22 de junio de 2012


La universalidad del escritor


Por Miguel Delibes
  
Como condicionantes de la fórmula novelesca a adoptar, los personajes delatan ya su importancia dentro de la novela. Pero los personajes, unos personajes vivos, pueden conseguir que un tema aparentemente baladí se haga trascendente, y verosímil la más descabellada de las peripecias. Desde este punto de vista, la misión del novelista consiste en descifrar al hombre y, consecuentemente, su sitio debe estar cerca del hombre. Únicamente viviendo a su lado podrá un día desentrañarlo. Pero esta misión es cada día más difícil ya que nuestra época, en virtud del cine y del turismo masivo, de la rápida difusión de modos y modas, propende al mimetismo, a la uniformidad. Nada digamos de la urbanidad, que con frecuencia recata no poco la hipocresía, de tal forma que muchos rasgos distintivos, caracterizadores, se desvanecen hoy con la convivencia y los convencionalismos sociales. Pero, pese a todos los obstáculos, el novelista ha venido al mundo para eso, para descubrir lo que hay de cierto y de postizo en el hombre, para darnos su auténtica dimensión.
Este ocultamiento progresivo del hombre se acentúa a medida que asciende en la escala social y se agrupa en mayores concentraciones urbanas. De ahí mi inclinación a novelar las gentes sencillas de las pequeñas ciudades o los medios rurales. Esta tendencia mía ha sido, sin embargo, mal interpretada por algunos que entienden que, como novelista, me perjudica vivir en provincias. Ante esta afirmación no puedo ocultar mi estupor. ¿Quieren decir estos señores que es malo que mis novelas discurran de ordinario en el campo o en pequeñas capitales? ¿O quieren decir que la trascendencia de un libro es menor por ser sus protagonistas gentes sencillas o pequeños burgueses pero nunca gentes de esas que han dado en llamarse gran mundo? ¿Creen de verdad estos señores que un novelista será mejor viviendo en Madrid que en Sevilla, y mejor aun si fija su residencia en París o Nueva York?
Este hilo nos lleva sin quererlo al debatido tema de la universalidad del escritor o, quizá sería mejor decir, al de la universalidad de su obra. En multitud de ocasiones he dicho que para escribir un buen libro no considero imprescindible conocer París ni haber leído el Quijote, entre otras razones porque Cervantes escribió el Quijote antes de haberlo leído. Captar la esencia del hombre y apresarla entre las páginas de un libro es la misión del novelista. Una buena novela no es sino eso, y el libro será tanto mejor cuanto más sincera y profundamente se haga. Situar físicamente a ese hombre no deja de parecerme una cuestión accesoria a condición de que su pintura sea diestra y el fondo del retablo marche acorde con la figura central, es decir, se tengan muy en cuenta las proporciones. De este modo, resulta indiferente que nuestro personaje se mueva en una gran urbe, una capital de provincias o un minúsculo pueblecito. Por otro lado, el hecho de vivir en Buenos Aires, Londres o Nueva York, el novelista, no le quita ni le añade nada como tal novelista. La experiencia no la da la densidad demográfica del lugar de residencia sino el vivir con los ojos abiertos. En lo que personalmente me concierne, puedo afirmar que mi leve conocimiento de América no lo adquirí en Santiago de Chile, ni en Río de Janeiro, ni siquiera en Nueva York, sino en las pequeñas ciudades y en el campo. El clima cosmopolita de Buenos Aires, Río o Nueva York en poco se diferencia del de Madrid, Berlín o Roma. Diría más, en estos ambientes el instinto de observación del novelista topa con una cortina impenetrable, el bosque no le deja ver los árboles. Unos hombres asumen los modales y las reacciones de otros hombres y, a la postre, todos vienen a parecer lo mismo.
Se parte, entiendo yo, de una errónea interpretación del concepto “universalidad”. La universalidad de una novela no la impone un enfoque ambicioso ni el hecho de barajar en ella encumbrados personajes. La universalidad, a mi juicio, deriva de la agudeza y penetración con que se observa un pedazo de mundo, por pequeño que éste sea, y, a través de su interpretación y de un juego bien calculado de reflejos y resonancias, se ofrece una visión del mundo todo, de la vida toda. Pongamos, como ejemplo explícito, el de una novela de guerra. El afán de embotellar en quinientas páginas la guerra entera, todas sus incidencias, no hará el libro más universal que si a través de la pequeña guerra, de la insignificante guerra, de la anónima guerra, de un soldado raso acertamos a dar una visión dramática y viva de la guerra toda. La universalidad no derivará, pues, del número de escenarios bélicos que abarquemos, sino de la pintura de ese soldado raso y de su limitada, íntima tragedia.
Escribiendo de y en un pueblecito minúsculo se puede ser un escritor universal. La universalidad no estriba en dibujar tipos comunes o estrafalarios, sino en ahondar en el hombre y acertar con su última diferencia. Alumbrar el pedazo de mundo que le ha caído en suerte es la más excelsa tarea del novelista. Por eso yo no concedo al hecho de estar viajando sino una importancia relativa. Los viajes pueden aprovecharse en dos sentidos: Para ampliar nuestro mundo novelesco con otros seres y otros ambientes o para comprobar lo que hay de diferente, de característico, en el pequeño mundo donde habitualmente residimos. Aunque parezca paradójico, las posibilidades de universalidad son mayores a través de este segundo camino que a través del primero. Volviendo a mi personal experiencia, recuerdo que a mi regreso de Sudamérica tras una estancia de varios meses, un entrevistador me preguntó por mi impresión de aquel continente. Yo le respondí que sería una audacia de mi parte tratar de interpretar América tras una visita tan fugaz. El periodista me preguntó, sorprendido: “Su viaje, entonces, ¿no le ha servido de nada?”. Y yo le respondí: “Este viaje me ha servido para descubrir Castilla”. Y, en efecto, Castilla, la Castilla de mis libros, sólo he acertado a verla tal como es después de recorrer Europa, África y todo el continente americano. Y aun añadiría algo más: Cada salida mía al extranjero me ayuda a percibir un nuevo matiz de Castilla, matiz que hasta ese momento me había pasado inadvertido.
Admitido, pues, que la universalidad de una obra pueda venir impuesta por los problemas de interés general que en ella se planteen, pero el camino más puro,  por más difícil, para lograrla es a través de un localismo sutilmente visto y estéticamente interpretado. Don Quijote, por ejemplo, no puede ser inglés. Es su españolismo esencial, su personalidad única dentro de su profunda humanidad, lo que imprime al personaje una dimensión universal. En una palabra, cualquier escritor podrá ser bueno o malo, y la resonancia de su obra limitada o universal, pero a buen seguro la ciudad donde ha nacido y vive no tendrá la culpa de ninguna de las dos cosas.
Tampoco comparto la opinión, expuesta hace ya muchos años en la fenecida revista Cuadernos, antes del “boom” hispanoamericano, del gran escritor Antonio de Undurraga. En un ensayo, formalmente excelente, titulado “Crisis en la novela latinoamericana”, Undurraga decía, con evidente inoportunidad, que “la novela no es planta literaria apta para aclimatarse en Latinoamérica” porque “no hay allí ninguna aptitud sacerdotal para lo bello y lo fino”. “Por otra parte –añadía– atribuir sentido novelesco a todo lo que pasa en América nos parece un despropósito pues suceden demasiadas cosas insignificantes que se repiten de un país a otro, de una provincia a otra.”
A través de estas palabras podemos deducir que para Undurraga la originalidad debe radicar en el tema, en la trascendencia del tema y en su singularidad (lo repetido no vale). Yo entiendo, por el contrario, que, ante la imposibilidad de abordar temas inéditos, la singularidad, la eficacia y la universalidad de un novelista dependen de su capacidad para arrancar fulgores nuevos de temas viejos, de su talento para proyectar éstos desde un ángulo desusado y a exponerlos conforme a las reglas de una estética personal. Así, la rutina, la promiscuidad, la crueldad, la amoralidad que prevalecen en un centro militar peruano, que tan expresivamente describe Vargas Llosa en su novela La ciudad y los perros, son las mismas que reinan en tantos establecimientos semejantes de otros tantos países latinoamericanos y europeos (es decir, el tema repetido) y, sin embargo, Mario Vargas Llosa, acierta a pintar este clima bajo una luz nueva, mediante unos recursos desacostumbrados y alcanza, de esta forma, una diana literaria excepcional, lo que me lleva al convencimiento de que el arte narrativo reside, antes que en la originalidad del tema y su importancia, en el don de ahondar en la trascendencia de lo aparentemente trivial sirviéndonos para ello de unos personajes humanos consistentes.


Clarín, Cultura y Nación, jueves 19 de febrero de 1981


24 de mayo de 2012

El cuento del cuento


Gabriel García Márquez


Poco antes de morir, Alvaro Cepeda Samudio me dio la solución final de la crónica de una muerte anunciada. Yo había vuelto de Europa después de un viaje muy largo, y estábamos en su casa de domingos, frente al mar miserable de Sabanilla, cocinando su legendario sancocho de mojarras de a dos mil pesos.
–Tengo una vaina que le interesa– me dijo de pronto: Bayardo San Román volvió a buscar a Angela Vicario".
Tal como él lo esperaba me quedé petrificado. "Están viviendo juntos en Manaure –prosiguió–, viejos y jodidos, pero felices". No tuvo que decirme más para que yo comprendiera que había llegado al final de una larga búsqueda.
Lo que esas dos frases querían decir era que un hombre que había repudiado a su esposa la noche misma de la boda había vuelto a vivir con ella al cabo de 23 años. Como consecuencia del repudio, un grande y muy querido amigo de mi juventud, señalado como autor de un agravio que nunca se probó, había sido muerto a cuchilladas en presencia de todo el pueblo por los hermanos de la joven repudiada. Se llamaba Santiago Nasar y era alegre y gallardo, y un miembro prominente de la comunidad árabe del lugar. Esto ocurrió poco antes de que supiera qué iba a ser en la vida, y sentí tanta urgencia de contarlo, que tal vez fue el acontecimiento que definió para siempre mi vocación de escritor.
A quienes primero se lo conté fue a Germán Vargas y Alfonso Fuenmayor, unos cinco años después, en el burdel de Alcaravanes de la negra Eufemia. Para entonces ya había resuelto ser escritor, y mi padre me había dicho: "Comerás papel". Durante años soñé que rompía resmas enteras y me las comía en pelotitas, y nunca era el papel sobrante de los periódicos donde trabajaba entonces, sino un muy buen papel de 36 gramos, áspero y con marcas de agua, tamaño carta, del que seguí usando siempre desde que tuve dinero para comprarlo. Sin embargo, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas coincidieron en que la historia del crimen era digna de ser escrita, aunque fuera comiendo papel. "No importa que sea inventada –me dijo Alfonso Fuenmayor–: así las inventaba Sófocles, y fíjese lo bien que le quedaban". Más tarde, cuando regresó graduado de Columbia University, Alvaro Cepeda Samudio estuvo de acuerdo, pero me previno sin reticencias:
–Lo único peligroso –me dijo– es que a esa historia le falta una pata.
En efecto, le faltaba el final imprevisible que él mismo me contó 23 años después del crimen, pero entonces era imposible imaginarlo. Germán Vargas, con su prudencia congénita, me aconsejó que esperara uno o dos años hasta que tuviera la historia mejor pensada. Yo no esperé ni uno ni dos, sino 30 años más.
No fue una demora excepcional, pues nunca he escrito una historia antes de que pasaran, por lo menos, 20 años desde su origen. Pero en esto caso la razón era más consciente: seguía buscando, en la imaginación la pata indispensable que le faltaba al trípode, tratando de inventarla a la fuerza, sin pensar siquiera que también la vida lo estaba haciendo por su cuenta y con mejor ingenio. Fue don Ramón Vignyes quien me dio la fórmula de oro:
–Cuéntala mucho –me dijo–. Es la única manera de descubrir lo que una historia tiene por dentro.
Por supuesto, seguí el consejo. Durante muchos años conté la historia al derecho y al revés, por todas partes, con la esperanza de que alguien le encontrara la falla. Mercedes, que la recordaba a pedazos desde muy niña, la volvió a armar por completo de tanto oírla, y terminó por contarla mejor. Luis Alcoriza se la hizo grabar en su casa de México en una época en que todo el mundo era joven. A Ruy Guerra se la conté durante seis horas en un pueblo remoto de Mozambique, una noche en que los amigos cubanos nos dieron de comer un perro de la calle haciéndonos creer que era carne de gacela, y ni aún así pudimos descubrir el elemento que le faltaba. A Carmen Balcells, mi agente literario, se la conté muchas veces durante muchos años, en trenes y aviones, en Barcelona y en el mundo entero, y siempre lloró como la primera vez, pero nunca pude saber si lloraba porque la emocionaba o porque yo no la escribía. Al único amigo cercano a quien no se la conté nunca fue a Alvaro Mutis, por una razón práctica: él ha sido siempre el primer lector de mis originales, y me cuido mucho de que los lea sin ninguna idea preconcebida.
La revelación de Alvaro Cepeda Samudio en aquel domingo de Sabanilla me puso el mundo en orden. La vuelta de Bayardo San Román con Angela Vicario era, sin duda, el final que faltaba. Todo estaba entonces muy claro: por mi afecto hacia la víctima, yo había pensado siempre que esta era la historia de un crimen atroz, cuando en realidad debía ser la historia secreta de un amor terrible. Sólo que estuve a punto de no conocer nunca sus pormenores ocultos, porque Alvaro y yo nos desbarrancamos dos horas después en el camión del catatumbo de Alejandro Obregón, y no nos matamos de milagro. "¡Puta vida" –pensaba, mientras caíamos hacia el fondo de aquel mar perdulario–, tanto buscar este final, para morirme sin contarlo!". Tan pronto como me restablecí, sobre todo del susto, me fui a buscar a Bayardo San Román y Angela Vicario en su casa feliz de Manaure, para que me contaran los secretos de su reconciliación increíble. Fue un viaje más revelador de lo que pensaba, y por mejores motivos, porque a medida que trataba de escudriñar la memoria de los otros me iba encontrando con los misterios de mi propia vida.
Hay dos pueblos cercanos, pero muy distintos, que se llaman Manaure. El uno es una sola calle muy ancha, con casas iguales, en una meseta verde de un silencio sobrenatural. Allí llevaban a mi madre a temperar cuando era niña. Tanto me habían hablado de ese pueblo medicinal en casa de mis abuelos, que cuando lo vi por primera vez me di cuenta de que lo recordaba como si lo hubiera conocido en una vida anterior. No era allí donde vivía el matrimonio feliz, pero Rafael Escalona, el sobrino del obispo, se equivocó de camino cuando íbamos para el otro Manaure. Estábamos tomando una cerveza helada en la única cantina del pueblo cuando se acercó a nuestra mesa un hombre que parecía un árbol, con polainas de montar y un revólver de guerra en el cinto. Rafael Escalona nos presentó, y él se quedó con mi mano en la suya, mirándome a los ojos.
–¿Tiene algo que ver con el coronel Nicolás Márquez? –me preguntó.
–Soy su nieto.
–Entonces –dijo él–, su abuelo mató a mi abuelo.
No me dio tiempo de asustarme, porque lo dijo de un modo muy cálido, como si también esa fuera una forma de ser parientes. Era un contrabandista de la estirpe legendaria de los amadises, y lo mismo que ellos era un hombre derecho y de buen corazón. Estuvimos de parranda tres días y tres noches en sus camiones de doble fondo, bebiendo brandi, caliente y comiendo sancocho de chivo en memoria de los abuelos muertos. Me llevó a distintos pueblos, hasta el interior de la península Guajira, para que conociera a 19 de los hijos incontables que el coronel Nicolás Márquez había dejado dispersos durante la última guerra civil. Al cabo de una semana me dejó en el otro Manaure: un pueblo de salitre frente a un mar en llamas. Se detuvo ante una casa que yo hubiera reconocido de todos modos por lo mucho que había oído hablar de ella.
–Ahí es –me dijo.
En la ventana de la sala, bordando a máquina en la hora de más calor, había una mujer de medio luto con antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza estaba colgada una jaula con un canario que no paraba de cantar. Al verla así, dentro del marco idílico de la ventana, no quise pensar que fuera ella, porque me resistía a creer que la vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella: Angela Vicario, 23 años después del drama.
Me doy cuenta de que el lugar en que se cometió el crimen ha sido idealizado por la nostalgia. Era inevitable: allí pasé los años de mi adolescencia, que fueron los más libres de mi vida, hasta que la familia tuvo que cambiar de aires. Después volví dos veces, siempre en relación con el proyecto del libro. La primera fue unos quince años más tarde, tratando de rescatar de la memoria de la gente las numerosas piezas desperdigadas del rompecabezas del crimen, y tratando sobre todo de encontrar el final que todavía la vida no había resuelto. No me pareció que el tiempo hubiera sido demasiado severo con nadie, ni con nada, salvo con la casa de placer de María Alejandrina Cervantes, que había sido transformada en escuela de monjas. Fue una experiencia perturbadora ver un tropel de niñas con uniformes celestiales entrando por el mismo portón de trinitarias por donde toda mi generación había entrado a perder la virginidad.
La segunda vez que volví fue a escribir esta crónica. Fui inducido por el embeleco, tan común entre los realistas teóricos, de capturar en caliente para escribirla, la misma vida que se está viviendo. Escribí en calzoncillos de nueve de la mañana a tres de la tarde durante catorce semanas sin treguas, sudando a mares, en la pensión de hombres solos donde vivió Bayardo San Román los seis meses que estuvo en el pueblo. Era un cuarto escueto con una cama de hierro, una mesa coja que debía nivelar con cuñas de papelitos en las patas, y una ventana por donde se metían los moscardones aturdidos por el calor y la pestilencia de las aguas muertas del puerto antiguo. Esa fue la única contribución de la vida circundante a mis esfuerzos de escritor comprometido. A medida que escribía me daba cuenta de que la realidad inmediata no tenía nada que ver con la que yo trataba de escribir, ni tal vez tampoco con la que recordaba, y estaba tan confundido que llegué a preguntarme si la vida misma no era también una invención de la memoria.
El doctor Dionisio Iguarán, primo hermano de mi madre y nuestro único médico en la época del drama, murió entre esas dos visitas. Su prestigio bien ganado queda repartido entre varios médicos nuevos, y en especial el doctor Cristóbal Bedoya, a quien llamábamos Cristo, que había hecho el tercer año de Medicina en el momento del crimen, y que es un protagonista ejemplar de esta crónica. Fue el amigo íntimo que acompañó a Santiago Nasar hasta unos minutos antes de su muerte, y el único de los 20.000  habitantes del pueblo que se propuso y estuvo a punto de impedir que lo mataran. Sus testimonios fueron los más inteligentes y entrañables. Fue él quien me recordó, al término de nuestras evocaciones incansables, uno de los datos más raros de esta desgracia: la autopsia de Santiago Nasar no la hizo un médico, sino el cura de la parroquia. Se llamaba Carmen Amador, se preciaba de haber nacido en un risco de Galicia donde nunca se habla la lengua castellana, y bastaba con oírselo decir para saber que era cierto. Yo lo recordaba con cierta amargura porque siendo muy niño me hacía repetir de memoria los falsos poemas gallegos de Gabriel y Galán y fue quien me dijo más tarde que Dios había prohibido leer a Gil Vicente. Fue nuestro único párroco hasta donde me alcanza la memoria, pero cuando volví de adulto por primera vez se había ido sin dejar rastros.
Nunca traté de encontrarlo. Sin embargo, durante un verano que pasé hace doce años en la playa de Calafell, muy cerca de Barcelona, alguien me habló de un cura retirado en la tenebrosa casa de salud del lugar, que decía haber perdido media vida en mi tierra. Lo reconocí de inmediato, aunque sólo hubiera sido por sus ojos de ternero de vientre y su castellano rupestre con cadencias del Caribe. Hablamos mucho y muchas veces hasta el final del verano, y era evidente que no había logrado asimilar el mal recuerdo de aquella autopsia.
Un año después de que Alvaro Cepeda Samudio me dio la clave, final, el libro estaba listo para ser escrito. Sin embargo, por algunos de esos motivos demasiado simples que los escritores no logramos entender, pasa todavía mucho tiempo sin que lo escribiera; más aún: hubo una época en que lo olvida por completo. De pronto, en el otoño de 1979, Mercedes y yo estábamos en la sala oficial del aeropuerto de Argel, esperando que nos llamaran para embarcar, cuando entra un príncipe árabe con la túnica inmaculada de su alcurnia y con un halcón amaestrado en el puño. Era una hembra espléndida de halcón peregrino, y en vez del capirote de cuero de la cetrería clásica llevaba uno de oro con incrustaciones de diamantes. Por supuesto, me acordé de Santiago Nasar, que había aprendido de su padre las bellas artes de la altanería, al principio con gavilanes criollos, y luego con ejemplares magníficos trasplantados de la Arabia feliz. En el momento de su muerte tenía en su hacienda una halconera profesional, con dos primas y un torzuelo amaestrados para la caza de perdices, y un nebli escocés adiestrado para la defensa personal.
Sin embargo, la evocación de Santiago Nasar no fue tan comprensible como me pareció cuando vi entrar al monarca del desierto con su animal de volatería coronado de oro. Fue más bien un zarpazo del destino. En el avión de regreso comprendí que la historia tantas veces diferida había vuelto esta vez a quedarse para siempre, y que no podría seguir viviendo un solo instante sin escribirla. La sentía entonces con tanta intensidad como no la había sentido nunca en 32 años, desde el lunes infame en que María Alejandrina Cervantes irrumpió desnuda en el cuarto donde yo continuaba dormido a pesar de las campanas de incendio, y me despertó con su grito de loca: "¡Me mataron a mi amor!".


Clarín Cultura y Nación, Buenos Aires, jueves 10 de setiembre de 1981


17 de marzo de 2012

La revolución francesa



Marco Denevi


No pude decirle que no porque era un tipo muy formal, muy educado, francés y de edad. Pero para mí el experimento iba derecho al fracaso.
–No vaya a creer –me dijo–. Tampoco yo estoy muy seguro. Pero usted es dueño de una mentalidad sumamente permeable, absorbente y hasta me atrevería a calificarla de esponjosa.
–¿Y eso está mal?
–Al contrario. Usted es un predestinado. De manera que si no tengo éxito con usted no lo tengo con nadie.
Para mí era un compromiso y acepté. El francés me pidió, lo más serio, que cerrara los ojos y que abriera la porosidad mental. En el asunto de los ojos no hubo ningún inconveniente, pero no supe qué hacer con la sesera y por las dudas traté de no pensar en nada.
Sin embargo, al ratito me acordé. Cómo lo adivinó es un misterio, pero ahí mismo el viejo va y me pregunta.
–¿De qué se acordó, Ludivino?
–De una palabra que no conozco.
–¿Qué palabra?
Tendresse.
Oí que se reía y abrí los ojos. Se reía y saltaba en el sillón. Yo también me reí pero sin mayor voluntad porque no me gustaba nada eso de haberme acordado de una palabra que no salía que quería decir.
Cuando se le terminó el festejo me explico.
–¿Se da cuenta, Ludivino? Usted no habla una sola palabra de francés y sin embargo acaba de recordar una, y más le digo: la pronunció con acento. ¿Comprende por qué? Porque yo se la pasé de mí memoria a su memoria. Sigamos ¿quiere? Ahora con varias palabras juntas.
Otra vez cerré los carozos y puse la piojera en blanco. Y otra vez me acordé de lo que nunca había aprendido. Sin esperar que el viejo me preguntase le largué el rollo:
Ah, vraiment e’est triste. Ah, vraiment ça finit trop mal.
Lo juné: se había levantado del sillón, hacía ademanes. Parecía cabrero. Y no, otra que cabrero, estaba emocionado.
–Ludivino –la voz se le había venido asmática y como con catarro–. Ludivino, esto es una revolución científica. Usted va a ser famoso en todo el mundo.
De puro servicial y agradecido quise darle otra alegría:
–Es un soneto de Verlaine. Se titula Sonnet boiteux.
Volvió a sentarse. Tenía cara de comisario.
–Esos datos yo no se los transmití, Ludivino. ¿De dónde los sacó? A ver si ha estado engañándome y ahora resulta que habla francés y que conocía el soneto.
Estuvo relojeándome un rato y después se alivió:
–No, usted es incapaz. Ya sé, le transmití el recuerdo de un verso de Verlaine, pero como la memoria es asociativa ese recuerdo arrastró a toda una pequeña constelación de recuerdos: el nombre del autor, el título del poema. Y fíjese qué curioso: olvidé el verso que le pasé. ¿Usted todavía se acuerda?
–Y cómo no. Ah, vraiment e’est triste. Ah, vraiment ça finit trop mal.
–Qué no se va a acordar, usted, con la memoria de elefante que Dios le dio. Bueno, llegó el momento de hacer la prueba de los recuerdos. Qué le parece si empezamos por un recuerdo de mi infancia. ¿Preparado, Ludivino?
Esta vez me costó un poco más, pero al fin me acordé y se lo dije:
–Es un paseo en coche.
–¿Por dónde?
–Por unos jardines como los Rosedales de Palermo, pero distintos. Ahora me acuerdo de que la tante Sophie nos había prometido llevarnos al Bois de Boulogne.
El viejo movía los puños en el aire:
–¿Aprecia la estructura molecular de la memoria, Ludivino? El recuerdo del paseo en fiacre viene dentro de un tejido donde están otras reminiscencias afines, relacionadas entre sí.
Me pidió que le describiera cómo estaba vestida la tante y la verdad es que yo, fuera de un gran sombrero, no me acordaba de nada. En cambio, a una chiquilina como de diez años, sentada al lado de Sophie, la veía tal cual.
–Pobre Ivette –suspiré–. Me acuerdo de ella y se me frunce el corazón.
–¿Sabe por qué?
–No
–Porque todavía no le pasé el recuerdo de quién es Yvette.
–Igual siento gran tristeza.
–Qué notable, Ludivino. No, si le repito que usted pronto va a ser famoso. ¿Seguimos?
–Mañana. Ahora estoy medio cansado.
Más que cansado estaba impresionado con eso de acordarme de lo ajeno.
Seguimos al otro día y varios días más y ya sin necesidad de que yo cerrara los ojos y abriese la esponja. El viejo se sentaba al lado mío, me decía “ahí va” y sin la menor dificultad los recuerdos saltaban de su cabeza a la mía como si tal cosa. Eso sí, eran todos recuerdos tristes, de la guerra y uno de Yvette que se quemaba viva. Se lo dije:
–Oiga. ¿Usted no tiene en la piojera más que malos recuerdos?
–Es que mi vida ha sido muy desgraciada, Ludivino.
–Hágame el obsequio, páseme alguno menos fúnebre.
Mi mujer se dio cuenta:
–¿Qué te ocurre a vos, che, que andás tan melancólico y de yapa envejecido?
–Qué querés, todo el día con el recuerdo de la pobre Yvette.
–¿Quién es Yvette? Alguna atorrante que te engatusó, seguro.
–Mi finada hermanita. Se le reventó el calentador y el deshabillé de mouseline tomó fuego.
–Pero si nunca tuviste ninguna hermana y menos que se llamara Yvette. A vos se te picó el juicio.
Tenía razón mi mujer. Con los recuerdos del francés en la sabiola, yo me confundía. Así que una noche lo encaré.
–No quiero que me pase más recuerdos. Son todos de lo peor. Usted se los olvida, mire qué vivo, pero me pasa el fardo a mí y yo estoy hecho un trapo.
No me contestó. Ni siquiera me miró. Estaba rejuvenecido, más gordo y hasta más alto y se le notaba la felicidad.
De bronca le prohibí la entrada, le retiré el saludo. Pero apenas yo salía a la calle para ir a trabajar o a satisfacer un viejo, el francés, desde lejos, seguía pasándome recuerdos tan fuleros que me volvía loco.
Usted me hubiese visto, daba lástima. No tuve más remedio que cortarle el chorro de la memoria y para qué, para venir a pudrirme aquí, donde no hago otra cosa que pensar en la guerra o en que fui yo el que le dio demasiada presión al calentador.