12 de marzo de 2009

El cuento


Apuntes sobre el ejercicio de contar

Cuenta Ovidio en La metamorfosis que las hijas de Minias no quisieron intervenir en las fiestas dedicadas al dios griego Dionisio, ya que las orgías y demás excesos característicos de estas les resultaban abominables. Por el contrario, se quedaban en sus casas, cardando lana e hilando para Atenea, diosa patrona de las Artes y la Inteligencia, llamaba Palas porque, se dice, se mantuvo siempre virgen. Como el trabajo podía resultar pesado, aliviaban con cuentos el largo esfuerzo:

Mientras que las demás mujeres están ociosas y celebran un culto ficticio, nosotras, a quienes retiene Palas, diosa más digna, hagamos llevadero el útil trabajo de nuestras manos con una conversación amena y variada, y que cada una de nosotras, a su vez, refiera a los oídos ociosos algo que no permitía parecer largo el tiempo.[1]

Según el texto anterior, el arte de contar parece tener cierta relación con el culto de Palas Atenea, la diosa sabia de ojos de lechuza. Y también se asocia con la pura diversión. Esta versión que nos muestra el cuento como entretenimiento es, quizás, más grata que la que presenta Las mil y una noches, compilación antiquísima y oriental de hechos maravillosos, aventuras extrañas, episodios amorosos cortesanos, anécdotas de la vida burguesa, fábulas, ejemplos morales, asuntos históricos y piezas religiosas, relatos todos de un conjunto sumamente heterogéneo e igualmente nacidos de los habilidosos labios de Sherezada con la consigna “¡Cuenta o muere!”. La tal Sherezada tuvo que contar uno y mil cuentos a su marido para apartarlo de la tenebrosa idea de hacerla matar. Así creía entretenerlo, pero claro está que el pasatiempo no era su único objetivo. La cuestión era sumar un cuento a otro con el cuento de nunca acabar.
Contar y calcular están, entonces, íntimamente emparentados, como lo señala el cuentista y teórico del cuento Enrique Anderson Imbert:

Etimológicamente cuento deriva de contar, forma esta de computare (contar en sentido numérico; calcular). La palabra “contar” en la acepción de calcular no parece ser más vieja que la de contar en la acepción de narrar. Es posible que del enumerar objetos se pasarla relato de sucesos reales o fingidos: el cómputo se hizo cuento; y, en efecto, en Disciplina clericalis, de Pedro Alfonso (m.ca. 1062) hay un cuento que computa: un rey pide que se lo haga dormir; le cuentan entonces que un aldeano pasa dos mil ovejas por un río en una barca en la que sólo caben dos ovejas por cada viaje; dos más dos más dos más dos…Hay tiempo para que el rey y el narrador descabecen un sueño hasta que la suma llegue a dos mil.[2]

El cuento, según este último caso, es también para algunos un artístico medio de conciliar el sueño.


¿Qué hace breve a un cuento breve?

En los cuentos es mejor no decir suficiente que decir demasiado. Así lo supo ver Antón Chéjov, uno de los más prolíficos cuentistas rusos que, si bien nunca teorizó formalmente sobre el género, expresó en una voluminosa correspondencia a escritores y editores sus concepciones y críticas. Le dice, por ejemplo, a su colega Máximo Gorki:

Si yo digo: “El hombre se sentó sobre el césped”, lo entenderás de inmediato. Lo entenderás porque es claro y no pide un gran esfuerzo de atención. Por el contrario, si escribo “Un hombre alto, de barba roja, torso estrecho y mediana estatura, se sentó sobre el verde césped, pisoteado ya por los caminantes; se sentó en silencio, con cierto temor y tímidamente miró a su alrededor”, no será fácil entenderme, se hará difícil para la mente, será imposible captar el sentido de inmediato. Y una escritura bien lograda, en un cuento, deberá ser captada inmediatamente, en un segundo…[3]

Saber escribir es saber tachar. Por eso, le pide con estas palabras a Gorki que suprima, al corregir las pruebas de sus textos, sustantivos y adjetivos: usa tantos que la mente del lector es incapaz de concentrarse y se cansa pronto. “¡Abrevia, hermano, abrevia!”, le aconsejará en otra carta a Alexander Chéjov.
El cuento, en sus orígenes históricos, se relacionó necesariamente con la brevedad expositiva. Para poder estudiar los más antiguos cuentos del mundo, hubo que desprenderlos de una gran masa de escritos, y al desprenderlos, se observó que surgían de conversaciones cotidianas. Dos o más conversadores reunidos intercalan en sus charlas cuentos de acontecimientos extraordinarios con el fin de entretenerse. La impaciencia humana imponía lógicamente que la narración oral fuera breve.
De la misma manera, el cuentista profesional, cuando escribe, asume la postura psicológica de un conversador que se dirige a un público que presta atención pero mientras no se aburra ni se distraiga, por eso le es necesario exponer rápidamente una historia y producir un efecto.
Entre los textos que han contribuido a la formulación de una teoría del cuento, el más citado ha sido la reseña del volumen Twice-Told Tales de Nathaniel Hawthorne, que Edgar Allan Poe escribiera para Graham’s Magazine en 1842. Con Poe, y en el siglo XIX, el cuento, que en su origen fue pura oralidad, breve, fácilmente memorizable y repetible, es el último género literario que viene a “escribirse”. Y se escribió atendiendo a lo que su creador trazó como características sobresalientes:

(…) en casi todas las composiciones, el punto de mayor importancia es la unidad de efecto o impresiones. Esta unidad no puede preservarse adecuadamente en producciones cuya lectura no alcanza a hacerse en una sola vez. (…) Si se me pidiera que designara la clase de composición que…llene mejor las demandas del genio, y le ofrezca el campo de acción más ventajoso, me pronunciaría sin vacilar por el cuento en prosa tal como lo practica aquí Mr. Hawthorne. Aludo a la breve narración cuya lectura insume entre media hora y dos. Dada su longitud, la novela se ve privada de la inmensa fuerza que se deriva de la totalidad. Los sucesos del mundo exterior que intervienen en las pausas de la lectura, modifican, anulan o contrarrestan en mayor o menor grado las impresiones del libro. Basta interrumpir la lectura para destruir la auténtica unidad. El cuento breve, en cambio, permite al autor desarrollar plenamente su propósito, sea cual fuere. Durante la hora de lectura, el alma del lector está sometida a la voluntad de aquél.
(…) Un hábil artista literario…, después de concebir cuidadosamente cierto efecto único y singular, inventará los incidentes, combinándolos de la manera que mejor lo ayuden a lograr el efecto preconcebido. Si su primera frase no tiende ya a la producción de dicho efecto, quiere decir que ha fracasado en el primer paso. No debería haber una sola palabra en toda la composición cuya tendencia, directa o indirecta, no se aplicara al designio preestablecido.
[4]

Poe descubrió que, en un cuento, la brevedad que permite la lectura de un tirón es condición necesaria, pero no suficiente. Construir un cuento implica la deliberada producción de un efecto único e intenso. El método del cuentista debe ser, entonces, extremadamente riguroso: dibujar la trama, ese conjunto del cual ni un solo componente puede ser removido ni desplazado sin arruinar el todo, y establecer el desenlace antes de escribir la primera palabra. Es más: ninguna palabra debería ser escrita si no tendiera hacia el desenlace o el fortalecimiento del efecto.


El final es el principio

Todo es cuestión de empezar. Nada más difícil, sin embargo. Porque lo importante en un cuento es saber adónde se va. De ahí que en el final esté la sustancia del mismo. Al respecto dice Jorge Luis Borges:

(…) Edgar Allan Poe sostenía que todo cuento debe escribirse para el último párrafo o acaso para la última línea; esta exigencia puede ser una exageración, pero es la exageración o simplificación de un hecho indudable. Quiere decir que un prefijado desenlace debe ordenar las vicisitudes de una fábula.[5]

El cuento perfecto concluye cuando, simultáneamente, narrador y lector ponen el punto final. De lo contrario, algo ha fallado. Un cuento fracasa cuando el narrador se apresura, acelerando el ritmo, o cuando se detiene morosamente en una explicación o disertación poco pertinente. El menor desvío puede destruir el efecto que se persigue. Señala Horacio Quiroga, uno de los primeros constructores de la cuentística hispanoamericana, que el cuentista que “no dice algo”, que le hace perder el tiempo al lector, que lo pierde él mismo en divagaciones superfluas, puede buscar otra vocación. “Ese hombre no ha nacido cuentista”, remata.
A Quiroga también le preocupan las oraciones iniciales de un cuento:

(…) he notado que el comienzo ex abrupto, como si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito vigor. Y he notado asimismo que la iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente estos comienzos.
Un ejemplo: “Como Elena estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros”. Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes probabilidades de triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosas no le concedió Elena? ¿Qué motivos tenía él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era lógico esperar?
Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ha sido cogida de sorpresa y eso constituye un desiderátum en el arte de contar.
[6]

En efecto, como deja entrever un texto anterior, el lector establece una estrategia al abordar el cuento. Las primeras palabras hacen que este formule hipótesis que, más tarde, verá confirmadas o no. En este avance sobre el cuento, en el que el lector es seducido por lo que va a suceder y “arrastrado” o “tironeado” por el desenlace se observa lo que, en gran medida, constituye su punto de atracción.
Si el lector llegara al objetivo antes que el cuentista o la conclusión estuviera muy alejada de sus pronósticos por lo descabellada o extravagante, peligraría la eficacia de un cuento.
Al concluir una novela, el lector siente seguramente que le gustaría seguir leyendo. Esto no tiene razón de ser con un cuento: su punto final indica que ya está todo dicho, que ya no se puede agregar nada más.


Aspectos cortazarianos del cuento

Referente obligatorio en lo que respecta a una teoría del cuento, el escritor argentino Julio Cortázar ofrece distintos puntos de interés. En “Algunos aspectos del cuento”[7] señala la actitud que, según él, debería asumir el cuentista. Compara a este con un fotógrafo por la manera en que ambos recortan un fragmento de la realidad, que no por ser fragmento es poco significativo ya que implica la apertura a una realidad más amplia, que va mucho más allá de la anécdota literaria o visual contenidas en el cuento o en la foto. Esa significación del cuento no reside solamente en el tema que trata porque hay malos cuentos con atractivos temas. Esa significación se relaciona con la intensidad y tensión lograda en un cuento:

Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, hay solamente un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.

Para Cortázar, entonces, no hay temas definitivamente significativos ni absolutamente insignificantes. Lo importante es el tratamiento del tema, la técnica, que refiere a las nociones de intensidad en un cuento y la tensión alcanzada. Cortázar llama intensidad a la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, que posibilite ir directamente al grano. La tensión es la intensidad que se ejerce en la manera con que el autor va acercando al lector lentamente a lo contado.
En la lucha por definir un género de tan difícil definición, Cortázar sigue muy de cerca la teoría de Poe. Comparte con el escritor norteamericano la concepción de la unidad o totalidad del efecto en el cuento, definiéndolo como una estructura cerrada y esférica:

Algo que tiene un ciclo perfecto e implacable, algo que empieza y termina como la esfera en que ninguna molécula puede estar fuera de sus límites precisos.[8]

Podría pensarse que la idea de Cortázar de la apertura en cuanto a la significación del cuento se contradice con la noción de estructura cerrada y esférica, pero no es así: el cuento presenta un acontecimiento completo y coherente, válido por sí mismo; es un microcosmos abierto a un macrocosmos.


Siempre Borges

Como Chéjov, tampoco Borges teorizó sobre el cuento pero, dado que ocupa un puesto privilegiado en la cuentística del siglo XX, no podemos dejar de referirnos especialmente a él. Elegimos un fragmento de una conferencia informal que improvisó una noche en una casa en el tradicional barrio de Palermo, en Buenos Aires. Américo Cristófalo, allí presente, la grabó y publicó con el título de “Borges cuenta cómo hace sus cuentos” en el suplemento cultural Sábado de Unomásuno de México, el 19 de junio de 1982:

Ahora llego a “El Zahir” y, ya que estamos entre amigos, voy a contarles cómo se me ocurrió ese cuento (…) Mi punto de partida fue una palabra, una palabra que usamos casi todos los días sin darnos cuenta de lo misterioso que hay en ella (salvo que todas las palabras son misteriosas): pensé en la palabra inolvidable, unforgettable en inglés. Me detuve, no sé por qué, ya que había oído esas palabras miles de veces, (…) pensé: qué raro sería si hubiera algo que realmente no pudiéramos olvidar. Qué raro sería si hubiera, en lo que llamamos realidad, una cosa, un objeto –¿por qué no?– que fuera realmente inolvidable. (…) Enseguida pensé que si hay algo inolvidable, ese algo debe ser común, ya que si tuviéramos una quimera, por ejemplo, un monstruo con tres cabezas lo recordaríamos ciertamente. (…)
Al pensar en ese algo común pensé, creo que inmediatamente, en una moneda, ya que se acuñan miles y miles de monedas, todas exactamente iguales. Todas con las efigie de la libertad, o con un escudo o con ciertas palabras convencionales. Qué raro sería si hubiera una moneda, una moneda perdida entre esos millones de monedas, que fuera inolvidable. Y pensé en una moneda que ahora ha desaparecido, una moneda de veinte centavos, una moneda igual a las otras, igual a la moneda de cinco, o a la de diez, un poco más grande; (…). De ahí surgió una idea; una inolvidable moneda de veinte centavos. (…) Pensé en una moneda que para los fines de mi cuento tenía que ser inolvidable; es decir, una persona que la viera no podría pensar en otra cosa.
(…) ¿Por qué esa moneda iba a ser inolvidable? El lector no acepta la idea, yo tenía que preparar la inolvidabilidad de mi moneda y para eso convenía suponer un estado emocional en quien la ve, había que insinuar la locura o la obsesión. Entonces pensé, como pensó Edgar Allan Poe cuando escribió su justamente famoso poema “El cuervo”, en la muerte de una mujer hermosa. Poe se preguntó a quién podría impresionar la muerte de esa mujer, y dedujo que tenía que impresionarle a alguien que estuviese enamorado de ella. De ahí llegué a la idea de una mujer, de quien yo estoy enamorado, que muere, y yo estoy desesperado. (…) la convertí en una mujer bastante trivial, un poco ridícula, venida a menos, tampoco demasiado linda. Imaginé esa situación que se da muchas veces: un hombre enamorado de una mujer, que sabe, por un lado, que no puede vivir sin ella y, al mismo tiempo, sabe que esa mujer no es especialmente memorable, digamos. Para su madre, para sus primas, para la mucama, para la costurera, para las amigas, sin embargo, para él, esa persona es única. Eso me lleva a otra idea, la idea de que quizás toda persona sea única, y que nosotros no veamos lo único de esa persona que habla en favor de ella. (…) Entonces ¿qué es estar enamorado? Estar enamorado es percibir lo único que hay en cada persona, eso único que no puede comunicarse salvo por medio de hipérboles o de metáforas. Entonces, por qué no suponer que esa mujer, un poco ridícula para todos, poco ridícula para quién está enamorado de ella, esa mujer muere. Y luego el velorio (…) y luego el hombre que después del velorio va a tomar un guindado a un almacén. Paga; en el cambio le dan una moneda y el distingue enseguida que hay algo en ella –hice que fuera rayada para distinguirla de las otras. Él ve la moneda, está muy emocionado por la muerte de la mujer, pero al verla ya empieza a olvidarse de ello, empieza a pensar en la moneda. Ya tenemos el objeto mágico del cuento.
Luego vienen los subterfugios del narrador de esa que él sabe que es una obsesión. (…) La lleva, entonces, a otro almacén que queda un poco lejos. La entrega en el cambio, trata de no fijarse en qué esquina está ese almacén, pero eso no sirve para nada porque él sigue pensando en la moneda. (…) Es decir, habrá un momento en el cual ya el universo habrá desaparecido, el universo será una moneda de veinte centavos. Entonces él, él, Borges, estará loco, no sabrá que es Borges. Ya no será otra cosa que el espectador de esa perdida moneda inolvidable.


Acaso estas palabras nos aproximan a lo que Borges consideraba metafóricamente un cuento perfecto: aquel objeto que, como esa simple y común moneda de veinte centavos, el zahir, alcanza un carácter único, ese objeto literario en el que no se puede dejar de pensar una vez que ha sido leído.
Agrega Borges, en el “Prólogo” ya citado, que el lector de nuestro tiempo es también un crítico y prevé que el cuento debe constar de dos argumentos: uno falso, que vagamente se indica; otro, auténtico, que se mantendrá secreto hasta el fin. Es decir que un cuento siempre cuenta dos historias.
Respecto de lo anterior, anota Piglia[9] una aprovechable reflexión a partir de una anécdota de Chéjov: “Un hombre, en Montecarlo, va al Casino, gana un millón, vuelve a su casa, se suicida”. Un cuento escrito por Poe o por Quiroga, dice, narraría en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construiría en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). Un relato que esconde otro relato producirá sorpresa en la medida en que la historia secreta se manifieste en el desenlace. Y esa historia secreta es la clave de la forma del cuento. Hasta aquí lo que sucede en cuento clásico. La versión moderna del cuento añade Piglia, puede encontrar su explicación en la “teoría del iceberg”, del escritor norteamericano Ernest Hemingway:

(…) lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión (…) ¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chéjov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego y la técnica que usa el jugador para apostar y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero el cuento como si el lector ya lo supiera.

¿Cómo resuelve Borges la relación entre las dos historias? La variante que introdujo consiste en hacer de la construcción secreta de la historia 2 el tema del relato. “El zahir” es una prueba de ello.


Hacia una posible definición de lector de cuentos

Dice el poeta alemán Goëthe en una carta a J. F. Roschlitz:

Hay tres tipos de lector: el que disfruta sin juicio, el que sin disfrutar enjuicia, y, otro intermedio, que enjuicia disfrutando y disfruta enjuiciando; este es el que de verdad reproduce una obra de arte convirtiéndola en algo nuevo.

Evidentemente, el lector es figura central de cualquier consideración acerca de la literatura. Por eso el escritor, el estudioso o el profesor deberían preguntarse por qué un cuento, por ejemplo, recibe aceptación o causa rechazo. Por otra parte, ¿qué hay detrás de un cuento que, como la moneda de Borges, lo hace inolvidable? El lector crece, cambia las circunstancias de su vida, vive mucho y olvida más, pero hay una colección de cuentos en cada uno que perdura en la memoria. ¿Por qué?
Según Cortázar, “el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje”. Escritor y lector, mediante el cuento, establecen una relación creativa. Pero ¿cómo lograrla?
Tantos interrogantes no pueden ser resueltos aquí, porque sólo el lector, en su libre interacción con un cuento, puede explicar cuál es la causa de su placer o aversión. Y sabrá si se comporta como un lector fetichista, como un lector infortunado, como un lector competente, como un lector equivocado, como un lector modelo o como un mal lector.
Para el lector de cuentos se ha escrito el siguiente texto:


Decálogo del buen lector

I. El significado no es una propiedad del texto. Leer es construir significados. Leer cuentos es construir un nuevo cuento a partir de lo leído.
II. Un cuento puede tener muchas interpretaciones pero no todas.
III. El lector que se aproxima a un cuento es, a su vez, una pluralidad de cuentos.
IV. El lector debe tener ganas de leer por leer.
V. No empezar a leer sin estar seguro de que se cuenta con los minutos necesarios.
VI. Leer es releer y, por lo tanto, recordar. Higienizar la memoria.
VII. Leer es conmoverse. Soltar los pensamientos y sentimientos.
VIII. El lector está en cada uno de los cuentos que lee: sólo es difícil localizarse.
IX. Los cuentos, los buenos cuentos, no son descartables: no se tiran después de leídos.
X. Un cuento siempre cuenta dos historias. Lo importante es no quedarse en la superficie.


1 Publio Ovidio Nasón, La Metamorfosis, Barcelona, Juventud, 1991.
2 Anderson Imbert, Enrique, Teoría y técnica del cuento, Buenos Aires, Marymar, 1979.
3 “Cartas sobre el cuento. Antón Chéjov”, en: Pacheco, Carlos, Barrera Linares, Luis, Del cuento y sus alrededores, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericanos, 1993.
4 “Hawthorne y la teoría del efecto en el cuento. E. A. Poe” en: en: Pacheco, Carlos, Barrera Linares, Luis, Del cuento y sus alrededores, Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericanos, 1993.
5 Jorge L. Borges, fragmento del “Prólogo” a Los nombres de la muerte, de María Esther Vásquez, en Prólogos, con un prólogo de prólogos, Buenos Aires, Torres Agüero Editor, 1975.
6 Horacio Quiroga, Sobre Literatura, Montecarlo, Arcá, 1970.
7 Conferencia dictada en La Habana (1962), publicada originariamente en la revista Casa de las América (vol. II, N° 15-16, 1963)
8 González Bermejo, Ernesto, Revelaciones de un cronopio, Buenos Aires, Contrapunto, 1979.
9 Piglia, Ricardo: “El jugador de Chéjov. Tesis sobre el cuento” (1987) en el libro colectivo Techniques narratives et represéntation du monde dans le conte latino-américain, París, La Sorbone, CRICCAL, 1987.

Marsimian de Agosti, Silvia, Cuentos Clasificados 2, Colección del Mirador N° 115, Cántaro Editores, Buenos Aires, 2004

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