13 de marzo de 2009

El gato

Patricia Suárez
Para Pablo
No fue suficiente interrumpirle una película con el actor mejicano, ni que ella se levantara y oprimiera el interruptor de la tele, con un clic que sonó casi como un gemido. No fue suficiente tampoco, mirarla con absoluto desdén, culpándola de todas sus tribulaciones, haciéndole sentir que eso que a ella le parecía tan hermoso del contacto de sus cuerpos, eso que ella llamaba “el trueno y el relámpago”, para él no significaba nada, nada excepto la hilacha de cursilería de Matilde. Ni fue suficiente que ella trocara su expresión, paulatinamente, de profundo desgano hasta la expectativa angustiosa, alarmada de que a él le hubiese ocurrido algo, algo grave que aún no se leía en las marcas de su piel, pero sí en el gesto: un dolor que él ya no soportaba. Ella alzó su voz, que no era un hilo y atravesaba la densidad de casa objeto del living y vibraba en el actor mejicano ahora invisible en la pantalla. “Bueno, ¿qué pasa?”, preguntó. Y él la miró asustado, tal cual ella fuera el hombre de la bolsa y amenazara con meterlo en la áspera arpillera y tirarlo al abismo rocoso de alguna cumbre que ninguno de los dos conocía. “El gato no está”, respondió él.
La cara de ella se llenó de ira, y no era necesario contenerla porque se evaporaba sola, sin palabras ante la terrible angustia que parecía oprimirlo.
Matilde pensó: “¿Y qué? ¿Y qué con que haya desaparecido el gato? Era un gato roñoso: sólo servía para juntar pulgas”; pero únicamente pronunció: “Estará por ahí. Ya va a volver”. Más él no se tranquilizó. Se quedó como una estaca en el medio del living, con la vista clavada en los cacharritos que trajeron de Bolivia, hasta un punto en que Matilde creyó que los iba a volar por el aire, en pedazos, con el solo poder de mirada. “No. No va a volver. Y vos debés saber dónde está”, entonces Matilde se quedó petrificada. Amagó defenderse: “¡Yo! ¿Yo?”, y como él no se molestó en acusarla ni en ofrecerle explicaciones, ella se quedó callada, definitivamente, bajo la mirada severa de él, y el funesto augurio de que se le volarían entonces los sesos por todo ese odio que él tenía en los ojos. Entonces se le ocurrió precipitarse sobre él y gritarle la verdad: “¿El gato? Claro que sé dónde está. ¡Se fue y no va a volver! No. Porque te tenía un miedo espantoso. Por eso se fue”, sin embargo, desistió; nunca le dio resultado gritarle la verdad, porque él no la oía y rompía lo que tenía en la mira –en este caso la cabeza de ella– y después no le dirigía la palabra, y no valía la pena pelear por cuestiones tan nimias, como el gato. Así que se decidió y con un poco de buena voluntad, fue a la pieza y revolvió los cortinados –porque a veces el gato de metía ahí–, debajo de la cama, detrás de la puerta, siempre con él sobre sus pasos, desconfiando, como si ella hubiera escondido al gato en algún lugar de la casa y ahora estuviera disimulando. Porque no fue suficiente que ella sintiera "eso" como el caño de una pistola helada apuntándole los riñones, aunque no había pistola alguna, tan solo el odio que le ceñía la cintura y la penetraba como un filo. Matilde probó en la cocina: las alacenas, bajo la heladera; en un mal movimiento se cayó la frutera azul, el vidrio cortó los duraznos priscos y se hizo una pulpa sanguinolenta que la dejó pensando. Él miraba y dudaba, y esto no le era suficiente, deseaba castigarla; el año pasado ella arruinó la radio nueva por el olvidarla en el patio un día de lluvia, y otra vez volcó el café con leche sobre su único pantalón de pana –cuando lo vio el tintorero desesperó por llevarlo a su color original con todas las artimañas de sus anilinas y extractos naturales; desesperó el tintorero, desesperó él, pero Matilde permaneció serena, con un "gran peso en el corazón", aunque, ¿quién conocía su corazón? ¿quién podía asegurar que allí se estacionaba el gran peso de la amargura por el pantalón de pana manchado?– Él le iba indicando "ahí, ahí", y ella se dirigía a ese lugar como una flecha, torciéndose y cimbreándose ante las directivas de él igual que un junco, de ésos que había en los márgenes del Nilo, en la época de Moisés. Al fin, ella, con la infinita paciencia de su amor, sugirió: “En el tejado a lo mejor lo vemos” y él asintió. Ella trepó por la escalera, y era extraño comprobar que esas manos acostumbradas a pelar papas, rallar zanahorias, pelar zapallitos y machacar carne, podían asirse con tanta fuerza al alero, a las tejas, a la antena de televisión. Ella se puso una mano a modo de visera y trató de espiar los techos vecinos. En las otras terrazas flameaba la ropa recién tendida: eso él lo podía observar. El pelo de ella –con su tinta "solferino"– recogido en la nuca, le daba apariencia de nido acogedor, de ésos nidos de los dibujos de Walt Disney. “El gato no se ve”, dijo Matilde.
“Andá más para la cornisa, mamá”, ordenó él.
Y Matilde pensó: “¿Por qué? ¿Por qué no vas vos? ¿Qué me importa a mí del gato y de tu tristeza por ese gato mugroso?”, no obstante se acercó más a la cornisa, el sacrificio de su amor estaba consumado –y ése gato horrible que no aparecía– pero tampoco fue suficiente. Sobre el borde del tejado Matilde era una veleta, más que una veleta, un pájaro, con su cabello ahora desanudado y su ropa al viento, más ligera que cualquier prenda que uno viera flamear en las sogas del vecindario.
Él estuvo por decir –tal vez lo pronunció en voz baja– “Bajate, mamá”, pero ella únicamente oyó, “El gato está muerto”. Matilde se volvió, trastabilló, se aferró a una teja –la única que el albañil colocó como es debido– y empezó a reincorporarse, esta vez segura, segurísima de que él lo había matado, de que su hijo había matado al gato, porque para él, nada era suficiente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario