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21 de marzo de 2013

De Cortázar a Perec en palíndromos


Por Juan-Jacobo Bajarlía

En una leyenda consignada por John Batharly en el Infolio 7 (Warren, 1971), se dice literalmente que Iavé, en el instante de infundir vida  en esa arcilla que se llamó Adán, pronunció una palabra cargada de magia: Aemeth, que significaba verdad.
Posteriormente Eleazar de Works concibió, en el año 1000, una fórmula para utilizar esta palabra en la creación de seres artificiales. Así fabricó al primer Golem, en cuya frente escribió la palabra Aemeth para infundirle movimiento y habla. Pero un día, temiendo la rebeldía del Golem, borró las dos primera letras de la inscripción, y dejó el resto de la palabra: meth, es decir, muerte. Así murió el Golem.
Sin embargo, antes de que esto sucediera, el Golem le propuso agregar a la palabra Aemeth otra más para formar una frase que significara: regreso de la muerte para conocer la verdad.
Convencido, Eleazar de Works redactó la fórmula. Eran tres palabras que coincidían silábicamente. Podían leerse con idéntico significado de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Pero el creador del Golem, aterrorizado por las consecuencias que pudiera desatar la inscripción en la frente de su criatura, quemó la fórmula arrojándola al fuego. Fue el primer palíndromo de la historia que el pudor de un sabio nos impidió conocer.

La fascinación del juego

A partir de ese intento sólo sabemos que León VI, emperador de Bizancio, inspirándose en los ángeles, concretó 27 palíndromos.
Juan Filloy, acosado por Pitágoras, retomó el desafío y alcanzó la cifra fabulosa de 6.000.
Edmund Carter, a su vez, en The Dark Man of the Palindromes (London Press, 1969), nos habla de un hombre prodigioso capaz de improvisar un palíndromo con solo dos palabras pronunciadas por el desafiante.
Daniel Samoilovich, por su parte, nos informa que Georges Perec creó un palíndromo de 5.000 palabra en Oulipo, la littérature potentielle (Gallimard, 1973).
Pero el juego, como decía Eléctides de Agrigento en el siglo III a. de J.C., según surge de la Calimeraquia (fr. 19), es una instancia que lleva hacia el olvido y exige una exaltación prodigiosa para transfigurar el ser.
Es posible que éste haya sido el pensamiento de Julio Cortázar al describir el insomnio de Alina Reyes en su cuento Lejana. Para poder dormir la protagonista recurre a esta ingeniosidad. Lucubra vocales y consonantes e intenta, por fin, los enigmas reversibles. Algunos son de Filloy: salta Lenín el atlas; amigo, no gima; átale, demoníaco Caín, o me delata.

Un nuevo creador

Se llama Carlos Nafarrete y es médico. Fue el creador del Factor A G y de la Vacuna. Y algo más que los futbolistas piden a gritos cuando son víctimas de un encontronazo en las canchas: el Algispray. Es un porteño de Colegiales, nacido en una fecha esotérica: el 7 del VII de 1917. Y además séptimo hijo, por añadidura.
Estuvimos hablando en un bar de la Diagonal Norte: médico y problemista de ajedrez, con varios premios internacionales. Y también admirador de Juan Filloy. No creó tantos palíndromos como el novelista cordobés. Pero ensayó todas las variantes. He aquí algunos sobre temas de historia y mitología:
A Bruto la turba bruta lo turba.
¿O dioses o ídolos? ¡Sólo Dios es oído!
¿Amor, honor a Nerón?... ¡Oh, Roma!
Ama mal Edipo: pide la mamá.
Icono con sagradas adargas no conocí.
Con humor:
Ser o no ser… Acá va la vaca: res o no res.
Oí dar alaridos. ¿Lo dirá la radio?
Nota épica: ¡Nací peatón!
Aída da cama… y ama cada día.
Satíricos:
¡Ay! Oí no me desea ese demonio ya.
Zapato… bota…, ¿paz?
No, Elsa iba sola, ¿Lo sabías, León?
Ella te dará detalle.
Mas imitar a pavo, no va para ti, mi Sam.
Musicales:
Así Mozart trazó misa.
Si era mal la nota, átona llamaréis.
La nota de oboe da tonal.
Seguimos en el bar. Navarrete tiene palíndromos de 32 palabras, incluso trabalenguas (a barro borra barro, borra barro borraba).
No nos olvidemos que también es pediatra y lleva el juego de los niños en la sangre, como esa transfiguración de la que hablaba Eléctides de Agrigento. Quizá por eso, fue llamado para integrar el Club Internacional de Palindromistas que se está constituyendo en España.
Y algo más para terminar. Navarrete, como el Oscuro de Edmundo Carter, también puede improvisar un palíndromo a parir de un apellido. El problema según él, está a medio camino entre la inspiración y las “afinidades electivas”.



Clarín, Cultura y Nación, Buenos Aires, jueves 24 de abril de 1986


¿Quién fue William Shakespeare?

Una vieja polémica sobre la existencia real del gran dramaturgo

¿Varios autores ocultos detrás de un seudónimo? ¿Un misterioso juego de dramaturgos para revelar costumbres secretas de la corte isabelina? ¿El capricho de un conde genial? Estos son algunos de los interrogantes que circulan alrededor de la existencia de William Shakespeare, autor de más de doce piezas teatrales antológicas cuya autoría ha merecido resonantes polémicas a través de los siglos. La nota que se incluye es un testimonio de ese misterio.


Por Virgilio Lavalleja


La prueba de la existencia de Shakespeare es una controversia solo superada por las pruebas de la existencia de Dios. Un abundante bando escéptico ha sostenido, entre otros argumentos, que un solo hombre no pudo haber escrito las 37 piezas que se le atribuyen, a un promedio de dos por año, con sus extremos de variedad y riqueza. Pero hasta ahora sigue en ventaja el bando creyente, que se apoya en una serie de registros oficiales de la época y que da por seguras las fechas de nacimiento y muerte (1564-1616), su casamiento con Anne Hathaway y la existencia de tres hijos llamados Susana, Hammet y Judith.
Entre los creyentes de recientes promociones cabe destacar al norteamericano Sam Schoenbaum, que es profesor de literatura renacentista y autor de un libro que se llama nada menos que William Shakespeare: A Documentary Life, calificado como obra maestra por el New York Review of Books. A Schoenbaum se le atribuye la observación que la familia de Shakespeare pagó el costo de un pequeño busto que lo conmemora y que ahora está colocado en la Holy Trinity Church de Stratford. Como ese busto fue hecho en 1618, dos años después de la muerte, parece confirmarse la existencia de un hombre real.
Los escépticos no se han dejado convencer por esas y otras argumentaciones. Han sostenido que, aun admitida la existencia de una personalidad teatral llamada William Shakespeare, sigue siendo probable que bajo ese nombre se haya cobijado todo un “club isabelino”. Esa hipótesis otorga a la palabra “Shakespeare” el carácter de seudónimo colectivo para varios escritores que fueron sus contemporáneos, como Edmund Spencer, Sir Walter Raleigh, Christopher Marlowe, William Stanleny y Francis Bacon. Con esa base se explicarían, a un mismo tiempo, la variedad y la abundancia de la obra de Shakespeare; también se explicaría la destrucción de los manuscritos originales, ninguno de los cuales ha perdurado. Una argumentación aun mejor es la que recuerda a Shakespeare como un hombre de la escena, actor y probablemente director en el Globe Theatre. Parece probable que ciertos escritores de la época hayan querido desvincularse oficialmente de una tarea teatral que entonces estaba mal vista. Y parece verosímil que solo con un grupo de escritores haya podido reunirse la cantidad de acotaciones en esas obras sobre la nobleza, la vida en las cortes reales.
Una ferviente partidaria de esa teoría del “seudónimo” fue la maestra norteamericana Delia Bacon (1811-1859), quien creyó encontrar cifrados según los cuales un “club isabelino” habría conspirado para lanzar una inmensa producción literaria bajo el nombre de un solo autor ficticio. No adujo en cambio ser descendiente de Francis Bacon, dato que habría complicado la historia. En su empeño por probar la teoría del seudónimo, Delia Bacon encontró durante un tiempo la expresa aprobación del filósofo Ralph Waldo Emerson, y fue con el apoyo de éste que Delia viajó a Inglaterra, donde pretendía abrir la tumba de Shakespeare en Stratford-on-Avon, presumiendo que allí encontraría una prueba documental de sus teorías.
En Inglaterra, pese al apoyo adicional del escritor Thomas Carlyle y a su compromiso de enviar a la revista norteamericana Putnam’s el resultado de sus investigaciones, Delia Bacon terminó por negarse a abrir la tumba en cuestión y también a seguir diversas caminos de investigación que le fueron sugeridos. Es probable que haya llegado a leer en la tumba de Shakespeare un epitafio de cuatro líneas, la última de las cuales dice:
“…y maldito sea aquel que remueva mis huesos”.
Esa preferencia por las teorías y ese desdén por las comprobaciones llevaron a que la Bacon perdiera el apoyo de Putnam’s y de Emerson, pero en cambio llegó a publicar un libro titulado La filosofía revelada de las obras de Shakespeare (1857), tras cuatro años de residir en Stratford.
A esa altura la Bacon enloqueció, vivió recluida y en 1858 fue recogida por un sobrino, que la devolvió a Estados Unidos, donde falleció un año después en una casa de salud. Las noticias sobre la Bacon apuntaron que en su juventud había sufrido un grave contratiempo amoroso, lo que explicaría algunas obsesiones posteriores. Pero sus teorías no eran totalmente alucinadas. También Walt Whitman, Henry James y Sigmund Freíd, entre otros, manifestaron alguna aprobación por las teorías de la Bacon.
Una variante a la tesis del seudónimo colectivo ha sido la de atribuir las obras de Shakespeare a su contemporáneo Edward (o Edwin) De Vere, conde de Oxford (1550-1604), que fue actor, poeta, dramaturgo y protector de un grupo teatral conocido como “Oxford’s Men”. Esa tesis señala que los poemas escritos comprobadamente por De Vere son previos a la obra de Shakespeare, como si a cierta altura el autor hubiera resuelto protegerse utilizando un nombre ajeno. Aunque para ciertos círculos el teatro era un oficio poco respetable, a Shakespeare le habría convenido, sin duda, aumentar su repertorio con obras que podía llamar suyas.
La Enciclopedia Británica señala que la muerte de De Vere en 1604 es un grave impedimento para aceptar la teoría. Entre las obras estrenadas después de ese año, la cronología de Shakespeare incluye Otelo, Rey Lear, Macbeth, Coriolano, La tempestad y media docena más.
Para que la teoría fuera cierta, De Vere debió dejar escritas todas esas obras, que se estrenarían después de su fallecimiento en 1604.
La historia de la literatura demuestra que ha sido muy variados los motivos por los que un autor decide utilizar un seudónimo y no su nombre propio. Desde Voltaire a Bustos Domecq, pasando por Stendhal, George Sand, Lewis Carroll y Mark Twain, el seudónimo pudo responder a un capricho personal, a un aparente ocultamiento de sexo, al afán de eludir las derivaciones de una censura o de un contrato.
Nadie ha probado todavía que Shakespeare fuera solo un seudónimo, pero si eso consiguiera demostrarse, habría que agregar un motivo estrepitoso: el de que uno o varios escritores, alrededor de 1600, quisieron ocultar celosamente su responsabilidad como autores de Hamlet, Romeo y Julieta, Ricardo III y otras conceptuadas obras del teatro universal.



Clarín, Cultura y Nación, Buenos Aires, jueves 9 de agosto de 1984


22 de junio de 2012


La universalidad del escritor


Por Miguel Delibes
  
Como condicionantes de la fórmula novelesca a adoptar, los personajes delatan ya su importancia dentro de la novela. Pero los personajes, unos personajes vivos, pueden conseguir que un tema aparentemente baladí se haga trascendente, y verosímil la más descabellada de las peripecias. Desde este punto de vista, la misión del novelista consiste en descifrar al hombre y, consecuentemente, su sitio debe estar cerca del hombre. Únicamente viviendo a su lado podrá un día desentrañarlo. Pero esta misión es cada día más difícil ya que nuestra época, en virtud del cine y del turismo masivo, de la rápida difusión de modos y modas, propende al mimetismo, a la uniformidad. Nada digamos de la urbanidad, que con frecuencia recata no poco la hipocresía, de tal forma que muchos rasgos distintivos, caracterizadores, se desvanecen hoy con la convivencia y los convencionalismos sociales. Pero, pese a todos los obstáculos, el novelista ha venido al mundo para eso, para descubrir lo que hay de cierto y de postizo en el hombre, para darnos su auténtica dimensión.
Este ocultamiento progresivo del hombre se acentúa a medida que asciende en la escala social y se agrupa en mayores concentraciones urbanas. De ahí mi inclinación a novelar las gentes sencillas de las pequeñas ciudades o los medios rurales. Esta tendencia mía ha sido, sin embargo, mal interpretada por algunos que entienden que, como novelista, me perjudica vivir en provincias. Ante esta afirmación no puedo ocultar mi estupor. ¿Quieren decir estos señores que es malo que mis novelas discurran de ordinario en el campo o en pequeñas capitales? ¿O quieren decir que la trascendencia de un libro es menor por ser sus protagonistas gentes sencillas o pequeños burgueses pero nunca gentes de esas que han dado en llamarse gran mundo? ¿Creen de verdad estos señores que un novelista será mejor viviendo en Madrid que en Sevilla, y mejor aun si fija su residencia en París o Nueva York?
Este hilo nos lleva sin quererlo al debatido tema de la universalidad del escritor o, quizá sería mejor decir, al de la universalidad de su obra. En multitud de ocasiones he dicho que para escribir un buen libro no considero imprescindible conocer París ni haber leído el Quijote, entre otras razones porque Cervantes escribió el Quijote antes de haberlo leído. Captar la esencia del hombre y apresarla entre las páginas de un libro es la misión del novelista. Una buena novela no es sino eso, y el libro será tanto mejor cuanto más sincera y profundamente se haga. Situar físicamente a ese hombre no deja de parecerme una cuestión accesoria a condición de que su pintura sea diestra y el fondo del retablo marche acorde con la figura central, es decir, se tengan muy en cuenta las proporciones. De este modo, resulta indiferente que nuestro personaje se mueva en una gran urbe, una capital de provincias o un minúsculo pueblecito. Por otro lado, el hecho de vivir en Buenos Aires, Londres o Nueva York, el novelista, no le quita ni le añade nada como tal novelista. La experiencia no la da la densidad demográfica del lugar de residencia sino el vivir con los ojos abiertos. En lo que personalmente me concierne, puedo afirmar que mi leve conocimiento de América no lo adquirí en Santiago de Chile, ni en Río de Janeiro, ni siquiera en Nueva York, sino en las pequeñas ciudades y en el campo. El clima cosmopolita de Buenos Aires, Río o Nueva York en poco se diferencia del de Madrid, Berlín o Roma. Diría más, en estos ambientes el instinto de observación del novelista topa con una cortina impenetrable, el bosque no le deja ver los árboles. Unos hombres asumen los modales y las reacciones de otros hombres y, a la postre, todos vienen a parecer lo mismo.
Se parte, entiendo yo, de una errónea interpretación del concepto “universalidad”. La universalidad de una novela no la impone un enfoque ambicioso ni el hecho de barajar en ella encumbrados personajes. La universalidad, a mi juicio, deriva de la agudeza y penetración con que se observa un pedazo de mundo, por pequeño que éste sea, y, a través de su interpretación y de un juego bien calculado de reflejos y resonancias, se ofrece una visión del mundo todo, de la vida toda. Pongamos, como ejemplo explícito, el de una novela de guerra. El afán de embotellar en quinientas páginas la guerra entera, todas sus incidencias, no hará el libro más universal que si a través de la pequeña guerra, de la insignificante guerra, de la anónima guerra, de un soldado raso acertamos a dar una visión dramática y viva de la guerra toda. La universalidad no derivará, pues, del número de escenarios bélicos que abarquemos, sino de la pintura de ese soldado raso y de su limitada, íntima tragedia.
Escribiendo de y en un pueblecito minúsculo se puede ser un escritor universal. La universalidad no estriba en dibujar tipos comunes o estrafalarios, sino en ahondar en el hombre y acertar con su última diferencia. Alumbrar el pedazo de mundo que le ha caído en suerte es la más excelsa tarea del novelista. Por eso yo no concedo al hecho de estar viajando sino una importancia relativa. Los viajes pueden aprovecharse en dos sentidos: Para ampliar nuestro mundo novelesco con otros seres y otros ambientes o para comprobar lo que hay de diferente, de característico, en el pequeño mundo donde habitualmente residimos. Aunque parezca paradójico, las posibilidades de universalidad son mayores a través de este segundo camino que a través del primero. Volviendo a mi personal experiencia, recuerdo que a mi regreso de Sudamérica tras una estancia de varios meses, un entrevistador me preguntó por mi impresión de aquel continente. Yo le respondí que sería una audacia de mi parte tratar de interpretar América tras una visita tan fugaz. El periodista me preguntó, sorprendido: “Su viaje, entonces, ¿no le ha servido de nada?”. Y yo le respondí: “Este viaje me ha servido para descubrir Castilla”. Y, en efecto, Castilla, la Castilla de mis libros, sólo he acertado a verla tal como es después de recorrer Europa, África y todo el continente americano. Y aun añadiría algo más: Cada salida mía al extranjero me ayuda a percibir un nuevo matiz de Castilla, matiz que hasta ese momento me había pasado inadvertido.
Admitido, pues, que la universalidad de una obra pueda venir impuesta por los problemas de interés general que en ella se planteen, pero el camino más puro,  por más difícil, para lograrla es a través de un localismo sutilmente visto y estéticamente interpretado. Don Quijote, por ejemplo, no puede ser inglés. Es su españolismo esencial, su personalidad única dentro de su profunda humanidad, lo que imprime al personaje una dimensión universal. En una palabra, cualquier escritor podrá ser bueno o malo, y la resonancia de su obra limitada o universal, pero a buen seguro la ciudad donde ha nacido y vive no tendrá la culpa de ninguna de las dos cosas.
Tampoco comparto la opinión, expuesta hace ya muchos años en la fenecida revista Cuadernos, antes del “boom” hispanoamericano, del gran escritor Antonio de Undurraga. En un ensayo, formalmente excelente, titulado “Crisis en la novela latinoamericana”, Undurraga decía, con evidente inoportunidad, que “la novela no es planta literaria apta para aclimatarse en Latinoamérica” porque “no hay allí ninguna aptitud sacerdotal para lo bello y lo fino”. “Por otra parte –añadía– atribuir sentido novelesco a todo lo que pasa en América nos parece un despropósito pues suceden demasiadas cosas insignificantes que se repiten de un país a otro, de una provincia a otra.”
A través de estas palabras podemos deducir que para Undurraga la originalidad debe radicar en el tema, en la trascendencia del tema y en su singularidad (lo repetido no vale). Yo entiendo, por el contrario, que, ante la imposibilidad de abordar temas inéditos, la singularidad, la eficacia y la universalidad de un novelista dependen de su capacidad para arrancar fulgores nuevos de temas viejos, de su talento para proyectar éstos desde un ángulo desusado y a exponerlos conforme a las reglas de una estética personal. Así, la rutina, la promiscuidad, la crueldad, la amoralidad que prevalecen en un centro militar peruano, que tan expresivamente describe Vargas Llosa en su novela La ciudad y los perros, son las mismas que reinan en tantos establecimientos semejantes de otros tantos países latinoamericanos y europeos (es decir, el tema repetido) y, sin embargo, Mario Vargas Llosa, acierta a pintar este clima bajo una luz nueva, mediante unos recursos desacostumbrados y alcanza, de esta forma, una diana literaria excepcional, lo que me lleva al convencimiento de que el arte narrativo reside, antes que en la originalidad del tema y su importancia, en el don de ahondar en la trascendencia de lo aparentemente trivial sirviéndonos para ello de unos personajes humanos consistentes.


Clarín, Cultura y Nación, jueves 19 de febrero de 1981


24 de mayo de 2012

El cuento del cuento


Gabriel García Márquez


Poco antes de morir, Alvaro Cepeda Samudio me dio la solución final de la crónica de una muerte anunciada. Yo había vuelto de Europa después de un viaje muy largo, y estábamos en su casa de domingos, frente al mar miserable de Sabanilla, cocinando su legendario sancocho de mojarras de a dos mil pesos.
–Tengo una vaina que le interesa– me dijo de pronto: Bayardo San Román volvió a buscar a Angela Vicario".
Tal como él lo esperaba me quedé petrificado. "Están viviendo juntos en Manaure –prosiguió–, viejos y jodidos, pero felices". No tuvo que decirme más para que yo comprendiera que había llegado al final de una larga búsqueda.
Lo que esas dos frases querían decir era que un hombre que había repudiado a su esposa la noche misma de la boda había vuelto a vivir con ella al cabo de 23 años. Como consecuencia del repudio, un grande y muy querido amigo de mi juventud, señalado como autor de un agravio que nunca se probó, había sido muerto a cuchilladas en presencia de todo el pueblo por los hermanos de la joven repudiada. Se llamaba Santiago Nasar y era alegre y gallardo, y un miembro prominente de la comunidad árabe del lugar. Esto ocurrió poco antes de que supiera qué iba a ser en la vida, y sentí tanta urgencia de contarlo, que tal vez fue el acontecimiento que definió para siempre mi vocación de escritor.
A quienes primero se lo conté fue a Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor, unos cinco años después, en el burdel de Alcaravanes de la negra Eufemia. Para entonces ya había resuelto ser escritor, y mi padre me había dicho: "Comerás papel". Durante años soñé que rompía resmas enteras y me las comía en pelotitas, y nunca era el papel sobrante de los periódicos donde trabajaba entonces, sino un muy buen papel de 36 gramos, áspero y con marcas de agua, tamaño carta, del que seguí usando siempre desde que tuve dinero para comprarlo. Sin embargo, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas coincidieron en que la historia del crimen era digna de ser escrita, aunque fuera comiendo papel. "No importa que sea inventada –me dijo Alfonso Fuenmayor–: así las inventaba Sófocles, y fíjese lo bien que le quedaban". Más tarde, cuando regresó graduado de Columbia University, Alvaro Cepeda Samudio estuvo de acuerdo, pero me previno sin reticencias:
–Lo único peligroso –me dijo– es que a esa historia le falta una pata.
En efecto, le faltaba el final imprevisible que él mismo me contó 23 años después del crimen, pero entonces era imposible imaginarlo. Germán Vargas, con su prudencia congénita, me aconsejó que esperara uno o dos años hasta que tuviera la historia mejor pensada. Yo no esperé ni uno ni dos, sino 30 años más.
No fue una demora excepcional, pues nunca he escrito una historia antes de que pasaran, por lo menos, 20 años desde su origen. Pero en esto caso la razón era más consciente: seguía buscando, en la imaginación la pata indispensable que le faltaba al trípode, tratando de inventarla a la fuerza, sin pensar siquiera que también la vida lo estaba haciendo por su cuenta y con mejor ingenio. Fue don Ramón Vignyes quien me dio la fórmula de oro:
–Cuéntala mucho –me dijo–. Es la única manera de descubrir lo que una historia tiene por dentro.
Por supuesto, seguí el consejo. Durante muchos años conté la historia al derecho y al revés, por todas partes, con la esperanza de que alguien le encontrara la falla. Mercedes, que la recordaba a pedazos desde muy niña, la volvió a armar por completo de tanto oírla, y terminó por contarla mejor. Luis Alcoriza se la hizo grabar en su casa de México en una época en que todo el mundo era joven. A Ruy Guerra se la conté durante seis horas en un pueblo remoto de Mozambique, una noche en que los amigos cubanos nos dieron de comer un perro de la calle haciéndonos creer que era carne de gacela, y ni aún así pudimos descubrir el elemento que le faltaba. A Carmen Balcells, mi agente literario, se la conté muchas veces durante muchos años, en trenes y aviones, en Barcelona y en el mundo entero, y siempre lloró como la primera vez, pero nunca pude saber si lloraba porque la emocionaba o porque yo no la escribía. Al único amigo cercano a quien no se la conté nunca fue a Alvaro Mutis, por una razón práctica: él ha sido siempre el primer lector de mis originales, y me cuido mucho de que los lea sin ninguna idea preconcebida.
La revelación de Alvaro Cepeda Samudio en aquel domingo de Sabanilla me puso el mundo en orden. La vuelta de Bayardo San Román con Angela Vicario era, sin duda, el final que faltaba. Todo estaba entonces muy claro: por mi afecto hacia la víctima, yo había pensado siempre que esta era la historia de un crimen atroz, cuando en realidad debía ser la historia secreta de un amor terrible. Sólo que estuve a punto de no conocer nunca sus pormenores ocultos, porque Alvaro y yo nos desbarrancamos dos horas después en el camión del catatumbo de Alejandro Obregón, y no nos matamos de milagro. "¡Puta vida" –pensaba, mientras caíamos hacia el fondo de aquel mar perdulario–, tanto buscar este final, para morirme sin contarlo!". Tan pronto como me restablecí, sobre todo del susto, me fui a buscar a Bayardo San Román y Angela Vicario en su casa feliz de Manaure, para que me contaran los secretos de su reconciliación increíble. Fue un viaje más revelador de lo que pensaba, y por mejores motivos, porque a medida que trataba de escudriñar la memoria de los otros me iba encontrando con los misterios de mi propia vida.
Hay dos pueblos cercanos, pero muy distintos, que se llaman Manaure. El uno es una sola calle muy ancha, con casas iguales, en una meseta verde de un silencio sobrenatural. Allí llevaban a mi madre a temperar cuando era niña. Tanto me habían hablado de ese pueblo medicinal en casa de mis abuelos, que cuando lo vi por primera vez me di cuenta de que lo recordaba como si lo hubiera conocido en una vida anterior. No era allí donde vivía el matrimonio feliz, pero Rafael Escalona, el sobrino del obispo, se equivocó de camino cuando íbamos para el otro Manaure. Estábamos tomando una cerveza helada en la única cantina del pueblo cuando se acercó a nuestra mesa un hombre que parecía un árbol, con polainas de montar y un revólver de guerra en el cinto. Rafael Escalona nos presentó, y él se quedó con mi mano en la suya, mirándome a los ojos.
–¿Tiene algo que ver con el coronel Nicolás Márquez? –me preguntó.
–Soy su nieto.
–Entonces –dijo él–, su abuelo mató a mi abuelo.
No me dio tiempo de asustarme, porque lo dijo de un modo muy cálido, como si también esa fuera una forma de ser parientes. Era un contrabandista de la estirpe legendaria de los amadises, y lo mismo que ellos era un hombre derecho y de buen corazón. Estuvimos de parranda tres días y tres noches en sus camiones de doble fondo, bebiendo brandi, caliente y comiendo sancocho de chivo en memoria de los abuelos muertos. Me llevó a distintos pueblos, hasta el interior de la península Guajira, para que conociera a 19 de los hijos incontables que el coronel Nicolás Márquez había dejado dispersos durante la última guerra civil. Al cabo de una semana me dejó en el otro Manaure: un pueblo de salitre frente a un mar en llamas. Se detuvo ante una casa que yo hubiera reconocido de todos modos por lo mucho que había oído hablar de ella.
–Ahí es –me dijo.
En la ventana de la sala, bordando a máquina en la hora de más calor, había una mujer de medio luto con antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza estaba colgada una jaula con un canario que no paraba de cantar. Al verla así, dentro del marco idílico de la ventana, no quise pensar que fuera ella, porque me resistía a creer que la vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella: Angela Vicario, 23 años después del drama.
Me doy cuenta de que el lugar en que se cometió el crimen ha sido idealizado por la nostalgia. Era inevitable: allí pasé los años de mi adolescencia, que fueron los más libres de mi vida, hasta que la familia tuvo que cambiar de aires. Después volví dos veces, siempre en relación con el proyecto del libro. La primera fue unos quince años más tarde, tratando de rescatar de la memoria de la gente las numerosas piezas desperdigadas del rompecabezas del crimen, y tratando sobre todo de encontrar el final que todavía la vida no había resuelto. No me pareció que el tiempo hubiera sido demasiado severo con nadie, ni con nada, salvo con la casa de placer de María Alejandrina Cervantes, que había sido transformada en escuela de monjas. Fue una experiencia perturbadora ver un tropel de niñas con uniformes celestiales entrando por el mismo portón de trinitarias por donde toda mi generación había entrado a perder la virginidad.
La segunda vez que volví fue a escribir esta crónica. Fui inducido por el embeleco, tan común entre los realistas teóricos, de capturar en caliente para escribirla, la misma vida que se está viviendo. Escribí en calzoncillos de nueve de la mañana a tres de la tarde durante catorce semanas sin treguas, sudando a mares, en la pensión de hombres solos donde vivió Bayardo San Román los seis meses que estuvo en el pueblo. Era un cuarto escueto con una cama de hierro, una mesa coja que debía nivelar con cuñas de papelitos en las patas, y una ventana por donde se metían los moscardones aturdidos por el calor y la pestilencia de las aguas muertas del puerto antiguo. Esa fue la única contribución de la vida circundante a mis esfuerzos de escritor comprometido. A medida que escribía me daba cuenta de que la realidad inmediata no tenía nada que ver con la que yo trataba de escribir, ni tal vez tampoco con la que recordaba, y estaba tan confundido que llegué a preguntarme si la vida misma no era también una invención de la memoria.
El doctor Dionisio Iguarán, primo hermano de mi madre y nuestro único médico en la época del drama, murió entre esas dos visitas. Su prestigio bien ganado queda repartido entre varios médicos nuevos, y en especial el doctor Cristóbal Bedoya, a quien llamábamos Cristo, que había hecho el tercer año de Medicina en el momento del crimen, y que es un protagonista ejemplar de esta crónica. Fue el amigo íntimo que acompañó a Santiago Nasar hasta unos minutos antes de su muerte, y el único de los 20.000  habitantes del pueblo que se propuso y estuvo a punto de impedir que lo mataran. Sus testimonios fueron los más inteligentes y entrañables. Fue él quien me recordó, al término de nuestras evocaciones incansables, uno de los datos más raros de esta desgracia: la autopsia de Santiago Nasar no la hizo un médico, sino el cura de la parroquia. Se llamaba Carmen Amador, se preciaba de haber nacido en un risco de Galicia donde nunca se habla la lengua castellana, y bastaba con oírselo decir para saber que era cierto. Yo lo recordaba con cierta amargura porque siendo muy niño me hacía repetir de memoria los falsos poemas gallegos de Gabriel y Galán y fue quien me dijo más tarde que Dios había prohibido leer a Gil Vicente. Fue nuestro único párroco hasta donde me alcanza la memoria, pero cuando volví de adulto por primera vez se había ido sin dejar rastros.
Nunca traté de encontrarlo. Sin embargo, durante un verano que pasé hace doce años en la playa de Calafell, muy cerca de Barcelona, alguien me habló de un cura retirado en la tenebrosa casa de salud del lugar, que decía haber perdido media vida en mi tierra. Lo reconocí de inmediato, aunque sólo hubiera sido por sus ojos de ternero de vientre y su castellano rupestre con cadencias del Caribe. Hablamos mucho y muchas veces hasta el final del verano, y era evidente que no había logrado asimilar el mal recuerdo de aquella autopsia.
Un año después de que Alvaro Cepeda Samudio me dio la clave, final, el libro estaba listo para ser escrito. Sin embargo, por algunos de esos motivos demasiado simples que los escritores no logramos entender, pasa todavía mucho tiempo sin que lo escribiera; más aún: hubo una época en que lo olvida por completo. De pronto, en el otoño de 1979, Mercedes y yo estábamos en la sala oficial del aeropuerto de Argel, esperando que nos llamaran para embarcar, cuando entra un príncipe árabe con la túnica inmaculada de su alcurnia y con un halcón amaestrado en el puño. Era una hembra espléndida de halcón peregrino, y en vez del capirote de cuero de la cetrería clásica llevaba uno de oro con incrustaciones de diamantes. Por supuesto, me acordé de Santiago Nasar, que había aprendido de su padre las bellas artes de la altanería, al principio con gavilanes criollos, y luego con ejemplares magníficos trasplantados de la Arabia feliz. En el momento de su muerte tenía en su hacienda una halconera profesional, con dos primas y un torzuelo amaestrados para la caza de perdices, y un nebli escocés adiestrado para la defensa personal.
Sin embargo, la evocación de Santiago Nasar no fue tan comprensible como me pareció cuando vi entrar al monarca del desierto con su animal de volatería coronado de oro. Fue más bien un zarpazo del destino. En el avión de regreso comprendí que la historia tantas veces diferida había vuelto esta vez a quedarse para siempre, y que no podría seguir viviendo un solo instante sin escribirla. La sentía entonces con tanta intensidad como no la había sentido nunca en 32 años, desde el lunes infame en que María Alejandrina Cervantes irrumpió desnuda en el cuarto donde yo continuaba dormido a pesar de las campanas de incendio, y me despertó con su grito de loca: "¡Me mataron a mi amor!".


Clarín Cultura y Nación, Buenos Aires, jueves 10 de setiembre de 1981


24 de marzo de 2010

Carta abierta de un escritor a la Junta Militar

Rodolfo Walsh
1. La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años.
El primer aniversario de esta Junta Militar ha motivado un balance de la acción de gobierno en documentos y discursos oficiales, donde lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades.
El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su política represiva, y cuyo término estaba señalado por elecciones convocadas para nueve meses más tarde. En esa perspectiva lo que ustedes liquidaron no fue el mandato transitorio de Isabel Martínez sino la posibilidad de un proceso democrático donde el pueblo remediara males que ustedes continuaron y agravaron.
Ilegítimo en su origen, el gobierno que ustedes ejercen pudo legitimarse en los hechos recuperando el programa en que coincidieron en las elecciones de 1973 el ochenta por ciento de los argentinos y que sigue en pie como expresión objetiva de la voluntad del pueblo, único significado posible de ese "ser nacional" que ustedes invocan tan a menudo.
Invirtiendo ese camino han restaurado ustedes la corriente de ideas e intereses de minorías derrotadas que traban el desarrollo de las fuerzas productivas, explotan al pueblo y disgregan la Nación. Una política semejante sólo puede imponerse transitoriamente prohibiendo los partidos, interviniendo los sindicatos, amordazando la prensa e implantando el terror más profundo que ha conocido la sociedad argentina.

2. Quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror.
Colmadas las cárceles ordinarias, crearon ustedes en las principales guarniciones del país virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez, abogado, periodista, observador internacional. El secreto militar de los procedimientos, invocado como necesidad de la investigación, convierte a la mayoría de las detenciones en secuestros que permiten la tortura sin límite y el fusilamiento sin juicio.1
Más de siete mil recursos de hábeas corpus han sido contestados negativamente este último año. En otros miles de casos de desaparición el recurso ni siquiera se ha presentado porque se conoce de antemano su inutilidad o porque no se encuentra abogado que ose presentarlo después que los cincuenta o sesenta que lo hacían fueron a su turno secuestrados.
De este modo han despojado ustedes a la tortura de su límite en el tiempo. Como el detenido no existe, no hay posibilidad de presentarlo al juez en diez días según manda una ley que fue respetada aún en las cumbres represivas de anteriores dictaduras.
La falta de límite en el tiempo ha sido complementada con la falta de límite en los métodos, retrocediendo a épocas en que se operó directamente sobre las articulaciones y las vísceras de las víctimas, ahora con auxiliares quirúrgicos y farmacológicos de que no dispusieron los antiguos verdugos. El potro, el torno, el despellejamiento en vida, la sierra de los inquisidores medievales reaparecen en los testimonios junto con la picana y el "submarino", el soplete de las actualizaciones contemporáneas.2
Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fin de exterminar a la guerrilla justifica todos los medios que usan, han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido.

3. La negativa de esa Junta a publicar los nombres de los prisioneros es asimismo la cobertura de una sistemática ejecución de rehenes en lugares descampados y horas de la madrugada con el pretexto de fraguados combates e imaginarias tentativas de fuga.
Extremistas que panfletean el campo, pintan acequias o se amontonan de a diez en vehículos que se incendian son los estereotipos de un libreto que no está hecho para ser creído sino para burlar la reacción internacional ante ejecuciones en regla mientras en lo interno se subraya el carácter de represalias desatadas en los mismos lugares y en fecha inmediata a las acciones guerrilleras.
Setenta fusilados tras la bomba en Seguridad Federal, 55 en respuesta a la voladura del Departamento de Policía de La Plata, 30 por el atentado en el Ministerio de Defensa, 40 en la Masacre del Año Nuevo que siguió a la muerte del coronel Castellanos, 19 tras la explosión que destruyó la comisaría de Ciudadela forman parte de 1.200 ejecuciones en 300 supuestos combates donde el oponente no tuvo heridos y las fuerzas a su mando no tuvieron muertos.
Depositarios de una culpa colectiva abolida en las normas civilizadas de justicia, incapaces de influir en la política que dicta los hechos por los cuales son represaliados, muchos de esos rehenes son delegados sindicales, intelectuales, familiares de guerrilleros, opositores no armados, simples sospechosos a los que se mata para equilibrar la balanza de las bajas según la doctrina extranjera de "cuenta-cadáveres" que usaron los SS en los países ocupados y los invasores en Vietnam.
El remate de guerrilleros heridos o capturados en combates reales es asimismo una evidencia que surge de los comunicados militares que en un año atribuyeron a la guerrilla 600 muertos y sólo 10 ó 15 heridos, proporción desconocida en los más encarnizados conflictos. Esta impresión es confirmada por un muestreo periodístico de circulación clandestina que revela que entre el 18 de diciembre de 1976 y el 3 de febrero de 1977, en 40 acciones reales, las fuerzas legales tuvieron 23 muertos y 40 heridos, y la guerrilla 63 muertos.3
Más de cien procesados han sido igualmente abatidos en tentativas de fuga cuyo relato oficial tampoco está destinado a que alguien lo crea sino a prevenir a la guerrilla y los partidos de que aún los presos reconocidos son la reserva estratégica de las represalias de que disponen los Comandantes de Cuerpo según la marcha de los combates, la conveniencia didáctica o el humor del momento.
Así ha ganado sus laureles el general Benjamín Menéndez, jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, antes del 24 de marzo con el asesinato de Marcos Osatinsky, detenido en Córdoba, después con la muerte de Hugo Vaca Narvaja y otros cincuenta prisioneros en variadas aplicaciones de la ley de fuga, ejecutadas sin piedad y narradas sin pudor.4
El asesinato de Dardo Cabo, detenido en abril de 1975, fusilado el 6 de enero de 1977 con otros siete prisioneros en jurisdicción del Primer Cuerpo de Ejército que manda el general Suárez Masson, revela que estos episodios no son desbordes de algunos centuriones alucinados sino la política misma que ustedes planifican en sus estados mayores, discuten en sus reuniones de gabinete, imponen como comandantes en jefe de las 3 Armas y aprueban como miembros de la Junta de Gobierno.

4. Entre mil quinientas y tres mil personas han sido masacradas en secreto después que ustedes prohibieron informar sobre hallazgos de cadáveres que en algunos casos han trascendido, sin embargo, por afectar a otros países, por su magnitud genocida o por el espanto provocado entre sus propias fuerzas.5
Veinticinco cuerpos mutilados afloraron entre marzo y octubre de 1976 en las costas uruguayas, pequeña parte quizás del cargamento de torturados hasta la muerte en la Escuela de Mecánica de la Armada, fondeados en el Río de la Plata por buques de esa fuerza, incluyendo el chico de 15 años, Floreal Avellaneda, atado de pies y manos, “con lastimaduras en la región anal y fracturas visibles” según su autopsia.
Un verdadero cementerio lacustre descubrió en agosto de 1976 un vecino que buceaba en el Lago San Roque de Córdoba, acudió a la comisaría donde no le recibieron la denuncia y escribió a los diarios que no la publicaron.6
Treinta y cuatro cadáveres en Buenos Aires entre el 3 y el 9 de abril de 1976, ocho en San Telmo el 4 de julio, diez en el Río Luján el 9 de octubre, sirven de marco a las masacres del 20 de agosto que apilaron 30 muertos a 15 kilómetros de Campo de Mayo y 17 en Lomas de Zamora.
En esos enunciados se agota la ficción de bandas de derecha, presuntas herederas de las 3 A de López Rega, capaces de atravesar la mayor guarnición del país en camiones militares, de alfombrar de muertos el Río de la Plata o de arrojar prisioneros al mar desde los transportes de la Primera Brigada Aérea7, sin que se enteren el general Videla, el almirante Massera o el brigadier Agosti. Las 3 A son hoy las 3 Armas, y la Junta que ustedes presiden no es el fiel de la balanza entre “violencias de distintos signos” ni el árbitro justo entre “dos terrorismos”, sino la fuente misma del terror que ha perdido el rumbo y sólo puede balbucear el discurso de la muerte.8
La misma continuidad histórica liga el asesinato del general Carlos Prats, durante el anterior gobierno, con el secuestro y muerte del general Juan José Torres, Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruíz y decenas de asilados en quienes se ha querido asesinar la posibilidad de procesos democráticos en Chile, Boliva y Uruguay.9
La segura participación en esos crímenes del Departamento de Asuntos Extranjeros de la Policía Federal, conducido por oficiales becados de la CIA a través de la AID, como los comisarios Juan Gattei y Antonio Gettor, sometidos ellos mismos a la autoridad de Mr. Gardener Hathaway, Station Chief de la CIA en Argentina, es semillero de futuras revelaciones como las que hoy sacuden a la comunidad internacional que no han de agotarse siquiera cuando se esclarezcan el papel de esa agencia y de altos jefes del Ejército, encabezados por el general Menéndez, en la creación de la Logia Libertadores de América, que reemplazó a las 3 A hasta que su papel global fue asumido por esa Junta en nombre de las 3 Armas.
Este cuadro de exterminio no excluye siquiera el arreglo personal de cuentas como el asesinato del capitán Horacio Gándara, quien desde hace una década investigaba los negociados de altos jefes de la Marina, o del periodista de “Prensa Libre” Horacio Novillo apuñalado y calcinado, después que ese diario denunció las conexiones del ministro Martínez de Hoz con monopolios internacionales.
A la luz de estos episodios cobra su significado final la definición de la guerra pronunciada por uno de sus jefes: “La lucha que libramos no reconoce límites morales ni naturales, se realiza más allá del bien y del mal”.10

5. Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada.
En un año han reducido ustedes el salario real de los trabajadores al 40%, disminuido su participación en el ingreso nacional al 30%, elevado de 6 a 18 horas la jornada de labor que necesita un obrero para pagar la canasta familiar11, resucitando así formas de trabajo forzado que no persisten ni en los últimos reductos coloniales.
Congelando salarios a culatazos mientras los precios suben en las puntas de las bayonetas, aboliendo toda forma de reclamación colectiva, prohibiendo asambleas y comisiones internas, alargando horarios, elevando la desocupación al récord del 9%12 prometiendo aumentarla con 300.000 nuevos despidos, han retrotraído las relaciones de producción a los comienzos de la era industrial, y cuando los trabajadores han querido protestar los han calificados de subversivos, secuestrando cuerpos enteros de delegados que en algunos casos aparecieron muertos, y en otros no aparecieron.13
Los resultados de esa política han sido fulminantes. En este primer año de gobierno el consumo de alimentos ha disminuido el 40%, el de ropa más del 50%, el de medicinas ha desaparecido prácticamente en las capas populares. Ya hay zonas del Gran Buenos Aires donde la mortalidad infantil supera el 30%, cifra que nos iguala con Rhodesia, Dahomey o las Guayanas; enfermedades como la diarrea estival, las parasitosis y hasta la rabia en que las cifras trepan hacia marcas mundiales o las superan. Como si esas fueran metas deseadas y buscadas, han reducido ustedes el presupuesto de la salud pública a menos de un tercio de los gastos militares, suprimiendo hasta los hospitales gratuitos mientras centenares de médicos, profesionales y técnicos se suman al éxodo provocado por el terror, los bajos sueldos o la “racionalización”.
Basta andar unas horas por el Gran Buenos Aires para comprobar la rapidez con que semejante política la convirtió en una villa miseria de diez millones de habitantes.
Ciudades a media luz, barrios enteros sin agua porque las industrias monopólicas saquean las napas subterráneas, millares de cuadras convertidas en un solo bache porque ustedes sólo pavimentan los barrios militares y adornan la Plaza de Mayo, el río más grande del mundo contaminado en todas sus playas porque los socios del ministro Martínez de Hoz arrojan en él sus residuos industriales, y la única medida de gobierno que ustedes han tomado es prohibir a la gente que se bañe.
Tampoco en las metas abstractas de la economía, a las que suelen llamar “el país”, han sido ustedes más afortunados. Un descenso del producto bruto que orilla el 3%, una deuda exterior que alcanza a 600 dólares por habitante, una inflación anual del 400%, un aumento del circulante que en solo una semana de diciembre llegó al 9%, una baja del 13% en la inversión externa constituyen también marcas mundiales, raro fruto de la fría deliberación y la cruda inepcia.
Mientras todas las funciones creadoras y protectoras del Estado se atrofian hasta disolverse en la pura anemia, una sola crece y se vuelve autónoma. Mil ochocientos millones de dólares que equivalen a la mitad de las exportaciones argentinas presupuestados para Seguridad y Defensa en 1977, cuatro mil nuevas plazas de agentes en la Policía Federal, doce mil en la provincia de Buenos Aires con sueldos que duplican el de un obrero industrial y triplican el de un director de escuela, mientras en secreto se elevan los propios sueldos militares a partir de febrero en un 120%, prueban que no hay congelación ni desocupación en el reino de la tortura y de la muerte, único campo de la actividad argentina donde el producto crece y donde la cotización por guerrillero abatido sube más rápido que el dólar.

6. Dictada por el Fondo Monetario Internacional según una receta que se aplican indistintamente al Zaire o a Chile, a Uruguay o Indonesia, la política económica de esa Junta sólo reconoce como beneficiarios a la vieja oligarquía ganadera, la nueva oligarquía especuladora y un grupo selecto de monopolios internacionales encabezados por la ITT, la Esso, las automotrices, la U.S.Steel, la Siemens, al que están ligados personalmente el ministro Martínez de Hoz y todos los miembros de su gabinete.
Un aumento del 722% en los precios de la producción animal en 1976 define la magnitud de la restauración oligárquica emprendida por Martínez de Hoz en consonancia con el credo de la Sociedad Rural expuesto por su presidente Celedonio Pereda: “Llena de asombro que ciertos grupos pequeños pero activos sigan insistiendo en que los alimentos deben ser baratos”.14
El espectáculo de una Bolsa de Comercio donde en una semana ha sido posible para algunos ganar sin trabajar el cien y el doscientos por ciento, donde hay empresas que de la noche a la mañana duplicaron su capital sin producir más que antes, la rueda loca de la especulación en dólares, letras, valores ajustables, la usura simple que ya calcula el interés por hora, son hechos bien curiosos bajo un gobierno que venía a acabar con el “festín de los corruptos”.
Desnacionalizando bancos se ponen el ahorro y el crédito nacional en manos de la banca extranjera, indemnizando a la ITT y a la Siemens se premia a empresas que estafaron al Estado, devolviendo las bocas de expendio se aumentan las ganancias de la Shell y la Esso, rebajando los aranceles aduaneros se crean empleos en Hong Kong o Singapur y desocupación en la Argentina. Frente al conjunto de esos hechos cabe preguntarse quiénes son los apátridas de los comunicados oficiales, dónde están los mercenarios al servicio de intereses foráneos, cuál es la ideología que amenaza al ser nacional.
Si una propaganda abrumadora, reflejo deforme de hechos malvados no pretendiera que esa Junta procura la paz, que el general Videla defiende los derechos humanos o que el almirante Massera ama la vida, aún cabría pedir a los señores Comandantes en Jefe de las 3 Armas que meditaran sobre el abismo al que conducen al país tras la ilusión de ganar una guerra que, aún si mataran al último guerrillero, no haría más que empezar bajo nuevas formas, porque las causas que hace más de veinte años mueven la resistencia del pueblo argentino no estarán desaparecidas sino agravadas por el recuerdo del estrago causado y la revelación de las atrocidades cometidas.
Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles.
Rodolfo Walsh - C.I. 2845022
Buenos Aires, 24 de marzo de 1977
1 Desde enero de 1977 la Junta empezó a publicar nóminas incompletas de nuevos detenidos y de “liberados” que en su mayoría no son tales sino procesados que dejan de estar a su disposición pero siguen presos. Los nombres de millares de prisioneros son aún secreto militar y las condiciones para su tortura y posterior fusilamiento permanecen intactas.
2 El dirigente peronista Jorge Lizaso fue despellejado en vida, el ex diputado radical Mario Amaya muerto a palos, el ex diputado Muñiz Barreto desnucado de un golpe. Testimonio de una sobreviviente: “Picana en los brazos, las manos, los muslos, cerca de la boca cada vez que lloraba o rezaba... Cada veinte minutos abrían la puerta y me decían que me iban hacer fiambre con la máquina de sierra que se escuchaba”.
3 “Cadena Informativa”, mensaje Nro. 4, febrero de 1977.
4 Una versión exacta aparece en esta carta de los presos en la Cárcel de Encausados al obispo de Córdoba, monseñor Primatesta: “El 17 de mayo son retirados con el engaño de ir a la enfermería seis compañeros que luego son fusilados. Se trata de Miguel Angel Mosse, José Svagusa, Diana Fidelman, Luis Verón, Ricardo Yung y Eduardo Hernández, de cuya muerte en un intento de fuga informó el Tercer Cuerpo de Ejército. El 29 de mayo son retirados José Pucheta y Carlos Sgadurra. Este último había sido castigado al punto de que no se podía mantener en pie sufriendo varias fracturas de miembros. Luego aparecen también fusilados en un intento de fuga”.
5 En los primeros 15 días de gobierno militar aparecieron 63 cadáveres, según los diarios. Una proyección anual da la cifra de 1500. La presunción de que puede ascender al doble se funda en que desde enero de 1976 la información periodística era incompleta y en el aumento global de la represión después del golpe. Una estimación global verosímil de las muertes producidas por la Junta es la siguiente. Muertos en combate: 600. Fusilados: 1.300. Ejecutados en secreto: 2.000. Varios. 100. Total: 4.000.
6 Carta de Isaías Zanotti, difundida por ANCLA, Agencia Clandestina de Noticias.
7 “Programa” dirigido entre julio y diciembre de 1976 por el brigadier Mariani, jefe de la Primera Brigada Aérea del Palomar. Se usaron transportes Fokker F-27.
8 El canciller vicealmirante Guzzeti en reportaje publicado por “La Opinión” el 3-10-76 admitió que “el terrorismo de derecha no es tal” sino “un anticuerpo”.
9 El general Prats, último ministro de Ejército del presidente Allende, muerto por una bomba en setiembre de 1974. Los ex parlamentarios uruguayos Michelini y Gutiérrez Ruiz aparecieron acribillados el 2-5-76. El cadáver del general Torres, ex presidente de Bolivia, apareció el 2-6-76, después que el ministro del Interior y ex jefe de Policía de Isabel Martínez, general Harguindeguy, lo acusó de “simular” su secuestro.
10 Teniente Coronel Hugo Ildebrando Pascarelli según “La Razón” del 12-6-76. Jefe del Grupo I de Artillería de Ciudadela. Pascarelli es el presunto responsable de 33 fusilamientos entre el 5 de enero y el 3 de febrero de 1977.
11 Unión de Bancos Suizos, dato correspondiente a junio de 1976. Después la situación se agravó aún más.
12 Diario “Clarín”.
13 Entre los dirigentes nacionales secuestrados se cuentan Mario Aguirre de ATE, Jorge Di Pasquale de Farmacia, Oscar Smith de Luz y Fuerza. Los secuestros y asesinatos de delegados han sido particularmente graves en metalúrgicos y navales.
14 Prensa Libre, 16-12-76.



Estas citas no corresponden a la versión original de la Carta escrita por Rodolfo Walsh. Fueron incorporadas a fin de orientar al lector.

19 de diciembre de 2009

Roberto Arlt: la lección del maestro


Por Ricardo Piglia

Es tan difícil imaginar la vejez de Arlt como la juventud de Macedonio Fernández. ¿Qué hubiera pasado con Roberto Arlt de no haber muerto en 1942 y a los 42 años? ¿Hacia dónde habría avanzado su escritura? La excelente y en más de un aspecto definitiva edición de su Obra Completa que acaba de aparecer (editada por Lohlé) permite plantearse de otro modo esa pregunta. Tenemos reunido todo Arlt (las novelas, los relatos, las aguafuertes, el teatro y varios textos casi desconocidos) y la sensación de clausura que siempre produce una obra completa está sin embargo como corroída aquí por la persistente actualidad que mantiene Arlt entre nosotros.
“Uno no se desarrolla verdaderamente y a su manera sino después de muerto”, decía Kafka. Desde esa perspectiva habría que decir que la escritura de Arlt mejora con los años y se desarrolla en la dirección de la mejor literatura contemporánea. Y esto es así también porque lentamente se han ido creando las condiciones para que su obra pueda ser verdaderamente leída. Ha sido necesario despejar los sucesivos mitos (algunos de los cuales, dicho sea de paso, perseveran en el prólogo que Cortázar escribe para esta edición) que han entorpecido la comprensión de eso que Arlt traía de nuevo a la literatura argentina.
De hecho toda la existencia literaria de Arlt ha estado definida por la ilegitimidad. Durante años la sociedad literaria ha tendido a “corregir” a Arlt y hasta los burócratas más melancólicos de nuestra literatura se han sentido con derecho a tratarlo con una especie de condescendiente benevolencia. La manifestación más visible de ese rechazo se expresa, por supuesto, en juicios sobre su estilo. Difícil encontrar en la historia de nuestra literatura un ejemplo más claro de incomprensión y de ceguera.
El estilo de Arlt es un gran estilo y si ha sido negado de un modo tan unánime lo que debemos preguntarnos es qué era lo que su escritura venía a cuestionar. Murena, con ese empaque sombrío que él confundía con la profundidad, ha escrito un ensayo donde, a su manera, reivindica la obra de Artl sin dejar por eso de decir que ese estilo a menudo le parece ilegible. Sin duda, leída desde Murena, desde lo que Murena representa, la escritura de Arlt es ilegible. Durante años el estilo de Arlt ha sido un punto ciego: era imposible comprender todo lo nuevo que había en él.
Más profundamente, el rechazo de ese estilo es el síntoma de una desconfianza de fondo, una desconfianza que tendríamos que llamar social. Escritura desacreditada, la forma de escribir de Arlt aparece como la prueba y la señal de su “incultura”: escribe así porque “no sabe”, porque no tiene el refinamiento que permite, según se dice, cincelar un estilo. ¿Qué decir, si no, del argumento, tan difundido que ya forma parte del folklore de nuestra literatura, según el cual cuando se quiere probar que Arlt escribía mal se dice que… tenía faltas de ortografía? El juicio es ridículo (sería lo mismo que decir que un escritor escribe mal porque tiene mala letra) pero caracteriza bien la discriminación social que está en la base de ciertos juicios de valor. Arlt no sería un hombre educado: autodidacto (como la mayoría de los escritores argentinos, por otro lado, desde Sarmiento y Hernández hasta Borges y Lugones), ajeno a los sistemas de escolaridad que adiestran en el manejo “correcto” de la lengua, su relación con la cultura estaría fallada desde el origen.
La historia de la literatura nos ofrece versiones variadas de esta operación de descrédito. Virginia Wolf, por ejemplo, ha podido escribir sobre Ulises de Joyce: “Se me antoja un libro iletrado, falto de educación, la obra de un obrero autodidacto, y ya sabemos cómo son de fatigosos, egoístas, chillones, en última instancia, asqueantes”. Nadie ha dicho esto explícitamente sobre Roberto Arlt pero ése es el argumento básico que circula por debajo de muchas de las valorizaciones de su obra.
Por supuesto existen también (sobre todo entre sus “defensores”) los que han aceptado sin discusión este mito sobre la incultura de Arlt. Se trata para ellos de invertir el argumento y fundar ahí un juicio positivo: Arlt no sería un “intelectual” y eso garantiza la “fuerza” de su escritura. Expresión clásica de la ideología antiintelectualista (típica entre los intelectuales) que es un lugar común en el pensamiento reaccionario desde Maurras, esa perspectiva es la que determina la lectura ingenua de las obras de Arlt que ha hecho estragos en la historia de la crítica. Para descartar esa superstición bastaría con reconstruir la trama de textos citados y aludidos en sus novelas o ver hasta qué punto Arlt maneja, como pocos, un amplio y flexible repertorio de discursos culturales en la construcción de su escritura.
Convertirlo en un buen salvaje, hacer de él un escritor intuitivo, espontáneo, puro corazón, es una interpretación que, por supuesto, no entraba en los planes de Roberto Arlt. Una noche (cuenta Mastronardi), en una reunión de notorios escritores, después de escuchar una lectura de textos, Arlt se acercó al que leía y le preguntó con aire abstraído: “¿Usted piensa cuando escribe? ¿O se dedica de lleno a escribir sin distraerse del trabajo?”. Muchos de sus críticos escriben sin distraerse: no era el caso de Arlt, él era de los que piensan mientras escriben, de los que piensan mejor en nuestra literatura, habría que decir, y para confirmarlo sólo hace falta leer sus novelas.
Esta nueva edición de sus obras vuelve a plantear la pregunta que está siempre en el centro de la relación que las nuevas generaciones de escritores mantienen con sus clásicos: ¿qué significa, hoy, para nosotros, Roberto Arlt? Por de pronto somos muchos los escritores argentinos que vemos en sus textos y en su actitud frente a la literatura uno de las respaldos más firmes con lo que contamos en estos tiempos sombríos. Arlt es un punto de referencia clave y su obra una respuesta a varias falsas alternativas. En nadie se ve tan claro como en Arlt que la gran literatura es siempre una interpretación de la realidad y nunca un reflejo. Los relatos de Arlt son un ejemplo del modo en que la ficción transforma los materiales inmediatos de la realidad para construir metáforas de sentido múltiple.
Es absurdo pensar que Los siete locos es la crónica de los últimos años del gobierno radical o una narración de la crisis del 30: Roberto Arlt no es Julián Martel. El tratamiento casi onírico de lo político que se encarna en la figura insuperable del Astrólogo es lo que está en la base y es el motor de la ficción de Arlt. Sus textos avanzan en la dirección del tratamiento cada vez más abstracto y descarnado de lo social. En El criador de gorilas se puede ver funcionar en un estado puro la máquina narrativa arltiana. Allí la escritura se ha automatizado totalmente de las referencias inmediatas y África funciona como la escena misma de la ficción sin que los textos pierdan nunca ese contacto denso con lo real que es la marca de Arlt. Y en este sentido hay que decir que en esos cuentos africanos está representada mejor que ningún otro lado la violencia social que define a la realidad argentina de los años 30.
Ese modo a la vez elusivo y nítido de politizar su ficción es la gran lección que hoy nos ofrece Roberto Arlt. Desde esta perspectiva la edición de su Obra Completa quizás ayude no solo a leer mejor los textos de Arlt, sino también a leer mejor las ficciones que se han escrito y se escriben en la Argentina de hoy. Porque su obra define el espacio donde nuestros libros se incluyen. Roberto Arlt es en más de un sentido nuestro mejor lector. Por eso muchos de nosotros escribimos, también, para él: porque él, como nadie, supo escribir para nosotros.


Clarín, Cultura y Nación, Buenos Aires, jueves 23 de julio de 1981

6 de julio de 2009

Ray Bradbury: "¡Al infierno con Internet!"

El autor de Crónicas marcianas, que cumplirá 89 años en agosto, asistió este fin de semana a una colecta pública para impedir el cierre de una biblioteca en Ventura (California). por falta de presupuesto. Allí, el maestro de la ciencia ficción dijo que su educación se debe enteramente a las bibliotecas públicas y que Internet es algo irreal que sólo "existe en el aire".

A los 88 años, Ray Bradbury sigue tan energéticamente involucrado con sus pasiones como si tuviera un tercio de su edad. El hombre que escribió la novela Fahrenheit 451, donde imagina un futuro totalitario en el que los libros son quemados a rajatabla, está hoy luchando con furia e indignación contra el cierre de una biblioteca pública en el estado de California -la biblioteca H.P. Wright del pueblo de Ventura- por falta de presupuesto.

"Las bibliotecas me criaron -dijo el autor de Crónicas marcianas en una entrevista con The New York Times-. No creo en las universidades. Creo en las bibliotecas porque la mayoría de los estudiantes no tienen nada de dinero. Yo me gradué del secundario durante la gran depresión y no teníamos dinero. No pude ir a la universidad, entonces fui a la biblioteca pública tres días a la semana a lo largo de diez años".

En enero de este año el Estado de California le informó a la Biblioteca H.P. Wright que si no recaudaba 280 mil dólares tendría que cerrar sus puertas definitivamente. Contra reloj, la biblioteca ha llegado a reunir 80 mil dólares. Tiene hasta marzo del 2010 para llegar a la cifra establecida.

El sábado pasado Bradbury fue el invitado de honor en una colecta pública donde se proyectó una película basada en su cuento El maravilloso traje de helado. La entrada salía 25 dólares. Allí Bradbury dijo que ha visitado casi todas las bibliotecas públicas de California: "Yo ya estoy en una silla de ruedas. Entonces me pueden tirar en el auto y después tirarme en la biblioteca y vender libros, recaudar fondos y quedarse con todo el dinero. Lo hago gratis. Recaudo fondos para que puedan seguir".

Sin duda una de las causas del declive de las bibliotecas es el auge de Internet. En esta era de Wikipedia, ¿qué chico va a la biblioteca de su barrio para conseguir información para un trabajo del colegio? Si uno cree que un autor de ciencia ficción como Bradbury estaría fascinado con el Internet, está equivocado. Lo detesta. "Es una distracción. No es real. Está en algún lugar en el aire", dijo el escritor.

Bradbury contó que hace poco Yahoo lo llamó para pedirle permiso para subir uno de sus textos a la web. "¿Saben qué les contesté? Les dije que se fueran al infierno. Al infierno con ustedes y al infierno con Internet".

Para rematarla, Bradbury enfatizó la centralidad de las bibliotecas para el aprendizaje y la auto-educación: "Yo leí todo en la biblioteca. Todo. Sacaba como 10 libros por semana, unos centenares de libros por año. Literatura, poesía, teatro; todos los grandes cuentos cortos... ¡todos! Me recibí de la biblioteca cuando tenía 28 años. Allí me educé. No en la universidad".

Fuente: The New York Times y The Guardian

5 de julio de 2009

La biblioteca de Alejandría, centro del saber universal

Por Magali Urcaray


Se considera que la gran biblioteca de Alejandría fue el primer centro de investigación del mundo, y el núcleo intelectual más importante de la antigüedad.
Alejandría fue fundada por Alejandro Magno en el 332 a. C., tras entrar éste en Egipto y poner fin al dominio persa. El Mar Mediterráneo, la isla de Faros y la cercanía del río Nilo hacían de esta ciudad una base naval perfecta, al tiempo que facilitaban el comercio con otras naciones. Pronto se convirtió en la segunda ciudad más grande de Egipto, y sede de su puerto principal.
En los siglos V y IV a. C. Atenas era la cuna del pensamiento occidental, con figuras como Sócrates, Platón o Aristóteles. Es sabido que Alejandro Magno fue discípulo de Aristóteles, bajo cuya tutela fue puesto a los 13 años, por lo que el hijo del rey de Macedonia no sólo fue un aguerrido conquistador, sino también un hombre cultivado y apasionado por el conocimiento. Declaró que Alejandría sería el centro intelectual del mundo conocido y, en su corazón, construiría una institución de enseñanza.
A la muerte de Alejandro Magno en 323 a. C., Ptolomeo I Sóter, uno de sus generales más destacados, fue nombrado gobernador de Egipto. Con él se inició una larga dinastía que administró el país de los faraones durante más de trescientos años. Él fue el encargado de llevar a la práctica el sueño de Alejandro de hacer de Alejandría un centro de conocimiento y aprendizaje. Asistido por el arquitecto Demetrio de Falero, Ptolomeo I inició la construcción del denominado Museo (santuario de las Musas) hacia el 290 a.C., que fue concluido bajo el mandato de su hijo, Ptolomeo II Filadelfo.
Si bien se desconoce la ubicación exacta del Museo, se cree que estaba instalado en el nordeste de la ciudad, en el barrio palaciego. El Museo estaba compuesto por varias salas dedicadas a distintas ramas del saber, desde un zoológico, a un jardín botánico, un observatorio astronómico y un salón de anatomía. También disponía de habitaciones para alojar a los sabios y a los estudiantes, cuyos gastos eran costeados por la casa real, que acudían a Alejandría atraídos por el impulso intelectual.
La biblioteca fue, sin duda, el eje destacado del santuario, el de mayor crecimiento y difusión a lo largo de la historia. A medida que fue adquiriendo importancia y aumentando sus volúmenes, fue necesaria la construcción de un edificio cercano que albergara el resto de los libros. Así se edificó, durante el reinado de Ptolomeo III, la “biblioteca hija”, situada en una zona próxima al puerto, concretamente en el Serapeum (templo consagrado al dios Serapis).
Se calcula que la biblioteca llegó a albergar unos 700.000 manuscritos, cada uno de los cuales era catalogado, referenciado y colocado en el estante (bibliothekai) preciso destinado a ese saber. El primer catálogo temático de la historia (Pinakes) se atribuye a Zenódoto, el primer bibliotecario de Alejandría. Las personas que trabajaban en la biblioteca se afanaban en la búsqueda de libros de todas las culturas conocidas, la mayoría eran comprados o donados (como la biblioteca de Aristóteles), pero otros eran copiados. Todo buque que atracaba en Alejandría era registrado por la guardia, en el caso de que se encontrasen libros, estos eran confiscados y llevados a la biblioteca; en ocasiones, se compensaba a sus dueños por la pérdida; mientras que en otros casos los libros eran copiados y devueltos los originales. Las copias eran especialmente ricas por las anotaciones críticas que se hacían en los márgenes.
Se dice que la primera traducción al griego del Antiguo Testamento fue escrita en Alejandría. Ptolomeo II habría encargado a 70 sabios judíos que tradujesen y copiasen los libros de la Ley judía. La conocida como “versión de los 70” habría sido la base de muchas traducciones posteriores.
Durante la regencia de Ptolomeo II Alejandría y su biblioteca vivieron su máximo esplendor, inmersas en un trajín constante de libros y estudiosos. Entre los visitantes más célebres se encuentran Arquímides, Euclides, Hiparco, Claudio Ptolomeo y Galeno.
Si Ptolomeo III fue tildado “el benefactor”, al devolver a Alejandría valiosos tesoros egipcios robados anteriormente por los persas, el reinado de su sucesor, Ptolomeo IV, supuso el declive de la dinastía y de la gran biblioteca. Ahora, la biblioteca de Pérgamo rivalizaba con la de Alejandría, y el creciente poder romano debilitaba a los ptolomeos. Cuando Julio César entró en Egipto en el 48 a. C., éste era regido por Cleopatra. Al estallar la guerra civil entre Cleopatra y su co-regente y hermano por el poder de Egipto, César tomó partida por ella. Pero la flota romana era muy inferior a la desplegada por Alejandría, por lo que César decidió incendiar los barcos enemigos. Algunos historiadores, como Plutarco, consideran que el fuego alcanzó edificios cercanos al puerto, entre los que se encontraba la biblioteca; otros creen que sólo se vieron afectados parte de los almacenes.
Tras la muerte de Julio César, Marco Antonio entregó a Cleopatra 200.000 libros de la biblioteca de Pérgamo en compensación por los volúmenes perdidos. La muerte de Cleopatra en el año 30 a. C. puso fin a la era ptolemaica, y Alejandría se convirtió en capital de una provincia romana. El cambio de gobierno supuso también un giro en la vida intelectual, y la biblioteca no prosperó bajo la influencia romana.
En realidad, se desconoce el motivo o momento exacto de su desaparición, pero todo apunta a que fueron diversos motivos los que la causaron. Hacia el 200 d. C. Alejandría se enfrentó a numerosos saqueos que contribuyeron a la paulatina destrucción de la biblioteca. En el 391 d. C. el emperador Teodosio prohibió el paganismo, los templos no cristianos fueron destruidos y los paganos fueron asesinados. Ese mismo año el obispo de Alejandría demolió el Serapeum y sobre sus ruinas construyó un templo cristiano. Ante el previsible ataque, los libros habrían sido dispersados.
En el 616, Alejandría fue invadida por los persas. La entrada del islamismo terminó por arruinar lo que quedaba de la biblioteca, seguramente ya muy reducida. La leyenda cuenta que los gobernantes musulmanes decretaron que su contenido debía ser destruido, tanto si contradecía la ley islámica como si la apoyaba, en cuyo caso los libros serían innecesarios.
Hoy sólo podemos especular con las maravillas del saber antiguo que la gran biblioteca de Alejandría llegó a alojar, pero su espíritu fue la inspiración directa de los actuales centros de investigación.
En 1987 se puso en marcha un ambicioso proyecto con el apoyo de la Unesco: la Bibliotheca Alexandrina. El edificio está situado en el malecón de Alejandría, a poca distancia de donde supuestamente estuvo la biblioteca original. Tiene una superficie de 36.770 metros cuadrados y mide 33 metros, dispuestos en once niveles. Se calcula que puede llegar a albergar 20 millones de libros, aunque de momento cuenta con 200.000, en su mayoría donaciones. Un moderno homenaje a la que hace dos mil años aspiró a ser el centro del saber universal.

28 de junio de 2009

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Por Guillermo Schavelzon
(Fragmento)
Cuando América todavía no existía para los europeos, ya había aquí una de las bibliotecas más importantes del mundo.
En el siglo XVI Hernán Cortés conquistó México, y se encontró en las afueras de Tenochtitlán con algo fabuloso: la biblioteca de Texcoco. Era un lugar donde, a lo largo de setecientos años, los aztecas habían acumulado cuatro mil códices, nombre con que se designa a los libros escritos e ilustrados a mano con maravillosos colores, sobre papel amate, o cuero de venado o de jaguar. En ellos, el pueblo registraba su historia, sus avanzados conocimientos astronómicos, su mitología y sus glorias militares.
Los conquistadores, cumpliendo la orden de fray Juan de Zumárraga, primer arzobispo de América, quemaron toda la biblioteca para destruir ese testimonio de infieles.
El incendio de la biblioteca de Texcoco, mucho peor (porque fue real) que el de El nombre de la rosa de Umberto Eco, duró tres días y tres noches, y según cuenta el cronista fray Servando Teresa de Mier, las llamas se vieron desde muchas leguas de distancia.
Gracias a algún soldado desconocido y hereje, tres códices de los cuatro mil se salvaron de la quema. Hoy estos tres códices se conservan en bibliotecas europeas, uno de ellos en la del Vaticano.
Por esas cosas del destino, fray Juan de Zumárraga pasó a la historia como el introductor de la imprenta en América, la que instaló en México dos siglos antes que nuestra Imprenta de Niños Expósitos llegara a Córdoba.
Esta historia viene al caso por lo que pasó quinientos años después: la civilización moderna logró que lo que había sido aquella fabulosa biblioteca se haya convertido en un enorme pantano, que se suele ver al llegar en avión a México, donde desemboca la red cloacal de la segunda ciudad más poblada del mundo. El “lago de Texcoco”, eufemismo con que se denomina a ese pantano fétido, es hoy uno de los graves problemas ecológicos de la ciudad de México, ya que todos los años, en la época de sequía, el viento devuelve a los habitantes sus desechos, en forma de partículas suspendidas en el aire, que contaminan a la gente por el solo hecho de respirar. Las consecuencias gastrointestinales que esto tiene en los turistas extranjeros que llegan a México se conoce como “la venganza de Moctezuma”.
(…)