7 de julio de 2013

Ciencia ficción


por Philip K. Dick

«En primer lugar, definiré lo que es la ciencia ficción diciendo lo que no es. No puede ser definida como "un relato, novela o drama ambientado en el futuro", desde el momento en que existe algo como la aventura espacial, que está ambientada en el futuro pero no es ciencia ficción; se trata simplemente de aventuras, combates y guerras espaciales que se desarrollan en un futuro de tecnología superavanzada. ¿Y por qué no es ciencia ficción? Lo es en apariencia, y Doris Lessing, por ejemplo, así lo admite. Sin embargo, la aventura espacial carece de la nueva idea diferenciadora que es el ingrediente esencial. Por otra parte, también puede haber ciencia ficción ambientada en el presente: los relatos o novelas de mundos alternos. De modo que si separamos la ciencia ficción del futuro y de la tecnología altamente avanzada, ¿a qué podemos llamar ciencia ficción?
»Tenemos un mundo ficticio; éste es el primer paso. Una sociedad que no existe de hecho, pero que se basa en nuestra sociedad real; es decir, ésta actúa como punto de partida. La sociedad deriva de la nuestra en alguna forma, tal vez ortogonalmente, como sucede en los relatos o novelas de mundos alternos. Es nuestro mundo desfigurado por el esfuerzo mental del autor, nuestro mundo transformado en otro que no existe o que aún no existe. Este mundo debe diferenciarse del real al menos en un aspecto que debe ser suficiente para dar lugar a acontecimientos que no ocurren en nuestra sociedad o en cualquier otra sociedad del presente o del pasado. Una idea coherente debe fluir en esta desfiguración; quiero decir que la desfiguración ha de ser conceptual, no trivial o extravagante... Esta es la esencia de la ciencia ficción, la desfiguración conceptual que, desde el interior de la sociedad, origina una nueva sociedad imaginada en la mente del autor, plasmada en letra impresa y capaz de actuar como un mazazo en la mente del lector, lo que llamamos el shock del no reconocimiento. Él sabe que la lectura no se refiere a su mundo real.
»Ahora tratemos de separar la fantasía de la ciencia ficción. Es imposible, y una rápida reflexión nos lo demostrará. Fijémonos en los personajes dotados de poderes paranormales; fijémonos en los mutantes que Ted Sturgeon plasma en su maravilloso Más que humano. Si el lector cree que tales mutantes pueden existir, considerará la novela de Sturgeon como ciencia ficción. Si, al contrario, opina que los mutantes, como los brujos y los dragones, son criaturas imaginarias, leerá una novela de fantasía. La fantasía trata de aquello que la opinión general considera imposible: la ciencia ficción trata de aquello que la opinión general considera posible bajo determinadas circunstancias. Esto es, en esencia, un juicio arriesgado, puesto que no es posible saber objetivamente lo que es posible y lo que no lo es, creencias subjetivas por parte del autor y del lector.
»Ahora definiremos lo que es la buena ciencia ficción. La desfiguración conceptual (la idea nueva, en otras palabras) debe ser auténticamente nueva, o una nueva variación sobre otra anterior, y ha de estimular el intelecto del lector; tiene que invadir su mente y abrirla a la posibilidad de algo que hasta entonces no había imaginado. "Buena ciencia ficción" es un término apreciativo, no algo objetivo, aunque pienso objetivamente que existe algo como la buena ciencia ficción.
»Creo que el doctor Willis McNelly, de la Universidad del estado de California, en Fullerton, acertó plenamente cuando afirmó que el verdadero protagonista de un relato o de una novela es una idea y no una persona. Si la ciencia ficción es buena, la idea es nueva, es estimulante y, tal vez lo más importante, desencadena una reacción en cadena de ideas–ramificaciones en la mente del lector, podríamos decir que libera la mente de éste hasta el punto que empieza a crear, como la del autor. La ciencia ficción es creativa e inspira creatividad, lo que no sucede, por lo común, en la narrativa general. Los que leemos ciencia ficción (ahora hablo como lector, no como escritor) lo hacemos porque nos gusta experimentar esta reacción en cadena de ideas que provoca en nuestras mentes algo que leemos, algo que comporta una nueva idea; por tanto, la mejor ciencia ficción tiende en último extremo a convertirse en una colaboración entre autor y lector en la que ambos crean... y disfrutan haciéndolo: el placer es el esencial y definitivo ingrediente de la ciencia ficción, el placer de descubrir la novedad.»


PHILIP K. DICK, Fragmento de una carta del 14 de mayo de 1981. Prefacio del autor a sus Cuentos Completos 1, Aquí yace el Wub, Traducción de Eduardo G. Murillo, 1980.





La aventura del héroe

  
Para esta síntesis didáctica se ha tomado la primera parte de la obra de Joseph Campbell, El héroe de las mil caras, Psicoanálisis del mito, México, F. C. E., 2º reimpresión, 1980, donde se analizan las tres etapas fundamentales de la aventura del héroe: la partida, la iniciación y el regreso. Campbell aplica los postulados del psicoanálisis, siguiendo sobre todo a Carl Jung, pues observa la significativa relación entre el simbolismo de los sueños y los elementos característicos de los mitos, comparando religiosidad, mitología y grupos culturales muy diversos.

Se propone Campbell “descubrir algunas verdades que han estado escondidas bajo las figuras de la religión y de la mitología”. Para ello utilizará como instrumento, el psicoanálisis, aclarando que sólo será un método de aproximación.
La obra consta de un Prólogo donde trata el “monomito” y de dos partes: La aventura del héroe y El ciclo cosmogónico.
En el Prólogo comienza por establecer que siempre encontraremos la misma historia, en forma variable, pero maravillosamente constante. Intenta así una primera definición de mito, diciendo que “es la entrada secreta por la cual las inagotables energías del cosmos se vierten en las manifestaciones culturales humanas”. Esto es así porque los sueños emanan de los mitos. Los símbolos de la mitología son productos espontáneos de la psiquis. El psicoanálisis ayuda a entender las imágenes de los sueños. Los cambios, las transformaciones mentales y físicas, conscientes e inconscientes, llevan al individuo y a los pueblos a cruzar difíciles umbrales. En las tribus primitivas había gran número de rituales extraños cuya finalidad era conducir a través de esos cambios. Los ritos de iniciación (nacimiento, nombre, pubertad, matrimonio, entierro, etc.) fueron ejercicios de separación severos, donde se cortaba radicalmente con el estado anterior para acceder a uno nuevo y desconocido.
El individuo, sostiene Campbell, tiene fantasías que lo atan al pasado, y la función primaria de la mitología y de los ritos es justamente hacer avanzar al espíritu humano. Freud habla de dos dificultades principales de la primera mitad de la vida: las de la infancia y las de la adolescencia. Jung, en cambio, enfatiza sobre las crisis de la segunda parte de la vida, cuando el avanzar lo es hacia la muerte. Y cuando se mira hacia atrás sólo queda una serie de metamorfosis iguales por las que han pasado todos los hombres de todos los siglos, de todas partes del mundo y de todas las civilizaciones.
Dice Campbell que “los ritos tradicionales de iniciación, enseñaban al individuo a morir para el pasado y renacer para el futuro”. Sólo el nacimiento puede conquistar la muerte; el nacimiento de algo nuevo. Dentro de la sociedad debe entonces haber una continua recurrencia al nacimiento. Al final de nuestra vida, la muerte triunfará y sólo podremos entonces, resucitar. Este es el principio de regeneración.
Para llevarlo a cabo, un primer paso es la separación o retirada: pasar del mundo externo al interno, retirarnos a nuestro interior. Allí está el mundo de los sueños que llevamos con nosotros siempre. Son los componentes de nuestra primera infancia. Allí residen las verdaderas dificultades, los combates contra los demonios infantiles. Se deberán entonces asimilar lo que Jung llama “imágenes arquetípicas” y que ha definido como “formas o imágenes de naturaleza colectiva que toman lugar en toda la tierra, que constituyen el mito y al mismo tiempo son productos autóctonos e individuales de origen inconsciente”. La diferencia entre mito y sueño sería que en el sueño las formas están distorsionadas por los problemas personales del que sueña, y en el mito los problemas y las soluciones son válidos para toda la humanidad. Define entonces Campbell al héroe como el que “ha sido capaz de combatir y triunfar sobre sus limitaciones personales y locales y ha alcanzado las formas humanas generales, válidas y normales”. El héroe muere pero vuelve a nacer y allí se da el segundo paso que es el regreso: volver transfigurado y enseñar las lecciones que ha aprendido sobre la renovación de la vida.
El camino común de la aventura del héroe es la magnificación de la fórmula representada en los ritos de iniciación: separación – iniciación – retorno. Campbell lo llama “monomito”, palabra que toma a su vez de la obra de James Joyces, Finnegans Wake. Y explica así el viaje: “El héroe inicia su aventura desde el mundo de todos los días hacia una región de prodigios sobrenaturales, se enfrenta con fuerzas fabulosas y gana una victoria decisiva; el héroe regresa de su misteriosa aventura con la fuerza de otorgar dones a sus hermanos”.
Ejemplifica con Prometeo que roba el fuego de los dioses para darlo a los hombres; Jasón que vence al dragón y regresa con el Vellocino de Oro; Eneas que baja al mundo de los muertos y regresa para realizar sus deberes; Budha, Moisés, etc. Siempre hay una separación del mundo, una penetración en alguna fuente de poder y un regreso a la vida.

La aventura del héroe: esta primera parte de la obra, desarrolla sucesivamente los siguientes momentos: la partida, la iniciación, el regreso y las llaves, donde resumirá la aventura completa.

a) La partida: según Campbell, hay un momento en que se escucha lo que él llama, “la llamada de la aventura”; en ese momento algo se hace presente. Aún cuando el héroe vuelva a sus ocupaciones familiares, éstas le parecerán infructuosas: la llamada no puede desoírse. Es como una llamada del destino: lleva el centro de atención del héroe a una zona desconocida; esta región puede ser un país lejano, un bosque, el cielo, un lugar subterráneo o subacuático, una isla; siempre es un lugar extraño, donde hay seres y cosas inimaginables. Tal el caso de Teseo cuando escuchó la horrible historia del Minotauro, o bien Odiseo cuando es transportado por el Mediterráneo por los vientos de Poseidón. Puede comenzar accidentalmente, en un paseo y los ejemplos se multiplican en todas las mitologías del mundo.
A veces, explica Campbell, la llamada no se responde: hay una “negativa al llamado”: el individuo encerrado en sus propios intereses no vislumbra el poder afirmativo que tendrá su acción, se niega y se convierte en víctima. Se abroquela, pero todo lo que construya será un laberinto para esconder su propio minotauro. Ese desvío puede conducirlo a la muerte. Dice un proverbio latino: “Teme el paso de Jesús, porque Él no vuelve”.
La negativa es una negativa a renunciar a lo que cada uno considera su propio interés. El llamado lo hostigará día y noche: el individuo se encerrará en su laberinto y se perderá. Este encierro es su infancia: sus padres son los guardianes del umbral y el alma débil no podrá atravesarlo para crecer.
Cita el ejemplo de La bella durmiente, donde una bruja celosa (la madre malvada) la obliga a dormir junto con todo su mundo, hasta que un príncipe la despierta. También la mujer de Lot, que se convirtió en estatua de sal por haber vuelto la cabeza después de recibir la llamada de Yavé.
Estas víctimas, o bien permanecen hechizadas para siempre, o bien son salvadas, como La Bella durmiente o Brunilda. No todos los vacilantes están perdidos como Dafne en su huída, y a veces una revelación providencial (un príncipe) los saca de su prisión.
Esta “ayuda sobrenatural” produce el mecanismo del milagro que ha de salvar al héroe negativo. Y así, explica Campbell, aparece una figura protectora (una viejecita, un anciano) que da al héroe los amuletos contra el dragón.
La viejecita, el hada madrina, son personajes familiares de los cuentos europeos. En las leyendas cristianas, ese papel generalmente lo representa la Virgen. El héroe así protegido, no puede ser dañado: el ovillo de Ariadna protege a Teseo de perderse en el laberinto; Beatriz guía a Dante. Es la fuerza protectora y benigna del destino. El individuo debe conocer y confiar. También puede ser una figura masculina, como Virgilio con Dante.
Este principio guardián, masculino o femenino, paternal y maternal, une todas las ambigüedades del inconsciente.
El héroe avanza en su aventura hasta que llega al “cruce del primer umbral”. Allí se encuentra con el “guardián del umbral”, la entrada a la zona de la fuerza magnificada. Estos custodios protegen al mundo conocido: detrás de ellos está el peligro, así como detrás de la vigilancia paterna para el niño está lo desconocido y peligroso. El ejemplo lo toma Campbell de los marineros de Colón que rompieron el espíritu medieval cruzando el océano, pero tuvieron que ser empujados y convencidos como niños, porque temían a los monstruos y sirenas, a los dragones y otros seres de las profundidades. Otro ejemplo sería el del dios Pan, pues la emoción que provocaba en los que se aventuraban en sus dominios era el terror pánico, o sea repentino y sin causa. El hombre se estremecía ante el peligro de su propio inconsciente despierto y moría en su fuga aterrorizada.
Estos guardianes son individuos temidos y altamente respetados, con talentos sobrenaturales. Por eso la aventura consiste en pasar más allá del velo de lo conocido a lo desconocido: las fuerzas que cuidan las fronteras son peligrosas pero el peligro desaparece para el valiente y arriesgado.
Sin embargo, este cruce del umbral es una forma de autoaniquilación: el héroe, en vez de conquistar la fuerza es tragado por lo desconocido y parecería que hubiera muerto. Así Heracles se introduce en el estómago del monstruo marino para matarlo; Caperucita Roja es tragada por el lobo. Es que el héroe va hacia adentro, desaparece como el creyente que entra en un templo. La prueba es afrontar los grandes silencios del interior que están protegidos por las dos hileras de dientes de la ballena. Así, también, el caso de Jonás. Se muere para el tiempo y se regresa al vientre del mundo, al Paraíso Terrenal. Este momento es llamado por Campbell “el vientre de la ballena”.

b) La segunda instancia de la aventura es la iniciación. Es ésta la fase favorita de la aventura mítica pues en ella hay que seguir el “camino de las pruebas”, que ha sido ilustrado por multitud de obras de la literatura mundial. El héroe es ayudado solapadamente por amuletos de los ayudantes sobrenaturales que encontró antes de su entrada en esta región. Para los místicos esta etapa es la de purificación del yo. Campbell, por su parte, agrega la opinión de los psicoanalistas para quienes “es el proceso de disolución, de transmutación de las imágenes infantiles de nuestro pasado personal”. Pero los peligros psicológicos a través de los cuales eran guiadas las generaciones anteriores por medio de los símbolos y ejercicios espirituales de su herencia mitológica y religiosa, ahora debemos enfrentarlos solos, sin una guía. Según Jung, nuestros antepasados creyeron siempre en los dioses. Nuestro cielo actual es un lugar vacío, un recuerdo de cosas que fueron una vez. Entretanto, debemos matar a los dragones y pasar las barreras una y otra vez, con éxitos pasajeros y abundantes fracasos.
La última de las aventuras entraña “el encuentro con la diosa”, que se representa comúnmente con un matrimonio místico entre el alma triunfante del héroe y la Reina Diosa del mundo. La figura mitológica de la Madre Universal imputa al cosmos los atributos femeninos de la primera presencia nutritiva y protectora. Esta diosa tiene el fuego de la vida: dentro de su vientre están la Tierra, el sistema solar, las galaxias, ella es creadora del mundo, siempre madre y siempre virgen. También es la muerte. Es vientre y tumba, y reúne en sí el bien y el mal, exhibiendo las dos formas de la madre recordada, tanto la personal como la universal. Al lograr obtener la ecuanimidad suficiente como para observarlas con serenidad, el espíritu queda purgado de sentimentalismos y se abre a la inescrutable presencia de la naturaleza del ser. La mujer representa para la mitología, la totalidad de lo que puede conocerse. Es héroe quien llega a conocer. Esta diosa se manifiesta con diferentes transformaciones, lo atrae, lo incita a romper sus trabas; es la guía en la cima de la aventura sensorial. El héroe que puede tomarla como es, con la seguridad y bondad que ella requiere, es potencialmente el rey, el dios encarnado. Es la prueba final del talento del héroe para ganar el don del amor.
Pero también señala Campbell la figura de “la mujer como tentación”. El matrimonio místico es el dominio de la vida por el héroe, porque la mujer es la vida y el héroe su dueño.
En el consultorio del analista, el paciente es el héroe que va haciendo desaparecer una profundidad tras otra de las ignorancias de sí mismo, y el psicoanalista es el ayudante, el sacerdote iniciador. Después de las primeras emociones, la aventura se convierte en una jornada de oscuridad, horror, repugnancia y temores. También aparece la figura del padre, con quien deberá  “reconciliarse” después del matrimonio místico con la Diosa-Madre.
Este dios defiende al pecador de la flecha, de las llamas, y ejerce lo que el cristianismo llama “misericordia”. Tiene poder para cambiar la índole de los corazones, es la “gracia”. Así, el hombre recibe equilibradamente la justicia y la ira y su corazón, más apoyo que castigo en su camino.
El padre tiene un aspecto de “ogro, que es un reflejo del propio ego infantil que ha sido dejado atrás. Debe haber una reconciliación que se traduce en abandonar a ese monstruo de dos cabezas: un dragón que se cree Dios (superego); un dragón que se cree pecador (represión).
Ante el temor al padre-ogro, el héroe se refugiará en los encantos de la mujer-madre, sólo para descubrir al final, que el padre y la madre son el reflejo uno de otro, son, en esencia, los mismos.
O sea que el padre y la madre tienen en sí mismos y cada uno el bien y el mal. Pero con esta complicación: hay un elemento de rivalidad en el hijo que disputa con el padre por el dominio del universo, y la hija que disputa con la madre por ser ese mundo dominado.
Cuando el hijo ha sido purgado de los inapropiados lastres infantiles, es porque ha nacido dos veces: ahora se ha convertido en padre él también. Y ahora tiene el poder de ser iniciador, guía, puerta del sol. Recuerda. Campbell que en el mundo antiguo abundaban los ritos y mitos de muerte y renacimiento. La palabra “Dithyrambos” era epíteto del muerto y resucitado Dionisos. Significa para los griegos “el de la doble puerta”, aquel que había sobrevivido al tremendo milagro del doble nacimiento. Los ritos del dios, que eran oscuros y sangrientos, se asociaban a la renovación de la vegetación, de la luna, del sol y del alma, representando los propios rituales de la tragedia ática.
En la Iglesia cristiana (en la mitología de la Caída y la Redención, la Crucifixión y la Resurrección, el segundo nacimiento del Bautismo, la palmada iniciadora en la mejilla, que es la Confirmación y el simbólico comer la carne y beber la sangre) estamos unidos a esas imágenes inmortales de fuerza iniciadora a través de cuya operación sacramental el hombre disipa los terrores de su transitoriedad y alcanza la visión que todo lo transfigura, del ser inmortal. El sol subterráneo, señor de la muerte, es la otra cara del rey radiante que gobierna el día. Contiene en sí las contradicciones del bien y el mal, la muerte y la vida, el dolor y el placer, los dones y las privaciones. Es guardián de la puerta del sol y la fuente de todas las parejas de contrarios. Este padre contradictorio se muestra claramente en la divinidad prehistórica del Perú, Viracocha.
Esta segunda parte de la aventura, se termina con dos momentos que son “la apoteosis” y “la gracia última”.
En la apoteosis se da, para Campbell, la glorificación del héroe pues llega a comprender que el tiempo y la eternidad son dos planos de la misma experiencia. El primer hombre era andrógino: tenía una dualidad de lo femenino y lo masculino, del bien y del mal; el Paraíso se construyó sobre la unión de los contrarios. Tiresias era varón y hembra; sus ojos no veían el mundo de los contrarios, sin embargo vio la tragedia del destino de Edipo. El padre es el intruso en el paraíso del niño con su madre; es su enemigo arquetípico. Todos los enemigos son símbolos del padre. De aquí la compulsión hacia la guerra: es el impulso de destruir al padre que se transforma en violencia pública. El ogro nos quiere destruir, pero el héroe sale salvo por la iniciación, “como un hombre” y se transforma en padre. El cuerpo que nos dio nuestra madre, fue devorado por el ogro; pero la muerte no era el fin, sino una nueva vida, un nuevo nacimiento. El mismo padre nos ha dado un segundo nacimiento. De ahí el carácter de la bisexualidad original; como adultos, desaparecerán las imágenes infantiles del “bien” y del “mal”. Somos lo que se ha deseado y temido. Se unen en el héroe el encuentro con la diosa y la reconciliación del padre. Las dos tendencias que mueven al individuo y animan al mundo que lo rodea son la libido y el thanatos: el deseo y la muerte; el Karma y el Mara para los budistas.
La gracia última es la posibilidad de la inmortalidad que siempre ha fascinado al hombre. El arte, la literatura, el culto, la filosofía, lo ayudan a romper sus limitaciones y acceder a realizaciones siempre crecientes. Por eso cruza un umbral después de otro, somete a los dragones y finalmente llega a la divinidad suprema.

c) El tercer momento de la aventura del héroe es el regreso. Allí explica Campbell que cuando la misión se ha llevado a cabo, el aventurero debe regresar con su trofeo transmutador de la vida. El ciclo completo requiere que el trofeo, el Vellocino de Oro, la Bella durmiente, etc., sean traídos al reino de la humanidad donde esa dádiva significará la renovación de la comunidad, de la nación, o del planeta. Pero son muchos los héroes que querrían quedarse para siempre en la isla bendita, en compañía de la eterna Diosa del Ser Inmortal. O sea que hay una primera “negativa al regreso”. Para volver, entonces, el héroe debe escapar de los perseguidores a quienes ha robado su trofeo. Esta situación da lugar a “La huída mágica”. Esta fuga es el episodio favorito del cuento popular, en el cual se desarrolla bajo muchas formas divertidas. Al huir utiliza ardides para engañar a sus perseguidores: abandona objetos, pone tras de sí obstáculos: la del héroe Jasón quien arroja al mar los pedazos del cuerpo desmembrado del hermano de su amada Medea, lo que obliga al rey que perseguía al navío Argos, a detenerse para hacer los funerales correspondientes.
Para el regreso, el héroe necesita a veces alguna ayuda del mundo exterior. Se ha retrasado, fascinado por el estado de ser perfecto y entonces el mundo exterior debe efectuar un “rescate”; así, el aventurero retorna. La conciencia del elegido sucumbe, pero el inconsciente le da el equilibrio propio y renace en el mundo del que partió. Esta es la última crisis: la dificultad de “cruzar el umbral del regreso” desde el reino místico a la tierra de la vida diaria. Deberá enfrentarse a la sociedad y soportar sus dudas y resentimientos y su incapacidad para comprender.
El mundo divino y el humano sólo pueden ser descriptos como distintos, sin embargo ambos son, en realidad, uno. Para el héroe lo más difícil será aceptar como reales, después de haber conocido la plenitud, las congojas y júbilos pasajeros y las banalidades de la vida. Se preguntará entonces ¿para qué volver? El equilibrio de la perfección se pierde, el espíritu vacila y el héroe, a veces, fracasa. Debe sobrevivir al impacto del mundo sin perder la seguridad ante la incredulidad de su pueblo. El héroe trae, sin embargo, una prueba: un talismán, un anillo mágico. Esto le recordará que la realidad de las profundidades no ha de ser opacada por la luz del día. Esta es la señal que da al héroe la capacidad de “poseer los dos mundos”. Esto se observa, cita Campbell, en la Transfiguración de Cristo ante Pedro, Santiago y Juan.
Los discípulos son iniciados en la plena experiencia de la paradoja de los dos mundos. Ven ante sí, no su destino personal, sino el alcance del destino de la especie humana. Extinguen sus voluntades personales por una completa entrega a su Maestro. La formulación correspondiente la hace el mismo Jesús: “El que pierda su vida por mí, la hallará”. Esta pérdida de la vida no es más que un pre-renacimiento.
El resultado del pasaje milagroso y del regreso es la “libertad para vivir”: después de haber muerto su ego personal, se levantará establecido el Yo.
El héroe es el campeón de las cosas que son, no de las que han sido, porque el héroe es. Por eso la naturaleza, la gran renovadora, nunca perece sino que varía y cambia de forma.

d) Concluye Campbell con las llaves, donde con un resumen totalizador de la aventura del héroe, ejemplifica el periplo con el siguiente diagrama:






Síntesis didácticas preparada por la profesora Dora Di Sarli, para uso de la cátedra de Introducción de la literatura de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires, 1984.



El que espera


Ray Bradbury

Vivo en un pozo. Vivo como humo en el pozo. Como vapor en una garganta de piedra.
No me muevo. No hago otra cosa que esperar. Arriba veo las estrellas frías y la noche y la mañana, y veo el sol. Y a veces canto viejas canciones del tiempo en que el mundo era joven. ¿Cómo podría decirles quién soy si ni siquiera yo lo sé? No puedo. Espero, nada más. Soy niebla y luz de luna y memoria. Estoy triste y estoy viejo. A veces caigo como lluvia en el pozo. Cuando mi lluvia cae rápidamente unas telarañas se forman en la superficie del agua. Espero en un silencio frío y un día no esperaré más.
Ahora es la mañana. Oigo un trueno inmenso. El olor del fuego me llega desde lejos. Oigo un golpe metálico. Espero. Escucho. Voces. Muy lejos.
–¡Muy bien!
Una voz. Una voz extraña. Una lengua extraña que no conozco. Ninguna palabra familiar. Escucho.
–¡Que salgan los hombres! Algo aplasta las arenas de cristal.
–¡Marte! ¡De modo que esto es Marte!
–¿Dónde está la bandera?
–Aquí, señor.
–Bien, bien.
El sol está en lo alto del cielo azul y los rayos de oro caen en el pozo, y yo estoy suspendido como el polen de una flor, invisible y velado a la luz cálida.
–En nombre del gobierno de la Tierra, llamo a este territorio el Territorio Marciano, el que será dividido en partes iguales entre las naciones miembros.
¿Qué dicen? Me vuelvo en el sol, como una rueda, invisible y perezoso, dorado e infatigable.
–¿Qué hay ahí?
–¡Un pozo!
–¡No!
–Acérquense. ¡Sí!
Un calor se acerca. Tres objetos se inclinan sobre la boca del pozo, y mi frío se eleva hacia los objetos.
–¡Magnífico!
–¿Será buena el agua?
–Veremos.
–Que alguien traiga un frasco de pruebas y una sonda.
–¡Yo iré!
El sonido de algo que corre. El retorno.
–Aquí están.
Espero.
–Bájenlo. Cuidado.
Un vidrio brilla, arriba, y desciende en una línea lenta.
Unas ondas rizan el agua cuando el vidrio la toca. La toca y se hunde. Me elevo en el aire tibio hacia la boca del pozo.
–Ya. ¿Quiere probar el agua, Regent?
–Pásemela.
–Qué pozo hermoso. Miren la construcción. ¿Cuántos años tendrá?
–Dios sabe. Cuando ayer descendimos en aquel otro pueblo Smith dijo que no ha habido vida en Marte desde hace diez mil años.
–Mucho tiempo.
–¿Cómo es, Regent? El agua.
–Pura como plata. Tome un vaso.
El sonido del agua a la luz tibia del sol. Ahora floto como un polvo, un poco de canela, en el viento suave.
–¿Qué pasa, Jones?
–No sé. Tengo un terrible dolor de cabeza. De pronto.
–¿Ya bebió el agua?
–No. No es eso. Estaba inclinado sobre el pozo y de pronto se me partió la cabeza. Me siento mejor ahora.
Ahora sé quien soy.
Me llamo Stephen Leonard Jones y tengo veinticinco años y acabo de llegar en un cohete desde un planeta llamado Tierra y estoy aquí con mis buenos amigos Regent y Shaw junto a un viejo pozo del planeta Marte.
Me miro los dedos dorados, morenos y fuertes. Me miro las piernas largas y el uniforme plateado y miro a mis amigos.
–¿Qué pasa, Jones? –dicen.
–Nada –digo, mirándolos–. Nada en absoluto.

La comida es buena. Han pasado diez mil años desde mi última comida. Toca la lengua de un modo agradable y el vino calienta el cuerpo. Escucho el sonido de las voces.
Pronuncio palabras que no entiendo pero que entiendo de algún modo. Pruebo el aire.
–¿Qué ocurre, Jones?
Inclino esta cabeza mía y mis manos descansan en los utensilios plateados. Siento todo.
–¿Qué quiere decir? –dice esta voz, esta nueva cosa mía.
–Respira de un modo raro. Tosiendo –dice el otro hombre.
Pronuncio exactamente:
–Quizá me estoy resfriando.
–Que lo examine el médico más tarde.
Muevo la cabeza de arriba abajo, eso es bueno. Es bueno hacer cosas después de diez mil años. Es bueno respirar el aire y es bueno sentir que el calor del sol que entra en el cuerpo más y más, y es bueno sentir la estructura de marfil, el hermoso esqueleto debajo de la carne tibia, y es bueno oír sonidos más claros y más cercanos que las profundidades pétreas de un pozo. Me siento muy bien.
–Vamos, Jones. Despierta. Tenemos que hacer.
–Sí –digo, y me maravillan las palabras: se forman como agua en la lengua y caen con una lenta belleza en el aire.
Camino y es bueno caminar. Camino y el suelo está a mucha distancia cuando lo miro desde los ojos y la cabeza. Es como vivir en un hermoso acantilado, sintiéndose feliz allí.
Regent está junto al pozo de piedra, mirando hacia abajo. Los otros han vuelto a la nave de plata, murmurando entre ellos.
Siento los dedos de la mano y la sonrisa de la boca.
–Es profundo –digo.
–Sí.
–Lo llaman pozo del Alma.
Regent alza la cabeza y me mira.
–¿Cómo lo sabe?
–¿No lo parece acaso?
–Nunca oí hablar de un pozo del alma.
–Un sitio donde hay cosas que esperan, cosas que una vez tuvieron carne, y esperan y esperan –digo, tocando el brazo del hombre.

La arena es fuego y la nave es fuego de plata al calor del día, y es bueno sentir el calor. El sonido de mis pies en la arena dura. Escucho. El sonido del viento y el sol que quema los valles. Huelo el olor del cohete que hierve en el mediodía. Estoy de pie debajo de la compuerta.
–¿Dónde anda Regent? –dice alguien.
–Lo vi junto al pozo –replico.
Uno de ellos corre hacia el pozo. Empiezo a temblar. Un temblor débil al principio, muy hondo, pero que sube y aumenta. Y por primera vez la oigo, como si estuviese también escondida en un pozo. Una voz que llama dentro de mí, pequeña y asustada. Y la voz grita: Déjame ir, déjame ir, y siento como si algo tratara de librarse, algo que golpea las puertas de un laberinto, que corre descendiendo por oscuros pasillos y sube por pasajes, entre aullidos y ecos.
–¡Regent está en el pozo!
Los hombres corren, cinco de ellos. Corro también, pero ahora me siento enfermo y los temblores son violentos.
–Tiene que haberse caído. Jones, usted estaba con él. ¿Lo vio? ¿Jones? Vamos, hable, hombre.
–¿Qué pasa, Jones?
Caigo de rodillas, los temblores son irresistibles.
–Está enfermo. Vengan, ayúdenme.
–El sol.
–No, no el sol –murmuro.
Me extienden en el suelo y las sacudidas van y vienen como temblores de tierra y la voz profunda que oculta grita dentro de mí: Esto es Jones, esto soy yo, esto no es él, esto no es él, no le crean, déjenme salir, ¡déjenme salir! Y alzo los ojos hacia las figuras inclinadas y parpadeo. Me tocan las muñecas.
–El corazón le late muy rápido.
Cierro los ojos. Los gritos cesan; los temblores cesan.
Me alzo, como en un pozo fresco, liberado.
–Está muerto –dice alguien.
–Jones ha muerto.
–¿De qué?
–Un ataque, parece.
–¿Qué clase de ataque –digo, y mi nombre es Sessions y muevo los labios, y soy el capitán de estos hombres. Estoy de pie entre ellos y miro el cuerpo que yace enfriándose en las arenas. Me llevo las dos manos a la cabeza.
–¡Capitán!
–No es nada –digo, gritando–. Sólo un dolor de cabeza. Pronto estaré bien. Bueno –murmuro–. Ya pasó.
–Será mejor que nos apartemos del sol, señor.
–Sí –digo, mirando a Jones–. No debiéramos haber venido. Marte no nos quiere.
Llevamos el cuerpo de vuelta al cohete, y una nueva voz está llamando dentro de mí, pidiendo que la dejen salir.
Socorro, socorro. Allá abajo en los túneles húmedos del cuerpo. Socorro, socorro, en abismos rojos entre ecos y súplicas.
Los temblores han comenzado mucho antes esta vez. Me cuesta dominarme.
–Capitán, será mejor que se salga del sol; no parece sentirse demasiado bien, señor.
–Sí –digo–. Socorro –digo.
–¿Qué, señor?
–No dije nada.
–Dijo "Socorro", señor.
–¿Dije eso, Matthews, dije eso?
Han dejado el cuerpo a la sombra del cohete y la voz chilla en las profundas catacumbas submarinas de hueso y mareas rojas. Me tiemblan las manos. Tengo la boca reseca. Me cuesta respirar. Pongo los ojos en blanco. Socorro, socorro, oh socorro, no, no, déjenme salir, no, no.
–No –digo.
–¿Qué señor?
–No importa –digo–. Tengo que librarme –digo. Me llevo la mano a la boca.
–¿Qué es eso, señor? –grita Matthews.
–¡Adentro, todos ustedes, volvemos a la Tierra! –ordeno.
Tengo un arma en la mano. Levanto el arma.
–¡No, señor!
Una explosión. Unas sombras que corren. Los gritos se desvanecen. Se oye el silbido de algo que cae en el espacio.
Luego de diez mil años, qué bueno es morir. Qué bueno sentir de pronto el frío, la distensión. Qué bueno ser como una mano dentro de un guante, una mano que se desnuda y crece maravillosamente fría en el calor de la arena. Oh, la quietud y el encanto de la muerte cada vez más oscura. Pero es imposible detenerse aquí.
Un estallido, un chasquido.
–¡Dios santo, se mató él mismo! –grito, y abro los ojos y allí está el capitán acostado contra el cohete, el cráneo hendido por una bala, los ojos abiertos, la lengua asomando entre los dientes blancos. Le sangra la cabeza. Me inclino y lo toco–. Qué locura –digo–. ¿Por qué hizo eso?
Los hombres están horrorizados. De pie junto a los dos muertos, vuelven la cabeza para mirar las arenas marcianas y el pozo distante donde Regent yace flotando en las aguas profundas. Los labios secos emiten un graznido, un quejido, una protesta infantil contra este sueño de espanto.
Los hombres se vuelven hacia mí.
Al cabo de un rato, uno de ellos dice:
–Ahora es usted el capitán, Matthews.
–Ya sé –digo lentamente.
–Sólo quedamos seis.
–¡Dios santo, todo fue tan rápido! –No quiero quedarme aquí, ¡vámonos!
Los hombres gritan. Me acerco a ellos y los toco, con una confianza que es casi un canto dentro de mí.
–Escuchen –digo, y les toco los codos o los brazos o las manos.
Todos callamos ahora. Somos uno. ¡No, no, no, no, no, no! Voces interiores que gritan, muy abajo, en prisiones.
Nos miramos. Somos Samuel Matthews y Raymond Moses y William Spaulding y Charles Evans y Forrest Cole y John Summers, y no decimos nada y nos miramos las caras blancas y las manos temblorosas.
Nos volvemos, como uno solo, y miramos el pozo.
–Ahora –decimos.
No, no, gritan seis voces, ocultas y sepultadas y guardadas para siempre.
Nuestros pies caminan por la arena y es como si una mano enorme de doce dedos se moviera por el fondo caliente del mar.
Nos inclinamos hacia el pozo, mirando. Desde las frescas profundidades seis caras nos devuelven la mirada.
Uno a uno nos inclinamos hasta perder el equilibrio, y uno a uno caemos en la boca del pozo a través de la fresca oscuridad hasta las aguas tibias.
El sol se pone. Las estrellas giran sobre el cielo de la noche. Lejos, un parpadeo de luz. Otro cohete que llega, dejando marcas rojas en el espacio.
Vivo en un pozo. Vivo como humo en el pozo. Como vapor en una garganta de piedra. Arriba veo las estrellas frías de la noche y la mañana, y veo el sol. Y a veces canto viejas canciones del tiempo en que el mundo era joven. Cómo podría decirles quién soy si ni siquiera yo lo sé.
No puedo. Espero, nada más.




De Las maquinarias de la alegría, 1974


23 de marzo de 2013

Aquel peronismo de juguete


Por Osvaldo Soriano

Cuando yo era chico Perón era nuestro Rey Mago: el 6 de enero bastaba con ir al correo para que nos dieran un oso de felpa, una pelota o una muñeca para las chicas. Para mi padre eso era una vergüenza: hacer la cola delante de una ventanilla que decía "Perón cumple, Evita dignifica", era confesarse pobre y peronista. Y mi padre, que era empleado público y no tenía la tozudez de Bartleby el escribiente, odiaba a Perón y a su régimen como se aborrecen las peras en compota o ciertos pecados tardíos.
Estar en la fila agitaba el corazón: ¿quedaría todavía una pelota de fútbol cuando llegáramos a la ventanilla? ¿O tendríamos que contentarnos con un camión de lata, acaso con la miniatura del coche de Fangio? Mirábamos con envidia a los chicos que se iban con una caja de los soldaditos de plomo del general San Martín: ¿se llevaban eso porque ya no había otra cosa, o porque les gustaba jugar a la guerra? Yo rogaba por una pelota, de aquellas de tiento, que tenían cualquier forma menos redonda.
En aquella tarde de 1950 no pude tenerla. Creo que me dieron una lancha a alcohol que yo ponía a navegar en un hueco lleno de agua, abajo de un limonero. Tenía que hacer olas con las manos para que avanzara. La caldera funcionó sólo un par de veces pero todavía me queda la nostalgia de aquel chuf, chuf, chuf, que parecía un ruido de verdad, mientras yo soñaba con islas perdidas y amigos y novias de diecisiete años. Recuerdo que ésa era la edad que entonces tenían para mí las personas grandes.
Rara vez la lancha llegaba hasta la otra orilla. Tenía que robarle la caja de fósforos a mi madre para prender una y otra vez el alcohol y Juana y yo, que íbamos a bordo, enfrentábamos tiburones, alimañas y piratas emboscados en el Amazonas pero mi lancha peronista era como esos petardos de Año Nuevo que se quemaban sin explotar.
El General nos envolvía con su voz de mago lejano. Yo vivía a mil kilómetros de Buenos Aires y la radio de onda corta traía su tono ronco y un poco melancólico. Evita, en cambio, tenía un encanto de madre severa, con ese pelo rubio atado a la nuca que le disimulaba la belleza de los treinta años.
Mi padre desataba su santa cólera de contrera y mi madre cerraba puertas y ventanas para que los vecinos no escucharan. Tenía miedo de que perdiera el trabajo. Sospecho que mi padre, como casi todos los funcionarios, se había rebajado a aceptar un carné del Partido para hacer carrera en Obras Sanitarias. Para llegar a jefe de distrito en un lugar perdido de la Patagonia, donde exhortaba al patriotismo a los obreros peronistas que instalaban la red de agua corriente.
Creo que todo, entonces, tenía un sentido fundador. Aquel "sobrestante" que era mi padre tenía un solo traje y dos o tres corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor ambición era tener un poco de queso para el postre. Cuando cumplió cuarenta años, en los tiempos de Perón, le dieron un crédito para que se hiciera una casa en San Luis. Luego, a la caída del General, la perdió, pero seguía siendo un antiperonista furioso.
Después del almuerzo pelaba una manzana, mientras oía las protestas de mi madre porque el sueldo no alcanzaba. De pronto golpeaba el puño sobre la mesa y gritaba: "¡No me voy a morir sin verlo caer!". Es un recuerdo muy intenso que tengo, uno de los más fuertes de mi infancia: mi padre pudo cumplir su sueño en los lluviosos días de setiembre de 1955, pero Perón se iba a vengar de sus enemigos y también de mi viejo que se murió en 1974, con el general de nuevo en el gobierno.
En el verano del 53, o del 54, se me ocurrió escribirle. Evita ya había muerto y yo había llevado el luto. No recuerdo bien: fueron unas pocas líneas y él debía recibir tantas cartas que enseguida me olvidé del asunto. Hasta que un día un camión del correo se detuvo frente a mi casa y de la caja bajaron un paquete enorme con una esquela breve: "Acá te mando las camisetas. Pórtense bien y acuérdense de Evita que nos guía desde el cielo". Y firmaba Perón, de puño y letra. En el paquete había diez camisetas blancas con cuello rojo y una amarilla para el arquero. La pelota era de tiento, flamante, como las que tenían los jugadores en las fotos de El Gráfico.
El General llegaba lejos, más allá de los ríos y los desiertos. Los chicos lo sentíamos poderoso y amigo. "En la Argentina de Evita y de Perón los únicos privilegiados son los niños", decían los carteles que colgaban en las paredes de la escuela. ¿Cómo imaginar, entonces, que eso era puro populismo demagógico?
Cuando Perón cayó, yo tenía doce años. A los trece empecé a trabajar como aprendiz en uno de esos lugares de Río Negro donde envuelven las manzanas para la exportación. Choice se llamaban las que iban al extranjero; standard las que quedaban en el país. Yo les ponía el sello a los cajones. Ya no me ocupaba de Perón: su nombre y el de Evita estaban prohibidos. Los diarios llamaban "tirano prófugo" al General. En los barrios pobres las viejas levantaban la vista al cielo porque esperaban un famoso avión negro que lo traería de regreso.
Ese verano conocí mis primeros anarcos y rojos que discutían con los peronistas una huelga larga. En marzo abandonamos el trabajo. Cortamos la ruta, fuimos en caravana hasta la plaza y muchos gritaban "Viva Perón, carajo". Entonces cargaron los cosacos y recibí mi primera paliza política. Yo ya había cambiado a Perón por otra causa, pero los garrotazos los recibía por peronista. Por la lancha a alcohol que casi nunca anduvo. Por las camisetas de fútbol y la carta aquella que mi madre extravió para siempre cuando llegó la Libertadora.
No volví a creer en Perón, pero entiendo muy bien por qué otros necesitan hacerlo. Aunque el país sea distinto, y la felicidad esté tan lejana como el recuerdo de mi infancia al pie del limonero, en el patio de mi casa.


Osvaldo Soriano, de Cuentos de los años felices


21 de marzo de 2013

De Cortázar a Perec en palíndromos


Por Juan-Jacobo Bajarlía

En una leyenda consignada por John Batharly en el Infolio 7 (Warren, 1971), se dice literalmente que Iavé, en el instante de infundir vida  en esa arcilla que se llamó Adán, pronunció una palabra cargada de magia: Aemeth, que significaba verdad.
Posteriormente Eleazar de Works concibió, en el año 1000, una fórmula para utilizar esta palabra en la creación de seres artificiales. Así fabricó al primer Golem, en cuya frente escribió la palabra Aemeth para infundirle movimiento y habla. Pero un día, temiendo la rebeldía del Golem, borró las dos primera letras de la inscripción, y dejó el resto de la palabra: meth, es decir, muerte. Así murió el Golem.
Sin embargo, antes de que esto sucediera, el Golem le propuso agregar a la palabra Aemeth otra más para formar una frase que significara: regreso de la muerte para conocer la verdad.
Convencido, Eleazar de Works redactó la fórmula. Eran tres palabras que coincidían silábicamente. Podían leerse con idéntico significado de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Pero el creador del Golem, aterrorizado por las consecuencias que pudiera desatar la inscripción en la frente de su criatura, quemó la fórmula arrojándola al fuego. Fue el primer palíndromo de la historia que el pudor de un sabio nos impidió conocer.

La fascinación del juego

A partir de ese intento sólo sabemos que León VI, emperador de Bizancio, inspirándose en los ángeles, concretó 27 palíndromos.
Juan Filloy, acosado por Pitágoras, retomó el desafío y alcanzó la cifra fabulosa de 6.000.
Edmund Carter, a su vez, en The Dark Man of the Palindromes (London Press, 1969), nos habla de un hombre prodigioso capaz de improvisar un palíndromo con solo dos palabras pronunciadas por el desafiante.
Daniel Samoilovich, por su parte, nos informa que Georges Perec creó un palíndromo de 5.000 palabra en Oulipo, la littérature potentielle (Gallimard, 1973).
Pero el juego, como decía Eléctides de Agrigento en el siglo III a. de J.C., según surge de la Calimeraquia (fr. 19), es una instancia que lleva hacia el olvido y exige una exaltación prodigiosa para transfigurar el ser.
Es posible que éste haya sido el pensamiento de Julio Cortázar al describir el insomnio de Alina Reyes en su cuento Lejana. Para poder dormir la protagonista recurre a esta ingeniosidad. Lucubra vocales y consonantes e intenta, por fin, los enigmas reversibles. Algunos son de Filloy: salta Lenín el atlas; amigo, no gima; átale, demoníaco Caín, o me delata.

Un nuevo creador

Se llama Carlos Nafarrete y es médico. Fue el creador del Factor A G y de la Vacuna. Y algo más que los futbolistas piden a gritos cuando son víctimas de un encontronazo en las canchas: el Algispray. Es un porteño de Colegiales, nacido en una fecha esotérica: el 7 del VII de 1917. Y además séptimo hijo, por añadidura.
Estuvimos hablando en un bar de la Diagonal Norte: médico y problemista de ajedrez, con varios premios internacionales. Y también admirador de Juan Filloy. No creó tantos palíndromos como el novelista cordobés. Pero ensayó todas las variantes. He aquí algunos sobre temas de historia y mitología:
A Bruto la turba bruta lo turba.
¿O dioses o ídolos? ¡Sólo Dios es oído!
¿Amor, honor a Nerón?... ¡Oh, Roma!
Ama mal Edipo: pide la mamá.
Icono con sagradas adargas no conocí.
Con humor:
Ser o no ser… Acá va la vaca: res o no res.
Oí dar alaridos. ¿Lo dirá la radio?
Nota épica: ¡Nací peatón!
Aída da cama… y ama cada día.
Satíricos:
¡Ay! Oí no me desea ese demonio ya.
Zapato… bota…, ¿paz?
No, Elsa iba sola, ¿Lo sabías, León?
Ella te dará detalle.
Mas imitar a pavo, no va para ti, mi Sam.
Musicales:
Así Mozart trazó misa.
Si era mal la nota, átona llamaréis.
La nota de oboe da tonal.
Seguimos en el bar. Navarrete tiene palíndromos de 32 palabras, incluso trabalenguas (a barro borra barro, borra barro borraba).
No nos olvidemos que también es pediatra y lleva el juego de los niños en la sangre, como esa transfiguración de la que hablaba Eléctides de Agrigento. Quizá por eso, fue llamado para integrar el Club Internacional de Palindromistas que se está constituyendo en España.
Y algo más para terminar. Navarrete, como el Oscuro de Edmundo Carter, también puede improvisar un palíndromo a parir de un apellido. El problema según él, está a medio camino entre la inspiración y las “afinidades electivas”.



Clarín, Cultura y Nación, Buenos Aires, jueves 24 de abril de 1986