31 de diciembre de 2009

¡¡¡Un 2009 de terror por un mejor 2010!!!

Año complejo, si los hubo...



Por un 2010 que superen las 3853 visitas al blog.

24 de diciembre de 2009

23 de diciembre de 2009

Estuvimos en la pintada 2009...

... y nos fuimos sin una mancha...

















Miguel Cané exasperado...



El Escribidor de Buenos Aires, 2009

22 de diciembre de 2009

Buscado

Stephanie nos acercó el identikit del líder de la banda delictiva, especializada en escritura creativa, conocida como El Escribidor de Buenos Aires. Gracias a este aporte sabemos que se llama Gustavo alias "el profe".

Grafitti


Julio Cortázar
A Antoni Tàpies
Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego, supongo que te hizo gracia encontrar un dibujo al lado del tuyo, lo atribuiste a una casualidad o a un capricho y sólo la segunda vez te diste cuenta que era intencionado y entonces lo miraste despacio, incluso volviste más tarde para mirarlo de nuevo, tomando las precauciones de siempre: la calle en su momento más solitario, acercarse con indiferencia y nunca mirar los grafitti de frente sino desde la otra acera o en diagonal, fingiendo interés por la vidriera de al lado, yéndote en seguida.
Tu propio juego había empezado por aburrimiento, no era en verdad una protesta contra el estado de cosas en la ciudad, el toque de queda, la prohibición amenazante de pegar carteles o escribir en los muros. Simplemente te divertía hacer dibujos con tizas de colores (no te gustaba el término grafitti, tan de crítico de arte) y de cuando en cuando venir a verlos y hasta con un poco de suerte asistir a la llegada del camión municipal y a los insultos inútiles de los empleados mientras borraban los dibujos. Poco les importaba que no fueran dibujos políticos, la prohibición abarcaba cualquier cosa, y si algún niño se hubiera atrevido a dibujar una casa o un perro, lo mismo lo hubieran borrado entre palabrotas y amenazas. En la ciudad ya no se sabía demasiado de que lado estaba verdaderamente el miedo; quizás por eso te divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para hacer un dibujo.
Nunca habías corrido peligro porque sabías elegir bien, y en el tiempo que transcurría hasta que llegaban los camiones de limpieza se abría para vos algo como un espacio más limpio donde casi cabía la esperanza. Mirando desde lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba una ojeada al pasar, nadie se detenía por supuesto pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a veces una rápida composición abstracta en dos colores, un perfil de pájaro o dos figuras enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza negra: A mí también me duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en persona la hizo desaparecer. Después solamente seguiste haciendo dibujos.
Cuando el otro apareció al lado del tuyo casi tuviste miedo, de golpe el peligro se volvía doble, alguien se animaba como vos a divertirse al borde de la cárcel o algo peor, y ese alguien como si fuera poco era una mujer. Vos mismo no podías probártelo, había algo diferente y mejor que las pruebas más rotundas: un trazo, una predilección por las tizas cálidas, un aura. A lo mejor como andabas solo te imaginaste por compensación; la admiraste, tuviste miedo por ella, esperaste que fuera la única vez, casi te delataste cuando ella volvió a dibujar al lado de otro dibujo tuyo, unas ganas de reír, de quedarte ahí delante como si los policías fueran ciegos o idiotas.
Empezó un tiempo diferente, más sigiloso, más bello y amenazante a la vez. Descuidando tu empleo salías en cualquier momento con la esperanza de sorprenderla, elegiste para tus dibujos esas calles que podías recorrer de un solo rápido itinerario; volviste al alba, al anochecer, a las tres de la mañana. Fue un tiempo de contradicción insoportable, la decepción de encontrar un nuevo dibujo de ella junto a alguno de los tuyos y la calle vacía, y la de no encontrar nada y sentir la calle aún más vacía. Una noche viste su primer dibujo solo; lo había hecho con tizas rojas y azules en una puerta de garage, aprovechando la textura de las maderas carcomidas y las cabezas de los clavos. Era más que nunca ella, el trazo, los colores, pero además sentiste que ese dibujo valía como un pedido o una interrogación, una manera de llamarte. Volviste al alba, después que las patrullas ralearon en su sordo drenaje, y en el resto de la puerta dibujaste un rápido paisaje con velas y tajamares; de no mirarlo bien se hubiera dicho un juego de líneas al azar, pero ella sabría mirarlo. Esa noche escapaste por poco de una pareja de policías, en tu departamento bebiste ginebra tras ginebra y le hablaste, le dijiste todo lo que te venía a la boca como otro dibujo sonoro, otro puerto con velas, la imaginaste morena y silenciosa, le elegiste labios y senos, la quisiste un poco.
Casi en seguida se te ocurrió que ella buscaría una respuesta, que volvería a su dibujo como vos volvías ahora a los tuyos, y aunque el peligro era cada vez mayor después de los atentados en el mercado te atreviste a acercarte al garage, a rondar la manzana, a tomar interminables cervezas en el café de la esquina. Era absurdo porque ella no se detendría después de ver tu dibujo, cualquiera de las muchas mujeres que iban y venían podía ser ella. Al amanecer del segundo día elegiste un paredón gris y dibujaste un triángulo blanco rodeado de manchas como hojas de roble; desde el mismo café de la esquina podías ver el paredón (ya habían limpiado la puerta del garage y una patrulla volvía y volvía rabiosa), al anochecer te alejaste un poco pero eligiendo diferentes puntos de mira, desplazándote de un sitio a otro, comprando mínimas cosas en las tiendas para no llamar demasiado la atención. Ya era noche cerrada cuando oíste la sirena y los proyectores te barrieron los ojos. Había un confuso amontonamiento junto al paredón, corriste contra toda sensatez y sólo te ayudó el azar de un auto dando vuelta a la esquina y frenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la lucha, un pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los alaridos, la visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la tiraran en el carro y se la llevaran.
Mucho después (era horrible temblar así, era horrible pensar que eso pasaba por culpa de tu dibujo en el paredón gris) te mezclaste con otras gentes y alcanzaste a ver un esbozo en azul, los trazos de ese naranja que era como su nombre o su boca, ella así en ese dibujo truncado que los policías habían borroneado antes de llevársela; quedaba lo bastante como para comprender que había querido responder a tu triángulo con otra figura, un círculo o acaso un espiral, una forma llena y hermosa, algo como un sí o un siempre o un ahora.
Lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para imaginar los detalles de lo que estaría sucediendo en el cuartel central; en la ciudad todo eso rezumaba poco a poco, la gente estaba al tanto del destino de los prisioneros, y si a veces volvían a ver a uno que otro, hubieran preferido no verlos y que al igual que la mayoría se perdieran en ese silencio que nadie se atrevía a quebrar. Lo sabías de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría más que a morderte las manos, a pisotear tizas de colores antes de perderte en la borrachera y en el llanto.
Sí, pero los días pasaban y ya no sabías vivir de otra manera. Volviste a abandonar tu trabajo para dar vueltas por las calles, mirar fugitivamente las paredes y las puertas donde ella y vos habían dibujado. Todo limpio, todo claro; nada, ni siquiera una flor dibujada por la inocencia de un colegial que roba una tiza en la clase y no resiste el placer de usarla. Tampoco vos pudiste resistir, y un mes después te levantaste al amanecer y volviste a la calle del garage. No había patrullas, las paredes estaban perfectamente limpias; un gato te miró cauteloso desde un portal cuando sacaste las tizas y en el mismo lugar, allí donde ella había dejado su dibujo, llenaste las maderas con un grito verde, una roja llamarada de reconocimiento y de amor, envolviste tu dibujo con un óvalo que era también tu boca y la suya y la esperanza. Los pasos en la esquina te lanzaron a una carrera afelpada, al refugio de una pila de cajones vacíos; un borracho vacilante se acercó canturreando, quiso patear al gato y cayó boca abajo a los pies del dibujo. Te fuiste lentamente, ya seguro, y con el primer sol dormiste como no habías dormido en mucho tiempo.
Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo habían borrado todavía. Volviste al mediodía: casi inconcebiblemente seguía ahí. La agitación en los suburbios (habías escuchado los noticiosos) alejaban a la patrulla de su rutina; al anochecer volviste a verlo como tanta gente lo había visto a lo largo del día. Esperaste hasta las tres de la mañana para regresar, la calle estaba vacía y negra. Desde lejos descubriste otro dibujo, sólo vos podrías haberlo distinguido tan pequeño en lo alto y a la izquierda del tuyo. Te acercaste con algo que era sed y horror al mismo tiempo, viste el óvalo naranja y las manchas violetas de donde parecía saltar una cara tumefacta, un ojo colgando, una boca aplastada a puñetazos. Ya sé, ya sé ¿pero qué otra cosa hubiera podido dibujarte? ¿Qué mensaje hubiera tenido sentido ahora? De alguna manera tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que siguieras. Algo tenía que dejarte antes de volverme a mi refugio donde ya no había ningún espejo, solamente un hueco para esconderme hasta el fin en la más completa oscuridad, recordando tantas cosas y a veces, así como había imaginado tu vida, imaginando que hacías otros dibujos, que salías por la noche para hacer otros dibujos.
De Queremos tanto a Glenda y otros relatos, 1980

20 de diciembre de 2009

Los géneros literarios tradicionales: El género narrativo

Narrar es contar una serie de hechos. De acuerdo con la naturaleza de los hechos narrados, se distinguen narraciones no ficcionales, si los hechos narrados ocurrieron en la realidad, o narraciones ficcionales, si los hechos narrados son producto de la imaginación de un autor.
Tanto en las narraciones no ficcionales como en las ficcionales, quien tiene a su cargo contar lo sucedido es el narrador. El narrador es la “voz” que cuenta los hechos y por ese motivo su presencia es esencial en las narraciones. En los textos narrativos no ficcionales, el narrador y el autor coinciden debido a la naturaleza de los hechos narrados (son hechos que ocurrieron realmente), entonces debe ser veraz en su transmisión, hacerse responsable de que lo que cuenta es verdadero.
En cambio, en los textos narrativos ficcionales, el narrador solo existe en la narración. En estos casos, no se debe confundir con el autor, persona de carne y hueso que tiene o tuvo una existencia real, fuera de la narración. El autor, el escritor, imagina una historia y elige una voz que será la encargada de contarla: el narrador.
Ejemplos de narraciones ficcionales son los cuentos y las novelas.
Las novelas se diferencian de los cuentos por su extensión. Esto se debe a que la novela cuenta con varios episodios: numerosos sucesos (complicaciones y resoluciones parciales), gran cantidad de personajes, posibilidad de que los hechos ocurran en muchos lugares y en diversos momentos (años, incluso).

Historia y relato
Cuando leemos, no leemos la “historia”, leemos el relato que se hace de esa historia. En el acto de narrar, entonces, podemos distinguir dos elementos: la historia y el relato.
La historia está constituida por hechos, acontecimientos; en cambio, el relato es un texto, por lo tanto, su naturaleza es lingüística. A través del relato, conocemos los hechos de la historia.
La historia es todo lo que sucede, segundo a segundo. Por ejemplo, la historia de una persona comienza en el momento en que nace, continúa en el tiempo y finaliza con su muerte. Si alguien decide contar esa vida tal como sucedió, la narración abarcaría tantos años como vivió esa persona, algo que es materialmente imposible. Por lo tanto, el relato es un texto que cuenta algunos de esos hechos: los más significativos o relevantes. También, sería posible dar distintas versiones de la historia de esa persona: un relato podría comenzar en el momento en que esa persona se recibe de ingeniero y luego retrotraerse a su pasado, otro podría respetar el orden en que se fueron sucediendo los acontecimientos; otro podría ir hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, de acuerdo con una necesidad de vincular los hechos con un criterio temático (sus relaciones afectivas, por ejemplo). Todas estas versiones son narraciones de una misma historia, son relatos de ella.
Ahora bien, siempre se relatan hechos que han ocurrido, es decir, que son anteriores al acto de narrar, por ello, el tiempo verbal predominante en las narraciones es el pretérito. También se puede narrar en presente; en ese caso, el presente toma el valor de un pretérito. Por ese motivo, a ese uso del presente se lo denomina “presente histórico”.

El narrador en relación con los acontecimientos narrados
El narrador es una voz ficcional que se ocupa de contar los hechos de una historia. Si lo que el narrador cuenta le sucedió a sí mismo o fue testigo presencial de los hechos, es decir, si está dentro de la historia, cuenta en primera persona, porque narrador y personaje coinciden. Es el caso de algunos capítulos de Rosaura a las diez de Marco Denevi y “Hombrecitos”, de Enrique Wernicke.
Si el narrador cuenta lo que le sucedió a otro personaje, es decir, si está fuera de la historia, adopta la tercera persona, como sucede en “La galera”, de Manuel Mujica Lainez.
Entonces, se dice que un relato está “en primera o en tercera persona”, según sea que los sucesos que cuenta el narrador le hayan ocurrido a él y, por lo tanto, esté dentro de la historia, o a un personaje distinto de él y, por lo tanto esté fuera de la historia.

El narrador en relación con los personajes: perspectiva
En los cuentos y novelas, la historia es un componente invariable, mientras que el relato cambia, tanto si se modifica la persona del narrador como si, aún cuando la persona sea la misma (tercera, por ejemplo), se altera el punto de observación o el conocimiento que tenga el narrador sobre los hechos. En “La galera”, por ejemplo, la realidad es percibida por Catalina Vargas, y el narrador adopta su perspectiva para contar esa realidad. Es decir, en algunos segmentos del cuento, el narrador elige contar los hechos desde un punto de observación que solamente permite saber lo que piensa uno de sus personajes –la protagonista–; las acciones de los otros personajes se exponen por lo que la anciana señorita cree, sospecha y ve.
El desarrollo anterior permite afirmar que el narrador es el que habla pero no siempre es el que percibe: en efecto, a veces adopta el punto de vista de un personaje y cuenta los hechos como si los contara ese personaje.
Esta distinción posibilita describir cuánto sabe el narrador acerca de los hechos narrados, según qué posición adopta para narrarlos. Se denomina focalización a la posición del narrador, a la distancia en que se coloca para contar los hechos.
Se distinguen tres tipos de focalización: focalización cero, focalización interna y focalización externa.
Un relato no está focalizado o tiene focalización cero cuando el narrador sabe más que los personajes y no explica cómo obtuvo la información. Puede ver a través de las paredes o a través del “cráneo” de los personajes. Así por ejemplo, conoce los secretos de un personaje que este personaje ignora de sí mismo, o conoce simultáneamente los pensamientos de varios personajes. Además, posee un alto grado de conocimiento acerca de lo que cuenta: puede saber el fin de la historia antes de que los personajes la supongan siquiera, por eso se lo denomina también con el nombre de “omnisciente”. Este tipo narrador utiliza la tercera persona, que lo distancia de los hechos. La novela realista del siglo diecinueve utiliza la focalización cero.
Si el foco de percepción recae sobre alguno o algunos de los personajes, el relato tiene focalización interna. Se puede dar de dos maneras: o bien el narrador es el protagonista de la historia o bien sigue a los protagonistas de los hechos. Este tipo de narrador tiene el mismo conocimiento respecto de los hechos que los personajes y no puede explicar ni prever ningún acontecimiento antes de que lo haya hecho alguno de ellos. Puede contar en primera persona (y entonces será protagonista o testigo) o en tercera persona, pero siempre según la percepción que de los sucesos tiene el personaje. También, puede seguir a uno solo o a varios personajes (y los cambios de focalización en uno y en otro pueden ser sistemáticos o no). Las novelas y los cuentos leídos, como casi todos los textos narrativos del siglo veinte y actuales, adoptan la focalización interna.
Por último, se dice que un relato tiene focalización externa, cuando el foco de percepción se ubica fuera de cualquier personaje; en consecuencia el narrador no brinda ninguna información sobre sus pensamientos o deseos. Este narrador sabe menos que los personajes. Solo narra lo que puede apreciar desde afuera: lo que ve, oye, etc., pero no tiene posibilidad de acceso a la mente de los personajes, por lo tanto, narra en tercera persona. Este tipo de narrador se emplea en la narrativa objetivista, muy poco cultivada.

Subgéneros narrativos
A grandes rasgos, los textos narrativos se pueden clasificar en maravillosos, realistas, fantásticos, extraños y de ciencia ficción.
Las narraciones realistas son las que tienen por objetivo representar la realidad con la mayor fidelidad posible, es decir de acuerdo con lo que los lectores consideran que es la realidad o creen que puede suceder en ella. En estas narraciones, el mundo representado, la caracterización de los personajes y los conflictos producidos entre ellos, responden a los de la vida real. Ejemplos de narraciones realistas son: El llamado de lo salvaje, “A la deriva”, “Hombrecitos”, “Los venenos”, “Final del juego”, “El corazón delator”, “El almohadón de plumas”, “La gallina degollada”, “Broma”, “El pequeño rey zaparrastroso” y “El cielo entre los durmientes”.

En las narraciones fantásticas, se produce un hecho sobrenatural en un mundo gobernado por las mismas leyes físicas que ordenan el realista. Es decir, que en un contexto realista, se produce un suceso que rompe con las leyes de ese mundo realista. Y no admite una explicación, porque lo que sucede escapa a lo normal, a lo lógico, no se puede racionalizar. Simplemente algo de naturaleza desconocida e irrazonable se presenta, irrumpe en medio de lo cotidiano y lo modifica, sin que sea posible una solución.
Este suceso sobrenatural provoca incertidumbre en los personajes y pierden la seguridad que tenían acerca de lo que percibían como real, porque lo fantástico cuestiona esa percepción al manifestarse ante sus sentidos algo que consideraban como propio de la fantasía. Si, por ejemplo, ven un fantasma, se desconciertan, porque el fantasma no solo transgrede las leyes físicas: no está limitado por el espacio (puede atravesar paredes) ni por el tiempo (es eterno), sino que también pertenece al mundo de los muertos, entonces es imposible que tenga vida. El personaje, entonces, siente un temor profundo, porque la existencia del fantasma provoca que dude de la propia: si lo imposible se materializa, si lo irreal le llega a través de los sentidos como real, entonces lo real puede no serlo. Se borran las fronteras entre fantasía y realidad, por eso el mundo estable y ordenado en el que vivía y al que creía conocer se desestabiliza y ya no vuelve a equilibrarse, pues todas las certezas se han perdido.
El lector de un relato fantástico acompaña al personaje en su perplejidad y, o bien se aterroriza, o bien se sorprende: la extrañeza ante lo radicalmente diferente lo hace dudar también del mundo que lo rodea y pensar que quizás también sus sentidos lo engañan. Ejemplos de cuento fantástico son “La galera” y “El retrato oval”.

Los cuentos o novelas de ciencia ficción, a partir de las hipótesis o los descubrimientos científicos, o de los avances en la tecnología, crean un universo ficcional que tiene leyes propias. Estas leyes, aceptadas por los lectores, posibilitan que los hechos narrados sucedan, generalmente, en un presente contemporáneo al autor (en el que se dan por hecho ciertos avances a los que, en la realidad, no se ha llegado) o en un futuro más o menos lejano, en otras galaxias, en dimensiones paralelas. Así, en los textos de ciencia ficción, es común que los hombres se relacionen con seres de otros planetas, supercomputadoras, robots y humanos con capacidades superdesarrolladas. También son posibles los viajes en el tiempo, existen aparatos o sustancias con poderes desconocidos, etc. y los conflictos se producen a partir de estas situaciones.
Según Isaac Asimov, “La ciencia ficción es la rama de la literatura que trata sobre las respuestas humanas a los cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología”. En esta definición se dan las características fundamentales de los relatos del género, porque en ellos, los progresos científicos o tecnológicos no solo son el marco del conflicto, sino que contribuyen a crearlo. Si solo fueran marco, el relato de ciencia ficción no se diferenciaría sustancialmente del de aventuras: en lugar de ambientarse en un barco pirata, por ejemplo, se desarrollaría en una nave espacial. Entonces, el acento de la ciencia ficción está puesto en cómo los humanos responden a los cambios y, de esa respuesta, surge el conflicto, porque se pone en juego la cuestión de si esos cambios son avances o retrocesos para la humanidad.
A partir de 1960, la ciencia ficción se caracteriza por desplazar su acento de la ciencia y de los artefactos, para focalizarse en la sociedad y en las personas. Todavía trata sobre cambios en el nivel de la ciencia y la tecnología, pero estos cambios pasan a segundo plano. Y así, se distinguen dos grandes ramas: la que considera que la ciencia contribuye al progreso y al bienestar humano, y otra que plantea lo contrario: los avances científicos y tecnológicos tienen consecuencias negativas para la humanidad y hasta pueden ocasionar su destrucción.
En la primera, rigen los valores tradicionales: siempre triunfan el bien, la amistad, el coraje, el honor. En la segunda, por lo general se muestra una sociedad decadente, se cuestiona el poder de la ciencia y se intenta que los lectores reflexionen acerca de la condición humana y del futuro de la civilización.
Con mayor frecuencia, los temas que en la actualidad trata la ciencia ficción son:
  • La conquista del espacio: en un futuro lejano, los hombres conquistan otros planetas y conviven, pacíficamente o no, con otras civilizaciones. Son historias en las que un héroe debe sortear una serie de obstáculos para lograr su cometido: el triunfo del bien. En general, sus oponentes son extraterrestres hostiles. La acción se desarrolla en un espacio lejano y los personajes se trasladan en naves ultra veloces y usan armas sofisticadas.
  • Extraterrestres: la relación de los hombres con los extraterrestres es uno de los temas preferidos. Dentro de este grupo están las obras en las que los extraterrestres son monstruos que intentan aniquilar a la raza humana, y otras, en las que los alienígenas son víctimas de las injusticias de la sociedad humana.
  • Mundos paralelos: estas narraciones postulan la existencia de realidades paralelas, contemporáneas a la realidad conocida por todos.
  • La conquista del tiempo: es uno de los temas más originales de la ciencia ficción, dado que hasta ahora, la ciencia no ha encontrado la forma de dominarlo. Los viajes en el tiempo se dan hacia el futuro o hacia el pasado. En el primer caso, se muestran sociedades que han sobrevivido a una conflagración atómica, pero en las que persisten las divisiones injustas. En el segundo, se presenta la posibilidad de las paradojas temporales: una pequeña modificación en un período de la historia puede producir catástrofes en otro.
  • La relación del hombre con la ciencia y la tecnología: se narran las consecuencias que puede traer el progreso ilimitado. Aparecen descubrimientos e inventos supuestamente positivos pero con efectos dañinos, robots, cyborgs, computadoras inteligentes, clones u otros seres producto de la manipulación genética que se vuelven hostiles a sus creadores, los hombres.
  • Las utopías: la palabra utopía significa “no lugar” y, por lo general, se refiere a un Estado imaginario que reúne todas las perfecciones y que hace posible una existencia feliz porque en él reinan la paz y la justicia. En las obras de ciencia ficción, estos lugares gozan de adelantos científicos y tecnológicos que les permiten vivir pacíficamente, y el conflicto surge por la llegada de seres que no pertenecen a esa sociedad.
  • Las distopías: la palabra distopía comúnmente se usa como antónimo de utopía, para referirse a una sociedad futura en la que reinan la injusticia y la opresión. Estos relatos tienen como objetivo mostrar hacia dónde se dirige la sociedad actual si no se producen cambios trascendentales.
“Contacto. El regalo de los terrícolas” y “Luz estelar” son cuentos de ciencia ficción.

El relato policial
Dentro de las narraciones realistas, se incluye el policial. Todo relato policial cuenta un crimen misterioso, pues se desconoce quién lo cometió y cómo, y la investigación, es decir, la serie de pasos que da el detective para esclarecerlo. Por lo tanto, en la narración policial se relatan dos historias: la historia de la investigación y la historia del crimen. Este relato no respeta el orden cronológico de los hechos, porque a pesar de que la historia del crimen ocurrió antes, se cuenta después.
Lo que se privilegia en la narrativa policial es el relato de la investigación, pues la sola presencia de un crimen y de un criminal no convierte a una narración en policial. Una historia de amor, por ejemplo, puede concluir con la muerte de uno de los enamorados a manos del otro.
En el relato policial, el crimen provoca una serie de interrogantes: ¿quién lo hizo y cómo? La búsqueda de las respuestas a estos interrogantes se traduce en una cadena de acciones: la investigación. El encargado de llevarla a cabo es el investigador, quien maneja diversas hipótesis basadas en datos dispersos. A lo largo del relato, algunas de estas hipótesis se irán descartando hasta llegar a la verdad, pues en el mundo ficcional creado por la literatura policial, no existe el crimen perfecto, y siempre triunfa el bien sobre el mal.
El significado de crimen es “delito grave”, pero en el lenguaje cotidiano se usa como sinónimo de “asesinato”. Si bien lo que más abunda en el género policial es este último, también se producen otro tipo de delitos: robo, corrupción de funcionarios, secuestro, extorsión, estafa, etc.
El lector establece una competencia con el investigador, pues lo acompaña en su búsqueda, pero también elabora sus propias hipótesis, a partir de las pistas que el narrador le va brindando. Sin embargo, el investigador siempre lo aventaja en sagacidad y experiencia y así, el desenlace sorprende al lector, porque en general el principal sospechoso resulta ser inocente. Esto contribuye a crear suspenso, que es otra de las características del relato policial.

Etapas en la narrativa policial
La narrativa policial es un producto de la sociedad industrial occidental. Se inicia en el siglo XIX, cuando la revolución industrial favoreció la concentración de los trabajadores en los centros urbanos. El hacinamiento y las míseras condiciones de vida en las ciudades dieron como resultado un crecimiento de la criminalidad y de los medios para combatirla. Llega a su auge en el siglo XX, después de la crisis económica de la década del treinta. Estas dos situaciones sociales influyeron en la forma de abordar el relato policial y permiten distinguir dos etapas.

Primera etapa: el relato policial clásico
En esta primera etapa, la narración gira en torno de un enigma que debe develarse: quién y cómo se cometió el crimen. En general, la policía se ha mostrado incompetente para resolverlo, entonces recurre a la ayuda del detective, un héroe dotado de una inteligencia superior que le permite percatase de pistas en las que nadie ha reparado, y relacionarlas para llegar a la verdad. Con frecuencia es un aristócrata, por lo que esta tarea la lleva a cabo por entretenimiento, acepta el desafío que le propone el criminal que ha hecho todo lo posible por no dejar huellas que lo incriminen. Esto implica otro elemento: el sospechoso, aquel a quien todo y todos acusan, nunca es el culpable, pero el detective, guiado por su lógica, sin tener necesidad de desplazarse, resuelve el caso.

Segunda etapa: el policial negro
Luego de la crisis económica de 1929, en EE. UU., surge el crimen organizado (la mafia) pero el dinero y el afán de poder también corrompen a otros sectores sociales. En una sociedad con estas características, el único que se mantiene íntegro es el investigador, en esta etapa, encarnado por un policía o un detective privado. Aquí surge una de las diferencias con el policial clásico: el investigador es un profesional que cobra dinero por hacer su trabajo. En general, la causa del crimen es económica, y el detective, que se desplaza para llevar a cabo su investigación, desencadena la acción: más que encontrar pruebas, las produce. El ámbito privilegiado es la ciudad, donde los crímenes son moneda corriente, por lo que, en el fondo, el relato policial negro denuncia una sociedad corrompida que recurre a ellos con naturalidad. Con su investigación, el detective saca a la luz los valores de esta sociedad.

Ejemplos de relato policial son: Rosaura a las diez, de Marco Denevi y “El crimen casi perfecto”, de Roberto Arlt.
Gracias, Prof. Elsa Pizzi

19 de diciembre de 2009





____Caminó lo más aprisa posible. Le era difícil abrirse paso para alcanzar la jaula de los pájaros. Empujó, pisó algunos pies, clavó codos y rodillas y descubrió que la gente estaba en un éxtasis extraño. Los ojos perdidos en una hipnosis. Marchaban murmurando una oración que se escapaba de sus labios ligeramente abiertos y sin movimiento. Sin duda sus voluntades habían sido manipuladas como parte del ritual. Alguna pócima o brebaje producía ese efecto. A Sebastián lo tranquilizó la idea de que buena parte de esa gente participaba de la horrenda ceremonia por efecto de alguna droga o hechizo. Los que parecían que estaban en perfectas condiciones y sabían lo que hacían eran los hombres que cargaban la pesada jaula de hierro.
____–Vuelves a acercarte y te golpearé –le dijo uno de ellos al niño que simuló llevarlo por delante. Sebastián caminaba encorvado con su cabeza totalmente cubierta. Hasta sus manos estaban ocultas debajo de la manta. Sus pies tampoco se veían. Parecía un enano deforme, nadie pensaría ni por un momento que un niño iba a abandonar su cama para estar en ese macabro festejo.
____La procesión se movía lentamente. Sebastián se quedó cerca de la jaula a una distancia prudente. Había localizado la puerta y la traba que la cerraba. Era sencillo abrirla, lo difícil iba a ser burlar la vigilancia. Al salir a la Plaza Mayor un escuadrón de Gríseos se metió en medio de la gente con sus lagartos. Sebastián debió agachar más la cabeza y confiar en su suerte. La incursión de los extraños soldados fue para reforzar con sus lagartos y ballestas la vigilancia de los pájaros. La cosa se complicaba aún más. Ahora sí que resultaría imposible para Sebastián acceder a la jaula.
____Una tenue luz amarillenta salía del interior del templo junto con los sonidos de un tambor que era golpeado con vigor. La gente se detuvo frente al edificio. La jaula continuó viaje y Sebastián con extrema lentitud siguió en pos de ella. De esta manera se adelantó bastante y fue de los primeros en entrar a la nave de la Catedral. La jaula quedó a un lado del púlpito y no muy lejos Sebastián se acomodó a esperar la oportunidad de abrir la puerta. Los pájaros apenas se movían, ignorantes de su destino. Eso acongojaba más al chico. Los lagartos quedaron afuera no obstante los Gríseos estaban allí, firmes, con sus ballestas cargadas.
____Los feligreses ya ubicados y cubriendo la capacidad de la iglesia comenzaron a cantar en voz alta. Por la entrada principal hizo su ingreso la imagen del santo llevado por cuatro devotos. Era una estatuilla absolutamente negra dentro de una caja de vidrio. También negras eran las flores que lo rodeaban. Los ojos de la terrible figura eran dorados, como el fuego. Lo colocaron en el altar y todos los presentes lo veneraron. Era San Secario.
____De una puerta lateral, del interior del transepto, salió el sacerdote con una mujerzuela que era su compañera y oficiaba de monaguillo. Sebastián se acercó lo que más pudo a la jaula. Ya casi tocaba a uno de los Gríseos que estaba atento al ritual. Apenas un metro y medio, dos metros de la traba. Debía hacerlo con rapidez. Sacar la traba y huir. “¿Y si los pájaros no reaccionaban y todo era en vano?” Había que hacerlo “aunque sólo se salven algunos”. Miró hacia la entrada y su huida parecía imposible. “Generar una confusión”. “Fuego” se le ocurrió. Las antorchas estaban sobre su cabeza. “Tirar una al piso y empezar a gritar”. No parecía mala idea pero su estatura no le daba para llegar hasta la antorcha. “Tal vez en puntas de pie” y cuando estiró su brazo para tomar la antorcha una mano lo oprimió con energía. Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Sebastián. Quiso salir sin levantar la cabeza, sin ver al que lo había atrapado. La mano como una garra no lo soltaba. Estaba perdido. Trató de ocultar su rostro. Si descubrían que era un chico todo empeoraría.
____–Está todo bien –sintió que le decía una voz tranquilizándolo. Sebastián levantó la cabeza y tuvo que contener un arrebato de felicidad. El mismísimo Guardián de la Naturaleza estaba allí.
____–¡Encantador... !
____–¡Sssshhhh, silencio! Nadie debe saber que estamos aquí –señaló el Guardián.
____–Los pájaros... –balbuceó el niño.
____–Sí, para eso hemos venido –dijo con una gran sonrisa–. Todo va a salir bien, no te preocupes y no vayas a apartarte de mi lado. Tenemos que tener paciencia. Hay que esperar un poco...
____–¿Existe un plan para liberarlos? –preguntó Sebastián que no era de tener mucha paciencia.
____–Por supuesto –aseguró el Encantador.
____–Quiere decir que casi arruino todo –entendió Sebastián.
____–Casi –afirmó el Guardián con su sonrisa fraternal y el niño se sintió mal, abochornado. El viejo le cruzó un brazo por el hombro y lo llevó hacia sí. Reconocía con ese gesto el valor y el amor de Sebastián por los pájaros.
____–Debemos esperar. No deberías estar aquí. El Hacedor debió advertírtelo –recriminó en voz baja el Encantador. Se habían alejado unos cuantos pasos de la jaula y de los Gríseos.
____–Lo hizo. Pero cuando vi la jaula con los pájaros... en ningún momento me dijeron que corrían peligro... –intentó explicar Sebastián.
____–Sí, lo sé. No quise decirlo para evitar este tipo de accionar. Suerte que te encontré...
____La Misa se inició puntualmente con las campanadas de las once. El sonido del choque de los badajos hizo vibrar la vieja estructura del templo. Sebastián prestó atención al sacerdote sin comprender el extravagante ceremonial. No tardó en descubrir el por qué, el sacerdote empezó por el final. Ahora entendía eso de “al revés” que le dijera Lethien. Debía terminar a las doce en punto con el principio. De pronto el niño recordó el motivo de la Misa y miró al Guardián angustiado.
____–¡La Misa se hace para vos! –recordó el niño.
____–Por eso no me la quería perder –dijo burlón el Encantador de Pájaros.
____–Pero... el Hacedor dijo que el homenajeado en este ritual es víctima de una enfermedad que lo seca y que ningún médico ni brujo ni mago puede curarlo –refirió Sebastián.
____–Sí –dijo el viejo.
____–¿Sí...? –indagó Sebastián.
____–Eso es lo que dice la gente sobre este tipo de rituales. Yo estoy aquí por mis pájaros. Por que temo que paguen ellos toda esta intolerancia –manifestó el Guardián de la Naturaleza.
____–¿No es cierto acaso lo de la Misa? –preguntó intrigado.
____–Es una gran farsa que monta Prorena con los religiosos que los apoyan incondicionalmente para inventarles enemigos a la gente– explicó el Encantador–. La diferencia entre toda esta gente y nosotros es que no nos creemos ninguna de estas mentiras. Cuando esta gente deje de creer, cuestione y piense sobre lo que los rodea pasará a ser enemigo de Prorena como nosotros. El poder así se debilitará. Por eso este constante esfuerzo por engañar. Aquí la gente es buena y no piensa que puede haber un horrendo fraude detrás de todo esto.
____El sacerdote farfullaba la Misa y era asistido por la mujerzuela que oficiaba de monaguillo. Llevaba el pelo desordenado, un vestido ajustado y la cara pintarrajeada; se movía con torpeza y sus modales eran groseros. Le alcanzó al sacerdote una hostia negra con tres puntas y este la consagró.
____–¿Cuánto debemos esperar? –se interesó Sebastián.
____–Poco, ten paciencia –contestó el Encantador.
____Dos Gríseos descoloridos y de enorme talla avanzaron hacia el sacerdote. Uno llevaba un lagarto y el otro un perro. Ambos estaban armados con sus ballestas. El sacerdote los recibió y les dio la bendición, también lo hizo con los animales y las armas. Debajo de la gran capa, oculto el anciano rostro y las manos, el Encantador observaba con detenimiento todo cuanto lo rodeaba. Sus ojos iban del altar a las bóvedas, de cada una de las columnas a la entrada y de la gente a los grandes ventanales.
____–¿Qué mirás, pasa algo? –preguntó el niño al advertir cierta inquietud en el viejo Guardián.
____–Estoy haciendo una composición de lugar –contestó este.
____–¿Composición de lugar?
____–Sí, en segundos debemos huir –afirmó.
____–¿Y los pájaros? –insistió Sebastián.
____–Ellos van a estar mejor que nosotros. Eso ya está en los planes. Creo que llegó el momento –dijo y sacó del interior de su capa unas gafas negras que extendió a Sebastián.
____–Ponte esto –pidió. Sebastián obedeció sin miramientos.
____–No veo nada –objetó el niño.
____–Esa es la idea. No te la quites por nada del mundo. Igual verás lo que hay que ver.
____El Guardián de la Naturaleza tomó a Sebastián de la mano y cerró los ojos. Se concentró con el rostro orientado hacia el Bosque. Sebastián sintió un extraño cosquilleo, como si la sangre se le alborotara y corriera con frenesí impulsada por un corazón a todo galope. Cerró los ojos. De todas maneras las gafas estaban tabicadas en todo su contorno. Eran unas antiparras que lo sumían en una oscuridad absoluta. Sintió ese impulso de cerrar los ojos como si él también debiera concentrarse.
____Primero fue el ulular del viento. Después un resplandor como un relámpago que ahuyentó a los búhos del campanario. Un temblor ligeramente más fuerte que el que produjeron las campanas meció la estructura de la nave. Los cristales de los ventanales laterales y los de la enorme cúpula explotaron por la presión de una fuerza terrible. Una gran luz entró a la iglesia al tiempo que todos gritaban y se empujaban. La luz era tan poderosa que encegueció a todos. Sebastián vio con sus gafas un enorme pájaro o el contorno de un pájaro nunca imaginado en ese tamaño.
____–¡Es un pájaro –dijo Sebastián– y es gigante!
____–Es el Pájaro de Luz –anunció el Guardián y tiró de la mano del niño– no te quites las gafas, ven conmigo.
____El griterío era infernal. Los Gríseos no podían hacer nada. Se cubrían los ojos con lo que encontraban. En su calidad de mutantes la excesiva luz les molestaba más que a otros. Los perros aullaban. Los feligreses se empujaban volteando bancos en su afán de salir. El sacerdote con la mujer huyó al transepto tropezando y cayendo reiteradas veces. El lagarto que estaba en el interior de la nave enfurecido y fuera de control tiraba mordiscos peligrosos. Todo era un caos hasta que la luz, tan intensa como la del sol, salió por la enorme cúpula destruida. Tardaron un tiempo en poder ver otra vez. Una nebulosa empañaba la visión de muchos. Cuando lo hicieron descubrieron que faltaba la jaula con los pájaros. El gigantesco Pájaro de Luz se la había llevado.



© Gustavo Prego

Roberto Arlt: la lección del maestro


Por Ricardo Piglia

Es tan difícil imaginar la vejez de Arlt como la juventud de Macedonio Fernández. ¿Qué hubiera pasado con Roberto Arlt de no haber muerto en 1942 y a los 42 años? ¿Hacia dónde habría avanzado su escritura? La excelente y en más de un aspecto definitiva edición de su Obra Completa que acaba de aparecer (editada por Lohlé) permite plantearse de otro modo esa pregunta. Tenemos reunido todo Arlt (las novelas, los relatos, las aguafuertes, el teatro y varios textos casi desconocidos) y la sensación de clausura que siempre produce una obra completa está sin embargo como corroída aquí por la persistente actualidad que mantiene Arlt entre nosotros.
“Uno no se desarrolla verdaderamente y a su manera sino después de muerto”, decía Kafka. Desde esa perspectiva habría que decir que la escritura de Arlt mejora con los años y se desarrolla en la dirección de la mejor literatura contemporánea. Y esto es así también porque lentamente se han ido creando las condiciones para que su obra pueda ser verdaderamente leída. Ha sido necesario despejar los sucesivos mitos (algunos de los cuales, dicho sea de paso, perseveran en el prólogo que Cortázar escribe para esta edición) que han entorpecido la comprensión de eso que Arlt traía de nuevo a la literatura argentina.
De hecho toda la existencia literaria de Arlt ha estado definida por la ilegitimidad. Durante años la sociedad literaria ha tendido a “corregir” a Arlt y hasta los burócratas más melancólicos de nuestra literatura se han sentido con derecho a tratarlo con una especie de condescendiente benevolencia. La manifestación más visible de ese rechazo se expresa, por supuesto, en juicios sobre su estilo. Difícil encontrar en la historia de nuestra literatura un ejemplo más claro de incomprensión y de ceguera.
El estilo de Arlt es un gran estilo y si ha sido negado de un modo tan unánime lo que debemos preguntarnos es qué era lo que su escritura venía a cuestionar. Murena, con ese empaque sombrío que él confundía con la profundidad, ha escrito un ensayo donde, a su manera, reivindica la obra de Artl sin dejar por eso de decir que ese estilo a menudo le parece ilegible. Sin duda, leída desde Murena, desde lo que Murena representa, la escritura de Arlt es ilegible. Durante años el estilo de Arlt ha sido un punto ciego: era imposible comprender todo lo nuevo que había en él.
Más profundamente, el rechazo de ese estilo es el síntoma de una desconfianza de fondo, una desconfianza que tendríamos que llamar social. Escritura desacreditada, la forma de escribir de Arlt aparece como la prueba y la señal de su “incultura”: escribe así porque “no sabe”, porque no tiene el refinamiento que permite, según se dice, cincelar un estilo. ¿Qué decir, si no, del argumento, tan difundido que ya forma parte del folklore de nuestra literatura, según el cual cuando se quiere probar que Arlt escribía mal se dice que… tenía faltas de ortografía? El juicio es ridículo (sería lo mismo que decir que un escritor escribe mal porque tiene mala letra) pero caracteriza bien la discriminación social que está en la base de ciertos juicios de valor. Arlt no sería un hombre educado: autodidacto (como la mayoría de los escritores argentinos, por otro lado, desde Sarmiento y Hernández hasta Borges y Lugones), ajeno a los sistemas de escolaridad que adiestran en el manejo “correcto” de la lengua, su relación con la cultura estaría fallada desde el origen.
La historia de la literatura nos ofrece versiones variadas de esta operación de descrédito. Virginia Wolf, por ejemplo, ha podido escribir sobre Ulises de Joyce: “Se me antoja un libro iletrado, falto de educación, la obra de un obrero autodidacto, y ya sabemos cómo son de fatigosos, egoístas, chillones, en última instancia, asqueantes”. Nadie ha dicho esto explícitamente sobre Roberto Arlt pero ése es el argumento básico que circula por debajo de muchas de las valorizaciones de su obra.
Por supuesto existen también (sobre todo entre sus “defensores”) los que han aceptado sin discusión este mito sobre la incultura de Arlt. Se trata para ellos de invertir el argumento y fundar ahí un juicio positivo: Arlt no sería un “intelectual” y eso garantiza la “fuerza” de su escritura. Expresión clásica de la ideología antiintelectualista (típica entre los intelectuales) que es un lugar común en el pensamiento reaccionario desde Maurras, esa perspectiva es la que determina la lectura ingenua de las obras de Arlt que ha hecho estragos en la historia de la crítica. Para descartar esa superstición bastaría con reconstruir la trama de textos citados y aludidos en sus novelas o ver hasta qué punto Arlt maneja, como pocos, un amplio y flexible repertorio de discursos culturales en la construcción de su escritura.
Convertirlo en un buen salvaje, hacer de él un escritor intuitivo, espontáneo, puro corazón, es una interpretación que, por supuesto, no entraba en los planes de Roberto Arlt. Una noche (cuenta Mastronardi), en una reunión de notorios escritores, después de escuchar una lectura de textos, Arlt se acercó al que leía y le preguntó con aire abstraído: “¿Usted piensa cuando escribe? ¿O se dedica de lleno a escribir sin distraerse del trabajo?”. Muchos de sus críticos escriben sin distraerse: no era el caso de Arlt, él era de los que piensan mientras escriben, de los que piensan mejor en nuestra literatura, habría que decir, y para confirmarlo sólo hace falta leer sus novelas.
Esta nueva edición de sus obras vuelve a plantear la pregunta que está siempre en el centro de la relación que las nuevas generaciones de escritores mantienen con sus clásicos: ¿qué significa, hoy, para nosotros, Roberto Arlt? Por de pronto somos muchos los escritores argentinos que vemos en sus textos y en su actitud frente a la literatura uno de las respaldos más firmes con lo que contamos en estos tiempos sombríos. Arlt es un punto de referencia clave y su obra una respuesta a varias falsas alternativas. En nadie se ve tan claro como en Arlt que la gran literatura es siempre una interpretación de la realidad y nunca un reflejo. Los relatos de Arlt son un ejemplo del modo en que la ficción transforma los materiales inmediatos de la realidad para construir metáforas de sentido múltiple.
Es absurdo pensar que Los siete locos es la crónica de los últimos años del gobierno radical o una narración de la crisis del 30: Roberto Arlt no es Julián Martel. El tratamiento casi onírico de lo político que se encarna en la figura insuperable del Astrólogo es lo que está en la base y es el motor de la ficción de Arlt. Sus textos avanzan en la dirección del tratamiento cada vez más abstracto y descarnado de lo social. En El criador de gorilas se puede ver funcionar en un estado puro la máquina narrativa arltiana. Allí la escritura se ha automatizado totalmente de las referencias inmediatas y África funciona como la escena misma de la ficción sin que los textos pierdan nunca ese contacto denso con lo real que es la marca de Arlt. Y en este sentido hay que decir que en esos cuentos africanos está representada mejor que ningún otro lado la violencia social que define a la realidad argentina de los años 30.
Ese modo a la vez elusivo y nítido de politizar su ficción es la gran lección que hoy nos ofrece Roberto Arlt. Desde esta perspectiva la edición de su Obra Completa quizás ayude no solo a leer mejor los textos de Arlt, sino también a leer mejor las ficciones que se han escrito y se escriben en la Argentina de hoy. Porque su obra define el espacio donde nuestros libros se incluyen. Roberto Arlt es en más de un sentido nuestro mejor lector. Por eso muchos de nosotros escribimos, también, para él: porque él, como nadie, supo escribir para nosotros.


Clarín, Cultura y Nación, Buenos Aires, jueves 23 de julio de 1981

Las tres noches de Isaías Bloom

Rodolfo Walsh


No había terremotos ni inundaciones. No había partidos ni carreras, porque era miércoles. No había golpe militar. El dólar no subía ni bajaba.
–¿Qué quiere que haga? –dijo Suárez–. Yo mando la historia al diario, pero ellos van a poner los títulos. Y como no pasa nada, le tienen que sacar el jugo.
El comisario seguía rabioso y Suárez se echó a reír. Era alto, flaco y hecho a las patadas. Con el sombrerito echado sobre la nuca y las manos en los bolsillos del sobretodo, tenía una pinta de reo de película.
–¿Qué va a pasar? –preguntó.
–Nada. Que esta tarde nos cae encima el gabinete, y mañana el juez.
Eran las ocho de la mañana. El comisario había ordenado que nadie saliera de su pieza. Salieron todos. Se los encontraba en los pasillos, en la escalera, en la cocina. El ambiente era casi de jarana.
–Para colmo, este elemento.
–¿Qué son, estudiantes? –preguntó Suárez.
–Seis o siete. Un yiro. Un pasador de quinielas –se interrumpió al ver el tumulto–. A ver, Funes, dos minutos para despejarme la entrada y la calle.
Los periodistas habían entrado en una masa sólida, usando la técnica romana del ariete. Un fotógrafo lo fusilaba al comisario a mansalva.
–Sacás una más, y te la escracho toda –dijo sobriamente el comisario.
Vinieron a avisarle que ya estaba la ambulancia. Tomó a Suárez del brazo y fueron a la pieza del muerto. Suárez alcanzó a escuchar hipótesis perversas sobre su ascendencia, que formulaban sus colegas. Después trató de recordar todas las piezas de pensión, iguales a ésta, en que había vivido. Eran demasiadas. El ropero, las sillas y las camas gemelas, compradas en un remate. Un escritorio con libros de medicina y de química. Una alfombrita verde entre las dos camas, recortes de revistas pegados en las paredes.
Hasta la muerte era ordinaria en esa pieza. Un tipo tendido en una de las camas, con un cuchillo de ferretería clavado en la espalda.
–¿Cómo te llamás? –preguntó el comisario a la sombra desplomada en una silla en un rincón.
El otro alzó la cara. Una cara joven, preocupada y sin afeitar.
–Ya le dije, Isaías Bloom.
–Ah, no te hacía aquí.
–Es mi pieza.
–Bueno, ¿y qué pasó?
–Ya ve. Lo mataron a Olmedo.
–¿Vos lo encontraste?
–Sí. Hace un rato, cuando volví de la guardia en el hospital.
–¿Se te ocurre algo?
–No.
–Pensálo –dijo el comisario.
Entraron los camilleros y ellos salieron.
Fueron a ver al yiro. Era rubia, gorda y jovial. Estaba arreglándose las cejas, sentada en una gran cama de matrimonio.
–Hola –dijo el comisario–. Así que estás enojada con nosotros.
–¿Le parece que son horas para despertarla a una?
–No, lo que digo es que ya no venís a visitarnos.
Ella se rió.
–Ahora soy seria. Dentro de unos meses me caso.
–Si supieras cómo te creo.
–Andá, decí que no me conocés –se oyó la voz de Suárez detrás del comisario.
Ella se levantó de un salto y corrió a abrazarlo.
–¡Querido! ¿Qué hacés aquí? No me digás –lo miró con repentina desconfianza.
–El comisario y yo somos viejos amigos –se apresuró a explicarle Suárez.
–¿Por qué lo mataron al tipo? –preguntó el comisario.
–No se entiende –dijo ella–. Era un pan de Dios.
–¿Hay juego en la casa?
–Los muchachos suelen jugar a la generala –dijo ella.
El comisario dio media vuelta.
–Ya veo que me vas a dejar la comisaría llena de puchos otra vez.
Ella le cerró el paso.
–Valentín, a lo mejor. Pero no me queme, comisario.
–¿Mujeres? Aparte de vos, quiero decir.
–No me quiere creer. Yo ando derecha.
–¿Nieve? –ella puso los ojos en blanco–. Papelitos, drogas.
–Ah, no, comisario. En eso, todavía soy una virgen.
Fueron a ver a Valentín. Estaba haciendo una valija.
–Vos sí que sos un optimista –dijo el comisario.
El otro sonrió. Era un flaco picado de viruelas.
–Apenas saque el cana de la puerta, me las pico. ¡Uia! –exclamó al ver a Suárez–. ¿Qué hacés vos aquí?
–Vengo a pasar un numerito.
–¿Il morto que parla? –preguntó Valentín y se echó a reír hasta que sintió encima la mirada del comisario–. Andá, Batilana, decile que no tengo nada que ver y que me puedo ir.
–No tiene nada que ver. Se puede ir –le dijo Suárez al comisario.
–¿Qué hiciste con las anotaciones?
Valentín señaló dos o tres ceniceros llenos de papelitos quemados.
–Me ganaron de mano con el baño –comentó–. Hay mucha corrida esta mañana.
–Qué risa –dijo el comisario–. ¿Vos sabés la alegría que me da verte?
El otro hizo un gesto dubitativo.
–Y a vos también –prosiguió el comisario–. Se te nota en la cara. Vamos a arreglar para vernos más seguido.
Valentín cerró la puerta.
–¿No me vende? –preguntó en voz baja–. Busque por el lado de Alcira. Pero ojo, que es mi amiga.
–Sí –comentó el policía–. Ya me di cuenta de los amigos que son.
Cruzaron a tomar un café. Eran las diez.
–Pinta feo –admitió Suárez–. ¿Qué sabe del muerto?
–Lo mismo que nada. Estudiante boliviano. Daba un examen cada dos años. Anoche lo vieron entrar borracho, a eso de las cuatro.
En ese momento descubrieron a Isaías Bloom parado en la puerta del café, buscándolos con mirada de mochuelo. Le hicieron señas.
–Estuve reconstruyendo –explicó mientras se sentaba–. Olmedo estaba asustado. Hace cuatro días me dijo que tenía algo serio que contarme, y que a lo mejor iba a ver a la policía –a ustedes.
–¿Qué le pasaba?
–No quiso decir. Era muy hermético y estaba nervioso. Pero además, es cierto que estaban ocurriendo cosas raras. El domingo a la noche, por ejemplo, creo que alguien entró en la pieza. Yo estaba dormido y soñé algo. Soñé con un bosque y una mariposa de luz que revoloteaba entre los árboles y yo trataba de alcanzarla.
–Ajá –dijo el comisario, tamborileando sobre la mesa.
–Entonces me desperté y me pareció oír un ruidito metálico. Me quedé mirando la esfera luminosa del despertador que estaba sobre el escritorio. De golpe no la vi más, y enseguida volví a verla.
–¿Y eso qué quiere decir?
–A lo mejor quiere decir que alguien pasó frente al reloj cuando yo lo estaba mirando.
–Sería el mismo Olmedo.
–No, porque prendí la luz y estaba dormido. Al día siguiente se quejó de que le habían estado revisando las cosas.
–¿Qué cosas?
–Papeles, algo que estaba escribiendo, no sé. No le hice caso, porque parecía tan nervioso. Pero entonces pasó algo más raro. Yo tuve un sueño que se cumplió.
–Ajá –volvió a decir el comisario.
–Yo me analizo –explicó Isaías Bloom.
–¿Usted qué?
–Voy a un psicoanalista, porque pienso seguir la especialidad, y anoto lo que sueño.
El comisario se echó a reír.
–Yo lo único que sueño es que subo y bajo escaleras.
–No lo comente –aconsejó Isaías Bloom.
–¿Quiere decir algo? –preguntó el comisario, irritado.
–Nada malo. Pero escúcheme. Anteanoche tuve un sueño curioso. Iba por una calle oscura y de golpe vi caer una copa que se rompió con un ruido cristalino y desapareció. En el pavimento quedó un charquito de agua verde, como una estrella. Aquí viene una gran parte que no recuerdo, pero después yo compraba un diario y vi un titular que decía: “Se ha extraviado una copa que responde a la nota sol”, o algo así.
–Interesante –bostezó el comisario.
–Y ahora viene lo raro. A la mañana siguiente la copa había desaparecido.
El comisario dio un brinco.
–¿Qué copa?
–Una que tenía Olmedo sobre la mesa de luz. Una copa verde como la del sueño. Tomaba mucha agua de noche.
El comisario respiró hondo y cerró los ojos. Cuando los abrió, Isaías Bloom cruzaba la calle.
–Hay cada colifa –comentó el comisario.
En la primera pieza (los mismos muebles, la misma alfombra entre las camas, aunque ésta era roja) había dos futuros abogados, petisos y cordobeses, en mangas de camisa. El comisario los encontró insolentes y ávidos de divertirse. “Me dan ganas de sopapearlos”, comentó más tarde. “Pero si usted los mira fijo, le dicen torturador”.
No habían visto nada, no habían oído nada y, en consecuencia, no iban a decir nada.
–Un boliviano menos –fue lo único que comentó el que hablara por los dos–. Ahora falta el otro.
Fueron a ver al otro. Aquí había una sola cama, otra alfombrita verde y un indio adusto, incomprensible, vestido de punta en blanco.
–Vos tampoco sabés –anticipó el comisario.
–Señor Velarde –dijo el otro.
–¿Qué te pasa?
–Que no me tutee.
–Tenés razón –admitió el comisario–. Sos un tipo importante. ¿Alquilás la pieza para vos solo?
–Voy a llamar al cónsul –dijo Velarde.
Cuando entraron en la última pieza, el comisario se trepaba por las paredes. Aquí dominaba el litoral. Un correntino y un misionero interrumpieron un dúo de guitarra para preguntarle cómo andaba eso. El comisario intentó inútilmente hacerles decir que odiaban a los bolivianos en general y que una muerte a cuchillo era admirable. Suárez, modestamente, contó la cuarta alfombrita rectangular. Era roja. Cuando se fueron, las guitarras y las voces nasales arremetieron con las estrofas burlonas del “Sargento Zeta”.
Se había hecho la una. Salieron a almorzar. Mientras esperaban los tallarines, la radio del restaurant transmitía una versión uruguaya del crimen. Los cronistas, que se habían reagrupado en la calle, entraron en formación correcta. Un gordito pecoso abrió el fuego.
–¿Podemos participar de su conferencia de prensa, comisario?
–Rajá, pibe.
–¿Pongo que la policía está desconcertada?
–Poné que hay optimismo –dijo el comisario.
–Y este individuo –preguntó el pecoso señalando a Suárez con el lápiz–. ¿Participa en la investigación o es un sospechoso?
–A éste le lustrás los zapatos –sugirió Suárez.
–Ajá. Sos un genio vos.
–Chau, Belmondo –dijo otro.
–No te olvidés de llamar –se despidió el tercero– cuando necesités una mortaja.
Rumbearon en fila hacia el teléfono.
–¿Ve? –se quejó Suárez, ofendido–. Se la agarran conmigo. ¿Qué le costaba largarles algo?
–¿Qué, por ejemplo?
–Que ya tiene todo aclarado –dijo Suárez.

Isaías Bloom parpadeaba incesantemente bajo el tiroteo de preguntas.
–Usted sueña con una mariposa iluminada. ¿Puede ser una linterna?
–Puede ser.
–Una linterna que le está alumbrando los ojos.
–Sí. Eso es muy conocido. Uno oye un portazo y sueña con una explosión. Siente olor a quemado y sueña con un incendio.
–Eso ocurre la noche del domingo –terció el comisario–. Usted se despierta, ve desaparecer la esfera del reloj, enciende la luz y no hay nadie.
–Es el asesino que se ha ido –murmuró Isaías.
–Llevándose unos papeles que lo acusaban de algo –prosiguió Suárez–. Pero la segunda noche usted sueña que la copa de Olmedo se rompe y por la mañana ha desaparecido. ¿Puede ser que usted haya soñado eso justamente porque la copa se rompió y usted oyó el ruido en sueños?
–Claro que puede ser. Pero no se rompió, porque no estaba.
–No estaba porque se la llevaron.
–¿Rota? –dijo Isaías Bloom, incrédulo.
–Rota, con alfombra y todo. Con la alfombra mojada llena de pedazos de vidrio.
–Pero si a la mañana siguiente la alfombra estaba, y estaba seca…
El comisario miró a Suárez con inquietud.
–No era la misma –dijo Suárez–. En dos piezas no había alfombras, en otras dos había alfombras rojas, y en otras dos, alfombras verdes. El único que tenía otra alfombra verde es el asesino.
Pero el comisario corría ya hacia la pieza de Velarde, donde sólo encontró el hálito de una fuga que no lo iba a llevar más lejos que el Aeroparque.
Los hombres del gabinete habían llegado por fin y envolvían con cuidado una alfombrita verde que todavía conservaba rastros de humedad y, si tenían suerte, de veneno, y algunas esquirlas de vidrio.
–Le temblaron las manos al envenenarle el agua a Olmedo –explicaba ahora el comisario a los periodistas–. Se le rompió la copa y no tuvo más remedio que llevársela para no dejar huellas. A la noche siguiente se decidió por el cuchillo. Parece que estaba desesperado por lo que iba a contarnos Olmedo, si le daba tiempo. Andaban los dos en el tráfico de drogas y Olmedo quiso abrirse. Eso es todo. Los detalles los inventan ustedes.
A la salida se encontraron con Isaías Bloom.
–Seguí soñando, pibe –dijo el comisario.
De Cuentos para tahúres y otros relatos policiales

18 de diciembre de 2009

El esqueleto

Wimpi

Amigas, amigos: Si no fuera porque uno tiene tanto que hacer, y porque hay que pedir hora, esperar, desvestirse, todos los días se haría sacar una radiografía. Para verse el esqueleto.
La de esqueleto es una carrera como cualquier otra. El tipo empieza a estudiar de esqueleto desde que nace. Unos se reciben antes, otros se reciben después, pero el título de esqueleto lo reciben todos. Doctor en huesos. Un día le dijo, uno, a un amigo –y era inteligente el amigo– le dice, uno: “Yo no les tengo respeto a los muertos, le tengo respeto a los vivos. Me parece absurdo que se le saque el sombrero, porque pase muerto, al mismo señor que, seis meses antes, cuando pasaba vivo, el mismo que ahora le saca el sombrero lo rajaba”. Además, vamos a ser colegas.
Porque la radiografía es una fotografía sacada con una máquina que adelanta, amigos.
Uno tiene una en la casa y a cada rato la mira. Pero le gustaría poderse sacar en otras posturas. Los radiólogos tendrían que hacerlo poner a uno como lo hace poner el fotógrafo: tener pajarito y todo, ¿no es cierto?
Porque el esqueleto, amigos, es la obra maestra de la Naturaleza: es percha, es jaula, es caballete: todo en uno.
Y ya abocados a una prolija estimación del esqueleto, el espinazo es brutal. Obra maestra del equilibrio que ningún ingeniero del mundo habría logrado, el espinazo constituye uno de los mayores privilegios de los que podamos disfrutar los protagonistas de la vida.
La leve forma de “S” que presenta el espinazo constituye la solución más genial al problema de aquel equilibrio.
Además, es el esqueleto lo que nos permite agacharnos. El tipo que pudiendo agacharse se queja es mal agradecido. El que nos hizo el esqueleto sabía lo que era la lucha por la vida, amigos. Ocurre, sin embargo, que el tipo suele llamarle “buena suerte” no a la suerte corriente que le provee de lo que necesita para un mantenimiento y su aventura, sino a la providencia que le otorga una ventaja cualquiera sobre los demás. Por eso es que el tipo recién admite su buena suerte cuando es millonario. Se desentiende el tipo, amigos, de lo que de por sí constituye, se desentiende de su asombrosa estructura, porque al estar constituidos, lo mismo que él, todos los otros componentes del género humano, ya le agarró confianza a lo maravilloso y lo desvaloriza. Desde la bóveda del pie –que nos fue hecha para amortiguar el traqueteo en la marcha– siguiendo por la pierna hasta la rodilla –que nos fueron hechas para tocar el bandoneón, destapar botellas y declarar amores– y siguiendo de la rodilla por el muslo, la cadera, el costillar, el espinazo, el cráneo, el tipo está dispuesto para la posibilidad de su posición vertical, con la habilidad, la levedad y la gracia de un castillo de naipes. Y, sin embargo, amigos, pese a esa levedad, pese a esa apariencia frágil del esqueleto, el tipo, gracias a él, puede cargar bolsas, se puede subir a los árboles, puede jugar a las bochas, sin que el castillo se le deshaga. Cuando el tipo se pone en cuclillas para enchufar la lámpara del living, para recoger los veinte centavos o para acomodar el fuego del asado, está aprovechando un mecanismo para cuya obtención trabajó la Naturaleza durante millones de años. El espinazo es estante –porque arriba tiene el cráneo– es columna –porque nos mantiene erguidos– es amortiguador, porque nos permite saltar o bajarnos del colectivo caminando sin que el golpe nos haga saltar la cabeza, como salta el corcho de una botella de champán cuando se le pega a la botella abajo. ¡Somos una maravilla, amigos! ¡Somos el ejemplo vivo del milagro! Hay que cuidarse.

16 de diciembre de 2009

El Fantasma de Canterville de Oscar Wilde

Receta para un fantasma

Una leve corriente de aire que pasa junto a nuestro rostro, un crujido incierto detrás, o quizás lamentaciones y risas que provienen quién sabe de dónde, nos revelan la presencia de alguien que no vemos pero presentimos: un fantasma.
Si a esto le agregamos una mansión inglesa medieval, corredores oscuros, puertas siniestras y leyendas sobre muertos que vuelven a la vida, tendremos como resultado el espanto y el escalofrío.
Tal vez sea esta la receta de una verdadera historia de fantasmas en la Inglaterra de alrededor de 1900, pero definitivamente no es lo que nos ofrece Oscar Wilde en este relato.
Este autor británico nacido en Dublin (Irlanda), en 1854, imaginó para sus lectores un fantasma distinto: un alma errante y solitaria, que fracasa en sus intentos de asustar a los nuevos habitantes de la casa en la que habita; un ser incomprendido y atrapado desde hace siglos en una húmeda habitación.
Y es en esta situación que Oscar Wilde nos transmite su humor y su ternura: se ríe de los fantasmas, del miedo y de la muerte, pero se burla también de los ingleses, sus tradiciones y costumbres, según las cuales fue educado.
Siguiendo a Ramón Pérez de Ayala
[1], podríamos decir que Oscar Wilde encarna el tipo característico de “niño malcriado, o echado a perder”, que comete diabluras y es adorado por sus irreverencias y desplantes, y luego desechado y criticado por imprudente y rebelde. De acuerdo con esta descripción de lo que fue una actitud constante de vida en Wilde, sus dardos van dirigidos con malevolencia a lo que los ingleses valoran tanto: su tradición, sus creencias y la “honorabilidad”.
Estos ataques disfrazados de humor y chispas de afecto no podían quedar sin castigo, y los últimos años de Wilde, su permanencia en prisión por transgredir normas morales de la época, y su posterior aislamiento, dan fe de que los tuvo que pagar bien caro. Como dice Arnold Hauser
[2], Wilde es un escritor burgués triunfante mientras parece soportable a la clase dominante, pero tan pronto como comienza a disgustarla es “liquidado” sin compasión.
No se puede dejar de mencionar la posición que adopta el entorno intelectual de la Inglaterra victoriana con respecto a Wilde. Existía, por una parte, una situación de bienestar y seguridad burguesas y por otra, de amenazas, más o menos larvadas o patentes, de los estratos populares, que empezaban a hacerse oír. El arte oficial, académico, signo de mal gusto, se enfrenta con un esteticismo inconformista que tampoco comulga con los ideales revolucionarios, sino que se deslumbra con lo sensual, la belleza en sí misma, y gana rápidamente terreno entre los jóvenes rebeldes de la Universidad de Oxford, entre los que se encuentra nuestro autor.

Sigamos algunas pistas…

Oscar Wilde encarna este movimiento rebelde e inconformista de la época y elige, tanto para su oficio de escritor como para su vida personal, un recurso de doble juego: la ironía.
La ironía es ese tipo de burla o chiste disfrazado de lenguaje serio y formal, que se convierte en las manos de Wilde en un estilete que se clava profundamente en las entrañas de la sociedad inglesa y que le sirve también para escapar de las propias penurias. Se cuenta, por ejemplo, que en una ocasión el autor fue arrastrado hasta una colina y golpeado con brutalidad por unos compañeros de Oxford que, fastidiados por sus maneras extravagantes y exquisitas, o por la brillantez de sus respuestas, quisieron darle una lección. Cuando terminaron de pegarle, Wilde se levantó del suelo serenamente, se arregló el traje y el cabello y, mirando a los lejos, dijo complacido: “Desde luego es delicioso el paisaje desde esta colina”.
La tendencia a la ironía, típica de nuestro autor, aparece en El fantasma de Canterville desde el principio. Al ser advertido Mr. Otis, el comprador del castillo, sobre la incómoda presencia de un fantasma, contesta burlonamente: “…me quedaré con el mobiliario y con el fantasma bajo inventario”.
Se verá cómo, a lo largo de la narración, el recurso de la ironía es presentado a menudo en boca de la familia Otis, personajes norteamericanos que sintetizan la crítica de Oscar Wilde al imperio inglés de fin de siglo. “Procedo de un país donde poseemos todo cuanto puede comprarse con dinero; y, con la flor de nuestros jóvenes que recorren en sus juergas el viejo mundo y privan a ustedes de sus mejores actrices y primadonnas, creo que si algo así como un fantasma existiese, pronto lo hubiéramos tenido en uno de nuestros museos públicos o lo exhibirían en cualquier espectáculo de feria”, dice Mr. Otis.
Noten el tono de este americano que habla del fantasma con total incredulidad y que lo equipara a un bufón, un enano u otro personaje ridículo de circo o de feria, quitándole desde el inicio esa aureola de prestigio que tiene el fantasma de Lord Canterville, perteneciente a la rancia nobleza inglesa. “…todo eso de los fantasmas es puro cuento y no creo que las leyes de la naturaleza fuesen a suspenderse en favor de la aristocracia inglesa”, agrega Mr. Otis.
El día de la llegada de la familia Otis al castillo, el ama de llaves se desmaya al oírse un fuerte trueno. Mrs. Otis le pregunta a su marido: “...¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya?”. “Ponérselo en la cuenta, con las roturas”. La respuesta de Mr. Otis nos muestra otra vez que la burla y la ironía del autor aparecen en las situaciones que usualmente provocan ansiedad o miedo, atacando de raíz el clima de horror y muerte que pretende instaurarse en el castillo.
Esta herramienta exquisita en manos de un escritor sagaz e inteligente produce la desarticulación y posterior destrucción de la figura de un fantasma aterrorizante y macabro, y da paso a un alma en pena que vaga tristemente por el castillo buscando la ayuda y el amor de un ser humano para poder establecerse definitivamente entre los muertos. “Tú puedes abrirme las puertas de la casa de la Muerte, porque el Amor está siempre contigo, y el Amor es más fuerte que la Muerte”.
Resulta sorprendente para nosotros, los lectores, enfrentarnos a este fantasma que no nos asusta sino que provoca nuestra compasión. Recordemos el caso, por ejemplo, de Casper, el personaje de la película de Spielberg, que representa al fantasmita de un niño que queda atrapado en la casa esperando que alguien descubra el invento de su padre que lo hará volver a la vida. Él también es un fantasma simpático, que logra atraer el interés de la hija del investigador; es dulce y divertido, y desmitifica el horror a los muertos que no pueden descansar en paz.
Por el contrario, en otra película muy conocida “Los cazafantasmas”, dirigida por Iván Reitman, a pesar de la comicidad de los inventores y las situaciones ridículas por las que pasan, los fantasmas en sí son siniestros y poderosos, y provocan en el espectador sentimientos de inquietud y miedo. Sorprenden y asustan porque aparecen imprevistamente y cambian de forma constantemente.
También el fantasma de Lord Canterville se disfrazaba con trajes y accesorios que helarían la sangre de cualquiera que se encontrara con él. “…vio a un viejo de horrible aspecto. Sus ojos eran cual rojas brasas. De un gris mate sus largos cabellos, que caían enmarañados sobre sus hombros. Sus vestidos, que estaban sucios y rotos, eran de antiguo corte y de sus muñecas y tobillos pendían pesadas esposas y enmohecidos grilletes”. Pero sus atuendos son ridiculizados por la familia Otis. “Señor mío, siento tener que rogarle que engrase esas cadenas. Para ello le he traído un franquito de lubricante Sol Naciente…”.
Lord Canterville utiliza los recursos propios de un fantasma, uno de los cuales ha sido explotado a través de la historia del cine y la literatura: la carcajada. No es la risa alegre que comparte con nosotros, es ese grito burlón que demuestra su poder sobre nuestra vida, que nos paraliza. Por supuesto que este elemento es usado irónicamente por Wilde: “Por consiguiente, lanzó la más horrible de las carcajadas, hasta que la viejas bóvedas resonaron una y otra vez”. “Me temo que no se encuentre usted bien, y le he traído un frasco de tintura del doctor Dobell. Si se trata de una indigestión, hallará usted en él un excelente remedio”, señala Mrs. Otis.
La familia norteamericana no da lugar al desconcierto, no se asombra ni se acobarda ante nada. Al contrario, tiene un producto comercial o un remedio para cada caso inexplicable: para la mancha de sangre de la alfombra que no se puede borrar, para el ruido de cadenas, y hasta para la diabólica carcajada. Todo tiene su solución, todo está bojo control. No hay aquí lugar para el horror o para la incertidumbre.
Wilde imita burlonamente estos elementos propios de un género literario muy popular en Inglaterra durante el siglo XIX: la novela gótica. Las obras que se agrupan bajo esta clasificación nos introducen en un mundo oscuro y siniestro, donde abundan los fantasmas, castillos, muertos que reaparecen, amas de llaves amenazadoras. Todos estos elementos surgen como expresión de lo demoníaco y lo irracional en medio de los ideales de armonía clásica, decoro público, industrialización y urbanismo de la época. Algunas obras de este período son El castillo de Otranto de Horace Walpole, Frankenstein de Mary Shelley, Cumbres borrascosas de Emily Brontë, La caída de la casa Usher de Edgard Allan Poe.
Oscar Wilde toma algunos ingredientes de la novela gótica, por ejemplo la ambientación. En este caso, la historia se desarrolla en un castillo construido en la época medieval, oscuro, con habitaciones alejadas unas de otras, muebles imponentes y tapicerías misteriosas. La presencia de puertas disimuladas, altillos o sótanos deshabitados permite la irrupción de lo desconocido o espectral en la vida cotidiana.
Al llegar a Canterville, la familia Otis es recibida por un cambio climático. “Era una deliciosa tarde del mes de julio, y el aire estaba delicadamente impregnado con la esencia de los pinos”. “Sin embargo, al entrar en la avenida de Canterville, densos nubarrones cubrieron repentinamente el cielo, una extraña inquietud invadió la atmósfera, una bandada de cornejas cruzó rauda, sobre sus cabezas, y antes de que llegasen al castillo habían caído gruesas gotas de lluvia." Se produce de esta manera la entrada en un mundo “distinto”, y cada vez que haga su aparición el fantasma, por supuesto en el horario nocturno, la luna se verá oculta detrás de las nubes, habrá viento que se colará por las ventanas agitando cortinados, crujirán muebles y puertas, o los truenos y relámpagos provocarán en nosotros continuos sobresaltos.
No se puede dar de otra manera la introducción de lo siniestro en la obra. Incluso cuando Virginia, la bella hija del matrimonio Otis, acompaña al fantasma en su último viaje debe internarse a través de un friso que conduce a una negra caverna. La entrada está flanqueada por tallas horribles de animales con colas de lagarto y ojos saltones, y un viento frío y áspero absorbe a la muchacha y esta se sumerge en el reino de lo oscuro, de la muerte, de lo inexplicable.
Hemos hablado anteriormente del uso que hace el autor de elementos tradicionalmente siniestros para transformarlos en ridículos, para burlarse de ellos o simplemente desvalorizarlos, y así quitarles el poder. En esto consiste precisamente la parodia, en la degeneración o versión ridiculizada o cómica de un género serio para transformarlo en algo inofensivo y controlable. Por eso el fantasma de Wilde no nos asusta: perdió su poder esencial porque es la versión desmitificada de un fantasma tradicional.


Estados Unidos vs. Inglaterra o “La guerra de dos mundos”

Al describir a Mrs. Otis, dice Oscar Wilde: “Poseía una admirable constitución y una gran vivacidad sensual. En una palabra, era completamente británica en muchos sentidos, y constituía una buena prueba de que hoy en día todo es común entre ingleses y americanos, excepto, naturalmente, el idioma”. Conociendo a Wilde, podríamos traducir esta frase así: “No hay nada común entre americanos e ingleses, excepto, naturalmente, el idioma… que tampoco es el mismo”.
Su inteligente comentario apunta a lo que fue en él una actitud desafiante: a partir de un viaje que hizo a Estados Unidos para brindar una serie de conferencias, consideró que los americanos eran ignorantes y poco refinados, tenían un pésimo gusto y carecían de una historia y tradición que los legitimara. Por supuesto, nunca se cuidó de ocultar esta apreciación y divulgarla a diestra y siniestra.
Los personajes de este relato encarnan esta polaridad que Oscar Wilde quiso mostrar en sus obras. Por un lado, la Inglaterra de fin de siglo XIX, gobernada por la reina Victoria, que dio nombre a un período (el victoriano), de gran estructuración, organización, y al mismo tiempo, rigidez y prejuicio. Las tradiciones y costumbres del pueblo inglés empiezan, en este momento, a ser cuestionadas porque el mundo está cambiando aceleradamente. Por otro lado, allí están los EE.UU., en pleno auge del progreso y crecimiento. Sus habitantes profesan la fe del “sueño o ideal americano”, creen en ellos mismos, en el trabajo y en los adelantos de la ciencia y la tecnología. Se sienten poderosos y se muestran a menudo ignorantes de costumbres ajenas a su cultura.
Oscar Wilde comulga con la postura inglesa. Sin embargo, utiliza la cosmovisión americana para reírse de sus propios conciudadanos.


El Fantasma de Canterville. ¿Un cuento largo o una novela corta?

El género narrativo agrupa aquellas obras que reúnen los siguientes elementos básicos:

1) Un hecho que se narra. Este hecho es realizado o le sucede a personaje, y se enmarca en un determinado tiempo y lugar.
2) Un lector a quien se narra.
3) Un narrador que sirve de intermediario entre ambos.

El cuento es ficción narrativa, al igual que la novela, pero lo separan de ella importantes diferencias:

1) La brevedad: el cuento es un relato en prosa cuya característica primera es que se puede leer “de un tirón”.
2) En el cuento se relata un hecho único, sin episodios laterales, porque lo más importante es que este fluya hasta llegar al final.
3) En el cuento no se acumulan descripciones, personajes secundarios, caracterizaciones psicológicas desarrolladas.

La novela, por su parte, es una narración literaria de mayor extensión, que presenta multiplicidad de hechos, diversidad de ambientes y de personajes, análisis psicológico o social de estos últimos, dilatación en el tiempo. En general se divide en capítulos.
Si observamos El Fantasma de Canterville surge en nosotros la siguiente pregunta: Este relato ¿no es largo para incluirlo en la categoría de cuento? Al estar dividido en partes indicadas por números, parecería una novela. Pero ¿lo es realmente?
El Fantasma de Canterville puede caracterizarse como novela corta, es decir que participa de algunas características del cuento, como la simplicidad de la línea argumental y la brevedad, pero también adquiere algunos elementos propios de la novela: la separación en capítulos, descripciones, historias secundarias apenas esbozadas, diálogos. Lo mismo podría decirse de El crimen de lord Arthur Savile, otra de las obras de Wilde que da nombre a la colección de relatos donde se publicó por primera vez El Fantasma de Canterville.
Prof. Nora Virginia Corradini, Prof. Margarita Mostany de Wernicke, Prof. Andrea Peremiansky, Cántaro Editores, Colección del Mirador Nº 110, Buenos Aires.

[1] Citado por Alfonso Sastre, en “Retatro biográfico”, en: Wilde, Oscar, Teatro. Madrid, EDAF, 1982.
[2] En: Historia social de la literatura y el arte. México, Guadarrama, 1983.

13 de diciembre de 2009

Retrato


Por Rodolfo Walsh


La misteriosa desaparición de un creador de misterios


Un famoso escritor desconocido

Nombrar a Ambrose Bierce es evocar la memoria ilustre de Edgar Allan Poe. Ambos cultivaron asiduamente el horror en literatura; ambos padecieron el desprecio o la incomprensión de sus contemporáneos. Ambos murieron misteriosa muerte. En 1842, Poe había dado una receta famosa para escribir cuentos. Lo esencial, según él, era buscar "un efecto único", ya fuera de horror, de misterio, de "suspenso", y atenerse estrictamente a él. De los escritores posteriores a Poe, Bierce es quien sirve más fielmente esa regla: sus cuentos producen siempre una impresión definida, a menudo desagradable, a menudo terrible, casi siempre memorable. Posee elementos de técnica que Poe desconoce: el final sorpresivo, el incisivo humorismo, la lúcida facultad descriptiva. Para algún crítico, es Poe resucitado después de medio siglo y equipado con todos los sutiles perfeccionamientos que se han ido añadiendo al género.
Y con todo, Ambrose Bierce es casi un desconocido, no sólo en el extranjero, sino también en su propio país. Las antologías transmiten dos o tres de sus cuentos, los críticos de mala gana le reconocen talento, estilo brillante, invención feliz, pero su obra sólo se lee en reducidos círculos. Según Arnold Bennet, Bierce es uno de los ejemplos más sorprendentes de lo que él llama "celebridades subterráneas". Famoso, sin duda, pero sólo entre unos pocos.
Naturalmente, no faltan motivos para esta indiferencia, que en vida del escritor fue algo más: resentimiento y aun odio. Ambrose Bierce no se preocupó por hacerse querer de sus contemporáneos, ni tampoco de la posteridad. (Dejó una expresa maldición, a la que espero escapar, para quienes se ocuparan de escribir su biografía o trazar de él una mera semblanza periodística.)
Había empezado su carrera "literaria" en San Francisco, estampando inscripciones terroristas en las paredes de la Casa de Moneda. Allí mismo ejerció durante más de veinte años el periodismo, provocando descomunales polémicas, sin que nadie escapara al latigazo de su sátira. "Su pluma", dice George Sterling, "estaba empapada en hiel y ácido, sus ataques eran más temidos que el cuchillo y el revólver". El anatema de Bierce contra la ciudad de San Francisco merece un lugar aparte en la historia de la invectiva. "Es el paraíso de la anarquía, la cobardía y la ignorancia. Necesita otro terremoto, otro incendio, y, por sobre todas las cosas, un buen bombardeo. Moralmente, es una colonia penal, la peor de las Sodomas y las Gomorras del mundo moderno."
No es extraño que más adelante los editores de la ciudad así vapuleada se negaran a publicar sus libros de cuentos, que corrieron igual fortuna en el resto del país. Uno de ellos trae la siguiente nota aclaratoria: "La publicación de este libro, al que las principales editoriales del país han negado el derecho a la existencia, se debe al señor E. L. G. Steele, comerciante de esta ciudad. La mayor ambición del autor es que la obra justifique le fe del señor Steele en su propio juicio y en su amigo, A. B."
Esta proscripción de la obra de Bierce, como es natural, trasciende las fronteras de su patria. Para los lectores de habla castellana es desconocido, salvo por la traducción de dos o tres de sus cuentos.
Bierce escribió cuentos de misterio, cuentos de terror y otros simplemente truculentos. Se han señalado sus defectos: es sensacionalista, a veces es retórico, no ahorra el pormenor espantoso, la alusión macabra. Y, sin embargo, en algunos de sus relatos alcanza la difícil perfección del género. En uno de ellos nos presenta a un espía en trance de ser ahorcado, describe las atroces formalidades de la ejecución, que se realiza en un puente, sobre un río: los soldados inmóviles, la soga en el cuello, el puntapié que abre la trampa fatal. En ese instante, que debiera ser el último, la cuerda se corta, el prisionero cae al río. Desata sus ligaduras, huye a nado, perseguido por las balas del piquete. Se interna, ya a salvo, en un bosque. Camina interminablemente.
Llega después de mucho tiempo a la entrada de su casa, ve el pórtico blanco, ve a su mujer que sale a recibirlo con una sonrisa, siente un golpe lacerante en la nuca, ve una luz blanquísima que lo ciega, y entonces todo ha terminado. Está muerto. La soga no se ha cortado. Toda la aventura no ha sido más que una fugaz ensoñación desarrollada en los dos o tres segundos previos a la muerte.


Vida

Ambrose Bierce nació en 1842, en el estado de Ohio. Al estallar la guerra civil se enrola en las filas, donde alcanza el grado de mayor. Esta experiencia guerrera se refleja en muchos de sus relatos. Finalizada la contienda, se radica en San Francisco, donde colabora en distintas publicaciones. En 1872 se traslada a Londres, donde publica, con seudónimo, una brillante serie de fábulas satíricas: "Telarañas de un cráneo vacío". A propósito de seudónimos, los empleó en abundancia, y aun ahora no ha sido posible rastrearlos a todos. Siempre lo poseyó el gusto por la intriga, por la mistificación. Llegó a comentar sus propios libros y a entablar polémicas consigo mismo. Pero lo mejor de su obra está contenido en dos breves tomos de cuentos.
En 1876 volvió a San Francisco. En 1893 había dejado de escribir cuentos. Sin embargo, aun cultivaba el periodismo. Hemos dado una imagen del escritor: un hombre solitario, amargado, cínico. Daremos ahora otra, diametralmente opuesta, la que nos presenta Van Wyck Brooks en su semblanza de Bierce. Nos dice que en sus últimos años Bierce es un hombre apacible y bondadoso, rodeado de discípulos, a quienes comunica desinteresadamente las experiencias artísticas que ha recogido en su vida. Deja una vasta correspondencia en la que explica, compara, aconseja y juzga sin acritud, con benevolencia. Sin embargo, no ha perdido del todo el gusto por la mistificación, por el escándalo. En 1899, en complicidad con Carroll Carrington y Hermann Scheffauer, hace publicar un poema de este último, atribuyéndolo a Poe, con la clásica historia del manuscrito encontrado por casualidad. El poema no es malo, y podía haber sido escrito por Poe. Lo cierto es que nadie protesta. Nadie se pronuncia. Bierce publica un artículo en el que se declara escandalizado por el escaso eco que ha tenido el hallazgo; no garantiza –dice– la autenticidad del mismo, pero opina que debería haber despertado un poco más de interés en los críticos. Y paradójicamente es aquí, al comentar una fábula elaborada por él mismo, donde Bierce afirma que "el arte es la única ocupación seria que hay en la vida".


¿Muerte?

En 1913 Bierce tiene setenta y un años. Es un anciano. Olvidado de sus contemporáneos, resignado con su destino, se diría que lo único que puede hacer es esperar tranquilamente el momento de su muerte. Y, sin embargo, detesta la idea de "esa muerte por vejez, por enfermedad o por una caída en la escalera del sótano".
Ha llevado una vida de permanente acción. Ha sido soldado, ha sido uno de los escritores más agresivos y agredidos de su época, ha glorificado en relatos inolvidables la muerte en el combate, el heroísmo, la abnegación.
Por aquella época, México es teatro de sangrientas luchas internas. En noviembre de 1913 Bierce escribe diciendo que se va a México, que lo lleva un propósito bien definido, pero no expresa cuál es ese propósito.
Lo que sucedió después es uno de los mayores misterios de nuestra época. Bierce desapareció sin dejar rastros, y hasta el día de hoy no se tuvieron noticias ciertas de él.


"Parker Adderson, filósofo"

En "Parker Adderson, filósofo", uno de sus cuentos, Bierce había tenido, quizá, la prefiguración de algunos instantes de su muerte. Es la historia de un espía federal, en la Guerra de Secesión, que cae en poder del enemigo. Antes de ser fusilado, el general lo interroga: –¿Cuál es su nombre?
–Puesto que he de perderlo al alba –responde el prisionero–, no vale la pena ocultarlo. Parker Adderson.
–¿Su grado?
–Muy humilde. Los señores oficiales son demasiado valiosos para confiarles misiones de peligro. Soy sargento.
–¿De qué regimiento?
–Perdón. No he venido para dar datos sobre nuestras fuerzas, sino para averiguarlos sobre las suyas.
–¿Reconoce, pues, haberse infiltrado bajo un disfraz en nuestro campamento para obtener informes sobre el número y la moral de mis tropas?
–Sobre el número. La moral, ya la conozco. Es desastrosa. Y así sucesivamente. El espía sabe que será fusilado al amanecer, pero se ríe de la muerte.
El general firma la sentencia. Afuera llueve.
–Mala noche –dice el general.
–Para mí, sí –responde el prisionero.
–¿Piensa usted ir a la muerte sin dejar de bromear? ¿No sabe que la muerte es asunto serio?
–¿Cómo habría de saberlo? No he estado muerto en toda mi vida.
–La muerte es, por lo menos, la pérdida de la felicidad que hayamos alcanzado.
–Una pérdida de la que no tenemos conciencia puede soportarse con serenidad, y esperarse sin temor.
–Si el estar muerto no es condición desagradable –dice el general–, el acto de morir ha de serlo.
–El dolor es desagradable, sin duda. Pero quienes más larga vida alcanzan son los que más lo padecen. Lo que usted llama la muerte es simplemente el último dolor. La muerte no existe. Suponga que yo intento escapar. Usted levanta el revólver que tiene escondido sobre las rodillas y dispara. Yo me desplomo, pero aún no estoy muerto. Después de media hora de agonía, digamos, estoy realmente muerto. Pero en cualquier momento dado de esa media hora, he estado vivo o muerto. No hay términos medios. La naturaleza es muy sabia.
–La muerte es horrible –exclama el general, a pesar suyo.
–Para nuestros salvajes antecesores, sí. No tenían inteligencia bastante para separar la idea de conciencia de la idea de las formas físicas en que se manifiesta.
Transcurren las horas. Parker Adderson sigue filosofando con la mayor ecuanimidad. Es el general, y no él, quien parece el condenado a muerte. Nada puede alterar la lucidez de su inteligencia, la certera viveza de sus réplicas.
Pero al fin ha llegado el momento. El general llama a un oficial y le ordena:
–Tome un piquete, lleve al prisionero y fusílelo.
Y entonces ocurre lo inesperado. Ese hombre que ante la mera idea de la muerte ha conservado una admirable sangre fría, ante la muerte actual, verdadera, se derrumba como un muñeco. Trata de huir, inicia una lucha insensata, es reducido, y, sin cesar de gemir y suplicar, es llevado al sitio de la ejecución donde es muerto como un perro.
Algunos aseguran que Ambrose Bierce fue fusilado por los guerrilleros de Pancho Villa. Lo que nunca se sabrá es si supo conservar hasta el fin el razonado valor primero de Parker Adderson, el filósofo, o si, como él, tuvo miedo en el último instante.


De El violento oficio de escribir, Obra periodística (1953-1977)