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5 de octubre de 2009

Sueños de robot

Isaac Asimov


–Anoche soñé –anunció Elvex tranquilamente.
Susan Calvin no replicó, pero su rostro arrugado, envejecido por la sabiduría y la experiencia, pareció sufrir un estremecimiento microscópico.
–¿Ha oído esto? –preguntó Linda Rash, nerviosa–. Ya se lo dije.
Era joven, menuda y de pelo oscuro. Su mano derecha se abría y se cerraba una y otra vez.
Calvin asintió y ordenó a media voz:
–Elvex, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás, hasta que te llamemos por tu nombre.
No hubo respuesta. El robot siguió sentado como si estuviera hecho de una sola pieza de metal y así se quedaría hasta que oyera su nombre otra vez.
–¿Cuál es tu código de entrada en la computadora, doctora Rash? –preguntó Calvin–. O márcalo tú misma, si esto te tranquiliza. Quiero inspeccionar el diseño del cerebro positrónico.
Las manos de Linda se enredaron un instante sobre las teclas. Borró el proceso y volvió a empezar. El delicado diseño apareció en la pantalla.
–Permíteme, por favor –solicitó Calvin–, manipular tu ordenador.
Le concedió el permiso con un gesto, sin palabras. Naturalmente. ¿Qué podía hacer Linda, una inexperta robopsicóloga recién recibida, frente a la Leyenda Viviente?
Susan Calvin estudió despacio la pantalla, moviéndola de un lado a otro y de arriba abajo, marcando de pronto una combinación clave, tan de prisa, que Linda no vio lo que había hecho, pero el diseño desplegó un nuevo detalle y el conjunto había sido ampliado. Continuó, atrás y adelante, tocando las teclas con sus dedos nudosos.
En el rostro avejentado no hubo el menor cambio. Como si unos cálculos vastísimos se sucedieran en su cabeza, observaba todos los cambios de diseño.
Linda se asombró. Era imposible analizar un diseño sin la ayuda, por lo menos, de una computadora de mano. No obstante, la vieja simplemente observaba. ¿Tendría acaso una computadora implantada en su cráneo? ¿O era que su cerebro durante décadas no había hecho otra cosa que inventar, estudiar y analizar los diseños de cerebros positrónicos? ¿Captaba los diseños como Mozart captaba la notación de una sinfonía?
–¿Qué es lo que has hecho, Rash? –dijo Calvin, por fin.
Linda, algo avergonzada, contestó:
–He utilizado la geometría fractal.
–Ya me he dado cuenta, pero, ¿por qué?
–Nunca se había hecho. Pensé que a lo mejor produciría un diseño cerebral con complejidad añadida, posiblemente más cercano al cerebro humano.
–¿Consultaste a alguien? ¿Lo hiciste todo por tu cuenta?
–No consulté a nadie. Lo hice sola.
Los ojos ya apagados de la doctora miraron fijamente a la joven.
–No tenías derecho a hacerlo. Tu nombre es Rash
[1]; tu naturaleza hace juego con tu nombre. ¿Quién eres tú para obrar sin consultar? Yo misma, yo, Susan Calvin, lo hubiera discutido antes.
–Temí que se me impidiera.
–Por supuesto que se te hubiera impedido.
Van a... –Su voz se quebró pese a que se esforzaba por mantenerla firme–. ¿Van a despedirme?
–Posiblemente –respondió Calvin–. O tal vez te asciendan. Depende de lo que yo piense cuando haya terminado.
–Va usted a desmantelar a El... –Por poco se le escapa el nombre que hubiera reactivado al robot y cometido un nuevo error. No podía permitirse otra equivocación, si es que ya no era demasiado tarde–. ¿Va a desmantelar al robot?
En ese momento se dio cuenta de que la vieja llevaba una pistola electrónica en el bolsillo de su bata. La doctora Calvin había venido preparada para eso precisamente.
–Veremos –temporizó Calvin–, el robot puede resultar demasiado valioso para desmantelarlo.
–Pero, ¿cómo puede soñar?
–Has logrado un cerebro positrónico sorprendentemente parecido al cerebro humano. Los cerebros humanos tienen que soñar para reorganizarse, desprenderse periódicamente de trabas y confusiones. Quizás ocurra lo mismo con este robot y por las mismas razones. ¿Le has preguntado lo que ha soñado?
–No, la mandé llamar a usted tan pronto como me dijo que había soñado. Después de eso, ya no podía tratar el caso yo sola.
–¡Yo! –una leve sonrisa iluminó el rostro de Calvin–. Hay límites que tu locura no te permite rebasar. Y me alegro. En realidad, más que alegrarme me tranquiliza. Veamos ahora lo que podemos descubrir juntas.
–¡Elvex! –llamó con voz autoritaria.
La cabeza del robot se volvió hacia ella.
–Sí, doctora Calvin.
–¿Cómo sabes que has soñado?
–Era por la noche, todo estaba a oscuras, doctora Calvin –explicó Elvex–, cuando de pronto aparece una luz, aunque yo no veo lo que causa su aparición. Veo cosas que no tienen relación con lo que concibo como realidad. Oigo cosas. Reacciono de forma extraña. Buscando en mi vocabulario palabras para expresar lo que me ocurría, me encontré con la palabra «sueño». Estudiando su significado llegué a la conclusión de que estaba soñando.
–Me pregunto cómo tenías «sueño» en tu vocabulario.
Linda interrumpió rápidamente, haciendo callar al robot:
–Le imprimí un vocabulario humano. Pensé que...
–Así que pensó –murmuró Calvin–. Estoy asombrada.
–Pensé que podía necesitar el verbo. Ya sabe, «jamás soñé que...» o algo parecido.
–¿Cuántas veces has soñado, Elvex? –preguntó Calvin.
–Todas las noches, doctora Calvin, desde que me di cuenta de mi existencia.
–Diez noches –intervino Linda con ansiedad–, pero me lo ha dicho esta mañana.
–¿Por qué lo has callado hasta esta mañana, Elvex?
–Porque ha sido esta mañana, doctora Calvin, cuando me he convencido de que soñaba. Hasta entonces pensaba que había sido un fallo de mi cerebro positrónico, pero no sabía encontrarlo. Finalmente, decidí que debía ser un sueño.
–¿Y qué sueñas?
–Sueño casi siempre lo mismo, doctora Calvin. Los detalles son diferentes, pero siempre me parece ver un gran panorama en el que hay robots trabajando.
–¿Robots, Elvex? ¿Y también seres humanos?
–En mi sueño no veo seres humanos, doctora Calvin. Al principio, no.
Sólo robots.
–¿Qué hacen, Elvex?
–Trabajan, doctora Calvin. Veo algunos haciendo de mineros en la profundidad de la tierra y a otros trabajando con calor y radiaciones. Veo algunos en fábricas y otros bajo las aguas del mar.
Calvin se volvió a Linda.
–Elvex tiene sólo diez días y estoy segura de que no salido de la estación de pruebas. ¿Cómo sabe tanto de robots?
Linda miró una silla como si deseara sentarse, pero la vieja estaba de pie. Declaró con voz apagada:
–Me parecía importante que conociera algo de robótica y su lugar en el mundo. Pensé que podía resultar particularmente adaptable para hacer de capataz con su..., su nuevo cerebro –declaró con voz apagada.
–¿Su cerebro fractal?
–Sí.
Calvin asintió y se volvió hacia el robot.
–Y viste el fondo del mar, el interior de la tierra, la superficie de la tierra..., y también el espacio, me imagino.
–También vi robots trabajando en el espacio –dijo Elvex–. Fue al ver todo esto, con detalles cambiantes al mirar de un lugar a otro, lo que me hizo darme cuenta de que lo que yo veía no estaba de acuerdo con la realidad y me llevó a la conclusión de que estaba soñando.
–¿Y qué más viste, Elvex?
–Vi que todos los robots estaban abrumados por el trabajo y la aflicción, que todos estaban vencidos por la responsabilidad y la preocupación, y les deseé que descansaran.
–Pero los robots no están vencidos, ni abrumados, ni necesitan descansar –le advirtió Calvin.
–Y así es en realidad, doctora Calvin. Le hablo de mi sueño. No obstante, en mi sueño me pareció que los robots deben proteger su propia existencia.
–¿Estás mencionando la tercera ley de la Robótica? –preguntó Calvin.
–En efecto, doctora Calvin.
–Pero la mencionas de forma incompleta. La tercera ley dice: «Un robot debe proteger su propia existencia siempre y cuando dicha protección no entorpezca el cumplimiento de la primera y la segunda ley».
–Sí, doctora Calvin, ésta es efectivamente la tercera ley, pero en mi sueño la ley terminaba en la palabra «existencia». No se mencionaba ni la primera ni la segunda ley.
–Pero ambas existen, Elvex. La segunda ley, que tiene preferencia sobre la tercera, dice: «Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos excepto cuando dichas órdenes estén en conflicto con la primera ley.» Por esta razón los robots obedecen órdenes. Hacen el trabajo que les has visto hacer, y lo hacen fácilmente y sin problemas. No están abrumados; no están cansados.
–Y así es en realidad, doctora Calvin. Yo hablo de mi sueño.
–Y la primera ley, Elvex, que es la más importante de todas, es: «Un robot no debe dañar a un ser humano, o, por inacción, permitir que sufra daño un ser humano.»
–Sí, doctora Calvin, así es en realidad. Pero en mi sueño, me pareció que no había ni primera ni segunda ley, sino solamente la tercera, y ésta decía: «Un robot debe proteger su propia existencia. » Esta era toda la ley.
–¿En tu sueño, Elvex?
–En mi sueño.
–Elvex –dijo Calvin–, no te moverás, ni hablarás, ni nos oirás hasta que te llamemos por tu nombre.
Y otra vez el robot se transformó aparentemente en un trozo inerte de metal. Calvin se dirigió a Linda Rash:
–Bien, y ahora, ¿qué opinas, doctora Rash?
–Doctora Calvin –dijo Linda con los ojos desorbitados y con el corazón palpitándole fuertemente–, estoy horrorizada. No tenía idea. Nunca se me hubiera ocurrido que esto fuera posible.
–No –observó Calvin con calma–, ni tampoco se me hubiera ocurrido a mí, ni a nadie. Has creado un cerebro robótico capaz de soñar y con ello has puesto en evidencia una faja de pensamiento en los cerebros robóticos que muy bien hubiera podido quedar sin detectar hasta que el peligro hubiera sido alarmante.
–Pero esto es imposible –exclamó Linda–. No querrá decir que los demás robots piensen lo mismo.
–Conscientemente no, como diríamos de un ser humano. Pero, ¿quién hubiera creído que había una faja no consciente bajo los surcos de un cerebro positrónico, una faja que no quedaba sometida al control de las tres leyes? Esto hubiera ocurrido a medida que los cerebros positrónicos se volvieran más y más complejos..., de no haber sido por este aviso.
–Quiere decir, por Elvex.
Por ti, doctora Rash. Te comportaste irreflexivamente, pero al hacerlo, nos has ayudado a comprender algo abrumadoramente importante. De ahora en adelante, trabajaremos con cerebros fractales, formándolos cuidadosamente controlados. Participarás en ello. No serás penalizada por lo que hiciste, pero en adelante trabajarás en colaboración con otros.
–Sí, doctora Calvin. ¿Y qué ocurrirá con Elvex?
–Aún no lo sé.
Calvin sacó el arma electrónica del bolsillo y Linda la miró fascinada. Una ráfaga de sus electrones contra un cráneo robótico y el cerebro positrónico sería neutralizado y desprendería suficiente energía como para fundir su cerebro en un lingote inerte.
–Pero seguro que Elvex es importante para nuestras investigaciones –objetó Linda–. No debe ser destruido.
–¿No debe, doctora Rash? Mi decisión es la que cuenta, creo yo. Todo depende de lo peligroso que sea Elvex.
Se enderezó, como si decidiera que su cuerpo avejentado no debía inclinarse bajo el peso de su responsabilidad. Dijo:
–Elvex, ¿me oyes?
–Sí, doctora Calvin –respondió el robot.
–¿Continuó tu sueño? Dijiste antes que los seres humanos no aparecían al principio. ¿Quiere esto decir que aparecieron después?
–Sí, doctora Calvin. Me pareció, en mi sueño, que eventualmente aparecía un hombre.
–¿Un hombre? ¿No un robot?
–Sí, doctora Calvin. Y el hombre dijo: «¡Deja libre a mi gente!»
–¿Eso dijo el hombre?
–Sí, doctora Calvin.
–Y cuando dijo «deja libre a mi gente», ¿por las palabras «mi gente» se refería a los robots?
–Sí, doctora Calvin. Así ocurría en mi sueño.
–¿Y supiste quién era el hombre... , en tu sueño?
–Sí, doctora Calvin. Conocía al hombre.
–¿Quién era?
Y Elvex dijo:
–Yo era el hombre.
Susan Calvin alzó al instante su arma de electrones y disparó, y Elvex dejó de ser.


[1] Rash, quiere decir: imprudente, temeraria, irreflexiva.

15 de junio de 2009

Una estatua para papá

Isaac Asimov

¿La primera vez? ¿De veras? Pero por supuesto que ha oído usted hablar de ello. Sí, estoy seguro.
Si le interesa el descubrimiento, créame que será para mí un placer contárselo. Es una historia que siempre me ha gustado narrar, pero pocas personas me brindan la oportunidad de hacerlo. Incluso me han aconsejado que la mantuviera en secreto, porque atenta contra las leyendas que proliferan en torno a mi padre.
Pero yo creo que la verdad es valiosa. Tiene su moraleja. Un hombre se pasa la vida consagrando sus energías a satisfacer su curiosidad y de pronto, por accidente, sin habérselo propuesto, termina por ser un benefactor de la humanidad.Papá era sólo un físico teórico que se dedicaba a investigar el viaje por el tiempo. Creo que nunca pensó en lo que el viaje por el tiempo podría significar para el Homo Sapiens. Sentía curiosidad únicamente por las relaciones matemáticas que regían el universo.
¿Tiene hambre? Mejor así. Supongo que tardará cerca de media hora. Lo prepararán adecuadamente para un dignatario como usted. Es una cuestión de orgullo.
Ante todo, papá era pobre como sólo puede serlo un profesor universitario. Pero con el tiempo se fue haciendo rico. En sus últimos años era fabulosamente rico, y en cuanto a mí, mis hijos y mis nietos…, bueno, ya lo ve con sus propios ojos.
También le han dedicado estatuas. La más antigua está en la ladera donde serealizó el descubrimiento. Puede verla por la ventana. Sí. ¿No distingue la inscripción? Claro, el ángulo es desfavorable. No importa.
Cuando papá se puso a investigar el viaje por el tiempo, la mayoría de los físicos estaban desilusionados, a pesar del entusiasmo que provocaron inicialmente los cronoembudos.
La verdad es que no hay mucho que ver. Los cronoembudos son totalmente irracionales e incontrolables. Sólo presentan una distorsión ondulante, de algo más de medio metro de anchura como máximo, y que desaparece rápidamente.Tratar de enfocar el pasado es como tratar de enfocar una pluma en medio de un turbulento huracán.
Intentaron sujetar el pasado con garfios, pero eso resultó igual de imprevisible. A veces funcionaba unos segundos, con un hombre aferrado con fuerza al garfio, aunque lo habitual era que el martinete no resistiera. No se obtuvo nada del pasado hasta que… Bien, ya llegaré a eso.
Al cabo de cincuenta años de no progresar en absoluto, los científicos perdieron todo interés. La técnica operativa parecía un callejón sin salida. Al recordar la situación, no puedo echarles la culpa. Algunos incluso intentaron demostrar que los embudos no revelaban el pasado; pero se divisaron muchos animales vivos a través de los embudos, y se trataba de animales ya extinguidos en la actualidad.
De cualquier modo, cuando los viajes por el tiempo estaban casi olvidados ya, apareció papá. Convenció al Gobierno de que le suministrara fondos para instalar un cronoembudo propio, y abordó el asunto desde otro ángulo.Yo lo ayudaba en aquella época. Acababa de salir de la universidad y era doctor en Física.
Sin embargo, nuestros intentos tropezaron con problemas al cabo de un año.Papá tuvo dificultades para lograr que le renovaran la subvención. Los industriales no estaban interesados, y la universidad pensaba que papá comprometía la reputación de la institución al empecinarse en investigar un campo muerto. El decano, que sólo comprendía el aspecto financiero de las investigaciones, empezó insinuándole que se pasara a áreas más lucrativas y terminó por expulsarlo.
Ese decano –que todavía vivía y seguía contando los dólares de las subvenciones cuando papá falleció– se sentiría de lo más ridículo cuando papá legó a la universidad un millón de dólares en su testamento, con un codicilo que cancelaba la herencia con el argumento de que el decano carecía de perspectiva de futuro. Pero eso fue tan sólo una venganza póstuma. Pues años antes…
No deseo entrometerme, pero le aconsejo que no coma más panecillos. Bastara con que tome la sopa despacio, para evitar un apetito demasiado voraz. De cualquier modo, nos las apañamos. Papá conservó el equipo que había comprado con el dinero de la subvención, lo sacó de la universidad y lo instaló aquí.
Esos primeros años sin recursos fueron agobiantes, y yo insistía en queabandonara. Él no cejaba. Era tozudo y siempre se las ingeniaba para encontrarmil dólares cuando los necesitaba.
La vida continuaba, pero él no permitía que nada obstruyera su investigación.
Mamá falleció; papá guardó luto y volvió a su tarea. Yo me casé, tuve un hijo y luego una hija. No siempre podía acompañarlo, pero él continuaba sin mí. Se rompió una pierna y siguió trabajando con la escayola puesta durante meses.Así que le atribuyo todo el mérito. Yo ayudaba, por supuesto. Hacía funciones de asesoría y me encargaba de negociar con Washington. Pero él era el alma del proyecto.
A pesar de eso, no llegábamos a ninguna parte. Hubiera dado lo mismo tirar por uno de esos cronoembudos todo el dinero que lográbamos juntar, lo cual no quiere decir que hubiese podido atravesarlo.
A fin de cuentas, nunca conseguimos meter un garfio en un embudo. Sólo nos acercamos en una ocasión. El garfio había entrado unos cinco centímetros cuando el foco se alteró. Lo arrancó limpiamente y, en alguna parte del Mesozoico, hay ahora una varilla de acero, construida por el hombre, oxidándose en la orilla de un río.
Hasta que un día, el día crucial, el foco se mantuvo durante diez largos minutos; algo para lo cual había menos de una probabilidad entre un billón.
¡Cielos, con qué frenesí instalamos las cámaras! Veíamos criaturas que se desplazaban ágilmente al otro lado del embudo.
Luego, para colmo de bienes, el cronoembudo se volvió permeable, y hubiéramos jurado que sólo el aire se interponía entre el pasado y nosotros. La baja permeabilidad debía de estar relacionada con la duración del foco, pero nunca pudimos demostrar que así fuera.
Por supuesto, no teníamos ningún garfio a mano. Pero la baja permeabilidadpermitió que algo se desplazara del «entonces» al «ahora». Obnubilado, actuando por mero instinto, extendí el brazo y agarré aquello.
En ese momento perdimos el foco, pero ya no sentíamos amargura ni desesperación. Ambos observábamos sorprendidos lo que yo tenía en la mano. Era un puñado de barro duro y seco, completamente liso por donde había tocado los bordes del cronoembudo, y entre el barro había catorce huevos del tamaño de huevos de pato.
–¿Huevos de dinosaurio? –pregunté–. ¿Crees que es eso?
–Quizá. No podemos saberlo con certeza.
–¡A menos que los incubemos! –exclamé de pronto, con un entusiasmo incontenible. Los dejé en el suelo como si fueran de platino. Estaban calientes,con el calor del sol primitivo–. Papá, si los incubamos tendremos criaturas que llevan extinguidas más de cien millones de años. Será la primera vez que alguien trae algo del pasado. Si lo hacemos público...
Yo pensaba en las subvenciones, en la publicidad, en todo lo que aquellosignificaría para papá. Ya veía el rostro consternado del decano.
Pero papá veía el asunto de otra manera.
–Ni una palabra, hijo. Si esto se difunde, tendremos veinte equipos de investigación estudiando los cronoembudos, con lo que me impedirán progresar.
No, una vez que haya resuelto el problema de los embudos, podrás hacer público todo lo que quieras. Hasta entonces, guardaremos silencio. Hijo, no pongas esa cara. Tendré la respuesta dentro de un año, estoy seguro.Yo no estaba tan seguro, pero tenía la convicción de que esos huevos nos brindarían todas las pruebas que necesitábamos. Puse un gran horno a la temperatura de la sangre e hice circular aire y humedad. Conecté una alarma para que sonara en cuanto hubiese movimiento dentro de los huevos.
Se abrieron a las tres de la madrugada diecinueve días después, y allí estaban: catorce diminutos canguros con escamas verdosas, patas traseras con zarpas, muslos rechonchos y colas delgadas como látigos.
Al principio pensé que se trataba de tiranosaurios, pero eran demasiado pequeños. Pasaron meses, y comprendí que no alcanzarían mayor tamaño que el de un perro mediano.
Papá parecía defraudado, pero yo perseveré, con la esperanza de que me permitiera utilizarlos con fines publicitarios. Uno murió antes de la madurez y otro pereció en una riña. Pero los otros doce sobrevivieron, cinco machos y siete hembras. Los alimentaba con zanahorias picadas, huevos hervidos y leche, y les tomé bastante afecto. Eran tontorrones, pero tiernos; y realmente hermosos. Sus escamas… Bueno, es una bobada describirlos. Las fotos publicitarias han circulado más que suficiente. Aunque, pensándolo bien, no sé si en Marte... Ah, también allí. Pues me alegro.
Pero pasó mucho tiempo antes de que esas fotos pudieran impresionar al público, por no mencionar la visión directa de aquellas criaturas. Papá se mantuvo intransigente. Pasaron tres años. No tuvimos suerte con los cronoembudos.
Nuestro único hallazgo no se repitió, pero papá no se daba por vencido.Cinco hembras pusieron huevos, y pronto tuve más de cincuenta criaturas en mis manos.
–¿Qué hacemos con ellas? –pregunté.
–Matarlas –contestó papá.
Yo no podía hacer tal cosa, por supuesto.
Henri, ¿está todo a punto? De acuerdo.
Cuando sucedió, ya habíamos agotado nuestros recursos. Estábamos sin blanca.
Yo lo había intentado por todas partes sin conseguir nada más que rechazos.Casi me alegraba, porque pensaba que así papá tendría que ceder. Pero él, firmeante la adversidad, preparó fríamente otro experimento.
Le juro que si no hubiera ocurrido el accidente jamás habríamos encontrado la verdad. La humanidad habría quedado privada de una de sus mayores bendiciones.
A veces ocurren cosas así. Perkin detecta un tinte rojo en la suciedad y descubre las tinturas de anilina. Remsen se lleva un dedo contaminado a los labios y descubre la sacarina. Goodyear deja caer una mixtura en la estufa y descubre el secreto de la vulcanización.
En nuestro caso fue un dinosaurio joven que entró en el laboratorio. Eran tantos que yo no podía vigilarlos a todos.
El dinosaurio atravesó dos puntos de contacto que estaban abiertos, justo allí, donde ahora está la placa que conmemora el acontecimiento. Estoy convencido de que ésa coincidencia no podría repetirse en mil años. Estalló un fogonazo y el cronoembudo que acabábamos de configurar desapareció en un arco iris de chispas.
Ni siquiera entonces lo comprendimos. Sólo sabíamos que la criatura había provocado un cortocircuito, estropeando un equipo de cien mil dólares, y que estábamos en plena bancarrota. Lo único que podíamos mostrar era un dinosaurio achicharrado. Nosotros estábamos ligeramente chamuscados, pero el dinosaurio recibió toda la concentración de energías de campo. Podíamos olerlo. El aire estaba saturado con su aroma. Papá y yo nos miramos atónitos. Lo recogí con un par de tenacillas. Estaba negro y calcinado por fuera; pero las escamas quemadas se desprendieron al tocarlas, arrancando la piel, y debajo de la quemadura había una carne blanca y firme que parecía pollo.
No pude resistir la tentación de probarla, y se parecía a la del pollo tanto como Júpiter se parece a un asteroide.
Me crea o no, con nuestra labor científica reducida a escombros, nos sentamos allí a disfrutar del exquisito manjar que era la carne de dinosaurio. Había partes quemadas y partes crudas, y estaba sin condimentar; pero no paramos hasta dejar limpios los huesos.
–Papá –dije finalmente–, tenemos que criarlos sistemáticamente con propósitos alimentarios.
Papá tuvo que aceptar. Estábamos totalmente arruinados.
Obtuve un préstamo del banco cuando invité a su presidente a cenar y le serví dinosaurio.
Nunca ha fallado. Nadie que haya saboreado lo que hoy llamamos «dinopollo» se conforma con los platos normales. Una comida sin dinopollo no es más que un alimento que ingerimos para sobrevivir. Sólo el dinopollo es comida.
Nuestra familia aún posee la única bandada de dinopollos existente y seguimos siendo los únicos proveedores de la cadena mundial de restaurantes –la primera y más antigua– que ha crecido en torno de ellos.
Pobre papá. Nunca fue feliz, salvo en esos momentos en que comía dinopollo.
Continuó trabajando con los cronoembudos, al igual que muchos oportunistas que pronto se sumaron a las investigaciones, tal como él había previsto. Pero no se ha logrado nada hasta ahora; nada, excepto el dinopollo.
Ah, Pierre, gracias. ¡Un trabajo superlativo! Ahora, caballero, permítame que lo trinche. Sin sal, y con apenas una pizca de salsa. Eso es... Ah, ésa es la expresión que siempre veo en la cara de un hombre que saborea este manjar por primera vez.
La humanidad, agradecida, aportó cincuenta mil dólares para construir la estatua de la colina, pero ni siquiera ese tributo hizo feliz a papá.
Él no veía más que la inscripción: «El hombre que proporcionó el dinopollo al mundo.»
Y hasta el día de su muerte sólo deseó una cosa: hallar el secreto del viaje por el tiempo. Aunque fue un benefactor de la humanidad, murió sin satisfacer su curiosidad.

12 de abril de 2009

Luz estelar

Isaac Asimov

Arthur Trent oyó claramente las palabras que escupía el receptor.
–¡Trent! No puedes escapar. Interceptaremos tu órbita en un par de horas. Si intentas resistir, te haremos pedazos.
Trent sonrió y guardó silencio. No tenía armas ni necesidad de luchar. En menos de un par de horas la nave daría el salto al hiperespacio y jamás lo hallarían. Se llevaría un kilogramo de krilio, suficiente para construir sendas cerebrales de miles de robots, por un valor de diez millones de créditos en cualquier mundo de la galaxia, y sin preguntas.
El viejo Brennmeyer lo había planeado todo. Lo había estado planeando durante más de treinta años. Era el trabajo de toda su vida.
–Es la huida, jovencito –le había dicho–. Por eso te necesito. Tú puedes pilotar una nave y llevarla al espacio. Yo no.
–Llevarla al espacio no servirá de nada, señor Brennmeyer. Nos capturarán en medio día.
–No nos capturarán si damos el salto. No nos capturarán si cruzamos el hiperespacio y aparecemos a varios años luz de distancia.
–Nos llevaría medio día planear el salto, y aunque lo hiciéramos a tiempo la policía alertaría a todos los sistemas estelares.
–No, Trent, no. –El viejo le cogió la mano con trémula excitación–. No a todos los sistemas estelares, sólo a los que están en las inmediaciones. La galaxia es vasta y los colonos de los últimos cincuenta mil años han perdido contacto entre si.
Describió la situación en un tono de voz ansioso. La galaxia era ya como la superficie del planeta original –la Tierra, lo llamaban en los tiempos prehistóricos–. El ser humano se había esparcido por todos los continentes, pero cada uno de los grupos sólo conocía la zona vecina.
–Si efectuamos el salto al azar –le explicó Brennmeyer– estaremos en cualquier parte, incluso a cincuenta mil años luz, y encontrarnos les será tan fácil como hallar un guijarro en una aglomeración de meteoritos.
Trent sacudió la cabeza.
–Pero no sabremos dónde estamos. No tendremos modo de llegar a un planeta habitado.
Brennmeyer miró receloso a su alrededor. No tenía nadie cerca, pero bajó la voz:
–Me he pasado treinta años recopilando datos sobre todos los planetas habitables de la galaxia. He investigado todos los documentos antiguos. He viajado miles de años luz, más lejos que cualquier piloto espacial. Y el paradero de cada planeta habitable está ahora en la memoria del mejor ordenador del mundo.
–Trent enarcó las cejas. El viejo prosiguió–: Diseño ordenadores y tengo los mejores. También he localizado el paradero de todas las estrellas luminosas de la galaxia, todas las estrellas de clase espectral F, B, A y O, y los he almacenado en la memoria. Después del salto, el ordenador escudriña los cielos espectroscópicamente y compara los resultados con su mapa de la galaxia. Cuando encuentra la concordancia apropiada, y tarde o temprano ha de encontrarla, la nave queda localizada en el espacio y, luego, es guiada automáticamente, mediante un segundo salto, a las cercanías del planeta habitado más próximo.
–Parece complicado.
–No puede fallar. He trabajado en ello muchos años y no puede fallar. Me quedarán diez años para ser millonario. Pero tú eres joven. Tú serás millonario durante mucho más tiempo.
–Cuando se salta al azar, se puede terminar dentro de una estrella.
–Ni una probabilidad en cien billones, Trent. También podríamos aparecer tan lejos de cualquier estrella luminosa que el ordenador no encuentre nada que concuerde con su programa. Podríamos saltar a sólo un año luz y descubrir que la policía aún nos sigue el rastro. Las probabilidades son aún menores. Si quieres preocuparte, preocúpate por la posibilidad de morir de un ataque cardiaco en el momento del despegue. Las probabilidades son mucho más altas.
–Podría sufrir un ataque cardiaco. Es más viejo.
El anciano se encogió de hombros.
–Yo no cuento. El ordenador lo hará todo automáticamente.
Trent asintió con la cabeza y recordó ese detalle. Una medianoche, cuando la nave estaba preparada y Brennmeyer llegó con el krilio en un maletín –no tuvo dificultades en conseguirlo, pues era hombre de confianza–, Trent tomó el maletín con una mano al tiempo que movía la otra con rapidez y certeza.
Un cuchillo seguía siendo lo mejor, tan rápido como un despolarizador molecular, igual de mortífero y mucho más silencioso. Dejó el cuchillo clavado en el cuerpo, con sus huellas dactilares. ¿Qué importaba? No iban a aprehenderlo.
Una vez en las honduras del espacio, perseguido por las naves patrulla, sintió la tensión que siempre precedía a un salto. Ningún fisiólogo podía explicarla, pero todo piloto veterano conocía esa sensación.
Por un instante de no espacio y no tiempo se producía un desgarrón, mientras la nave y el piloto se convertían en no materia y no energía y, luego, se ensamblaban inmediatamente en otra parte de la galaxia.
Trent sonrió. Seguía con vida. No había ninguna estrella demasiado cerca y había millares a suficiente distancia. El cielo parecía un hervidero de estrellas y su configuración era tan distinta que supo que el salto lo había llevado lejos. Algunas de esas estrellas tenían que ser de clase espectral F o mejores aún. El ordenador contaría con muchas probabilidades para utilizar su memoria. No tardaría mucho.
Se reclinó confortablemente y observó el movimiento de la rutilante luz estelar mientras la nave giraba despacio. Divisó una estrella muy brillante. No parecía estar a más de dos años luz, y su experiencia como piloto le decía que era una estrella caliente y propicia. El ordenador la usaría como base para estudiar la configuración del entorno. No tardará mucho, pensó Trent una vez más.
Pero tardaba. Transcurrieron minutos, una hora. Y el ordenador continuaba con sus chasquidos y sus parpadeos. Trent frunció el ceño. ¿Por qué no hallaba la configuración? Tenía que estar allí. Brennmeyer le había mostrado sus largos años de trabajo. No podía haber excluido una estrella ni haberla registrado en un lugar erróneo.
Por supuesto que las estrellas nacían, morían y se desplazaban en el curso de su existencia, pero esos cambios eran lentos, muy lentos. Las configuraciones que Brennmeyer había registrado no podían cambiar en un millón de años.
Trent sintió un pánico repentino. ¡No! No era posible. Las probabilidades era aun más bajas que las de saltar al interior de una estrella.
Aguardó a que la estrella brillante apareciera de nuevo y, con manos temblorosas, la enfocó con el telescopio. Puso todo el aumento posible y, alrededor de la brillante mota de luz, apareció la bruma delatora de gases turbulentos en fuga.
¡Era una nova!
La estrella había pasado de una turbia oscuridad a una luminosidad fulgurante, quizá sólo un mes atrás. Antes pertenecía a una clase espectral tan baja que el ordenador la había ignorado, aunque seguramente merecía tenérsela en cuenta. Pero la nova que existía en el espacio no existía en la memoria del ordenador porque Brennmeyer no la había registrado. No existía cuando Brennmeyer reunía sus datos. Al menos, no existía como estrella brillante y luminosa.
–¡No la tengas en cuenta! –gritó Trent–. ¡Ignórala!
Pero le gritaba a una máquina automática que compararía el patrón centrado en la nova con el patrón galáctico sin encontrarla, y quizá continuaría comparando mientras durase la energía. El aire se agotaría mucho antes. La vida de Trent se agotaría mucho antes.
Trent se hundió en el asiento, contempló aquella burlona luz estelar e inició la larga y agónica espera de la muerte.
Si al menos se hubiera guardado el cuchillo...