10 de marzo de 2009

Las hamacas voladoras

Miguel Briante

Primer punto.
Movió la palanca y la gente empezó a girar. La cara de una chica. Un hombre gordo. Una vieja que con una mano se sujetaba el sombrero. Los demás, igual: aferrándose al borde de los asientos de madera. Los había mirado a todos, uno por uno, mientras le entregaban el boleto: alguno tenía una lapicera dorada, sobresaliente del bolsillito del saco, junto al pañuelo blanco; otro, una mancha en la camisa, junto a la corbata gastada; la vieja, una medalla con algún santo; acerca del gordo, no podía recordar si llevaba o no cadena; los ojos de la chica eran marrones y el pelo rubio, suelto. La primera vez que los miraba así. Todos se habrían despertado, esa mañana de domingo, pensando en la tarde, en el momento feliz de entrar al parque desplegando la sonrisa, la plata, de subir al tren fantasma, al látigo, a las hamacas voladoras. Él, en cambio, se había despertado pensando: hoy va a ser distinto. Tres días que lo pensaba, tres mañanas eludiendo la cara del viejo, haciéndole trampas: poner cara de miedo pero burlarse para adentro de esos ojos terribles, dominantes. Y ahora, como siempre, estaba ahí: con los dedos de la mano derecha doblados sobre la palanca de hierro. Dirigía –primera vez sintió eso: que se dirigía– ese remolino de caras que estaba envolviéndolo. Era necesario que la gente se acostumbrara de a poco al movimiento. Se lo había explicado el viejo, la primera vez que le permitió manejar eso que ellos llamaban la máquina. (Segundo punto, inconscientemente). Despacio, muy despacio, la palanca avanzaba sobre esa especie de semicírculo parecido a un engranaje: el trozo de cobre, el contacto, iba entrando sucesivamente en las ranuras. La máquina aumentaba su velocidad. Lo aprendió mucho tiempo después de encontrar al viejo. El tenía la espalda amoldada a esos bancos curvos, las piernas acostumbradas a replegarse en los asientos, cuando los guardas lo dejaban dormir en los trenes en marcha. Aún se acordaba de muchas cosas: un policía haciéndolo bajar en Aristóbulo del Valle, preguntándole dónde vivía. Alguien, diciendo: la culpa la tienen los padres. Y él había descubierto que sí, que si papá no se hubiese muerto, si mamá. Después, al poco tiempo, otro agente avanzando hacia él, en Retiro. Y esa figura encogida, esa cara de viejo apareciendo de atrás, adelantándose al uniforme y tomándolo de un brazo. Vamos, apurate que te llevan, había dicho el viejo. Él se dejaba arrastrar. Escapando de las comisarías, de las preguntas, de esos patios traseros que había lavado tantas veces, entre presos, o de esos zapatos que había lustrado cayéndose de sueño, entre las risas de los agentes. Las hamacas volaban bajo. Pero no tan bajo como deberían estar volando, pensó. Las cadenas cimbraban levemente. La chica parecía más feliz. El pelo de la vieja, libre de sombrero, ondulaba. Dentro de un rato va a flotar. El pibe que la seguía iba a tocarlo; la madre del pibe, atrás, iba a tocarlo a él. Todos despreocupados, contentos, ninguno había advertido nada: el movimiento brusco sacudiendo la máquina, al comenzar. Se acostumbraban lentamente –como explicaba siempre el viejo– a la altura, a la velocidad. Recordaba la cara del viejo (esa cara que los años iban gastando hacia adentro, ahuecándola como una roca, creándole nuevas aristas duras, brutales), y su voz diciendo: estúpido, entendés ahora, a ver, probá. Él probó: con una sensación de torpeza, de inseguridad en las manos. La palanca, demasiado separada, corrió casi todos los puntos de golpe: las hamacas, vacías, estaban allá arriba, girando a la máxima velocidad. Entonces el viejo hizo una mueca, una de las manos se apoyó en su cuello, la otra subió hasta él, golpeándolo.
Tercer golpe.
Lo dio con rabia. El viejo dio ese tercer golpe, y el cuarto, y los demás, con una rabia casi increíble. Pero yo sí debía creerla. Porque desde hace mucho tiempo esa rabia, esos golpes, eran reales, cotidianos, para él. Me ha pegado mucho, me ha pegado demasiadas veces. Desde la vez en que lo llevó al parque y le dijo: vos, por ahora, tenés que limpiar. Y él, con el trapo en la mano, pensaba: poder estar allá arriba, poder subir. Mientras limpiaba los engranajes, aceitaba las ruedas, arreglaba los asientos que la gente rompía. Las caras pasando constantemente, recortándose felices contra el cielo. Los boletos desplegándose en sus manos, durante unos segundos. El viejo en la boletería. Las manos blancas. Las manos grandes de los hombres oscuros o de los marineros. Los sombreros de las viejas. El pelo rubio y el rostro de las chicas, flotando. Dando vueltas. Vueltas. Por estar allá arriba. Y recordaba esa mañana en que el viejo le había dicho: subí, vamos a probar cómo anda. Porque algo estaba roto y había que tener seguridad. Eso: seguridad. Me estaba usando para hacer las pruebas. Y él había subido. Después de tantos años era hermoso –aunque nunca supo decir qué era, en realidad– sentir esa detenida felicidad de estar subiendo. Se ajustó, lentamente, el cinturón. Acomodó las manos sobre la madera. Yo tenía diez años, o más. El viejo movió la palanca. El movía la palanca para que subiera yo. La máquina arrancó. Las hamacas tomaron velocidad lentamente. Mucho más lentamente que ahora: en forma normal. Girar. Subir. Girar subir en un apuro envolvente hasta que el parque estuvo abajo. Primero –a pedazos, tratando de ver por entre los hierros de la montaña rusa, imaginando lo que ocultaban los edificios del parque– se preocupó de la Torre de los Ingleses, de los relojes de Retiro que pasaban hacia atrás en círculo, después la avenida y la plaza San Martín, y después la ciudad y después el puerto con los barcos que parecían navegar rápidamente mientras él daba vueltas, feliz, hasta que miró hacia abajo, hacia el parque, y lo vio desierto, largamente vacío, silencioso, sin rostros, sin luces, muerto mientras la velocidad decrecía (movió la palanca: arriba, la velocidad aumentaba) y él, al bajar, se encontraba con el viejo, con los trapos sucios que durante años iban a ser su único trabajo. Y hasta después de cumplir los quince años (aunque nunca supo exactamente su edad) siguió pensando lo mismo que había pensado aquella vez: cómo será de noche, cuando las luces y los rostros. Sobre todo desde aquella vez en que el viejo le dio la orden: Bueno, ahora tenés que manejar vos; yo voy afuera, a los boletos. Cada vez que ponía en marcha la máquina pensaba eso. Poder estar allá arriba, entre la gente, pensó. Cinco.
Cinco veces había subido, a lo largo de todos esos años. Cada vez que se rompían las hamacas. Primero las arreglaba el viejo: él las probaba. Pero hace poco el viejo le dio las herramientas: vos tenés que arreglarlas, a ver cómo te portás. Y se fue. Durante toda la mañana trabajó, con esa pequeña molestia de la grasa; una costumbre, en sus manos. La palanca estaba desenganchada. Manejó los tornillos, mientras pensaba en el viejo. (El viejo en la boletería, la gente arriba volando; el viejo a la noche, haciéndole limpiar los asientos y las correas y la máquina. El viejo, después, en la piecita, despertándolo temprano para que fuese a arreglar la máquina, cuando él hubiera querido permanecer ahí, dentro del sueño, en ese lugar donde la cara del viejo no era tan terrible y a veces ni siquiera existía.) Miró hacia arriba: los rostros. Un solo rostro circular y sonriente que lo rodeaba cada vez más rápido, una cara que ahora, al mover la palanca, cuando él pasara
al sexto punto
cambiaría de gesto, pensó mientras todos cambiaban de gesto; se mareaban, seguramente, porque ya las hamacas han salido de lo que antes era velocidad máxima, y nadie sabe que antes sólo al pensar diez –cuando la palanca, sobre los contactos, ya no podía avanzar más– las hamacas llegaban a la máxima velocidad. Todo va a ser distinto. Y recordaba la escena: su sonrisa al terminar de probar las hamacas; el viejo, después, preguntando si ya andaban bien. Ya vas a ver qué bien andan, pensó, y dijo que sí, que andaban muy bien. Su cuerpo tapaba la palanca mientras miraba cómo las hamacas, vacías, empezaban a funcionar. Ahora, está pensando lo mismo: Ya vas a ver qué bien andan. Ya van a ver. El gesto de la gente –aunque, en realidad, no podía verlo– no habría cambiado mucho. Ningún grito, hasta ahora. Trató de distinguir a la vieja, a la chica rubia, al gordo. Todo era un círculo veloz. Recién en el séptimo golpe iban a darse cuenta. Pero nadie iba a detenerlo. La palanca la tengo yo. Durante un instante sintió ese mismo placer de subir por primera vez a las hamacas. El silencio, como aquel día, era un cara aislante creciendo en su oídos, más acá del círculo rápido de las hamacas que giraban a su alrededor. El viejo estaba en la boletería, ocupado en contar la plata, en atender a los que después pasaban a formar cola para la próxima vuelta. La próxima vuelta. Ninguno había advertido nada. Ellos están arriba, yo abajo: puedo decidir. Las caras unificándose; tapando, incluso, la del viejo, haciendo que esa cara está ahí abajo, y gire, como si hubiese entendido algo, hacia él. Ese viejo bruto lo ha mirado como presintiendo algo. Ahora, avanza hacia las hamacas. El sabe que la velocidad ha sobrepasado lo normal. Pero van a ir más arriba. Acercate viejo. Y la palanca saltó hacia el
séptimo punto
y la gente, el viejo, todos, pudieron oír el crujido no muy fuerte, pero perfectamente transmitido a través del poste central, hacia abajo, desde las cadenas. No había gritos, pero se empezaban a inquietar. El viejo avanzaba hacia él, enderezando justo al centro del amplio círculo, por la pieza, mientras él se acurrucaba y el viejo sacudía el cinturón. En ese lugar, muchas veces había subido los brazos, primero pidiendo perdón, inútilmente; después, atajándose los golpes, el movimiento de esas tiras de cuero traídas del parque, para arreglar. La hebilla estaba siempre para el lado de su cuerpo. El rostro del viejo, ahora, viniendo hacia las hamacas. La gente, sin gritar mucho todavía, arriba. La hebilla bajando sobre su cuerpo, abriendo surcos, subiendo llena de sangre para volver a bajar y subir girando allí arriba con sonidos secos, crujidos que bajaban y subían, giraba con el rostro de la chica rubia el pelo el tipo gordo de pronto asustando seguramente la mujer tratando de aferrar con una pirueta el sombrero que trataría de escaparse el viejo avanzando con la máquina de los boletos en la mano cerrada sobre la cinta de cuero que se balancea mientras él siente la palanca redondeaba en su mano. Yo soy el que puede decidir ahora, viejo. Tu ruina, todo. Los de arriba ya no van a reírse porque cuando dé el
octavo golpe
las hamacas dan un salto, las cadenas giran horizontales y ahora sí, el miedo. Estás por entender. El rostro del viejo era una mueca terrible: ya no tengo miedo. El viejo decía que la máquina estaba descompuesta, que la parara. Y que después, en la pieza –eso creyó oírlo, como todo, entre ruido– iba a ver. Eso: en la pieza. La hebilla manchada de sangre bajando a desgarrarle la cara haciendo de su cara esa cosa horrible que había visto cada mañana, en el espejito de la pieza, viendo también la cara del viejo, atrás, más allá, del círculo. Y su mano, fuertemente apretada a la palanca se mueve hasta el noveno punto y siente saltar las hamacas. Sin mirar hacia arriba oye los gritos, confusamente perdidos. Después, ve la gente borroneada formando una sola cara, la del viejo, allá arriba, girando, amenazándolo mientras el viejo, abajo, quiere cruzar y no se anima. El silencio era algo más real, como una bruma que dejaba pasar los gritos, algún ruido, y a través de la cual veía amontonarse la gente, abajo, la gente que señalaba para arriba, mientras él sólo podía oír ese crujido creciente, ahora, ese jadeo del motor que estaba a punto de quebrarse, de reventar como van a reventar todos, como vas a reventar vos, viejo, y ya no vas a poder volver a pegarme, pensaba, mientras el viejo, entre la gente, encerraba la cabeza entre los brazos, grotesco, y gritaba. La cara del viejo volvía a estar allá arriba, gritando un grito enorme, girando, las cadenas se entrechocaban. Oyó un ruido más fuerte. Le pareció que un bulto oscuro cruzaba el aire. Los gritos crecieron también abajo, subieron, uniéndose a los de ese rostro único, al de ese maldito viejo que estaba arriba. La gente corría. Vio uniformes. Pensó: vengan. Gritó: vení, viejo de mierda, que no van a pararme. Gritó: vengan, gran puta.
Gritó: Me queda, todavía, un punto más.
De Las hamacas voladoras, 1964

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