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22 de febrero de 2011

La narración

Narración y experiencia

La palabra “narración” viene del latín “gnarus”, que a su vez viene de una raíz sánscrita, “gnâ”, que significa “conocer”; “gnarus”, en latín, es “conocedor, experto”. O sea que, desde la etimología, “narración” tiene que ver con conocimiento y experiencia. Podemos ensayar las maneras de vincular los términos: podríamos decir que la narración se relaciona con el conocimiento que se adquiere a través de la experiencia, o bien que la narración tiene que ver con el conocimiento que se transmite de la experiencia. Ambas relaciones son válidas para pensar la narración, ya que no se trata solamente de un tipo de discurso o de una determinada configuración de los textos, sino de un modo particular de organizar el pensamiento y el conocimiento.
Para Hayden Whit, que analiza el discurso de la Historia, la modalidad narrativa es, por una parte, universal (en todas las culturas hay narración) y, por otra, es la forma más antigua de organizar el conocimiento, anterior a la ciencia, que depende de la escritura. La narración se remonta al pasado oral. No hay cultura que no organice el conocimiento en forma narrativa y no lo transmita a través de relatos.
En Actos de significado, el psicólogo Jerome Bruner plantea que los seres humanos interpretamos las acciones, los comportamientos, la manera narrativa. Esto es parte del sentido común o de lo que él denomina “psicología intuitiva”. ¿Qué quiere decir? Los seres humanos pensamos nuestra propia vida de manera narrativa, la pensamos como un relato que va cambiando con el tiempo, y también pensamos narrativamente las vidas de los demás. Todos creemos que las personas se mueven impulsadas por deseos y por creencias que las llevan a actuar de determinada manera y que están relacionadas con el medio en que se mueven. Si se da algún tipo de desfasaje entre los deseos, las creencias que manejan las personas y el medio, se tiende a interpretarlo como locura o, en todo caso, se tiende a elaborar un relato que lo explique o dé razones de ese comportamiento. Según Bruner, pensamos que los deseos que tienen las personas guardan coherencia entre sí, es decir, que no deseamos o creemos cosas contradictorias, y cuando surge algún tipo de contradicción que rompe esa coherencia, se hace necesario, nuevamente, un relato que dé razones de ella. Dentro de esa psicología intuitiva de la que habla Bruner, las personas son pensadas como actores o sujetos que actúan movidos por metas u objetivos, que se valen de instrumentos para alcanzar esos objetivos y que, en su trayecto, deben vencer obstáculos que les presenta el medio. Se trata de una representación narrativa de las acciones humanas. Los actores, las acciones, lo objetivos, los instrumentos, el medio en el cual se mueven, son componentes básicos de la estructura narrativa.


La narración oral

Vladimir Propp, en su estudio de los cuentos tradicionales rusos, encuentra que en todos ellos se repite la misma estructura. Esa estructura está compuesta por treinta y nueve funciones que constituyen el esqueleto básico del cuento. Siempre hay un protagonista que parte de su aldea, de su hogar, en una misión o meta; en el trayecto, tiene que superar una serie de pruebas, para lo cual recibe la ayuda de un instrumento mágico; se enfrenta con un oponente, es decir, un personaje que persigue objetivos opuestos a los suyos, y sale victorioso; finalmente, regresa a su hogar o a su aldea convertido en héroe y, por lo general, contrae matrimonio. Esa estructura básica se repite en todos los cuentos rusos de tradición oral, facilitando la memorización de las historias.La estructura esquemática de los cuentos tradicionales favoreció su conservación y su transmisión, convirtiéndolos en la literatura privilegiada para los niños. Durante mucho tiempo, la literatura infantil recurrió muy frecuentemente a esos cuentos maravillosos, cuentos de Según Propp, esa estructura es la huella, el recuerdo de un antiguo ritual, el rito de la iniciación de los jóvenes que entraban de la casa paterna y de la aldea y llevado al bosque, donde debía permanecer solo varias jornadas, sometido a una serie de pruebas muy duras; para ayudarlo a superar esas pruebas, se le entregaban algunas armas. Si el joven salía victorioso, se transformaba en hombre y podía portar armas, regresar a su aldea y contraer matrimonio. Se puede ver con claridad la vinculación entre este tirual y algunas de las funciones que Propp identifica en el cuento de tradición oral: la partida del héroe, las pruebas y la donación del auxiliar mágico, la vuelta y el casamiento. Según Propp, una vez que el ritual de iniciación fue abandonado, permaneció su recuerdo en la estructura del cuento.
La estructura esquemática de los cuentos tradicionales favoreció su conservación y su transmisión, convirtiéndolos en la literatura privilegiada para los niños. Durante mucho tiempo, la literatura infantil recurrió muy frecuentemente a esos cuentos maravillosos, cuentos de hadas que contaban las madres y abuelas; hasta que, en la década de 1960, se empezó a cuestionar la conveniencia de esas historias para los chicos. El motivo era la alta dosis de crueldad y de violencia que tenían. Se inició, entonces, la polémica, con argumentos a favor y en contra, de hadas, ogros y princesas. Sin embargo, las versiones de los cuentos tradicionales que llegaron a los niños –las de los hermanos Grimm y Charles Perrault– ya estaban expurgadas de una buen cuota de morbosidad y violencia. El historiador Robert Darnton, en “Los campesinos cuentan cuentos”, compara versiones de los cuentos de hadas, entre ellas las versiones orales de los campesinos franceses de los siglos XVII y XVIII. Darnton destaca el nivel de violencia, crueldad y sexo que aparece en esas versiones campesinas, a diferencia de las que han llegado hasta nosotros. Esta es la “Caperucita roja” que se narraba en la campiña francesa en el siglo XVII:

Había una vez una niñita a la que su madre le dijo que llevara pan y leche a su abuela. Mientras la niña cantaba por el bosque, un lobo se le acercó y le preguntó a dónde se dirigía.
–A la casa de mi abuela –le contestó.
–¿Qué camino vas a tomar, el camino de las agujas o el camino de los alfileres?
–El camino de las agujas.
El lobo tomó el camino de los alfileres y llegó primero a la casa, mató a la abuela, puso su sangre en una botella y partió su carne en rebanadas sobre un platón. Después se vistió con el camisón de la abuela y se quedó acostado en la cama. La niña tocó a la puerta.
–Entra, niñita.
–¿Cómo estás, abuelita? Te traje pan y leche.
–Come tu también, hijita hay carne y vino en la alacena.
La pequeña niña comió lo que se lo ofrecía; y, mientras lo hacía, un gatito dijo.
–Cochina, has comido la carne y has bebido la sangre de tu abuela.
Después el lobo le dijo:
–Desvístete y métete en la cama conmigo.
–¿Dónde pongo mi delantal?
–Tíralo al fuego, nunca más lo necesitarás.
Cada vez que se quitaba una prenda, el corpiño, las faldas, las enaguas y las medias, la niña hacía la misma pregunta y cada vez el lobo le contestaba:
–Tírala al fuego, nunca más la necesitarás.
Cuando la niña se metió en la cama, preguntó:
–Abuela, ¿por qué estás tan peluda?
–Para calentarme mejor, hijita.
–Abuela, ¿por qué tienes esos hombros tan grandes?
–Para poder cargar mejor la leña, hijita.
–Abuela, ¿por qué tienes esas uñas tan grandes?
–Para rascarme mejor, hijita.
–Abuela, ¿por qué tienes esos dientes tan grandes?
–Para comerte mejor, hijita.
Y el lobo se la comió.

Y terminó el cuento. No hay ningún cazador que pase por allí, que le abra la panza al lobo. Como es evidente, esta versión dista mucho de la que ha llegado a los niños.
Darnton establece una relación bastante estrecha entre los motivos que se repiten en los cuentos de hadas y la realidad social en la cual esos cuentos eran contados. Es cierto que existían lobos en Europa en esa época, pero el lobo también puede representar a los malhechores que estaban agazapados en los bosques esperando asaltar a los jóvenes que se lanzaban a los caminos a buscar fortuna, o puede representar a los soldados que merodeaban y violaban a las mujeres. El cuento de “Hansel y Gretel”, al igual que el de “Pulgarcito”, comienza con los padres que quieren deshacerse de sus hijos y los abandonan en el bosque. Esta situación, para Darnton, expresa la dura realidad social de una época de crecimiento demográfico y escasez de alimento. Otro motivo recurrente es el del hijo menor, que se convierte en héroe, logra superas difíciles pruebas y cumplir con la misión que se le ha encomendado y en la que otros (sus hermanos mayores, por lo general) han fracasado. ¿Por qué el hijo menor? Porque en la época, la herencia correspondía al hijo mayor; muerto el mayor, venía el segundo. Era muy común que fuera el hijo menor quien se largara a los caminos a buscar fortuna; por eso, debía valerse de su astucia para sobrevivir. Desde luego que, según de dónde provengan, las versiones tienen matices diferentes, en relación con la idiosincrasia de cada pueblo. Las versiones alemanas son más moralistas y más siniestras, con abundantes elementos sobrenaturales; en cambio, las francesas son menos moralistas y se caracterizan por cierto humor negro. En las versiones alemanas, el hijo menor triunfa por sus virtudes morales y en las versiones francesas, por su astucia. No es cierto, dice Darnton, que todos los cuentos de tradición oral tengan moraleja; los cuentos franceses o italianos funcionan más bien como advertencia: parecen decir “la calle está dura, así que más vale viveza que buena conducta”.
Habíamos partido de la idea de que la narración se relaciona con el conocimiento que deriva de la experiencia. La relación entre conocimiento y narración puede interpretarse, según Darnton, como enseñanza moral o como advertencia. En un ensayo titulado “El narrador”, Walter Benjamin afirma, refiriéndose a las narraciones orales, que siempre dejan una enseñanza, ya sea moral o práctica; pero lo que caracteriza las buenas narraciones es que esa enseñanza aparece entreverada en la trama de la experiencia vivida. Para Benjamin, las buenas narraciones, sean orales o escritas, no interpretan los hechos que narran, se limitan a contar y dejan que el que escucha o lee extraiga su enseñanza. Por eso, las buenas narraciones sobreviven en el tiempo y pueden ser escuchadas una y otra vez, pueden ser leídas en distintos momentos, y cada vez el lector o el oyente les encuentra un sentido diferente. Y como narración tiene que ver con la experiencia acumulada, cuanta más experiencia acumulada, más autoridad tendrá el narrador. Los dos prototipos de narrador oral, para Benjamin, son el campesino sedentario, que conoce las tradiciones de su tierra, y el viajero, el marino, que trae historias de otros lugares.


La trama narrativa

No existe Historia si no hay narración, sostiene el historiador Hayden White en El contenido de la forma. Según White, lo que hace que una sucesión de hechos se transforme en Historia es la trama narrativa, que torna la sucesión cronológica de los hechos en un encadenamiento de causas y consecuencias. Pero para poder vincular los hechos de manera causal, es necesaria una perspectiva, una distancia que permita evaluarlos e interpretarlos a partir de sus consecuencias. Toda narración histórica se hace desde un centro, desde un lugar, que puede ser un orden político, una legalidad, un orden religioso, en el que se ubica el historiador para jerarquizar los hechos y armar una trama narrativa con ellos. Por eso, en los momentos de la disolución política, cuando ese centro se desdibuja, la Historia tiende a borronearse y, en su lugar, aparecen otras formas discursivas. White analiza un documento del siglo X, de la Galia, los “Anales de Saint Gall", que corresponden a un momento de disgregación. Los anales son registros de hechos que tienen algunas características de la narración, pero que no son narrativos. Veamos un fragmento:

709. Duro invierno. Murió el duque Godofredo.
710. Un año duro y con mala cosecha
711. …………………………….
712. Inundaciones por doquier.
713. …………………………….
714. Murió Pepino, mayor de palacio.
715, 716, 717. ………………….
718. Carlos devastó a los sajones causando gran destrucción.
719. …………………………….
720. Carlos luchó contra los sajones.
721. Carlos expulsó de Aquitania a los sarracenos.
722. Gran cosecha.
723, 724. ……………………….
725. Llegaron por primera vez los sarracenos.
726, 727, 728, 729, 730. ………
731. Murió Beda el Venerable, presbítero.
732. Carlos luchó contra los sarracenos en Poitiers, en sábado.
733, 734. ……………………….

¿Qué tien de narrativo este texto? Básicamente, la sucesión cronológica de los hechos, representada por los años; esa sucesión cronológica de fechas muestra un ordenamiento temporal que es propio de la narración. ¿Pero por qué afirma White que no es un texto narrativo? Porque los hechos están desconectados entre sí, no se establece relación entre los distintos registros. Tampoco hay una jerarquización: las catástrofes naturales están igualadas a las batallas. Parecería no haber, dice White, un centro desde el cual se evalúen los acontecimientos y se les dé una organización, una trama narrativa. En el registro correspondiente al año 732, se concede la misma importancia al hecho de que haya sido en sábado que a la batalla misma, y más importancia que al resultado de la batalla, ya que no se dice quién ganó ni quién perdió. Lo que permite dar a los hechos una trama causal o narrativa es la evaluación que hace aquel que está escribiendo la Historia y que deriva de las consecuencias que esos hechos tuvieron para la cultura a la que pertenece.
A través de la secuencia, la narración impone coherencia a los hechos. Según Bruner, la organización narrativa mediante la cual las personas interpretan las cosas que les suceden tiene dos rasgos importantes. El primero es la secuencialización, la relación causal. En segundo lugar, la narración surge cuando hay algún tipo de desfasaje que hace que un hecho no concuerde con lo previsible, es decir, que rompa con el esquema de comportamiento esperado; entonces, se hace necesario un relato que reencauce ese hecho y lo asimile a los esquemas, que lo haga entrar en un guión. Es así cómo la organización narrativa, secuencial, , causal, permite dar cuenta de lo imprevisto, lo inexplicable o lo anormal e interpretar la realidad y las conductas humanas.
Este rasgo parece propio también de la Historia. Para Hayden White, la narración histórica se ocupa de aquellos sucesos que amenazan o quiebran el orden (sea el orden que sea, el moral, el social, el político). La Historia se ocupa de narrar esa amenaza, ese quiebre y la restitución del orden. Esta idea del orden o equilibrio alterado por un hecho, es decir, de una crisis que tiene un desarrollo y concluye con la recuperación del equilibrio, sería la base de la estructura narrativa, no sólo de la Historia sino también de la ficción. Toda narración hablaría de la ruptura de un orden o de un equilibrio (en este sentido, de una crisis) y de la resolución de esa crisis y la reinstalación del orden o del equilibrio (que va a ser de una naturaleza distinta a la del orden inicial, porque media la crisis entre uno y otro). Es obvio que los relatos no necesariamente respetan ese orden; hay relatos que se inician en plena crisis y relatos que empiezan con la restitución final del orden.


El narrador

La presencia de un narrador es el primer rasgo que caracteriza a la ficción, cualquiera sea el género (cuento o novela). El narrador no es el autor. El autor es la persona de carne y hueso que escribe; pero cuando ese texto es leído, el autor se borra, se desdibuja, y el lector se encuentra frente a una fuente de enunciación que el mismo texto construye. Esa fuente de enunciación que es parte del texto, parte de la ficción, es el narrador. El narrador es una “voz” que narra, es quien enuncia, desde la ficción misma, ese relato. Es muy fácil distinguir el autor del narrador en los casos en que el narrador es un personaje de la ficción. Es más difícil, en cambio, en los casos en que el narrador no coincide con un personaje, en los casos en que la narración está en tercera persona y el narrador no está representado como personaje, porque entonces se tiende a atribuir la narración al autor. El mismo escritor crea narradores distintos en los distintos textos que escribe. Incluso, el narrador puede estar expresando una ideología o una manera de interpretar el mundo que no coincide con la del autor.
La figura del narrador, tal como la acabamos de definir, corresponde a los textos escritos, porque los cuentos de tradición oral, justamente por eso, son anónimos, no tienen autor identificado; por lo tanto, la división entre narrador y autor no es válida en los cuentos tradicionales. Lo que existe en las tradiciones orales es un narrador de carne y hueso, es decir, alguien que cuenta oralmente los cuentos frente a un auditorio. Este, antiguamente, era un oficio, que exigía un entrenamiento muy riguroso y se heredaba de padres a hijos, como ocurre con los artistas de circo. El narrador oral hacía sus propias versiones de las historias y, al narrar, ponía en juego diversos recursos para atraer la atención del público. Interrumpía muchas veces la narración para hacer algún chiste o algún juego de palabras, o bien para plantear alguna pregunta e implicar y comprometer de alguna manera al auditorio. Cuando empieza a haber versiones escritas de esos relatos, desaparece el contexto que caracterizaba a la comunicación oral y aparece un narrador que es parte del texto. En la Edad Media, un famoso trovador, Chrétien de Tríos, toma la historia del rey Arturo, del Santo Grial, de los caballeros de la mesa redonda, y hace versiones escritas; el narrador de sus textos tiene todavía las marcas de la narración oral, todavía está muy cerca del modo cómo se narraba oralmente. Con el tiempo, la figura del narrador se irá consolidando cada vez más, hasta llegar a lo que es hoy.
Las narraciones orales estaban en tercera persona. El narrador en tercera está fuera de los hechos que narra; las cosas que cuenta les suceden a otros. Con la aparición de la novela, hace irrupción la primera persona, es decir, un narrador que participa de los hechos, que cuenta en su historia o interviene de alguna manera en ella. Uno de los ejemplos más antiguos en español es el Lazarillo de Tormes, que está narrada por el protagonista, Lázaro. Son una serie de episodios encadenados por la presencia de ese personaje, que es el que cuenta su vida y que evoluciona a lo largo de los distintos episodios.
La elección de la voz que narra, de las modulaciones, del estilo con que narra y la distancia que guarda respecto de los hechos, es fundamental cuando se escribe ficción.


La subjetivización de la narración

Toda narración implica una trama causal. Se trata de una causalidad externa, que une los hechos que se narran, pero tiene también una dimensión interna, relacionada con la intencionalidad de los personajes. Esto aparece desde las narraciones más antiguas. En los cuentos orales, que se reducen, básicamente, a una secuencia de acciones, las acciones remiten a las intenciones o motivaciones de los personajes. De todos modos, en los cuentos tradicionales no existe el personaje en el sentido en que hoy los entendemos. Lo que hay en el cuento de tradición oral son actantes, personajes que encarnan las acciones; no se los describe ni se cuenta demasiado acerca de su vida, a excepciones de lo que interesa directamente a la trama narrativa. En general, tampoco hay lugar para los pensamientos de los personajes, para su interioridad. Esta característica se modifica en la ficción escrita, fundamentalmente en la novela. Los personajes adquieren cuerpo y volumen y la subjetividad ocupa un lugar creciente, hasta tal punto que los conflictos, más que conflictos externos, se plantean como conflictos internos, o como conflictos que surgen del contraste entre el mundo exterior y la interioridad de los personajes; ese es el caso de Don Quijote, por dar un ejemplo famoso.
En la literatura del siglo XX, se ensayaron distintos procedimientos o técnicas para representar la subjetividad. Uno de ellos es el llamado monólogo interior, que representa el fluir de la conciencia y de los pensamientos del personaje. El ejemplo culminante de esa técnica está en Ulises, de James Joyce, que contiene un capítulo entero escrito como monólogo interior de un personaje, Molly Bloom; este capítulo es famoso en la historia de la literatura, entre otras cosas, porque está escrito sin ningún signo de puntuación, ya que intenta reproducir o representar los mecanismos asociativos que caracterizan el pensamiento espontáneo.
La aparición del narrador en primera persona es importante en relación con la subjetivación de la ficción, porque un narrador que cuenta las cosas que a él le pasaron permite el acceso a su mundo interior. Esto no significa que sólo el narrador en primera persona lo permita; hay otros recursos para lograrlo. El más importante es el procedimiento de la visión o del punto de vista: a través del juego con el punto de vista de los personajes, se puede acceder a su perspectiva, a su modo de ver el mundo. Una ficción puede estar narrada en tercera persona, pero desde la perspectiva de un personaje, lo que permite al lector ingresar a su visión y a su interpretación de los hechos.
En resumen, la presencia del narrador caracteriza a la ficción. A su vez, la ficción tiende a subjetivarse cada vez más, a dar un peso cada vez mayor a la interioridad de los personajes, a medida que nos acercamos a la narrativa contemporánea. Un a forma de acceder a la perspectiva o la visión de los hechos de un personaje es a través del punto de vista. Otra es el narrador en primera persona.


La funcionalidad del relato

En “El arte narrativo y la magia”, Borges dice que la causalidad propia del cuento es una causalidad “frenética”, parecida a la de la magia o la superstición. Para la mente supersticiosa, nada es azaroso. Si a alguien lo pisa un auto cuando cruza por la calle, la mente supersticiosa atribuirá el hecho a que es martes 13, por ejemplo; un hecho desagraciado puede estar motivado por la ruptura de un espejo o porque fueron trece los comensales a la mesa. En el cuento, dice Borges, actúa este tipo de lógica: no hay nada que no tenga una razón de ser en la trama narrativa, nada que esté allí por azar. Esto es lo que Borges llama “causalidad frenética”.
En “Introducción al análisis estructural del relato”, Roland Barthes sostiene algo similar, desde una perspectiva estructuralista. Para Barthes, en un relato todo es funcional, todo tiene una función. La función es una relación entre dos términos: todo elemento que aparece en el relato tiene un correlato. Hay distintos tipos de función, y los mismos elementos pueden cumplir funciones distintas. Las funciones cardinales, o núcleos, son las acciones que se vinculan en la trama causal, que conforman el esqueleto, la estructura básica de relato; todas ellas son causa o consecuencia de otras acciones y ninguna puede ser eliminada sin transformar la historia. Estos núcleos son los que permanecen cuando se resume una historia. La serie de acciones a las que hace referencia Propp en su análisis son funciones cardinales de los cuentos tradicionales. Los núcleos hacen avanzar el relato, abren una expectativa y la cierran, forman secuencia. A su vez, entre los núcleos, se suelen insertar otras acciones menores, secundarias o bien descripciones, que ya no tienen la misma importancia que las funciones cardinales para el desarrollo de la historia, a las que Barthes llama catálisis. Las catálisis –sean descriptivas o acciones secundarias– demoran, dilatan la consecución causal del relato y pueden crear suspenso. Evidentemente, esas descripciones o esas acciones secundarias también pueden tener otro tipo de función. Por ejemplo, lo que Barthes denomina indicios. Muchas descripciones ayudan a caracterizar indirectamente a los personajes, o bien su relación con la situación. Si suena el teléfono y el personaje lo atiende, se abre un núcleo narrativo; esa conversación telefónica inaugura una función cardinal. Luego de la conversación telefónica y antes de ejecutar la acción correlativa –el correlato de esa conversación telefónica–, el personaje prende un cigarrillo, empieza a caminar de un extremo al otro de la habitación, se sirve un trago; estas serían todas acciones secundarias, catálisis, pero que a su vez sirven como indicios para caracterizar el efecto de la situación sobre el personaje, los sentimientos que pueden provenir de esa conversación telefónica, o bien para caracterizar al propio personaje. Es decir, esta acción que, desde el punto de vista del desarrollo del relato, es una catálisis, que se podría omitir sin tergiversar fundamentalmente el hilo narrativo, sin modificar la historia en lo fundamental, aporta información necesaria para la construcción de la ficción. Entonces, un mismo elemento puede tener dos funciones distintas en un relato. Barthes da el ejemplo de una novela de James Bond, en la se dice: “James Bond levantó uno de los cuatro teléfonos que había sobre su escritorio”. Este “levantar uno de los cuatro teléfonos” inaugura una función cardinal, pero, a su vez, el dato de que sean “cuatro” teléfonos es un indicio del despliegue tecnológico (para la época) de la agencia para la que trabaja James Bond. Un mismo elemento puede tener dos funciones diferentes: puede ser parte de un núcleo narrativo o de una catálisis, y a su vez actuar como indicio.
En relación con esta idea de la doble función, Ricardo Piglia publicó hace algunos años, en Clarín, un artículo que se titula “El jugado de Chéjov”, que comienza con una anécdota. Dice Piglia que, entre los papeles que se encontraron después de la muerte de Chéjov, apareció, en uno de sus cuadernos de notas, el siguiente guión: “En Montecarlo. Un hombre va al casino. Juega. Gana un millón. Vuelve a su casa. Se suicida". En la secuencia que se plantea en ese guión mínimo, tenemos algo paradojal, una contradicción entre ganar un millón y suicidarse. Desde el punto de vista de los esquemas socioculturales, el suicidio no es compatible con ganar un millón en el casino; haría falta una explicitación de causas que allí no están para vincular los dos hechos. Entonces, en principio, lo que aparece son dos historias desenganchadas: la historia del juego y la historia del suicidio. Cada una de esas dos historias responde a una lógica diferente, a una causalidad diferente. Piglia propone, como primera tesis, que todo cuento cuenta dos historias, una visible y una historia secreta. Él aclara que la historia secreta no es una historia oculta que hay que descubrir a través de la interpretación, sino simplemente una historia que se cuenta de manera enigmática. Cada una de esas dos historias responde a una lógica, a una causalidad diferente, y los mismos elementos participan de ambas; cada elemento de un cuento tiene doble función. Según Piglia, el cuento ha ido variando históricamente la forma de contar la historia secreta. En el cuento clásico, a la manera de Poe, permaneces tapada y aflora a la superficie al final, provocando sensación de sorpresa. En el cuento moderno, como el de Hemingway, la historia secreta no se cuenta nunca, no aparece nunca en la superficie, está siempre debajo de la historia visible, presionando; el cuento se narra como si el lector supiera cuál es la historia secreta, pero nunca se la revela; y esto es lo que genera tensión. Según Piglia, el cuento del jugador de Chéjov habría sido contado por Hemingway con todo lujo de detalles en la partida, la descripción del casino, las bebidas que toma el jugador, y en ningún momento habría aparecido ningún indicio que refiera al suicidio; pero se lo habría contado como si el lector supiera qué es lo que le está pasando a ese personaje. Y, finalmente, Piglia menciona a Borges. En Borges, la historia secreta es la misma; lo que va variando es el género. Según Piglia, Borges cuenta siempre la misma historia pero recurriendo a los estereotipos de distintos géneros. Dice Piglia: “Para Borges, la historia uno es un género, la historia dos es simplemente la misma”. Para atenuar la monotonía de esa historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Según Piglia, todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento:

La historia visible, el juego en la anécdota de Chéjov, sería contada por Borges según los estereotipos levemente parodiados de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos, digamos, en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contado por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.

En resumen, todos los elementos que forman parte del relato tienen alguna función. En algunos casos, esa función está directamente vinculada con la trama narrativa; en otros, en cambio, descansa más en la capacidad del lector para realizar inferencias que apelan a sus esquemas socioculturales y a su enciclopedia. Ambos tipos de funciones se complementan, e incluso se superponen. Desde un cierto punto de vista, se podría hablar de dos lógicas distintas que rigen el relato y de las que participan los mismos elementos: la historia visible, la de los acontecimientos; y la historia que se infiere, la secreta.


El pacto ficcional

Umberto Eco postula la existencia de una pacto ficcional, que autor y lector de ficción suscriben, en virtud del cual el lector acepta que lo que se cuenta en el texto son hechos imaginarios, pero no son mentiras. El lector suspende la incredulidad, su juicio acerca de la verdad o la falsedad de lo que está leyendo; así como el autor finge que los hechos que cuenta ocurrieron, el lector finge lo mismo hacer de esos hechos. Pero ambos son conscientes de que se trata de hechos imaginarios. El lector que lee un cuento de hadas, sostiene Eco en “Los bosques narrativo”, está dispuesto a aceptar que los lobos hablen; pero, como lector de ficción, también exige que los lobos que aparezcan en ese cuento de hadas actúen como lobos. En “Caperucita Roja”, si bien el lobo se comporta como un humano en muchas cosas –habla y urde un engaño típicamente humano–, también es un lobo, porque se come a las personas; tiene conductas de lobo. Esta es una característica de la ficción: aunque se esté en un mundo maravilloso, donde ocurren cosas que no ocurren en el mundo real, mantienen ciertos elementos del mundo real. Si esto no sucediera, no habría comunicación (recordemos que la comunicación descansa sobre los códigos comunes o compartidos por el emisor y receptor, y que el código sociocultural –y los esquemas que los componen– es parte de esa competencia). Eco afirma que los mundos de ficción son parásitos del mundo real: todo aquello que en un texto de ficción no se explicita, no se describe como diferente del mundo real, se presupone que es equivalente a lo que ocurren en el mundo real. Da el siguiente ejemplo: en una novela de Nerval, Sylvie, hay un momento en el que el protagonista sale de una fiesta a la noche, se sube a un carruaje para volver a su casa, recorre un trayecto, en el que se va adormeciendo y empieza a tener una ensoñación. En ningún momento, a lo largo de ese trayecto, el texto dice que el carruaje está tirado por caballos y, sin embargo, el lector, cuando lo lee, imagina el trotecito, el movimiento rítmico del carruaje que va adormeciendo al personaje. Es parte de la competencia de cualquier lector –por lo menos, de la época de Nerval– el conocimientote que los carruajes están tirados por caballos, por lo tanto se lo presupone. Ahora, ¿qué hubiera pasado, pregunta Eco, si cuando llega a destino, este hombre baja del carruaje y descubre que no hay caballo? Ese descubrimiento habría desconcertado al lector, no entra dentro de los esquemas a los que el texto apeló hasta el momento, que son los esquemas del mundo real. Si no hubiera caballo, el lector se vería obligado a volver atrás, a releer todo lo anterior, porque sentiría que las hipótesis que formuló están equivocadas, que en algún momento el texto debió haberle dado alguna señal, alguna clave, que le permitiera derivar hacia una historia fantástica o de terror. Su hipótesis de género falló. Entonces, o hay alguna indicación que él pasó por alto o el texto no cooperó; es decir, no hubo ninguna indicación en el texto ni en el paratexto que le permitiera formular la hipótesis correcta.
Cada género incluye cláusulas en el pacto ficcional que suscribe el lector. Por ejemplo, en un relato policial no hay lobos que hablen. Las cláusulas que corresponden a un relato policial dicen: 1- Se deben proporcionar al lector todos los datos necesarios para que pueda resolver el enigma por sí solo. Esta es la primera convención del género policial clásico, de enigma: hay que ofrecer al lector los elementos para que pueda arribar a la misma solución que el investigador. 2- El asesino no pude ser el narrador. Hay un famoso ejemplo en el que esa convención fue violada: un cuento de Agatha Crhistie, “El asesino de Roger Ackroyd”, donde el asesino es el narrador. Para un lector de género, que esta convención no se cumpla implica que el autor le está restando cooperación. 3- La tercera convención del género policial es que la solución no puede ser mágica ni sobrenatural; el relato policial se inscribe dentro del realismo. Claro que puede ser una solución extraña o extravagante. En el relato que inaugura el género policial, el que inaugura el género, que es “Los crímenes de la calle Morgue”, de Poe, la solución no es sobrenatural pero es muy rara, ya que el asesino es un gorila.
En síntesis, el pacto ficcional supone que el lector suspende sus juicios de verdad frente a los hechos que se le narran; es decir, no es válido preguntarse si es cierto, si pasó o no pasó lo que se cuenta. En cambio, es posible interrogarse sobre la verosimilitud de lo narrado, y la idea de “verosimilitud” remite al género, a lo admitido por las convenciones del género.


Verosimilitud

La noción de “verosimilitud” se aplica, por una parte, a los géneros que pertenecen al campo de la argumentación, y éste es el origen del término; y por otro, a los géneros ficcionales. Entonces, la noción de “verosímil” es pertinente tanto para la argumentación como para la ficción.
En la introducción a Lo verosímil, Tzvetan Todorov cuenta una anécdota: en el siglo V a. C., hubo, en Grecia, una disputa entre dos ciudadanos que terminó en un accidente. Al día siguiente, los ciudadanos en disputa se dirigieron a las autoridades para pedirles que intervinieran y decidieran cuál de los dos era culpable del accidente. La decisión no era fácil porque no había testigos, sólo se contaba con el relato de los participantes. Se decidió, entonces, dar la razón a aquel cuyo relato resultara más creíble. Así, el relato más “verosímil”, el que parecía más verdadero, fue el que triunfó. En la Grecia antigua, se tenía conciencia del poder del discurso para persuadir, aun cuando lo que se estuviera diciendo no fuera verdadero. Éste es el campo de investigación de la retórica, y el campo en el que se desarrolla la argumentación. Los sofistas enseñaban a utilizar el discurso para convencer, enseñaban a elaborar un discurso verosímil. Lo verosímil es lo que parece verdadero porque se ajusta o se adecua a la opinión más generalizada, es decir, a lo que la mayoría cree que es la verdad. Se entra, así, en el campo del sentido común, la doxa, que es parte de lo que llamamos “código ideológico”.
En cuanto a lo verosímil aplicado a la ficción, el mismo Todorov, en el libro mencionado, dice que es un concepto relativo al género: cada género ficcional elabora su propio criterio de verosimilitud. Y toma el caso del género policial clásico, donde la verdad, la resolución del enigma, no coincide con lo más creíble desde el punto de vista del sentido común, es decir, con lo verosímil tal como acabamos de caracterizarlo. La verdad que el detective saca a la luz en el relato policial clásico, en general, va en contra de las expectativas del sentido común, que son las que tendría el lector. El culpable nunca es aquel hacia quien se orientan las sospechas del lector y de los personajes en general. Entonces, lo que es verosímil en el relato policial de enigma es esta inversión, que suele aparecer encarnada en parejas de personajes complementarios: uno que encarna el sentido común y el otro, la inteligencia especulativa. Hay duplas famosas, como la de Sherlock Holmes y Watson, o el Padre Brown y Flambeau en los cuentos de Chesterton (el Padre Brown es el investigador y su compañero Flambeau es un antiguo ladrón que el curita ha redimido y que lo acompaña después en sus investigaciones). En el policial, entonces, lo verosímil está armado en base a esa inversión y sentido común; esto es parte del pacto ficcional correspondiente al género.
Ahora bien, si se piensa la ficción desde una perspectiva pragmática, se puede ensayar una definición de “verosimilitud” apta para cualquier género ficcional. La ficción ha sido definida como un “acto de habla lúdico”, de la naturaleza del juego. Los chicos, cuando juegan, entran en un mundo que no es real, suspenden las leyes del mundo real para entrar en otro mundo que tiene leyes propias. Participan de ese mundo, aun sabiendo que lo que está ocurriendo no es la realidad. Una característica de la ficción es ese “como si”. Cuando se lee un texto de ficción, se suspende, mientras dura la lectura, la incredulidad o la duda respecto de eso que se está leyendo, y se lo cree, no como verdadero sino como ficción. No hay posibilidad de sentir placer en la lectura de un texto ficcional si no existe esta operación. La eficacia de la ficción, desde un punto de vista pragmático, descansa en su “credibilidad”, o, en otras palabras, en su verosimilitud.
Un procedimiento para crear verosimilitud es introducir nombres propios que remiten a lugares o a personajes que tienen existencia fuera de la ficción. Y también, inventar nombres que parezcan reales. En la literatura, muchas veces se inventan nombres teniendo en cuenta cómo se componen los nombres en la vida real, de manera de verosimilizar a los personajes o los lugares que llevan esos nombres, de volverlos creíbles. Se trabaja de un modo similar a como lo hacen los publicistas cuando inventan nombres de productos: en general, cuando se lanza un producto al mercado, la decisión del nombre que se le da es bastante estudiada. Hay un famoso artículo de Roland Barthes, en La semiología, donde él plantea que las pastas tienen que tener un nombre italiano o que suene a italiano, porque Italia es la cuna de las pastas y la calidad de las pastas está relacionado con lo italiano; una marca de fideos, dice Barthes, tiene que evocar la “italianidad” del producto. El nombre propio connota nacionalidad, pero también otras cosas, como nivel social, edad o época. En distintas épocas, se ponen de moda diferentes nombres y, por lo tanto, el nombre está fechando, de alguna manera, al personaje o la acción. Por otra parte, muchos nombres, en su origen, tienen un significado; y también los apellidos. Hoy, en general, se ha perdido el significado original de los nombres. Pero en las historias de ficción suele haber nombres que describen a los personajes o dicen algo relativo a su historia. En El Señor de los anillos, Tolkien le hace decir a Bárbol, un personaje que pertenece a una raza muy antigua, la raza de los ents: “En nuestro idioma, en el viejo éntico, los nombres cuentan la historia de las personas”; es decir, en la lengua de los ents, el nombre condensa la biografía.
El recurso de verosimilización más importante del que, históricamente, se ha valido la ficción es la descripción. En el siguiente apartado se revisarán algunos de sus rasgos.


La descripción

A diferencia de la narración, la descripción implica una interrupción del devenir temporal; el tiempo se detiene. Otra diferencia es que la descripción no tiene un orden prefijado; el orden en el que se presentan los elementos es de elección del que describe. La narración tiene una cierta restricción de orden; se lo puede invertir, pero hay un orden natural, que es aquel en el que sucedieron los hechos. En el caso de la descripción, esto no ocurre.
La descripción, en general, procede por análisis, por descomposición del objeto en elementos, en partes, a los que se atribuyen cualidades, rasgos, propiedades; pero el orden en el que se presentan esos componentes puede variar. La denominación del objeto que se describe puede aparecer o no en el interior de la descripción. Por su parte, la expansión de esa denominación a través del listado de las partes o aspectos viene acompañada de una nomenclatura (las palabras o términos específicos que designan las partes) y de una serie de predicados (lo que se predica o se dice acerca del objeto y de sus partes: cómo son). Esta estructura básica de la descripción –que es la que postula Philippe Hamon en Introducción al análisis de lo descriptivo– puede manifestarse de distintas maneras. Si la denominación del objeto no aparece, es decir, si se describe algo sin nombrarlo, estamos en presencia de una descripción con rasgos de adivinanza, que plantea alguna forma de acertijo; lo mismo ocurre si la denominación aparece al final. En cuanto a la expansión a través de las partes y lo que se predica, puede haber descripciones donde solamente se haga mención a las partes, sin ningún tipo de predicación (como en el caso de los avisos clasificados, que sólo enumeran ambientes e instalaciones de un inmueble), o, a la inversa, sólo predicación, sin mención de las partes. Veamos un ejemplo de descripción tomado de una poesía:

Mi mujer de cabellera de fuego de leña
De pensamientos de relámpagos de calor
De talle de reloj de arena
Mi mujer de talle de nutria entre los ojos del tigre
Mi mujer de boca de escarapela
De dientes de huellas de rata blanca sobre la tierra blanca
De lengua de ámbar y vidrio acavernados
Mi mujer de lengua de hostia apuñalada
De lengua de muñeca que abre y cierra los ojos
De lengua de piedra increíble
Mi mujer de pestañas de palotes de escritura de niño
De cejas de borde de nido de golondrinas
Mi mujer de sienes de pizarra de techo de invernadero
Mi mujer de hombros de champán
Y de fuente con cabezas de delfines bajo el hielo

Este es un fragmento del poema “La unión libre”, de André Bretón, en el que se desarrolla una descripción del cuerpo de una mujer. La denominación del objeto o tema de la descripción está presente y se reitera (“Mi mujer”). Esa reiteración a comienzo de verso es uno de los recursos de la poesía, lo que se llama anáfora. El poema se presenta como una enumeración, una lista de las partes del cuerpo, cada una de ellas seguida de una predicación metafórica, que contiene lo más específicamente descriptivo: lo que se dice acerca de ese cuerpo.
Otra característica de la descripción es la recursividad, es decir, la posibilidad de repetir hasta el infinito la misma estructura: se describe un objeto, se lo descompone en partes y, a su vez, cada una de esas partes puede transformase en objeto de una nueva descripción, o sea, descomponerse en partes; y así sucesivamente. El objeto rara vez pone un límite a la recursividad de la descripción; el límite lo da el que escribe (sus intenciones comunicativas) o el género (en los textos didácticos o en los informativos, es raro que la descripción prolifere o se ramifique como lo hace en algunos textos literarios). Esta tendencia a proliferar, según Philippe Hamon, fue lo que llevó a los maestros de retórica a exigir un control estricto sobre la descripción. La descripción representaba un peligro, ya que, si se extendía mucho, amenazaba la unidad y la inteligibilidad del discurso. Una descripción demasiado larga desconcentra, distrae, y por eso los rétores aconsejaban acortarla. Durante mucho tiempo, la descripción, en literatura y también en la argumentación, fue considerada un adorno, era la pieza del discurso en la que el orador lucía su manejo de las figuras retóricas. Una de las formas de controlarla era la exigencia de que apareciera motivada, justificada de alguna manera. El ejemplo clásico es el de Homero: cuando aparece una descripción, siempre está justificada por la acción. Es famosa su descripción del escudo de Aquiles, en la Ilíada, una extensa descripción de las imágenes que aparecen en el escudo del héroe y que viene a cuento porque Aquiles se está vistiendo para ir a la guerra (las armas son parte del atuendo). La misma exigencia de justificación hace que muchas descripciones estén motivadas por viajes: el personaje es un viajero y es el recorrido que hace el que motiva la descripción de los distintos escenarios.
Recién en el siglo pasado, con el Romanticismo, la descripción empieza a adquirir estatuto literario. Los románticos se valen de ella para representar los estado de ánimo; por ejemplo, la descripción de un paisaje, de un lugar, expresa, a través de los adjetivos calificativos, el estado de ánimo de un personaje. En el comienzo de “La caída de la casa Usher”, de Edgar Allan Poe, dice: “Durante todo un día de otoño, triste, oscuro y silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región sumamente lúgubre del país; y al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica casa Usher”. La melancolía de la casa Usher y del paisaje que la rodea provienen del personaje que la habita. Esta es una descripción metonímica. La metonimia es una figura retórica frecuente en el lenguaje corriente, una figura de desplazamiento por contigüidad: para referirnos a un objeto, mencionamos otro que está en contacto con él. Por ejemplo, cuando decimos “Me tomé unas copitas (para referirnos al contenido, mencionamos el continente, el envase). Los escritores hacen un uso elaborado de la metonimia. Una forma de la metonimia es la que consiste en desplazar las cualidades de un objeto hacia otro con el que está en contacto, o en desplazar las cualidades de un personaje hacia un objeto de su pertenencia o hacia su entorno; por ejemplo, “la melancólica casa Usher”.
El realismo utiliza la descripción para producir impresión de realidad. Por eso, en las grandes novelas del siglo pasado (las novelas de Stendhal, Flaubert, Balzac, Tolstoi) abundan las descripciones extensas, plenas de detalles. Muchos de esos detalles descriptivos, aparentemente inútiles, están allí para crear en el lector una ilusión de realidad, para hacer verosímil lo que se cuenta. Por otra parte, esos textos prevén un lector capaz de detenerse en las descripciones, un lector curioso como el lector de enciclopedias. Philippe Hamon diferencia el lector que construye la narración del lector que construye la descripción. El primero está movido por la intriga, es un lector que quiere avanzar en la acción, al que interesa lo que viene después. El de la descripción, en cambio, es un lector que se toma su tiempo y que está impulsado por el deseo de acrecentar su conocimiento respecto de un sector de la realidad y por una cierta curiosidad léxica, una preocupación por el vocabulario.
En una época en la que no había tantas imágenes como hoy, la representación del mundo provenía casi exclusivamente de los textos. Hoy podemos ver imágenes en video, fotos, televisión, cine, lo que hace que los textos se detengan menos en descripciones y el lector se interese menos por ellas. Por eso, frente a un texto como Moby Dick, de Melville, es frecuente que los lectores contemporáneos, más interesados en la acción, se salteen los largos capítulos donde se describe minuciosamente a las ballenas, su pesca y su faenamiento. Los textos como el de Melville fueron escritos pensando en un lector que hoy probablemente sea una especie en extinción.


Resumen

Todas las culturas conocidas se valen del relato para transmitir la experiencia. La trama narrativa da cuenta de lo imprevisto y de lo “anormal”, reduciendo su singularidad a un esquema canónico, causal. De esta manera, permite interpretar ciertos comportamientos como desviaciones respecto de una norma, que ponen en riesgo la estabilidad o las certezas sobre las cuales se funda nuestra comprensión del mundo y también la convivencia y la subsistencia de un orden social dado. La trama narrativa, al reducir la incertidumbre y conjurar el riesgo, encierra en sí misma una moraleja.
La narración de ficción, en sus distintos géneros, exige del lector la suspensión temporaria de su incredulidad y la aceptación de la realidad de un mundo cuyas leyes son sólo parcialmente las del mudo real. La credibilidad de ese mundo de ficción descansa, en buena medida, en una serie de recursos destinados a sostener la “ilusión”; el juego de las perspectivas, el encadenamiento riguroso de los hechos, la representación de espacios y personajes, son algunos de ellos.
Maite Alvarado y Alicia Yeannotguy, La escritura y sus formas discursivas

8 de septiembre de 2010

Del cuento breve y sus alrededores


Julio Cortázar


León L. affirmait qu’il n’y avait qu'une chose de plus épouvantable que l’Epouvante: la journée normale, le quotidien, nous-mêmes sans le cadre forgé par l’Epouvante. —Dieu a créé la mort. Il a créé la vie. Soit, déclamait L.L. Mais ne dites pas que c’est Lui qui a également créé la “journée normale”, la “vie de-tous-les-jours”. Grande est mon impiété, soit. Mais devant cette calomnie, devant ce blasphème, elle recule.

Piotr Rawicz, Le sang du ciel.


Alguna vez Horacio Quiroga intentó un "decálogo del perfecto cuentista" [1], cuyo mero título vale ya como una guiñada de ojo al lector. Si nueve de los preceptos son considerablemente prescindibles, el último me parece de una lucidez impecable: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento”.
La noción de pequeño ambiente da su sentido más hondo al consejo, al definir la forma cerrada del cuento, lo que ya en otra ocasión he llamado su esfericidad; pero a esa noción se suma otra igualmente significativa, la de que el narrador pudo haber sido uno de los personajes, es decir que la situación narrativa en sí debe nacer y darse dentro de la esfera, trabajando del interior hacia el exterior, sin que los límites del relato se vean trazados como quien modela una esfera de arcilla. Dicho de otro modo, el sentimiento de la esfera debe preexistir de alguna manera al acto de escribir el cuento, como si el narrador, sometido por la forma que asume, se moviera implícitamente en ella y la llevara a su extrema tensión, lo que hace precisamente la perfección de la forma esférica.
Estoy hablando del cuento contemporáneo, digamos el que nace con Edgar Allan Poe, y que se propone como una máquina infalible destinada a cumplir su misión narrativa con la máxima economía de medios; precisamente, la diferencia entre el cuento y lo que los franceses llaman nouvelle y los anglosajones long short story se basa en esa implacable carrera contra el reloj que es un cuento plenamente logrado: basta pensar en “The Cask of Amontillado” “Bliss”, “Las ruinas circulares” y “The Killers”. Esto no quiere decir que cuentos más extensos no puedan ser igualmente perfectos, pero me parece obvio que las narraciones arquetípicas de los últimos cien años han nacido de una despiadada eliminación de todos los elementos privativos de la nouvelle y de la novela, los exordios, circunloquios, desarrollos y demás recursos narrativos; si un cuento largo de Henry James o de D. H. Lawrence puede ser considerado tan genial como aquéllos, preciso será convenir en que estos autores trabajaron con una apertura temática y lingüística que de alguna manera facilitaba su labor, mientras que lo siempre asombroso de los cuentos contra el reloj está en que potencian vertiginosamente un mínimo de elementos, probando que ciertas situaciones o terrenos narrativos privilegiados pueden traducirse en un relato de proyecciones tan vastas como la más elaborada de las nouvelles.
Lo que sigue se basa parcialmente en experiencias personales cuya descripción mostrará quizá, digamos desde el exterior de la esfera, algunas de las constantes que gravitan en un cuento de este tipo. Vuelvo al hermano Quiroga para recordar que dice: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste ser uno”. La noción de ser uno de los personajes se traduce por lo general en el relato en primera persona, que nos sitúa de rondón en un plano interno. Hace muchos años, en Buenos Aires, Ana María Barrenechea me reprochó amistosamente un exceso en el uso de la primera persona, creo que con referencia a los relatos de “Las armas secretas”, aunque quizá se trataba de los de “Final del juego”. Cuando le señalé que había varios en tercera persona, insistió en que no era así y tuve que probárselo libro en mano. Llegamos a la hipótesis de que quizá la tercera actuaba como una primera persona disfrazada, y que por eso la memoria tendía a homogeneizar monótonamente la serie de relatos del libro.
En ese momento, o más tarde, encontré una suerte de explicación por la vía contraria, sabiendo que cuando escribo un cuento busco instintivamente que sea de alguna manera ajeno a mí en tanto demiurgo, que eche a vivir con una vida independiente, y que el lector tenga o pueda tener la sensación de que en cierto modo está leyendo algo que ha nacido por sí mismo, en sí mismo y hasta de sí mismo, en todo caso con la mediación pero jamás la presencia manifiesta del demiurgo. Recordé que siempre me han irritado los relatos donde los personajes tienen que quedarse como al margen mientras el narrador explica por su cuenta (aunque esa cuenta sea la mera explicación y no suponga interferencia demiúrgica) detalles o pasos de una situación a otra. El signo de un gran cuento me lo da eso que podríamos llamar su autarquía, el hecho de que el relato se ha desprendido del autor como una pompa de jabón de la pipa de yeso. Aunque parezca paradójico, la narración en primera persona constituye la más fácil y quizá mejor solución del problema, porque narración y acción son ahí una y la misma cosa. Incluso cuando se habla de terceros, quien lo hace es parte de la acción, está en la burbuja y no en la pipa. Quizá por eso, en mis relatos en tercera persona, he procurado casi siempre no salirme de una narración strictu senso, sin esas tomas de distancia que equivalen a un juicio sobre lo que está pasando. Me parece una vanidad querer intervenir en un cuento con algo más que con el cuento en sí.
Esto lleva necesariamente a la cuestión de la técnica narrativa, entendiendo por esto el especial enlace en que se sitúan el narrador y lo narrado. Personalmente ese enlace se me ha dado siempre como una polarización, es decir que si existe el obvio puente de un lenguaje yendo de una voluntad de expresión a la expresión misma, a la vez ese puente me separa, como escritor, del cuento como cosa escrita, al punto que el relato queda siempre, con la última palabra, en la orilla opuesta. Un verso admirable de Pablo Neruda: Mis criaturas nacen de un largo rechazo, me parece la mejor definición de un proceso en el que escribir es de alguna manera exorcizar, rechazar criaturas invasoras proyectándolas a una condición que paradójicamente les da existencia universal a la vez que las sitúa en el otro extremo del puente, donde ya no está el narrador que ha soltado la burbuja de su pipa de yeso. Quizá sea exagerado afirmar que todo cuento breve plenamente logrado, y en especial los cuentos fantásticos, son productos neuróticos, pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación y el traslado a un medio exterior al terreno neurótico; de todas maneras, en cualquier cuento breve memorable se percibe esa polarización, como si el autor hubiera querido desprenderse lo antes posible y de la manera más absoluta de su criatura, exorcizándola en la única forma en que le era dado hacerlo: escribiéndola.
Este rasgo común no se lograría sin las condiciones y la atmósfera que acompañan el exorcismo. Pretender liberarse de criaturas obsesionantes a base de mera técnica narrativa puede quizá dar un cuento, pero al faltar la polarización esencial, el rechazo catártico, el resultado literario será precisamente eso, literario; al cuento le faltará la atmósfera que ningún análisis estilístico lograría explicar, el aura que pervive en el relato y poseerá al lector como había poseído, en el otro extremo del puente, al autor. Un cuentista eficaz puede escribir relatos literariamente válidos, pero si alguna vez ha pasado por la experiencia de librarse de un cuento como quien se quita de encima una alimaña, sabrá de la diferencia que hay entre posesión y cocina literaria, y a su vez un buen lector de cuentos distinguirá infaliblemente entre lo que viene de un territorio indefinible y ominoso, y el producto de un mero métier. Quizá el rasgo diferencial más penetrante -lo he señalado ya en otra parte- sea la tensión interna de la trama narrativa. De una manera que ninguna técnica podría enseñar o proveer, el gran cuento breve condensa la obsesión de la alimaña, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que lo rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación. El hombre que escribió ese cuento pasó por una experiencia todavía más extenuante, porque de su capacidad de transvasar la obsesión dependía el regreso a condiciones más tolerables; y la tensión del cuento nació de esa eliminación fulgurante de ideas intermedias, de etapas preparatorias, de toda la retórica literaria deliberada, puesto que había en juego una operación en alguna medida fatal que no toleraba pérdida de tiempo; estaba allí, y sólo de un manotazo podía arrancársela del cuello o de la cara. En todo caso así me tocó escribir muchos de mis cuentos; incluso en algunos relativamente largos, como Las armas secretas, la angustia omnipresente a lo largo de todo un día me obligó a trabajar empecinadamente hasta terminar el relato y sólo entonces, sin cuidarme de releerlo, bajar a la calle y caminar por mí mismo, sin ser ya Pierre, sin ser ya Michèle.
Esto permite sostener que cierta gama de cuentos nace de un estado de trance, anormal para los cánones de la normalidad al uso, y que el autor los escribe mientras está en lo que los franceses llaman un “état second”. Que Poe haya logrado sus mejores relatos en ese estado (paradójicamente reservaba la frialdad racional para la poesía, por lo menos en la intención) lo prueba más acá de toda evidencia testimonial el efecto traumático, contagioso y para algunos diabólico de The Tell-tale Heart o de Berenice. No faltará quien estime que exagero esta noción de un estado ex-orbitado como el único terreno donde puede nacer un gran cuento breve; haré notar que me refiero a relatos donde el tema mismo contiene la “anormalidad”, como los citados de Poe, y que me baso en mi propia experiencia toda vez que me vi obligado a escribir un cuento para evitar algo mucho peor. ¿Cómo describir la atmósfera que antecede y envuelve el acto de escribirlo? Si Poe hubiera tenido ocasión de hablar de eso, estas páginas no serían intentadas, pero él calló ese círculo de su infierno y se limitó a convertirlo en The Black Cat o en Ligeia. No sé de otros testimonios que puedan ayudar a comprender el proceso desencadenante y condicionante de un cuento breve digno de recuerdo; apelo entonces a mi propia situación de cuentista y veo a un hombre relativamente feliz y cotidiano, envuelto en las mismas pequeñeces y dentistas de todo habitante de una gran ciudad, que lee el periódico y se enamora y va al teatro y que de pronto, instantáneamente, en un viaje en el subte, en un café, en un sueño, en la oficina mientras revisa una traducción sospechosa acerca del analfabetismo en Tanzania, deja de ser él-y-su-circunstancia y sin razón alguna, sin preaviso, sin el aura de los epilépticos, sin la crispación que precede a las grandes jaquecas, sin nada que le dé tiempo a apretar los dientes y a respirar hondo, es un cuento, una masa informe sin palabras ni caras ni principio ni fin pero ya un cuento, algo que solamente puede ser un cuento y además en seguida, inmediatamente, Tanzania puede irse al demonio porque este hombre meterá una hoja de papel en la máquina y empezará a escribir aunque sus jefes y las Naciones Unidas en pleno le caigan por las orejas, aunque su mujer lo llame porque se está enfriando la sopa, aunque ocurran cosas tremendas en el mundo y haya que escuchar las informaciones radiales o bañarse o telefonear a los amigos. Me acuerdo de una cita curiosa, creo que de Roger Fry; un niño precozmente dotado para el dibujo explicaba su método de composición diciendo: First I think and then I draw a line round my think (sic). En el caso de estos cuentos sucede exactamente lo contrario: la línea verbal que los dibujará arranca sin ningún “think” previo, hay como un enorme coágulo, un bloque total que ya es el cuento, eso es clarísimo aunque nada pueda parecer más oscuro, y precisamente ahí reside esa especie de analogía onírica de signo inverso que hay en la composición de tales cuentos, puesto que todos hemos soñado cosas meridianamente claras que, una vez despiertos, eran un coágulo informe, una masa sin sentido. ¿Se sueña despierto al escribir un cuento breve? Los límites del sueño y la vigilia, ya se sabe: basta preguntarle al filósofo chino o a la mariposa. De todas maneras si la analogía es evidente, la relación es de signo inverso por lo menos en mi caso, puesto que arranco del bloque informe y escribo algo que sólo entonces se convierte en un cuento coherente y válido per se. La memoria, traumatizada sin duda por una experiencia vertiginosa, guarda en detalle las sensaciones de esos momentos, y me permite racionalizarlos aquí en la medida de lo posible. Hay la masa que es el cuento (¿pero qué cuento? No lo sé y lo sé, todo está visto por algo mío que no es mi conciencia pero que vale más que ella en esa hora fuera del tiempo y la razón), hay la angustia y la ansiedad y la maravilla, porque también las sensaciones y los sentimientos se contradicen en esos momentos, escribir un cuento así es simultáneamente terrible y maravilloso, hay una desesperación exaltante, una exaltación desesperada; es ahora o nunca, y el temor de que pueda ser nunca exacerba el ahora, lo vuelve máquina de escribir corriendo a todo teclado, olvido de la circunstancia, abolición de lo circundante. Y entonces la masa negra se aclara a medida que se avanza, increíblemente las cosas son de una extrema facilidad como si el cuento ya estuviera escrito con una tinta simpática y uno le pasara por encima el pincelito que lo despierta. Escribir un cuento así no da ningún trabajo, absolutamente ninguno; todo ha ocurrido antes y ese antes, que aconteció en un plano donde “la sinfonía se agita en la profundidad”, para decirlo con Rimbaud, es el que ha provocado la obsesión, el coágulo abominable que había que arrancarse a tirones de palabras. Y por eso, porque todo está decidido en una región que diurnamente me es ajena, ni siquiera el remate del cuento presenta problemas, sé que puedo escribir sin detenerme, viendo presentarse y sucederse los episodios, y que el desenlace está tan incluido en el coágulo inicial como el punto de partida. Me acuerdo de la mañana en que me cayó encima Una flor amarilla: el bloque amorfo era la noción del hombre que encuentra a un niño que se le parece y tiene la deslumbradora intuición de que somos inmortales. Escribí las primeras escenas sin la menor vacilación, pero no sabía lo que iba a ocurrir, ignoraba el desenlace de la historia. Si en ese momento alguien me hubiera interrumpido para decirme: “Al final el protagonista va a envenenar a Luc”, me hubiera quedado estupefacto. Al final el protagonista envenena a Luc, pero eso llegó como todo lo anterior, como una madeja que se desovilla a medida que tiramos; la verdad es que en mis cuentos no hay el menor mérito literario, el menor esfuerzo. Si algunos se salvan del olvido es porque he sido capaz de recibir y transmitir sin demasiadas pérdidas esas latencias de una psiquis profunda, y el resto es una cierta veteranía para no falsear el misterio, conservarlo lo más cerca posible de su fuente, con su temblor original, su balbuceo arquetípico.
Lo que precede habrá puesto en la pista al lector: no hay diferencia genética entre este tipo de cuentos y la poesía como la entendemos a partir de Baudelaire. Pero si el acto poético me parece una suerte de magia de segundo grado, tentativa de posesión ontológica y no ya física como en la magia propiamente dicha, el cuento no tiene intenciones esenciales, no indaga ni transmite un conocimiento o un “mensaje”. El génesis del cuento y del poema es sin embargo el mismo, nace de un repentino extrañamiento, de un desplazarse que altera el régimen “normal” de la conciencia; en un tiempo en que las etiquetas y los géneros ceden a una estrepitosa bancarrota, no es inútil insistir en esta afinidad que muchos encontrarán fantasiosa. Mi experiencia me dice que, de alguna manera, un cuento breve como los que he tratado de caracterizar no tiene una estructura de prosa. Cada vez que me ha tocado revisar la traducción de uno de mis relatos (o intentar la de otros autores, como alguna vez con Poe) he sentido hasta qué punto la eficacia y el sentido del cuento dependían de esos valores que dan su carácter específico al poema y también al jazz: la tensión, el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de parámetros pre-vistos, esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable. Los cuentos de esta especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector que los merezca: son criaturas vivientes, organismos completos, ciclos cerrados, y respiran. Ellos respiran, no el narrador, a semejanza de los poemas perdurables y a diferencia de toda prosa encaminada a transmitir la respiración del narrador, a comunicarla a manera de un teléfono de palabras. Y si se pregunta: Pero entonces, ¿no hay comunicación entre el poeta (el cuentista) y el lector?, la respuesta es obvia: La comunicación se opera desde el poema o el cuento, no por medio de ellos. Y esa comunicación no es la que intenta el prosista, de teléfono a teléfono; el poeta y el narrador urden criaturas autónomas, objetos de conducta imprevisible, y sus consecuencias ocasionales en los lectores no se diferencian esencialmente de las que tienen para el autor, primer sorprendido de su creación, lector azorado de sí mismo.
Breve coda sobre los cuentos fantásticos. Primera observación: lo fantástico como nostalgia. Toda suspension of disbelief obra como una tregua en el seco, implacable asedio que el determinismo hace al hombre. En esa tregua, la nostalgia introduce una variante en la afirmación de Ortega: hay hombres que en algún momento cesan de ser ellos y su circunstancia, hay una hora en la que se anhela ser uno mismo y lo inesperado, uno mismo y el momento en que la puerta que antes y después da al zaguán se entorna lentamente para dejarnos ver el prado donde relincha el unicornio.
Segunda observación: lo fantástico exige un desarrollo temporal ordinario. Su irrupción altera instantáneamente el presente, pero la puerta que da al zaguán ha sido y será la misma en el pasado y el futuro. Sólo la alteración momentánea dentro de la regularidad delata lo fantástico, pero es necesario que lo excepcional pase a ser también la regla sin desplazar las estructuras ordinarias entre las cuales se ha insertado. Descubrir en una nube el perfil de Beethoven sería inquietante si durara diez segundos antes de deshilacharse y volverse fragata o paloma; su carácter fantástico sólo se afirmaría en caso de que el perfil de Beethoven siguiera allí mientras el resto de la nubes se conduce con su desintencionado desorden sempiterno. En la mala literatura fantástica, los perfiles sobrenaturales suelen introducirse como cuñas instantáneas y efímeras en la sólida masa de lo consuetudinario; así, una señora que se ha ganado el odio minucioso del lector, es meritoriamente estrangulada a último minuto gracias a una mano fantasmal que entra por la chimenea y se va por la ventana sin mayores rodeos, aparte de que en esos casos el autor se cree obligado a proveer una “explicación” a base de antepasados vengativos o maleficios malayos. Agrego que la peor literatura de este género es sin embargo la que opta por el procedimiento inverso, es decir el desplazamiento de lo temporal ordinario por una especie de “full-time” de lo fantástico, invadiendo la casi totalidad del escenario con gran despliegue de cotillón sobrenatural, como en el socorrido modelo de la casa encantada donde todo rezuma manifestaciones insólitas, desde que el protagonista hace sonar el aldabón de las primeras frases hasta la ventana de la bohardilla donde culmina espasmódicamente el relato. En los dos extremos (insuficiente instalación en la circunstancia ordinaria, y rechazo casi total de esta última) se peca por impermeabilidad, se trabaja con materias heterogéneas momentáneamente vinculadas pero en las que no hay ósmosis, articulación convincente. El buen lector siente que nada tienen que hacer allí esa mano estranguladora ni ese caballero que de resultas de una apuesta se instala para pasar la noche en una tétrica morada. Este tipo de cuentos que abruma las antologías del género recuerda la receta de Edward Lear para fabricar un pastel cuyo glorioso nombre he olvidado: Se toma un cerdo, se lo ata a una estaca y se le pega violentamente, mientras por otra parte se prepara con diversos ingredientes una masa cuya cocción sólo se interrumpe para seguir apaleando al cerdo. Si al cabo de tres días no se ha logrado que la masa y el cerdo formen un todo homogéneo, puede considerarse que el pastel es un fracaso, por lo cual se soltará al cerdo y se tirará la masa a la basura. Que es precisamente lo que hacemos con los cuentos donde no hay ósmosis, donde lo fantástico y lo habitual se yuxtaponen sin que nazca el pastel que esperábamos saborear estremecidamente.


[1] I - Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo.
II - Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
III - Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
IV - Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V - No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
VI - Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
VII - No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII - Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX - No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
X - No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento
.


Cortázar, Julio, Último Round, México D.F., Siglo XXI, 1990

20 de julio de 2010

La metamorfosis

La letra K

Muchas veces, como lectores, cuando una obra nos atrae sentimos interés por conocer la vida del autor. Ingenuamente solemos buscar claves de lectura en su biografía, como si los episodios de su vida pudieran aclararnos los aspectos oscuros de sus textos. Sin embargo, no hay una correspondencia mecánica, directa entre vida y obra, ya que la literatura no es solamente una trascripción de sentimientos y experiencias personales, sino que entre estos y los textos existen complejas mediaciones.
Teniendo en cuenta la objeción anterior, sin desmedro de esta, la curiosidad del lector no se limita a la vida del autor. Hay un sentimiento que subyace en la lectura de la literatura y es el de una comunicación interpersonal, como si lector y autor, a pesar de las distancias y el tiempo, pudieran encontrarse a través del texto. Este interés en el autor se vuelve particularmente intenso en la lectura de la obra de Kafka. Algunas circunstancias refuerzan la asociación entre él y su obra.
En primer lugar el nombre que dio a los protagonistas de dos de sus novelas: Joseph K., en El proceso, y el señor K., en El castillo, remiten indirectamente a su nombre propio; también el apellido del protagonista de La metamorfosis, Gregor Samsa, ha sido leído como una transformación del nombre de Kafka por repetir la misma simetría de vocales y consonantes. Kafka mismo se refiere al nombre de sus personajes con estas palabras: “Encuentro ofensivo la letra K, casi nauseabunda, y sin embargo, la sigo utilizando pues debe ser característica mía.”
[1]
En segundo lugar podríamos hablar del mundo de sus ficciones. Se trata de un mundo conocido y extraño a la vez, al que la mayoría de los críticos han relacionado con la pesadilla. Pensar la pesadilla equivale a pensar una ecuación entre mundo exterior y experiencia subjetiva. Si estando “despiertos” cada uno de nosotros vive una misma situación de maneras diferentes, esta distinción se acentúa extremadamente en la transformación que, a través del sueño, podemos hacer de nuestras vivencias. Por último, Kafka escribió un diario durante trece años, y mantuvo una intensa correspondencia con las mujeres con quienes entabló relación. Estos textos forman parte hoy del corpus publicado de la obra kafkiana y son considerados a la para de sus obras de ficción, acentuado por un lado el interés por su vida y dando, por el otro, un valioso material para su conocimiento.
Kafka nació en Praga, capital de Checoslovaquia, el 3 de julio de 1883. En ese momento Praga formaba parte del imperio austrohúngaro, cuya capital era Viena. Dicho imperio se encontraba en decadencia, proceso que culminaría en la Primera Guerra Mundial y del cual Kafka fue un atento testigo.
La familia de Kafka pertenecía a la minoría judía de la ciudad de Praga y había adoptado la lengua alemana. Esta cuestión fue crucial para la vida del escritor, quien desarrolló toda su obra en dicho idioma. Sin embargo, el alemán de Praga que aprendió Kafka era una lengua más bien abstracta, neutra, carente de resonancias sociales, culturales e históricas debido al aislamiento de la población de habla alemana en medio de un pueblo que hablaba el checo. Además Kafka pertenecía a la comunidad judía, para quienes el alemán no era sino una lengua en préstamo. “Ayer se me ocurrió –anota Kafka en sus Diarios el 24 de octubre de 1911– que tal vez yo no hubiera querido nunca a mi madre como se merecía, y como hubiera podido quererla, porque el idioma alemán me lo impedía. La madre judía no es una Mutter, llamarla Mutter le da un aire levemente cómico (…) para los judíos Mutter es algo netamente alemán, inconsciente encierra junto con el esplendor cristiano la frialdad cristiana; la mujer judía a quien se llama Mutter no nos parece por lo tanto solamente cómica, sino también buera de lugar (…)”. La imagen que propone el crítico literario contemporáneo George Steiner para comprender la relación de Kafka con el alemán resulta esclarecedora: “Kafka estaba dentro de la lengua alemana como un viajero en un hotel: una de sus imágenes clave. La casa de las palabras no era ciertamente suya”.
[2]
El padre de Kafka pertenecía a una familia pobre de Europa oriental y fue sólo gracias a sus esfuerzos y logros que consiguió una posición bastante acomodada. La madre, en cambio, provenía de una familia de mayor nivel intelectual entre cuyos miembros se contaban algunos rabinos y profesionales liberales. La conflictiva relación con su padre lo marcó a Kafka de por vida, como lo demuestra en Carta al Padre, que forma parte de este libro y que, como se sabe, nunca llegó a menos de su destinatario.
Kafka cursó sus estudios primarios y secundarios en colegios alemanes. Luego eligió la carrera de Derecho y se doctoró en 1906. Durante la etapa de estudiante asistió a cursos y conferencias que mezclaban objetivos anarquistas y socialistas, así como otros que tenía que ver con la incipiente nacionalismo checo. También se acercó a grupos sionistas, aun cuando no llegó a adherir totalmente con esta causa.
Una vez recibido de abogado, Kafka decidió no trabajar en el negocio que tenía su padre y entró en una compañía de seguros para trabajadores: Compañía de Seguros de Accidentes de Trabajo para el Reino de Bohemia en Praga. Por aquel entonces, los obreros estaban expuestos a espantosos accidentes en sus lugares de trabajo. Sin embargo, mientras Kafka trabajó en la compañía, se comenzaba a insistir en la seguridad como un complemento en la prestación del seguro. Desde su puesto, él supervisó la instrumentación de muchas medidas preventivas que ayudaron a salvar cientos de vidas, sobre todo en la industria maderera. Permaneció en la misma compañía durante casi veinte años, hasta que tuvo que jubilarse por enfermedad. El escritor se quejaba en los Diarios de incompatibilidad entre su trabajo y la literatura, pero lo cierto es que sus conocimiento del derecho influyeron notoriamente en sus relatos, tanto en el uso despojado y preciso del lenguaje, análogo al de la práctica legal, como en los escenarios propios de los tribunales, en sus sutiles observaciones respecto de la explotación del trabajo y de las relaciones jerárquicas.
Comenzó a escribir desde muy joven, y ya en 1916 publicó La metamorfosis, uno de sus textos más atractivos. Para escribir este relato interrumpió la escritura de su primer novela América, por seguir una ocurrencia que le surgió una noche al acostarse. En sus Diarios, que escribió desde 1910 a 1923, puede leerse con qué angustias y dificultades se encontraba Kafka al escribidor. Lo hacía durante la noche, robándole horas al sueño, siempre atormentado por la imposibilidad de dedicarle todo el tiempo necesario, fluctuando entre el entusiasmo y la frustración por no conseguir lo que pretendía. Pese a que no publicó muchos textos, formaba parte de un pequeño círculo de intelectuales a quienes les leía a sus manuscritos.
Kafka tuvo tres relaciones amorosas importantes y conflictivas. La primera de ellas con Felice Bauer, con quien se comprometió dos veces sin poder cumplir su palabra de casamiento. Esta relación terminó en su juicio que le entabló la familia por incumplimiento y que ha sido relacionado muchas veces con el argumento de su novela El proceso. La segunda, con Milena Jesenká, una mujer proveniente de una distinguida familia checa de origen cristiano, quien militaba en el nacionalismo checo y que se encargó de la traducción al checo de algunos de sus relatos, entre ellos La metamorfosis. La tercera, con Dora Dimant, una conocida hebraísta que formaba parte de las secta de los jasidim (grupo místico judío) con quien vivió sus últimos años. Las vicisitudes de estas relaciones fueron registradas por Kafka en las páginas de su diario y en las numerosas cartas que les escribiera a dichas mujeres y que fueron publicadas póstumamente.
Kafka padeció tuberculosis desde muy joven, por este motivo tuvo que jubilarse tempranamente y pasar largas temporadas internado. Esta enfermedad lo llevó a la muerte un 3 de junio de 1924, un mes antes de cumplir los cuarenta y un años.


El mundo bajo la lupa

Por un lado los textos de Kafka cuentan algo único, absolutamente singular; por otro, parece que lo cuentan sólo para expresar un significado general, que trasciende la historia contada.
En las novelas, como en la mayoría de los cuentos, el narrador se ocupa de mostrarnos todos los detalles que caracterizan la singularidad de una vida determinada: los muebles que tiene la habitación donde se desarrolla una escena, la cantidad de puertas, el hábito de mirar por la ventana, el paisaje que se be por la ventana, el detalle de un objeto sobre una mesa, la cantidad de miembros de la familia, los amigos, los pormenores del trabajo del protagonista e infinidad de gestos minúsculos y pensamientos ocasionales. Varios críticos han señalado este detallismo como una de las peculiaridades más notables de la escritura de Kafka. Por este registro preciso de la realidad se ha calificado su prosa de “hiperrealista”. La realidad se observa deformada, como a través de una lupa. Así ve, ejemplo, a los transeúntes por la calle:
Por la vereda, directamente delante de él, pasaban muchas personas que caminaban de maneras diversas. A veces alguno se adelantaba y cruzaba la calzada. Una niñita sostenía en sus manos extendidas un perrito cansado. Dos señores intercambiaban informaciones; uno de ellos mantenía las manos con las palmas vueltas hacia arriba y las movía regularmente, como quien estuviese sopesando algo. Más allá se podía distinguir una señora con un sombrero recargado de cintas, broches y flores, y un joven con liviano bastón y la mano izquierda –cual si la tuviese inválida– abandonada sobre el pecho, pasaba rápidamente. De tanto en tanto aparecían señores que fumaban y que llevaban delante de sí erguidas nubecillas.[3]

Podemos reconocer encada pincelada de esta descripción la multiplicidad de imágenes similares a las que percibimos en la vida cotidiana y que pasan ante nosotros sin dejar huella. Sin embargo, el solo hecho de detenerse en ellas con una descripción tan pormenorizada, enrarece la atmósfera con un extrañamiento a través del cual asoma el absurdo, el sin sentido de la infinidad de gestos minúsculos que registramos y realizamos permanentemente.
En contrapartida, otras lecturas suponen que lo central de la obra de Kafka no son las historias singulares, sino que el escritor ha tratado de ilustrar a través de una historia particular un sentido trascendental, ya sea filosófico ya sea místico o religiosos. Blanchot, crítico francés y autor de uno de los trabajos sobre Kafka más consultados, hace una lista de tales interpretaciones trascendentales de un gran número de comentaristas: “El absurdo, la contingencia, el deseo de conquistar un lugar en el mundo, la imposibilidad de mantenerse en él, el deseo de Dios, la ausencia de Dios, la desesperación, la angustia”.
[4]
Estos dos tipos de lecturas, leer la historia peculiar y única que se nos narra o buscar un sentido trascendente, no son antagónicas. Cada lector, al acercarse a un texto de Kafka, puede oscilar entre una y otra. En uno de sus brevísimos relatos Kafka plantea este problema:

Muchos se quejan de que las palabras de los sabios son siempre dichas en sentido figurado, pero es que en la vida diaria no se las puede utilizar, y es esa vida lo único que tenemos.
Cuando el sabio dice: “Ve hacia allá”, no quiere con eso decir que debemos pasar al otro lado, cosa que ciertamente podríamos hacer, siempre y cuando el resultado de este trasladarse valiera la pena; pero no es a eso a lo que el sabio se refiere, sino a una allá legendario que no conocemos y que tampoco él puede designar con mayor exactitud, y que, por lo tanto, de nada nos puede servir.
Todas estas figuras lo único que en realidad quieren decir es que lo incompresible es incomprensible, y eso ya lo sabemos todos; pero lo que diariamente nos ocupa son otras cosas
.
[5]


La parábola sin clave

La metamorfosis es uno de los pocos textos que Kafka publicó en vida. El resto de su obra que, al momento de su muerte, incluía sus tres novelas América, El proceso y El castillo y relatos, algunos inconclusos, se la entregó a su amigo Max Brod pidiéndolo que quemara todo. Este no cumplió con el mandato y publicó los manuscritos. Como dice Borges: “A esa desobediencia feliz debemos el conocimiento cabal de una de las obras más singulares de nuestro siglo”.
[6]
Es notable que a partir de esta obra destinada a la hoguera se hayan producido tanta cantidad de trabajos. El catálogo de Harry Järb Die Kafka-Literatur, que solamente consiste en la lista de los títulos de los diversos trabajos críticos acerca de Kafka, suma más de cuatrocientas páginas.
Una de las tendencias predominantes de la crítica ha leído los textos como alegorías. ¿Qué es una alegoría?
Veamos en primer lugar la definición que da el diccionario. “Figura que consiste en hacer patente en el discurso un sentido recto (literal) y otro figurado, ambos completos, a fin de dar a entender una cosa expresando otra diferente.”
[7]
Las fábulas, ciertos relatos religiosos, son alegorías. El teórico Todorov en su libro Introducción a la literatura fantástica[8] señala para la alegoría la existencia de dos condiciones. En primer lugar esta implica la existencia de por lo menos dos sentidos para las mismas palabras, uno literal y otro figurado. A veces el sentido primero o literal desaparece, como ocurre con los refranes. Así, por ejemplo, en “Tanto va el cántaro a la fuente que al fin de rompe”, nadie o casi nadie piensa, al oír estas palabras, en un cántaro, el agua, la acción de romper; en cambio, se capta de inmediato el sentido alegórico; es peligroso correr demasiados riesgos innecesarios, o no hay que insistir cuando sabemos que estamos frente a algo delicado. En otros casos la lectura del sentido figurado anula el sentido literal.
En segundo lugar, este doble sentido está indicado en la obra de manera explícita, no depende de la interpretación, arbitraria o no, de un lector cualquiera. Un caso que se acerca a la alegoría pura sería el de las fábulas de Esopo, La Fontaine o los cuentos de Perrault en los cuales, después del relato de una historia particular, el narrador da una moraleja, es decir, una enseñanza que explicita el sentido figurado que debemos leer en la historia. Las fábulas funcionan, entonces, como relatos cuya clave de interpretación está dada por el texto mismo. Al aportar una clave interpretativa, la alegoría anula la posibilidad de vacilar entre explicaciones racionales o sobrenaturales de un acontecimiento, siendo esta vacilación lo que caracteriza al género fantástico. Por este motivo, Todorov señala que lo alegórico impide que un texto sea leído como fantástico.
También las religiones utilizan la alegoría como un modo de enseñanza. En la tradición judía, las alegorías son un recurso típico del Talmud. El Talmud consta de sesenta y tres tomos, ninguno de los cuales es obra de un solo autor. En ellos se recopila la Ley Oral, fundamentada en un trabajo de interpretación de la Biblia durante seis siglos. La parte legislativa, el derecho consuetudinario o halajá se encuentra entretejida con textos narrativos-alegóricos o hagadáh cuyo fin es ilustrar el pensamiento que se está discutiendo.
La crítica ha relacionado muy a menudo las narraciones de Kafka con esta tradición judía. El pensador judío alemán Walter Benjamin señala:

Tal vez su prosa no pruebe nada; de todo modos está hecha de tal manera que puede a cada momento insertarse en contextos demostrativos. Habrá que recordar aquí la forma hagadáh: así se llaman entre los judíos las historias y anécdotas de la literatura rabínica que sirven de ilustración y conformación de la doctrina (de la halajá).
[9]

En la literatura la alegoría no se da siempre en un estado tan puro como en los señalados anteriormente. Todorov analiza textos en los cuales el lector vacila entre un sentido figurado y uno literal. Sin embargo, la lectura alegórica estaría autorizada por ciertas marcas textuales como pueden ser pensamientos del protagonista, contradicciones entre el armazón lógico del relato y un hecho extraño o sobrenatural que irrumpe en él. En este sentido, podríamos pensar en la posibilidad de una lectura alegórica de La metamorfosis. El relato comienza con un hecho “sobrenatural”, la transformación de Gregor Samsa en insecto. Lo que primero llama la atención es la reacción tanto del protagonista como la de los que lo rodean: si bien el acontecimiento es sancionado como una aberración moral, nadie parece asombrarse de que haya podido suceder algo semejante. Esto ha dado pie a interpretaciones que consideran que tal falta de asombro es una marca que autoriza una lectura alegórica, es decir, se nos está queriendo decir otra cosa. Sin embargo ¿qué interpretación aceptar? ¿Cuál es el sentido válido? No hay duda de que es posible proponer diversas interpretaciones alegóricas del texto, pero este no ofrece ninguna indicación explícita que legitime alguna de ellas. Esto mismo sucede con muchos relatos kafkianos.
Por esta razón se puede considerar la obra de Kafka como una parábola sin clave, que a cada paso pide interpretación pero a cada paso obstruye, oscurece su sentido. Esta imposibilidad de acceder al mensaje último ha sido tematizada en un relato que aparece en “La muralla china”:

A ti, al aislado, al más oscuro súbdito, a la pequeñísima sombra acurrucada lejos del gran sol imperial, a ti, precisamente a ti, el Emperador envía un mensaje desde su lecho de muerte. El Emperador ha dispuesto que el mensajero se arrodille a su lado y le ha dicho el mensaje al oído; tan importante es el mensaje que el mensajero ha tenido que repetírselo. El Emperador lo ha confirmado con un signo de cabeza. Ante los congregados espectadores de su agonía –todos los muros interiores han sido derribados y en las enormes escaleras abiertas forman rueda los príncipes del Imperio– el emperador despacha el mensaje. En el acto el mensajero se pone en marcha; es un hombre fuerte, incansable; una vez con el brazo izquierdo, otra vez con el derecho, se abre camino entre la turba; si encuentra resistencia le basta señalar su pecho donde brilla el signo del sol; nadie avanza como él. Pero las muchedumbres son tan inmensas; sus habitaciones no tienen fin. ¡Cómo correría, si pudiera llegar a campo abierto! ¡Qué pronto escucharías en tu puerta el golpe magnífico de sus puños! En cambio, agota inútilmente sus fuerzas; aún no ha salido de las cámaras del palacio interior; no saldrá nunca de ellas, y aunque lo hiciera de nada le serviría: tendría que franquearse un camino escaleras abajo, y aunque lo hiciera nada ganaría: tendría que atravesar los patios después de los patios el segundo palacio exterior, y de nuevo escaleras y patios; y de nuevo un palacio, y así durante miles de años, y aunque llegase a la última puerta –pero eso nunca, nunca podría suceder– lo reodearía la ciudad imperial, el centro del mundo, impenetrablemente repleto de gente. Nadie se puede abrir camino por ahí ni siquiera el mensaje de un muerto. Tú, aún así, guardas en tu ventana y lo sueñas, cuando llega la noche.
[10]


El poderoso adjetivo

Ni fantástica, ni realista, ni alegórica, la obra de Kafka siempre se ha resistido a los encasillamientos y a las clasificaciones. Por el contrario, tal es la singularidad del universo que despliega que ha dado origen a un nuevo adjetivo: kafkiano. Este adjetivo aplicable a ciertas situaciones de la vida cotidiana.
En los textos de Kafka encontramos dos atributos que en apariencia resultan antagónicos, pero cuya amalgama produce una escritura muy peculiar: el lenguaje objetivo y neutro en contraposición con las situaciones absurdas que refiere. Este uso particular del lenguaje se acerca a la retórica propia de lo jurídico tanto en su organización lógico-argumentativa como en la selección léxica que se inclina hacia las construcciones objetivas, neutras. En una carta a Milena Jesenká, Kafka le dice que la Carta al padre está llena de trucos aprendidos en su oficio de abogado: “Mañana te enviaré la Carta la padre. Guárdala bien, por favor, quizás alguna vez quiera entregársela a mi padre después de todo. No se la muestres a nadie. Y al leerla trata de entender todas las triquiñuelas de abogado. Es la carta de un abogado…”
[11]
El absurdo no resulta tan sólo de ese “hiperrealismo” que señalamos antes. Otras descripciones o situaciones despliegan una percepción del mundo en las que vemos operar la lógica de las pesadillas. Como dice Steiner –quien prefiera caracterizar como “transrealismo” a estas minuciosidades pesadillescas–, esta

lógica de la alucinación deriva de una observación precisa e irónica de las circunstancias históricas locales. Detrás de estas exactitudes de pesadilla en que no sumen los planteamientos kafkianos se encuentran la topografía de Praga y el imperio austro-húngaro en decadencia. Praga, con su pasado de prácticas cabalísticas, con su densidad de sombras y callejuelas laberínticas, es inseparable del paisaje de las parábolas y narraciones de Kafka.
[12]

Así también el inaccesible castillo de su segunda novela es asociado con el castillo de la colina de Hradcany que domina toda la ciudad de Praga. La pesadilla kafkiana da a luz un mundo que impacta por su verdad.
Kafka nos enfrenta a la experiencia del ciudadano del Estado moderno que se encuentra sujeto a un aparato burocrático complejo e inabarcable cuyos complicados mecanismos y procedimientos no comprende ni conoce.
En el mundo de Kafka el poder que domina la vida permanece necesariamente inaccesible, los peldaños jerárquicos son infinitos y las leyes a las que debe responder el individuo niegan su sentido, su para qué. Como los escalones jerárquicos son infinitos, todos los niveles son a su vez súbditos, cada ejecutor de un mandato está regido a su vez por la orden de otro ejecutor de un mandato superior. El héroe kafkiano intentará una y otra vez ese acceso siempre imposible. El héroe kafkiano intentará una y otra vez ese acceso siempre imposible. Lo que nunca podrá saber es si el poder es arbitrario o es él, en tanto pequeño hombre, quien no lo puede comprender. Y esta tensión entre la denuncia de la arbitrariedad, de la injusticia y la sospecha de su propia incapacidad de comprensión nunca llega a resolverse.
El proceso narra justamente el padecimiento de esa arbitrariedad. El protagonista, Josef K., es inculpado pero jamás puede conocer cuál es su culpa ni puede tampoco saber quién lo está juzgando ni cuáles son los avatares de ese proceso que lo tiene a él por protagonismo y del que, sin embargo, se encuentra completamente excluido. Así todos sus actos carecen de sentido, no porque él no sepa lo que hace o lo que piensa sino porque no puede saber qué hacer o qué piensa quien lo juzga. Lo que se pone en evidencia es la vulnerabilidad de cada individuo frente a la omnipotencia del poder al que se be sometido en forma absoluta.
En la misma novela, un religioso intenta, en la catedral, desengañar a Josep K. respecto de la justicia, señalándole lo que está en el fundamento de la Ley. Para ello, le relata una parábola. Un hombre quiere entrar al edificio donde se encuentra la Ley pero un portero, el primero de una larga serie de custodios de sucesivas puertas, le impide el acceso. El hombre consume su vida en esa entrada sin lograr trasponer siquiera el primer umbral. Antes de morir pregunta el portero si acaso ningún hombre fuera de él se interesa por la Ley, ya que nadie se ha acercado a la puerta en todos esos años. El portero le responde que esa puerta solo a él destinada y que ahora, cuando él muerta, él mismo la cerrará.
Incluir en la novela El proceso, cuyo tema es el funcionamiento de la ley civil, este relato en boca de un religioso que lo cuenta en la catedral, condensa o pone en relación dos órdenes legislativos de los que se ha ocupado Kafka: el de la experiencia del ciudadano del Estado moderno, y el de la experiencia mística. La función de este pasaje, como dijimos antes, implica “desentrañar” a Josef K. que se queja de su situación. ¿En qué consiste este desengaño? En mostrar justamente que la Ley en tanto tal siempre ha de ser inaccesible al hombre. Esto resulta claro y evidente dentro de una catedral, es decir en el ámbito religioso, ya que la Ley en este lugar emana directamente de Dios, es Su palabra y por lo tanto el hombre no puede pretender abarcarla ni comprenderla por entero.
Muchas lecturas has visto también en estos textos una profecía de los acontecimientos históricos que sobrevendrían más tarde: el advenimiento del nazismo, el horror de los campos de concentración donde fueron exterminados seis millones de judíos. Como dice Steiner, la experiencia profesional de Kafka con las leyes nutrió su aguda comprensión de las relaciones de clase y de las realidades económicas, de la malévola e impotente burocracia que prefiguraba el progreso inevitable de la tiranía y la demagogia.

El hecho clave es la posesión de una premonición espantosa, el hecho de haber visto hasta la meticulosidad la amalgama del horror. El Proceso exhibe el modelo clásico del estado de terror (…). Desde que Kafka se puso a escribir, la llamada nocturna ha sonado en puertas sin número y el nombre de aquellos que son arrastrados para morir ‘que un perro’
[13] es legión (…). La metamorfosis de Gregor Samsa, que fue considerada sueño monstruoso por aquellos que primero tuvieron conocimiento del cuento, habría de ser el destino literal de millones de seres humanos. La palabra exacta, ungeziefer –con la que se refiere al bicho en que se ha transformado Gregor y que fue traducida como insecto, alimaña, sabandija-, es un latigazo de clarividencia; así designaban los nazis a los condenados a la cámara de gas –donde perecerían sus tres hermanos y Milena Jesenká–.[14]


[1] Kafka, Franz, Diarios, Barcelona, Bruguera, 1983.
[2] Steiner, George, Lenguaje y silencio, México, Gedisa, 1990.
[3] Kafka, Franz, Relatos completos II, “Preparativos de boda en el campo”, Buenos Aires, Losada, 1981.
[4] Blanchot, Maurice, De Kafka a Kafka, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1993.
[5] Kafka, Franz, Relatos completos II, “De las figuras”, Buenos Aires, Losada, 1981.
[6] Borges, Jorge Luis, Prólogo a La metamorfosis, Madrid, Gredos, 1986.
[7] Moliner, María, Diccionario de uso del español, Madrid, Gredos, 1986.
[8] Todorov, Tzvetan, Introducción a la literatura fantástica, Barcelona, Ediciones Buenos Aires, s. f.
[9] Benjamin, Walter, Ilustraciones 1, Madrid, Taurus, 1980.
[10] Kafka, Franz, La muralla china, México, Porrúa, 1991.
[11] Kafka, Franz, Cartas a Milena, Buenos Aires, Losada, 1981.
[12] Steiner, George, Lenguaje y silencio, México, Gedisa, 1990.
[13] Estas son las últimas palabras de El Proceso.
[14] Steiner, George, Lenguaje y silencio, México, Gedisa, 1990.
Puertas de Acceso a La metamorfosis, de Franz Kafka, Cántaro Editores, Colección del Mirador.