28 de enero de 2010





____Se tiró en la cama y pensó en el plan. Su participación era sencilla pero fundamental. Arrojar al ring la naranja con la pócima. Parecía demasiado sencillo y sin duda lo era desde la cama con las manos en la nuca mirando al techo. No tenía ganas de dormir. Quería ir al sótano. Le había dedicado poco tiempo a ese lugar maravilloso. Absorto en la realidad de esa curiosa Aldea desaprovechó ese tesoro magnífico. Saltó de la cama con los resortes del entusiasmo. No hacía tanto frío como en la víspera. De todas maneras se calzó un pulóver sobre el pijama y su par de zapatos.
____Sin hacer el menor ruido movió la cama y corrió la tapa del sótano. Tiró una manta en el piso y la apoyó sobre ella. Jalando la deslizó logrando reducir el peso a sus posibilidades. Llegó hasta detrás de la puerta y con esfuerzo la paró allí, ocultándola. Volvió la cama a su sitio. De esa manera accedería al sótano sin mover la cama ni correr la incómoda tapa. Sólo deslizarse debajo de la cama con cuidado e introducirse al sótano. Así lo hizo con magníficos resultados. Previamente puso la almohada debajo de las mantas para simular su cuerpo y tomó una caja de fósforos de su mochila.
____A riesgo de caerse llegó al sótano. El descenso debía hacerlo en total oscuridad por que la luz de la lámpara de la habitación era interceptada por la cama. Encendió la lámpara y se ubicó en la mesa que ocupaba el centro del recinto atiborrado de libros. La lámpara, con un humo que hizo arder los ojos, encendió con el poco combustible que le quedaba después de tanto tiempo en desuso. Era la segunda vez que se decía que había que ponerla en condiciones.
____Como un imán, el libro abierto y escrito con letra pequeña y dibujada, lo atrajo:
____ “... Lethien y Magdalena vinieron a ayudarme a bajar la Biblioteca al sótano. Dicen que exagero. Que la niebla es un fenómeno atmosférico. Yo insisto que el Cuerpo de Seguridad de la Aldea tiene que ver y se burlan. No me creen. Son cosas que se me meten en la cabeza. Yo les pregunto para qué formaron el escuadrón de Gríseos con sus lagartos y sus perros. No me saben contestar. Por las noches patrullan y se escuchan gritos. Los pájaros han tenido que emigrar víctimas de las persecuciones. Clausuraron el Materializador de Sueños. El Hacedor sabe algo y lo oculta, lo veo en sus ojos...” –leyó Sebastián en el diario de su Tía. Miró la Biblioteca y pensó en la mujer, deseó tenerla cerca, a su lado sana y salva. Continúo con la lectura:
____ “... los tres comandantes del Cuerpo de Seguridad tomaron el control de la Aldea. Expulsaron al Alcalde y a los Concejales los encarcelaron. Todos están confundidos y angustiados. Los Gríseos entran en las casas a la luz del día. Roban y destruyen todo lo que encuentran a su paso. Hubo una sangrienta persecución de pájaros, principales enemigos de los comandantes que, en un Edicto, se bautizaron con el nombre de Prorena...“.
____Y hojas más adelante: “... Lethien entró asustada a casa por la mañana. Dijo que pasó a buscar a Magdalena y no estaba. La casa mostraba indicios de lucha y por donde se mirara todo dado vueltas. Fuimos al Cabildo a hacer la denuncia y nos atendió un funcionario con malos tratos diciéndonos que no podían hacer nada. Delante de la casa del Hacedor pusieron a dos Gríseos con lagartos y armados con ballestas. La fábrica militar trabaja día y noche. Han perfeccionado nuevas armas. La niebla hoy estuvo más espesa que nunca. Ya no quedan pájaros en la Aldea. Muchos fueron a protegerse al Bosque. Yo debería ir también...” –debió abandonar la lectura por unos ruidos que llegaron de afuera. Apagó la lámpara por precaución y tomó la caja de fósforos. Arrimó la silla debajo de la claraboya y la abrió para poder escudriñar el exterior. Al principio no vio nada. Oía el sonido acompasado de un tambor y el murmullo de un cántico. La claraboya le otorgaba una escasa visión. No podía ver la calle en perspectiva. Cuando los tuvo casi encima advirtió que se trataba de una procesión. Las antorchas iluminaron la noche y el rumor del cántico religioso lo llenó de escalofrío. El cuadro era verdaderamente siniestro. Encapuchados blandiendo antorchas, Ciegos llevando las pancartas de Prorena, el león dorado devorándose al pájaro sobre un fondo rojo. Los flecos y el león de la bandera parecían tener vida al roce de las antorchas. Faltaba poco para la Misa de San Secario, el terrible oficio religioso que le relatara el Hacedor en el laboratorio del Alquimista. La procesión era numerosa y se dirigía hacia la Plaza Mayor donde estaba emplazada la iglesia que muchos ya llamaban de San Secario. El desfile parecía interminable. El fuego de las antorchas hacía más horroroso el espectáculo fabricando sombras gigantescas. Monstruos que danzaban en las paredes.
____Sebastián tuvo que contener un grito de desesperación cuando vio que cuatro hombres llevaban una pesada jaula llena de pájaros. El Hacedor no nombró a los pájaros, tampoco habló de sacrificios. “¿Para qué llevarían esos pájaros en la procesión?” Sebastián tendría que averiguarlo. Rompería su promesa con el Hacedor de no meterse en nada relacionado con la Misa. Se había metido en todo ese lío a causa de una paloma herida; bien justificaba afrontar nuevos peligros esa jaula con cientos de pájaros prisioneros. Temía que fueran objeto de sacrificios o que los arrojasen a los Pozos Negros Sin Retorno. Sus ojos se habituaron a la oscuridad. No necesitó de los fósforos para subir la escalera y salir del subsuelo.
____Se cubrió con una manta desde la cabeza a los pies para poder mezclarse entre la gente. Cruzó el comedor y salió a confundirse entre la muchedumbre que continuaba con sus cánticos en latín.



© Gustavo Prego


23 de enero de 2010

El sur


Jorge Luis Borges

El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura.
En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre.
La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo.
Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
–Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo.
Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran.
Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
–Vamos saliendo– dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.
De Ficciones, 1944

Los espías

Manuel Mujica Láinez
A Guillermo Whitelow
Querido Billy:

El viernes pasado, en lo de Nini Gómez, me pediste que contara el episodio de Córdoba. Inesperadamente, ese episodio de Córdoba ha llegado a adquirir cierta fama en determinados círculos de Buenos Aires, porque donde voy me preguntan qué me sucedió allí. Lo cierto es que todavía nadie, nadie, conoce el asunto, ya que he preferido callar, por tratarse de algo tan insólito que ni siquiera yo, su casual testigo, logro convencerme de que tuvo lugar. Pero sí, sí tuvo lugar, fue un hecho real, concreto, y no una pavorosa alucinación. Alguna vez, en el curso de estos últimos dos meses, he aludido a él, ante ti, ante los más íntimos –pues por momentos me resulta muy difícil callarlo–, y eso ha provocado la marea de pequeños comentarios que mencionaste en la comida de Nini, mas, como te digo, hasta ahora nadie sospecha, nadie podría imaginar qué aconteció, aparte, por supuesto, de que el motivo de tanta curiosidad es misterioso, acaso espantoso.
He resuelto, a raíz de tu pedido, que debo revelárselo a alguien y compartir el peso de su enigma. Ese alguien eres tú, mi mejor amigo, tal vez el único que me creerá cabalmente. No tendría sentido que te mintiese a ti. Te confieso que lo hago con algún remordimiento, puesto que desde hoy seremos dos los depositarios de un secreto incalificable. Eso sí, te encarezco que hagas lo posible por no divulgarlo. Insisto en que no será fácil. Por lo que a mí respecta, la razón fundamental que me impulsa a declarar lo que sé del mismo, finca en que podría desaparecer, morirme (por causas naturales o de las otras, quizás de las otras), y en que la responsabilidad de partir de este mundo con una carga tan descomunal agobia mis débiles hombros.
Me fui a Córdoba, como recordarás, a la pensión "El Miosotis", ubicada cerca de San Antonio, con el propósito de descansar. Lo merecía luego del ajetreo de estos últimos tiempos, de tanto barullo triste. Lucille me recomendó el sitio, verdaderamente encantador. Claro que ni ella ni nadie hubieran podido prever lo que allá pasaría.
Es un establecimiento pequeño, dirigido por un matrimonio inglés, que sólo recibe a una docena de huéspedes. Cuando llegué no lo habitaban, fuera de los dueños y el reducido personal de servicio, más que tres matrimonios (dos de ellos de recién casados) y una señora anciana, la cual, según se me informó en seguida, vive allí permanentemente. La primera semana transcurrió en medio de la paz absoluta: los jóvenes matrimonios se ocupaban de sí mismos; los ingleses –Mr. y Mrs. Bridge evidenciaban ser modelos de discreta prudencia; y la dama vieja, la señora de Morales Rivas, limitó su parca conversación a los temas convencionales. Me apliqué a bañarme en el solitario arroyo vecino; a beber naranjadas y vasos de vino blanco en el bar "El Cordobés"; y a pasear por los alrededores (no hay mucho que ver), respirando el aire seco que languidecía entre las quintas escasas. Una tarde, mi caminata se estiró una legua, hasta el instituto cuyo largo título no he podido aprender y que se especializa, según me explicaron, en investigaciones vinculadas con los estudios aeroespaciales. Espero no equivocarme; demasiado conoces mi ignorancia total en lo que a esa materia se refiere. Creo que en el instituto en cuestión se realizan esos estudios o búsquedas parecidas. En el Di Tella te lo aclararán. De todos modos, no me adelanté más allá de sus muros, ni me pasó por la mente entrar al caserón, el cual nada difiere de los restantes que, hundidos en el follaje, flanquean los caminos de la zona. Sólo después se me ocurrió atribuirle importancia a la proximidad de aquel centro ignoto, al que, por lo demás, probablemente no hubiera tenido acceso, de haberme propuesto tan peregrina excursión.
Mi vida se desenvolvió, en consecuencia, agradablemente: baños, paseos, lecturas; de noche, la tertulia familiar, en torno de la radio inestable, o vagas partidas de canasta, con el matrimonio mayor y la señora de Morales Rivas. Hasta que los Kohn (así declararon llamarse) aparecieron en "El Miosotis".
A todos nos desconcertó desde el primer momento –y lo comentamos con broma ociosa– su aspecto singular. Aquel matrimonio de rasgos porcinos, que supusimos cuarentón, acompañado por un hijo y una hija de aparentes diez o doce años, nos sorprendió por su obesidad excesiva, por su impasibilidad exagerada y por cierta torpeza de los movimientos, que atribuimos a su pesadez. También nos llamó la atención que vistieran ropas demasiado abrigadas, de corte antiguo, y (eso era lo más chocante, en un lugar donde la diversión máxima consistía en variar modestamente el atavío) que vistieran siempre las mismas. Pero los cuatro Kohn hicieron patente su propósito de no participar de nuestras intrigas y de consagrar la temporada que pasarían cerca de nosotros a su exclusiva intimidad. Respondían a nuestros saludos, inclinando las graves testas acartonadas; hablaban entre sí en voz inaudible y en un idioma que no llegamos a discernir, aunque parecía un dialecto alemán; y su actividad se reducía a los largos paseos que, después del desayuno, los eliminaban rumbo a las sierras. En varias ocasiones topé con ellos en algún recodo de la carretera que conduce al instituto que te mencioné, o al "castillo" de Nieva Funes, o a la Granja Suiza, y nos limitamos a reiterar los mudos cabezazos. Andaban lentamente, guiando sus corpachones como escafandras. No me inmutó su indiferencia, pues, como comprenderás, fuera de su traza absurda no había en ellos nada que me atrajese y, como el resto de los huéspedes, prescindí de los Kohn. Hubiera sido un error proponerles que interviniesen en nuestras canastas nocturnas a tan morosos compañeros. Por lo demás, los Gordos –así los designábamos, sin esforzar la imaginación– se esfumaban al tranco de paquidermos y se encerraban en sus dormitorios, en seguida después de comer.
–Esa gordura –dictaminó durante una sobremesa la señora de Morales Rivas– no es natural.
Y no lo era, ciertamente. Tampoco ese color marchito, que el sol de Córdoba no vencía, ni esa impavidez taciturna, especialmente rara en el caso de los niños, que parecían ignorar los juegos más simples y restringían su acción a acompañar a sus padres, en las largas andanzas cadenciosas, callados e indolentes, constantemente al lado de ellos, de modo que el grupo de los Gordos, cuando lo avistaba en el pueblo de San Antonio o en los senderos de las serranías, me daba la impresión de estar integrado por cuatro animales macizos, cuatro domesticados jabalíes blancos, que caminaban sobre las dos patas traseras y usaban unos trajes oscuros, merced a la infinita (e improbable) paciencia de un domador de circo. Acumulo ahora estos datos y observaciones por la importancia increíble que los Kohn cobraron para mí más tarde, pero porfío en que hasta el instante de la revelación los Gordos me interesaron tan poco como a los demás residentes de "El Miosotis". De no haberse producido esa revelación, hoy los hubiera olvidado, o tal vez los recordaría como a cuatro ejemplares de las groseras proporciones que puede alcanzar lo caricaturesco en el pobre ser humano.
Una mañana en que el calor apretó sobremanera, me dispuse a reanudar la saludable diversión del chapaleo en el arroyo próximo. Sombríos árboles escoltan su delgado caudal, que el capricho de las piedras enriquece, y allá me dirigí más temprano que de costumbre. Con el pantalón de baño por toda ropa, remonté el curso de agua siguiendo sus variaciones, siempre bajo la bóveda de ramas que apenas dejaba filtrar una indecisa luz. Quizás anduve un par de horas de esa suerte, saltando de roca en roca, hundiendo los pies en la corriente, deteniéndome a observar un insecto o una planta, pensando en las cosas absurdas que me habían acaecido en Buenos Aires y tratando de descartarlas de mi memoria, para gozar felizmente de la frescura del lugar y de su fascinación. El arroyo se tornaba, a medida que nos alejábamos de "El Miosotis", más y más misterioso. Se estrechaba, se encajonaba y tenía yo la sensación de moverme en el interior de una gruta, dentro de la cual crecían árboles tupidos. Como no había llevado reloj me inquietó la idea de haber extendido desmedidamente la salida y opté por buscar el camino, del que me separaba una barrera de marañas y peñas, para regresar en menos tiempo a la pensión. Abandoné, pues, en un giro más del arroyo, el laberinto de agua, me calcé las zapatillas y me introduje en la trabazón frondosa. Hallé un sendero, probablemente obra de cabras, y por él me adentré, calculando que desembocaría en la ruta. Treinta metros más allá me percaté de que se ensanchaba un poco, en un paraje despejado que a través de la espesura alcancé a divisar. Me costó, sin embargo, franquearme paso en la maleza, y a duras penas lo conseguí, luego de enzarzarme en filosas espinas. Debí dar un brinco para atravesar el último cerco del ramaje, y al llegar por fin al breve espacio libre tropecé con un cuerpo, con tan mala suerte que junto a él caí.
Ese cuerpo era el de la señora de Kohn. Mi cara quedó a escasos centímetros de la suya; cuando la reconocí, latiéndome el corazón por lo inopinado del lance, me incorporé rápidamente y tartamudeé unas excusas imprecisas. De inmediato me asombró su expresión. Es cierto, como antes señalé, que los Gordos se destacaban por su apatía inalterable, pero aquello superaba lo previsible. Estaba la gruesa señora echada en el pasto, cara al cielo que se entreveía en la blanda oscilación de las copas.
Tenía los ojos y la boca abiertos, y sin embargo no se movió, ni parpadeó, ni respondió a mis disculpas. Retrocedí, entre atónito y agraviado –con ser yo el ofensor– por su despreciativa displicencia, y al hacerlo mis piernas rozaron un cuerpo más. Me volví y entonces se multiplicó mi turbación, porque detrás de mí, en posturas similares a la de la señora y con la misma repudiante insensibilidad fija en los rostros, se hallaban los demás miembros de la familia. Los cuatro yacían, abandonados, cara arriba, y los cuatro tenían abiertos los ojos y las bocas. Ninguno se levantó ni insinuó un ademán. Continuaron inmóviles, en la sofocación de sus ropas de invierno, como si yo no hubiera aparecido tan bruscamente por allí. No dormían, empero. Torné a hablar a borbotones, en parte para establecer el desagrado que me causaba mi aturdimiento inocente y en parte también para quebrar un silencio que resultaba anormal, pero nadie se inmutó y en ese momento tuve miedo por primera vez. Aquello no encajaba dentro de las leyes de la lógica, y por eso, por quebrar con su inercia el compromiso equilibrado que a todos nos une, me asustó mucho más que si los cuatro se hubieran puesto a gritar o se hubieran arrojado sobre mí, con el peso de sus corpulencias, golpeándome o mordiéndome. Fíjate bien en lo irreal de la escena: el calvero cordobés en el que las abejas zumbaban; yo, casi desnudo, goteante todavía, monologando sin sentido; y los cuatro voluminosos personajes tumbados, impávidos, con los quietos ojos que apuntaban a la altura, y que no me respondían.
Transcurrieron unos segundos antes de que reparase en que una abeja, dos abejas, tres abejas, se habían posado sobre las mejillas y los labios del señor Kohn, sin que eso inmutase al interesado en lo mínimo, pues ni siquiera tuvo la precaución elemental de cerrar los párpados. Las espanté y fueron a revolotear y a pararse encima de la frente de su hija. Las espanté de nuevo y se alejaron, coléricas. Mientras esto sucedía y yo manoteaba en torno de los horizontales, ninguno evidenciaba cuánto les concernía mi operación protectora. Como cuatro ridículas esculturas abatidas, olvidadas entre las plantas silvestres, se ofrecían incólumes a la arbitrariedad de la naturaleza. Todo ello, repito, tuvo lugar en un lapso mucho menor que el que se requiere para narrarlo. Sólo entonces, sólo cuando iba de acá para allá, saltando sobre los corpazos tendidos de espalda, se me ocurrió que los Kohn podían haber muerto. Mi terror había crecido, y lo zamarreé al jefe de la familia, cosa ardua dada la importancia de su fardo, para comprobar que mi sospecha no era descabellada. ¿Muertos? ¿Los cuatro muertos? Pero ¿cómo? Y, por imposición del raciocinio, supuse que los habían asesinado. Sin embargo, a simple vista, ninguno daba muestras de haber sido objeto de un ataque violento; antes bien, las expresiones de los cuatro proclamaban que hasta el instante postrero siguieron dueños de la densa inalterabilidad que los caracterizaba. Tal vez –me dije– les hayan suministrado un veneno; o tal vez me halle ante un caso de suicidio colectivo; aunque, vaya uno a saber por qué, mi desesperación determinó que la eliminación de los Gordos no era voluntaria, sino el fruto de una acción criminal externa.
La certidumbre del cuádruple homicidio, escasamente podía contribuir a serenarme. Al contrario; acto continuo imaginé la eventualidad de que me acusasen de haber muerto a los Kohn. También me sobresaltó la perspectiva de que el asesino o los asesinos que habían suprimido a los Gordos, quizá con el propósito de robarles –aunque es obvio calcular que lo robable a cuatro turistas de la vecina pensión, dos de ellos niños, sería una insignificancia– anduvieran aún por los alrededores. Y si en el reflexivo relámpago barrunté que lograría demostrar mi falta de culpa, ya que mis antecedentes hasta ahora no me sindican como un espontáneo ultimador de gordos o de flacos, y la antipatía que en mí provocaban los Kohn no bastaba para arrojar sobre mí la sospecha de haber originado su tránsito al otro mundo, en cambio la vislumbré de que el o los criminales fuesen muy capaces de seguir merodeando por el contorno, y de que a lo peor yo sería su víctima inmediata, me angustió intensamente porque es indiscutible que, al enfrentarme con quienes habían despachado con tanta limpieza a un cuarteto robusto, mis perspectivas de salvación serían nulas.
Aquel planteo me aguzó los sentidos y me dio la medida plena de mi situación peligrosa. Estaba solo, en un lugar aislado, entre cuatro cadáveres inmensos, y cualquier acontecimiento desagradable encuadraría a la perfección en esta escena, que contrastaba con la calma pura del cielo cordobés y con el trajín rezongante de las abejas, las cuales –ahora sin que yo importunase sus paseos– habían vuelto a establecer su dominio sobre los rostros de los Kohn. Un rumor, que oí a la derecha, como de alguien que se acercase a pasos furtivos, confirmó mis prevenciones. Temblando, me refugié en las breñas rasguñadoras, y aguardé. Era un rumor sutil, más que de pasos como de algo que se desliza o que repta sobre las hojas. Progresaba, quedamente, hacia los petrificados Gordos, y la popular noción acerca del criminal que regresa al paraje de su crimen acentuó mi espanto. Se adelantaba, pero tardaba en llegar, como si no se resolviera. Por fin, cuando esperaba ya que se entreabriesen las ramas y que en el hueco surgiera el intruso, advertí, estupefacto, la invisible causa de aquellos crujidos.
Esto, Billy, es lo más embarazoso de referir, si se aspira a transmitir la verdad exacta, porque aquí lo increíble, acaso lo diabólico, comienza a afirmar su imperio, destructor del orden convencional. Y es casi imposible componer la narración justa, pues a lo largo de ella lo absurdo y lo repugnante, con un toque de adefesio, de esperpento atroz, se entrelazan tan apretadamente que el relator debería poseer mañas de equilibrista para soslayar los riesgos que proceden de esas percepciones contradictorias y dar la impresión cabal de lo que presenció sin caer en la trampa de lo grotesco.
Mis ojos, que se negaban a testimoniarlo, no vieron entonces a un hombre o varios hombres cautelosos, como presentí moderadamente. Vieron que quien aparecía en el despejado lugar era una especie de gusano gris, peludo, de unos setenta centímetros de largo, y detrás otro y otro y otro. Se arrastraban sobre los vientres inmundos y de vez en vez alzaban las cabezas y las giraban, haciendo relampaguear los ojos redondos, negros, que invadían esas cabezas anilladas. Creo que uno de ellos me descubrió, pese a que me ocultaba la fronda. No estoy seguro, pero lo confirma el hecho de que emitiese un breve silbido y de que los restantes mirasen también en mi dirección. ¿Aprecias en su totalidad mi pánico? Las ramas me trababan con sus garfios, impidiéndome retroceder; para librarme de ellas y de la pesadilla, no me quedaba más escapatoria que el claro donde yacían los Kohn y que obstruían las larvas de los ojos malignos; porque eran malignos, eran indiscutiblemente lúcidos. Así que opté por permanecer tieso y acechando; en el momento oportuno, si me atacaban, trataría de defenderme, de escabullirme. Quizá no me hubieran visto; quizá mi imaginación añadiera pavor al que la realidad me ofrecía; quizá los engendros continuaran, sin molestarme, su camino rumbo al arroyo.
Entretanto los vermes aquellos, o lo que fuesen, habían reanudado sus pegajosas ondulaciones y fue patente que avanzaban hacia los Kohn. Mi alarma se intensificó ante la perspectiva de que me tocase asistir a un festín horrible, que probablemente no podría soportar y que desencadenaría con mi reacción mi propio final, pero lo que tuve que atestiguar fue, por extraño y repulsivo, más tremendo aún.
Cada uno de los monstruos se apoderó de uno de los cuerpos. Pausadamente treparon a las moles abandonadas y sobre ellas se estiraron, como otros tantos amantes inverosímiles que buscaban las abiertas bocas. En esas bocas de peces muertos introdujeron sus cabezas y poco a poco –¿me entenderás bien?–, poco a poco se fueron metiendo en su interior, impulsándose con los infinitos tentáculos velludos, hasta que uno a uno desaparecieron dentro de los grandes organismos inanimados. Y de súbito, pero también muy despacio, los Kohn empezaron a esbozar muestras vacilantes de vida. Respiraron, pestañearon, contrajeron las manos, se estremecieron apenas. No resistí más y aproveché el lapso corto que los devolvería a su presunta normalidad para salir de mi madriguera, sin ocuparme ya de que me oyesen, y a la carrera crucé el espacio que todavía interceptaban los cuatro seres, las cuatro boas engullidoras de gusanos o, más apropiadamente, que a los gusanos amparaban en su envoltura, para zambullirme una vez más en la maraña que me separaba de la ruta principal.
Desemboqué en un parque descuidado, que luego reconocí como el del instituto de estudios aeroespaciales que arriba mencioné, ya que a la sazón mi mente no estaba en condiciones de funcionar como de costumbre. Salí a la carretera y por ella me volví, lo más velozmente que consintieron mis piernas, a "El Miosotis". La tranquilidad de los Bridge, de la señora de Morales Rivas y de los matrimonios, que se aprestaban a almorzar, no logró por cierto serenarme. Hubiera sido peliagudo comer, y peor digerir, los macarrones que me ofrecían, tras lo que había contemplado, ni menos sostener una conversación lógica con los huéspedes, pues toda mi atención se centraba en la inminencia de la entrada de los Gordos en "El Miosotis".
¿Qué secreto abominable había penetrado yo casualmente? ¿Quiénes eran, qué eran los Kohn? ¿En qué consistían? ¿De dónde procedían? ¿Qué se proponían?
¿Rondaban el instituto con algún objeto preciso? ¿Habría en el mundo otros Kohn semejantes, mitad cajas de hechura humana y mitad gigantescas lombrices, desconocidas en la Tierra? ¿Debía yo comunicar lo que había observado contra mi voluntad, para que los huéspedes pacíficos me tildaran de loco, de visionario de quimeras nauseabundas, o para sembrar entre ellos una confusión y una zozobra más que disculpables? Éstas y otras preguntas se agolpaban en mi cerebro, mientras aguardaba la vuelta de las cuatro siniestras armazones. Y sobre todas, una interrogación: ¿cuál sería mi actitud frente a los Kohn apócrifos?
Pero no regresaron a "El Miosotis". Llegó en su lugar, traída por un muchacho mensajero, una carta garabateada que anunciaba su retorno urgente a Buenos Aires; incluía el dinero de la pensión (los imagino contándolo y los pelos se me ponen de punta); e indicaba el sitio al que Mr. Bridge remitiría las maletas. Era, según anoté, el depósito de equipajes de la Estación Retiro, pero presumo que nadie las habrá reclamado y que no contendrían nada concreto. Esa misma noche me vine a la capital. La señora de Morales Rivas usó en vano su encanto antiguo, en su afán de retenerme.
Voilà mon histoire. Ahora estás tan enterado del asunto como yo y puedes sacar tus deducciones propias. La diferencia entre nosotros finca en que actuarás en tu pleno derecho al no creerme, pero ¿con qué motivo iba yo a inventar un cuento tan insufriblemente fantástico? Y hay una diferencia más: a ti no te vieron; en ti no se fijaron los ojos redondos, negros, feroces, de los cuatro gusanos Kohn, segundos antes de recuperar sus carnales envolturas demasiado abrigadas; los cuatro gusanos que yo vi cerca del arroyo, que saben que los vi, que sin duda andarán buscándome, vaya uno a adivinar bajo qué nueva traza, y que de repente me encontrarán.

Te abrazo

Manucho

1968

18 de enero de 2010

Recibimos correo

Viernes, 15 de enero de 2010 02:25:15 a.m.
Me encantó encontrar, en un blog de tan buen gusto y criterio como el de ustedes, la transcripción de un trabajo mío de 1996 sobre el género cuento.
Espero que siga siendo útil para la tarea que se proponen.
Actualmente vivo en Brasil, hace ya 13 años, y me dedico a la lingüística comparada en la Universidad de São Paulo. Fue una gran alegría ver que ese trabajo, publicado por Cántaro en una colección para secundaria, se difunda en un espacio tan agradable. Y qué trabajo de transcripción!

Muchos saludos

Adrián Fanjul.
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Los agradecidos somos nosotros Adrián. Para nuestros alumnos elegimos lo mejor en cuanto a información y tu trabajo nos resultó destacable.

Te digo que con tus palabras ahora nos agrandamos: eso de "blog de tan buen gusto y criterio" y "espacio tan agradable", es una caricia para nuestro ego.
Ahora que sabemos que nos visitás, vamos a esmerarnos más.


Un abrazo de El Escribidor de Buenos Aires.

(¿¡Qué tal, eh!? Pavada de profesional elegimos para subir a nuestro blog.)

11 de enero de 2010

El suicida

Enrique Anderson Imbert


Al pie de la Biblia abierta –donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo– alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien –¿pero quién, cuándo?– alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.

ABRIL DE 2003. Los músicos

Ray Bradbury

Los niños daban largos paseos por el campo marciano. De cuando en cuando abrían las olorosas bolsas de papel y metían allí las narices, y respiraban el penetrante aroma del jamón y de los encurtidos con mayonesa y escuchaban el gorgoteo de la naranjada gaseosa en las botellas tibias. Balanceaban las bolsas de comestibles, repletas de cebollas verdes, acuosas y limpias, de olorosas salchichas, de roja salsa de tomate y de pan blanco, y se desafiaban mutuamente a desobedecer las órdenes severas de las madres. Corrían gritando: –¡El primero se lleva todo!
Paseaban en verano, en otoño o en invierno. En otoño era más divertido, pues imaginaban entonces que arrastraban los pies entre las hojas otoñales de la Tierra.
Los niños de ojos de ágata azul, con las mejillas hinchadas de caramelos, lanzándose órdenes teñidas de cebolla, se desparramaban como canicas sobre las calzadas de mármol, a orillas de los canales.
Cuando llegaban a la ciudad muerta, a la ciudad prohibida, ya no era hora de gritar: «¡El último que llegue es una mujer!» o «¡El primero que llegue hace de músico!». Las puertas de la ciudad abandonada estaban abiertas para ellos y creían oír unos tenues crujidos en el interior de las casas, como hojas de otoño. Avanzaban imponiéndose silencio, unidos codo con codo, agitando sus palos, recordando que sus padres les habían dicho: «¡Allá no! ¡A ninguna de las ciudades viejas! Cuidado adónde vas. Recibirás la paliza más grande de tu vida cuando vuelvas a casa. ¡Te miraremos los zapatos!».
Allí, en la ciudad muerta, un montón de niños, con sus meriendas a medio devorar, se desafiaban los unos a los otros, con agudos cuchicheos.
–¡Aquí no hay nada!
Y de pronto uno de ellos echaba a correr y entraba en la casa de piedra más próxima, cruzaba la sala y entraba en el dormitorio sin mirar alrededor comenzaba a dar puntapiés y a moverse con pasos arrastrados, y las hojas negras y quebradizas, finas como jirones de un cielo de medianoche, volaban por el aire. Detrás de ese niño corrían otros seis, y el primero hacía de músico, tocando los blancos huesos xilofónicos que yacían bajo los copos cenicientos. Una enorme calavera aparecía a veces rodando, como una bola de nieve, y los niños gritaban. Las costillas parecían patas de araña y lloraban como un arpa de sonidos apagados, y los negros copos de la mortalidad volaban alrededor de la arrastrada danza de los niños. Se empujaban unos a otros y caían entre las hojas, en la muerte que había transformado a los muertos en copos y sequedad, en un juego de niños con estómagos donde goteaba la naranjada gaseosa.
Y salían de una casa para entrar en otra, y así visitaban diecisiete casas, recordando que los horrores de todas las ciudades negras serían eliminados por los bomberos, guerreros antisépticos armados de palas y cajones, apartando con las palas los andrajos de ébano y las barras de menta de los huesos, separando lenta y eficazmente lo terrible de lo normal. De modo que los niños tenían que jugar de prisa, ¡pues muy pronto llegarían los bomberos!
Luego los niños, de rostros luminosos de sudor, mordisqueaban el último emparedado. Y después de un puntapié final, de un último concierto de marimba, de una última arremetida al montón de hojas otoñales, volvían a sus casas.
Las madres les examinaban los zapatos en busca de copos negros, y una vez descubiertos, venían los baños calientes y las palizas paternas.
A fines de ese año, los bomberos habían rastrillado las hojas secas y los blancos xilófonos, y se había acabado la diversión.
De Crónicas marcianas, 1955

10 de enero de 2010

Memoria de un niño


Jorge Amado


Una de las historias de tío Álvaro ha quedado grabada en mi recuerdo, pues colaboré en su éxito. Ocurrió cuando andaba yo por los seis o siete años. Nos habíamos trasladado a Ilhèus. En nuestra casa, en las proximidades de la plaza principal de la ciudad, tío Álvaro estableció, pese a las protestas de mi padre, un próspero comercio de agua milagrosa importada de Sergipe.
Agua milagrosa descubierta poco antes en una ciudad del estado vecino, en unos terrenos próximos a la ermita de la Virgen de la O, santa responsable de las cualidades sobrenaturales del líquido que manaba abundante de una fuete escondida en el interior de una gruta. Respondiendo a los ruegos de la madre de una criatura enferma, la Virgen de la O bendijo la fuente y reveló su existencia a la afligida devota, decía el propietario del terreno donde estaban la gruta y la fuente. La criatura bebió aquella, se curó. Corrió por todo el estado la noticia del milagro. No fue el único, siguieron otros, la gruta se convirtió en lugar de peregrinación, y un vaso del agua milagrosa llegó a cien reis.
La noticia, con la garantía de un montón de verídicos relatos, llegó rápidamente a la región del cacao, poblada de gran parte por sergipanos. Pronto salieron para allá algunos enfermos en busca de cura. Prueba viva de los poderes milagrosos otorgados por la Virgen de la O a la fuente milagrosa, volvían a las tierras del cacao libres de dolor, de la enfermedad crónica considerada incurable en muchos casos. Había bastado beber un trago del agua milagrosa durante unos días y rezar unas avemarías. Creció la corriente de peregrinos. Entre ellos, mi tío Álvaro, atacado súbitamente de un intolerable reumatismo agudo.
Volvió completamente curado del reumatismo y entusiasmado con los poderes medicinales de agua tan renombrada: no había dolencia fuese cual fuese capaz de resistir unos cuantos vasos del líquido bendecido por la Virgen de la O. Buen samaritano, no se había contentado con agradecer los favores de Nuestra Señora encendiendo velas en su capilla. Deseoso de difundir el milagro entre aquellos enfermos que no podrían acudir a Sergipe, desembarcó del navío en el puerto de Ilhèus llevando en su equipaje dos latas de keroseno llenas de agua milagrosa, recogida directamente de la fuente divina. Traía además una reproducción de la imagen de la Virgen de la O. Tío Álvaro anunció la venta, a precio moderado de botellas del inestimable producto de la divina misericordia. No esperaba lucrar, y sí ayudar al prójimo extendiendo a los demás el milagro de cuyos beneficios sabía muy bien por propia experiencia.
Mi padre intentó impedir aquel santo negocio, le soltó a su hermano un sermón moral, pero ¿quién conseguía resistir la labia y los argumentos de tío Álvaro?
Según él, los poderes sobrenaturales persistirían mientras las latas no se vaciaran completamente. Antes de que el agua acabase, había que llenarlas de nuevo. Así lo hacía cuando estaban por la mitad. De este modo habría siempre una parte de agua milagrosa y conservaba los dones concedidos por la Virgen. Sin olvidar las avemarías, claro.
Fui yo su colaborador estrecho en esta rentable actividad: con las latas de keroseno a la vista, y entre ellas la imagen de la Virgen de la O, garantía de su autenticidad. Yo iba llenando las botellas, que se disputaban los enfermos que formaban largas colas.
El agua traída de Sergipe, multiplicada de acuerdo con las rigurosas exigencias de tío Álvaro duró bastante más de un mes. Por algo era milagrosa.
Cuando se agotó la clientela en Ilhèus, mi tío llevó las dos latas llenas a otra ciudad, donde enfermos anhelantes reclamaban la fabulosa linfa.
Tío Álvaro respondía a los reproches de hermano y cuñada enumerando los milagros realizados por el agua que él y yo vendíamos, curas asombrosas. Asombrosas y reales; y venía la gente a nuestra casa a agradecer la caridad de tío Álvaro. No me den las gracias a mí, respondía modesto, dénselas a la Virgen de la O. Creo que, en el fondo, se consideraba un benefactor.
De aquel caso se me quedó una curiosidad que me atenaza hasta hoy: el agua que llenaba las dos latas cuando tío Álvaro desembarcó del navío ¿era realmente de Sergipe o era agua del barco? En realidad, ¿qué importa? Fuese de la fuente lejana del barco o del grifo de nuestra cocina, operaba prodigios. Curó a mucha gente, me valió unos cruzados. El cruzado era una moneda grande de cuatrocientos reis; mi tío paga bien a sus colaboradores.

La muerte en la calle

José Félix Fuenmayor


Hoy me ladró un perro. Fue hace poquito, cuatro o cinco o seis o siete cuadras abajo. No que me ladrara propiamente, ni me quería morder, eso no.Se me venía acercando, alargando el cuerpo pero listo a recogerlo, el hocico estirado como hacen ellos cuando están recelosos pero quieren oler. Después se paró, echó para atrás sin darse vuelta, se sentó a aullar y ya no me miraba a mí sino para arriba.
Ahora no sé por qué me he sentado aquí sobre este sardinel, en la noche, cuando iba camino de mi casa. Parece que no pudiera andar un paso más, y eso no puede ser; porque mis piernas, bien flacas las pobres, nunca se han cansado de caminar. Esto tengo que averiguarlo.
También por primera vez pienso que mi casa está lejos, y esta palabra me suena extraña. Lejos. ¿Será “lejos”? Sí. Es “lejos”. Es que ya tenía olvidada la palabra.
Yo digo "casa" pero no es más que una cuevita a la salida de la ciudad, casi en el puro monte. Me gusta poner nombres así. A mis conocidos, a quienes pido los centavos que diariamente necesito, me les arrimo diciéndoles: Qué tal, caballerazo. Son pocos esos conocidos. Verdaderamente son mis amigos. Yo busco uno o dos de ellos cada día y voy dejando descansar de mí a los otros; y como sólo les pido muy de tiempo en tiempo no me huyen ni se me excusan. Cuando me encuentro alguno que no está en turno para el día, lo saludo "Qué tal, caballerazo" y sigo de largo con mi paso que siempre parece que llevo un poco de prisa. Si es alguno a quien le toca, le digo: "Qué tal, caballerazo. Échese ahí tres centavos, o cinco, o siete o diez". Con tres tengo para el café tinto. Si son cinco, hay para el pan. Si son siete, ahí está el azúcar, y entonces bajo mi mochila, saco mi jarrito y le echo el café; y saco mi botella de agua y echo, revuelvo con un dedo y así el café aumentado me alcanza para el pan. Y si son diez, añado una arepita de masa dulce. Tres es malo; cinco, regular, siete, bueno; y diez, completo. Con uno solo o con dos nada más, o sin uno o sin dos, no sé, porque nunca me ha pasado. Dios me favorece. Y también me dio el don del orden.
A veces es más de diez, porque cojo a un caballerazo en un momento así, y entonces puede haber para el almuerzo y hasta para la comida. Pero eso de almuerzo y comida no me importa mucho. Mi mala costumbre, que no he podido quitármela, es el desayuno. Otra que sí me quité, era que toda la plata me la acababa inventando cosas; y eso noté que me perjudicaba la salud y me estorbaba para caminar. Entonces dejé la mala costumbre, y lo que me quedaba lo guardaba para el otro día. Pero aunque tuviera algo guardado yo no dejaba de hacer mi trabajo de caminar. Naturalmente, mientras me duraba el guardado y yo no pedía nada; y si entretanto me cruzaba con algún caballerazo a quien le tocaba, lo saludaba y seguía de largo porque su turno quedaba aplazado.
Una vez tuve un problema de mucha plata. Llegué por la nochecita a la casa de un caballerazo a quien le tocaba y lo encontré en la terraza, donde estaba en reunión con mujeres y todo. Le dije: "Caballerazo, échese ahí tres, o cinco, o siete, o diez". Entonces otro caballerazo que estaba allí sentado se levantó y se me puso al frente y me dijo que repitiera lo que había dicho. Yo repetí. Me dijo que le explicara lo que yo quería decir con eso, y yo le expliqué, largo. Porque a mí me gusta hablar de las cosas mías y es de lo único de que hablo; porque en mis cosas veía siempre la mano de Dios. Cuando me encuentro a una persona que le pone interés a mis asuntos, hablo; pero es muy raro que la encuentre, como aquel caballerazo. Entonces me la paso callado. A mí me ven pasar, como mudo, y la gente pensará que a mí no me gusta hablar; pero no es así, es lo contrario, porque yo estoy siempre hablando, hablando conmigo mismo. Bueno: y aquel caballerazo me tendió delante de los ojos cinco pesos. Yo le veía el billetón en la mano. "Caballerazo, es de quinientos" le dije, para que se fijara, si era que se había equivocado. "Sí, tómalo" me dijo. Lo cogí, qué caray, y me despedí.
Ésta es la voluntad de Dios, pensaba yo, caminando; él me dirá lo que me corresponda hacer. Dos días, o tres, o cuatro, o cinco, tardó en llegarme la iluminación. Y entonces, lo hice: envolví el billete en un papelito y lo amarré al fondo de la mochila. Ahí está, desde entonces; para que cuando yo me muera el que me recoja lo encuentre y sea suyo. Dios le guiará la mano para que dé con él, como premio de su buena acción.
Una cosa rara, que me haya sentado aquí, cuando yo sigo siempre en viaje liso. Y acabo de fijarme que sólo he traído tres periódicos en vez de los cuatro que deben ser. Nada de esto me había sucedido nunca. Y viendo eso me quedo aquí sentado en lugar de devolverme a buscar el que me falta. Dios mío. Tú debes saber lo que me está pasando; me está pasando algo malo, pero Tú haces tu voluntad. Ahora tengo la preocupación de mi mala costumbre de abrir dos periódicos en el suelo y echarme encima dos también; porque solo traje tres, y ahora no sé si convenga más dos arriba y uno abajo que dos abajo y uno arriba. Dios mío, líbrame de esta preocupación, porque me siento sin ganas de devolverme a buscar el que me falta.
Hace tiempo tenía yo una manta. Dios me hizo ese milagro, porque me condujo a pasar por una casa en el momento en que un hombre en la puerta decía, y yo lo oí: "Llévese eso y bótelo". Miré, y vi la manta. Y le dije al hombre: "Qué tal caballerazo; échesela acá si va a botarla"; y el hombre me la dio.
Aquel fue un buen tiempo. Comenzó cuando yo estaba ya cansado de pedir alojo, hoy aquí, mañana allá, porque no me lo daban más que una vez. Yo solo pedía que me dejaran dormir en la cocina o bajo alguna enramadita, o en cualquier parte del patio; en cualquier parte que no fuera la calle, en un sardinel, como estoy ahora; porque yo tengo mis gustos y hay dos cosas que no paso: ni dormir en un sardinel, en la calle, ni pedir comida: Siempre me contestaban con mala cara, lo mismo cuando me decían sí que cuando me decían no. A veces tenía que rogar el favor en dos o tres o cuatro o cinco casas antes de conseguirlo. Y un día que pedí permiso para ir atrás en un patio por una necesidad, vi un hoyo en el suelo que quién sabe si lo habían hecho puercos o lo cavó algún perro. Lo medí con el ojo y lo encontré de mi largo y ancho, y bien seco estaba. Miré para la casa, y lo tapaba la cocina. Miré derecho para la calle, y había un portillo en la cerca. De una vez lo pensé. Y en seguida fui a hablar con la gente de aquella casa y expliqué mi asunto: que yo siempre llegaba a acostarme muy tarde cuando todos están durmiendo; y salía muy temprano, cuando nadie se había levantado; y allí estaba el portillo para entrar y salir sin que sintieran; y como no iba a molestar a nadie, que me dejaran dormir en el hoyo del patio que no se veía desde la casa porque lo tapaba la cocina: todo bien explicado. Aquella gente era buena y me lo permitió.
La primera noche, cuando me metí en el hoyo creí que el frío de la tierra no iba a dejarme pegar los ojos. Pero Dios me ayudó, porque después de rato ya estuve en calorcito. Lo mismo siguió pasándome todas las noches.
Una noche, cuando menos lo pensaba, me cayó un aguacero; pero fue ya a la madrugada, casi cuando iba a levantarme, y me salí y me sequé con la brisa, caminando. Y mientras andaba se me presentó en la cabeza un pedazo de cerca con una lámina de zinc que quedaba a tres, cuatro, o cinco o seis o siete pasos del hoyo. Esa misma noche aflojé la lámina, la quité y la puse de tapa al hoyo; y por la mañana la volví a su sitio; y nadie se dio cuenta, y así seguí haciendo; y ya podía llover. Esa idea del zinc no me vino de Dios, porque Él es bueno, y aquello de usar la lámina sin autorización era cosa que no debí hacer, cosa mala. La idea me vino de la lluvia, que no es ni buena ni mala; pero tapar el hoyo era bueno. Como fuera, Dios me lo perdonó; porque al otro día del zinc, me mandó la manta.
Aquel buen tiempo duró hasta que los muchachos me descubrieron. Yo digo que los perros son buenos y los muchachos son malos. Esto quiere decir que yo no he conocido muchacho bueno ni perro malo. Pero seguramente Dios ha hecho de todo.
A mí ningún perro me ha molestado. Y algunos me siguen, desean vivir conmigo, eso muy claro se los comprendo. Ellos no buscan mi comida sino mi compañía, porque bien saben que yo no tengo comida porque demás que pueden oler mi mochila. Viene uno y me ve. Se estira, alzando la cabeza; luego se afloja, se me va poniendo detrás y continúa adelantando hasta que marcha a mi lado acomodando su pasito brincado al mío suave y largo. Así voy con él, vamos juntos, mirándonos. El bate y bate más y más su esperanza con la cola. Hasta que yo le doy la última mirada y muevo la cabeza pensando: no puedo vivir contigo caballerazo perro. Y él me entiende; y con pasito más brincado y más triste, se aleja.
Qué pasaría hoy con aquel perro. Eso tengo que averiguarlo.
Los muchachos con quienes yo me he estado cruzando, son malos. Hablan sucio y feo. Y se fijan en uno, y le tiran piedras y le gritan apodos. Si es uno solo, yo sé que se hace el que no me ve, pero me está preparando y buscando ocasión. Si son dos, o tres, o cuatro, o cinco mi peligro es mayor porque entonces se descaran, juntos pierden el miedo y cada uno quiere ganarse en maldad a los otros. A mí me parece que cuando están así, también les sale rabo pero no de perro bueno sino de Malino que se los pone y por eso no puede vérselo el que está con Dios.
Verdad que yo sé que con mi flacura cada día se me ha ido saliendo el esqueleto más y más para afuera, y esto es bueno de ver para los muchachos que no están con Dios. También les gustarán mis pantalones rotos, tal como se han roto, porque yo no los remiendo, remangados en mis canillitas, sobre mis zapatos que yo los abro bastante en la punta para que los dedos de mis pies tomen aire y no críen mal olor. Y tal vez lo que más les pica son mis patillitas que de una vez crecieron y ahí me las he dejado y no son más que unos pelitos ralos y larguitos, un poco monos, pero, eso sí, suaves como de seda, y por eso estoy siempre pasándome la mano por la cara.
Todo eso lo sé yo. Pero me defiendo. Y un modo es que no les huyo y si me gritan, no es conmigo. Y tampoco les doy tiempo ni lugar para que me pongan ningún apodo que se me quede pegado, porque nunca me ven achantado ni dando vueltas por esos sitios que hay donde se amontona gente, que unos vienen y van y se ve que están como en ocupaciones y diligencias; y otros parece que algún viento los hubiera tirado allí para nada o que creo que están esperando que el mismo viento que allí los echó les lleve algo, y no saben qué. Yo nunca estoy por esos sitios. Yo camino en busca de mis caballerazos; y después que los encuentro sigo caminando, caminando.
Otro modo de defenderme es que si un muchacho viene o va por delante de mí o lo siento que anda por detrás de mí, yo estoy arisco y vigilante para sacarle el cuerpo a la piedra. Si no fuera por eso, quién sabe cuántas veces ya me hubieran roto la cabeza de una pedrada.
Y lo que me hicieron los muchachos en mi hoyo de dormir, no es que yo no hubiera tomado precauciones. Es que no sé cómo me descubrieron los muchachos. Eso, no he podido averiguarlo. Pero una noche sentí puyitas por el cuerpo, y era cadillo que me echaron en el fondo del hoyo. Otra noche, seguido, me enronché porque me pusieron pringamosa. Y la última noche, seguido también, cuando abrí la manta me ensucié todo de porquería. Había tanta que comprendí que no era obra de un solo muchacho.
Me salí del hoyo y me limpié con tierra, bien restregado. Pensaba: Por qué habrán hecho esto conmigo. Pero Dios lo había permitido.
Está visto que las cosas malas que a uno le pasan, son buenas por otro lado que uno no llega a conocer sino después, cuando es su momento. Es lo que siempre sucede.
Y aquella noche me dije que no iba a dormir. Puse la lámina de zinc en su puesto de la cerca y salí por el portillo. La manta, la dejé; yo pude habérmela llevado y lavarla, pero se las dejé allí.
Caminé, caminé, como si fuera de día. Seguía derecho, no doblaba por ninguna esquina, sino derecho. Y después vi que ese era el camino. Ya estaba en las afueras cuando paré. Y allí mismo la vi: mi cuevita, la que desde ese momento iba a ser mi casa. Entré, agachándome. Daba media vuelta y hacía como sala y cuarto. De una vez me acosté. Y cuando ya no estaba despierto pero tampoco me había dormido, Dios me dio la idea de los periódicos, y yo ayudé, pensando: deben ser cuatro: dos en el suelo y dos como sábana.
Desde entonces estoy mejor, como nunca. En mi casa puede llover lo que quiera llover, y no me mojo, y sin tener que tapar nada con zinc. Y por allá no he visto a ningún muchacho.
Aquí llevo mis diez para mañana. Mi botella de agua está llena. Si mi mamá me ve desde la otra vida estará contenta de que a su hijo no le falte nada. Lo único ahora es el periódico; pero eso ya no importa porque he resuelto poner uno solo en el suelo y arroparme con dos, y ya se me acabó esa preocupación. También si mi tío lo supiera le gustaría conocer que, si no fui zapatero, busqué en cambio mi propio camino y en él no paso necesidades.
Una cosa que yo he debido averiguar es que nunca he sabido quien fue mi papá. Pero como no me lo decían, pensé que era que no debía saberlo, y por eso no lo averigüé.
Mi mamá trabajaba mucho. Todo era lavar ella; ella coser, ella, planchar; ella, cocinar. No me dejaba que le ayudara. Me decía: Tú no sabes de eso, anda a jugar. Y yo jugaba en el patio, que era chiquito, pero podía correr de una punta a otra y me gustaba clavar un palo en el suelo y saltar por encima. Y yo a veces no tenía ganas de jugar, pero jugaba para que mi mamá viera, porque a ella le gustaba mucho verme jugar.
Un día mi tío se fue a vivir con nosotros. Mi mamá me dijo: Este es tu tío. Era él muy ancho. Yo lo veía por detrás y me parecía que no tenía cabeza, o que su cabeza no era cabeza. Mi mamá nos ponía la mesa con mantel. Los dos no más nos sentábamos, porque ella iba y venía, seguía trabajando. Mi tío, cuando acababa su comida hacía pedacitos de bollo, los pasaba por el plato y se los comía. Le decía a mi madre que eso era para que le fuera más fácil lavar el plato. Haz tú lo mismo, me decía, y así ayudas a tu madre. Yo lo hacía, por obedecerle; pero no me gusta hacer eso.
Toda aquella comida la tengo olvidada, ya no es nada para mí. De lo que me acuerdo es de aquellas tajaditas de plátano maduro que mi mamá me dejaba coger cuando las estaba friendo. Después, cuando estaban sobre la mesa en un plato, ya no me gustaban tanto como cuando las comía cerquita a mi mamá, en la cocina.
Un día murió mi mamá. Yo comencé a llorar; pero mi tío me cogió por un brazo, me sacó al patio y señalándome un rincón me dijo: Siéntate ahí, y nada de llorar, porque los hombres no lloran.
Mi tío se hizo cargo de todo. Me dijo: Hay que venderlo todo: este es un deber que yo tengo que cumplir.
Y otro día, cerró la casa. Coge eso y vamos, me dijo. Yo alcé un saco grande, uno mediano y uno pequeño y seguí detrás de él. Llegamos a un buque. Me quitó los sacos y no me dejó subir. Te puedes caer, me dijo, espérame aquí. Tardó mucho y al fin volvió con un bultico en la mano. "Ya no tienes a tu madre ni a tu tío, me dijo; ahora vas a hacerte hombre y debes asegurar tu porvenir. Yo quiero que seas zapatero. Es un oficio honorable y produce mucho dinero. No se dirá que yo te abandoné a tu suerte, aunque eso es lo que Dios quiere, que cada cual busque su propio camino. Aquí te doy esto, con lo cual puedes empezar la zapatería". Me entregó el bultico y se volvió al buque.
Comenzaron a soltar los cabos; y yo, parado en la orilla, esperaba que mi tío se asomara para gritarle: Adiós, tío. El buque se abrió en el agua, respirando fuerte, y comenzó a irse. Se iba el buque, yo esperaba, pensaba que era mejor que mi tío no se asomara sino cuando fuera bien lejos, para que entonces lo alcanzara allá mi grito de adiós, porque me parecía que dar un grito desde la orilla hasta un buque muy distante, era como soltar un pájaro que sigue volando hasta después que uno ya no lo ve. Pero mi tío no se asomó.
Cuando recibí el bultico noté que era pesado. Anduve un buen rato con él sin desenvolverlo. Aunque no imaginaba lo que pudiera ser, no estaba curioso por saberlo. O tal vez sí sentía mucha curiosidad y por lo mismo demoraba en abrirlo. O era que sin darme cuenta, yo lo tenía sabido, porque mi tío me lo había dicho: lo que yo llevaba en la mano era mi zapatería.
Al fin me senté en un sardinel, como estoy ahora, y quité el papel y vi: era una horma de zapatero. Claro, tenía que ser una cosa de zapatería. Y lo mejor que se me ocurrió fue ir a buscar un zapatero. Seguramente era eso lo que mi tío había pensado que yo haría: que, con la horma, yo encontrara un zapatero que me hiciera socio de su zapatería.
Fui donde uno y le tendí el bultico, sin decir nada. El zapatero me miró a la cara. Qué traes ahí, me dijo; y cogió el bultico y lo desenvolvió. Esta es una horma izquierda, dijo; dónde está la derecha. Yo no entendí y no supe qué contestar. El volvió a mirarme a la cara; y agarrando con una sola mano el papel suelto y la horma desenvuelta, los tiró al suelo y me dijo: Eso no sirve, y ahora vete. Yo me fui, rápido, sin atreverme a recoger el papel y la horma; y ya andando en la calle comprendí que mi tío se había equivocado y no se fijó; pero yo le agradecí su buena voluntad aunque se hubiera equivocado. Y cuando Dios permitió que eso pasara es porque no quería que yo fuera zapatero.
Entonces vi grandes las palabras que me había dicho mi tío: ahora no tienes ni a tu mamá ni a tu tío. Me puse a mirar por todas partes y vi que tampoco tenía ya ni mi mesa para comer ni mi patio para jugar. Yo pensaba: algo se puede encontrar en el mundo. Yo no conocía la gente ni las calles. Me miré yo mismo para adentro y pensé: yo no puedo quedarme con la gente porque cada una es de otra y yo perdí la mía, entonces, la parte que me queda del mundo son las calles; por las calles es por donde puedo buscar mi propio camino, que es lo que Dios quiere, como me dijo mi tío.
La manera como Dios lo conduce a uno, yo la conocí: es con riendas. Lo mejor es no resabiarse y dejar uno que le apriete bien justo el freno pues así va uno más seguro porque siente los tironcitos por pequeños que sean, que Dios le dé. Por eso yo sentí el que me dio un día que yo me iba a ser hombre de pala para coger arena; y enseguida dejé la pala. Otros me ha dado y también los he sentido. Pero cuando voy por la calle, caminando, me deja suelto, porque ese es mi camino y ahí no necesito tironcitos y entonces parece que ni freno llevara puesto.
Hay un peligro, que yo lo tuve, y es el misterio de la mujer. Yo me dije: eso tengo que averiguarlo. Y me puse a fijarme en las mujeres; pero el misterio no se me resolvía con cualquier mujer en que me fijara. Un día vi a una que estaba sentada y se me pareció a mi mamá; pero se levantó y ya no se parecía. Otra vez me iba delante una mujer que en el bulto y en los movimientos era como mi mamá; eso veía yo; pero cuando me la pasé y le vi la cara, se fue el parecido. Me sucedió también que yo iba distraído y de pronto oí la voz de mi mamá; alcé la cabeza y vi unas mujeres que iban hablando, pero la voz de mi mamá no volvió.
Entonces, yo me puse a pensar que mi mamá estaba como repartida en pedazos, y también en pedacitos, entre otras mujeres. Esto me gustó al principio y yo las seguía disimuladamente y con el misterio dándome vueltas en la cabeza y que a veces comenzaba a regárseme por todo el cuerpo.
Pero, después, me molestaba que una mujer pudiera ser en ninguna cosa como mi mamá. Y entonces ya no les hallé más parecidos. Primero pensaba yo: es que se los estoy negando, porque sí lo tienen. La verdad la vi, al fin, cuando comencé a sentir los tironcitos; esos parecidos no existían y era que el misterio de la mujer me los ponía como trampa. Y ya no quise averiguar más el misterio de la mujer.
Sí, Dios me ha favorecido. Con su protección y ateniendo a las riendas encontré mi propio camino en el mundo. Mi trabajo es caminar, y eso me gusta. El alimento lo consigo con solo decir: Qué tal, caballerazo. Ahora tengo mi casa. Dios me ha librado de toda inquietud.
Y Él me ha sentado hoy aquí y no quiere que me levante y camine. Qué raro, aquel perro. ¿No habrá por ahí algún muchacho con una piedra en la mano? No. No hay nadie. No hay más que la calle. Pero la calle comienza a desaparecer, me va dejando. Y el sardinel donde estoy sentado se está alzando como una nube y me lleva en la soledad y el silencio. Ahora veo a mi mamá. Está de pie, a la puerta de la cocina, pero no me ha visto. La llamo: ¿Ya vas a freír las tajaditas de plátano, mamá?

De La muerte en la calle, 1973

9 de enero de 2010

El teatro: de los orígenes a la actualidad



1. El teatro y la literatura dramática

De manera estricta y específica, el teatro se vincula a la literatura a través de la composición dramática. Inclusive en sentido técnico y profesional, la palabra drama tiene un valor complejo y ambiguo. Desde un punto de vista estrictamente literario, su significado más general equivale a texto destinado a la representación teatral. Ello quiere decir que, en efecto, nos hallamos en presencia de una composición escrita, como suponemos habitual en el ámbito de las letras; pero desde el comienzo advirtamos, en cambio, que su relación con el público –a diferencia de lo que sucede con la novela, la poesía o el ensayo– no se establece a través de la lectura directa, sino por mediación de actores que deben transformar el texto en acción dialogada. En esta perspectiva, el drama –en cuanto a composición escrita– es comparable a una partitura musical, cuyas virtudes como obra de arte solo pueden estimarse plenamente gracias al concurso de adecuados intérpretes. En tal sentido, si nuestro acceso a la pieza teatral se limita a la lectura, en la creación de un gran dramaturgo –se llame Sófocles, Shakespeare, Brecht– posiblemente hallaremos notables cualidades literarias, ya sea en el empleo del lenguaje o en la exposición de ideas; pero como se trata de una labor concebida en términos escénicos, solo alcanzará su plenitud al ser representada en condiciones óptimas. Por añadidura, para un lector que no está familiarizado con las exigencias profesionales del teatro, ciertos dramas pueden perder gran parte de su valor, si se los juzga exclusivamente a través del texto y se omiten o desconocen las condiciones que impone su adecuada representación; tal es el caso de muchas piezas compuestas por dramaturgos actuales –como Eugène Ionesco, Samuel Beckett o Ann Jellicoe– que han sido concebidas en función casi exclusiva del ritmo escénico. En consecuencia, la lectura de un drama no basta; para su conveniente estimación se requiere, antes que nada, de verlo y oírlo representado. Complementariamente, un eminente poeta o pensador que desconoce los requisitos escénicos puede sentirse tentado a escribir dramas que posean relevantes cualidades literarias, pero que fracasen a causa de su absoluta ineficacia teatral; es el caso de Séneca, en sus esfuerzos por emular a los grandes trágicos griegos; y lo mismo sucedió cuando los románticos ingleses –Coleridge, Shelley o Keats– trataron de reimplantar el teatro en verso, a imitación de Shakespeare. Un caso muy interesante para ilustrar este problema lo ofrece La Celestina, atribuida al español Fernando de Rojas: mediante el diálogo, nos proporciona la exposición de la anécdota y la pintura de los caracteres, como si se tratara realmente de un drama; pero la extensión, estructura y complejidad hacen muy difícil su aceptación como obra teatral, y más bien recomiendan considerarla una “novela dialogada”. En síntesis, el texto dramático puede ser descripto como una composición que se integra con parlamentos –es decir, expresiones orales de los personajes, ya sea en prosa, en verso o combinando ambos recursos– y con indicaciones destinadas a ordenar la representación, a precisar la escenografía y a señalar los movimientos de los actores. Al analizar la obra teatral, el crítico literario generalmente concentra su interés en los parlamentos, de los que suele extraer su juicio sobre los valores poéticos del lenguaje, la intensidad de las situaciones y la verosimilitud y hondura de las pasiones humanas expuestas. No obstante, es necesario tener en cuenta que un gran dramaturgo utiliza los recursos verbales de manera muy diferente a un poeta o novelista: para él, el lenguaje no es un mero vehículo emotivo o descriptivo sino que debe conducir a la acción, sugiriendo al intérprete los gestos o desplazamientos escénicos. Por lo tanto, el drama es una creación híbrida, en el sentido de que entraña una combinación de recursos diversos y un trabajo en equipo; en esta síntesis de procedimientos, al escritor le compete la preparación de las pautas anecdóticas dentro de las cuales se desarrollará la representación.
Aristóteles, en su Poética, ha presentado el drama como una “imitación que se efectúa por medio de personajes en acción, y no narrativamente”. Puesto que el acento de esta opinión parece recaer en el hecho de que es necesario imitar la conducta humana y las situaciones de la vida real, se ha insistido en que la obra teatral debe manejar elementos “verosímiles”. A causa de ello, con frecuencia se ha reiterado la tesis de que la representación escénica tiene que suscitar una “ilusión de realidad”, a fin de que el espectador tenga la impresión de contemplar sucesos verdaderos. En ciertas épocas, este criterio de ha puesto de manifiesto –de uno u otro modo– con singular vigor: por ejemplo, los preceptistas aristotélicos del Renacimiento –como Robortello y Castelvetro– sostuvieron que la duración y el ámbito en que la desarrolla la anécdota dramática deben limitarse en tiempo y espacio para que coincidan con la longitud de la representación y con las dimensiones del escenario; por su parte, los autores y directores dramáticos naturalistas –como Emile Zola y André Antoine– defendieron la minuciosa reconstrucción escénica del medio en que se desarrolla la acción y la aparente espontaneidad de los actores. La desmedida fidelidad a estos criterios no se ajusta al pensamiento de Aristóteles –quien se limitaba a evaluar los procedimientos del drama griego– ni tampoco respondía a las posibilidades efectivas de la representación teatral, en general. Una novela puede llevar lícitamente su verosimilitud hasta el extremo de simular que es un documento: un conjunto de cartas, en Las amistades peligrosas de Laclos; una autobiografía, en David Copperfield de Dickens. Lo mismo sucede con respecto a las películas cinematográficas, que pueden remedar el aspecto testimonial, mediante la reconstrucción de hechos históricos: la revolución rusa de 1917, la acción de los guerrilleros en Francia durante la ocupación alemana de la Segunda Guerra Mundial, el estallido de la bomba en Hiroshima. La exhibición teatral, por el contrario, no presenta ni un texto ni una serie de imágenes, sino un grupo de personas reales que se mueven en el marco artificial de un escenario. En consecuencia, la conducta y las situaciones expuestas pueden –y acaso deben– resultar verosímiles, pero difícilmente logren una completa “ilusión de realidad”; es más, a menudo el teatro emplea diversos modos de comentar la acción –el aparte, el monólogo, el coro– que son puramente convencionales; y por añadidura, las limitaciones a que se ve sometida la reconstrucción escénica de episodios complejos restringe los alcances de la verosimilitud, según agudamente advierte Shakespeare a sus espectadores en el prólogo de Enrique V. Sin embargo, debidamente utilizadas, las limitaciones y la artificialidad de la representación dramática pueden resultar poéticamente muy ventajosas, permitiendo el acceso a los aspectos esenciales de una situación: por un lado, el teatro se ha mostrado en todas las épocas especialmente apto para explorar la condición humana y su destino, en relación con ciertas experiencias básicas y elementales; por otro, los más diversos dramaturgos de nuestro tiempo –Pirandello, Brecht, Ghelderode– han comprobado que al emplear la exageración el grotesco o el absurdo conseguían hacer más claras y notorias sus respectivas interpretaciones del hombre y de la sociedad. Además, en la medida en que los actores deben repetir los gestos en cada nueva función de un mismo espectáculo, la representación escénica posee un carácter netamente ritual, pues los movimientos y diálogos adquieren el orden y la regularidad de una ceremonia litúrgica. Por último, cabe consignar que el drama habitualmente ha requerido una mayor unidad y concentración anecdótica que la literatura narrativas –ya sea poesía épica o novela–, en razón de sus características estructurales y de las exigencias originadas en el tipo de atención que debe prestar el espectador.
Ya en el teatro griego, el campo de la creación dramática se repartía entre la tragedia y la comedia. Esta división puede ser explicada de dos maneras diferentes: 1) de acuerdo con la naturaleza e intensidad de las situaciones y personajes expuestos; 2) de acuerdo con el desenlace feliz o infortunado de la anécdota. Aristóteles adopta el primero de estos criterios y declara que la tragedia exhibe a los personajes “más dignos”, en tanto que la comedia presenta a la gente “menos digna”; en consecuencia, el clima trágico se logra mediante la evocación de individuos egregios –semidioses héroes, figuras míticas– que enfrentan con valentía y decoro las vicisitudes del destino, mientras que la atmósfera cómica surge de exponer en escena el comportamiento del hombre común en la vida cotidiana (al respecto, recuérdese que en Los caballeros de Aristófanes uno de los personajes cómicos se llama Demos: es decir, el “pueblo”); a su vez, esta dicotomía puede entrañar –como lo advirtieron los preceptistas aristotélicos del Renacimiento– un tajante distingo social entre los grupos ilustres y las clases populares; tal discriminación fue respetada y mantenida por Shakespeare y por los autores del período “clásico” francés (Corneille, Molière y Racine) , pero ya el “drama de honor” perteneciente al Siglo de Oro español elimina la separación entre ambos sectores al exaltar la honra del hombre que no posee blasones (como lo hace Lope de Vega en Fuenteovejuna). El segundo criterio para distinguir las dos especies dramáticas es expuesto claramente por Dante, quien lo toma de Séneca; según esta doctrina, la tragedia comienza presentando un cuadro admirable y tranquilo, pero termina en un desenlace triste y horrible; en cambio, la comedia suele empezar con algún tema o situación de índole áspera, pero su acción se encamina necesariamente hacia un final feliz y apacible. Por añadidura, es posible agregar otro distingo entre tragedia y comedia: los sucesos expuestos en la primera ocurren en un pasado remoto e incierto o en regiones lejanas, a fin de presentarnos un mundo heroico (que nunca nos parece corresponder a la época presente); por contraste, la segunda tiende a evocar sucesos y personajes tomados de la vida cotidiana, de modo que su aspecto se torna notoriamente realista. Cabe consignar, empero, que la drástica separación entre las dos especies dramáticas señaladas se ha ido debilitando en el teatro moderno. Con el avance de las clases medias y la creciente democratización de la sociedad el mundo egregio y heroico de la tragedia clásica perdió actualidad, y fue necesario implantar el drama burgués –definido por Diderot en el siglo XVIII y practicado por Ibsen cien años después– que enfoca con seriedad los problemas familiares y sociales del hombre común; al mismo tiempo, la comedia fue trasladando su acento, para presentar al personaje aristocrático como ridículo y desvergonzado y al individuo sin alcurnia como justo y noble, según el modelo que proporciona Beaumarchais en Las bodas de Fígaro (1781). Pero no solo ha sufrido un vuelco el aspecto social del drama, sino también la estructura misma de la composición escénica; a causa de ello, las fronteras entre la tragedia y la comedia han quedado borradas: Chéjov, por ejemplo, se quejaba de que el director no había advertido la tesitura cómica de una de sus piezas, y la había encarado como tragedia (lo cual es comprensible porque la condición irrisoria de las criaturas de este autor suele producirnos una impresión de hondo patetismo); de igual modo, Ionesco recomienda a los intérpretes de La cantante calva que no olviden el sufrimiento presente en sus situaciones más jocosas, porque la comicidad del hombre actual radica en un penoso desamparo ideológico y una estremecedora ausencia de proyección metafísica. Además de las dos especies principales ya indicadas pueden mencionarse otras, de significación más restringida: el drama de sátiros griego, creación grotesca que se incluía en las representaciones de trilogías trágicas y de la que solo ha sobrevivido completa El cíclope de Eurípides; la farsa que surgió a fin de la Edad Media como forma enteramente secular, cuyo carácter satírico apuntaba a la crítica de costumbres; la pieza histórica, que tuvo considerable repercusión en el teatro isabelino inglés como crónica escénica de reyes y grandes figuras pasadas y que muchas veces sirvió como forma velada para criticar la situación política vigente (según el empleo que le dio Shakespeare); el auto sacramental, que sirvió en la España del Siglo de Oro como medio de aleccionamiento e instrucción religiosa (según el modelo proporcionado por Calderón); la pantomima, que expone la anécdota por medio de gestos, con exclusión de todo diálogo, inclusive la palabra drama pasó a designar el tratamiento serio de problemas burgueses, de conformidad con la doctrina de Diderot; y por supuesto, esta lista se halla muy lejos de agotar la nómina de variedades dramáticas.


En busca de un lenguaje de la acción

El siglo XX se ha caracterizado, en el ámbito teatral, por la búsqueda de una forma expresiva propia, menos discursiva, más poética. Pocos autores han expresado este objetivo con la claridad y la certidumbre que pone de manifiesto Antonin Artaud en uno de sus escritos teóricos:
“No podemos seguir desnaturalizando la idea del teatro, cuyo único valor radica en su relación inquietante y mágica con respecto a la realidad y al peligro.
“Expuesto de este modo, el problema del teatro debe suscitar la atención general; su corolario consiste en que, a través del espacio físico –ya que requiere expresarse en el espacio, de hecho la única expresión real–, el teatro permite que los medios mágicos del arte y del discurso sean empleados en forma orgánica e integral, como renovados sortilegios. A causa de todo ello, el teatro no desarrollará sus poderes específicos de acción hasta que se le confiera su lenguaje propio.
“Ello significa: en lugar de seguir confiando en textos considerados definitivos y sagrados, lo esencial es poner fin a la sujeción del teatro al texto y restaurar el concepto de una especie de lenguaje único, a mitad de camino entre el gesto y el pensamiento.
“Este lenguaje solo puede definirse por sus posibilidades de expresión dinámica en el espacio, en contraste con las posibilidades expresivas del diálogo hablado. Y lo que le teatro todavía puede aprovechar del discurso son sus posibilidades para extenderse más allá de las palabras, para desarrollarse en el espacio, para actuar disociadora y vibratoriamente en la sensibilidad. Esta es la hora de las entonaciones, de la pronunciación particular de una palabra. Además del lenguaje auditivo de los sonidos, aquí también interviene el lenguaje visual de los objetos, de los movimientos, de las actitudes, de los gestos; pero a condición de que sus significados, sus fisonomías, sus combinaciones sean transformados en signos, constituyendo una suerte de alfabeto extraído de esos signos. Una vez que tengamos conciencia de este lenguaje especial –de este lenguaje de sonidos, gritos, luces, onomatopeyas–, el teatro, con el auxilio de personajes y objetos, deberá organizarlo en verdaderos jeroglíficos y aprovechará el uso de su simbolismo e interconexión en relación con todos los órganos y todos los niveles”.




2. El drama europeo en la antigüedad

La opinión más difundida tiende a vincular los comienzos del drama a celebraciones religiosas. Esta hipótesis parece confirmada, en lo tocante a los orígenes de la tragedia griega: existen muy diversas y contradictorias teorías acerca de las circunstancias que dieron nacimiento al género, pero todos los juicios coinciden entre las festividades de Diónisos –divinidad de la vegetación– y las representaciones escénicas que culminaron en el esplendor de la tragedia ateniense. Se supone que el punto de partida estuvo ubicado en ciertas exhibiciones corales –combinación de cantos y danzas– pertenecientes a los cultos dionisíacos, tal vez revestidas de un carácter mágico. Hacia el año 530 a J.C., Tespis –un poeta semilegendario– introdujo un actor que personificaba a alguna figura mítica o histórica, confiriendo al espectáculo coral una incipiente naturaleza dramática. Con posterioridad, Esquilo agregó un segundo intérprete, y en tiempos de Sófocles se incorporó un tercero; según discutidas apreciaciones de algunos eruditos, tardíamente este número se elevó a cuatro, en la época de Eurípides. De acuerdo con la extensión y complejidad de las partes que debían representar, los tres actores principales fueron denominados protagonista, deuteragonista y tritagonista, respectivamente: ello significa que solo podía haber en escena simultáneamente tres actores, a los que solía sumarse el corifeo o jefe del coro; si el número de papeles excedía al de intérpretes, éstos debían personificar, en distintas escenas, a más de una figura. Los espectáculos trágicos se llevaban a cabo en el Ática en las celebraciones de Diónisos, en invierno y comienzos de primavera; esta costumbre se conservó hasta el período alejandrino. Durante los siglos V y IV a. J.C., en tales festividades se invitaba a tres poetas para competir en la presentación de una tetralogía por cada autor –tres tragedias y un drama de sátiros–, la cual a veces era organizada de torno de un asunto común (como La Orestíada de Esquilo), aunque esta conexión temática quizá no resultaba muy frecuente. Las representaciones tenían carácter público y oficial, y en ellas se premiaba al dramaturgo elegido por la aclamación popular o por el voto de un jurado. Los actores llevaban máscaras adecuadas a sus respectivos papeles y calzaban coturnos de elevada suela; no había actrices, y las partes femeninas eran desempeñadas por hombres. En sus comienzos, la tragedia poseyó un acento lírico y una entonación casi litúrgica, pero con el transcurso del tiempo fue evolucionando hacia un mayor realismo. El coro adoptaba el aspecto de un conjunto de testigos de los sucesos dramáticos, generalmente de origen más humilde que las figuras principales (una excepción la proporciona Esquilo en Las euménides); su función principal era proporcionar un comentario lírico a la anécdota. Por lo general, los sucesos eran de índole mítica y procedían de leyendas conocidas de antemano por los espectadores; en consecuencia, entre los intérpretes y el público se establecía una relación irónica: los personajes se comportaban como si pudieran vencer las acechanzas del destino, pero todos los presentes –conocedores de la fábula– sabían cuál era el desenlace. Habitualmente, una tragedia se componía de las siguientes partes: 1) el prólogo que exponía el asunto del drama, antes de la entrada del coro; 2) el párodos, o canto que acompañaba el ingreso del coro; 3) los episodios, o sucesos que componían la fábula, separados entre sí por las intervenciones líricas del coro; 4) los stásimas o intervenciones del coro ya ubicados en la orquesta; y 5) el éxodo, o escena final después de la última intervención coral. De la división en episodios surgiría, ulteriormente, la separación en actos, que ha conservado el drama hasta nuestra época. Según Aristóteles, el objeto de la tragedia es suscitar una catharsis o purificación de las pasiones, alcanzada a través de la piedad y el horror que producen los sufrimientos expuestos en escena; para que se logre este efecto, el público tiene que sentir simpatía por el héroe; por lo tanto, debe ser un personaje noble cuya desgracia es ocasionada por un infortunado traspié (hamartía); a causa de este tropiezo, se desencadenan las peripecias, o “paso de una situación a la opuesta”; para lograr el pleno efecto purificador, el personaje necesita alcanzar la anagnórisis o “reconocimiento”, en la que se efectúa la “transición de la ignorancia al saber”. El clima trágico debe poseer belleza y dignidad; la primera tiene origen en la intensidad poética del lenguaje; la segunda emana de la nobleza del héroe, del éthos (o decisión moral que le corresponde asumir y de la diánoia (o capacidad intelectual para decir lo que es oportuno en el momento adecuado). La historia de la literatura trágica griega está centrada en los tres dramaturgos principales que vivieron durante el siglo V a. J.C.: Esquilo, Sófocles y Eurípides; el tema predominante en la obra de estos creadores es el enfrentamiento del hombre con los dioses y el destino: Esquilo puso el acento en el poder divino que gobierna los sucesos terrenos; Sófocles destacó la acción de la voluntad humana, que se somete a las fuerzas sobrenaturales o que las enfrenta; Eurípides dio especial relieve a la psicología del individuo que debe asumir una decisión con respecto al curso de los acontecimientos. De la producción de Esquilo, han llegado hasta nosotros siete tragedias: Las suplicantes, Los persas, Los siete contra Tebas, Prometeo encadenado, y la Orestíada (integrada por Agamenón, Las coéforas y Las euménides). De Sófocles se conservan siete tragedias: Antígona, Edipo rey, Electra, Ayax, Las traquíneas, Filoctetes y la póstuma Edipo en Colono. De Eurípides, quedan diecinueve piezas, algunas de paternidad dudosa; entre ellas, cabe destacar Alcestes, Medea, Las troyanas, Hipólito, Las suplicantes, Ifigenia en Tauris e Ifigenia en Aulis. La decadencia de la tragedia ática se tornó aguda a partir de las postrimerías del siglo IV a. J.C. Desde el punto de vista de los sucesos históricos, el gran desenvolvimiento de la tragedia coincide con la época de Pericles; este período corresponde al apogeo ateniense en el mundo griego y puede ubicarse entre la victoria sobre los persas en Maratón (490 a. J.C.) y el fin de la Guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta (404 a. J.C.); dicho lapso abarca profundos cambios en la sociedad helénica, robustecida por el triunfo en la primera Guerra Médica y crecientemente amenazada por conflictos intestinos; la agitada situación se proyecta hondamente en la producción dramática, cuyos autores parecen incitados a utilizar la escena como medio educativo: en Los persas de Esquilo, hay una manifiesta denuncia de la soberbia que corrompe y destruye las naciones; en la Antígona de Sófocles, se exalta la piedad y el respeto a las prácticas religiosas, como remedio para el escepticismo y la descomposición moral.
La comedia griega también estuvo vinculada, en sus orígenes, a las festividades de Diónisos, circunstancia que se advierte todavía en las obras de Aristófanes, en las que se conservan ciertas procesiones rituales relacionadas con los cultos de fertilidad. En su parte esencial, la comedia primitiva era una especie de revista teatral, con gran despliegue de bullicio. Se dice que la comedia –como pieza argumental sobre temas de actualidad, con personajes más o menos constantes– fue desarrollada por el siciliano Epicarmo, que vivió entre los siglos VI y V a. J.C.; asimismo, se afirma que el coro fue incorporado tardíamente, quizá hacia 486 a. J.C. En los concursos cómicos, solían participar cinco poetas por vez, cada uno con una obra. En los tiempos de Aristófanes –cuando se practicaba lo que llegaría a denominarse “comedia antigua”–, estas composiciones solían abarcar las siguientes partes, si bien la estructura era menos estricta y constante que en la tragedia: 1) el prólogo, o exposición; 2) el párodos o entrada del coro; 3) un agón o disputa entre dos contendientes, que constituía el núcleo del espectáculo; 4) una parábasis, en la que el coro hablaba en nombre del poeta: 5) un número de episodios, separados entre sí por cantos del coro; 6) el éxodo, con grandes manifestaciones de regocijo, concluyendo en una boda o banquete. Por contraste con la tragedia, la anécdota era invención exclusiva del dramaturgo y solía desenvolverse en el tiempo presente, con manifiesta alusión a sucesos de actualidad. El coro tenía por misión azuzar a los contendientes –en vez de aplacarlos–, y por último se ponía de parte del vencedor. Los personajes solían ser tipos característicos de la vida cotidiana o encarnaciones de las ideas abstractas; los actores eran exclusivamente masculinos y llevaban máscaras grotescas. La intención de la comedia era eminentemente satírica, y estaba orientada con preferencia a la crítica social, política y literaria. Entre los grandes autores de la “comedia antigua”, cabe mencionar a Cratino, Crates, Ferécrates y Eupolis; pero ninguno puede rivalizar con Aristófanes, de quien se ha conservado un número significativo de piezas, todas ellas de considerable agudeza, lenguaje desenfadado y despiadado poder corrosivo. Los acarnienses, Los caballeros, Las nubes, Las avispas, Las aves, Las ranas, Lisístrata, Las fiestas de Deméter, La asamblea de las mujeres y Pluto. Esta producción lo presenta a Aristófanes como un hombre de ideas conservadoras, partidario de los terratenientes y productores rurales, profundamente disconforme con la demagogia y la venalidad de su tiempo; Las ranas no solo es una regocijante pintura del mundo de los muertos, sino que es un sagaz enfoque crítico de los grandes trágicos, expuesto a través de una disputa entre Esquilo y Eurípides, circunstancia que permite desenvolver una cáustica parodia de sus respectivos estilos dramáticos. Hacia el año 400 a J.C., la “comedia antigua” fue suplantada por la “comedia media”, ilustrada por el Pluto de Aristófanes y singularizada por una participación más restringida del coro, a la vez que por un mayor relieve de la trama anecdótica; setenta años más tarde aparece la “comedia nueva”, especialmente influida por lo procedimientos de Eurípides, caracterizada por la exposición ingeniosa y romántica de una anécdota sentimental y desprovista de coro; su mayor representante fue Menandro, de quien se conserva El misántropo; esta especie dramática tuvo enorme ascendiente en el teatro romano y estableció la pauta de la comedia de maneras, que se continuaría hasta los tiempos modernos; además, introdujo ciertos tipos humanos que tendrían larga prosapia escénica.
En Roma, la literatura dramática incorporó elementos nativos de diversa especie, pero el teatro solo alcanzó adecuado desarrollo a través de la imitación de los procedimientos griegos. El más creativo período de la escena latina debe ubicarse entre 250 y 150 a J.C., siglo que abarca la existencia de Plauto y Terencio, sus más recordadas figuras; los dos autores imitaron la “comedia nueva” cultivada por Menandro. Plauto, de origen humilde, escribió piezas de repercusión popular, peculiarizadas por su humor robusto; entre ellas se destacan El soldado fanfarrón y Anfitrión. Terencio, un liberto de origen africano, se distinguió por su mayor ingenio y refinamiento, que halló eco en sectores más cultivados; su producción puede ilustrarse con Los Adelfos y Andria. La influencia de Plauto y Terencio en la historia de la comedia europea fue decisiva: el segundo de estos autores fue leído e inclusive imitado durante toda la Edad Media; ambos tuvieron un considerable ascendiente en las formas dramáticas del Renacimiento, ya sea la commedia dell’arte italiana, la “comedia de equivocaciones” shakesperiana, las piezas de Ben Jonson o las obras satíricas sobre el comportamiento mundano (de Molière en adelante). En cambio, la tragedia nunca llegó a arraigar en Roma con acento propio; su más conspicuo representante fue Séneca, en el siglo I de nuestra era, quien compuso nueve dramas sobre asuntos míticos adaptados de Eurípides y otros creadores griegos; en general, prevalece una entonación discursiva y declamatoria, una finalidad moralizadora y una abundante proliferación de actos sangrientos; en suma, no se trata de una labor excepcional por su mérito u originalidad, pese a lo cual produjo considerable impacto en el “drama de venganza” que se cultivó en el Renacimiento, especialmente en Italia e Inglaterra (incluido el Hamlet de Shakespeare).



3. El teatro oriental

Desde época remota, el drama también tuvo vasta difusión en pueblos orientales. A semejanza de lo observado en Grecia, las representaciones teatrales habitualmente se originaron en prácticas religiosas y estuvieron vinculadas a ceremonias litúrgicas que incluían cantos y danzas; hasta cierto punto, estas manifestaciones rituales se perpetraron en los procedimientos escénicos, al favorecer la instauración de convenciones interpretativas. Una significativa diferencia se advierte, por comparación con el teatro europeo: mientras éste rápidamente evoluciona hacia la verosimilitud psicológica de las situaciones dramáticas, el drama oriental tiende a cristalizarse en formas –a menudo muy refinadas– de exhibición coral, en las que prevalece el movimiento corpóreo, en desmedro del diálogo. Ello es notorio en algunas variedades del teatro japonés, e inclusive en ciertas lenguas de la India una misma palabra designa por igual al actor y al bailarín. El teatro de la India posee no solo un origen mítico –ligado al brahmanismo–, sino que también parece contar con un antiquísimo desarrollo histórico. Sin embargo, solo se conservan testimonios bastante tardíos, en fragmentos de tres dramas budistas atribuidos a Ashvaghesha, un poeta romántico del siglo II de nuestra era. Uno de los más vigorosos desarrollos de la escena india debe ubicarse a partir de 320, cuando los príncipes de Chandragupta impusieron su dominio en las regiones más ricas y populosas del norte; en general, se trata de piezas destinadas al entretenimiento cortesano, plenas de optimismo y de artificialidad. Los procedimientos evolucionaron, en general, hacia una codificación rígida, según queda documentado hacia el siglo X en los preceptos que reunió Dhanamjaya en sus Diez formas; en razón de que los espectáculos era elaborados como mera distracción de los círculos áulicos, su duración podía prolongarse indefinidamente, al punto de que las comedias admitían hasta diez actos. El más prominente dramaturgo de la India fue Kalidasa, cuya producción quizá debe situarse a fines del siglo IV o comienzos del V; su obra más temprana es Agnimitra y Malavika, pero su creación más recordada es Sakuntalá (mezcla de cuento de hadas e historia romántica, en siete actos). Difundida en Europa a fines del siglo XVIII, la obra de Kalidasa ejerció influjo en el drama alemán de Schiller y de Goethe, quienes recogieron ideas e imágenes procedentes de este poeta y dramaturgo indio. Con posterioridad a Kalidasa, el drama tiende a decaer, si bien pueden mencionarse los nombres de otros dos autores: Harsha, en la primera mitad del siglo VII, y Bhababhuti, que floreció hacia 730. En época reciente, el bengalí Rabindranath Tagore intentó, con cierta fortuna, la renovación del teatro vernáculo.
En China, el drama parece haber estado conectado con el culto de los antepasado; en tal sentido, ciertos cantos y danzas dieron lugar a representaciones teatrales a fines del siglo VIII a. J.C., con empleo de diálogo escénico y acompañamiento musical. En general, estos espectáculos carecen de escenografía, pero exhiben gran despliegue de vestuario y de máscaras. La trayectoria del teatro chino ha sido más bien conservadora, de modo que mantuvo sus formas primitivas y no evolucionó hacia un realismo individualista; sus características más notables radican en la compleja integración de parlamentos, danzas, efectos musicales, gestos y deslumbrantes ropajes. Entre los espectadores europeos y americanos, quizá las piezas chinas más conocidas son las pertenecientes a los siglos XIII y XIV, algunas de las cuales han sido traducidas; entre ellas, se destaca El círculo de tiza, que elabora –mediante recursos cómicos y abundante intriga– una sátira sobre la corrupción de los círculos gubernamentales, a la vez que expone las doctrinas de Confucio relativas a la buena administración y a la justicia social. También en el Tibel se desarrolló alguna actividad teatral, supervisada por los lamas.
Más reciente es el teatro japonés, pero su influjo es el que quizá más hondamente ha penetrado en los países occidentales, en especial durante el siglo XX. Sus dos variedades principales son el noh y el kabuki. La primera de estas especies tuvo origen en la segunda mitad del siglo XIV, como derivación de espectáculos musicales y corales que se practicaban desde cuatrocientos años antes; sus creadores fueron Kan’ami Kiyotsugu y Se’ami Motokiyo, que desarrollaron un teatro eminentemente aristocrático, basado en las enseñanzas y leyendas del shintoísmo. Las principales características del noh radican en la importancia que se otorga a la danza y en el papel prominente del coro (que cumple funciones dramáticas y narrativas). Al presente, se conservan unas doscientas cincuenta piezas de teatro noh, agrupadas en cinco núcleos principales: 1) dramas de dioses; 2) dramas de batallas; 3) dramas de mujeres; 4) dramas de venganza; 5) dramas finales (que servían como epílogo del espectáculo). Estas obras suelen representarse en sesiones que abarcan tres partes: 1) jo o introducción, con una pieza; 2) ha o desarrollo, con tres piezas; y 3) kyu o desenlace, con una pieza. Dos dramaturgos han recogido la herencia noh y la han incorporado a Europa: el irlandés W. B. Yeats compuso “dramas para bailarines”, inspirados en este modelo, con el propósito de evocar antiguas leyendas tradicionales de su patria: en cambio, el alemán Bertolt Brecht halló en los procedimientos narrativos de esta forma escénica un instrumento de gran utilidad para sus objetivos didácticos, instaurando de tal modo un “teatro épico”. Por contraste, el kabuki es un espectáculo eminentemente popular; fue introducido en Japón en el siglo XVI y se basa en las técnicas del drama chino; su creación se atribuye a Ikuni, doncella de un santuario shintoísta, y los conjuntos que lo practicaban al principio estaban compuestos exclusivamente de mujeres; esta circunstancia ocasionó suspicacias, que determinaron su prohibición en varias oportunidad. Al comienzo, las piezas eran breves; pero, con el transcurso del tiempo, la extensión y el número de actores fueron creciendo, hasta llegar en alguna ocasión a siete partes y quince intérpretes. Como representación, el kabuki combina elementos dramáticos (diálogo y acción) con música, de modo que es una mezcla de drama, ópera y danza, con gran despliegue material, ya sea en la escenografía o en el vestuario; se otorga más importancia al espectáculo que al texto, por lo tanto posee menor interés literario que escénico y el centro de atracción es la habilidad histriónica de los actores. Los principales escritores que cultivaron el kabuki fueron Tsuruya Namboku y Kawate Mokuami, cuya producción abarca las postrimerías del siglo XVIII y casi la totalidad del XIX. Un renovador impulso ha recibido el drama tradicional japonés por obra del escritor Yukio Mishima, quien ha tratado de adaptar las características del noh a las exigencias del teatro actual.



4. El teatro europeo en la Edad Media

En la historia de la escena europea, existe un notorio hiato entre el drama de la antigüedad clásica y el comienzo del teatro moderno. Al producirse la disgregación del Imperio Romano de occidente, en las postrimerías del siglo V, los espectáculos ya se hallaban en completa decadencia y poco o nada subsistía de la comedia que había creado Plauto y Terencio; tampoco habían dado frutos los esfuerzos por instaurar una tragedia latina. Por su parte, el avance del cristianismo fue poco propicio para la renovación dramática, ya que las representaciones solían vincularse con sospechosos vestigios de paganismo. Una muy tenue ligadura con la producción clásica se mantuvo, a través de los estudios latinos realizados en los conventos, donde se solía leer a Terencio e inclusive se trató de imitarlo en obras más acordes con el adoctrinamiento piadoso; tal fue el propósito de Hrotsvitha, una monja alemana del siglo X, quien escribió algunas piezas sobre penitentes y mártires, incluyendo en su Abrahán una vívida pintura del pecado. Pese a las reticencias de la Iglesia, el drama medieval también habría de poseer, en definitiva, un origen religioso, ya que sus primeras manifestaciones tuvieron lugar en el curso de las ceremonias litúrgicas: a fin de otorgar mayor dramaticidad a las celebraciones de Semana Santa y de Navidad o a la consagración de iglesias, se introdujeron pequeñas representaciones dialogadas o tropos, que en sus comienzos formaban parte del rito y se desarrollaban dentro del recinto sagrado; progresivamente, estas interpolaciones se fueron emancipando y crecieron hasta convertirse en verdaderos espectáculos escénicos. En el primer período del drama medieval, la autoridad eclesiástica no solo toleró las representaciones sino que inclusive las estimuló, en virtud de que cumplían una doble función de indiscutida utilidad: por un lado, proporcionaban a los feligreses un entretenimiento saludable, que los rescataba de diversiones y juegos impíos; por el otro, servían a una finalidad didáctica, orientada a referir los hechos bíblicos y a exponer la obra cumplida por los santos, conocimientos que no eran accesibles de otro modo para la vasta mayoría iletrada de la población. Por consiguiente, surgieron varias especies dramáticas perfectamente definitivas: los misterios, que exponían episodios de la historia sagrada; los milagros, que evocaban la providencial intervención de los santos en los asuntos humanos; las moralidades, que empleaban técnicas alegóricas para instruir a los espectadores acerca del camino que conducía a la salvación eterna. Sin embargo, para robustecer el interés del público, se empezaron a introducir escenas realistas donde se evocaba la vida urbana contemporánea; estos pasajes eran incorporados con particular eficacia en los milagros, como lo demuestra el Juego de San Nicolás de Jean Bodel, a comienzos del siglo XIII. El nuevo elemento, de inspiración secular y de predominante intención cómica, fue acrecentando su atractivo e importancia al punto de suscitar reservas y recelos en los círculos religiosos, que adoptaron una actitud cada vez más intransigente y condenatoria. Pero las trabas interpuestas no lograron detener el advenimiento de un drama enteramente profano y a menudo bastante desenfadado, cuyo modelo más típico fue la farsa, variedad dramática que alcanzó su plenitud con el Maestro Pathelin, anónimo francés del siglo XV.
Tal es la columna vertebral que unifica el desenvolvimiento de la escena europea medieval. Pero en cada región se comenzaron a dar, desde fecha temprana, diferencias que ya estaban prefigurando la ulterior irrupción de los teatros nacionales. En general, la pauta que hemos señalado corresponde a Francia, donde se ha conservado un abundante testimonio dramático del período, cuyo fin puede ubicarse en 1548, cuando se prohibió en París la representación de misterios, los cuales eran objetadas por los sectores religiosos a causa de su gradual descomposición moral y por los grupos letrados renacentistas en razón de que no se ajustaban a la preceptiva clásica. En Inglaterra, los espectáculos piadosos solían realizarse en la celebración de Corpus Christi, que correspondía a las óptimas condiciones meteorológicas para llevar a cabo exhibiciones callejeras; entre las formas predilectas del público, se destacan los ciclos bíblicos que evocaban la trayectoria íntegra desde la creación del mundo hasta el Juicio Final, a través de un pageant (es decir, un desfile de carros, en cada uno de los cuales se representaba un episodio de la historia sagrada); de conformidad con sus distintas profesiones, las corporaciones de artesanos y comerciantes se encargaban de una parte de estas prolongadas ilustraciones religiosas (los carpinteros encarnaban a Noé construyendo el arca, los orfebres interpretaban a los Reyes Magos, etc.); esta participación de los gremios en la actividad dramática todavía es registrada por Shakespeare en El sueño de una noche de verano, donde describe con ironía de hombre de teatro los insuficientes alcances de estos conjuntos improvisados. En Inglaterra, también alcanzaron gran difusión las moralidades, entre las que se destaca Cada cual; con respecto a la aparición de espectáculos profanos, cabe consignar que a comienzos del siglo XVI se desarrolla el interludio –especie cómica influida por la farsa francesa– cuyo mayor representante fue John Heywood. En Alemania, el drama de la pasión de Cristo tuvo considerable aceptación, y aún en la actualidad se conserva la tradición de representar periódicamente este asunto en Oberammergau, donde se institucionalizó el espectáculo en 1662, mediante la fusión de dos ciclos escénicos anteriores; por su parte, el teatro profano tiene su cultor más eminente en Jans Sachs, quien escribió en el curso del siglo XVI más de doscientas piezas breves. En España, el teatro vinculado a la liturgia cristiana parece haber tenido un florecimientos vigoroso y temprano, del que sobrevive un fragmento del Auto de los Reyes Magos; sin embargo, la prohibición de tales espectáculos –registrada en las Siete partidas de Alfonso el Sabio– introduce una discontinuidad en los materiales conservados, si bien hay indicios de que el drama perduró a nivel popular, hasta desembocar en el extraordinario desarrollo escénico del Siglo de Oro.



5. El teatro renacentista

El impacto del Renacimiento determinó la definitiva consolidación del teatro europeo moderno como una labor profesional, como un arte independiente y como una actividad regular que se desenvolvía en recintos estables. Las nuevas ideas introducidas por el humanismo favorecieron, por lo demás, una profunda transformación de las concepciones dramáticas. En algunos países, como España e Inglaterra, no se produjo una ruptura radical con el pasado, ya que las innovaciones vinieron a enriquecer y perfeccionar las formas escénicas tradicionales, de honda estirpe medieval. En cambio, en otras naciones –como Italia y luego Francia– se produjo un verdadero corte en el desenvolvimiento del drama, originado en el reemplazo de los esquemas precedentes por una estricta preceptiva de ascendencia clasicista (por lo general, inspirada en Horacio y, algo menos, en Aristóteles). Al mismo tiempo los autores latinos comenzaron a difundirse rápidamente, circunstancia que dio lugar a una comedia basada en los enredos y equívocos de Plauto y a una tragedia modelada en las anécdotas sangrientas de Séneca. Italia, centro de la irradiación humanista, fue una de las primeras naciones que desenvolvió las nuevas formas escénicas, a las que también incorporó piezas pastoriles y entremeses; pero sus experiencias más significativas y perdurables fueron la “comedia erudita” y la commedia dell’arte. La primera de estas dos especies consistía en imitaciones clásicas, con abundancia de intrigas y engaños que finalmente se resolvían en un desenlace feliz: entre los cultores se contaron Ariosto y Aretino, pero ninguna creación individual ha gozado de tanto prestigio como La Mandrágora de Maquiavelo, aguda pintura del patriciado, de los sectores profesionales, de la descomposición eclesiástica y de otros aspectos de la sociedad florentina, a comienzos del siglo XVI. Por su parte, la commedia dell’arte abarcó gran número de piezas breves de gran repercusión popular, representación callejera y carácter profesional; en ella se conjugaban elementos muy variados de la comedia latina, de la farsa medieval y de diversos espectáculos tradicionales, con la intervención de un grupo estable de personajes típicos (la pareja de enamorados, el comerciante retirado Pantalón, el soldado fanfarrón representado por un capitán español, el médico pedante y superficial, los sirvientes y otras figuras masculinas y femeninas); los intérpretes practicaban un diálogo “improvisado” –es decir, elaborado por común acuerdo entre ellos–, ya que no había dramas desarrollados en detalle sino esquemas anecdóticos muy breves; en consecuencia, esta especie escénica no tuvo un aspecto estrictamente literario, si bien influyó de manera considerable en los escritores teatrales surgidos más tarde: Molière, Goldoni, los autores de la “comedia de maneras” e inclusive Pirandello.
En España, las nuevas corrientes quizá ejercieron algún influjo, por la vía de conjuntos trashumantes que practicaban la commedia dell’arte; pero el arraigo popular de las formas tradicionales disminuyó considerablemente el impacto de los esquemas un tanto rígidos y dogmáticos que propiciaba el humanismo en materia escénica. Las ideas renacentistas están presentes en la obra de Juan del Encina, quien escribió sobre temas religiosos y, por influjo italiano, se orientó hacia el drama pastoril; asimismo se le atribuye el Acto del repelón, donde hay visibles tendencias realista, afines a la farsa. También Bartolomé de Torres Naharro y Gil Vicente reflejan las innovaciones escénicas y la naturaleza más bien culta y cortesana del público al que destinaban sus creaciones. Pero Lope de Rueda, que murió en 1565, exhibe el vigor de las formas populares; si bien sus diversos pasos en prosa suelen incorporar anécdotas del teatro italiano, el acento de estas composiciones responde al gusto del pueblo español. Por su parte, Juan de la Cueva promueve el desenvolvimiento de la típica comedia hispana, limitando a cuatro el número de actos y enriqueciendo las formas métricas del diálogo en verso. Sin embargo, el precursor inmediato del apogeo escénico fue Cervantes, quien produjo unas veinte piezas entre 1583 y 1587; en su producción teatral, aun mantienen algún interés Pedro de Urdemales, Los baños de Argel y El trato de Argel, pero mucho más notables y logrados son los entremeses, que lo exhiben como un consumado autor de pequeñas farsas. La culminación del drama español se da en la obra de Lope de Vega, el más fecundo, versátil y consciente de los autores escénicos del Siglo de Oro, cuya labor alcanza su plenitud hacia 1600; defensor de un teatro en verso imaginativo y flexible, compuso un interesantísimo tratado sobre El arte de hacer comedias en este tiempo, donde expuso su amplia libertad de criterio y su rechazo de la preceptiva dogmática que estaba ganando terreno en algunos países europeos; además, dotado de una inventiva inagotable, redactó un crecido número de obras –no menos de cuatrocientas–, en las que ensayó las más diversas entonaciones: comedias heroicas, comedias de capa y espada, comedias palaciegas, comedias de carácter, comedias de santos, comedias de intriga y muchas otras variedades. Por necesidad, los dramas de Lope de Vega se resienten a causa de su elaboración apresurada, pero algunos poseen excepcionales méritos, como es el caso de El mejor alcande del rey, Peribáñez y el comendador de Ocaña, El caballero de Olmedo, Fuenteovejuna, El perro del hortelano, La dama boba, El anzuelo de Fenisa. La enorme aceptación que alcanzó el teatro por influjo de Lope sirvió de estímulo a nuevos creadores: Tirso de Molina se destacó en la comedia palaciega y llevó por primera vez a escena la historia de Don Juan, en El burlador de Sevilla; Guillén de Castro tomó la figura heroica del Cid, que habría de seducir más tarde a Corneille en Francia; Juan Ruíz de Alarcón –el primer americano del teatro español, oriundo de México–, elaboró un drama de crítica moral, ilustrado por La verdad sospechosa y Las paredes oyen, composiciones que produjeron hondo impacto en Molière; y habría que agregar muchos y significativos nombres, hasta llegar a Calderón, representante del teatro barroco, autor de gran número de autos sacramentales de inspiración religiosa y creador de piezas tan variadas como La dama duende, El alcalde de Zalamea, La vida es sueño, El médico de su honra, El mágico prodigioso.
En Inglaterra, el drama renacentista alcanza un esplendor inigualado, sin que se quiebre la tradición de origen medieval; a semejanza de lo sucedido en España, hay un cambio de énfasis, una repercusión más amplia en los diversos niveles de público y una secularización de los asuntos tratados, pero de ningún modo se abandonan las pautas de composición imaginativas y espontáneas. Desde el ascenso al trono de la reina Isabel I en 1558, se va advirtiendo una gradual consolidación de la actividad escénica, pero el gran desenvolviendo dramático comienza hacia 1590 con la aparición de un grupo de autores que –en virtud de su formación– suelen denominarse “ingenios universitarios”; este núcleo incluyó a John Lyli, George Peele, Thomas Lodge, Christopher Marlowe, Thomas Nashe y Thomas Kyd. Estos creadores hicieron dos aportes fundamentales: 1) perfeccionaron la estructura de la pieza teatral; y 2) incorporaron al diálogo escénico el uso del verso blanco –pentámetro yámbico sin rima– que permitía desarrollar una expresión natural y hasta conversacional, sin perder en ningún momento la intensidad poética. De tal modo, quedó abierto el camino para que Shakespeare –la más representativa figura del período– llevara a cabo su labor: en el curso de unos veinte años produjo alrededor de treinta y cinco dramas, entre comedias, tragedias y piezas sobre la historia inglesa; en estas obras, ensayó un lenguaje a la vez intenso y cotidiano, instauró nuevas técnicas para dar verosimilitud al personaje dramático (consolidando su autonomía psicológica) y formuló atrevidas reflexiones sobre los problemas intelectuales de su época (poniendo de manifiesto una lúcida percepción de los conflictos engendrados por la irrupción del pensamiento moderno). En general, la producción shakesperiana posee una excepcional homogeneidad de nivel, pero entre sus dramas algunos han logrado sobresalir por su vasta difusión: Ricardo II, Enrique V, El sueño de una noche de verano, El mercader de Venecia, Como gustéis, Noche de Reyes, Romeo y Julieta, Julio César, Hamlet, Otelo, Rey Lear, Macbeth, La tempestad. Entre los contemporáneos de Shakespeare, quien más se destacó como su rival escénico fue Ben Jonson, cuya técnica responde a nociones de estirpe clásica, fundadas especialmente en la comedia latina. Menos imaginativo que Shakespeare, Ben Jonson sobresale por su concepción disciplinada de los elementos que constituyen la representación; de tal modo, impone al diseño dramático una notable armonía, según puede comprobarse en Volpone y El alquimista. Además, Ben Jonson introduce en escena la pintura de la vida cotidiana, que también atrae a otros dramaturgos: Dekker, Massinger, Thomas Heywood. Por su parte, Shakespeare ejerce decisiva influencia en una brillante pléyade de autores surgidos en los comienzos del siglo XVII: Beaumont, Fletcher, Toruener, Middleton, Ford, Webster, Chapman. Sin embargo, el teatro renacentista inglés se había desgastado y comenzó a evolucionar hacia exhibiciones melodramáticas, con gran despliegue de crímenes y felonías; esta circunstancia determinó que los círculos religiosos vinculados al Puritanismo acentuaran su reprobación de los espectáculos públicos; por último, el Parlamento dispuso en 1642 la clausura de los teatros, que oficialmente no fueron reabiertos hasta 1660. Así concluía el ciclo más fecundo de la escena inglesa.
En Francia, la consolidación del teatro renacentista fue más tardía y estuvo sujeta a una serie de vacilaciones, hasta que se impuso la preceptiva clasicista, en el reinado de Luis XIV. Con anterioridad, se destacan algunas figuras –Jodelle, Garnier, Hardy–, pero el momento de apogeo está ligado íntimamente a Corneille, Racine y Molière. Los dos primeros perfeccionaron los procedimientos trágicos de la época. En tal sentido, el primer gran impacto de Corneille fue su drama inspirado en la vida del Cid, obra que suscitó viva polémica a causa de la libertad que observaba en su manejo de las unidades de tiempo y lugar; más tarde, este mismo autor tendió a una mayor aceptación de las normas clasicistas, en tragedias como Horacio, Cinna, Polieuto y Nicomedes. Por su parte, Racine convirtió los estrictos preceptos del clasicismo en instrumento dúctil para elaborar piezas de acción restringida pero de incomparable belleza poética, centrando los efectos dramáticos en las pasiones anímicas expresadas por el diálogo; de tal modo, los espectáculos eran concebidos como recitativos, en los que se conservaba en todo momento la gracia y armonía formales, por agudos y perturbadores que fueran los conflictos humanos expuestos; una prueba de ello la ofrecen Andrómaca, Fedra, Berenice, Bayaceto. En la comedia, un anticipo importante lo constituye El mentiroso, que Corneille escribió hacia 1643, a imitación de La verdad sospechosa de Ruiz de Alarcón; pero el desarrollo y perfeccionamiento de esta especie fue obra de Molière, quien recogió el legado cómico del teatro clásico y medieval y de la commedia dell’arte y creó una forma sumamente apta para la sátira social y para la crítica de costumbres, según el ejemplo de El burgués gentilhombre, El avaro, Tartufo, El misántropo, Las preciosas ridículas y muchas otras piezas. La vida de Racine se extinguió el 21 de abril de 1699; con su muerte y la terminación de la centuria, el teatro del clasicismo francés inicia su declinación. Ello no significa, empero, que su influjo decayera, ya que perduró hasta la aparición del drama romántico. Por lo demás, su ascendiente se difundió en toda Europa: en Inglaterra, con los autores que surgieron después de 1660 (Dryden, Otway, Congreve, Wycherley); en Italia con Alfieri; en España, con la tardía comedia de Leandro Fernández de Moratín; inclusive en la misma Francia, Voltaire intentó hacia 1730 una frustrada restauración de la tragedia clasicista.


Consejos a los comediantes

Actor, director escénico y dramaturgo, Shakespeare, fue un consumado hombre de teatro. Con ese caudal de experiencia, pone en boca de Hamlet sus opiniones personales acerca del arte interpretativo (
Hamlet, acto III, escena II):
“Te ruego que recites el texto tal como lo hice yo, con fluidez y naturalidad, ya que si lo anuncias a gritos –como acostumbran muchos actores–, mejor sería ofrecer mis versos a un pregonero para que los voceara. Cuídate, además, de aserrar el aire así, con la mano. Moderación en todo, ya que hasta en medio del torrente, de la tempestad y aun del torbellino de la pasión, debes tener y exhibir esa templanza que hace dulce y elegante la expresión. Tampoco seas demasiado tímido; en ello, tu propia discreción debe guiarte. Que la acción corresponda a la palabra y la palabra a la acción, tratando con especial cuidado de no traspasar los límites de la natural sencillez, pues todo lo que se opone a la naturaleza por igual se aparta del verdadero fin del arte dramático cuyo propósito –así en su origen como ahora– fue y es, por así decirlo, presentar un espejo a la humanidad , mostrar a la virtud sus propios rasgos, al vicio su imagen verdadera y a cada edad y generación su fisonomía y modalidad características. En consecuencia, si se recarga la expresión o si ésta languidece, por más que ello haga reír a los ignorantes, no podrá menos que disgustar a los discretos, cuya opinión –aunque se trate de un solo individuo–, debe tener mayor importancia que la de todo el público restante. En verdad, cómicos hay quienes he visto representar y a quienes oí elogiar, pese a que no tenían ni pizca de cristianos, de gentiles, ni siquiera de hombres, pues se movían y vociferaban de tal modo que llegué a suponerlos monstruos engendrados por algún mal artífice de la naturaleza, ¡de manera tan abominable imitaban la humanidad!”




6. Del realismo a nuestros días

El teatro que se cultivó en tiempos de Luis XIV apuntaba a un público limitado –de formación cortesana y letrada–, en manifiesto contraste con la amplitud que había prevalecido en el drama español e inglés del renacimiento. Por lo tanto, el prestigio europeo de Corneille, Molière y Racine generalizó la tendencia restrictiva del clasicismo francés. Sin embargo, la irrupción de las clases medias que se observa en la sociedad del siglo XVIII determinó que tales esquemas selectivos perdieran actualidad; a causa de ello, la tragedia clasicista entró en crisis y, a mediados de la centuria, Diderot se propuso suplantarla mediante un “drama serio” de inspiración burguesa; en cambio, la comedia perduró, convirtiendo a los sectores egregios y elegantes en objeto frecuente de su sátira, según lo documentan Goldoni en Italia, Holberg en Dinamarca, Sheridan en Inglaterra y, especialmente, Beaumarchais en Francia; a su vez, Marivaux desarrolló un teatro cómico menos corrosivo, en el que prevalecía el análisis de los sentimientos. En la segunda mitad del siglo XVIII, surgió en Alemania un movimiento escénico intenso, cuyo primer centro de irradiación fue el drama burgués de Lessing, ilustrado por la deliciosa comedia Minna von Barnhelm; luego, Goethe, Schiller, Kleist y Grillparzer fueron consolidando un teatro romántico, en el que se destaca con frecuencia la figura heroica y rebelde, que tal vez ejerció poderosa seducción como arquetipo del hombre capaz de unificar la nación germana, todavía desmembrada en pequeños y débiles estados casi feudales. Por su parte, el Romanticismo francés eliminó las últimas supervivencias del clasicismo, cuya preceptiva Víctor Hugo demolió con inusitado vigor, mientras Alfred de Musset componía piezas sentimentales de gran equilibrio. En suma, la declinación del clasicismo, la instauración del “drama burgués” y el advenimiento de las concepciones románticas constituyen una significativa toma de conciencia dramática, pero no logran consolidar nuevas pautas creativas; ello solo se consiguió en el curso del siglo XIX, con el avance de la doctrina realista, que dio forma definitiva al teatro burgués. La irrupción de esta tendencia puede trazarse a lo largo de la centuria en toda Europa: en Alemania, con Büchner y Hebbel; en Francia, con Balzac, los Goncourt, Zola e inclusive el “drama bien hecho” de Dumas hijo y de Augier; en Rusia, con Griboiédov, Gógol, Ostrovski y Turguéniev. Pero la culminación del proceso habría de darse en los países escandinavos, con Björnson, Ibsen y Strindberg, quienes logran describir la vida de clase media con minucioso verismo escenográfico e interpretativo, a la vez que ensayan un agudo enjuiciamiento de los conflictos morales imperantes. Ibsen se caracteriza por un realismo liberal y optimista, según el criterio expuesto en Los pilares de la sociedad, Casa de muñecas, Espectros y Un enemigo del pueblo. En cambio, Strindberg primeramente, con el afán naturalista, explora el amargo determinismo imperante de Señorita Julia; luego, en La sonata de los espectros y Un drama de sueños, evoluciona hacía un tipo de creación escénica casi onírica, que prefigura los métodos del expresionismo. Al llegar a su plenitud, la marea realista tiende a difundirse y a diversificarse: en Alemania, Gerhart Hauptmann escribe Los tejedores; en Rusia, León Tolstoi, Antón Chéjov y Máximo Gorki evocan la situación de su patria anterior a la revolución de 1917; en Irlanda, J. M. Synge logra introducirse en las costumbres de su país mediante una síntesis de verismo y fantasía; en Hispanoamérica, el uruguayo Florencio Sánchez indaga aspectos de la vida urbana y rural y describe las relaciones del hombre nativo con el inmigrante, e inclusive en España, ya bien entrado el siglo XX, García Lorca desenvuelve un drama realista –en obras como Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba. A su vez, el irlandés Bernard Shaw, confeso discípulo de Ibsen, instaura en Inglaterra un teatro de crítica social, cuya tendencia a la exageración cómica con fines didácticos parece un anticipo del “distanciamiento escénico” que luego propugnaría Brecht.



Lenguaje escénico y lenguaje popular

Con respecto al lenguaje utilizado en sus dramas, J. M. Synge escribe: “Al igual que en mis restantes piezas, al escribir
El botarate del oeste solo usé una o dos palabras que no oí entre los campesinos irlandeses o que no pronuncié en mi infancia, antes de que pudiera leer los periódicos. Cierto número de giros que empleo los oí, asimismo entre pastores y pescadores, a lo largo de la costa desde Kerry hasta Mayo, o en boca de mendigas y cantores callejeros cerca de Dublín. Me alegro de confesar cuánto debo a la imaginación popular de esa gente encantadora. Quienquiera que haya vivido en verdadero contacto con la población rústica de Irlanda advertirá que los dichos e ideas más atrevidos formulados en el drama resultan por cierto tímidos, en comparación con las fantasías que pueden escucharse en cualquier cabaña de Geesala, de Carraroe o de la Bahía de Dingle. Todo arte es el producto de la colaboración, y caben pocas dudas de que en las épocas felices de la literatura, las frases bellas y sorprendentes estaban tan al alcance de la mano del narrador o del dramaturgo como las lujosas capas o vestiduras contemporáneas. Es probable que el autor teatral isabelino, al ponerse a escribir, usara muchas frases que acaba de oír –a la hora de la comida– en boca de su mujer o de sus hijos. En Irlanda, los que tenemos trato con el pueblo disfrutamos de idéntico privilegio. Cuando estaba escribiendo La sombra del valle, hace algunos años, más que cualquier conocimiento me resultó útil una rajadura en el piso de la casa donde paraba –en Wicklow–, la cual me permitía oír lo que decían las sirvientas en la cocina. Me parece que este asunto es importante porque, en aquellas comarcas en las que la imaginación del pueblo y el lenguaje que éste emplea son ricos y vigorosos, es posible al escritor manejarse con un vocabulario caudaloso y abundante y, al mismo tiempo, registrar la realidad en que arraiga toda poesía de manera comprensiva y natural. En cambio, en la moderna literatura urbana, la abundancia solo se encuentra en sonetos, poemas en prosa y uno o dos libros elaborados que están muy lejos de las preocupaciones hondas y comunes de la vida. De un lado, hallamos a Mallarmé y Huysmans, haciendo su literatura; del otro, encontramos a Ibsen y Zola, interesándose en la realidad de la vida con palabras sin alegría ni color. En el escenario, debemos hallar realidad y alegría: es allí donde el moderno drama intelectual ha fallado, al tiempo que el espectador llegaba a hartarse de la alegría falsa que le proporcionaba la comedia musical, en reemplazo de la alegría plena que sólo es posible descubrir en la realidad soberbia y montaraz. En un buen drama, cada expresión verbal debe hallarse tan madura como una nuez o una manzana, y tales expresiones no podrá escribirlas quien viva entre personas que han excluido la poesía de sus bocas.”



Con la llegada del siglo XX, el teatro europeo sufre una significativa transformación, acorde con la crisis generalizada que aqueja a la sociedad burguesa: las concepciones veristas del realismo y del naturalismo empiezan a retroceder y, en su reemplazo, comienzan a prosperar las formas poéticas y experimentales del drama. Los primeros indicios del cambio los proporciona el avance de la corriente simbolista, cuya principal figura fue Maeterlinck. De tal modo, irrumpe una marea de “teatro poético”, cuyo representante más conspicuo quizá haya sido Paul Claudel. No deben olvidarse, tampoco, los “esperpentos” del español Ramón del Valle Inclán, que solo recientemente han sido reivindicados como anticipos de la libertad formal y escénica del teatro actual. Al mismo tiempo, los experimentos formales de Strindberg y de Wedekind abren el camino al expresionismo que, luego de explorar las perturbaciones anímicas y su proyección objetiva, se lanza –con Toller, Kaiser y Chapek– a una campaña casi anarquista contra el sistema industrial; por último, esta línea habría de orientarse hacia el “teatro didáctico” de crítica social, que cultivó Bertolt Brecht, a quien sucedieron, en el ámbito de habla alemana, Frisch, Dürrematt y Peter Weiss, si bien cabe aclarar que estos autores son muy diferentes entre sí. Junto al nombre de Brecht, corresponde también mencionar al soviético Maialovski, quien exhibe un perspicaz enjuiciamiento de la realidad y una vigorosa fantasía escénica, en sus sátiras Misterio bufo, El baño y La chinche. Finalmente, la aparición de los movimientos dadaísta y surrealista, aunque no dio lugar a un florecimiento dramático propio, ejerció considerable ascendiente en la técnica de los espectáculos y –a través de Antonin Artaud– favoreció la difusión de Jarry y la instauración del “teatro del absurdo” encabezado por Beckett y Ionesco, quienes prestan testimonio del más extremado proceso de disgregación social y cultural, con una crisis que inclusive alcanza al lenguaje y a la comunicación humana en general. En relación con esta actitud, también deben mencionarse, en una generación anterior, la importante producción dramática del italiano Luigi Pirandello, orientada a exponer un inquietante relativismo psicológico, y las obras de los franceses Sartre y Camus. Además, uno de los sucesos más importantes en el desarrollo escénico de nuestra centuria ha sido el nacimiento del teatro norteamericano, que ha producido figuras prominentes –Eugene O’Neill, Elmer Rice, Arthur Miller, Tennessee Williams, Edward Albee–, quienes preferentemente apuntan hacia un drama corrosivo que refleja la asfixia del individuo en un sistema donde el consenso social ejerce una presión restrictiva. Otro aspecto de interés en el teatro actual consiste en la formación de núcleos creativos, en torno de ciertas instituciones o ideas; en Irlanda, la instalación del Teatro de la Abadía estuvo vinculada al advenimiento de notables autores, como W. B. Yeats, J. M. Synge y Sean O’Casey; en época muy reciente, el disconformismo generacional de la juventud inglesa se canalizó en la dramática “iracunda” de Osborne, Pinter, Wesker, Ann Jellicoe, John Arden, N. F. Simpson y otros más. En síntesis, es lícito afirmar que el momento presente ofrece un cuadro de extraordinaria fecundidad: el intenso y abigarrado panorama de una actividad escénica que se proyecta hacia el futuro como instrumento para explorar una época de rápido cambio y de profundas perturbaciones sociales.



Dimensión trágica de la comedia

A fin de evitar equívocos en la representación e interpretación de
La cantante calva, Ionesco ha formulado en varias ocasiones sus ideas acerca del profundo desamparo de sus criaturas cómicas, cuya falta de personalidad los priva de la condición de ser; por así decirlo, pese a su realidad cotidiana, se hallan privados de la existencia porque no piensan, ni deciden, ni tienen creencias propias; se limitan a repetir lugares comunes e idiotismos, sin saber el verdadero significado de sus palabras, de sus vidas:
“Al analizar esta obras, críticos serios y doctos quisieron interpretarla como una crítica a la sociedad burguesa y al teatro de repercusión popular. Acepto esta interpretación, pero a mi juicio no se trata de una sátira de la mentalidad pequeñoburguesa propia de tal o cual sociedad. Se trata, antes que nada, de una especie universal de pequeña burguesía, puesto que este sector se compone de hombres cuyo rasgo es la frase hecha,
el slogan, el conformismo de todas partes; y ese conformismo se pone de manifiesto, desde luego, a través de un lenguaje automático. El texto de La cantante calva, como un manual para aprender idiomas, se compone en lugares comunes, de los clisés más utilizados; por ello, me revelaba los automatismos del lenguaje, del comportamientos, el hablar para no decir nada, el hablar porque no hay nada que decir, la ausencia de vida interior, los mecanismos de lo cotidiano, el hombre inmerso en su medio social sin diferenciarse de él. Los Smith, los Martin no saben ya hablar porque ya no saben pensar, y no saben pensar porque ya no saben conmoverse, porque no tienen pasiones, porque ya no saben ser; pueden transformarse en cualquier persona, en cualquier cosa, pues al no ser ya solo son los otros, el mundo de lo impersonal, de lo intercambiable: se puede poner a Martin en reemplazo de Smith o viceversa, sin que nos demos cuenta. Mientras el personaje trágico no cambia –no se quiebra; es él mismo; tiene realidad–, los personajes cómicos son aquellos que se caracterizan por no existir.”




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