8 de marzo de 2009

Todo es cuestión de costumbre

Carlos Meneses Cárdenas

Levantó el teléfono, le urgía comunicarse. Estaba desconectado. Extrañado, hasta desconcertado, hizo varios intentos para lograr conexión, imposible conseguirlo. Acudió al fax y le pasó lo mismo. Molesto, manipuló la computadora; tenía en ese momento la expresión de quien se halla de cara a la esperanza. Tampoco hubo obediencia en este aparato. Dominado por la rabia que brota de la impotencia decidió salir a la calle y hacer sus llamadas desde un teléfono público. La puerta principal no se abrió. Fue hacia la otra puerta, atravesando una pequeña terraza y pasando delante de la cocina; sucedió lo mismo, sus fuerzas no resultaban suficientes. Miró nervioso a través de las ventanas y notó algo extraño que tardó en entender. Las casas que estaban frente a la suya habían desaparecido. Procuró divisar las que estaban a los costados y las de las otras manzanas; no estaban en su sitio, no se veía ninguna edificación.
Subió precipitadamente la escalera que lleva a la planta alta; quería ver desde los balcones los alrededores de su casa. Fue imposible, no los pudo encontrar. Procuró espiar por los varios y enormes ventanales: se encontró con solo dos minúsculas ventanas y no pudo ver sino una inmensa planicie desértica rodeando su casa. Bajó con la rapidez del desespero los veinte escalones para volver al piso bajo. Se halló con que sólo había una habitación estrecha y en penumbra. Habían desaparecido las ventanas y toda comunicación con el exterior. Más asustado que rabioso volvió a subir la escalera de dos en dos escalones. Encontró un panorama similar. Una sola habitación. Había desaparecido la hermosa claraboya que traía un brazo plateado de luz. Bramando maldiciones decidió volver a la planta baja. Le fue imposible, ya no había escalera y reinaba la oscuridad total.
Pensó que lo único que le quedaba era saltar al vacío y procurar abrir una salida, aunque fuera utilizando muebles para golpear las paredes. Descubrió que yo no estaba en los altos, que no necesitaba saltar; sólo quedaba ese sitio donde se hallaba de pie. Estiró los brazos y sus manos tocaron paredes cada vez más cercanas. Se tuvo que acuclillar porque el techo había descendido y presionaba sobre su cabeza. Daba gritos pidiendo ayuda. En el profundo negror y la estrechez sólo le quedaba echarse boca arriba en el suelo. Con la cabeza tocaba una pared, con los pies la de enfrente. Pensó en Borges, en Poe, en Kafka, y decidió de forma alborotada que alguno de ellos podría venir en su ayuda y recogerlo en alguno de sus libros para liberarlo de la tortura a la que estaba sometido. Le pareció oír sus voces: una los instaba a la lucha; otra, a la resignación; la tercera, al olvido. Quiso maldecir y no tuvo palabras. Quiso llorar y le faltaron lágrimas. Quiso golpear con los puños y los pies todo lo que le rodeaba y se dio cuenta de que carecían de movimiento sus extremidades. Poco a poco se fue quedando rígido. Por fin llegó un momento en el que supo dónde estaba y hacia dónde iba.

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