29 de noviembre de 2009

La broma póstuma

Virgilio Díaz Grullón
Durante toda su vida había sido un bromista consumado. De modo que aquel día en que visitaba el museo de figuras de cera recién instalado en el pueblo y se encontró frente a frente con una copia exacta de sí mismo, concibió de inmediato la más estupenda de sus bromas. La figura representaba un oficial del ejército norteamericano de principios del siglo pasado y formaba parte de la escenificación de una batalla contra indios pieles rojas. Aparte de que el color de sus propios cabellos era algo más claro, el parecido era tan completo que sólo con teñirse un poco el pelo y maquillarse el rostro para darle la apariencia cetrina del modelo, lograría una similitud absolutamente perfecta de ambos. en la madrugada del siguiente día, luego de haberse transformado convenientemente, se introdujo a escondidas en el museo, despojó a la figura de cera de su raído uniforme vistiéndose con éste, y escondió aquella, junto con su propia ropa, en una alacena del sótano. Luego tomó el lugar del soldado en la escena guerrera y, asumiento su rígida postura, se dispuso a esperar los primeros visitantes del día, anticipándose al placer de proporcionarles el mayor susto de sus vidas. Cuando, al cabo de dos horas, tomó conciencia de su incapacidad de movimiento, la atribuyó a un calambre pasajero. Pero al comprobar que no podía mover ni un dedo, ni pestañear, ni respirar siquiera, adivinó, presa de indescriptible pánico, que su parálisis total duraría eternamente y que ya el soldado que había encerrado en el sótano, después de vestirse con la ropa que estaba a su lado, había abierto la puerta de la alacena, e iniciaba los primeros pasos de una nueva existencia.

27 de noviembre de 2009

El rey virtuoso

Leyenda Hindú
En la ciudad de Mitila vivía hace muchos años el rey Namí. Poseía un hermoso palacio de mármol blanco en el que tenía siete salones: el primero era de plata purísima, el segundo de oro, el tercero de diamantes, el cuarto de rubíes, el quinto de esmeraldas, el sexto de zafiros y el séptimo de marfil. Los jardines del Palacio estaba cuajados de flores y árboles y en él vivían multitud de aves cantoras que alegraban al rey con sus trinos. El rey Namí era tan rico que los tesoreros del palacio se habían cansado de contar sus riquezas y ya no sabían a cuánto ascendía.
El palacio estaba poblado de siervos, que atendían a los menores caprichos y deseos del rey con toda presteza y puntualidad. Las cuadras reales estaban colmadas de caballos y elefantes. El rey tenía un elefante para pasear cada día de la semana y el que montaba los domingos era blanco como las nieves del Himalaya.
Pero el rey Namí no era feliz. Todos los sabios de su reino habían intentado proporcionarle la felicidad sin que ninguno consiguiera el éxito. Pero un día el rey vio la luz: abandonó toda sus posesiones, todos los placeres y abrazó la vida ascética, cobijándose en el corazón de un espeso bosque, donde pasaba los días entregado a la meditación y la oración. Todo el reino lloró la pérdida del buen rey Namí.
Un día la historia del rey Namí llegó a oídos del dios Indra, que decidió descender a la Tierra para probar la virtud del rey transformado en asceta. Se disfrazó de monje y se presentó ante el rey Namí. Una vez en su presencia, Indra habló así:
-¡Tu palacio está ardiendo rey Namí, y todos tus tesoros perecen en las llamas! ¿Por qué no corres y acudes a salvarlos?
Pero Namí respondió:
-¡Feliz es y feliz vive, venerable monje, aquel que nada tiene suyo! Aunque arda el palacio de Mitila, nada es mío porque a todo he renunciado. No hay vida mejor para el sabio que verse libre de toda ligadura terrena y entregado a piadosas bendiciones.
Indra entondes le dijo:
-¡Oh, rey Namí!, ¿por qué no amurallas tu ciudad, construyes fosos, torres y máquinas de guerra? Así llegarás a gozar de la gloria del guerrero victorioso.
El rey Namí respondió:
-El hombre sabio tiene la fe por fortaleza, la austeridad por cierre de sus puertas, la paciencia por muralla inexpugnable; el esfuerzo es su arco y la prudencia, las cuerdas del mismo; los dardos de la penitencia somenten a su eterno enemigo: las pasiones. Así es el hombre sabio, victorioso en la batalla por dominarse a sí mismo.
De nuevo Indra le habló de esta suerte:
-¡Oh, buen rey Namí! ¿Por qué no castigas a los ladrones y malvados de tu ciudad? Haz que tu reino sea un lugar seguro para los hombres honrados. Así alcanzarás gloria como gobernante justo y prudente.
Namí respondió:
-Los hombres que gobiernan castigan con frecuencia de forma injusta. Los inocentes van a la prisión y los malvados quedan libres.
De nuevo Indra tentó al rey Namí con estas palabras:
-Rey Namí, prudente y sabio, ¿por qué no conquistas mil reinos y sometes a tu cetro mil reyes?
Entonces serás aclamado por el mundo como gran conquistador y tu gloria vivirá por todos los siglos en la Tierra.
Pero Namí replicó:
-¡Oh venerable padre! Aunque un hombre conquistara mil reinos en el campo de batalla no sería tan victorioso como si se conquistara a sí mismo. La verdadera batalla es la que uno sostiene consigo mismo. ¿De qué sirve someter a otros? Sólo aquél que se adueña de sí mismo consigue la felicidad.
Entonces Indra se quitó su disfraz y alabó al virtuoso rey Namí.

Venganza


Juan José Hernández


Todas las noches, antes de acostarse, ordena su colección de objetos preciosos: una araña pollito sumergida en formol, un talismán de hueso que tiene la virtud de curar los orzuelos, un mono de chocolate, recuerdo de su último cumpleaños, y la famosa medalla de su tío, que los chicos del barrio envidian: Alfonso XII al Ejército de Filipinas. Valor, Disciplina, Lealtad.
Su tío la llevaba de adorno, colgada del llavero, pero él insistió tanto que acabó por regalársela. Con su abuela las cosas son más complicadas. En vano le ha pedido aquella piedra que trajo de la Gruta de la Virgen del Valle, el año de su peregrinación a Catamarca. Durante un tiempo agotó sus recursos de nieto predilecto para conseguirla: se hizo cortar el pelo, aprendió las lecciones de solfeo. Su abuela persistió en la negativa. Ni siquiera pudo conmoverla cuando estuvo enfermo de sarampión y ella se quedaba junto a la cama, leyéndole.
Una tarde, mientras bebía jugo de naranja, interrumpió la lectura y volvió a pedirle la piedra de la Virgen. Su abuela le dijo que no fuera cargoso, que se trataba de una piedra bendita y que con reliquias no se juega. El chico, enfurecido, derramó el jugo de naranja sobre la cama. La abuela pensó que lo había hecho sin querer.
Unos días después de este incidente, el chico abandonó la cama y cruzó a la casa de enfrente, donde vive la abuela. Tiene el propósito de sentarse en la silla de hamaca, cerca de la pajarera principal, y terminar Robinson Crusoe. Se siente débil, y el médico ha recomendado que lo hagan tomar un poco de sol, por las mañanas. La casa de la abuela está llena de pájaros y plantas.
En los patios hay jaulas de alambre tejido con cardenales y canarios; a lo largo de las paredes, casales de pájaros finos seleccionados para cría; en el jardín del fondo, pajareras de mimbre con reinamoras. Tupidos helechos desbordan los macetones de barro cocido, y toda la casa es fresca, manchada y luminosa, como con luz cambiante de tormenta. Dentro de las habitaciones, la abuela, dos veces viuda, se consagra al recuerdo de sus maridos y a sus santos de siempre. San Roque y su perro, amparado por un fanal de vidrio, goza de la mayor devoción. Lamparitas de aceite arden todo el tiempo sobre la mesa que sirve de altar; flores de papel y un escapulario bordado en oro, con un corazón en llamas, completan la sencilla decoración.
Allí también está la piedra de la Virgen, brillante de mica y de prestigio.
Sentado en la silla de hamaca, el chico mira a su abuela, que ayudada por la criada riega las plantas, corta brotes malsanos y cambia el agua de las pajareras.
Tiene entre las manos Robinson Crusoe, pero no lee. Piensa en la piedra que nunca será suya, en la negativa odiosa de la abuela. No ha vuelto a hablarle del asunto desde la tarde en que derramó el jugo de naranja sobre la cama. Imposible robársela. Es una piedra bendita. Y quién sabe si al intentar hacerlo no cae fulminado por un rayo como se cuenta de Uzza, en la Historia Sagrada, que tocó el Arca de Dios. El chico quiere leer y no puede. Observa la pajarera principal cuyo techo, de lata verde, imita el de una pagoda china. La abuela y la criada están distraídas regando las hortensias del jardín del fondo. Entonces se incorpora sin hacer ruido y abre una puerta de la pajarera. El primer canario vacila, desconfía, trina, y de pronto echa a volar. Los demás, siguiendo el ejemplo, huyen alborotados hacia los árboles del vecino.

23 de noviembre de 2009

22 de noviembre de 2009

El juguete rabioso de Roberto Arlt


Por Jorge Lafforgue

La pregunta por la entidad de un literatura seguramente hallaría una respuesta inmediata en la evocación de sus obras más representativas; y muy posiblemente esa imagen sería completada a renglón seguido con la mención de algunas de sus figuras mayores. Así, la pregunta por la literatura argentina nos habría de remitir al Martín Fierro y a Facundo, a Una excursión a los indios ranqueles, Barranca abajo, Don Segundo Sombra y Radiografía de la pampa, aunque también a Esteban Echeverría, a Cambaceres, Payró, Lugones, Gálvez, Lynch, Fernández Moreno, Quiroga, Macedonio, Borges, Marechal y Cortázar. De esta lista o aun de otras más canónicas, resultaría difícil excluir hoy el nombre de Roberto Arlt. Sin embargo, hasta poco tiempo atrás, ese juicio no hubiese encontrado eco ni asidero en manuales o panoramas didácticos.
Pero la historia no es unívoca; existe también una historia de claves particulares, de regocijos íntimos, de secretos deslumbramientos, que nos permite a cada uno de nosotros –lectores más o menos consecuentes­– ir delineando nuestra propia imagen de un territorio acotado de las letras. Entre los golpes jubilosos que me ha deparado mi tránsito por la literatura nacional, no pocos llevan el sello indeleble de ese escritor controvertido y atormentado que en 1926 publicó El juguete rabioso: su primer libro y, para algunos críticos, no sin buenas razones, el más logrado.
Por ejemplo: la conversación de Silvio Astier con aquel joven atildado, de cara blanca y hombros lechosos, que cantaba el "Arroz con leche" y tenía la ropa sucia, cuyo imprevisible desenlace o clausura es el fósforo arrojado con deliberación sobre un mendigo dormido: descarga emotiva, fogonazo insensato, acto ruin y gratuito, violación de la conciencia feliz.
U otro ejemplo: ese final feroz, cuando el protagonista delata a su amigo el Rengo, sin motivos aparentes, incluso contra toda amable razonabilidad y sentido común, aunque siguiendo la inexorable lógica de quien ve la vida "como un gran desierto amarillo": una búsqueda cerrada de antemano.
He glosado dos pasajes cuya significación en despliegue remite al desarrollo de la novela en que se insertan: El juguete rabioso; pero, además y sin duda, esos pasajes poseen la capacidad de iluminar por sí mismos zonas recónditas de la conducta humana. Son como los versos que surgen para siempre y labran la gloria de un poeta. Son los contundentes versos de un escritor que nunca tentó en forma explícita el género de "poesía", pero que lo abordó intrínsecamente a lo largo de toda su obra: estallido de la realidad a través de la palabra, o palabras que generan su propia realidad en permanente asedio de un absoluto imposible.

Roberto Godofredo Christophersen Arlt nació en el porteño barrio de Flores en abril de 1900 (el 2, el 7 o el 26 de abril, pues con similares argumentos y a partir de diversas declaraciones del propio Arlt se puede optar por cualquiera de esas tres fechas). Sus padres fueron inmigrantes de origen europeo: Carlos Arlt, alemán nacido de Poznan, y Catalina Iobstraibitzer, natural de un pueblo del Tirol italiano y radicada en Trieste; llegaron a Buenos Aires cuando contaban 32 años de edad y tuvieron en esta ciudad tres hijos: una hija que murió muy joven, Roberto y Lila, que falleció de tuberculosis en 1936. El padre, ex militar desertor del ejército prusiano, tentó sin suerte y con escasos ímpetus varios oficios: vidrierista, contador, trabajador en los yerbatales misioneros, entre otros; abandonó esporádicamente a la familia y la mantuvo en un pobreza crónica, pero sojuzgada por su carácter rígido, agrio y autoritario. Doña Catalina, en cambio, fue una mujer melancólica, imaginativa y tierna, que luego habría de volcarse al espiritismo. (Las figuras de ambos padres e incluso la de su hermana Lila se traducen –hasta por omisión– en los textos arltianos.)
En consecuencia, su infancia fue desdichada, incierta y de intenso callejeo. Lejos estuvo Arlt de ser un alumno disciplinado: cursó sólo hasta tercer grado de la escuela primaria y unos meses en la Escuela de Mecánica de la Armada. A los dieciséis años de edad abandonó el hogar paterno, rumbo a Córdoba, donde desempeñó varios oficios ("De los quince años a los veinte años practiqué todos los oficios. Me echaron por inútil de todas partes".) y conoció a Carmen Antinucci, con quien se casa y cuya dote de 25.000 pesos invierte en negocios ruinosos. De ese matrimonio, nació una hija, Mirta, que habría de dedicarse a las letras.
Los Arlt regresan a Buenos Aires y Roberto ingresa en el periodismo, que será hasta su muerte la mayor o casi única fuente de ingresos: crónicas policiales en Última hora, epístolas de Don Goyo, colaboraciones en Crítica, una decisiva columna en El Mundo, desde 1928, que ha de constituir sus "aguafuertes porteñas", crónicas ciudadanas de enorme éxito popular. En función periodística ha de realizar algunos viajes: al Brasil en 1930, a España y África del Norte en 1935, a Chile y el sur argentino en 1941.
Pero paralelamente a este trabajo, Arlt ha ido desarrollando una tenaz, consecuente y no escasa labor literaria, cuyos orígenes deben rastrearse en lo versos de Dante y Tasso que le recitaba la madre, en las sucesivas entregas de la literatura folletinesca que devoraba en su infancia, en el nutrido arsenal de lecturas que fue formando desde su adolescencia con estricto criterio de autodidacta, y cuyo primer sacerdote bien puede haber sido Baudelaire (en un comentario autobiográfico de 1928 destaca a cuatro escritores: Quevedo, Dickens, Dostoievski y Marcel Proust).
En 1940, poco después de morir su primera esposa, se casa con Elizabeth Mary Shine, de origen irlandés. El 26 de julio de 1942, sin haber visto nacer a su segundo hijo, muere de un ataque cardiaco Roberto Arlt, escritor, periodista e inventor fracasado.
Durante su vida, Arlt publicó en forma de libro cuatro novelas (El juguete rabioso, 1926; Lo siete locos, 1929; Lo lanzallamas, 1931; El amor brujo, 1932), dos libros de cuentos (El jorobadito, 1933; El criador de gorilas, 1941) y dos recopilaciones de sus crónicas periodísticas (Aguafuertes porteñas, 1933; Aguafuertes españolas, 1936); póstumamente se ha recogido en diversos volúmenes su primer trabajo literario, aparecido en Tribuna Libre el 28 de enero de 1920 bajo el título de "Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires", un interesante relato –Viaje terrible– e innumerables aguafuertes (que, desde luego, se han reunido en recopilaciones parciales, pues "la colección completa de sus aguafuertes debe sumar unas dos mil o algo m{as", según cálculo quizá exagerado de Gostautas).
Es fácil observar que a lo largo de la década del '30 el núcleo de su interés como escritor se va desplazando de la narrativa a la dramaturgia, publicando y estrenando entonces unas cuantas piezas dramáticas: 300 millones, 1932; Prueba de amor, 1932; Saverio el cruel, 1936; El fabricante de fantasmas, 1936; La isla desierta, 1938, África, 1938 y La fiesta del hierro, 1940 (de acuerdo con la edición de su Teatro completo, Schapire, 1968, habría que agregar El desierto entra en la ciudad).
Hasta diez años después de su muerte, el reconocimiento crítico hacia la obra de Roberto Arlt fue prácticamente nulo –si se exceptúa algún trabajo de Córdova Iturburu y breves evocaciones anecdóticas–; lo ignoraban los comentaristas locales y lo desconocían los popes de la crítica continental (Arturo Torres Rioseco, Luis Alberto Sánchez y Fernando Alegría, por ejemplo, no lo mencionaban en sus respectivos panoramas). Luego de 1950, a partir de la reedición de sus obras (por Futuro, Fabril y Losada, consecutivamente), de la primera biografía (la de Raúl Larra), de los artículos de Murena, Vanasco y Sebreli y del número que le dedica la revista Contorno, dirigida por los hermanos Viñas, comienza una exégesis crítica que ha de cuajar en una serie de libros (de: Nira Etchenique, 1962; Raúl Castagnino, 1964: Oscar Masotta, 1965; Ángel Núñez, 1968; David Maldavsy, 1968; Diana Guerrero, 1972; Stasys Gostautas, 1977) e importantes trabajos, desde los ordenamientos filiales de Mirta Arlt y los emotivos exabruptos onettianos hasta los enriquecedores análisis de Noé Jitrik, Luis Gregorich y Ricardo Piglia, para sólo citar los fundamentales.
Esta producción crítica ha puesto el acento decididamente en la narrativa arltiana, pues las referencias al trabajo periodístico y teatral son circunstanciales (aparte el estudio de Castagnino). De allí que no se haya encarado aún un enfoque global sobre el conjunto de esa escritura, que en una primera aproximación muestra una enorme coherencia conceptual y la permanencia de sus principales núcleos temáticos. (Sobre el desplazamiento narrativa–teatro, Masotta apunta una inteligente conjetura: "si Arlt se siente empujado a abandonar la novela, no es más que por el carácter poco novelístico de los personajes que creaba, verdaderos 'caracteres', en el sentido clásico del término, destinos petrificados, naturalezas muertas.")

En este señalamiento de Masotta, hay una salvedad a favor de El juguete rabioso: es el único texto donde Arlt muestra a un personaje en tren de hacerse (no ya hecho, como Erdosain o Balder, sino haciéndose). Mucho más cabría indicar con respecto a esta primera novela y mucho han indicado ya los críticos.

Pero antes apuntemos que El juguete rabioso fue escrito entre 1919 y 1924; que su título inicial fue Vida puerca; que dos pasajes del texto primitivo fueron publicados como anticipos en la revista Proa y uno de ellos eliminado de la versión definitiva; que en la primera edición la novela estaba dedicada a Ricardo Güiraldes, de quien Arlt fue esporádico secretario y amigo (hechos que no implicaron un embanderamiento en las huestes de Florida, aunque tampoco Artl fue bodeista); que Elías Castelnuovo se la rechazó porque, "pese a su fuerza temperamental, ofrecía innumerables fallas de diversa índole"; que finalmente la publica la Editorial Latina, de L. J. Rosso, gracias a los buenos oficios de Enrique Méndez Calzada y Julio Noé; que la crítica apenas si le prestó atención (la comentó Leónidas Barletta en Nosotros), puesta a cantar unánimes loas a Don Segundo Sombra.
Pasados los años, Noé Jitrik afirmará que "Roberto Arlt, en El juguete rabioso, va a hacer una síntesis tal que inauguraría definitivamente la literatura urbana con proyección universal, por una parte, y la literatura que muestra la forma de ser y los mitos de una clase social concreta, por otra". Por su parte, Oscar Masotta diría que "la primera novela de Arlt es una verdadera fenomenología, en el sentido que Hegel daba a la palabra, de la aparición del mal, es decir que en ella se hace el relato de un desarrollo verdaderamente dialéctico donde algo nuevo emerge en cada etapa: el punto de partida es la necesidad de trascendencia y el convencimiento que su satisfacción reside en el mal".
En otro orden de cosas, Luis Gregorich ha señalado con justicia que, "técnicamente, el libro utiliza, casi sin proponérselo, algunos procedimientos de la nueva novela. No se explica la situación social, el aspecto ni los pensamientos de los personajes: toda la explicación está dada por la acción misma, por el relato de los hechos. (...) También es moderna la presentación psicológica de los personajes: la vida psíquica es presentada con todas sus arbitrariedades, despojada de la casualidad, fragmentada en innúmeras vivencias que muchas veces no se relacionan entre sí".
Los caminos que abrió El juguete rabioso son los de nuestra literatura contemporánea. Las objeciones –serias y pueriles– a su escritura tuvieron un principio de respuesta en el prólogo del propio Arlt a Los lanzallamas. Ahondando en esa vertiente, el uruguayo Juan Carlos Onetti podría proclamar hoy que "seguimos profunda, definitivamente convencidos de que si algún habitante de estas humildes playas logró acercarse a la genialidad literaria, llevaba por nombre el de Roberto Arlt".
(1981)

14 de noviembre de 2009



____El cruce de la frontera a ese otro mundo ofreció su habitual resistencia incrementada ahora por la mayor velocidad.
____El Pájaro de Luz dejó el carro con los dos caballos y sus ocupantes en los pastizales. El carro dio un golpe que le hizo rechinar su viejo esqueleto. Sebastián sintió en el estómago el recorrido del vértigo y gritó de alegría al ver el éxito de la empresa.
____De la jaula llegaba la algarabía de los pájaros. Se movían de aquí para allá entre gorjeos y cantos en el poco espacio que disponían. Sebastián se quitó la manta que le había servido de disfraz. Lo mismo había hecho el Encantador de Pájaros que sin su gorra parecía otra persona. El gran disco plateado de la luna inundaba de luz todo aquel prado. A poca distancia los contornos oscuros del Bosque se recortaban contra un cielo cubierto de estrellas. Y fue allí, en el límite entre el azul intenso del cielo y el extremo superior de las copas de los árboles, donde vieron desaparecer al enorme Pájaro de Luz.
____El Pájaro de Luz ingresa a su morada –explicó el Encantador.
____–Me vas a contar qué es eso del Pájaro de Luz –pidió el chico.
____–No sólo te lo voy a contar. También te mostraré todo un sector del Bosque que no conoces. Sólo los pájaros, los Tenopos y yo lo frecuentamos. Es un lugar sagrado y secreto –confió el Guardián–. Después tendrás que ir a descansar para mañana.
____El Bosque los embebió en una oscuridad salpicada de pequeñas manchas de luz de la enorme luna. Los pájaros despertaron y el Bosque enteró se convulsionó. Los Tenopos salieron a recibirlos llenos de regocijo. El primero en hablar fue Zexerón:
____–¡Bienvenidos! –saludó– veo que han tenido éxito ¡Felicitaciones!
____–¡Bravo Encantador! –gritó Zexerías entre los vivas de sus camaradas.
____–Gracias amigos. Los pájaros después de mucho tiempo encarcelados volverán a su Bosque –afirmó con emoción el Guardián y abrió la puerta de la jaula. Salieron en un abrir y cerrar de ojos a perderse entre los árboles. Todos gritaban y aplaudían de felicidad.
____–Es un buen augurio para lo que nos espera mañana –expresó el viejo Patriarca.
____–Claro que sí, Zexerón. Va a salir todo muy bien mañana, descuida –dijo el Guardián.
____–Habíamos pensado otra vejez ¿Verdad Encantador? Sin estos sobresaltos. Sin enemigos ni gente querida lejos de nuestro lado –comentó el viejo Tenopo.
____–Es verdad Zexerón. Habíamos ambicionado una vejez tranquila. Pero nos tocó este doloroso tiempo que debemos afrontar con valor y sabiduría –dijo a su vez el Guardián de la Naturaleza.
____Algunos Tenopos habían sugerido hacer una fiesta pero fueron censurados severamente por el Patriarca:
____–Debemos descansar para el rescate de nuestro hermano Zexurión.
____–Nosotros continuaremos nuestro viaje, nos acompañas Zexerías –invitó el Encantador de Pájaros.
____–Con mucho gusto Encantador –dijo el Tenopo. Lo ayudaron a subir al carro.
____–¿Cómo es que pesás tanto? –se quejó Sebastián.
____–Apenaz ochenta kilogramoz –informó el Tenopo.
____–¿Ochenta kilogramos? Si sos bajito –dijo extrañado el niño.
____–Ez que nueztro pezo ezpezífico ez muy alto –justificó Zexerías.
____Llegaron a la cabaña y emprendieron el resto del viaje a pie por un sendero angosto. Era un túnel de vegetación con escasa luz. La suficiente como para no tropezarse con alguna raíz o alguna mata. Un airecillo corría por ese corredor cargado de azahares y el perfume dulzón de las flores del retamo.
____–¿Adónde vamos? –preguntó Zexerías, desconfiando del camino elegido.
____–Al Viejo Cementerio –respondió el Guardián.
____–¿Qué? Yo no voy –dijo deteniéndose.
____–No seas miedoso. Prometí a Sebastián llevarlo. Vio al Pájaro de Luz –explicó el Encantador.
____–Pero eze lugar ez un zecreto que...
____–Todo aquí es un secreto. Tú eres un secreto a igual que yo y todo este Bosque y toda Tenopián –interrumpió el Guardián.
____–Zí, ez verdad –reconoció a medias Zexerías.
____–No mal interpretes a Zexerías –dijo el Guardián a Sebastián– no es que no quiera que vayas, lo que sucede es que los Tenopos son reacios a mostrar sus lugares sagrados.
____–Ademáz –continuó Zexerías con gravedad– no tenemoz una buena relazión con la muerte, noz entrizteze mucho. Nozotroz vivimoz muchízimoz añoz, máz de loz que puedaz imaginarte. Vemoz morirze a todoz nueztroz amigoz que no zon Tenopoz. Plantamoz árbolez y loz zobrevivimoz. Aziztimoz a zu agonía que ez larga, muy larga. Ez terrible la agonía de un árbol y mucho peor verloz morir.
____El camino se transformó en un túnel totalmente oscuro. No tardaron en desembocar en uno de los muchos espacios abiertos que ofrecía el Bosque. Allí se escuchaba cantar a los pájaros. Era el único lugar en todo el Bosque que a esa hora de la noche cantaban los pájaros. Era un sitio extraño. Zexerías estaba muy serio.
____–¿Este es el Viejo Cementerio? –preguntó Sebastián.
____–No, a este lugar los indios lo llamaban con un vocablo cuya traducción sería algo así como el Rincón del Óbito. No es específicamente un rincón como verás. Este sitio es el que eligen los pájaros para morir. Aquí vienen de muy lejos, buscan una rama del árbol apropiado y dan su último y más bello canto que es lo único que poseen. Muchos como escucharás lo están haciendo –contó el Guardián.
____–Pero... dejarlos morir, así nomás, sin intervenir, sin ayudarlos... –murmuró Sebastián.
____–Aquí no hay ballezteroz, ni piedra, ni nada que interrumpa el zagrado ziclo de la vida. Ez el final de un zer vivo que como rezibió la vida ahora ezpera la muerte –dijo Zexerías.
____–Entiendo –dijo el niño.
____El Guardián se acercó a un árbol donde había una roca. De allí tomó una canasta que calzó en su brazo.
____–Me ayudas –propuso a Sebastián.
____–Sí, en lo que sea –dijo el niño.
____Los tres recorrieron el predio oyendo los cantos más dulces jamás escuchados y recogiendo los cuerpos sin vida de los pájaros.
____–A veces pienso que esta tarea no debería ser triste –dijo el Encantador–. Deberíamos alegrarnos que el ciclo de la vida se haya completado y que aquel pájaro que eligió volar muy alto, anidar en tal o cual árbol, eligió también el sitio para morir.
____Las palabras no ayudaron. Recoger del suelo a los pájaros caídos era una labor penosa. Sebastián sentía ganas de lanzar por los aires a cada uno de los cuerpitos que recogía para que revivieran como lo hizo su paloma. Sabía que era inútil. Era la gran rueda de la vida que había cumplido su recorrido. Zexerías tenía razón.
____–No pienses que te estoy martirizando. Se necesita esto para conocer el origen del Pájaro de Luz –dijo el Encantador.
____Sebastián bajó la cabeza manifestando su aprobación. Zexerías continuaba callado, muy raro en él. Sin lugar a dudas la cercanía de la muerte lo perturbaba.
____De ese curioso sitio donde los pájaros iban a morir fueron al Viejo Cementerio. Miles y miles de pequeñas tumbas cubrían ese lugar. La lápida era un palito clavado en la tierra y en su extremo una plumita del pájaro que allí descansaba. El Encantador tomó una pala y abrió pequeñas fosas. Antes de depositar el cuerpo en el interior de cada hoyo elegía una plumita, la más bella, que insertaba en una ranura y hecha en el extremo de la ramita. Así tumba por tumba, pájaro por pájaro con la misma dedicación y amor.
____–El ziclo está zerrado –sentenció Zexerías que no sentía, aunque pareciera extraño, el mismo dolor que en el Rincón del Óbito. Sebastián, una vez terminada la tarea, recorrió el Cementerio. Anduvo por los caminitos bordeados de flores que separaban conjuntos regulares de sepulturas. Pensó en todos esos pájaros que no habían tenido la suerte de estos. Todas aquellas vidas arrebatadas por Prorena. Descubrió en un rincón del Cementerio unas tumbas un poco más grandes cubiertas con piedras de colores y con lápidas hechas con cortezas de árboles. Una extraña escritura cuneiforme cubría la superficie irregular de las cortezas.
____–Esas tumbas son distintas, Guardián –manifestó Sebastián.
____–Esas son tumbas tenopas –informó el Guardián– con la corteza de un árbol amigo como lápida.
____Volvieron por un sendero central bastante más amplio que los otros. La luna inclinaba su rostro de nácar hacia el predio inundándolo de claridad. Sebastián encontró un hoyo enorme, del tamaño de un hombre.
____–¿Y ese hoyo es una tumba? –preguntó.
____–Zí... –titubeó el Tenopo.
____–¿Y para quién está preparada? –indagó el niño.
____–Para mí –contestó el Guardián de la Naturaleza.
____Generó un silencio molesto que debió interrumpir. Se vio obligado a agregar algo más a su contestación:
____–Bueno, mi ciclo algún día tiene que llegar a su fin –afirmó– he dejado de ser un muchacho.
____Salieron del Viejo Cementerio atravesando una arcada formada por dos árboles que se apoyaban uno en el otro formando una puerta gigantesca.
____–Ahora sí, vamos a dilucidar el misterio del Pájaro de Luz –anunció el Guardián palmeando a Sebastián. Disfrutaba de la curiosidad insaciable del chico.


© Gustavo Prego


7 de noviembre de 2009

Teatro de Absurdo

Jaime Rest
El absurdo ha tenido amplia cabida en la literatura contemporánea, pero su empleo más difundido en las letras de nuestro tiempo se ha producido en el llamado teatro de absurdo, giro con el que se designa un fenómeno dramático de notable empuje en la actividad escénica posterior a la segunda guerra mundial. Su epicentro debe ubicarse principalmente en Francia, pero ha tenido considerable repercusión en otros países, en su mayoría de la Europa occidental. Si bien el apogeo de este ciclo debe situarse en la década de 1950, sus antecedentes abarcan casi todo el período en que se fue desarrollando el teatro de vanguardia europeo, desde sus orígenes al filo de 1900. Su vertiente cabe remontarla a la presentación Ubú rey, composición de Alfred Jarry que se conoció en 1896, y su trayectoria pasa por dadaísta y surrealista, por la obra de Apollinaire, Artaud y Cocteau, así como por los experimentos dramáticos de Pirandello y los celebrados “esperpentos” de Valle Inclán. También en el período en que prevaleció la literatura existencialista se advierte una dramática que, pese a una exposición tradicionalmente coherente de los hechos, se caracteriza por escenificar situaciones absurdas, como en El malentendido de Camus. Por otra parte, es posible asimismo señalar la presencia de elementos absurdos en la formación del expresionismo nórdico, desde el Woyzek de Büchner, en plena época romántica, hasta las piezas de Strindberg y Wedekind. Como quiera que sea, en sentido estricto el absurdo de la literatura actual se vincula fundamentalmente al surrealismo, en la medida en que su intención es exponer sin explicaciones ni claves elucidatorias la comicidad –el humor negro- de la situación disparatada. Las figuras principales de este proceso han sido Eugène Ionesco, Samuel Beckett, Arthur Adamov, Fernando Arrabal y, en cierto modo, Jean Genet y Jean Tardieu. Estos autores enfatizan la ausencia de una realidad que sea inteligible para las expectativas humanas y a veces utilizan un humorismo profundamente cáustico para enunciar una visión pesimista del hombre contemporáneo, privado de toda certidumbre y acosado por múltiples angustias. Tal actitud, en su base, entraña una denuncia radical de las condiciones imperantes en el mundo moderno, que se halla dominado –y desgarrado- por infinidad de ideologías contradictorias y precarias. Esta posición es asumida particularmente por Ionesco, cuya óptica conservadora se resume en las siguientes palabras: “No hay alternativas; o bien el hombre es un personaje trágico o, si no, se convierte en una figura ridícula, penosa, prácticamente ‘cómica’; y al exponer el carácter absurdo que adquiere de tal manera la condición humana, el dramaturgo puede lograr una suerte de tragedia. Mi opinión consiste, en suma, en que el hombre debe soportar cierto grado de infelicidad metafísica o, en caso contrario, ha de convertirse en un ser insignificante.” De esta declaración pareciera desprenderse la tesis de que la tragedia de la conciencia actual radica en una falta de trascendencia, en una excesiva sumisión a una secularidad sin redención. Un mensaje similar es sugerido en Esperando a Godot de Beckett. Entre los autores que en alguna ocasión han sido vinculados al teatro de absurdo, cabe mencionar a los dramaturgos de lengua alemana Peter Weiss, Max Frisch, Günter Grass y Friedrich Durrenmatt; los ingleses Harold Pinter y N. F. Simpson; los italianos Ezio d’Errico y Dino Buzzati, y los norteamericanos Edward Albee y Jack Gelber.

La máscara de la Muerte Roja

Edgar Allan Poe


La «Muerte Roja» había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era su encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía. Y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil robustos y desaprensivos amigos de entre los caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto, era una locura afligirse o meditar. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitidme que antes os describa los salones donde se celebraba. Eran siete –una serie imperial de estancias–. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta yardas había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y las paredes, cayendo en pesados pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un profundo color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero, cuyos rayos proyectábanse a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que, a través de los cristales de color de sangre, se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies.
En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta minutos (que abarcan tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye), el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba.
El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, y su gusto había guiado la elección de los disfraces. Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico –mucho de eso que más tarde habría de encontrarse en Hernani–. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes; veíanse fantasías delirantes, como las que aman los maniacos. Abundaba allí lo hermoso, lo extraño, lo licencioso, y no faltaba lo terrible y lo repelente. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden –apenas han durado un instante–, y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose de aquí para allá con más alegría que nunca coloreándose al pasar ante las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquel cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesación angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia.
En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba, incluso, más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aun el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto; aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero, al punto, su frente enrojeció de rabia.
–¿Quién se atreve –preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban–, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apoderaos de él y desenmascaradlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre osado y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y deliberado. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia del enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a una yarda del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente, pero con el mismo solemne y mesurado paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó a la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la rabia y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra y el príncipe Próspero se desplomaba muerto.
Reuniendo el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna forma tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre, y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.
Traducción de Julio Cortázar

La otra vida

Enrique Anderson Imbert


Desesperados por los tormentos y trabajos que les imponían los españoles –el español Las Casas es quien cuenta– los indios de las Antillas empezaron a huir de la encomiendas
[1]. De nada les valía: con perros los cazaban y despedazaban. Entonces los indios decidieron morir. Unos incitaban a otros, y así pueblos enteros se colgaron de los árboles, seguros de que, en la otra vida, gozarían de descanso, libertad y salud. Los españoles se alarmaron al ver que se iban quedando sin esclavos. Una mañana cierto encomendero advirtió que un gran número de indios abandonaban las minas y marchaban hacia el bosque, con sogas para ahorcarse. Los siguió, y cuando ya estaban eligiendo las ramas más fuertes, se le presentó y dijo:
–Por favor, dadme una soga. Yo también me voy a ahorcar. Porque si vosotros os ahorcáis, ¿para qué quiero vivir acá, sin vuestra ayuda? Me dais de comer, me dais oro… No, quiero irme a la otra vida con vosotros, para no perder lo que allá tendréis que darme.
Los indios, para evitar que el español se fuera con ellos y durante toda la eternidad los mandara y fatigara, acordaron por el momento no matarse.
[1] Encomienda: institución colonial española, consistente en el repartimiento de indios entre los conquistadores. Jurídicamente, se basaba en la cesión que hacía el rey a favor de un súbdito español (encomendero) de la percepción del tributo o trabajo que el súbdito indio debía pagar a la corona. A cambio, el encomendero se obligaba a la instrucción y evangelización del indio (encomendado). Los encomenderos abusaron cruelmente de los indios, lo que trajo consecuencias desastrosas para los indígenas, cuyo descenso demográfico, provocó la casi despoblación de las Antillas.

De besos y mazorca


El día que le otorgaron el Premio Nobel de Literatura a Gabriel García Márquez, trabajábamos con Borges en la traducción de las Fábulas de Robert Louis Stevenson. Hacia el mediodía me pidió que revisara su pasaporte, ya que debía viajar a Europa dos días después. Con preocupación vi que el documento estaba vencido y que si no lo renovaba inmediatamente tendría que suspender el viaje. Era necesario hacer algo urgente. Llamé por teléfono a un comisario que conocía en el Departamento de Policía y enseguida nos encaminamos hacia allí. La presencia de Borges fue todo un acontecimiento en esa institución. La cordialidad excedía lo imaginable; los policías lo colmaban de atenciones, se tomaban fotos con él, le hacían preguntas y celebraban sus bromas. El asombrado Borges les contó anécdotas de su abuelo que a fines del siglo pasado fue comisario del barrio de San Cristóbal. “El parentesco con el Coronel Suárez ¬¬–me dijo en un momento que nos quedamos solos– ha hecho que esta gente me tome por uno de ellos. Creo que eso nos conviene, ¿no le parece?”.
El trámite del pasaporte fue resuelto en poco tiempo sin movernos de la oficina de nuestro amigo el comisario. Allí nos enteramos que García Márquez había sido premiado con el Nobel de Literatura. Los periodistas acreditados en el Departamento de Policía se lanzaron sobre Borges para hacerles preguntas. “Yo pienso que es un excelente escritor –afirmó Borges–. Cien años de soledad es una gran novela, aunque creo que tiene cincuenta años de más… El hecho de que se lo hayan dado a García Márquez y no a mí revela la sensatez de la Academia Sueca; mi obra no es tan importante”.
Ya en la calle, a pocos pasos de la salida del Departamento de Policía, nos enfrentamos con un hombre joven y atlético, vestido con ropa deportiva y un bolso en la mano.
–Soy el sargento fulano de tal –se presentó–. ¿El señor es Jorge Luis Borges?
–Bueno, creo que sí, señor –respondió Borges.
–Maestro –dijo el sargento con voz firme–, yo lo sigo en todos los reportajes que le hacen en la televisión y en las revistas. No lo he leído, pero debo confesarle que siento gran admiración por usted y quisiera besarlo.
Borges, sorprendido, asintió con la cabeza y el sargento lo besó tiernamente en la mejilla. Cuando el otro había partido, Borges, que aún permanecía inmóvil tomado de mi brazo, me dio un golpecito con el codo y comentó:
–¡Caramba, un mazorquero cariñoso!


Alifano, Roberto, El Humor de Borges, Montevideo, Ediciones de la Urraca, 1996

1 de noviembre de 2009

Gaspar


Nacional, popular y modernista

Publicada originalmente en 1973, elogiada unánimemente por la crítica, fue la última que Pla editó en vida y es el punto culminante de su obra. La Editorial Municipal salva así del olvido a una obra maestra de la literatura argentina.

Por Beatriz Vignoli

"No me mueve el afán de contar ninguna historia", declaraba hace 30 años en el suplemento cultural del diario La Opinión el novelista, periodista, dramaturgo y crítico rosarino Roger Pla (1912-1982). Y había anotado en uno de sus diarios personales, en 1941, su intención de "apresar en su viviente presencia los elementos de lo real". Proeza de alquimista del verbo que Pla, con talento y oficio a la altura de su ambición, estupendamente logra: "Diego vio la zanja que se le vino con su nata verde hasta los ojos. La luna casi tan grande y luminosa como la de aquel jardín en Guatemala bañándole el pelo negro y el pulóver rojo. La tomó de un brazo. Lo que lo rodeaba pegándose a él como una ventosa, igual que el silencio que caía disuelto en la luz de la luna. Succiona. Traga. Metiéndose por las miradas junto con toda esa noche verde clara y la temperatura de ese brazo bajo la yema de los dedos. La oscuridad aguada y este olor de hembra a mi lado. La inagotable riqueza del mundo. Las zanjas. Empezaron los fosos que llegaban desde calles transversales, tajos coagulados en el suelo, natas flotando, gelatinas plateadas, duendes en las gargantas de los sapos y viejos espantos campesinos. Puentecito de tablas. Cuidado. Alcantarillas. Bocas de aliento pútrido metiéndose bajo la tierra y resurgiendo del otro lado con su llaga negra. ¡Dios, qué belleza en este vaho putrefacto de la zanja!".
Lograrlo le llevó cinco novelas, no menos. La obra de una vida. Relato versus presencia: tal fue el eje de la polémica que desde las páginas del diario El Mundo, en 1941, entabló Pla con otro escritor profesional de apellido breve, ya por entonces mucho más célebre: Roberto Arlt. De estas cosas y otras muchas informa el estudio preliminar de Analía Capdevila para la flamante reedición de la quinta novela de Pla, a la que pertenece el párrafo citado.
Intemperie fue escrita entre enero de 1966 y noviembre de 1969, al calor de las discusiones intelectuales y las revueltas sociales que reivindicaban el populismo justicialista del primer peronismo. Publicada por Emecé en 1973, elogiada unánimemente por la crítica, fue la última que Pla editó en vida y es el punto culminante de su obra. Encuadernada ahora entre tapas azul Prusia con un dejo de lavanda (casi el color exacto de la edición original del Album Azul de los Beatles) y con un bonus track de fotos del archivo que guardan sus hijas, Intemperie es el acontecimiento editorial local en lo que va del año. La Editorial Municipal de Rosario ha salvado así de un olvido inexplicable a una obra maestra de la literatura argentina, de plena vigencia hoy.
Intemperie es a la vez realista y fantástica. Lo fantástico en ella no irrumpe sino que aflora casi naturalmente. Lo hace gracias a un recurso propio de ese subgénero del realismo fantástico que en los años `80 el escritor de ciencia ficción Bruce Sterling dio en llamar slipstream, y que estaba en pleno apogeo en la época en que se escribe y se publica Intemperie: la época de Vietnam, los hippies y la aventura espacial. La acción en Intemperie (al igual que en su contemporánea Matadero Cinco de Kurt Vonnegut, sólo que no de un modo tan explícito), transcurre en un universo multidimensional tal que el pasado es presente. De este modo, uno de los viejos que andan por ahí resulta ser Ulrico Schmidl, y los criollos siguen matando indios en una versión sudamericana del western. El cacique caído heroicamente en la lucha no es otro que El Toro, padre del más longevo de los villeros, el viejo Godoy; y quien lo asesina es Leiva, antepasado del marido de Claudia, la amante despechada de Diego y escritora exitosa (la fórmula fue retomada años más tarde por un alumno de taller de Pla, Daniel Guebel).
También hay cruzamientos con los saberes de Pla como crítico de arte ("Vendeme el Berni", le dice Diego, algo desesperado, a un amigo) y ricos intertextos con letras de tango de todo tipo. Desde la pícara y lunfarda ("Haragán, si encontrás al inventor del laburo lo fajás") hasta las honduras de angustia existencial de Discépolo: "La vida es tumba de ensueños con cruces que abiertas preguntan pa` qué". Y, cosa rara en la literatura nacional, las escenas de sexo son amables y naturales, sin perversión ni pacatería innecesarias.
"Casi al mismo tiempo que escribe Intemperie, Pla está embarcado, como ensayista y estudioso de la literatura, en dos proyectos importantes", escribe Capdevila en su estudio preliminar. "El primero es un ciclo de charlas semanales para Radio Nacional de Buenos Aires, titulado La Novela Nueva hacia una Nueva Forma. (...) Para esta misma época es convocado por Boris Spivacov, director del Centro Editor de América Latina, para dirigir la Historia de la Literatura Argentina de Capítulo, una obra colectiva que sale entre 1967 y 1968".
Capdevila consigna que para esta obra en fascículos trabajan profesores y críticos literarios que habían renunciado a sus cátedras luego de la intervención de la Universidad por el dictador Juan Carlos Onganía, y que la lectura final de cada capítulo está a cargo de uno de estos destacados profesores: Adolfo Prieto. No profundiza sin embargo Capdevila en cuál pudo ser la relación de una novela tan programáticamente nacional, popular y modernista como Intemperie con las ideas afines del grupo Contorno, al que Prieto pertenecía. ¿Por qué Contorno se ocupó tanto del rescate de Arlt y dejó en la sombra a Pla, que para colmo escribía mucho mejor?
Pese a que el estudio preliminar de Capdevila no responde a estos interrogantes, combina sin embargo rigor académico y amena lectura. Aún distanciándose de la intensidad del biografiado mediante cierto desapasionado sesgo posmoderno, no deja por ello de revalorar y poner en foco a una figura relevante de su época pero desconocida para las generaciones más jóvenes. Figura que encarnó, al igual que Arlt, un oficio casi completamente desaparecido en el ámbito local: el del escritor que vive de su pluma. A destajo. Sin cátedras ni cargos. Y que en sus casi inexistentes ratos libres se las ingenia para desarrollar una obra innovadora. Una obra, además, que va tejiendo una saga donde los vínculos entre los personajes conectan los diferentes libros entre sí. Villa Luna es el arrabal donde transcurre gran parte de la ficción de Pla: un universo librado a las inclemencias del agua y el fuego luego de "la caída del Hombre" (el Hombre es Perón, pero todo significante es metáfora en este texto). Allí vive Amelia, la morocha "rea" de pulóver rojo por quien el protagonista, Diego, deja atrás su vida de "bacán" desde el instante en que la ve en la calle y sube al colectivo que la lleva hasta los márgenes. El gran amor de Ame fue un matón sindicalista, Venancio Acuña, de quien se dice en la villa que es primo del famoso Miguel Acuña, alias El Púa. Y El Púa es el protagonista de la tercera novela de Pla, Paño verde (1955, hay versión cinematográfica de 1973).
Un año antes, en 1954, Pla había publicado una novela policial con el seudónimo de Roger Ivnes. Titulada en su edición original por el sello Jackson La diosa de la venganza llora, fue reeditada casi 20 años más tarde en la entrega 279 de la colección El Séptimo Círculo, dirigida por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, como El llanto de Némesis. Las dos primeras novelas de Pla, Los Robinsones (1946) y El duelo (1951) son novelas de crisis, novelas de ideas y, en algún sentido, novelas de artista, la morosidad de cuyas conversaciones entre los personajes retorna en el drama trágico Las brújulas muertas (1960). Su novela póstuma, Los atributos (1985) regresa al mundo arrabalero con una historia de la vida real, cruzando ficción y no ficción. Es su única novela rosarina y está ambientada en los años `20 y `30, la época de su juventud. En 1969 (coincidiendo nada casualmente con la escritura de Intemperie, el ciclo radial sobre Nueva Novela y la obra para Capítulo) salió por la Editorial de la Biblioteca Popular Vigil su ensayo Proposiciones. En 1982 alcanza a ver publicado Objetivaciones, un libro de poemas del que Osvaldo Svanascini editó 300 ejemplares.
Hijo póstumo que no llegó a conocer a su padre, huérfano de madre a los 24 años, Pla fue un autodidacta que no pudo terminar el secundario pese a que desde los seis años leía a los clásicos. Criado en Rosario, cursó el secundario en Capital Federal; luego se casó y se radicó en Ramos Mejía (provincia de Buenos Aires). Desde allí tradujo para varias editoriales y practicó el periodismo gráfico en todas sus variantes. El autor que firmaba con seudónimos libros de autoayuda por encargo y guiones de historietas policiales, para revistas del corazón o de aventuras, era además un crítico de arte cuyos textos sobre artistas de la época, como por ejemplo su libro sobre Berni, siguen siendo de consulta imprescindible. Pese a su sobrehumana labor contra reloj, tanto Arlt como Pla se veían a sí mismos y eran vistos por sus contemporáneos como "vagos". Autovaloración injusta que delata los prejuicios de la sociedad ante las precarias condiciones de producción de la industria cultural, que dejan al escritor a la intemperie.

Póstumamente publican Laura, última obra de Vladimir Nabokov

Publican El original de Laura, la última obra de Vladimir Nabokob, póstumamente y en contra de su voluntad.

El original de Laura, la última novela del escritor ruso Vladímir Nabokov, autor de la polémica obra Lolita, será publicada el próximo mes de noviembre, a pesar de que el propio creador fallecido en 1977 había dejado instrucciones para que la misma fuera destruida tras su muerte.
Al parecer los herederos de Nabokov recibieron una suma superior al millón de dólares por este trabajo que está guardado en una caja fuerte de un banco suizo desde hace más de treinta años.
"Fue una decisión muy emotiva para Dmitri, el hijo de Vladímir… Llevaba décadas pensando en ello…", detalló en un comunicado Alexis Kirschbaum, el director de la editorial Penguin Classics, quien negoció directamente con el mencionado heredero.
La novela no sólo narra la vida de un hombre obsesionado con su promiscua mujer sino que además repasa la historia de esta obsesión desde que se conocieron cuando eran jóvenes.
Según indicó Kirschbaum, esta es una obra "oscura y cómica, que explora lo que significa odiarse a uno mismo y querer desaparecer… Es muy interesante ver su escritura y leer su prosa, que no es necesariamente de una brillantez extrema pero que permite ver la esencia de quien fue un genio en todo lo que escribió…"