22 de junio de 2012


La universalidad del escritor


Por Miguel Delibes
  
Como condicionantes de la fórmula novelesca a adoptar, los personajes delatan ya su importancia dentro de la novela. Pero los personajes, unos personajes vivos, pueden conseguir que un tema aparentemente baladí se haga trascendente, y verosímil la más descabellada de las peripecias. Desde este punto de vista, la misión del novelista consiste en descifrar al hombre y, consecuentemente, su sitio debe estar cerca del hombre. Únicamente viviendo a su lado podrá un día desentrañarlo. Pero esta misión es cada día más difícil ya que nuestra época, en virtud del cine y del turismo masivo, de la rápida difusión de modos y modas, propende al mimetismo, a la uniformidad. Nada digamos de la urbanidad, que con frecuencia recata no poco la hipocresía, de tal forma que muchos rasgos distintivos, caracterizadores, se desvanecen hoy con la convivencia y los convencionalismos sociales. Pero, pese a todos los obstáculos, el novelista ha venido al mundo para eso, para descubrir lo que hay de cierto y de postizo en el hombre, para darnos su auténtica dimensión.
Este ocultamiento progresivo del hombre se acentúa a medida que asciende en la escala social y se agrupa en mayores concentraciones urbanas. De ahí mi inclinación a novelar las gentes sencillas de las pequeñas ciudades o los medios rurales. Esta tendencia mía ha sido, sin embargo, mal interpretada por algunos que entienden que, como novelista, me perjudica vivir en provincias. Ante esta afirmación no puedo ocultar mi estupor. ¿Quieren decir estos señores que es malo que mis novelas discurran de ordinario en el campo o en pequeñas capitales? ¿O quieren decir que la trascendencia de un libro es menor por ser sus protagonistas gentes sencillas o pequeños burgueses pero nunca gentes de esas que han dado en llamarse gran mundo? ¿Creen de verdad estos señores que un novelista será mejor viviendo en Madrid que en Sevilla, y mejor aun si fija su residencia en París o Nueva York?
Este hilo nos lleva sin quererlo al debatido tema de la universalidad del escritor o, quizá sería mejor decir, al de la universalidad de su obra. En multitud de ocasiones he dicho que para escribir un buen libro no considero imprescindible conocer París ni haber leído el Quijote, entre otras razones porque Cervantes escribió el Quijote antes de haberlo leído. Captar la esencia del hombre y apresarla entre las páginas de un libro es la misión del novelista. Una buena novela no es sino eso, y el libro será tanto mejor cuanto más sincera y profundamente se haga. Situar físicamente a ese hombre no deja de parecerme una cuestión accesoria a condición de que su pintura sea diestra y el fondo del retablo marche acorde con la figura central, es decir, se tengan muy en cuenta las proporciones. De este modo, resulta indiferente que nuestro personaje se mueva en una gran urbe, una capital de provincias o un minúsculo pueblecito. Por otro lado, el hecho de vivir en Buenos Aires, Londres o Nueva York, el novelista, no le quita ni le añade nada como tal novelista. La experiencia no la da la densidad demográfica del lugar de residencia sino el vivir con los ojos abiertos. En lo que personalmente me concierne, puedo afirmar que mi leve conocimiento de América no lo adquirí en Santiago de Chile, ni en Río de Janeiro, ni siquiera en Nueva York, sino en las pequeñas ciudades y en el campo. El clima cosmopolita de Buenos Aires, Río o Nueva York en poco se diferencia del de Madrid, Berlín o Roma. Diría más, en estos ambientes el instinto de observación del novelista topa con una cortina impenetrable, el bosque no le deja ver los árboles. Unos hombres asumen los modales y las reacciones de otros hombres y, a la postre, todos vienen a parecer lo mismo.
Se parte, entiendo yo, de una errónea interpretación del concepto “universalidad”. La universalidad de una novela no la impone un enfoque ambicioso ni el hecho de barajar en ella encumbrados personajes. La universalidad, a mi juicio, deriva de la agudeza y penetración con que se observa un pedazo de mundo, por pequeño que éste sea, y, a través de su interpretación y de un juego bien calculado de reflejos y resonancias, se ofrece una visión del mundo todo, de la vida toda. Pongamos, como ejemplo explícito, el de una novela de guerra. El afán de embotellar en quinientas páginas la guerra entera, todas sus incidencias, no hará el libro más universal que si a través de la pequeña guerra, de la insignificante guerra, de la anónima guerra, de un soldado raso acertamos a dar una visión dramática y viva de la guerra toda. La universalidad no derivará, pues, del número de escenarios bélicos que abarquemos, sino de la pintura de ese soldado raso y de su limitada, íntima tragedia.
Escribiendo de y en un pueblecito minúsculo se puede ser un escritor universal. La universalidad no estriba en dibujar tipos comunes o estrafalarios, sino en ahondar en el hombre y acertar con su última diferencia. Alumbrar el pedazo de mundo que le ha caído en suerte es la más excelsa tarea del novelista. Por eso yo no concedo al hecho de estar viajando sino una importancia relativa. Los viajes pueden aprovecharse en dos sentidos: Para ampliar nuestro mundo novelesco con otros seres y otros ambientes o para comprobar lo que hay de diferente, de característico, en el pequeño mundo donde habitualmente residimos. Aunque parezca paradójico, las posibilidades de universalidad son mayores a través de este segundo camino que a través del primero. Volviendo a mi personal experiencia, recuerdo que a mi regreso de Sudamérica tras una estancia de varios meses, un entrevistador me preguntó por mi impresión de aquel continente. Yo le respondí que sería una audacia de mi parte tratar de interpretar América tras una visita tan fugaz. El periodista me preguntó, sorprendido: “Su viaje, entonces, ¿no le ha servido de nada?”. Y yo le respondí: “Este viaje me ha servido para descubrir Castilla”. Y, en efecto, Castilla, la Castilla de mis libros, sólo he acertado a verla tal como es después de recorrer Europa, África y todo el continente americano. Y aun añadiría algo más: Cada salida mía al extranjero me ayuda a percibir un nuevo matiz de Castilla, matiz que hasta ese momento me había pasado inadvertido.
Admitido, pues, que la universalidad de una obra pueda venir impuesta por los problemas de interés general que en ella se planteen, pero el camino más puro,  por más difícil, para lograrla es a través de un localismo sutilmente visto y estéticamente interpretado. Don Quijote, por ejemplo, no puede ser inglés. Es su españolismo esencial, su personalidad única dentro de su profunda humanidad, lo que imprime al personaje una dimensión universal. En una palabra, cualquier escritor podrá ser bueno o malo, y la resonancia de su obra limitada o universal, pero a buen seguro la ciudad donde ha nacido y vive no tendrá la culpa de ninguna de las dos cosas.
Tampoco comparto la opinión, expuesta hace ya muchos años en la fenecida revista Cuadernos, antes del “boom” hispanoamericano, del gran escritor Antonio de Undurraga. En un ensayo, formalmente excelente, titulado “Crisis en la novela latinoamericana”, Undurraga decía, con evidente inoportunidad, que “la novela no es planta literaria apta para aclimatarse en Latinoamérica” porque “no hay allí ninguna aptitud sacerdotal para lo bello y lo fino”. “Por otra parte –añadía– atribuir sentido novelesco a todo lo que pasa en América nos parece un despropósito pues suceden demasiadas cosas insignificantes que se repiten de un país a otro, de una provincia a otra.”
A través de estas palabras podemos deducir que para Undurraga la originalidad debe radicar en el tema, en la trascendencia del tema y en su singularidad (lo repetido no vale). Yo entiendo, por el contrario, que, ante la imposibilidad de abordar temas inéditos, la singularidad, la eficacia y la universalidad de un novelista dependen de su capacidad para arrancar fulgores nuevos de temas viejos, de su talento para proyectar éstos desde un ángulo desusado y a exponerlos conforme a las reglas de una estética personal. Así, la rutina, la promiscuidad, la crueldad, la amoralidad que prevalecen en un centro militar peruano, que tan expresivamente describe Vargas Llosa en su novela La ciudad y los perros, son las mismas que reinan en tantos establecimientos semejantes de otros tantos países latinoamericanos y europeos (es decir, el tema repetido) y, sin embargo, Mario Vargas Llosa, acierta a pintar este clima bajo una luz nueva, mediante unos recursos desacostumbrados y alcanza, de esta forma, una diana literaria excepcional, lo que me lleva al convencimiento de que el arte narrativo reside, antes que en la originalidad del tema y su importancia, en el don de ahondar en la trascendencia de lo aparentemente trivial sirviéndonos para ello de unos personajes humanos consistentes.


Clarín, Cultura y Nación, jueves 19 de febrero de 1981