31 de mayo de 2009

La Muerte y la Brújula

Jorge Luis Borges
A Mandie Molina Vedia
De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño –tan rigurosamente extraño, diremos– como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. En verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Este criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahúr.
El primer crimen ocurrió en el Hôtel du Nord –ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día tres de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el Tetrarca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de media noche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffeur del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El cuatro, a las 11 y 3 minutos a.m., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zeitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, la levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el problema.
–No hay que buscarle tres pies al gato –decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro–. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado por aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
–Posible, pero no interesante –respondió Lönnrot–. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado, interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
–No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este desconocido.
–No tan desconocido –corrigió Lönnrot– Aquí están sus obras completas. –Indicó en el placard una fila de altos volúmenes: una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Flood; una traducción literal de Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego se echó a reír.
–Soy un pobre cristiano –repuso–. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones judías.
–Quizá este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías- murmuró Lönnrot.
–Como el cristianismo –se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zeitung. Era miope, ateo y muy tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa:

La primera letra del Nombre ha sido articulada.

Lönnrot se abstuvo de sonreír. Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragrámaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia) su noveno atributo, la eternidad –es decir, el conocimiento inmediato– de todas las cosas que serán, que son y que han sido en el universo. La tradición enumera los noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto número al mágico temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre –el Nombre Absoluto.
De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische Zeitung. Este quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.
El segundo crimen ocurrió la noche del tres de enero, en el más desamparado y vacío de los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una antigua pinturería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas palabras con tiza. El gendarme las deletreó… Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se dirigieron a la remota escena del crimen. A la izquierda y a la derecha del automóvil, la ciudad se desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simón Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver.) Las palabras de tiza eran las siguientes:

La segunda letra del Nombre ha sido articulada.

El tercer crimen ocurrió la noche del tres de febrero. Poco antes de la una, el teléfono resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg) y que estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable, los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar aún la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval) Treviranus indagó que le había hablado desde Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon –esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias. Treviranus habló con el patrón. Este (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi arruinado por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la casa era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue en seguida a Liverpool House. El patrón le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado una pieza en los altos del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada. No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto; apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía una máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines; eran de reducida estatura y nadie pudo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en le escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yidish –él en voz baja, gutural, ellos con voces falsas, agudas– y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las pizarras de la recova.
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible, decía:

La última de las letras del Nombre ha sido articulada.

Examinó, después, la piecita de Gryphius-Ginzberg. Había en el suelo una brusca estrella de sangre; en los rincones, restos de cigarrillos de marca húngara; en un armario, un libro en latín –el Philologus hebraeograecus (1739) de Leusden– con varias notas manuscritas. Treviranus mirón con indignación e hizo buscar a Lönnrot. Éste, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario interrogaba a los contradictorios testigos del posible secuestro. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo:
–¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?
Erik Lönnrot sonrió y leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la disertación trigésima tercera del Philologus: Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis occasum diei sequentis. Esto quiere decir –agregó–: El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer.
El otro ensayó una ironía.
–¿Ese es el dato más valioso que usted ha recogido esta noche?
–No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico; Ernst Palast, en El Mártir, reprobó “las demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para eliminar tres judíos”; la Yidische Zeitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, “aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del triple misterio”; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de esos y acusó de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus.
Este recibió, la noche del 1° de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el tres de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el Hôtel du Nord eran “los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico”; el plano demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese argumento more geometrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot –indiscutible merecedor de tales locuras.
Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio, también… Sintió, de pronto que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió. Pronunció la palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al comisario. Le dijo:
–Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar muy tranquilos.
–Entonces ¿no planean un cuarto crimen?
–Precisamente porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos. –Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy. Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado –Red Scharlach– hubiera dado cualquier cosa por conocer esa clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la desechó… Virtualmente, había descifrado el problema; las meras circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios), apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en el triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega, El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien días.
El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. Era una de esas tardes desiertas que parecen amaneceres. El aire de la turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre.
Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo ante el portón infranqueable, metió la mano entre los barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió.
Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Un Hermes de dos caras proyectaba su sombra monstruosa. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó; bajo el nivel de la terraza vio una estrecha persiana.
La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sótano. Lönnrot, que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivinó que en el opuesto muro del sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.
Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por antecomedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán. Un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.
Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso.
Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo:
–Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Este, al fin, encontró su voz.
–Scharlach, ¿usted busca el Nombre Secreto?
Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una tristeza no menor que aquel odio.
–No –dijo Scharlach–. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó, e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo con una bala policial en el vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daba horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar de mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan monstruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús; me repetía la sentencia de los goím: Todos los caminos llevan a Roma.
De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los caminos, aunque fingieran ir al norte o al sur, iban realmente a Roma, que era también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo XVIII, una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería.
El primer término de la serie me fue dado por el azar. Yo había tramado con algunos colegas –entre ellos, Daniel Azevedo– el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos traicionó: se emborrachó con el dinero que le habíamos adelantado y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la mañana irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Este, acosado por el insomnio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras: La primera letra del Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue casi un movimiento reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar… A los diez días yo supe por la Yidische Zeitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky. Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto, habían llegado a cometer sacrificios humanos… Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.
Marcelo Yarmolinsky murió la noche del tres de diciembre; para el segundo “sacrificio” elegí la del tres de enero. Murió en el Norte; para el segundo “sacrificio” nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria. Merecía la muerte; era un impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer “crimen” se produjo el tres de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro. Gryphius-Ginzberg-Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenue barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el Norte, otros en el Este y en el Oeste, reclaman un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton –el nombre de Dios, JHVH– consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden; ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde una exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para traerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy.
Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot consideró por última vez el problema de las muertes simétricas y periódicas.
–En su laberinto sobran tres líneas –dijo por fin–. Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, a 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.
–Para la otra vez que lo mate –replicó Scharlach– le prometo ese laberinto, que consta de una sola recta y que es invisible, incesante.
Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.
De Artificios, 1942

30 de mayo de 2009



____Debieron atravesar parte del centro del laberinto. Allí una docena de casas formaban la Ciudad Antigua.
____–¿Por qué los Tenopos abandonaron este sitio? –preguntó Sebastián.
____–Lo abandonaron por que no eztaban lo zufizientemente integradoz con la naturaleza. Demaziadaz piedraz loz rodeaban. Ezo loz ahogaba. Un día de haze mileñoz iniziaron el ézodo.
____–Bueno, no se alejaron mucho –comentó Sebastián.
____–Zí, ez verdad –reconoció Zexerías– en realidad no querían alejarze, por que ezta ziudad tenía y tiene mucho valor para mi pueblo. Reprezenta loz orígenez.
____–¿Por qué no querés hablar del Ermitaño? –preguntó Sebastián.
____–Trataré de ezplicártelo. El laberinto, para laz nuevaz generazionez, dejó de tener la importanzia eztratégica de antaño. Dejó de utilizarze para defenza. Ahora ze lo uza para una ezpezie de rito de iniziazión. Loz jovenez lo recorren y aunque parezca ridículo el fundamento ez perderze. Cuanto máz ze tarde en encontrar el camino máz se aprenderá. Cada zendero equivocado conduze a una lezión y futura reflezión. Tú te perdizte y dizte con el Ermitaño pudizte haber tenido otra ezperienzia...
____–Pero, qué hace el Ermitaño allí? –preguntó el niño.
____–Él vive allí y reprezenta, entre muchaz cozaz, el pezizmizmo, el mal humor, la contradizión conztante, la burla agreziva. Zin duda que no ha zido de laz mejorez ezperienziaz que ze pueden recoger en el laberinto. Laz hay máz agradablez. De todaz formaz ez enriquezedora –dijo el Tenopo.
____–Y todo lo que dijo...
____–Puede zer verdad o no parte de lo que dijo. Yo no puedo dezidirlo. Lo diráz tú. Pero para ello nezezitaz pazarte unoz díaz en el laberinto y ver otraz cozaz...
____–¿Días?
____–Zí, nueztra iniziazión dura hazta una zemana y máz también. Noz llevamoz comida y agua –dijo Zexerías.
____–Y si te perdés –sugirió el niño.
____–Ziempre, y ez la última enzeñanza que ze recoge, ze encuentra una zalida –dijo el Tenopo sonriendo a un Sebastián aún confuso. El interminable pasillo del laberinto desembocó a un lugar abierto. Estaba lleno de Tenopos sentados delante de un gran árbol ubicado en la cima de una loma. A un lado del árbol un Tenopo murmuraba una plegaria.
____–Llegamoz tarde –anunció Zexerías.
____–Lo siento mucho –dijo Sebastián.
____–No ez nada. No te apenez. De todaz maneraz tendremoz que ezperar aquí zentadoz a que la Vieja Enzina hable –tranquilizó el Tenopo.
____–¿Qué hable? –preguntó Sebastián pensando en el Ombú de la Aldea.
____–Zí, ez nueztro Oráculo. La voz de Zez entre nozotroz. El Druida, el Tenopo que eztá allí junto al árbol, le ha preguntado por la zuerte de nueztra empreza –comentó Zexerías.
____Todos esperaban la respuesta del Oráculo. Sebastián y Zexerías se sentaron con el grupo. El Druida se alejó unos pasos sin bajar la loma. Miraba al árbol con insistencia.
____–¿Qué sucede si no contesta? –preguntó Sebastián.
____–Pueden ocurrir cozaz terriblez, mejor no penzarlo. La última vez que no conteztó Prorena tomó por la fuerza el poder de la Aldea –informó el Tenopo. La Voz de la Vieja Encina era esperada por todos en un profundo silencio. El Druida, que se había purificado con dos días de ayuno, repitió la pregunta siguiendo determinadas fórmulas. No era buen indicio que le reiterara la petición. Se le preguntó no sólo si la empresa iba a tener buen fin sino la eventualidad de cambiar algún procedimiento del plan. Cabía la posibilidad de algún error en la organización del rescate. El Druida le pidió que se expidiera al respecto. Una vez más esperaron. Algunos Tenopos se movían incómodos en sus lugares murmurando entre ellos. El Druida debió llamarles la atención y pedirles silencio.
____–¿Por qué no le piden a Zex de manera directa? –preguntó Sebastián en voz baja.
____–Por que Zez, el Hazedor, pidió que noz dirijamoz a él a travéz de zu obra. Por ezo no hay temploz en zu honor ni riquezas que ze acumulen en zus altarez. Toda la naturaleza ez zu templo y lo único que pide como tributo ez que zepamos correzponderla con zabiduría y devozión.
____La Vieja Encina empezó a susurrar y a mover sus millares de hojas. Lentamente el color natural del árbol fue mudando. De su verde conocido comenzó a virar al azul. La algarabía fue general cuando se mantuvo en ese color. La Vieja Encina respondía que la empresa iba a ser victoriosa. La confianza regresó a todos los corazones angustiados. Sebastián saltaba de felicidad abrazando a Zexerías. Las hojas de la Encina mantenían el color azul pero un imprevisto vino a enturbiar esa alegría. Una explosión de dimensiones jamás oídas en el Bosque se propagó por toda Tenopián. Al principio los enmudeció después advirtieron con terror que la Encina empalidecía, mudaba a otro color. El Druida alzó los brazos y recitó unas fórmulas para evitar la ira del Oráculo.
____–Yo sé de dónde viene esa explosión –le dijo por lo bajo a Zexerías.
____–¿De dónde? –preguntó el Tenopo.
____–Vamos. Es en el puesto de campaña. Puede haber alguien lastimado.
____Salieron a toda prisa entre el alboroto de los Tenopos.
____–¿Es posible la ofensa del Oráculo? –preguntó Sebastián.
____–Ez pozible. Pero temo algo peor. Puede zer que la Enzina vea perjudizial para nueztro plan el uzo de eza fuerza –dijo Zexerías.
____–Puede cambiar de opinión tan pronto –dijo Sebastián.
____–No creo. Ya ze ezpidió a favor de nueztro ézito. Pero tendremoz prezente ezta advertenzia. Hay que dizcutir cada elemento a utilizar. Loz humanoz tienden a abuzarze de loz recurzoz que eztán a zu alcanze –opinó Zexerías. El trayecto fue mucho más corto y directo del que usaron a la ida. Había conmoción en el puesto de campaña. La explosión era de una magnitud fuera de lo previsto. Iban llegando Tenopos desde el Oráculo. Todos esperaban al Patriarca. Seguramente reprendería a los humanos por su descuido.
____–¿Qué pasó? –preguntó Sebastián.
____–El retardante que incorporamos en la fórmula ha sido todo un éxito –dijo el Alquimista.
____–Pero aumenta la intensidad de la explosión a niveles sorprendentes –informó el Hacedor. ____Nadie estaba preocupado, por el contrario, estaban eufóricos por la conquista lograda en el proyecto.
____–¡Vamos a poder hacer mucho ruido! –dijo el Encantador atraído también por la detonación. Abrazó al Hacedor por el tiempo que no se veían.
____–Sabía que podías ver el Bosque –le dijo.
____–Estoy seguro que ésta se la ganamos a Prorena –dijo el Hacedor.
____–¡Pero no con esos métodos! – dijo el Patriarca muy enfadado.
____–Todo método es útil para ganarle una partida al enemigo –dijo el Encantador.
____–No se trata de un juego de ajedrez, Encantador. Estos elementos destructivos atentan contra nuestra ética –afirmó Zexariel.
____Zexariel, tu eres un científico como yo –dijo el Alquimista– y las Verdades–Falsas son producto de una investigación...
____–La importancia de estos explosivos –sostuvo el Hacedor– no es sólo el estruendo que puedan generar. Lo que se hace explotar es una de las tantas mentiras arraigadas entre la gente. Es decir a medida que exploten estas piedras se irán confundiendo las mentes de los espectadores. Creemos que comenzarán a dudar de Prorena.
____–La duda los mantendrá quietos, los inmovilizará –dijo Lethien– y por un momento no tomarán partido en contra nuestra. Serán víctimas de un gran desconcierto que nos facilitará la huida.
____–Esa es nuestra teoría, Patriarca, podemos equivocarnos. Es mucho más profundo que el furibundo estampido que escucharon. Va a atacar a la convicción misma de toda la gente que concurra hoy a las Arenas del Reñidero Municipal –dijo el Alquimista.
____–Todos conocemos tus investigaciones y estamos sorprendidos –dijo Zexerón y pensando en lo dicho por los Amigos del Bosque–. Desengañar a la gente. Me parece buena idea. Si podemos generar la mínima duda en ellos sería el principio del fin del enemigo.
____–Hemos seleccionado las Verdades–Falsas que consideramos claves –dijo el Hacedor– Ahora a trabajar que falta mucho todavía.
____Zexariel con su equipo continuaron la labor interrumpida. Sebastián y Zexerías fueron a ver al Vendedor de Sonidos que seguía abocado a su tarea.
____–¿Cómo va tu trabajo? –le preguntaron.
____–Bien, si se puede decir bien con aquellos dos bárbaros. Lanzaron esa piedra y casi me matan del susto –protestó el Vendedor de Sonidos.
____–¿Y tuz zonidoz? –preguntó Zexerías sabiendo de su arte y cuya fama llegaba hasta Tenopián.
____–¿Sonidos? Ruidos serán. Tuve que adaptarme a estas circunstancias, dejar a un lado mis sutilezas y multiplicar la intensidad de cada sonido. Debí fabricar cajas más grandes de vidrio grueso. El sonido dura más tiempo pero sólo una vez puede ejecutarse...
____–Quiere decir que abrís la tapa y podés escucharlo una sola vez –entendió Sebastián.
____–Así es. Mucho más amplificado. Si quiero repetir un sonido tengo que hacer muchos de ellos –concluyó el Vendedor con resignación. Le ofrecieron ayuda pero éste se negó. Fueron donde estaban los dos grupos, el humano y el tenopo, y realizaron tareas varias. Zexerías no pudo evitar tener que juntar ramitas para el fuego de los dos calderos. Lo hizo protestando mientras que el loro Cristóbal, entre las hojas de un olivo centenario, se reía a más no poder.






© Gustavo Prego


Rosaura a las diez 2

Investigando la novela policial

El hecho característico de una novela policial es que alguien ha cometido un crimen y otro u otros deben descubrir al asesino. Si bien puede haber un solo narrador, se hace imprescindible que el mismo ceda la palabra a los personajes implicados. De este modo se puede acceder a la información necesaria para la solución del enigma; el lector, a medida que avanza la narración, va disponiendo de todos los datos que debiera relacionar. La habilidad del autor consiste en presentar algunos datos ambiguos o sumar versiones contradictorias de distintos personajes para dificultar la solución del enigma.
El relato policial suele mostrar el lado oscuro, oculto de las pasiones, deseos, sentimientos, pero en términos generales el investigador no plantea juicios moralizantes.
El investigador no tiene que funcionar necesariamente como un héroe ni el asesino como un antihéroe. El género policial parte de una convención básica: alguien mata y alguien debe descubrirlo. Son funciones.
Suelen aparecer fragmentos narrativos sobre hechos anteriores que explican la conducta de los personajes: situaciones personales que han llevado al adulterio, al engaño, a la ayuda cómplice. Estos retrocesos narrativos pueden ayudar a aclarar el crimen.
La estructura varía, pero en términos generales concluye en forma cerrada porque finaliza con el descubrimiento del asesino. Puede suceder que en el final de una novela policial el detective explique qué indicios, qué razonamientos lo llevaron al descubrimiento. En algunos casos se reconoce al asesino desde el comienzo pero no se sabe qué móviles lo empujaron al crimen o en qué circunstancias lo cometió: es la tarea del detective aclararlo.
Personajes, objetos, palabras, ruidos, funcionan como indicios. Sin estos indicios interpretados por alguien, el crimen no se descubriría. Por eso creemos que la presencia de los mismos es una de las características fundamentales de la novela policial.
El indicio funciona como indicador; es un objeto, una palabra, un silencio, un olvido, un ruido, un fenómeno que informa sobre otro fenómeno o sobre alguno de sus aspectos esenciales. Por ejemplo, las huellas digitales en un arma son indicios de que alguien la ha tomado; si una ventana está entornada es que alguien la ha abierto. Todo parece tener una consecuencia posible de ser explicada, aún la falta de acción; así puede suceder, por ejemplo, cuando un perro no ladra en la oscuridad.
El significado del indicio consiste, entonces, en la indicación de la existencia de otro objeto, fenómeno o acontecimiento reconocido por alguien, En una novela policial el investigador debe ser capaz de captar los indicios que los sospechosos van dejando en su conversación, en sus actitudes, en algún objeto.
Este tipo de relato genera una atracción especial porque implica un desafío al rigor deductivo del lector, lo obliga a formarse juicios, satisface su posible necesidad de restaurar un orden y, además, lo entretiene.
Una atracción similar parece provocar en los escritores, muchos de los cuales no resistieron la tentación de crear algún relato policial, a veces firmado con seudónimo; esta actitud permite suponer que lo consideran como un género de menor valor. Sin embargo, otros autores de gran talento literario como Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares no sólo escribieron relatos policiales sino que también dirigieron la publicación de una colección, “El Séptimo Círculo”, consagrada a este género. Más recientemente, Ricardo Piglia –también él autor de policiales– inició la “Serie Negra”, otra colección prestigiosa.

Un apretado rompecabezas

Si bien podemos incluir a Rosaura a las diez dentro del género de novela policial, no hay en ella violencia ni una tensión creciente hacia el desenlace. Hay sí suspenso porque los diferentes relatos de los personajes crean visiones que coinciden en algunos puntos y que en otros se diferencian. También los indicios han sido dejados en varias partes de la novela para que un lector suspicaz los vaya interpretando:
  • Las torpezas de Elsa Gatica son indicios de que algo le está pasando.
  • Las hijas de Milagros sospechan de Rosaura a partir de algunos indicios en su ropa:
    “Tenía una media corrida”, “Y los zapatos llenos de polvo”. Estas indicaciones que para las hijas de la señora Milagros tienen un significado especial no son aceptados por la madre, que crea otra versión a partir de otro indicio: “Tiene los brazos llenos de cardenales”. Las hijas de Milagros también sospechan de las cartas, que les parecen de “estilo viejo”.
  • Las cartas de Rosaura: funcionan como falsos indicios que la señora Milagros, sin embargo, cree como verdaderos. El tipo de letra, el olor especial a violetas pareciera indicar que fueron escritas por una mujer.

Sin embargo, en algunos tramos de la narración, más que la intriga por saber si Camilo mató o no a Rosaura, se plantea un interrogante alrededor de la verdadera personalidad de estos dos personajes. A pesar de la agresión hacia Camilo y de que hay un crimen de por medio, no es una novela violenta.
Su estructura exterior, basada en diferentes narraciones, está inspirada en La piedra lunar, de Wilkie Collins, según lo ha admitido el mismo autor de Rosaura a las diez, Las distintas versiones permiten diferentes enfoques de los hechos y parece oportuno recordar una frase del mismo Marco Denevi: “Creo que lo que llamamos realidad es un hojaldre de realidades, creo que toda supuesta ‘verdad’ es un poliedro de tantas caras cuantos ojos la miran”.
Volviendo a Rosaura a las diez, está dividida exteriormente en cinco partes, cada una a cargo de un personaje: tres declaraciones, una conversación y una carta final, inconclusa.
La declaración inicial de la señora Milagros parece agotar todos los detalles necesarios para conocer la historia de Camilo y Rosaura, como también la descripción de los personajes de la pensión. La abundancia de detalles que desparrama esa mujer cuando habla hace creíble su historia. Además, ella hasta reproduce fragmentos de las cartas. Se da cuenta de que puede resultar sospechoso el hecho de que se acuerde tan fielmente, por eso se encarga de aclarar que “gracias a mi memoria, señor, puedo repetirle todas estas vueltas y revueltas de su diálogo”.
Sin embargo, dentro de su misma declaración aparecen las sospechas de sus hijas, de Réguel, el “husmear” permanente de Eufrasia.
Las otras declaraciones –la de Réguel y la de Eufrasia– focalizan otros aspectos de la historia y acercan otros juicios acerca de los habitantes de la pensión y de Rosaura.
Estos tres personajes funcionan como narradores que cuentan su propia versión, aunque en algunos casos incluyen las palabras de otro (por ejemplo en la declaración de Réguel: “–Dígame Rosaura, dígaselo a un amigo: ¿usted quiere, en verdad, a Camilo Canegato?” Se agitó sobre la silla toda inquieta. “–Dejemos eso” murmuró. “Hablemos de otra cosa”. Me quedé callado.”)
La conversación del tercer capítulo tiene un tono más “informal”, aunque el investigador aprovecha para obtener datos, sobre todo de la personalidad de Camilo.
Y la carta preferimos dejarla sin comentar porque descubre al asesino.
Si bien algunas acciones transcurren fuera de la “hospedería” (el taller de Camilo, la casa del viudo “enlutado”, el departamento de Iris), las declaraciones se centran en un solo espacio.
Con respecto al tiempo se marcan dos instancias: una, a partir de la llegada de Camilo a la pensión (doce años antes); y otra, a partir de la primera carta de Rosaura (seis meses).
La declaración de Milagros mezcla la historia central de la novela con reflexiones acerca de su vida; y de los otros (“Así que aparentaban no ver nada ni saber nada del dolor de Camilo, no obstante que él, con su cara mustia, lo ponía bien al tope. Sí, señor. Aquella actitud de mis huéspedes me hizo reflexionar largamente”). El mundo de “afuera” se opone en su discurso permanentemente a su “honrada casa”. La declaración de Réguel apunta a destruir a Camilo, a criticar duramente a Milagros y a rescatar a Rosaura, mientras que la de Eufrasia está impregnada de un olímpico desprecio hacia el género humano en general, excluida ella.
La conversación con Camilo tiene otro estilo, el investigador interviene con preguntas, que no se dan en los casos anteriores, pero también Camilo empieza a interrogarse sobre el sentido de su propia vida.
No hay opiniones del investigador que orienten sobre quién puede ser el asesino.
La carta, que es otra narración, está dirigida a alguien que no ha aparecido hasta ese momento en escena y aclara aspectos de la vida anterior de Rosaura: hay allí un retroceso temporal.
La única que permanece muda y es, sin embargo, la que ayuda a descubrir al asesino es Elsa Gatica.
Camilo es un “hombrecito” (así lo llama reiteradamente Milagros); otra es la versión de Réguel: ¿falsificador?; ¿soñador, como declara Camilo? ¿O soñar es falsificar?
Desde la primera versión de la señora Milagros sobre Camilo hasta las sucesivas, este personaje muestra distintas facetas. Lo que parece inmutable es su incapacidad para resolver situaciones: una vez planteada la primera carta se deja arrastrar por los acontecimientos. Es también de hábitos esquemáticos y no ve la realidad o parte de ella: no se da cuenta de que, por ejemplo, hay algún otro personaje femenino que lo ha estado amando.
Rosaura es una impostora que aprovecha la situación que se le presenta. El porqué está explicado en la novela.
Todos los personajes son importantes en la medida en que agregan detalles a la historia. En algunos casos estos detalles no contribuyen a la aclaración del crimen; al contrario, distraen; otros sí ayudan a dilucidar el enigma. Los que no actúan como declarantes (las hijas de Milagros, los otros pensionistas), actúan como observadores críticos descubriendo indicios.


Hablando se conoce a la gente

En el prólogo a su novela Un pequeño café, Marco Denevi advierte “Al lector”:

“Gente muy sesuda me ha reprochado que esta narración en primera persona esté escrita en un lenguaje nada coloquial, en un estilo desvergonzadamente literario. ¡Esos adjetivos tan cuidados!, me han dicho. ¡Esas frases tan pulidas!
¿Quién habla así? Pude contestarles: ¿Quién habla como los personajes de Shakespeare o de Brecht? Prefiero aclarar que esto no es una versión taquigráfica del monólogo verbal de nadie. No me he propuesto hacerle creer al lector que transcribo, tomándolos de una grabación magnetofónica, los giros empleados por alguien que habla. Este texto es un texto escrito, y escrito por mí, como La caída es un libro escrito por Camus y no la atropellada conversación del protagonista. Méritos literarios aparte, la primera persona me sirve, como a Camus, de modulación de relato. Empleo la palabra modulación con el sentido que se le da en música. La primera persona es el tono que, me parece, le conviene a Un pequeño café. El lector, que no es sesudo, me comprenderá”.

Sin embargo, en un discurso se pueden distinguir variedades de lengua que se determinan a partir de diferentes hechos: origen geográfico, condición social, edad del sujeto. A esto es necesario agregar modalidades expresivas peculiares de cada personaje que son creaciones del autor y que contribuyen a caracterizarlos.
En Milagros se evidencia su origen español por expresiones tales como: “Hala, tire todos esos frascos a la basura”, “…un jaleo que ni entre gitanos”; su nivel social en reflexiones como: “Mire usted, como si porque usted le eche píldoras al estómago, el cerebro va a darse por enterado”, en expresiones como: “cagatintas”, “pintorreas”, en la ignorancia de ciertos nombres: “Guaguá, Sensén, Renuá”. Lo más llamativo de la lengua de la señora Milagros son ciertas modalidades expresivas:

  • refranes: “comerle el grano y alborotarle el gallinero”
  • dichos: “como dicen, quien más mira, menos ve”
  • vocablos despectivos: “mequetrefe”, “ricachones”, “pobrete”
  • comparaciones: “aquella serpiente tiene más recursos que un mago de feria.”

Otros personajes dan muestras de modalidades expresivas también peculiares; tal es el caso de Réguel, que en su declaración deja bien en claro la cantidad y la variedad de información que maneja. Tan abrumadoras son las citas de otras lenguas, las palabras cultas (“Un acto, aunque aisladamente considerado parezca arbitrario, ilógico, paradojal, en rigor es lo que tiene que ser dentro de la cadena de la causación universal.”), los autores mencionados, que todo su discurso termina convirtiéndose en un modelo de pedantería y soberbia. Ya no parece un intelectual sino que sus rasgos cultos constituyen un todo ridículo, una parodia de un intelectual. Junto a este nivel de exasperante cultura Réguel apela a modismos coloquiales que producen una ruptura en ese discurso: “Macanas”, “…madre mandona”, o se equivoca en el trato que debe darle al investigador: “Yo, querido, este, discúlpeme, yo, señor…”
Eufrasia por su lenguaje, se muestra como una persona “con estudios”, aunque también cae en el ridículo por el uso exagerado de expresiones cultas: “…a la delectación amorosa le sucedió una ostensible y vengativa negligencia, y la generosidad distributiva una cicatería de carcelero.”; de tecnicismos como: “monosílabos holofrásticos”, “espejo retroscópico”; de algunas palabras como “nefando”, “ominosa”. También en este caso el personaje aparece ridiculizado y se convierte en una parodia de una docente anacrónica. En cuanto a términos que indican la edad del personaje se puede citar, por ejemplo: “moza provinciana”.
En Camilo la lengua se estandariza. Si bien hay fragmentos que muestran el dominio del personaje en pintura, música, literatura, el lenguaje se acerca más al conversacional. Su lenguaje es elaborado pero accesible, y en este aspecto no aparece ridiculizado.
Como contrapartida de los ejemplos anteriores Rosaura muestra un origen humilde y la escritura de la carta, llena de faltas de ortografía, la diferencia del resto. También aparecen palabras de la jerga delictiva (“argot”): “gayola”, “cotorro”, “cafisios”. El autor la presenta con “sexto grado aprobado”, un dato desalentador acerca de lo que pueden significar seis años de escolaridad.
Las convenciones rígidas del encabezamiento y algunos pasajes de la carta (“…tomo la pluma…”, “…me aprecie la generosidad…”) permiten comprobar, también, las limitaciones expresivas del personaje, entre ellas la escasez de vocabulario.


Yo declaro, tú conversas, ella escribe

En “Un apretado rompecabezas” se ha visto que tres declaraciones, una conversación y una carta constituyen la estructura de esta novela, a partir de la cual distinto personajes dan diferentes versiones hechos alrededor de Camilo y de Rosaura, y del crimen cometido. Cada una de estas formas gira alrededor de un tema principal que es el asesinato, pero también incluyen otros aspectos de la vida de los habitantes de la pensión.
Todo texto escrito, toda manifestación hablada es una organización de formas del lenguaje que va asociando distintas significaciones, y que se produce en una situación comunicativa determinada: constituyen discursos. En este caso, todos ellos se generan a partir de un mismo hecho, pero no tienen las mismas características.
Las declaraciones de Milagros, Réguel y Eufrasia se hacen frente a un investigador; es decir, frente a una autoridad que necesita dilucidar un hecho delictivo. En los casos de Milagros y Réguel, la declaración parece ser obligada; no así en la de Eufrasia, ya que el título del capítulo aclara: “Extracto de la declaración espontánea…”
Obviamente para que el investigador conozca detalles es necesario que la declaración contenga elementos informativos: algunos serán importantes, otros serán desechados. De la habilidad del investigador dependerá seleccionarlos. También alguien puede armar una declaración, en apariencia verdadera o que se tome como tal, pero que en realidad se base en elementos falsos.
En el caso de Rosaura a las diez, las declaraciones tienen modalidades expresivas diferentes (ya lo hemos visto en “Hablando se conoce a la gente”) pero nos interesa detenernos un poco en el caso de Réguel porque presenta características muy específicas. Por ejemplo, Réguel tiene un especial interés en demostrar que lo que “posiblemente” (porque el no la conoce) contenga la declaración de la Sra. Milagros es parcial o totalmente falso. Pero además muestra un especial interés en acusar duramente a Camilo y en salvar la figura de Rosaura. Para criticar a Camilo no ahorra recursos:

  • contradice un discurso anterior
  • apunta a un blanco (“A Camilo Canegato lo ha rodeado un biombo, un biombo de simulación, de mimetismo, pero yo le quitaré para ustedes esa pantalla y ustedes lo verán tal cual es.”)
  • descalifica agresivamente (“Cómo, ¿ese infeliz que no levanta medio palmo del suelo, que nunca dijo esa boca es mía, y ahora?” o “Pero yo sé que a un resentido por minusvalías orgánicas, no hay nada que lo cure como no sea darle otra cara, o aumentarle en treinta centímetros la estatura, o vaciarle las venas y volver a llenárselas con otra sangre.”)
  • exagera y deforma los hechos (“Pero le repito que la reserva de Rosaura, no sé, tenía una dulzura, parecía el silencio melancólico del convaleciente, la tristeza del prisionero o del rehén.”)
  • muestra la subjetividad del emisor (“Bueno ¿que decía? Ah, que yo soy el hombre que ha llegado a la verdad.”)

Estas características dan a la declaración de Réguel el carácter de polémico. (Cuando se lea con atención este capítulo se podrán descubrir muchos más ejemplos que los citados).
El encuentro de Camilo con el investigador tiene, como ya se ha visto, un tono más informal. Este diálogo puede incluirse dentro de un tipo discursivo: la conversación, sujeto también a ciertas reglas y a convenciones sociales:

  • hay fórmulas de saludo al llegar y al retirarse
  • los participantes hablan en forma alternada: “turnos”. Puede ocurrir que los turnos se organicen en pares de intervenciones: pedido/contestación; pregunta/respuesta (Ej: “–¿Usted usa ácidos?
    –Ácidos, barnices, tintas, solventes…”)

Puede suceder que los turnos no se respeten en una conversación cotidiana, pero no se da en este caso, donde son sólo dos los que hablan y además motivados por un hecho especial. Una conversación no es solamente una suma de interrelaciones; a veces los personajes pueden detenerse y contar aspectos de su vida, abarcar temas que constituyen un fragmento narrativo. Es frecuente que en una conversación no se hable de un solo tema. Ejemplos de estos dos últimos aspectos se pueden encontrar en el capítulo “Conversación con el asesino”.
La carta es otro tipo discursivo, que al mismo tiempo que parece sujeto a ciertas convenciones (fecha, encabezamiento, firma) muestra la imagen de quien la escribe aún cuando no hable de sí mismo.
Una carta significa una materialidad: un determinado sobre o papel, un color, un tamaño, un modo de distribuir la escritura. Además de esta materialidad que se ofrece a la primera mirada, una carta está constituida por enunciados dirigidos a alguien; es una forma de comunicación, en la que el emisor y el receptor están en espacios y tiempos diferentes.
Los enunciados que integran una carta pueden estar orientados a la transmisión de diferentes tipos de información. Pero también pueden hallarse enunciados de carácter reflexivo.
Hay cartas rígidas, protocolares, que mantienen un esquema casi inmutable. Opuestas a ellas están las cartas familiares o amistosas. A veces estas cartas familiares se incorporan a géneros discursivos más complejos como el cuento o la novela. Cumplen distintas funciones con relación a los personajes y en algunos casos constituyen una forma de hacer avanzar la acción o de descifrar enigmas. ¿Qué función tiene la carta inconclusa que cierra la novela? Suspenso.

Prof. Herminia Petruzzi, Prof. María Carlota Silvestre y Prof. Elida Ruiz, Introducción, notas y propuesta de trabajo en Rosaura a la diez de Marco Denevi, Buenos Aires, Ediciones Colihue, 1994.

Algunas peculiaridades de los ojos

Philip K. Dick

Descubrí por puro accidente que la Tierra había sido invadida por una forma de vida procedente de otro planeta. Sin embargo, aún no he hecho nada al respecto; no se me ocurre qué. Escribí al gobierno, y en respuesta me enviaron un folleto sobre la reparación y mantenimiento de las casas de madera. En cualquier caso, es de conocimiento general; no soy el primero que lo ha descubierto. Hasta es posible que la situación esté controlada.
Estaba sentado en mi butaca, pasando las páginas de un libro de bolsillo que alguien había olvidado en el autobús, cuando topé con la referencia que me puso en la pista. Por un momento, no reaccioné. Tardé un rato en comprender su importancia. Cuando la asimilé, me pareció extraño que no hubiera reparado en ella de inmediato.
Era una clara referencia a una especie no humana, extraterrestre, de increíbles características. Una especie, me apresuro a señalar, que adopta el aspecto de seres humanos normales. Sin embargo, las siguientes observaciones del autor no tardaron en desenmascarar su auténtica naturaleza. Comprendí en seguida que el autor lo sabía todo. Lo sabía todo, pero se lo tomaba con extraordinaria tranquilidad. La frase (aún tiemblo al recordarla) decía:
...sus ojos pasearon lentamente por la habitación.
Vagos escalofríos me asaltaron. Intenté imaginarme los ojos. ¿Rodaban como monedas? El fragmento indicaba que no; daba la impresión que se movían por el aire, no sobre la superficie. En apariencia, con cierta rapidez. Ningún personaje del relato se mostraba sorprendido. Eso es lo que más me intrigó. Ni la menor señal de estupor ante algo tan atroz. Después, los detalles se ampliaban.
...sus ojos se movieron de una persona a otra.
Lacónico, pero definitivo. Los ojos se habían separado del cuerpo y tenían autonomía propia. Mi corazón latió con violencia y me quedé sin aliento. Había descubierto por casualidad la mención a una raza desconocida. Extraterrestre, desde luego. No obstante, todo resultaba perfectamente natural a los personajes del libro, lo cual sugería que pertenecían a la misma especie.
¿Y el autor? Una sospecha empezó a formarse en mi mente. El autor se lo tomaba con demasiada tranquilidad. Era evidente que lo consideraba de lo más normal. En ningún momento intentaba ocultar lo que sabía. El relato proseguía:
...a continuación, sus ojos acariciaron a Julia.
Julia, por ser una dama, tuvo el mínimo decoro de experimentar indignación. La descripción revelaba que enrojecía y arqueaba las cejas en señal de irritación. Suspiré aliviado. No todos eran extraterrestres. La narración continuaba:
...sus ojos, con toda parsimonia, examinaron cada centímetro de la joven.
¡Santo Dios! En este punto, por suerte, la chica daba media vuelta y se largaba, poniendo fin a la situación. Me recliné en la butaca, horrorizado. Mi esposa y mi familia me miraron, asombrados.
—¿Qué pasa, querido? —preguntó mi mujer.
No podía decírselo. Revelaciones como ésta serían demasiado para una persona corriente. Debía guardar el secreto.
—Nada —respondí, con voz estrangulada.
Me levanté, cerré el libro de golpe y salí de la sala a toda prisa.

Seguí leyendo en el garaje. Había más. Leí el siguiente párrafo, temblando de pies a cabeza:
...su brazo rodeó a Julia. Al instante, ella pidió que se lo quitara, cosa a la que él accedió de inmediato, sonriente.
No consta qué fue del brazo después que el tipo se lo quitara. Quizá se quedó apoyado en la pared, o lo tiró a la basura. Da igual en cualquier caso, el significado era diáfano.
Era una raza de seres capaces de quitarse partes de su anatomía a voluntad. Ojos, brazos..., y tal vez más. Sin pestañear. En este punto, mis conocimientos de biología me resultaron muy útiles. Era obvio que se trataba de seres simples, unicelulares, una especie de seres primitivos compuestos por una sola célula. Seres no más desarrollados que una estrella de mar. Estos animalitos pueden hacer lo mismo.
Seguí con mi lectura. Y entonces topé con esta increíble revelación, expuesta con toda frialdad por el autor, sin que su mano temblara lo más mínimo:
...nos dividimos ante el cine. Una parte entró, y la otra se dirigió al restaurante para cenar.
Fisión binaria, sin duda. Se dividían por la mitad y formaban dos entidades. Existía la posibilidad que las partes inferiores fueran al restaurante, pues estaba más lejos, y las superiores al cine. Continué leyendo, con manos temblorosas. Había descubierto algo importante. Mi mente vaciló cuando leí este párrafo:
...temo que no hay duda. El pobre Bibney ha vuelto a perder la cabeza.
Al cual seguía:
...y Bob dice que no tiene entrañas.
Pero Bibney se las ingeniaba tan bien como el siguiente personaje. Éste, no obstante, era igual de extraño. No tarda en ser descrito como:
...carente por completo de cerebro.

El siguiente párrafo despejaba toda duda. Julia, que hasta el momento me había parecido una persona normal se revela también como una forma de vida extraterrestre, similar al resto:
...con toda deliberación, Julia había entregado su corazón al joven.
No descubrí a qué fin había sido destinado el órgano, pero daba igual. Resultaba evidente que Julia se había decidido a vivir a su manera habitual, como los demás personajes del libro. Sin corazón, brazos, ojos, cerebro, vísceras, dividiéndose en dos cuando la situación lo requería. Sin escrúpulos.
...a continuación le dio la mano.
Me horroricé. El muy canalla no se conformaba con su corazón, también se quedaba con su mano. Me estremezco al pensar en lo que habrá hecho con ambos, a estas alturas.
...tomó su brazo.
Sin reparo ni consideración, había pasado a la acción y procedía a desmembrarla sin más. Rojo como un tomate, cerré el libro y me levanté, pero no a tiempo de soslayar la última referencia a esos fragmentos de anatomía tan despreocupados, cuyos viajes me habían puesto en la pista desde un principio:
...sus ojos le siguieron por la carretera y mientras cruzaba el prado.
Salí como un rayo del garaje y me metí en la bien caldeada casa, como si aquellas detestables cosas me persiguieran. Mi mujer y mis hijos jugaban al monopolio en la cocina. Me uní a la partida y jugué con frenético entusiasmo. Me sentía febril y los dientes me castañeteaban.
Ya había tenido bastante. No quiero saber nada más de eso. Que vengan. Que invadan la Tierra. No quiero mezclarme en ese asunto.
No tengo estómago para esas cosas.
De El Padre-Cosa, 1954
Título original: "The eyes have it" 1953 - (Otra traducción de este título: "Los ojos tienen la precisa")

25 de mayo de 2009

Nunca es posible regresar a nada

Héctor Tizón

La última de sus visitas había ocurrido quizá cuatro años atrás. Aunque para alguien como él, que había pasado largos años encerrado, el tiempo era distinto –pesado, lento, denso y distinto–, aun así recién ahora –que en verdad lo pensaba– sentía que había transcurrido, desde entonces, mucho más que la mera suma de meses y de años. En aquel momento le había vuelto a decir –lo quiso decir por última vez– que no volviera más; que nada valía la pena, que él ya era otro y que ella también era y sería distinta a medida que el tiempo pasaba.
Estaban esa mañana de un domingo sentados frente a frente, aunque separados por la tela metálica y la discretamente alerta mirada de los guardianes. Las pocas palabras que ambos se dijeron fueron en voz baja, en un tono que pretendía ser objetivo y neutral, pero cohibido por un sentimiento que tal vez simulaba o disfrazaba de indiferencia y quedaba en algo semejante al vacío. En esa última visita había otras gentes, no lejos, en la misma situación, que también hablaban con voz aplacada, aunque de vez en cuando reían. Hacía calor, lo recordaba porque volvía a escuchar el seco, amortiguado, suave golpe de las aspas de los grandes ventiladores que pendían del techo de aquella sala de recibo en el penal. Luego sonó un timbre y él se levantó. "Es el primero", dijo ella. Y él dijo que sí, que era el primero –faltaban dos más–, pero que era mejor así y que era inútil esperar los otros dos. Ya estaba de pie cuando lo dijo. Ahora recordaba la clara mirada de sus ojos, velados por la desdicha.
Ella después escribió tres o cuatro cartas, que le entregaron abiertas, como siempre, y que sin leerlas rompió y echó a la basura.
Después, empleando varios sistemas impuestos por la voluntad y la disciplina, la expulsó de sus recuerdos. Y, cuando al cabo de un largo y esforzado tiempo, cuando ya estaba seguro de no tener nada ni a nadie, tuvo un sueño, y en el sueño la volvió a ver, casi simultáneamente le notificaron que había sido indultado por el gobernador. En el sueño estaba ella como la había conocido, su imagen, la mirada de sus ojos, su indumentaria y su voz que le hablaba sin que sus labios se movieran, como ocurre en los sueños; y ya no pudo apartarla de sí durante los días y las noches, hasta que el pesado portal del cautiverio se abrió y él estuvo luego de todos aquellos años en la calle. Era la víspera de Navidad.
A bordo del ómnibus que lo llevaba al centro de la ciudad, iba redescubriendo el paisaje, que era el de siempre; los edificios, algunos iguales a sí mismos y los automóviles tan distintos, veloces y asombrosamente numerosos en comparación con los que hacía mucho tiempo había dejado de ver. El sol se ponía. Nadie puede atrapar la temblorosa belleza de un atardecer, pensó. Por la radio se escuchaban villancicos una y otra vez.
Era ya de noche cuando cobró el valor necesario y comenzó a caminar hacia la casa, en cuyo frente un arbolito lucía adornos de luces encendidas; aquella misma casa adonde, casi al mismo tiempo llegaba otro, que no era él, y con quien ella, que seguramente ya esperaba en la puerta, estuvo largo momento abrazada, como si extrañamente hubiese presentido alguna sombra ajena.
Después, definitivamente, los arbustos de enfrente lo ocultaron.
De Cuentos Completos (2006)

19 de mayo de 2009

¿A qué podemos llamar “cuento”?

El breve relato que sigue pertenece a una de las primeras colecciones de narraciones tradicionales que fueron compiladas por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm y publicadas en Alemania a comienzos del siglo XIX.

La llave de oro

En un crudo día de invierno, cuando los campos estaban cubiertos por una espesa capa de nieve, tuvo que salir en su trineo un pobre niño a buscar leña. Después de recogerla y cargarla, sintió mucho frío y no quiso regresa en seguida a su casa, sino hacer primero un fuego para calentarse un poco. Entonces comenzó a apartar la nieve para dejar el suelo descubierto y, al hacerlo, encontró una llavecita de oro.
Y he aquí que pensó que donde hubiese una lleve tendría que haber también una cerradura, y siguió cavando y encontró un cofrecito de hierro. “¡Si sirviese la llave…! –pensó–; sin duda habrá objetos valiosos en el cofre”. Buscaba y buscaba pero no encontraba la cerradura, hasta que, finalmente, descubrió una, pero tan pequeña que apenas podía verse. Probó y la llave entró fácilmente. Entonces le dio una vuelta; y ahora hemos de esperar hasta que haya terminado de abrirlo y alce la tapa; entonces nos enteraremos de las cosas maravillosas que contiene el cofrecito
[1].

No sabemos qué puede haber dentro del cofre, pero está claro que a este niño le ha sucedido algo interesante. Podríamos definir los cuentos como un suceso puesto en palabras. La habilidad para contar sucesos constituye el arte de narrar.
La narración es uno de los géneros literarios más antiguos. Tuvo su origen en la tradición oral: los relatos se transmitían de boca en boca, de pueblo en pueblo y de generación en generación. Todavía hoy, cuando los libros y las revistas difunden miles de cuentos y conocemos muchos cuentistas famosos, una de las formas más frecuentes del relato sigue siendo oral: la anécdota. Quien cuenta una experiencia (propia o ajena) está brindando la base de un cuento que se puede escribir.
Nadie escucha ni cuenta una anécdota si en ella no hay algo que despierte interés. Si nada en el mundo nos interesa (porque todo está a nuestro alcance, o porque somos incapaces de necesitar algo nuevo), nunca habría actividades creativas, como la de narrar.
Casi todos los cuentos tratan de una búsqueda. En “La llave de oro”, se trata de la búsqueda de un objeto (una cerradura). Pero también puede ser la de un amor, una explicación, una aventura, una venganza, un camino… (…).
Nosotros, los lectores, al disfrutar de un cuento, también realizamos una búsqueda, pero de otro tipo. Por eso les vamos a proponer trabajar con algunas de las cosas que podemos hallar en nuestro recorrido por un cuento.
Lo primero que encontramos son voces, a través de ellas recibimos el relato. Mientras leemos vamos “oyendo” las palabras. Escuchamos el cuento como dicho por una voz del relato, el narrador, que suena más grave o más aguda, dulce o amarga, cercana o lejana, según el tema del que habla o el estilo que tiene. Cuando hablan los personajes se “agregan” otros timbres.
Esas voces nos van mostrando un mundo, que muchas veces reúne fragmentos del que nosotros conocemos. Pero ese mundo no es un cuadro ni una foto, lo imaginamos en movimiento y por eso dura un tiempo.
Los cuentos y las voces

Llamamos “narrador” a la voz del relato. No hay que confundir al narrador imaginario con el autor real del cuento. Por ejemplo, sabemos que “El gato negro
[2]” es un cuento escrito por Edgar Allan Poe (autor real), pero quien nos narra el cuento no es él sino la voz que imaginamos al leer.
En los relatos aparecen también las voces de los personajes. Suelen estar precedidas por un guión o entre comillas, como se observa en “La llave de oro”, para diferenciarse de la voz del narrador:

“¡Si sirviese la llave…! –pensó–; sin dudad habrá objetos valiosos en el cofre”.

En el caso anterior no hace falta que se aclare quién “pensó”, porque el niño es el único personaje del relato; pero si hubiese varios personajes, sería necesario indicar “pensó Juan”, “dijo María”, etc. Esta aclaración la hace la voz del narrador, es él quien generalmente presenta a los personajes y es quien introduce otras voces del relato, como un cronista en un reportaje. Por eso, podemos diferenciar:

narrador = voz expositora
personajes = voces reportadas

1. Luz…

Imaginemos por un momento que estamos en un lugar desconocido y tenemos los ojos vendados. Oímos voces, pero no sabemos de quiénes son ni a quiénes les hablan. Tampoco, si tenemos algo o nada que ver con lo que ahí sucede. Algo similar nos ocurre cuando comenzamos la lectura de un cuento y aún no conocemos nada sobre él. El narrador es quien descorre el velo de nuestros ojos. Pero ese favor tiene un precio: nos quedamos donde él nos ubica.
La primera función del narrador es la de guiar nuestra lectura. Observen este posible fragmento de un relato inédito.

El chofer, la señora Gálvez y Darío se apartaron para discutir el asunto.
–A mí me da vergüenza empezar… Miren si no, ese… y aquel otro, pobre…
–Ahora no les podemos decir que se suspende…
–A ver… usted está cansada, usted está cansado…
–Yo no dije eso…
–¿Qué es eso?
–No sé. Es el mismo de ayer.
–Ah, sí, sí.

La voz de narrador “habló” al principio, para presentar a los personajes, pero luego calló. El resultado es la desorientación; no entendemos quién habla en cada caso ni a qué se refiere.
Observemos ahora el mismo fragmento, pero con el narrador que cumple su función:

El chofer, la señora Gálvez y Darío se apartaron para discutir el asunto.
–A mí me da vergüenza empezar… Miren si no, ese…–dijo la señora Gálvez, dirigiendo la vista hacia los turistas que parecían más impacientes– y aquel otro, pobre...
Darío reflexionó unos instantes mientras miraba al último indicado por la mujer, un hombre que se abanicaba torpemente con su periódico en un jadeo exagerado. Luego replicó:
–Ahora no les podemos decir que se suspende…
–A ver… –El chofer hico un último intento–. Usted está cansada, usted está cansado…
–Yo no dije eso…–comenzó a justificarse la señora, cuando la fortísima sirena del transatlántico la interrumpió para hacerse oír una vez más.
–¿Qué es eso? –preguntó Darío.
–No sé. Es el mismo de ayer –respondió el chofer, recordando el ridículo susto del día anterior.
–Ah, sí, sí.
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Ahora la situación relatada es mucho más nítida. El primer fragmento presentado sugería varias ideas. En el segundo, lo que hizo el narrador con su voz –intercalada entre las de los personajes– fue guiar nuestra lectura hacia una de esas ideas posibles.
La segunda función del narrador es ubicarse y ubicar al lector ante los hechos narrados. Veamos como ejemplo la presentación del personaje en el comienzo de “La llave de oro”:

…tuvo que salir en su trineo un pobre niño a buscar leña.

Podría haber sido así:

…yo, un pobre niño, tuve que salir en mi trineo a buscar leña.

O así:

…tuvo que salir a buscar leña, en su trineo, un pobre niño como tú, querido lector.

En los tres casos la “escena” es la misma, pero la vemos desde ubicaciones diferentes. La primera la percibimos como desde una platea escuchando una voz en off. De la segunda estamos también distanciados, pero la voz que nos habla está dentro de la escena. En la tercera, directamente se nos propone entrar y, además, se nos hace niños.
El narrador nos puede colocar más cerca o más lejos de los hechos, de los personajes y de él mismo. También él puede ubicarse a diferentes distancias respecto de los hechos. No sólo por el tiempo que haya “pasado” sino porque puede aprobar o rechazar las acciones que narra, o ser indiferente frente a ellas.
Hay muchas ubicaciones posibles, tanto para el narrador como para los lectores. Este que sigue, por ejemplo, busca nuestra confianza y, de paso, nos adelanta el final:

Seguro que has oído acerca de la niña que pisó el pan para no ensuciarse los zapatos y de lo mal que acabó… (“La niña que pisó el pan”, de Hans Christian Andersen)
[3].

Este otro contiene una advertencia:

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir… (“El gato negro”, de Edgar Allan Poe).

Puede haber uno que nos haga cómplices:

Hermanos míos y mis únicos amigos, aquí empieza la parte verdaderamente dolorosa y trágica de la historia… (“La naranja mecánica”, de Anthony Burgess)
[4].

Otro que simula estar junto a nosotros:

Atención pido al silencio
y silencio a la atención,
que voy en esta ocasión,
si me ayuda la memoria,
a mostrarles que a mi historia
le faltaba lo mejor.

(“La vuelta de Martín Fierro”, de José Hernández)
[5].

Uno que hace hablar a otros, tomando distancia de los hechos:

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien… (“La intrusa”, de Jorge Luis Borges)
[6].

Y otro que inventa una carta para hacer su relato:

Estas son las últimas cosas –escribía ella–. Desaparecen una a una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen, pero no creo que haya tiempo para ello… (“El país de las últimas cosas”, de Paul Auster)
[7].

Hay también muchos relatos en los que el narrador no se refiere a sí mismo, ni les habla a los lectores, ni introduce los hechos: se limita a contarlos. Cada una de estas posibilidades produce efectos distintos en nosotros, los que leemos, porque hacen que nuestra atención se fije de diferentes maneras. Por eso ningún relato sería el mismo si cambiara su forma de ubicarnos.

2. Cámara…

Podemos ver una escena enfocada desde afuera o desde adentro de la acción. Del mismo modo, el narrador puedo hablar en 3ª persona, como en la “La llave de oro”, o en 1ª persona del singular, como si fuera un personaje del relato.
Según el punto de vista adoptado por la voz expositora, se puede intentar la siguiente clasificación de los tipos de narrador.
  • narrador protagonista: es a la vez quien relata y quien protagoniza los sucesos. Siempre habla en 1ª persona.
  • narrador testigo: habla en 1ª persona como testigo de los sucesos, sin protagonizarlos.
  • narrador omnisciente: se coloca desde afuera del relato con un conocimiento total de los sucesos. “Sabe” sobre los hechos más que los personajes y más que el lector. Por lo general, habla en 3ª persona.
  • narrador con el punto de vista de un personaje: al igual que el omnisciente, no participa de los sucesos. Pero no conoce todos los hechos, sólo los que protagonizan algunos de los personajes. El narrador sigue las acciones de ese personaje, nos cuenta lo que este vio y lo que pensó. En los relatos con este tipo de narrador no aparecen secuencias en las que no esté el personaje seguido por el narrador, ni se incluye ninguna información que ese personaje ignore.
  • casos intermedios entre las dos últimas posibilidades de narrador: como en “La llave de oro”, el narrador puede comenzar con la visión panorámica de un narrador omnisciente y luego ir ubicándose en el punto de vista de un personaje.


3. Polifonía

El mundo que nos rodea, el contexto, influye en lo que se dice o se escribe, y también en cómo entendemos lo que leemos. Por lo tanto también incide en los cuentos que escribe un autor. Para ejemplificar esto, supongan que durante una guerra civil, un hombre se propone escribir un cuento sobre algo que no tenga nada que ver con el conflicto bélico, y decide no narrar los sufrimientos de su comunidad. Es probable que, de todas maneras, aparezcan en el relato las palabras y las frases con las que su pueblo expresa esos sufrimientos.
Del mismo modo, en cualquier cuento escrito en una gran ciudad de nuestros tiempos, es posible que haya frases provenientes de los medios audiovisuales, del habla cotidiana, de otros textos literarios, de los discursos políticos y de cualquier otra forma de comunicación verbal. Esto es así porque, en nuestra vida de todos los días, los discursos se superponen y resuenan unos sobre otros. Se llama polifonía a la aparición en un texto de elementos (voces) que provienen de otros tipos de discurso.
¿Cómo reconocer la polifonía es un texto? Explicamos ya que la voz del narrador y las de los personajes se diferencian gráficamente por el uso de comillas o guiones. La polifonía no presenta este tipo de marcas. Veamos este ejemplo extraído de la novela Como agua para chocolate, de Laura Esquivel:

…¿qué pasaría si Gertrudis mirara una estrella? De seguro que el calor de su cuerpo, inflamado por el amor, viajaría con la mirada a través del espacio infinito sin perder su energía, hasta depositarse en el lucero de su atención. Estos grandes astros han sobrevivido millones de años gracias a que se cuidan mucho de no absorber los rayos ardientes que los amantes de todo el mundo les lanzan noche tras noche. De hacerlo, se generaría tanto calor en su interior, que estallarían en mil pedazos
[8].

El narrador está hablando de la fuerza del amor entre las personas. En ningún momento de este párrafo su voz dejó de hablar ni cambió de tema, pero en estas pocas líneas aparecen frases provenientes de otros saberes (la astronomía, la física) y de creencias populares (transmisión de energía con la mirada). Es como si esos saberes y creencias hablaran a través de la voz del narrador.
Las voces polifónicas pueden ser innumerables. A continuación damos algunos tipos muy frecuentes:

  • voces de saberes científicos y técnicos
    Una máquina del tiempo es un asunto delicado. Podemos matara inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor, destruyendo así un eslabón de la evolución de las especies. (“El ruido de un trueno”, de Ray Bradbury).
  • voces de la historia y los mitos
    Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. (“El jardín de senderos que se bifurcan”, de Jorge Luis Borges).
  • voces de creencias religiosas o místicas
    …lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla –si ello fuera posible– más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso… (“El gato negro”, de Edgar Allan Poe).
  • voces de supersticiones
    …tuvo que acostumbrarse a su miserable rutina de huérfano, señalado por todos como el hijo de la viuda que llevó al pueblo el trono de la desgracia… (“El último viaje del buque fantasma”, de Gabriel García Márquez).
  • voces del habla cotidiana: frases hechas, refranes, etcétera
    …me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas se aclararan porque nadie tiene por qué perjudicarse a causa de otro… (“Final del juego”, de Julio Cortázar).
  • voces de instituciones: la ley, la escuela, el Estado, etcétera
    A través de la basura, lo particular se hace público. Lo que sobra de nuestra vida privada se integra en las sobras de los otros. Es comunitario, es nuestra parte más social. (“Residuos”, de Luis Fernando Veríssimo).
  • voces de los medios: discurso televisivo, radial, periodístico
    …lo cierto es que lo espío todos los días. Es fascinante penetrar en la intimidad de los poderosos. (“En espera de una definición”, de Fernando Sorrentino).
  • voces de otros textos literarios
    …era un recién llegado a la región, que no se parecía a nada de lo que había visto anteriormente, pero sí a un paisaje muchas veces imaginado y soñado: el archipiélago malayo, según se lo reveló en las aulas del colegio de la provincia natal, un volumen de Salgari… (“De la forma del mundo”, de Adolfo Bioy Casares).
  • voces del discurso publicitario
    Mami, me duele el brazo de tanto escribir y había una licuadora de tres velocidades, siempre quise que no te tomaras el trabajo de exprimir naranja, la máquina de tejer hace 500 puntos, vos sola hacés mucho más. (“Carta a una señora”, de Carlos Drumond de Andrade).

Podemos mencionar también voces de la moda, de la política, de la ecología; diferenciar subtipos, por ejemplo, dentro del discurso televisivo: voces del videoclips, de la telenovela, del sensacionalismo, etcétera.
La polifonía cumple la importante función de relacionar el mundo imaginario del relato con el mundo real en el que se incluyen otros cuentos y relatos propios o ajenos al autor. Dado que el cuento es lenguaje, esa relación se produce, como hemos visto en los ejemplos, por medio del lenguaje.

Los cuentos y el mundo

En cada cuento hay un mundo creado, un mundo en que la voz del narrador ubica el suceso que va a relatar. Veámoslo en “La llave de oro”:

En un crudo día de invierno, cuando los campos estaban cubiertos por una espesa capa de nieve, tuvo que salir en su trineo un pobre niño a buscar leña.

¿Pero acaso lo que aquí se muestra no podría suceder en el mundo real? ¿No hay, en la realidad, días de invierno, campos cubiertos de nieve, niños pobres y trineos? ¿Por qué entonces decimos que hay un mundo creado en el cuento? Porque en el mundo real no veríamos sólo campos cubiertos por una capa de nieve; también podría haber un cielo gris, árboles pelados, sonidos producidos por el viento, cabañas y muchas cosas más. Quizás, al ver al niño, podríamos preguntarnos si fue a buscar leña o a visitar a alguien o a jugar. En el caso del relato citado el narrador seleccionó algunos elementos (campos, nieve, un niño en trineo), los que interesan para la historia que quiere narrar y forman el mundo de ese relato. Sin duda ese mundo es más parecido a la realidad que uno donde haya mutantes o caballeros alados, pero también es algo ficticio, es decir, imaginado por el creador del cuento.
Vamos conociendo el mundo de un relato a medida que leemos las palabras del narrador y de los personajes que introduce. Ellas actúan como rayos que iluminan las cosas del mundo creado: sólo percibimos aquello que las palabras nos muestran.
Las palabras se refieren siempre a cosas ya conocidas del mundo real o de mundos imaginados en relatos anteriores. Al leer las evocamos, y los sucesos del cuento se van ubicando en un panorama que es nuevo, pero está formado por fragmentos de otros mundos conocidos.
Gracias a este juego entre lo nuevo y lo conocido, en cada cuento hay cosas que podemos esperar y otras que no. En un cuento cuyas palabras nos hablan de enigmas, nos abrimos al misterio; en otro que nos habla de vida extraplanetaria, no nos sorprenderá un viaje a la velocidad de la luz; en aquel que nos muestra la atracción entre dos seres, el mundo puede reducirse a la espera de una carta de amor. Por eso a veces, al leer las primeras frases de un cuento, lo “clasificamos”: este es policial, aquel otro parece de ciencia ficción, ese –por como empieza– debe ser de guerra, este no es de nada en especial, el que leímos no se sabe cómo llamarlo.
Por ejemplo, en “La llave de oro”, las primeras frases nos hablan de una pobreza que contrasta con el título y nos preparan para una típica historia de un niño indefenso, en un mundo parecido al real. Pero este, al final, parece cambiar por un mundo de magia o de sucesos insólitos:

…y ahora hemos de esperar hasta que haya terminado de abrirlo y alce la tapa; entonces, nos enteraremos de las cosas maravillosas que contiene el cofrecito.

¿”De qué es”, o mejor, de qué trata cada uno de los cuentos que les presentamos en este libro? ¿De terror, de amor, de aventuras? Tratan de los mundos a los que nos llevan sus palabras.


Los cuentos y el tiempo

Los sucesos narrados en los cuentos tienen siempre una duración en el tiempo. Ese tiempo, ficticio, lo conocemos por las indicaciones que el cuento contenga. A veces los cuentos son muy precisos en la ubicación temporal de los sucesos y la marcan con frases como “dos días antes”, “tres horas más tarde”, “pasaron siete años”, etc. Otras veces el narrador no da ninguna precisión, porque busca que el tiempo sea impreciso según el efecto que quiera lograr.

1. La organización del tiempo

En toda narración se distinguen dos niveles: historia y relato. La historia implica los sucesos narrados: hechos reales si se trata de un testimonio, hechos imaginarios si es ficción. El relato es la narración escrita u oral de esos sucesos.
Dicho de otro modo, el relato es el texto concreto que leemos, con sus frases, sus comas, sus párrafos y su punto final. La historia está compuesta por los hechos de los que ese texto habla, hayan ocurrido o no.
El orden del tiempo en la historia y el orden del tiempo en la relato pueden coincidir o no. El relato puede comenzar con el final de la historia y luego exponer su desarrollo, es este caso, se trataría de un tiempo invertido:


Puede suceder que el relato cuente dos historias haciendo un paralelo en el tiempo:


O que las junte en algún punto:




Puede haber un salto atrás en la historia, recurso que en inglés se denomina flashback:




O un salto adelante:


O puede pasar que historia y relato coincidan (tiempo lineal):


2. La duración y el ritmo del tiempo en el relato

Por lo general, el tiempo que nos lleva la lectura de un cuento es mucho más corto que el que ocupan en la ficción los sucesos narrados. La acción de una historia puede extenderse varios días o meses y estar narrada en un relato de tres páginas, que se lee en veinte minutos. Se habla, en este caso, de un tiempo sintético:

Corrí hacia la Cima de los Vientos y llegué allí antes de la caída del sol en mi segunda jornada desde Bree, y ellos ya estaban allí. Se retiraron en seguida, pues sintieron la llegada de mi cólera y no se atrevían a enfrentarla mientras el sol estuviese en el cielo. Pero durante la noche cerraron el cerco y me sitiaron en la cima de la montaña. (El señor de los anillos, de J. R. R. Tolkien).

Algo parecido ocurre cuando el ritmo de las acciones se intensifica, se habla entonces de un tiempo acelerado:

Bajamos a la cocina. No había luz. Vinieron otros dos hombres. Al cabo de un rato, algo chocó contra la puerta. Jerry abrió, descendimos tres peldaños y fuimos a parar al patio trasero… (Cosecha Roja, de Dashiell Hammett).

También puede ocurrir lo contrario: algo que dura un instante se prolonga párrafos enteros. El tiempo es lentificado. Por ejemplo, una descripción extensa de las sensaciones y pensamientos de un personaje durante el rápido beso de su amante.
Muchas veces se intenta que la duración del relato parezca coincidir exactamente con la que tendrían las acciones si ocurrieran. Se trata de un tiempo verosímil. El cuento “La llave de oro” adopta este tipo de tiempo desde que el niño hace su descubrimiento bajo la nieve.

3. Los tiempos “especiales”

a) Cuando en el relato el mundo creado es sobrenatural, como en los cuentos de hadas o de ciencia ficción, el tiempo creado puede alterarse de diversas maneras:

  • “viajes” en el tiempo: alguno de los personajes se traslada al pasado o al futuro de la historia narrada.
  • tiempos descompensados: por efecto de alguna magia, el tiempo pasa para algunos personajes y no para otros. Tras la aparición de la “teoría de la relatividad” en los años treinta, se han escrito fantasías de este tipo, pero con basamento científico: un viaje interplanetario a altísima velocidad, que para quienes lo hicieron duró dos años, y para La Tierra, veinte. Algo así sucede en el filme El planeta de los simios (basado en la novela homónima de Pierre Boulle).

b) Existe otro caso especial que es el llamado “tiempo de aventuras”. Corresponde a las series de relatos con personajes permanentes, por ejemplo, Power Rangers o Mc Giver[9]. Pueden pasar años produciéndose capítulos y cada uno narrar sucesos que ocupan meses en la ficción, pero los personajes seguirán teniendo la misma edad y continuarán enfrentándose con idénticos villanos con los que se disputan un mundo que tampoco cambia. Casos extremos son Tarzán o Conan, de quienes se leen y ven aventuras desde hace más de setenta años.
Viven en este “tiempo especial” todos los personajes de las series televisivas, los cómics con personajes permanentes, como Corto Maltés, Superman o Mickey; dibujos animados, como Hijitus o Bugs Bunny. Se lo llama “tiempo de aventuras”, porque su origen está en la novela de aventuras griega de los siglos II a IV de nuestra era y reaparece en las novelas caballerescas de los siglos XIV y XV, y en los “folletines” del siglo XIX.

c) Puede suceder también que en un relato el tiempo resulto indefinido. Muchas veces el narrador quiere crear un clima extraño y usa este recurso. Para ello se utilizan tiempos verbales como el imperfecto o el presente de indicativo.

En Cloe, gran ciudad, las personas que pasan por las calles no se conocen. Al verse imaginan mil cosas una de la otra, los encuentros que podrían ocurrir entre ellas, las conversaciones, las caricias, los mordiscos. [...] Pasa una mujer vestida de negro que representa los años que tiene, los ojos inquietos bajo el velo y los labios trémulos. Pasa un gigante tatuado, un hombre joven con el pelo blanco, una enana, dos mellizas vestidas de coral… (Las ciudades invisibles, de Ítalo Calvino).

¿Cuándo pasan todas esas personas? ¿Son lo que el narrador está viendo en ese momento? ¿Pasan todos los días? Los relatos tienen la capacidad de transformar el tiempo de esta forma y de muchas otras. En este volumen van a encontrar algunos cuentos en los que el tiempo queda suspendido para restar límites a la imaginación.

Las voces, el mundo y el tiempo hoy

El anterior ha sido un panorama sobre tres de los muchos aspectos que se pueden trabajar en un cuento. Pero estos tres problemas no aparecen solamente en los relatos literarios, sino en todas las formas de comunicación humana. Nos parece oportuno, entonces, terminar refiriéndonos brevemente a la producción de voces, la creación de mundos y la simulación de tiempos a principios del siglo XXI, nuestro tiempo.
Ya señalamos que al leer un cuento imaginamos una voz que lo narra. En las últimas décadas, el desarrollo de los medios de creación y transmisión de imágenes ha dado lugar a nuevas variantes en la producción de voces. Una buena parte de nuestro intercambio comunicativo se produce con interlocutores no reales.
Tomemos como ejemplo un videojuego de carreras de autos. ¿Quién es el que decide si nos cruzaremos con dos autos a la vez, si aparecerá una curva, o si el paisaje de campo cambiará por una playa o una montaña? ¿Quién nos dice al comienzo Winners don’t use drugs y, al final, el fatal game over? Podríamos pensar: “Es la máquina”. ¿Pero qué sabe una máquina sobre velocidad, vértigo, tiempos de juego, etc.? Sabemos que hubo que alguien que la programó, pero esa persona no está respondiendo en ese momento a nuestras acciones con cambios o aceleración de imágenes. “Es el programa el que responde”. Sí, pero el lenguaje del programa es un sistema binario con el que no nos comunicamos directamente sino a través de las imágenes y de las palabras que crea: el relato de esa carrera, en el que además somos un personaje.
El final de ese relato y de nuestro personaje no está escrito previamente, como en los cuentos, sino que en gran medida depende de lo que hagamos. Por eso ya no hablamos de un narrador imaginario sino virtual, porque actúa como si fuera real, respondiendo a nuestras acciones. Este interlocutor virtual no se presenta sólo en los videojuegos sino también en muchas situaciones cotidianas, como la del cajero automático, las pantallas electrónicas de información o el diálogo telefónico por tonos. También en procesos como la televisión interactiva o las redes informáticas de usuarios que se comunican entre sí sin conocerse y pueden componer, unos para otros, o entre todos, una historia o hasta un largometraje. Las “voces”, es decir, los que intervienen en una creación, pueden multiplicarse cada vez más.
La creación de mundos imaginarios también se ha visto afectada por las nuevas tecnologías. Hay por lo menos tres cambios importantes:

1) Cada vez conocemos más el mundo sin desplazarnos. La transmisión de videoimágenes permite observar en pantallas cualquier acontecimiento ocurrido, o mirar la programación de las regiones más remotas; todo ello sin salir de nuestras casas.
2) Cada vez manipulamos directamente menos cosas. Como consecuencia de lo anterior y del desarrollo de otras tecnologías, muchas actividades comienzan a hacerse “innecesarias”: cocinar, ir de compras o al banco, esperar un medio de transporte, escribir una carta y enviarla, etc.
3) Se puede transformar virtualmente cualquier imagen. La videocomputación permite, por ejemplo, tomar la foto de alguien y hacer que se mueva, o que baile, o que se divida en cientos de clones de sí mismo. Es posible reproducir la imagen de un desierto ardiente y hacer caer sobre él una tormenta de granizo y nieve. Con el diseño de un solo soldado, puede hacerse un ejército de miles, y no habrá dos de ellos que tengan el mismo rostro. El último paso de este proceso es el holograma, la imagen que se vuelve cuerpo.

En cuanto al tiempo no ha habido tecnología que pueda alterarlo. Sigue siendo imposible retardar, retroceder o hacer avanzar el tiempo real. Sin embargo, los cambios en los modos de vida han hecho que sintamos el tiempo de otra manera: acelerada, impaciente.
La descripción que hemos hecho podría hacer pensar que el relato literario tendería a desaparecer en este siglo XXI. Creemos que no. En primer lugar, porque ninguna imagen puede durar en nuestra mente sino le ponemos palabras, con lo cual ya estamos volviendo al lenguaje. Y fundamentalmente, porque la literatura es otro juego: el de hacer surgir imágenes a partir de las palabras, valerse de la lectura para diseñar un mundo no limitado por la pantalla y la forma. Un mundo fugaz, pero indispensable para seguir nutriendo la imaginación.

Prof. Adrián Fanjul, Cuentos Clasificados 1, Colección del Mirador Nº 114, Buenos Aires, Cántaro Editores, 2007.

[1] El texto fue traducido del alemán especialmente para esta edición.
[2] Cuento incluido en este blog.
[3] La reina de las nieves y otros cuentos. Madrid, Alianza, 1989.
[4] Buenos Aires, Minotauro, 1975.
[5] Buenos Aires, Difusión, 1975.
[6] Obras completas. Buenos Aires, Emecé, 1989.
[7] Barcelona, Anagrama, 1994.

[8] Buenos Aires, Planeta, 1994.
[9] Perdón por los ejemplos (Nota del transcriptor)