restringido, y uno más amplio, mágico
[12], pero aceptado como cosa natural, a menudo buscado en acto de voluntad en un esfuerzo por reintegrarse a un orden misterioso y trascendente del cual forman parte estos juegos de destinos múltiples que sólo en ciertos momentos se nos revelan.
Marta Morello-Frosch
The Ohio State Univertity
Revista Iberoamericana, julio-diciembre de 1968
[1] Usamos el vocablo en el sentido en que E. T. A. Hoffman lo usó, y de acuerdo en la definición de Jean Paul Richter: “So heissen Leute die sich selbst sehen” (Siebenkäs) Werke, Histm.-krit. (Weimar, 1927) Abt I, vol. VI, p. 54.
Véase también el artículo sobre “Doppelgänger” en Trübners Deutsches Wörtebuch, ed. A. Götze (Berlin, 1939) y la abundante bibliografía sobre el temas en la literatura romántica alemana, en especial sobre E. T. A. Hoffman.
[2] Con el título de “Doubles” hay un excelente artículo sobre el origen y naturaleza del doble, por división o multiplicación, en la Encyclopedia of Religion and Ethics, Ed. Hastings, Scribner’s (New York, 1951), vol. V.
[3] En el Boletín de literaturas hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad del Litoral, Nº 6, Argentina, Rosa Boldori, en su artículo “La irrealidad en la narrativa de Cortázar”, habla de “confusión del plano literario con el real” al comentar este cuento. Nos parece que los planos se no confunden en el sentido lato, sino que el personaje vive en ambos, guardando conciencia pero manteniendo separadas las dos vivencias correspondientes.
[4] Alina comenta sobre sus visiones mientras asiste a un concierto: “…vengan a decirme de otra que le haya pasado lo mismo que viaje A Hungría en pleno Odeón. Eso le da frío a cualquiera che, aquí o en Francias”. (Bestiario, Buenos Aires, 1951). P. 35.
[5] James E. Irby: “Cortázar, Hopscotch and Other Games”, Novel, Vol. I, Nº I, Fall 1967, pp. 64-70.
[6] Ver las declaraciones del propio Cortázar en el libro de Luis Harss Into de Mainstream (New York, 1967).
[7] Final del juego (Buenos Aires, 1964), p. 19 [la cursiva es nuestra].
[8] Final del juego (Buenos Aires, 1964), p. 19 [la cursiva es nuestra].
[9] Las armas secretas (Buenos Aires, 1959), p. 36.
[10] En este sentido Cortázar se acerca mucho a las teorías anímicas de los Mesmeristas, que influyeron tanto en los románticos alemanes, pero parece totalmente alejado de los conceptos “mágicos” atribuidos a las sombras –y los dobles– en las culturas primitivas, según las analizan Fraser (The Golden Bougb) y L. Lévy-Bruhl (The Soul of the Primitive).
[11] Véase el interesante artículo bajo el título de “Bridge” sobre el valor mítico de los puentes que aparece en E. And M. Radford Encyclopedia of superstitions (London, 1961)
[12] Cortázar en sus declaraciones a Luis Harss, loc. Cit., habla de “constelaciones”.

11 de octubre de 2009

Análisis de elementos lúdicos en "Final del juego" de Julio Cortázar

Dr. Luis Quintana Tejera
Universidad Autónoma del Estado de México
Resumen: Para Cortázar la literatura debe verse precisamente desde el enfoque lúdico y lo ha demostrado en la mayor parte de su producción y en especial en Rayuela en donde su dirección está dada por el experimentalismo al cual somete al lector cuidadoso que sabe responder a sus planteamientos y sus búsquedas.

Si enfocamos la literatura desde su carga de ficción no pueden pasarse por alto los factores lúdicos que de una manera u otra se entrelazan en los planteamientos de ésta.
Para Cortázar la literatura debe verse precisamente desde el enfoque lúdico y lo ha demostrado en la mayor parte de su producción y en especial en Rayuela en donde su dirección está dada por el experimentalismo al cual somete al lector cuidadoso que sabe responder a sus planteamientos y sus búsquedas. [1]
En este caso analizaremos un libro: Final de juego (1964), desde la perspectiva de uno de sus relatos: “Continuidad de los parques”.
El “juego” comienza precisamente con “Continuidad de los parques” en donde hay un afanoso lector que ignora las consecuencias de su lectura y una historia de dos amantes que llega a invadir misteriosamente el espacio y el tiempo del primer personaje.
El término “continuidad” es un elemento clave en el título del cuento, porque mediante él se alude a la intercomunicación de diversos planos y al hecho inalterable de que todo en este mundo posee ese carácter de no dejar de ser nunca y de prolongarse en otros espacios y en otros tiempos.
Comienza diciendo: “Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca.” [2]
El inicio está caracterizado por lo que la preceptiva tradicional ha dado en llamar in medias res [3]. Las acciones son explicadas con sencillez y contundencia: un lector que había comenzado con su tarea unos días antes; un lector interesado, pero agobiado por el trabajo; un lector que reinicia la tarea de lectura cuando regresaba en tren a la finca.
Cuando el personaje retoma la lectura del libro lo hace ya con una mayor tranquilidad cómodamente sentado en su sillón “de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos.”
Los acontecimientos que se suceden no permiten presagiar para nada el imprevisto final que el narrador nos tiene preparados. En este universo todo parece estar en orden y, el hombre, en medio de una placentera soledad, sólo quiere satisfacer su curiosidad en relación con los hechos contados en la novela.
Desde el punto de vista narrativo quien cuenta la historia es un focalizador cero u omnisciente según Genette y Todorov respectivamente [4]. Éste maneja los contenidos narrativos de una manera genial: muestra lo que quiere que conozcamos y oculta otros aspectos que le servirán posteriormente para dar el golpe final en el contexto del relato de los hechos.
En primera instancia, continúa contando las acciones que cumple el lector:
1. “Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas”
2. “La ilusión novelesca lo ganó casi en seguida”
3. “Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba y sentir a su vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo”
4. “Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte.”
La lectura involucra al hombre, lo introduce en ese universo de ficción y es por eso que con relativa facilidad recuerda los nombres y las acciones de los protagonistas.
Quien lee reactualiza el mundo que el escritor ofrece; quien lee vive la identificación con alguno de los aspectos allí planteados. Y, curiosamente, este lector ve parcialmente el problema, ve con aparente claridad, porque su observación no llega a ser tan profunda como para descubrir allí sus propias vivencias.
Nos adelantamos a señalar que –involucrado el narrador en un extraño juego de planos diversos– este hombre es lector y protagonista al mismo tiempo; pero el grado de su propio protagonismo es el que permanece oculto hasta que se revela como una extraña anagnórisis al final del relato.
La ilusión novelesca se apoderó de él hasta tal grado que no le permitió entender anticipadamente qué era lo que estaba pasando.
Gozaba de un placer “casi perverso” dice el narrador al ir recorriendo línea por línea todo lo que el universo narrativo le estaba ofreciendo.
Mientras tanto descansaba en el terciopelo del elevado respaldo. El hombre siente que nada de lo que ocurra en la novela puede llegar a contaminar su propio cosmos.
Generalmente, cuando leemos, oímos noticias funestas o simplemente tomamos contacto con lo que nos rodea, tendemos a engañarnos y pensamos que aquello que les sucede a los otros no nos preocupa, y nos escudamos en una aparente barrera invisible que nos aísla.
Las preguntas que implícitamente parece formular el narrador son: ¿Realmente el mundo de la ficción es tan ajeno al mundo de la realidad? ¿Recorrer con una mirada atenta esa ficción no es acaso un modo de coparticipación más o menos consciente? Por supuesto que sí lo es, pero llega a difuminarse y perderse cuando el personaje de la realidad se niega a ver más allá de sus propios límites.
A través de la lectura el hombre fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. “Primero entraba la mujer; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama”.
Esas dos presencias lo resumen todo: una mujer –la mujer– y el amante; ellos actúan en medio del secreto y del misterio. Se advierte en seguida que están tramando algo y sobre todo se ve la premura del hombre por resolver un asunto que anteriormente ya lo han concertado entre ambos. Son dos cuerpos en busca de un tercer cuerpo que es necesario destruir. Y el narrador dice también: “El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada”.
La poética de Cortázar reserva momentos como éste, en donde el decir retórico impone su presencia; el puñal es la muestra nefasta de un crimen que se prepara, pero ese crimen es necesario para otorgar la libertad a los amantes. Sin el asesinato los amantes seguirán sometidos a la presencia de un tercero que representa -en ese presente- el obstáculo que ambos deben saltar pues yace en el camino como lo decía Shakespeare en su Macbeth. La relación clandestina de los dos amantes reclama nuevas acciones clandestinas también. Y ese puñal parece tener vida propia en las manos del amante, se une a él, se hace uno solo con él.
Las muestras de cariño entre ambos se ven postergadas por la urgencia del plan que se han dispuesto a llevar a cabo. “Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores.”
Y el hombre sigue leyendo desde la comodidad de su sillón de terciopelo; sigue leyendo sin saber el papel que le toca cumplir a él mismo en esa novela misteriosa. Anochece y todo está preparado ya.
Dice el narrador:
“Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y en los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo la novela.”
Los conjurados para llevar a cabo el crimen pasional se separan: ella va hacia el norte y él en la dirección contraria. La naturaleza cobija sus negras acciones y ella se aleja en la dirección contraria como no queriendo contemplar lo inevitable. Se separan ahora, pero están unidos por sus planes macabros. La cabaña ha sido el punto de partida secreto de ambos y la casa es el lugar de llegada. Todo está tranquilo en el ambiente que rodea a la mansión: los perros silenciosos, el mayordomo ausente. El amante sigue paso por paso la ruta que su amada le ha proporcionado mientras el lector apasionado continúa con su tarea que poco a poco lo conduce no sólo al final de la novela, sino también al final de su propia existencia. El puñal en la mano es el anuncio nefastamente disfrazado de lo que va a ocurrir. El narrador se entrega a la parte final de su juego y deja a la interpretación de otro lector -nosotros en este caso- qué es lo que realmente ocurrió. En esa reticencia última del relato podemos pensar en lo más evidente: la muerte del lector; pero también cabe la posibilidad –tal vez algo lejana– de que el hombre se haya defendido con éxito. Tanto sea un caso como el otro, lo cierto es que el mundo de la ficción se mete intempestivamente en la realidad provocando una verdadera agresión a la lógica, una auténtica violación del código de veridicción en donde un lector comprende de pronto que no está leyendo una historia cualquiera, sino que está leyendo su propia historia. Mientras lee que el asesino se acerca furtivamente por la espalda del lector, comprende de pronto que el asesino está detrás de él dispuesto a permitir que el mundo de papel se convierta mediante alquimia profunda en un mundo escandalosamente real en donde de teóricos lectores se nos convierte en actores comprometidos. Todos los hombres estamos condenados a muerte por nuestra frágil condición humana, pero que esto suceda de pronto y que la amenaza proceda del libro que leemos con entrega e interés, esto es lo que representa la gran innovación de Cortázar. Vivir y morir son dos extremos aparentemente irreconciliables, pero cuando se encuentran en el cómodo espacio de nuestra propia casa, cuando se encuentran y de improvisto se reconocen, aquí es donde la frontera entre realidad y ficción deja de ser consistente para transformarse en un acontecimiento palpable, escandalosamente actual que nos empuja de golpe en el abismo de nuestro propio destino.

Notas
[1] Jean Duvignaud. El juego del juego, trad. de Jorge Ferreiro Santana, México, F.C.E., Breviario # 328, 1982.
[2] Julio Cortázar. Final del juego, 16ª. edición, Buenos Aires, 1974, p. 9.
[3] “Locución latina que significa ‘en pleno asunto, en medio de la acción’ y se usa especialmente referida al modo de comenzar una narración” (Real Academia Española. Diccionario Panhispánico de duda, Madrid, Santillana, 2005, p. 365). Por lo tanto se entiende por in medias res aquel relato que comienza en mitad de la cuestión, esto es, cuando hay acontecimientos anteriores que ya han sucedido, pero que no se relatan. En este caso no sabemos casi nada relativo a las motivaciones que llevaron al personaje a iniciar la lectura de esa novela en particular y mucho menos sabemos quién es este hombre y cuáles son los acontecimientos fundamentales que marcan su vida. Si la narración comenzara por el principio se denominaría ab ovo, es decir “desde el huevo” y si empezara por el final, in extrema res. En cualesquiera de los tres casos las preferencias y búsquedas narrativas son diferentes.
[4] Creo necesario aclarar los elementos básicos que corresponden a la teoría del narrador en general y al focalizador cero en particular. Para ello cito lo siguiente: “Por eso conviene no tener en cuenta aquí sino las determinaciones puramente modales, es decir, las que atañen a lo que suele llamarse ‘el punto de vista’ o, con Jean Pouillon y Tzvetan Todorov, la ‘visión’ o el ‘aspecto’. Admitida esta reducción, el consenso se establece sin gran dificultad sobre una tipología de tres términos, el primero de los cuales corresponde a lo que la crítica anglosajona llama el relato con narrador omnisciente y Pouillon ‘visión por detrás’ y que Todorov simboliza mediante la fórmula Narrador Personaje (en que el narrador sabe más que el personaje o, dicho con mayor precisión, dice más de lo que sabe personaje alguno); en el segundo, Narrador = Personaje (el narrador no dice sino lo que sabe tal personaje): es el relato con ‘punto de vista’ según Lubbock, o con ‘campo limitado’ según Blin, la ‘visión con’, según Pouillon; en el tercero Narrador Personaje (el narrador dice menos de lo que sabe el personaje): es el relato ‘objetivo’ o ‘conductista’, que Pouillon llama ‘visión desde fuera’. Para evitar el carácter específicamente visual que tienen los términos de visión, campo y punto de vista, recogeré aquí el término un poco más abstracto de focalización, que, por lo demás, responde a la expresión de Brooks y Warren; “focus of narration”. Así, pues, vamos a rebautizar el primer tipo, el que represente en general el relato clásico, "relato no focalizado o de focalización cero.” (Gérard Genette. Figuras III, trad. de Carlos Manzano, Barcelona, Lumen, 1989, p. 244-245).

Bibliografía
Cortázar, Julio. Final del juego, 16ª. edición, Buenos Aires, 1974.
Duvignaud, Jean. El juego del juego, trad. de Jorge Ferreiro Santana, México, F.C.E., Breviario Nº 328, 1982.
Genette, Gérard. Figuras III, trad. de Carlos Manzano, Barcelona, Lumen, 1989, p. 244-245).
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

9 de julio de 2009

Método de composición

Edgar Allan Poe
En una nota que en estos momentos tengo a la vista, Charles Dickens dice lo siguiente, refiriéndose a un análisis que efectué del mecanismo de Barnaby Rudge: "¿Saben, dicho sea de paso, que Godwin escribió su Caleb Williams al revés? Comenzó enmarañando la materia del segundo libro y luego, para componer el primero, pensó en los medios de justificar todo lo que había hecho".
Se me hace difícil creer que fuera ése precisamente el modo de composición de Godwin; por otra parte, lo que él mismo confiesa no está de acuerdo en manera alguna con la idea de Dickens. Pero el autor de Caleb Williams era un autor demasiado entendido para no percatarse de las ventajas que se pueden lograr con algún procedimiento semejante.
Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la intención establecida.
Creo que existe un radical error en el método que se emplea por lo general para construir un cuento. Algunas veces, la historia nos proporciona una tesis; otras veces, el escritor se inspira en un caso contemporáneo o bien, en el mejor de los casos, se las arregla para combinar los hechos sorprendentes que han de tratar simplemente la base de su narración, proponiéndose introducir las descripciones, el diálogo o bien su comentario personal donde quiera que un resquicio en el tejido de la acción brinde la ocasión de hacerlo.
A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la de un efecto que se pretende causar. Teniendo siempre a la vista la originalidad (porque se traiciona a sí mismo quien se atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me digo, ante todo: entre los innumerables efectos o impresiones que es capaz de recibir el corazón, la inteligencia o, hablando en términos más generales, el alma, ¿cuál será el único que yo deba elegir en el caso presente?
Habiendo ya elegido un tema novelesco y, a continuación, un vigoroso efecto que producir, indago si vale más evidenciarlo mediante los incidentes o bien el tono o bien por los incidentes vulgares y un tono particular o bien por una singularidad equivalente de tono y de incidentes; luego, busco a mi alrededor, o acaso mejor en mí mismo, las combinaciones de acontecimientos o de tomos que pueden ser más adecuados para crear el efecto en cuestión.
He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras hasta llegar al término definitivo de su realización.
Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo semejante; pero quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que justifique esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición extática; experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos. La verdadera decisión se adopta en el último momento, ¡a tanta idea entrevista!, a veces sólo como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse a plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser de índole inabordable, la elección prudente y los arrepentimientos, las dolorosas raspaduras y las interpolación. Es, en suma, los rodamientos y las cadenas, los artificios para los cambios de decoración, las escaleras y los escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los lunares y todos los aceites que en el noventa y nueve por ciento de los casos son lo peculiar del histrión literario.
Por lo demás, no se me escapa que no es frecuente el caso en que un autor se halle en buena disposición para reemprender el camino por donde llegó a su desenlace.
Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas y finalmente olvidadas de la misma manera.
En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de hablar, ni encuentro la menor dificultad en recordar la marcha progresiva de todas mis composiciones. Puesto que el interés de este análisis o reconstrucción, que se ha considerado como un desiderátum en literatura, es enteramente independiente de cualquier supuesto ideal en lo analizado, no se me podrá censurar que salte a las conveniencias si revelo aquí el modus operandi con que logré construir una de mis obras. Escojo para ello El cuervo debido a que es la más conocida de todas. Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.
Puesto que no responde directamente a la cuestión poética, prescindamos de la circunstancia, si lo prefieren, la necesidad, de que nació la intención de escribir un poema tal que satisficiera al propio tiempo el gusto popular y el gusto crítico.
Mi análisis comienza, por tanto, a partir de esa intención.
La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra literaria es demasiado extensa para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar privados del efecto, soberanamente decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones se interponen entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la totalidad queda destruido automáticamente. Pero, habida cuenta de que coeteris paribus, ningún poeta puede renunciar a todo lo que contribuye a servir su propósito, queda examinar si acaso hallaremos en la extensión alguna ventaja, cual fuere, que compense la pérdida de unidad aludida. Por el momento, respondo negativamente. Lo que solemos considerar un poema extenso en realidad no es más que una sucesión de poemas cortos, es decir, de efectos poéticos breves. Es inútil sostener que un poema no es tal sino en cuanto eleva el alma y te reporta una excitación intensa: por una necesidad psíquica, todas las excitaciones intensas son de corta duración. Por eso, al menos la mitad del "Paraíso perdido" no es más que pura prosa: hay en él una serie de excitaciones poéticas salpicadas inevitablemente de depresiones.
En conjunto, la obra toda, a causa de su extensión excesiva, carece de aquel elemento artístico tan decisivamente importante: totalidad o unidad de efecto.
En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un límite positivo para todas las obras literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos géneros de prosa, como Robinson Crusoe, no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado: sin embargo, nunca será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite, la extensión de un poema debe hallarse en relación matemática con el mérito del mismo, esto es, con la elevación o la excitación que comporta; dicho de otro modo, con la cantidad de auténtico efecto poético con que pueda impresionar las almas.
Esta regla sólo tiene una condición restrictiva, a saber: que una relativa duración es absolutamente indispensable para causar un efecto, cualquiera que fuere.
Teniendo muy presentes en mí ánimo estas consideraciones, así como aquel grado de excitación que nos situaba por encima del gusto popular y por debajo del gusto crítico, concebí ante todo una idea sobre la extensión idónea para el poema proyectado: unos cien versos aproximadamente. En realidad cuenta exactamente ciento ocho.
Mi pensamiento se fijó seguidamente en la elevación de una impresión o de un efecto que causar. Aquí creo que conviene observar que, a través de este trabajo de construcción, tuve siempre presente la voluntad de lograr una obra universalmente apreciable.
Me alejaría demasiado de mi objeto inmediato presente si me entretuviese en demostrar un punto en que he insistido muchas veces: que lo bello es el único ámbito legítimo de la poesía. Con todo, diré unas palabras para presentar mi verdadero pensamiento, que algunos amigos míos se han apresurado demasiado a disimular. El placer a la vez más intenso, más elevado y más puro no se encuentra -según creo- más que en la contemplación de lo bello. Cuando los hombres hablan de belleza no entienden precisamente una cualidad, como se supone, sino una impresión: en suma, tienen presente la violenta y pura elevación del alma -no del intelecto ni del corazón- que ya he descrito y que resulta de la contemplación de lo bello. Ahora bien, yo considero la belleza como el ámbito de la poesía, porque es una regla evidente del arte que los efectos deben brotar necesariamente de causas directas, que los objetos deben ser alcanzados con los medios más apropiados para ello -ya que ningún hombre ha sido aún bastante necio para negar que la elevación singular de que estoy tratando se halle más fácilmente al alcance de la poesía. En cambio, el objeto verdad, o satisfacción del intelecto, y el objeto pasión, o excitación del corazón, son mucho más fáciles de alcanzar por medio de la prosa aunque, en cierta medida, queden también al alcance de la poesía.
En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una familiaridad (los hombres verdaderamente apasionados me comprenderán) radicalmente contrarias a aquella belleza, que no es sino la excitación -debo repetirlo- o el embriagador arrobamiento del alma.
De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno deducirse que la pasión ni la verdad no puedan ser introducidas en un poema, incluso con beneficio para éste; ya que pueden servir para aclarar o para potenciar el efecto global, como las disonancias por contraste. Pero el auténtico artista se esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio al objeto principal que se pretenda, y además en rodearlas, tanto como pueda, de la nube de belleza que es atmósfera y esencia de la poesía. En consecuencia, considerando lo bello como mi terreno propio, me pregunté entonces: ¿cuál es el tono para su manifestación más alta? Éste había de ser el tema de mi siguiente meditación. Ahora bien, toda la experiencia humana coincide en que ese tono es el de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la belleza, en su desarrollo supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas sensibles. Así, pues, la melancolía es el más idóneo de los tonos poéticos.
Una vez determinados así la dimensión, el terreno y el tono de mi trabajo, me dediqué a la busca de alguna curiosidad artística e incitante, que pudiera actuar como clave en la construcción del poema: de algún eje sobre el que toda la máquina hubiera de girar; empleando para ello el sistema de la introducción ordinaria. Reflexionando detenidamente sobre todos los efectos de arte conocidos o, más propiamente, sobre todo los medios de efecto -entendiendo este término en su sentido escénico-, no podía escapárseme que ninguno había sido empleado con tanta frecuencia como el estribillo.
La universalidad de éste bastaba para convencerme acerca de su intrínseco valor, evitándome la necesidad de someterlo a un análisis. En cualquier caso, yo no lo consideraba sino en cuanto susceptible de perfeccionamiento; y pronto advertí que se encontraba aún en un estado primitivo. Tal como habitualmente se emplea, el estribillo no sólo queda limitado a las composiciones líricas, sino que la fuerza de la impresión que debe causar depende del vigor de la monotonía en el sonido y en la idea. Solamente se logra el placer mediante la sensación de identidad o de repetición. Entonces yo resolví variar el efecto, con el fin de acrecentarlo, permaneciendo en general fiel a la monotonía del sonido, pero alterando continuamente el de la idea: es decir, me propuse causar una serie continua de efectos nuevos con una serie de variadas aplicaciones del estribillo, dejando que éste fuese casi siempre parecido.
Habiendo ya fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza de mi estribillo: puesto que su aplicación tenía que ser variada con frecuencia, era evidente que el estribillo en cuestión había de ser breve, pues hubiera sido una dificultad insuperable variar frecuentemente las aplicaciones de una frase un poco extensa. Por supuesto, la facilidad de variación estaría proporcionada a la brevedad de una frase. Ello me condujo seguidamente a adoptar como estribillo ideal una única palabra. Entonces me absorbió la cuestión sobre el carácter de aquella palabra. Habiendo decidido que habría un estribillo, la división del poema en estancias resultaba un corolario necesario, pues el estribillo constituye la conclusión de cada estrofa. No admitía duda para mí que semejante conclusión o término, para poseer fuerza, debía ser necesariamente sonora y susceptible de un énfasis prolongado: aquellas consideraciones me condujeron inevitablemente a la o larga, que es la vocal más sonora, asociada a la r, porque ésta es la consonante más vigorosa.
Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A continuación era preciso elegir una palabra que lo contuviese y, al propio tiempo, estuviese en el acuerdo más armonioso posible con la melancolía que yo había adoptado como tono general del poema. En una búsqueda semejante, hubiera sido imposible no dar con la palabra nevermore (nunca más). En realidad, fue la primera que se me ocurrió.
El siguiente fue éste: ¿cual será el pretexto útil para emplear continuamente la palabra nevermore? Al advertir la dificultad que se me planteaba para hallar una razón válida de esa repetición continua, no dejé de observar que surgía tan sólo de que dicha palabra, repetida tan cerca y monótonamente, había de ser proferida por un ser humano: en resumen, la dificultad consistía en conciliar la monotonía aludida con el ejercicio de la razón en la criatura llamada a repetir la palabra. Surgió entonces la posibilidad de una criatura no razonable y, sin embargo, dotada de palabra: como lógico, lo primero que pensé fue un loro; sin embargo, éste fue reemplazado al punto por un cuervo, que también está dotado de palabra y además resulta infinitamente más acorde con el tono deseado en el poema.
Así, pues, había llegado por fin a la concepción de un cuervo. ¡El cuervo, ave de mal agüero!, repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al final de cada estancia en un poema de tono melancólico y una extensión de unos cien versos aproximadamente.
Entonces, sin perder de vista el superlativo o la perfección en todos los puntos, me pregunté: entre todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más, según lo entiende universalmente la humanidad? Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese asunto, el más triste de todos, resulta ser también el más poético? Según lo ya explicado con bastante amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente: cuando se alíe íntimamente con la belleza. Luego la muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase, el tema más poético del mundo; y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro.
Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a su amada perdida. Y un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No sólo tenía que combinarlas, sino además variar cada vez la aplicación de la palabra que se repetía: pero el único medio posible para semejante combinación consistía en imaginar un cuervo que aplicase la palabra para responder a las preguntas del amante. Entonces me percaté de la facilidad que se me ofrecía para el efecto de que mi poema había de depender: es decir, el efecto que debía producirse mediante la variedad en la aplicación del estribillo.
Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el amante, a la que respondería el cuervo: nevermore; que de esta primera pregunta podía hacer una especie de lugar común, de la segunda algo menos común, de la tercera algo menos común todavía, y así sucesivamente, hasta que por último el amante, arrancado de su indolencia por la índole melancólica de la palabra, su frecuente repetición y la fama siniestra del pájaro, se encontrase presa de una agitación supersticiosa y lanzase locamente preguntas del todo diversas, pero apasionadamente interesantes para su corazón: unas preguntas donde se diesen a medias la superstición y la singular desesperación que halla un placer en su propia tortura, no sólo por creer el amante en la índole profética o diabólica del ave (que, según le demuestra la razón, no hace más que repetir algo aprendido mecánicamente), sino por experimentar un placer inusitado al formularlas de aquel modo, recibiendo en el nevermore siempre esperado una herida reincidente, tanto más deliciosa por insoportable.
Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se me imponía en el transcurso de mi trabajo, decidí primero la pregunta final, la pregunta definitiva, para la que el nevermore sería la última respuesta, a su vez: la más desesperada, llena de dolor y de horror que concebirse pueda.
Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el fin, como debieran comenzar todas las obras de arte: entonces, precisamente en este punto de mis meditaciones, tomé por vez primera la pluma, para componer la siguiente estancia:

¡Profeta! Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero profeta siempre!
Por ese cielo tendido sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos adoramos,
di a esta alma cargada de dolor si en el Paraíso lejano
podrá besar a una joven santa que los ángeles llaman Leonor,
besar a una preciosa y radiante joven que los ángeles llaman Leonor".
El cuervo dijo: "¡Nunca más!".

Sólo entonces escribí esta estancia: primero, para fijar el grado supremo y poder de este modo, más fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y su importancia, las preguntas anteriores del amante; y en segundo término, para decidir definitivamente el ritmo, el metro, la extensión y la disposición general de la estrofa, así como graduar las que debieran anteceder, de modo que ninguna aventajase a ésta en su efecto rítmico. Si, en el trabajo de composición que debía subseguir, yo hubiera sido tan imprudente como para escribir estancias más vigorosas, me hubiera dedicado a debilitarlas, conscientemente y sin ninguna vacilación, de modo que no contrarrestasen el efecto de crescendo.
Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer objeto era, como siempre, la originalidad. Una de las cosas que me resultan más inexplicables del mundo es cómo ha sido descuidada la originalidad en la versificación. Aun reconociendo que en el ritmo puro exista poca posibilidad de variación, es evidente que las variedades en materia de metro y estancia son infinitas: sin embargo, durante siglos, ningún hombre hizo nunca en versificación nada original, ni siquiera ha parecido desearlo.
Lo cierto es que la originalidad -exceptuando los espíritus de una fuerza insólita- no es en manera alguna, como suponen muchos, cuestión de instinto o de intuición. Por lo general, para encontrarla hay que buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo mérito de la más alta categoría, el espíritu de invención no participa tanto como el de negación para aportarnos los medios idóneos de alcanzarla.
Ni qué decir tiene que yo no pretendo haber sido original en el ritmo o en el metro de El cuervo. El primero es troqueo; el otro se compone de un verso octómetro acataléctico, alternando con un heptámetro cataléctico que, al repetirse, se convierte en estribillo en el quinto verso, y finaliza con un tetrámetro cataléctico. Para expresarme sin pedantería, los pies empleados, que son troqueos, consisten en una sílaba larga seguida de una breve; el primer verso de la estancia se compone de ocho pies de esa índole; el segundo, de siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de siete y medio; el quinto, también de siete y medio; el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se consideran aisladamente cada uno de esos versos habían sido ya empleados, de manera que la originalidad de El cuervo consiste en haberlos combinado en la misma estancia: hasta el presente no se había intentado nada que pudiera parecerse, ni siquiera de lejos, a semejante combinación. El efecto de esa combinación original se potencia mediante algunos otros efectos inusitados y absolutamente nuevos, obtenidos por una aplicación más amplia de la rima y de la aliteración.
El punto siguiente que considerar era el modo de establecer la comunicación entre el amante y el cuervo: el primer grado de la cuestión consistía, naturalmente, en el lugar. Pudiera parecer que debiese brotar espontáneamente la idea de una selva o de una llanura; pero siempre he estimado que para el efecto de un suceso aislado es absolutamente necesario un espacio estrecho: le presta el vigor que un marco añade a la pintura. Además, ofrece la ventaja moral indudable de concentrar la atención en un pequeño ámbito; ni que decir tiene que esta ventaja no debe confundirse con la que se obtenga de la mera unidad de lugar.
En consecuencia, decidí situar al amante en su habitación, en una habitación que había santificado con los recuerdos de la que había vivido allí. La habitación se describiría como ricamente amueblada: con objeto de satisfacer las ideas que ya expuse acerca de la belleza, en cuanto única tesis verdadera de la poesía.
Habiendo determinado así el lugar, era preciso introducir entonces el ave: la idea de que ésta penetrase por la ventana resultaba inevitable. Que al amante supusiera, en el primer momento, que el aleteo del pájaro contra el postigo fuese una llamada a su puerta era una idea brotada de mi deseo de aumentar la curiosidad del lector, obligándole a aguardar; pero también del deseo de colocar el efecto incidental de la puerta abierta de par en par por el amante, que no halla más que oscuridad, y que por ello puede adoptar en parte la ilusión de que el espíritu de su amada ha venido a llamar... Hice que la noche fuera tempestuosa, primero para explicar que el cuervo buscase la hospitalidad; también para crear el contraste con la serenidad material reinante en el interior de la habitación.
Así, también, hice posarse el ave sobre el busto de Palas para establecer el contraste entre su plumaje y el mármol. Se comprende que la idea del busto ha sido suscitada únicamente por el ave; que fuese precisamente un busto de Palas se debió en primer lugar a la relación íntima con la erudición del amante y en segundo término a causa de la propia sonoridad del nombre de Palas.
Hacia mediados del poema, exploté igualmente la fuerza del contraste con el objeto de profundizar la que sería la impresión final. Por eso, conferí a la entrada del cuervo un matiz fantástico, casi lindante con lo cómico, al menos hasta donde mi asunto lo permitía. El cuervo penetra con un tumultuoso aleteo.

No hizo ni la menor reverencia, no se detuvo, no vaciló ni un minuto;
pero con el aire de un señor o de una dama, colgóse sobre la puerta de mi habitación.

En las dos estancias siguientes, el propósito se manifiesta aun más:

Entonces aquel pájaro de ébano, que por la gravedad de su postura y la severidad
de su fisonomía inducía a mi triste imaginación a sonreír:
"Aunque tu cabeza", le dije, "no lleve ni capote ni cimera,
ciertamente no eres un cobarde, lúgubre y antiguo cuervo partido de las riberas de la noche.
¡Dime cuál es tu nombre señorial en las riberas de la noche plutónica".
El cuervo dijo: "¡Nunca más!".

Preparado así el efecto del desenlace, me apresuro a abandonar el tono fingido y adoptar el serio, más profundo: este cambio de tono se inicia en el primer verso de la estancia que sigue a la que acabo de citar:

Mas el cuervo, posado solitariamente en el busto plácido, no profirió..., etc.

A partir de este momento, el amante ya no bromea; ya no ve nada ficticio en el comportamiento del ave. Habla de ella en los términos de una triste, desgraciada, siniestra, enjuta y augural ave de los tiempos antiguos y siente los ojos ardientes que le abrasan hasta el fondo del corazón. Esa transición de su pensamiento y esa imaginación del amante tienen como finalidad predisponer al lector a otras análogas, conduciendo el espíritu hacia una posición propicia para el desenlace, que sobrevendrá tan rápida y directamente como sea posible. Con el desenlace propiamente dicho, expresado en el jamás del cuervo en respuesta a la última pregunta del amante -¿encontrará a su amada en el otro mundo?-, puede considerarse concluido el poema en su fase más clara y natural, la de simple narración. Hasta el presente, todo se ha mantenido en los límites de lo explicable y lo real.
Un cuervo ha aprendido mecánicamente la única palabra jamás; habiendo huido de su propietario, la furia de la tempestad le obliga, a medianoche, a pedir refugio en una ventana donde aún brilla una luz: la ventana de un estudiante que, divertido por el incidente, le pregunta en broma su nombre, sin esperar respuesta. Pero el cuervo, al ser interrogado, responde con su palabra habitual, nunca más: palabra que inmediatamente suscita un eco melancólico en el corazón del estudiante; y éste, expresando en voz alta los pensamientos que aquella circunstancia le sugiere, se emociona ante la repetición del jamás. El estudiante se entrega a las suposiciones que el caso le inspira; mas el ardor del corazón humano no tarda en inclinarle a martirizarse, así mismo y también por una especie de superstición a formularle preguntas que la respuesta inevitable, el intolerable "nunca más", le proporcione la más horrible secuela de sufrimiento, en cuanto amante solitario. La narración en lo que he designado como su primera fase o fase natural, halla su conclusión precisamente en esa tendencia del corazón a la tortura, llevada hasta el último extremo: hasta aquí, no se ha mostrado nada que pase los límites de la realidad.
Pero, en los temas manejados de esta manera, por mucha que sea la habilidad del artista y mucho el lujo de incidentes con que se adornen, siempre quedan cierta rudeza y cierta desnudez que dañan la mirada de la persona sensible. Dos elementos se exigen eternamente: por una parte, cierta suma de complejidad, dicho con mayor propiedad, de combinación; por otra cierta cantidad de espíritu sugestivo, algo así como una vena subterránea de pensamiento, invisible e indefinido. Esta última cualidad es la que le confiere a la obra de arte el aire opulento que a menudo cometemos la estupidez de confundir con el ideal. Lo que transmuta en prosa -y prosa de la más baja estofa-, la pretendida poesía de los que se denominan trascendentalistas, es justamente el exceso en la expresión del sentido que sólo debe quedar insinuado, la manía de convertir la corriente subterránea de una obra en la otra corriente, visible en la superficie.
Convencido de ello, añadí las dos estancias que concluyen el poema, porque su calidad sugestiva había de penetrar en toda la narración antecedente. La corriente subterránea del pensamiento se muestra por primera vez en estos versos:

Arranca tu pico de mi corazón y precipita tu espectro lejos de mi puerta.
El cuervo dijo: "Nunca más".


Quiero subrayar que la expresión "de mi corazón" encierra la primera expresión poética.
Estas palabras, con la correspondiente respuesta, jamás, disponen el espíritu a buscar un sentido moral en toda la narración que se ha desarrollado anteriormente.
Entonces el lector comienza a considerar el cuervo como un ser emblemático pero sólo en el último verso de la última estancia puede ver con nitidez la intención de hacer del cuervo el símbolo del recuerdo fúnebre y eterno.

Y el cuervo, inmutable, sigue instalado, siempre instalado
sobre el busto plácido de Palas, justo encima de la puerta de mi habitación;
y sus ojos parecen los ojos de un demonio que medita;
y la luz de la lámpara, que le chorrea encima, proyecta su sombra en el suelo;
y mi alma, fuera del círculo de aquella sombra que yace flotando en el suelo,
no podrá elevarse ya más, ¡nunca más!
1846