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10 de diciembre de 2010

Habla Drácula

Fernando Savater

Nadie conoce como el vampiro la alegría de la noche. El día es un espejismo, una perturbación atmosférica: la noche es un complejo y rico estado de ánimo. Paladeo hasta el fondo, hasta el estremecido límite, el júbilo secreto de la noche. ¿Habéis pensado que en el día sólo se ven sombras, bultos que interceptan con su opacidad la luz, mientras que en la noche sólo se ven fulgores, destellos que desmienten la tiniebla? El objetivo del día es lo oscuro, lo opaco, mientras que la noche sólo sabe de resplandores. Pero sabe también que es la oscuridad lo que permite fijarse realmente en la luz y no en los bultos alumbrados por ella, lo mismo que yo sé que es la muerte perennemente padecida lo que faculta para dejarse fascinar plenamente de la vida. Para vivir algo más intenso, más refinado, más sabroso que el discreto sopor de temores y obligaciones llamado habitualmente vida, es imprescindible estar muerto y bien muerto. La muerte es el único interés de la vida, el único aliño que sazona su insipidez. Pero normalmente se nos procura con excesiva generosidad: los hombres viven tan obsesionados por la riqueza pavorosa de la muerte que apenas tienen tiempo para fijarse en la vida, lo mismo que el exceso de luz diurna les ciega para todo lo que no sean sombras y borrones. Pasan su tiempo –lo matan, para ser exactos– tratando de alejar de sí la muerte, previniéndola, combatiéndola o inflingiéndola a los demás, viendo morir a los suyos, compadeciéndoles, envidiándoles, calculando el tiempo que les falta para quedarse del todo sin tiempo. No es raro que sólo imaginen verdadera vida después de la muerte, sea gozada personalmente en un más allá o sea disfrutada por bienaventuradas generaciones futuras. Pero como el cielo es increíble y el futuro incierto, la vida aplazada no alcanza verosimilitud. Y, sin embargo, aciertan al menos en una cosa, en que para vivir hay que estar convenientemente muerto…
Tengo resuelto satisfactoriamente el problema que les aflige, como también a mí me afligió un día. He logrado que la vida sea mi único objetivo, mi única obsesión: a mí la vida me acecha y me colma como a ellos la muerte. Y no la vida laboriosa y pacificada del armónico futuro ni las arpas y nubes de insulsos paraísos dogmáticos: no, mi vida, mi maravillosa y plena vida, es la que prometen los pechos desnudos de las doncellas, la que vibra de riesgo y aventura, la que se afirma en el poder o en el terror, la que se cifra en la cálida sangre. Vida presente aquí y ahora, para siempre, sin límites. He tenido que pagar por ella, porque todo tiene un precio, pero no he sido defraudado en mi inversión. Estoy muerto, desde luego: ¿qué otro medio hay para gozar plenamente de la vida como algo positivo, no como un atropellado sueño que se nos escapa? Desde este lado de la muerte, la vida presenta toda su riqueza maravillosa, la sutileza desconcertante de sus experiencias, los prohibidos goces que el temor de la muerte hurta a los mortales. ¡Yo cabalgo el viento, soy señor de los lobos y de las tormentas, alimento con las mujeres más bellas pasiones que la luz del día ni siquiera puede soñar! Cierta noche, aquel inofensivo idiota al que alojé en mi castillo transilvano me vio descender cabeza abajo, como una monstruosa araña, por la inaccesible pared de mi torreón… Es el emblema de mi destino que más me agrada. Recuerdo con nostalgia y cierto fastidio mi viaje a la puritana Inglaterra: fueron aquellos absurdos personajes, el estúpido Jonathan Harper, el sombrío místico Van Helsing, las gazmoñas Lucy Westenra y Mina Murray, quienes crearon la fábula hiperbólica de mi maldad infernal. En Transilvania, un pueblo sabio y por tanto fatalista sabe que el mal es uno de los rostros inevitables de toda grandeza; pero los ingleses se pasman ante él como un escándalo e incluso una descortesía. Por lo visto esperaban que un Inmortal acatase discretamente los preceptos de la moral victoriana… ¡cuando ni siquiera los respetaban las figuras auténticamente nobles de esa época! Nunca entendieron en dónde residía mi peculiaridad: desde aquella brumosa jornada en que llegué a puerto de Whitby en mi barco tripulado por cadáveres, empezaron a inventarme una personalidad que tenía algo de Jack el Destripador y algo de Oscar Wilde, una suerte de Aleister Crowley fantasmal…
Sus códigos están bien para esa temerosa luz en la que se ven obligados a vivir los condenados a muerte. Pero en mi tiniebla deslumbrante no hay lugar más que para la pasión. El día es ataúd, pero la noche trae el deseo y la aurora regalará sangre. Sólo yo, el muerto, el inmortal, podría contaros qué entrega deliciosa es la vida. Sólo yo, el rey de la noche.

De Criaturas del aire, Monólogo quinto, 1979

20 de mayo de 2010

Habla Sherlock Holmes


Fernando Savater

Todo mi método portentoso se resume en un solo principio, una regla áurea que rige cada una de las investigaciones que emprendo: cuando todas las restantes posibilidades han sido descartadas, la última posibilidad restante, por improbable y asombrosa que sea, debe ser cierta. Como puede verse, éste es un presupuesto lógico, no ético, una exigencia metodológica, no un imperativo moral; y, sin embargo, ¿no proviene de aquí también toda ética, junto con la más correcta perspectiva científica? En mi caso, al menos, el rigor del raciocinio es inseparable de la energía justiciera del corazón… En efecto: creo que la virtud no es una gracia caída desde lo alto a ciertos individuos piadosos o un dócil doblegamiento ante una ley divina o humana, sino la única decisión posible en unas circunstancias dadas. Y cuando digo «única» me refiero a la única que permite triunfar, salir con bien, a la más fuerte, a la que comporta menos carga de muerte. Lo mismo que en una investigación la última posibilidad que queda por examinar, aunque sea portentosa o desconcertante, es forzosamente más fuerte que todas las imposibilidades que puedan acumularse para explicar los hechos, así también en cada caso hay una línea de acción posible que, tras su apariencia quizá paradójica o cruel, es expresión viva de la auténtica virtud en marcha, de la moral más enérgica… En los casos de mi archivo cuya crónica hizo pública el afectuoso celo de mi amigo el doctor Watson, hay numerosos ejemplos de la aplicación más extrema del citado principio, tanto en su faceta teórica como en su consecuencia ética. Y así, verbigracia, mostré nítidamente que sólo un sabueso de carne y sangre pudo dejar huellas perceptibles en las sombrías alamedas de Baskerville, pese a que una mente más débil, menos inclinada a lo auténticamente fantástico que la mía, habría terminado por creer en un can espectral que cumplía una remota maldición; esta última solución, efectivamente, era en realidad la menos fantástica, la más evidente, la más vulgar también, aunque de modo aparatoso: creer en el fantasma era una forma de pereza intelectual reñida con la genuina fantasía, con esa fantasía emprendedora que me llevó a mí a capturar al sabueso real y a volverlo contra su criminal hostigador.
Tales son los casos de mi especialidad: aquellos en que lo imposible parece lo único probable. Y tal es mi auténtica fuerza: conceder siempre más respeto a lo posible que a lo simplemente verosímil, a lo que el intelecto perezoso considera probable para huir de la auténtica y oculta posibilidad. Ahora bien, en materia moral este principio es de aplicación mucho menos evidente, mucho más litigiosa. Sí, ciertamente, creo que en cada caso, ante cada decisión, debe haber una línea de acción posible que reúna la mayor fuerza virtuosa y aleje del mejor modo el imperio de la muerte. Pero debo reconocer que me ha sido mucho más difícil a lo largo de mi carrera establecer esta línea que hallar aquella última posibilidad que hace encajar las piezas del rompecabezas criminal. Tomemos mi primer caso publicado, por ejemplo, aquel enigmático e inolvidable Estudio en escarlata que nos reunió por primera vez a Watson y a mí. En su día sostuve que fue un caso sencillo y no por baladronada, sino porque realmente su complejidad teórica –el quién lo hizo y el cómo ocurrió– no presentaba auténtica dificultad para una mente algo menos rutinaria que la de los inspectores Gregson y Lestrade; pero desde otro aspecto, desde ese ángulo de la virtud del que antes hablaba, ¡ah, visto desde ahí el caso fue terriblemente enrevesado! Aún hoy me pregunto si debí entregar a la Justicia, a lo que llamamos los ciudadanos del Estado moderno Justicia, al desdichado Jefferson Hope, al que la brutalidad del destino convirtió en vengador implacable de un buen hombre asesinado y de su hija deshonrada. Ciertamente, la providencial rotura de un aneurisma impidió que Hope conociera el banquillo de los acusados y la vida de presidio, pero mi interrogante ético sigue en pie, porque sólo a mí concierne. En último término, ¿no fue mi orgullo teórico, mi pasión escudriñadora y razonante, la que me obligó a perseguir hasta el acorralamiento definitivo a aquel hombre que era mejor que su víctima, a ese infeliz que quizá no hizo sino lo que yo mismo hubiera hecho en su lugar? En muchos de mis casos he lamentado llevar mi investigación hasta su lógico final, pues el verdadero problema, el más arduo, empezaba una vez resuelto el caso y no cuando me debatía en las tinieblas de la perplejidad. No hace falta que recuerde aquel problema que Watson bautizó Un escándalo de Bohemia, en el que la culpable a descubrir era la mujer que más he admirado en el mundo y mi contratante un rey indigno de su armiño. Me sentí realmente dichoso cuando Irene, la única persona que podría enorgullecerse de haberme relativamente derrotado, logró huir; dichoso hasta tal punto que rechacé el anillo de esmeralda con que el rey quería recompensar mis servicios y me contenté con guardar solamente el retrato de mi deslumbrante enemiga. Y así hay tantos casos, tantos finales paradójicos en los que mi descubrimiento se volvió en cierta forma contra mí mismo, contra convicciones que siento más arraigadas que mi simple deber ciudadano…
Bien: sea como fuere, de nada me arrepiento. En el reino de los hechos físicos es más fácil determinar qué es lo posible y lo imposible, distinción que se embrolla hasta el vértigo en lo moral. Pero esa dificultad no me hará abandonar mi convicción de que también en ese ámbito escabroso es preciso llevar a cabo la indagación en busca de la última posibilidad, la que queda cuando todo lo demás es absurdo, locura y muerte.

De Criaturas del aire, Monólogo primero, 1979