12 de marzo de 2009

La pulsera de cascabeles

1720

Manuel Mujica Láinez

Por el ventanuco enrejado, Bingo espía los negreros ingleses. Sus figuras se recortan en la barranca del Retiro, con fondo de crepúsculo, más allá de las higueras y de los naranjos. Fuman sus largas pipas de tierra blanca, con los sombreros echados hacia atrás, y sus casacas color pasa, color aceituna, color miel y color tabaco se empañan y confunden sus tonos frente al esclavo que llora. Bingo vuelve los ojos hacia su hermana muerta, que yace junto a él sobre el suelo duro. A lo largo de la habitación, apíñanse los cuerpos sudorosos. Hay treinta o cuarenta negros, hombres y mujeres, los unos sobre los otros, como fardos. Su tufo y sus gemidos se mezclan en el aire que anuncia al otoño, como si fueran una sola cosa palpable.
En la barranca, los ingleses de la South Sea Company pasean lentamente. Rudyard, el ciego, tantea la tierra con su bastón. Ríe de las bromas de sus compañeros, con una risa pastosa que estremece sus hombros de gigante. Se han detenido frente a la fosa que cavan los africanos, más allá de la huerta. Ya sepultaron a doce apestados. Basta por hoy.
Bingo salmodia con su voz gutural, extraña, una oración por la hermana que ha muerto. Su canto repta y ondula sobre las cabezas de los esclavos, como si de repente hubiera entrado en la cuadra una ráfaga del viento de Guinea. Incorporándose los otros encarcelados y, mientras la noche desciende, suman sus voces a la melopea dolorosa.
Pero los empleados de la South Sea Company poco les importan los himnos fúnebres.
Están habituados a ellos. Tampoco les importa la peste que diezma a los cautivos. Mañana fondeará el Riachuelo un barco que viene de África con cuatrocientos esclavos más. Los negocios marchan bien, muy bien para la Compañía. Hace siete años que adquirió el privilegio de introducir sus cargamentos en el Río de la Plata, y desde entonces más de una fortuna se labró en Londres, más de un aventurero adquirió carroza y se insinuó entre las bellas Covent Garden y del Strand, porque en el otro extremo del mundo, en la diminuta Buenos Aires, los caballeros necesitan vivir como orientales opulentos, dentro de la sencillez de sus casas de bastos patios.
Rudyard, el ciego, muerde la pipa blanca. Pronto llegará la hora de buscar a su favorita, a Temba, la muchachita frágil que lleva en la muñeca su pulsera de cobre con tres cascabeles. Ignora que Temba a muerto también. Ignora que en ese mismo instante Bingo, su hermano, la está despojando del brazalete.
Desnúdase la noche, velo a velo. El edificio de la factoría comienza a fundirse con las sombras. Los negreros de enorgullecen de él. Es uno de los pocos de Buenos Aires que cuenta con dos pisos. Se levanta en las afueras de la ciudad, entre enhiestos tunales, en un solar que antes perteneció al gobernador Robles, al general Don Miguel de Riglos y a la Real Compañía portuguesa, y que se extiende con más de mil varas de frente, sobre el río, y a una legua de fondo, hacia la llanura.
A esa casa regresan los ingleses. Junto a la fosa, sobre la tierra removida, las palas quedaron espejeando, abandonadas a la luz de las estrellas. En la galería los hombres se separan de Rudyard. Ríen obscenamente porque saben a dónde va. Palmean las anchas espaldas del ciego, quien se aleja, vacilando, hacia la cuadra hedionda.
Su mujer de la pulsera… su mujercita de la pulsera… Bajo los ojos incoloros, inmóviles, terribles, apagados para siempre por la enfermedad cruel de Guinea, se le frunce la nariz y le tiembla la papada colgante. Esto de la pulsera de cascabeles es invención suya, solo suya. Cuando descargan en el Retiro una remesa de África, Rudyard anda una hora entre las hembras, manoseándolas o rozándolas apenas con las yemas sutiles. Hasta que escoge la preferida y le ciñe, para reconocerla entre el rebaño oscuro, la pulsera de cobre. Nunca se equivoca en la elección. Sus compañeros lo comentan chasqueando la lengua, maravillados. Ni tampoco osará la mujer quitarse la ajorca. Una lo hizo y recibió cien azotes, a la madrugada. Había muerto ya cuando iban por la mitad de la cuenta.
Su cabeza pendía a un costado, como una gran borla crespa, y seguían azotándola.
El ciego palpa los muros. Titubea su bastón. Su mujercita de la pulsera, miedosa, fina… Será su última noche, porque mañana aparecerá por la factoría, después de atravesar la ciudad por el camino del bajo, desde la barraca del Riachuelo, la caravana de carne nueva.
Descorre el cerrojo y abre la puerta. Su enorme masa ventruda bloque la entrada.
Llama, impaciente:
–¡Temba! ¡Temba!
En el rincón le responde el son familiar de los cascabeles asustado. El ciego sonríe. Noche a noche repite la escena que le divierte. Se hace a un lado para que la muchacha pase. La cazará al vuelo, al cruzar la puerta, como si fuera un pájaro veloz, y la arrastrará al jardín.
Bingo se alza y toca en silencio la mejilla de su hermana. Sesenta ojos están fijos en él. Brillan en la inmensa habitación, como luciérnagas. Sólo los ojos de Rudyard, espantosamente claros, no relampaguean. Todo calla en torno suyo. Se oyen las respiraciones jadeantes. El olor es tan recio que, con estar acostumbrado a él, el inglés se lleva una mano al rostro.
El negro es elástico, delgado y pequeño como su hermana. Se le señala el esqueleto bajo la piel. Avanza encorvado hacia el enemigo y a su paso los cuerpos de ébano se apartan sigilosos.
–¡Temba! ¡Temba!
Temba descansa para siempre, rígida, y Bingo levanta en la diestra, como una sonaja de bailarín, la pulsera de cobre. Sólo tres metros le separan ahora del gigante ciego. Calcula la distancia y de un brinco salta por el vano de la puerta. Rudyard le arroja el bastón entre las piernas, pero yerra el golpe. Las sonajas cantan su victoria afuera, en la galería.
Rudyard asegura los cerrojos y se echa a reír. Arriba, los negreros ríen también, borrachos de gin, acodados sobre la mesa como personajes Hogarth. Escucha los trancos inseguros del ciego, los choques de su bastón contra la columna, la vocecita de los cascabeles.
–¡Temba! ¿Dónde estás?
Temba está en la cuadra, con los brazos sobre los pechos de mármol negro. Los esclavos no osan acercarse. Se acurrucan en los rincones. Hoy no podrán dormir. Escuchan, escuchan, como sus amos, el claro repiqueteo de las bolas de cobre.
Bingo baila, enloquecido, alrededor del hombracho. El inglés no para de reír y revolea su rama de pino. Han dejado el corredor y van el uno tras del otro, hacia el declive de la barranca: el que huye, ágil como un simio; el perseguidor, pausado, macizo como un oso. Y todo el tiempo cantan los cascabeles. Hasta que Rudyard, fatigado, termina por enfurecer. Fustiga los limoneros, los perales. Embarulla los idiomas:
–¡Temba! ¿Onde te escondes? ¿Where are you, tigra?
Sus botas destrozan las coles de la huerta, las cebollas, los ajos, las lechugas.
Han alcanzado el lugar en el cual fueron sepultados los negros. Bingo salta sobre la fosa y hace sonar los cascabeles. Es como si una serpiente llamara entre las tunas, con sus crótalos, con su tentación.
El ciego da un paso, dos, tres, balanceándose pesadamente y su capuchón se derrumba en la humedad del hoyo. El negro no le concede un segundo de respiro. Levanta la pala como un hacha y, de un golpe, le parte el cráneo. Luego, sin un instante de reposo, empieza a cubrirlo de tierra. La pulsera de cascabeles lanza por última vez su pregón al aire, cuando cae en la fosa, sobre la casaca color aceituna.
En la factoría roncan los ingleses su borrachera y los esclavos despiertos se abrazan, tiritando de frío.

De Misteriosa Buenos Aires, 1950

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