21 de marzo de 2009

La muerta

Guy de Maupassant

¡La había amado locamente! ¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Qué extraño es no ver en el mundo más que un solo ser, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios: un nombre que sube continuamente, como el agua de un manantial, desde lo profundo del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se murmura incesantemente, en todas partes, como si fuera una plegaria.
No voy a contar nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una historia, que es siempre la misma. Yo la conocí y la amé. Sólo eso. Viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos, totalmente atado, aprisionado y absorbido por todo lo que procedía de ella, de una manera tal que no me importaba si era de día o de noche, ni si estaba vivo o muerto, en ésta nuestra vieja tierra o en cualquier otro sitio.
Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé. Hace tiempo que no sé nada.
Una noche llegó a casa empapada, porque llovía intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, más o menos, y tuvo que quedarse en la cama.
No recuerdo lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, recetaron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Si yo le hablaba, me contestaba, pero no puedo recordar lo que decíamos. ¡Lo olvidé todo, todo, todo! Ella murió. Recuerdo perfectamente su débil, débil suspiro. La enfermera dijo: “¡Ay!”, y yo comprendí. ¡Comprendí!
Ya no supe nada más. Un sacerdote me dijo: “Su querida…” Yo sentí que la estaba insultando. Ella había muerto y nadie tenía por qué decir eso. Lo eché. Después vino otro, muy bondadoso. Lloré cuando me habló de ella.
Me vinieron a consultar acerca del entierro, pero no recuerdo nada de lo que dijeron. Sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella. ¡Ay, Dios mío!
¡La enterraron! ¡La enterraron! ¡A ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas, algunas mujeres amigas. Me escapé. Corrí. Luego anduve caminando por las calles, regresé a casa y al día siguiente me fui de viaje.
Ayer regresé a París.
Cuando vi otra vez mi habitación, nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles –todas esas cosas que quedan de la vida de un ser humano que ahora está muerto– me invadió una tristeza tan profunda, que estuve a punto de abrir la ventana y arrojarme a la calle. No podía quedarme entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y le habían dado abrigo, que guardarían en sus imperceptibles grietas millares de átomos de ella, de su piel y de su aliento. Tomé mi sombrero para marcharme, pero antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había mandado colocar allí para contemplarse todos los días de pies a cabeza, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba puesto le caía bien, si estaba linda, desde los zapatos hasta el sombrero.
Me detuve delante de ese espejo en el cual ella se había contemplado tantas veces... tantas, tantas, que el espejo tenía que haber conservado su imagen. Ahí estaba yo, de pie, temblando y con los ojos clavados en el cristal, en ese liso cristal, enorme y vacío cristal que la había contenido toda entera, que la había poseído tanto como yo, tanto como mi apasionada mirada. Entonces sentí que amaba a ese espejo. Lo toqué, ¡estaba frío! ¡Oh, el recuerdo! ¡Espejo triste, ardiente, horrible! ¡Espejo que me haces sufrir todos los tormentos! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón, como un espejo por el que pasan y se borran los reflejos, puede olvidar todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha contemplado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!
Me marché. Sin saberlo, sin desearlo, fui hacia el cementerio. Encontré su tumba, tan sencilla, con una cruz de mármol blanco, con estas pocas palabras:

Amó, fue amada y murió.

¡Ella estaba ahí! ¡Ahí abajo, pudriéndose! ¡Qué horror! Lloré con la frente apoyada en el suelo, y me quedé allí mucho, mucho tiempo. Luego me di cuenta de que estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, se apoderó de mí. Quise pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Claro, que podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Me puse de pie y se me ocurrió que lo mejor sería vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, en la cual vivimos. Y, sin embargo, los muertos son mucho más numerosos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, calles, mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz al mismo tiempo, beben agua del manantial y vino de los viñedos, y comen el pan de las llanuras.
Y para todas las generaciones de muertos, para todos los que nos han precedido, ¡no hay nada, casi nada, un campo! La tierra los lleva y el olvido los borra. ¡Adiós!
Al llegar al extremo del cementerio, me di cuenta de que ahí estaba la parte más antigua, ese espacio donde los que murieron hace ya mucho tiempo, están mezclados con la tierra, donde las cruces están podridas, donde pondrán mañana a los que llegan hoy. Está lleno de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses, un triste y bello jardín alimentado con carne humana.
Yo estaba solo, solo. Me acurruqué debajo de un árbol, me escondí entre sus ramas sombrías. Esperé, aferrándome al tronco como un náufrago a una tabla.
Cuando la noche se hizo cerrada, abandoné mi refugio y me puse a caminar despacio, con pasos lentos, silenciosamente, por esa tierra llena de muertos.
Anduve de un a lado para el otro, sin encontrar la tumba de mi amada. Avanzaba con los brazos extendidos, chocaba contra las tumbas... chocaba con las manos, los brazos, los pies, las rodillas, el pecho, incluso con la cabeza, sin lograr encontrarle. Iba a tientas, como un ciego que busca su camino. Palpaba las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leía los nombres pasando los dedos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no podía encontrarla!
No había luna. ¡Que noche! Estaba muy asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Nada más que tumbas! A mi derecha, a mi izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas… ya no podía seguir andando. Las rodillas se me doblaban. ¡Oía los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un rumor confuso, que no podía definir. ¿Ese rumor estaba en mi cabeza, en la noche, o debajo de la tierra, la misteriosa tierra sembrada de cadáveres? Miré a mi alrededor.
No puedo decir cuánto tiempo estuve allí. Sólo sé que estaba paralizado de terror, helado de espanto… Estaba a punto de morir.
De golpe, me pareció que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado, se movía... Sí, se movía como si alguien tratara de levantarla. De un salto fui hasta la tumba contigua, y vi, sí, vi perfectamente cómo se levantaba la losa sobre la cual había estado sentado. Enseguida apareció el muerto, un esqueleto desnudo, que empujaba la losa desde abajo con su espalda encorvada. Lo vi claramente, lo vi a pesar de la oscuridad.
En la cruz pude leer:

Aquí yace Jacques Olivant, fallecido a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bondadoso y honrado. Murió en la gracia de Dios.

El muerto leyó también lo que estaba escrito en la lápida. Luego buscó una piedra en el suelo, una piedra pequeña y filosa, y empezó a raspar las letras. Las fue borrando lentamente, y con sus ojos vacíos contempló el lugar donde habían estado grabadas. Luego, con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió con letras luminosas, como las líneas que se trazan en las pareces con una piedra de fósforo:

Aquí yace Jacques Olivant, fallecido a la edad de cincuenta y un años. Con disgustos, apresuró la muerte de su padre para heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo y murió como un miserable.

Una vez que terminó de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Entonces miré a mi alrededor y me di cuenta de que todas las tumbas estaban abiertas y todos los muertos habían salido de ellas para borrar las mentiras que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Supe que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, malvados, deshonestos, hipócritas, mentirosos, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado y cometido los actos más vergonzosos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos abnegados, aquellas jóvenes castas, los honrados comerciantes, los hombres y mujeres de presunta conducta irreprochable… Todos escribían al mismo tiempo la verdad, la terrible y santa verdad que todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, cuando estaban vivos.
Entonces pensé que también ella habría escrito algo en su tumba. Y corrí, corrí sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, seguro de que la encontraría enseguida.
Estaba envuelta en el sudario, no le vi el rostro, pero la reconocí. En la cruz de mármol, donde poco antes había leído:

Amó, fue amada y murió.

Ahora leí:

Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, enfermó de pulmonía y murió.

Parece que me encontraron al amanecer, sin conocimiento, tendido junto a una tumba.

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