22 de marzo de 2009

El inocente

Juan José Hernández
A José Bianco
Estábamos acostumbrados a que se dijera de Rudecindo que era una desgracia para su madre, que hubiera sido preferible que naciese muerto, y otras frases por el estilo que empezaban con un piadoso “Dios nos libre y guarde”, o “Que Dios no me castigue, pero…” y que terminaban con un suspiro de resignación.
Cuando hablaba de su hijo doña Teresa ponía los ojos en blanco:
–¡Qué habré hecho para merecer esta cruz! –se lamentaba. Mis tías al oírla, se esforzaban por simular una expresión de tristeza adecuada a las circunstancias.
–Una madre es siempre una madre –decían luego, sentenciosamente.
Doña Teresa se ganaba la vida cosiendo vestidos para las mujeres del barrio. Nunca le faltaba trabajo. “Puesta a pedalear en la Singer, Teresa es un portento. En menos de una hora se despachaba un batón de entrecasa”, decían de ella con admiración. Pero había otros motivos por los cuales la madre de Rudecindo era tan solicitada. Gracias a su profesión, estaba al tanto de la intimidad de muchos hogares, de una manera velada descubría la avaricia, la dejadez o la infidelidad conyugal de una vecina sospechosa.
Por lo general doña Teresa llegaba a mi casa después del mediodía, con la valija donde guardaba el centímetro, las tijeras, el alfiletero, la tiza y el papel para los moldes. Detrás de ella, enredado en los pliegues de su falda, caminaba Rudecindo. Al entrar, doña Teresa se disculpaba por traer a su hijo. “No puedo dejarlo solo. Es un peligro. Todo se lo lleva a la boca”, explicaba. En efecto, era corriente verla abandonar la máquina donde cosía, sentada bajo el parral del segundo patio, para precipitarse sobre Rudecindo y arrebatarle la hoja de helecho, la piedrita del cantero, o la hormiga que estaba a punto de tragar.
Por más que las personas mayores y en especial tío Esteban nos habían advertido hasta el cansancio que era de niños mal educados mirar con insistencia y que lo correcto es adoptar un aire indiferente, terminábamos por olvidar estas recomendaciones y acercarnos fascinados al rincón del patio donde Rudecindo, con los ojos entornados y las piernas cruzadas, parecía dormitar en una actitud idéntica a la del Buda de porcelana que había en la vitrina de la sala. De vez en cuando se mojaba los labios con la punta de la lengua –una lengua carnosa, curiosamente vivaz en su cara redonda, inexpresiva.

Tío Esteban, hermano de mi difunta madre, vivía con nosotros y nos odiaba a Julia y a mí porque hacíamos ruido a la hora de la siesta mientras él descansaba. A veces, furioso, abría la ventana de su cuarto y nos arrojaba un zapato que esquivábamos hábilmente mientras corríamos a refugiarnos en el cuarto de mi abuela. De tío Esteban habíamos oído hablar que era un extravagante, un solterón y un ocioso; de mi abuela, que estaba loca; de Julia y de mí que no éramos primos sino hermanos.

Tío Esteban ocupaba buena parte de su tiempo en peinarse; ordenaba cuidadosamente frente al espejo los escasos mechones de su pelo hasta formar con ellos una especie de casco uniforme y retinto, tarea inútil porque el pelo, al secarse, se entreabría y dejaba al descubierto su calvicie. Además de cuidarse el pelo, tío Esteban tenía otra pasión: un gato que se llamaba Roberto, aborrecido por las mujeres de la casa desde el día que atrapó de un zarpazo a un colibrí; al advertirlo, corrimos hacia el gato para salvar al pajarito. Pero ya era tarde: Roberto se relamía, con los ojos más brillantes que de costumbre, como alimentados por aquella trémula llama verde que acababa de devorar. Una semana después del episodio, Roberto desapareció. Al principio nadie se preocupó por ello; quizá anduviera por los techos, como otras veces, y en cualquier momento apareciera de nuevo en la cocina, con el rabo caído y una oreja lastimada, maullando frente a la botella de leche. Pero no fue así. Poco tiempo después Julia y yo lo descubrimos muerto en la quinta del alemán. Ocultamos nuestro hallazgo. Nos habían prohibido subir a la pared del fondo que daba a la quinta, pero a menudo desafiábamos el peligro para robar naranjas. Nunca saltábamos la tapia; hacerlo hubiera sido correr la misma suerte del gato. Provistos de un palo de escoba en cuyo extremo habíamos dispuesto un alambre en forma de gancho, cortábamos de un violento tirón las naranjas de los árboles cercanos. Abajo, los perros guardianes de la quinta ladraban, echaban espuma por la boca, mostraban los dientes, gemían de furia y de impotencia. El alemán, un ingeniero agrónomo que vivía en el centro de la ciudad, sólo les daba de comer una vez por semana para volverlos más feroces. En su quinta había un tipo de naranja de piel muy fina, extremadamente dulce, que a julia y a mí nos desagradaba pero que hacía las delicias de la abuela, no sólo a causa de su sabor, sino también porque las características del fruto le permitían un curioso entretenimiento. Con sus manos pequeñas apretaba la naranja hasta volverla blanda como una pelota de goma; luego con un alfiler la pinchaba en un extremo y por allí comenzaba a sorber el jugo, con expresión de éxtasis, lentamente. Sobre la mesa de luz quedaban amontonadas las naranjas, exangües y arrugadas como las mejillas de mi abuela.
Tío Esteban no se resignó fácilmente a la desaparición del gato. Revisó las habitaciones, abrió todos los roperos, temeroso de que Roberto estuviera encerrado en alguno. Desconsolado, trepó al techo. “Robertito, minino querido”, repetía hasta el cansancio, y por las noches dejaba en el patio un plato de carne picada por si volvía el ingrato.
Mis tías dijeron que la ingratitud es propia de los felinos, que los gatos tienen mal olor, que a los animales no se los debe llamar con nombres de cristiano, que tío Esteban, en vez de lamentarse por esas tonterías debía ponerse a trabajar en algo útil, y que después de todo había en el mundo desgracias mayores, como el caso de doña Teresa, la costurera.
¿Motivó la desaparición del gato que tío Esteban comenzara a interesarse en Rudecindo y emprendiera con él una tarea no demasiada apropiada a su carácter irritable? Bastaba con que Julia o yo no supiéramos la tabla de multiplicar o cometiéramos el menor error de ortografía para que tío Esteban arrojara el cuaderno contra la pared y nos cubriera de insultos. A pesar de que no ignorábamos por las conversaciones de los demás que sus enojos eran pasajeros (“Amaneció con la luna –decían–. Es mejor no contradecirlo”) temíamos sus estallidos de cólera, sobre todo Julia, que a veces lloraba cuando él, fuera de sí, exclamaba: “Cerebro de mosquito, como tu madre; no me extraña: de tal palo tal astilla”, olvidando que se refería a su propia hermana.
Como mi abuela, tío Esteban era muy religioso; rezaban el rosario por las tardes, se persignaba al pasar frente a una iglesia, y en las procesiones de Semana Santa marchaba detrás del Cristo y de la Virgen de los Dolores. Las mujeres de la casa se burlaban en secreto de tío Esteban y lo llamaban santurrón y anticuado cuando él criticaba la desvergüenza de una parienta que, a su juicio, iba a misa “escotada y pintarrajeada como una perdida”.
Su decisión de enseñar a leer y escribir a Rudecindo fue considerada un disparate: “Qué ganas de perder el tiempo. Una piedra aprendería con más facilidad.” Sin embargo, él persistió en su propósito. Tres veces por semana, al atardecer, doña Teresa aparecía con su hijo. “No quisieron admitirlo en ninguna escuela, don Esteban –le decía–, pero ya verá que el chico es inteligente”.
Tío Esteban sentaba a Rudecindo en una silla frente a la mesa del vestíbulo, y ponía fuera de su alcance el lápiz y la goma de borrar, sobre todo esta última que Rudecindo miraba con ojos de codicia, entreabriendo la boca. Nosotros observábamos la escena desde el corredor, y a menudo sofocábamos la risa cuando tío Esteban, empeñado en que Rudecindo copiara una letra del abecedario, inclinaba la cabeza sobre el cuaderno, movimiento que hacía despegar un largo mechón de pelo que su alumno atrapaba, también con la intención de llevárselo a la boca. Meses después, tío Esteban mostró a la familia el resultado de su esfuerzo: una hoja cubierta de garabatos, en la que podía leerse con buena voluntad “papá”, “mamá”. Ya por entonces tío Esteban nos permitía, después de sus lecciones, jugar al escondite o a la mancha con su alumno, llevarlo a la heladería y a la plaza. A Julia y a mí nos divertía pasear con Rudecindo; la gente se asomaba a los balcones para verlo; después, en la plaza, los chicos interrumpían sus juegos y nos rodeaban, absortos. Julia prodigaba a Rudecindo las mismas delicadezas que a su muñeca preferida; lo sentaba cuidadosamente sobre el césped, le peinaba el flequillo, le arreglaba el cuello del traje marinero. Si bien es cierto que Rudecindo no había adelantado mucho en sus estudios, el esfuerzo mental y la disciplina impuestos por mi tío desarrollaron en él cualidades que yacían aletargadas en su naturaleza. Algo, como una luz interior, empezó a despejar la informe superficie de su cara; los párpados se alzaron; las comisuras de su boca adquirieron movilidad; sus manos, de palmas carnosas y rosadas, una gran destreza. A veces, mientras las personas mayores dormían la siesta, Julia y yo tomábamos algunas revistas ilustradas e íbamos al patio donde doña Teresa trabajaba en la máquina de coser; Rudecindo, a su lado, llenaba de números dos la hoja de un cuaderno: “El dos es un patito”, murmuraba en voz baja, recordando la lección de tío Esteban. Julia le pedía prestadas las tijeras a doña Teresa para recortar figuras de flores y pegarlas en un álbum. Un día, ante nuestra sorpresa, Rudecindo tomó la tijera y recortó a la perfección un crisantemo.
Tío Esteban, que aprovechaba cualquier oportunidad para instruirnos, nos aseguró una vez que Rudecindo, de haber nacido entre los antiguos musulmanes, hubiera gozado de un prestigio comparable al de un santo. Lo cierto es que Julia y yo habíamos observado ya que Rudecindo ejercía ciertas influencias misteriosas sobre los pájaros y otros animales. Era frecuente que los gorriones se acercaran a él y se posaran en su cabeza; las palomas, al verlo, hinchaban el buche y daban vueltas a su alrededor, confiadas, rumorosas. Pero el episodio más sorprendente ocurrió una tarde cuando volvíamos de la plaza. Al pasar junto a la quinta del alemán, los perros guardianes que mataron el gato de mi tío nos reconocieron y empezaron a mostrar los dientes, amenazadores, detrás del alambre tejido, Rudecindo se zafó de nosotros y echó a correr en dirección al portón. En el acto los perros se calmaron: moviendo la cola, gemían cariñosamente, las orejas echadas hacia atrás; luego se revolcaron en la pasto, agitando en el aire sus patas encogidas y flojas, satisfechos y mimosos, como si una mano invisible les rascara la barriga.
Sin embargo, Rudecindo no cambió por completo; de vez en cuando tenía raptos durante los cuales recuperaba su aspecto oriental: entornaba los párpados, el labio inferior le caía sobre el mentón huidizo; burbujas de saliva adornaban nuevamente las comisuras de su boca.
Otro detalle que nos llamó la atención fue la simpatía que mi abuela demostró por Rudecindo no bien lo conoció, hasta el punto de regalarle uno de los caramelos de leche que guardaba debajo de la almohada. Hacía más de veinte años que mi abuela no se levantaba de la cama, y en los últimos tiempos hablaba y se conducía como una muchacha soltera. El médico explicó a la familia que mi abuela, al olvidar los años que siguieron a su casamiento, había recuperado la felicidad. Algunas malas lenguas dijeron que era una lástima que hubiese perdido la memoria porque la anciana, dos veces viuda y una famosa belleza en su juventud, tendría sin duda muchas cosas interesantes para recordar.
La perturbación de mi abuela la llevó a evitar el trato de las personas mayores y a enfurecerse cuando alguno de sus hijos, en un momento de descuido, la llamaba mamá. Su tema favorito eran los noviazgos y rivalidades amorosas de hombres y mujeres, la mayoría muertos, que había conocido a principios de siglo. En eso era distinta de doña Celina, una de las pocas amigas de su generación, que solía visitarla los domingos, a la salida de misa, y que no recordaba nada, absolutamente nada, salvo el nombre de la medicina contra la arteriosclerosis, o la pomada para aliviar el reumatismo. Al irse la visita, mi abuela sonreía con dulzura. Decía: “¡Qué pena! Con ese peinado tan sin gracia y esos dientes tan feos, Celinita nunca se casará”.
A Julia y a mí nos gustaba que mi abuela dijera que éramos novios. Yo pensaba casarme con Julia cuando terminara mis tejidos. ¿Tío Esteban, acaso, no nos había explicado que el matrimonio entre hermanos, en las familias reales de Egipto, estaba permitido?
Precisamente el año en que terminé sexto grado, durante las vacaciones, mi abuela cambió de actitud hacia Rudecindo. Estábamos en su dormitorio, hojeando viejos ejemplares de “Caras y Caretas”, cuando me llamó y me dijo en voz baja, con la mirada fija en Rudecindo: “¿Quién es ese hombre? No lo conozco. Que se vaya inmediatamente de mi cuarto.” Divertido por esta nueva rareza de mi abuela, al día siguiente le repetía a Julia sus palabras. “Tiene razón –me dijo–. A mí, de sólo verlo, me da escalofríos.”

Habían pasado dos veranos desde que tío Esteban tuvo la idea de educar a Rudecindo, sin obtener ningún éxito en su empresa, pero doña Teresa continuaba enviándolo por las tardes a casa. “Pobrecito, conmigo se aburre –explicaba–, pero si molesta demasiado me lo mandan de vuelta con toda confianza.” Mis tías dijeron que Rudecindo no molestaba, que era muy juicioso, y que nosotros deberíamos aprender de él, tan calladito mirando durante horas la figura del almanaque del vestíbulo (una bañista en el extremo del trampolín) o aguardando pacientemente que asomara el cucú el reloj.

La reacción de mi abuela hizo que yo reparara en el aspecto de Rudecindo. Contrariamente a Julia y a mí, que crecíamos hacia arriba y teníamos las piernas largas y flacas, el cuello frágil, la cara angosta, triangular (“Crecen como la mala hierba –decían de nosotros–, de un año a otro ninguna ropa les queda bien”), Rudecindo crecía a lo ancho, sin aumentar su estatura, hasta adquirir el aspecto de un enano musculoso. Sus mejillas se cubrieron de vello; el timbre de su voz era ronco y monótono; hacía pensar en el canto de los sapos, o de un repollo (si los repollos tuvieran voz).

También Julia había cambiado, aunque en otro sentido. En vez de salir conmigo prefería pasear con sus amigas; cuchicheaban entre sí y de sus conversaciones me excluían como a un intruso. Cuando una vez le propuse robar naranjas, me contestó que una señorita no se trepa a las tapias, y que aquellos eran juegos para chicos de mi edad.
–Sí –continuó-, Rudecindo es un puerco. Siempre mirando el almanaque, con la mano en el bolsillo del pantalón.
Ruborizado, sin atreverme a levantar los ojos, balbuceé:
–No entiendo lo que querés decir.
Luego, en mi cuarto, lloré amargamente, culpable ante mí mismo, despreciado por Julia y por el mundo.
Un buen día Julia decidió abandonar su nuevo estilo de señorita recatada para que fuéramos a cortar naranjas de la quinta del alemán. Tuvo también la idea de llevar a Rudecindo con nosotros: “Con él no hay peligro de que los perros se alboroten y despierten a tío Esteban, que en castigo nos dejará el domingo sin ir al cine.” ¿Acaso Rudecindo no ejercía sobre los animales un extraño poder, comparable al de Androcles, que acariciaba impunemente la rojiza melena de un león ante la decepcionada muchedumbre de espectadores romanos? Yo tenía mis dudas acerca de la eficacia de su poder porque como decía mi tío, la fuente de la gracia se agota con los malos pensamientos, y no eran precisamente buenos aquellos que turbaban a Rudecindo delante del almanaque del vestíbulo.
Esa tarde fuimos a buscarlo. Doña Teresa levantó a su hijo de la cama donde dormía la siesta.
“Ustedes son unos santos –nos dijo–. Miren que molestarse por él, y con este calor.” Llevamos a Rudecindo hasta el portón de la quinta. Habíamos decidido que entretuviera a los perros mientras nosotros, desde la tapia del fondo de mi casa, cortábamos naranjas con la mayor tranquilidad. Ágil como un mono, Rudecindo trepó por el alambre tejido y de un salto cayó del otro lado del cerco. Avanzó entre los árboles, se sentó a esperar. Nos disponíamos a volver a casa cuando vimos a los perros que corrían presurosos en dirección a Rudecindo. Entonces nos detuvimos a contemplar la consabida escena, la conversión de las fieras en corderos, pero el milagro no ocurrió. Ante nuestras miradas atónitas, los perros despedazaron a Rudecindo a dentelladas. Luego lo arrastraron hacia el interior de la quinta.
De El inocente, 1965

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