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18 de febrero de 2011

Alegoría

Jaime Rest
Etimológicamente la palabra alegoría significa "decir algo de otro modo"; es, por consiguiente, un tipo de enunciado tropológico que se halla emparentado con la metáfora. El término ha sido aplicado habitualmente a un tipo de narración didáctica en la que los hechos y personajes encarnan ciertas nociones de índole abstracta, generalmente preceptos sobre la conducta o enseñanzas morales. La alegoría tuvo exepcional difusión durante la Edad Media, a partir del empleo que le dio el poeta cristiano Aurelio Prudencio en su Psicomaquia. Uno de los principales ejemplos de la alegoría es el vasto poema narrativo francés denominado Roman de la Rose, del siglo XIII. Dante, en su Divina Comedia y Chaucer, en varias composiciones, emplean asimismo la alegoría. Una ilustración muy clara de la técnica alegórica la proporciona el anónimo Cadacual, pieza dramática inglesa del medioevo tardío en la que se refiere la historia de un hombre que es arquetipo y encarnación de todos los hombres, cuya salvación eterna depende del resultado de la lucha que se entabla entre sus vicios y virtudes personificados. Posteriormente, la alegoría siguió empleándose en el Renacimiento y aún subsiste en el siglo XVII, en la poesía de John Bunyan. La parábola suele vincularse a la alegoría en razón de que también presenta una enseñanza moral encarnada en una anécdota ilustrativa; pero a diferencia de la alegoría sus personajes no son abstracciones o generalizaciones sino seres humanos concretos e individuales. Una muestra cabal de parábola la proporciona la historia del Buen Samaritano, referida en el evangelio según San Lunas, X, 30-37.
Centro Editor de América Latina, La Nueva Biblioteca Nº 4

19 de noviembre de 2010

Ciencia ficción


Jaime Rest

Si admitimos, como lo hacen algunos especialistas en la materia, que ciencia ficción se inicia con el Frankenstein de Mary Shelley, cabe entonces juzgar que esta especie narrativa está íntimamente vinculada al cuento fantástico moderno y a la novela detectivesca. Surge, como ellos, en la primera mitad del siglo XIX, en virtud de la división que sufre la “novela gótica” y es, a semejanza de ellos, un intento de superar dialécticamente por medio de la imaginación uno de los principales conflictos ideológicos que se originan en dicho período: el enfrentamiento entre el racionalismo secularista heredado de la Ilustración filosófica y el irracionalismo sobrenaturalista –de estirpe medieval– que reaparece como consecuencia de la óptica romántica. Cada una de las formas narrativas mencionadas depende resolver este problema mediante una solución particular, que en todos los casos se basa en la conveniente articulación entre lo misterioso y lo racional. El cuento fantástico propone una salida ambigua que consiste en dejar que el misterio quede circundado de vaguedad, como para que nunca pueda decidirse si el hecho insólito es un efectivo síntoma del orden sobrenatural o meramente un indicio de locura u onirismo. El relato detectivesco propone un misterio insuperable para todos, salvo para la inteligencia privilegiada de un investigador capaz de resolver todo con absoluta racionalidad. Por su parte, la ciencia ficción suele referir acontecimientos insólitos pero trata de otorgarles verosimilitud con el concurso de los hallazgos sorprendentes que se han producido en el campo científico durante los últimos tiempos. Sea como fuere, más que en los datos científicos específicos, este tipo de narración tiene su base de sustentación en la atmósfera que ha creado el avance tecnológico, con sus viajes espaciales, experimentos de computación, trasplante de órganos humanos, procedimientos para el dominio psicológico de individuos o comunidades y para el “lavado de cerebros”, a lo cual se suman variadas hipótesis sobre la naturaleza maleable del espacio y del tiempo o sobre distintos fenómenos astronómicos, metereológicos y ecológicos. De manera general, el cuento fantástico alcanzó su apogeo entre 1880 y 1914, en tanto que el relato detectivesco conoció su plenitud en el período intermedio entre las dos guerras mundiales; en cambio, la ciencia ficción, si bien ya había sido anticipada por H. G. Wells desde la década de 1890, sólo ha ido adquiriendo proporciones significativas en los últimos años, como resultado de las revolucionarias aplicaciones que popularizaron los descubrimientos de la física atómica. Hasta cierto punto, algunos comentaristas opinan que la ciencia ficción ocupa en nuestro tiempo un lugar análogo al que poseía la invención mítica primitiva: nos permite asimilar por medio de metáforas adecuadas la experiencia alienadora que tienen ciertos fenómenos –naturales o artificiales– cuyo significado y alcance sobrepasan y anonadan al hombre común, dotado de conocimientos que resultan insuficientes para comprender o interpretar acontecimientos científicos que parecen insólitos, que tienen efectos deshumanizadores y que desencadenan –o se supone que pueden llegar a desencadenar– procesos de consecuencias imprevisibles para la perduración de la vida o el desarrollo de la cultura y la sociedad, según la concepción de éstas que ha tenido vigencia hasta el presente. Por lo tanto, la ciencia ficción, que en su origen fue una especie a la que se imputó marginalidad, hoy en día cuenta con autores que la han convertido en vehículo de especulaciones metafísicas o morales de notable significación para nuestra época. Los tipos principales de la anécdota de ciencia ficción pueden reducirse a tres: 1) la inventiva humana pone en funcionamiento mecanismos que finalmente escapan al dominio del hombre; 2) seres inteligentes no humanos se introducen en el mundo del hombre; 3) fenómenos naturales imprevistos alteran la situación del hombre en la tierra o amenazan la subsistencia de las especies vivientes. En consecuencia, cabe agregar que, así como las formas tradicionales de la narrativa de ficción sirvieron para examinar el destino humano en el ámbito conocido de la sociedad de su tiempo, la ciencia ficción explora las condiciones de la existencia humana actual, perturbada por las acechanzas de factores imprevistos, desconocidos o amenazadores, que están ligados a la atmósfera psicológica de un sorprendente adelanto de la ciencia y de la técnica.
Rest, Jaime, Conceptos de literatura moderna, La Nueva Biblioteca Nº 4, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1979.

10 de junio de 2010

Arquetipo

Jaime Rest
El vocablos arquetipo tiene una manifiesta vinculación con el pensamiento platónico, como designación de los modelos ideales a partir de los cuales derivan las formas concretas e individuales a que tenemos acceso en la vida cotidiana. Estos arquetipos pueden ser considerados reales o imaginarios, ya se los estime la matriz intelectual que efectivamente configuró los objetos que hallamos en el universo o la mera abstracción generalizadora de que se valen los hombres para expresar sus conocimientos por medio del lenguaje. En el siglo XX el concepto de arquetipo se ha difundido con significcativo vigor gracias a las doctrinas de C. J. Jung, psicólogo suizo que ha postulado la existencia de un "inconsciente colectivo" que provee a la mente humana de una configuración simbólica destinadas a conservar una sabiduría que se ha transmitido y acumulado a lo largo de la historia de nuestra especie. Tales configuraciones arquetípicas hacen referencia a situaciones fundamentales de la vida del hombre -el nacimiento, la muerte, la obtención de pareja, la reación anímica ante un peligro inminente- y tienden a constituir un vocabulario de los impulsos primarios que se manifiestan en los sueños, en los mitos, en los cuentos de hadas y en las obras de arte. En la teoría literaria más reciente la noción de arquetipo ha sido recogida y elaborada por el canadiense Northrop Frye, en su Anatomía de la crítica. También cabe mencionar el trabajo de Maud Bodkin sobre "estructuras arquetípicas en la poesía". Muchos de los ensayos de Jorge Luis Borges -sobre la esfera de Pascal, sobre el ruiseñor de Keats, sobre el palacio de Kublai Khan, sobre la flor de Coleridge- con indagaciones acerca de la génesis, transmisión y perduración de ciertos arquetipos poéticos.
Conceptos de Literatura Moderna, Centro Editor de América Latina

7 de noviembre de 2009

Teatro de Absurdo

Jaime Rest
El absurdo ha tenido amplia cabida en la literatura contemporánea, pero su empleo más difundido en las letras de nuestro tiempo se ha producido en el llamado teatro de absurdo, giro con el que se designa un fenómeno dramático de notable empuje en la actividad escénica posterior a la segunda guerra mundial. Su epicentro debe ubicarse principalmente en Francia, pero ha tenido considerable repercusión en otros países, en su mayoría de la Europa occidental. Si bien el apogeo de este ciclo debe situarse en la década de 1950, sus antecedentes abarcan casi todo el período en que se fue desarrollando el teatro de vanguardia europeo, desde sus orígenes al filo de 1900. Su vertiente cabe remontarla a la presentación Ubú rey, composición de Alfred Jarry que se conoció en 1896, y su trayectoria pasa por dadaísta y surrealista, por la obra de Apollinaire, Artaud y Cocteau, así como por los experimentos dramáticos de Pirandello y los celebrados “esperpentos” de Valle Inclán. También en el período en que prevaleció la literatura existencialista se advierte una dramática que, pese a una exposición tradicionalmente coherente de los hechos, se caracteriza por escenificar situaciones absurdas, como en El malentendido de Camus. Por otra parte, es posible asimismo señalar la presencia de elementos absurdos en la formación del expresionismo nórdico, desde el Woyzek de Büchner, en plena época romántica, hasta las piezas de Strindberg y Wedekind. Como quiera que sea, en sentido estricto el absurdo de la literatura actual se vincula fundamentalmente al surrealismo, en la medida en que su intención es exponer sin explicaciones ni claves elucidatorias la comicidad –el humor negro- de la situación disparatada. Las figuras principales de este proceso han sido Eugène Ionesco, Samuel Beckett, Arthur Adamov, Fernando Arrabal y, en cierto modo, Jean Genet y Jean Tardieu. Estos autores enfatizan la ausencia de una realidad que sea inteligible para las expectativas humanas y a veces utilizan un humorismo profundamente cáustico para enunciar una visión pesimista del hombre contemporáneo, privado de toda certidumbre y acosado por múltiples angustias. Tal actitud, en su base, entraña una denuncia radical de las condiciones imperantes en el mundo moderno, que se halla dominado –y desgarrado- por infinidad de ideologías contradictorias y precarias. Esta posición es asumida particularmente por Ionesco, cuya óptica conservadora se resume en las siguientes palabras: “No hay alternativas; o bien el hombre es un personaje trágico o, si no, se convierte en una figura ridícula, penosa, prácticamente ‘cómica’; y al exponer el carácter absurdo que adquiere de tal manera la condición humana, el dramaturgo puede lograr una suerte de tragedia. Mi opinión consiste, en suma, en que el hombre debe soportar cierto grado de infelicidad metafísica o, en caso contrario, ha de convertirse en un ser insignificante.” De esta declaración pareciera desprenderse la tesis de que la tragedia de la conciencia actual radica en una falta de trascendencia, en una excesiva sumisión a una secularidad sin redención. Un mensaje similar es sugerido en Esperando a Godot de Beckett. Entre los autores que en alguna ocasión han sido vinculados al teatro de absurdo, cabe mencionar a los dramaturgos de lengua alemana Peter Weiss, Max Frisch, Günter Grass y Friedrich Durrenmatt; los ingleses Harold Pinter y N. F. Simpson; los italianos Ezio d’Errico y Dino Buzzati, y los norteamericanos Edward Albee y Jack Gelber.

16 de mayo de 2009

Narrativa detectivesca

Jaime Rest
La narrativa detectivesca –también llamada novela policial o novela de misterio– es un típico producto de la herencia romántica, que buscó reconciliar el elemento arcano con la solución racional, según se advierte también en el cuento fantástico y en la ciencia ficción; ello es resultado de la conjunción entre racionalismo de la Ilustración y sobrenaturalismo romántico. Por lo general, la narrativa detectivesca expone un hecho delictivo –preferentemente un asesinato misterioso– en torno del cual se desenvuelve una investigación policial; en el relato suele haber, además de la víctima, un detective (casi siempre amateur), un asesino cuya identidad no llega a descubrirse hasta el desenlace de la anécdota y un conjunto de personajes adicionales cuya intervención en los sucesos permite multiplicar pistas y sospechosos. Hay, pues, dos figuras “sobrehumanas” –el detective y el asesino– que libran una lucha a muerte, circundadas por individuos de naturaleza más bien común y hasta un poco torpe. La construcción de la historia en su totalidad tiende a ser concebida como un mero juego que se completa con el desenlace revelador, pero tal como señaló alguna vez Jorge Luis Borges, la novela policial no fue escrita para suscitar la rivalidad entre el lector real y el detective ficticio en su afán de resolver el enigma, pues el detective cuenta con la complicidad del autor que ha elegido al culpable de antemano y ha inventado la forma de extraviar la búsqueda del lector con el auxilio de indicios equivocados. Una buena narración de esta especie requiere, en consecuencia, un riguroso encadenamiento de hechos, motivo por el cual el mismo Borges la ha comparado al discurso metafísico, en el que los argumentos pueden ser sofísticos pero deben conducir necesariamente a suscitar la impresión de que las conclusiones son inevitables. Michel Butor ha señalado que el relato detectivesco entraña dos historias: en primer plano seguimos la acción del detective, cuyo propósito es investigar un delito; pero al mismo tiempo, el segundo plano narrativo consiste en exponer cómo se llegó a perpetrar ese delito. Por supuesto, este esquema responde exclusivamente a la novela policial llamada de enigma; en fecha más reciente han surgido otras formas, entre las que debe señalarse la serie negra, de origen norteamericano, que no pone énfasis en el enigma sino en las circunstancias sociales subyacentes en el delito; a causa de ese interés predominante por la observación de la sociedad, ciertos críticos y especialistas niegan que este tipo de narración sea básicamente detectivesco.

24 de abril de 2009

Drama


Jaime Rest


El término drama, desde un punto de vista estrictamente literario, sirve para designar el “texto destinado a la representación teatral”. Ello quiere decir que nos hallamos en presencia de una composición escrita, pero cuya forma natural de vincularse al público no consiste en una posible lectura directa –como en el caso de la ficción, la poesía o el ensayo– sino que requiere la mediación de actores que deben transformar ese texto en acción y diálogo escénicos. En tal perspectiva, el drama –en cuanto composición escrita– es equivalente a la partitura musical, cuyas virtudes plenas como obra de arte sólo pueden estimarse gracias al concurso de adecuados intérpretes. En tal sentido, si nuestro acceso a la pieza dramática se limita a la lectura, en la creación de un gran gramaturgo –Sófocles, Shakespeare, Ibsen– posiblemente hallaremos notables cualidades litetratias, sea en el empleo del lenguaje, en la caracterización de personajes o en la enunciación de ideas; pero como se trata de una labor concebida en términos teatrales, sólo se alcanzará a percibir la totalidad de su fuerza y de sus méritos al ser representada en condiciones óptimas. Inclusive, para un lector no demasiado familiarizado con los requerimientos profesionales de la escena, ciertos dramas pueden enriquecerse o empobrecerse, indebidamente si se los juzga en forma exclusiva a través del texto dramático y se omiten o desconocen las condiciones que impone su adecuada representación; esto es válido en todos los casos pero resulta especialmente notorio en la obra de muchos dramaturgos actuales –Ionesco, Beckett, Weiss, por ejemplo- que ha sido concebida en función casi exclusiva del ritmo teatral y de las exigencias propias del espacio escénico. Por eso mismo, no basta con ser un excelente poeta o pensador para escribir buenos dramas; además debe poseerse un dominio pleno de los recursos escénicos específicos, una imaginación de exclusiva naturaleza teatral; las piezas de Séneca son insatisfactorias porque este autor careció del sentido dramático que poseyeron los grandes trágicos griegos; del mismo modo, los poetas románticos ingleses –Coleridge, Byron, Shelley, Keats– trataron de restaurar el drama en verso, a imitación de Shakespeare, pero fracasaron porque no tuvieron en cuenta las exigencias escénicas a que debía responder el texto para ser representado y supusieron que la poesía podía reemplazar las necesidades de acción. Lo mismo puede decirse, en España, de La Celestina: es una admirable “novela dialogada”, pero en su versión original difícilmente pueda ser trasladada con éxito a la escena. En síntesis, el texto dramático admite ser descripto como una composición que se integra con parlamentos –es decir, expresiones orales de los personajes, sea en prosa, en verso o mediante la combinación de ambos– y con indicaciones destinadas a ordenar la representación, a precisar la escenografía, a señalar los movimientos de los actores. Al analizar la pieza dramática, el crítico literario generalmente concentra su interés en los parlamentos, de los que suele extraer su juicio sobre los valores poéticos del lenguaje, la intensidad de las situaciones y la verosimilitud y hondura de las pasiones humanas expuestas. No obstante, es necesario tener presente que un gran dramaturgo utiliza los recursos verbales de manera muy diferente que un poeta o novelista: para él, el lenguaje no es un mero vehículo emotivo o descriptivo sino que debe conducir a la acción, sugiriendo al intérprete los gestos o desplazamientos escénicos. Por lo tanto, el drama es una creación híbrida, en el sentido de que incorpora recursos diversos y presupone el trabajo de un equipo procedente de distintos campos artísticos; en esta síntesis, al escritor fundamentalmente le compete la elección de las pautas anecdóticas dentro de las cuales se ha de desenvolver la representación.
Aristóteles, en su Poética, presenta el drama como una “imitación que se efectúa por medio de personajes en acción, y no narrativamente”. Puesto que el acento de este juicio recae en el hecho de que es necesario imitar la conducta humana y las situaciones de la vida real, se ha inisitido en que la obra teatral debe manejar elementos "verosímiles". Por ello, con frecuencia se ha reiterado la tesis de que la representación escénica tiene que suscitar una “ilusión de realidad”, a fin de que el espectador tenga la impresión de contemplar sucesos verdaderos, no ficciones. En ciertas épocas este criterio se ha puesto de manifiesto –de uno u otro modo– con sigular vigor: por ejemplo, los preceptistas del Renacimiento –como Robortello y Catelvetro-sostuvieron que la duración y el ámbito en que se desarrolla la anécdota dramática deben limitarse en tiempo y espacio para que coincidan con la duración de la representación y con las dimensiones del escenario; por su parte, los autores y directores escénicos naturalistas –como Émile Zola y André Antoine– defendieron la minuciosa reconstrucción escenográfica del medio en que transcurre la acción y la aparente espontaneidad de loa actores. La desmedida fidelidad a estos criterios no se ajusta al pensamiento de Aristóteles –quien no propuso una preceptiva sino una mera descripción de los procedimientos dramáticos griegos– ni tampoco responde a las posibilidades efectivas de la representación teatral en general. Una novela puede llevar lícitamente su verosimilitud hasta el extremo de simular que es un documento real (un conjunto de cartas, una autobiografía, etc.); lo mismo sucede con el cinematógrafo, cuyas imágenes están en condiciones de remendar el aspecto testimonial mediante adecuadas reconstrucciones; en cambio, la exhibición teatral, muestra inevitablemente su condición de artificio pues no es un texto ni una sucesión de imágenes sino un conjunto de personas reales que se mueve en el recorte arbitrario que proporciona el escenario. En consecuencia, la conducta y las situaciones expuestas pueden –y acaso deben- resultar verosímiles, pero difícilmente logren crear una plena “ilusión de realidad”; es más, a menudo el teatro emplea diversos modos de comentar la acción –el aparte, el monólogo, el coro– cuyo efecto no hace otra cosa que dar relieve a la artificialidad del espectáculo. Por añadidura, las limitaciones a que se ve sometida la reconstrucción escénica de episodios complejos restringe los alcances de la verosimilitud, según agudamente declara Shakespeare en el prólogo de Enrique V. Sin embargo, debidamente utilizadas, las limitaciones y la artificialidad de la representación dramática pueden resultar poéticamente muy ventajosas, permitiendo el acceso a los aspectos esenciales de una situación: por un lado, el teatro se ha mostrado en todas las épocas especialmente apto para explorar la condición humana y su destino, en relación con ciertas experiencias básicas y elementales; por otro, los más diversos dramaturgos de nuestro tiempo –Pirandello, Shaw, Ghelderode– han comprobado que al emplear la exageración, el grotesco, el absurdo o diversas técnicas de lo que Brecht llamó “distanciamiento” conseguían hacer más claras y notorias sus respectivas interpretaciones del hombre de la sociedad y del mundo. Además, en la medida en que los actores deben repetir los mismos gestos en cada nueva función de una misma pieza, la representación escénica posee un carácter puramente ritual que la aleja de la realidad pues los movimientos y diálogos escénicos adquieren el orden y la regularidad de una ceremonia litúrgica. Por último, cabe destacar que el grama habitualmente ha requerido mayor unidad y concentración anecdóticas que la literatura narrativa –sea poesía épica o novela–, en razón de su estructura intrínseca y de las exigencias originadas en el tipo de atención que le debe prestar el espectador.
Ya en el teatro griego el campo de la actividad dramática se repartía entre la tragedia y la comedia. Esta división puede ser explicada de dos maneras diferentes: 1) de acuerdo con la naturaleza e intensidad de las situaciones y personajes expuestos; 2) de acuerdo con el desenlace feliz o infortunado de la anécdota. Aristóteles adopta el primero de estos criterios y declara que la tragedia exhibe a los personajes “más dignos”, en tanto que la comedia presenta a la gente “menos digna”; en consecuencia, el clima trágico se logra mediante la evocación de individuos egregios –semidioses, figuras míticas, héroes– que enfrentan con valentía y decoro las vicisitudes del destino, mientras que la atmósfera cómica surge de exponer en escena el comportamiento del hombre común en la vida cotidiana (al respecto, recuérdese que en Los caballeros de Aristófanes uno de los personajes cómicos se llama Demos; es decir, “El Pueblo”); a su vez, esta dicotomía puede entrañar –como lo enfatizaron los preceptistas del Renacimiento– un tajante distingo social entre los grupos ilustres y las clases populares; tal discriminación fue respetada y mantenida por Shakespeare y por los autores del clasicismo francés (Corneille, Molière, Racine), pero ya el “drama de honor” perteneciente al Siglo de Oro español elimina la separación entre ambos sectores al exaltar la honra del hombre que no posee blasones y subrayar la igualdad de todos ante Dios (como en Fuenteovejuna de Lope de Vega). El segundo criterio para distinguir las dos especies dramáticas es expuesto claramente por Dante, Quien lo toma de Séneca; según esta doctrina, la tragedia comienza presentando un cuadro admirable y tranquilo, pero termina en un desenlace triste y desolador; en cambio, la comedia suele comenzar con algún tema o situación de índole áspera, pero su acción se encamina hacia un final feliz y apacible. Por añadidura, es lícito agregar otro distingo entre tragedia y comedia: los sucesos expuestos en la primera ocurren en un pasado remoto o incierto o en regiones lejanas, a fin de presentarnos un mundo heroico (que nunca parece corresponder a la época presente); por contraste, la segunda tiende a evocar sucesos y personajes tomados de la existencia diaria, de modo que su aspecto se torna manifiestamente cotidiano y a menudo parece ofrecernos una imagen jocosamente exagerada de la realidad contemporánea. Cabe consignar, empero, que la drástica separación entre las dos especies dramáticas señaladas se ha ido debilitado en el teatro moderno. Con el avance de las clases medias y la creciente democratización de la sociedad, el mundo egregio y heroico de la tragedia clásica perdió actualidad y fue necesario implantar un drama burgués –definido por Diderot en el siglo XVIII y practicado por Ibsen cien años después– que enfoca con seriedad los problemas familiares y sociales del hombre común; al mismo tiempo, la comedia fue trasladando su acento, para presentar al personaje aristocrático como ridículo y desvergonzado y al individuo sin alcurnia como justo y noble, según el modelo que proporciona Beaumarchais en Las bodas de Figaro. Pero no sólo ha sufrido un vuelco al aspecto social del drama sino también la estructura misma de la composición escénica; a causa de ello, las fronteras entre la tragedia y la comedia se han ido borrando: Chéjov, por ejemplo, se quejaba de que un director no había advertido la tesitura cómica de una de sus piezas y la había encarado como tragedia (lo cual es comprensible porque la condición irrisoria de las criaturas de este autor suele producirnos una impresión de hondo patetismos); de manera análoga, Ionesco recomendaba a los intérpretes de la Cantante calva que no olvidaran el sufrimiento que está presente aun en las situaciones más jocosas, pues la comicidad del hombre actual radica en su comportamiento superficial e intrascendente, hecho que lo ubica en un plano de extremado y penoso desamparo.
Además de las dos especies principales ya examinadas, pueden recordarse otras de significación más restringida: el drama de sátiros griego que era incluido a continuación de las trilogías trágicas y del que sólo ha sobrevivido completo El cíclope de Eurípides; el misterio, el milagro y la moralidad del teatro cristiano medieval, que exhibían diversos propósitos didácticos o aleccionadores de índole religiosa; la farsa, que surgió a fines de la Edad Media como manifestación escénica secularizada cuya intención era satirizar las costumbres de la época; la pieza histórica, que tuvo considerable repercusión en el teatro isabelino inglés como crónica de reyes y que muchas veces sirvió en forma velada para enjuiciar el presente político (según el empleo que le dieron Shakespeare y otros autores); el auto sacramental, que se utilizó en la España del Siglo de Oro como instrumento de educación religiosa (según el modelo proporcionado por Calderón); la pantomima, procedimiento que se ha extendido desde la antigüedad hasta piezas de Beckett y que expone la anécdota por medio de gestos, con exclusión de todo diálogo; e inclusive la palabra drama pasó a tener un valor especializado como texto escénico que presenta un cuadro serio de los problemas burgueses, de conformidad con la doctrina de Diderot sobre le teatro. Por supuesto, esta enumeración se halla muy lejos de agotar las especies dramáticas que ha cultivado el teatro occidental, a las que deben añadirse las formas de teatro de Oriente, algunas de cuyas concepciones han tenido significativa repercusión en Europa (como es el caso del noh japonés, que influyó en W. B. Yeats, en Bertolt Brecht y en otros del siglo XX).

Rest, Jaime, Conceptos de literatura moderna, La Nueva Biblioteca Nº 4, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1979.