31 de octubre de 2009

Una flor amarilla

Julio Cortázar


Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su historia en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el vino se les salía por los ojos. A mí debió verme algún interés pintado en la cara, porque se me apiló firme y acabamos dándonos el lujo de la mesa en un rincón donde se podía beber y hablar en paz. Me contó que era jubilado de la municipalidad y que su mujer se había vuelto con sus padres por una temporada, un modo como otro cualquiera de admitir que lo había abandonado. Era un tipo nada viejo y nada ignorante, de cara reseca y ojos tuberculosos. Realmente bebía para olvidar, y lo proclamaba a partir del quinto vaso de tinto. No le sentí ese olor que es la firma de París pero que al parecer sólo olemos los extranjeros. Y tenía las uñas cuidadas, y nada de caspa.
Contó que en un autobús de la línea 95 había visto a un chico de unos trece años, y que al rato de mirarlo descubrió que el chico se parecía mucho a él, por lo menos se parecía al recuerdo que guardaba de sí mismo a esa edad. Poco a poco fue admitiendo que se le parecía en todo, la cara y las manos, el mechón cayéndole en la frente, los ojos muy separados, y más aun en la timidez, la forma en que se refugiaba en una revista de historietas, el gesto de echarse el pelo hacia atrás, la torpeza irremediable de los movimientos. Se le parecía de tal manera que casi le dio risa, pero cuando el chico bajó en la rue de Rennes, él bajó también y dejó plantado a un amigo que lo esperaba en Montparnasse. Buscó un pretexto para hablar con el chico, le preguntó por una calle y oyó ya sin sorpresa una voz que era su voz de la infancia. El chico iba hacia esa calle, caminaron tímidamente juntos unas cuadras. A esa altura una especie de revelación cayó sobre él. Nada estaba explicado pero era algo que podía prescindir de explicación, que se volvía borroso o estúpido cuando se pretendía –como ahora– explicarlo.
Resumiendo, se las arregló para conocer la casa del chico, y con el prestigio que le daba un pasado de instructor de boy scouts se abrió paso hasta esa fortaleza de fortalezas, un hogar francés. Encontró una miseria decorosa y una madre avejentada, un tío jubilado, dos gatos. Después no le costó demasiado que un hermano suyo le confiara a su hijo que andaba por los catorce años, y los dos chicos se hicieron amigos. Empezó a ir todas las semanas a casa de Luc; la madre lo recibía con café recocido, hablaban de la guerra, de la ocupación, también de Luc. Lo que había empezado como una revelación se organizaba geométricamente, iba tomando ese perfil demostrativo que a la gente le gusta llamar fatalidad. Incluso era posible formularlo con las palabras de todos los días: Luc era otra vez él, no había mortalidad, éramos todos inmortales.
–Todos inmortales, viejo. Fíjese, nadie había podido comprobarlo y me toca a mí, en un 95. Un pequeño error en el mecanismo, un pliegue del tiempo, un avatar simultáneo en vez de consecutivo, Luc hubiera tenido que nacer después de mi muerte, y en cambio... Sin contar la fabulosa casualidad de encontrármelo en el autobús. Creo que ya se lo dije, fue una especie de seguridad total, sin palabras. Era eso y se acabó. Pero después empezaron las dudas, por que en esos casos uno se trata de imbécil o toma tranquilizantes. Y junto con las dudas, matándolas una por una, las demostraciones de que no estaba equivocado, de que no había razón para dudar. Lo que le voy a decir es lo que más risa les da a esos imbéciles, cuando a veces se me ocurre contarles. Luc no solamente era yo otra vez, sino que iba a ser como yo, como este pobre infeliz que le habla. No había más que verlo jugar, verlo caerse siempre mal, torciéndose un pie o sacándose una clavícula, esos sentimientos a flor de piel, ese rubor que le subía a la cara apenas se le preguntaba cualquier cosa. La madre, en cambio, cómo les gusta hablar, cómo le cuentan a uno cualquier cosa aunque el chico esté ahí muriéndose de vergüenza, las intimidades más increíbles, las anécdotas del primer diente, los dibujos de los ocho años, las enfermedades...
La buena señora no sospechaba nada, claro, y el tío jugaba conmigo al ajedrez, yo era como de la familia, hasta les adelanté dinero para llegar a un fin de mes. No me costó ningún trabajo conocer el pasado de Luc, bastaba intercalar preguntas entre los temas que interesaban a los viejos: el reumatismo del tío, las maldades de la portera, la política. Así fui conociendo la infancia de Luc entre jaques al rey y reflexiones sobre el precio de la carne, y así la demostración se fue cumpliendo infalible. Pero entiéndame, mientras pedimos otra copa: Luc era yo, lo que yo había sido de niño, pero no se lo imagine como un calco. Más bien una figura análoga, comprende, es decir que a los siete años yo me había dislocado una muñeca y Luc la clavícula, y a los nueve habíamos tenido respectivamente el sarampión y la escarlatina, y además la historia intervenía, viejo, a mí el sarampión me había durado quince días mientras que a Luc lo habían curado en cuatro, los progresos de la medicina y cosas por el estilo. Todo era análogo y por eso, para ponerle un ejemplo al caso, bien podría suceder que el panadero de la esquina fuese un avatar de Napoleón, y él no lo sabe porque el orden no se ha alterado, porque no podrá encontrar se nunca con la verdad en un autobús; pero si de alguna manera llegara a darse cuenta de esa verdad, podría comprender que ha repetido y que está repitiendo a Napoleón, que pasar de lavaplatos a dueño de una buena panadería en Montparnasse es la misma figura que saltar de Córcega al trono de Francia, y que escarbando despacio en la historia de su vida encontraría los momentos que corresponden a la campaña de Egipto, al consulado y a Austerlitz, y hasta se daría cuenta de que algo le va a pasar con su panadería dentro de unos años, y que acabará en una Santa Helena que a lo mejor es una piecita en un sexto piso, pero también vencido, también rodeado por el agua de la soledad, también orgulloso de su panadería que fue como un vuelo de águilas. Usted se da cuenta, no.
Yo me daba cuenta, pero opiné que en la infancia todos tenemos enfermedades típicas a plazo fijo, y que casi todos nos rompemos alguna cosa jugando al fútbol.
–Ya sé, no le he hablado más que de las coincidencias visibles. Por ejemplo, que Luc se pareciera a mí no tenía importancia, aunque sí la tuvo para la revelación en el autobús. Lo verdaderamente importante eran las secuencias, y eso es difícil de explicar porque tocan al carácter, a recuerdos imprecisos, a fábulas de la infancia. En ese tiempo, quiero decir cuando tenía la edad de Luc, yo había pasado por una época amarga que empezó con una enfermedad interminable, después en plena convalecencia me fui a jugar con los amigos y me rompí un brazo, y apenas había salido de eso me enamoré de la hermana de un condiscípulo y sufrí como se sufre cuando se es incapaz de mirar en los ojos a una chica que se está burlando de uno. Luc se enfermó también, apenas convaleciente lo invitaron al circo y al bajar de las graderías resbaló y se dislocó un tobillo. Poco después su madre lo sorprendió una tarde llorando al lado de la ventana, con un pañuelito azul estrujado en la mano, un pañuelo que no era de la casa.
Como alguien tiene que hacer de contradictor en esta vida, dije que los amores infantiles son el complemento inevitable de los machucones y las pleuresías. Pero admití que lo del avión ya era otra cosa. Un avión con hélice a resorte, que él había traído para su cumpleaños.
–Cuando se lo di me acordé una vez más del Meccano que mi madre me había regalado a los catorce años, y de lo que me pasó. Pasó que estaba en el jardín, a pesar de que se venía una tormenta de verano y se oían ya los truenos, y me había puesto a armar una grúa sobre la mesa de la glorieta, cerca de la puerta de calle. Alguien me llamó desde la casa, y tuve que entrar un minuto. Cuando volví, la caja del Meccano había desaparecido y la puerta estaba abierta. Gritando desesperado corrí a la calle donde ya no se veía a nadie, y en ese mismo instante cayó un rayo en el chalet de enfrente. Todo eso ocurrió como en un solo acto, y yo lo estaba recordando mientras le daba el avión a Luc y él se quedaba mirándolo con la misma felicidad con que yo había mirado mi Meccano. La madre vino a traerme una taza de café, y cambiábamos las frases de siempre cuando oímos un grito. Luc había corrido a la ventana como si quisiera tirarse al vacío. Tenía la cara blanca y los ojos llenos de lágrimas, alcanzó a balbucear que el avión se había desviado en su vuelo, pasando exactamente por el hueco de la ventana entreabierta. «No se lo ve más, no se lo ve más», repetía llorando. Oímos gritar más abajo, el tío entró corriendo para anunciar que había un incendio en la casa de enfrente. ¿Comprende, ahora? Sí, mejor nos tomamos otra copa.
Después, como yo me callaba, el hombre dijo que había empezado a pensar solamente en Luc, en la suerte de Luc. Su madre lo destinaba a una escuela de artes y oficios, para que modestamente se abriera lo que ella llamaba su camino en la vida, pero ese camino ya estaba abierto y solamente él, que no hubiera podido hablar sin que lo tomaran por loco y lo separaran para siempre de Luc, podía decirle a la madre y al tío que todo era inútil, que cualquier cosa que hicieran el resultado sería el mismo, la humillación, la rutina lamentable, los años monótonos, los fracasos que van royendo la ropa y el alma, el refugio en una soledad resentida, en un bistró de barrio. Pero lo peor de todo no era el destino de Luc; lo peor era que Luc moriría a su vez y otro hombre repetiría la figura de Luc y su propia figura, hasta morir para que otro hombre entrara a su vez en la rueda. Luc ya casi no le importaba; de noche, su insomnio se proyectaba más allá hasta otro Luc, hasta otros que se llamarían Robert o Claude o Michel, una teoría al infinito de pobres diablos repitiendo la figura sin saberlo, convencidos de su libertad y su albedrío. El hombre tenía el vino triste, no había nada que hacerle.
–Ahora se ríen de mí cuando les digo que Luc murió unos meses después, son demasiado estúpidos para entender que... Sí, no se ponga usted también a mirarme con esos ojos. Murió unos meses después, empezó por una especie de bronquitis, así como a esa misma edad yo había tenido una infección hepática. A mí me internaron en el hospital, pero la madre de Luc se empeñó en cuidarlo en casa, y yo iba casi todos los días, y a veces llevaba a mi sobrino para que jugara con Luc. Había tanta miseria en esa casa que mis visitas eran un consuelo en todo sentido, la compañía para Luc, el paquete de arenques o el pastel de damascos. Se acostumbraron a que yo me encargara de comprar los medicamentos, después que les hablé de una farmacia donde me hacían un descuento especial. Terminaron por admitirme como enfermero de Luc, y ya se imagina que en una casa como ésa, donde el médico entra y sale sin mayor interés, nadie se fija mucho si los síntomas finales coinciden del todo con el primer diagnóstico... ¿Por qué me mira así? ¿He dicho algo que no esté bien?
No, no había dicho nada que no estuviera bien, sobre todo a esa altura del vino. Muy al contrario, a menos de imaginar algo horrible la muerte del pobre Luc venía a demostrar que cualquiera dado a la imaginación puede empezar un fantaseo en un autobús 95 y terminarlo al lado de la cama donde se está muriendo calladamente un niño. Para tranquilizarlo, se lo dije. Se quedó mirando un rato el aire antes de volver a hablar.
–Bueno, como quiera. La verdad es que en esas semanas después del entierro sentí por primera vez algo que podía parecerse a la felicidad. Todavía iba cada tanto a visitar a la madre de Luc, le llevaba un paquete de bizcochos, pero poco me importaba ya de ella o de la casa, estaba como anegado por la certidumbre maravillosa de ser el primer mortal, de sentir que mi vida se seguía desgastando día tras día, vino tras vino, y que al final se acabaría en cualquier parte y a cualquier hora, repitiendo hasta lo último el destino de algún desconocido muerto vaya a saber dónde y cuándo, pero yo sí que estaría muerto de verdad, sin un Luc que entrara en la rueda para repetir estúpidamente una estúpida vida. Comprenda esa plenitud, viejo, envídieme tanta felicidad mientras duró.
Porque, al parecer, no había durado. El bistró y el vino barato lo probaban, y esos ojos donde brillaba una fiebre que no era del cuerpo. Y sin embargo había vivido algunos meses saboreando cada momento de su mediocridad cotidiana, de su fracaso conyugal, de su ruina a los cincuenta años, seguro de su mortalidad inalienable. Una tarde, cruzando el Luxemburgo, vio una flor.
–Estaba al borde de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había detenido a encender un cigarrillo y me distraje mirándola. Fue un poco como si también la flor me mirara, esos contactos, a veces... Usted sabe, cualquiera los siente, eso que llaman la belleza. Justamente eso, la flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condenado, yo me iba a morir un día para siempre. La flor era hermosa, siempre habría flores para los hombres futuros. De golpe comprendí la nada, eso que había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos. En la plaza salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse absurdamente a mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo que había en el autobús. Cuando llegamos al término mino, bajé y subí a otro autobús que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entrada la noche, subí y bajé de los autobuses pensando en la flor y en Luc, buscando entre los pasajeros a alguien que se pareciera a Luc, a alguien que se pareciera a mí o a Luc, a alguien que pudiera ser yo otra vez, a alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarlo irse sin decirle nada, casi protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida estúpida, su imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra...
Pagué.
De Final del juego, 1956

El Puente de Carlos Gorostiza 2

El teatro, una forma de comunicación

El hombre ha intentado a través de los siglos comunicar su mensaje y lo ha hecho por distintos medios más o menos eficaces. Desde un principio descubre la posibilidad de hacerlo a través del teatro y sus dos dimensiones: la lingüística y la paralingüística. La obra de teatro no es sólo texto dramático como expresión verbal, sino también texto espectacular como práctica escénica. Debemos estudiar tanto el texto dramático como fenómeno literario y como creación artística en la puesta en escena. La comunicación se hace realidad recién cuando la obra se corporiza en el escenario y se cumple aquello de “obra para ser representada”.
De su carácter representativo también las distintas posibilidades que se le presentan a la autor para poder expresar opiniones, reflexiones y/o sentimientos. Es un arte comprometido con la realidad de su creador o del mundo que vive o desea vivir. El teatro argentino, como se verá, mantiene desde sus orígenes una relación directa con la realidad social.


El teatro argentino y el realismo

El Realismo es para el teatro argentino más que una corriente literaria una presencia constante, pero es en la década del 30 cuando logra una gran madurez con autores como Armando Discépoco, Francisco Defilippis Novoa y Samuel Eichelbaum. La crisis de esta época, de profundas raíces económicas, políticas y sociales, desembocó en un desconcierto institucional y en una confusión de valores. La literatura narrativa, dramática y lírica reflejan las distintas problemáticas. Los artistas sienten la necesidad de expresar estos problemas y es así como surgen grupos de escritores, músicos y plásticos que dan sus testimonios en distintos ámbitos de la cultura. El propósito que se persigue es rescatar al hombre, por medio de una indagación de su interioridad y de la presentación de sus problemas. El teatro es un medio para que los espectadores puedan reconocerse en los protagonistas y en sus problemáticas.


El teatro argentino y la presencia de los grupos independientes

En 1931, gracias a las inquietudes de un grupo liderado por Leónidas Barletta, empieza a funcionar el Teatro del Pueblo en la ciudad de Buenos Aires. Con él surgen en esta época los Grupos Independientes como una forma nueva, distinta y nacional de hacer teatro, frente al teatro “oficial”, tradicional y europeo. Estos Grupos Independientes como La Máscara, La Cortina, El Tinglado, Libre Teatro se reproducen en el interior del país intentando experiencias dramáticos de corte nacional y/o regional.
En 1939 se funda el teatro de La Máscara y diez años después en un local de la calle Maipú 28, estrena Carlos Gorostiza su obra El Puente. Con ella se concreta la identificación de los autores teatrales con la realidad nacional. En El Puente Gorostiza logra que el espectador se identifique con los personajes a través de un texto muy cercano a su realidad.


El teatro argentino: influencias y pertenencias

A partir de este momento, nuestro teatro presentará modalidades distintas: las propias, con sus conflictos, temas y personajes y las influencias extranjeras de las nuevas corrientes. Así las Vanguardias europeas, El Simbolismo francés, el Expresionismo alemán, el Grotesco italiano, la narrativa norteamericana, estarán presentes en los jóvenes escritores.
Las nuevas teorías teatrales también irán modificando nuestra concepción de teatro: Constantin Stanislavsky, con su enfoque novedoso del “espacio escénico” y de los “recortes dramáticos” que el actor debe observar en el ser humano; Lee Strasberg y la influencia de su Actor’s Studio; Berltolt Brecht con su concepción de la “abstracción” y el “distanciamiento”.
Entre 1945 y 1955 los llamados teatros vocacionales, grupos de jóvenes que experimentaban sin ánimo de lucro, presentaron obras de Gorki, Chejov, Anouilh, Dostoievshy, Ben Johnson. Además del contacto con lo extranjero, hay una permanente búsqueda del ser nacional y del problema del hombre y su identidad. Sobre nuestros escenarios se pone el acento en el nacionalismo cultural y en las reivindicaciones sociales.
A partir de 1955, los sucesivos acontecimientos históricos llevaron al país a interrupciones permanentes del orden constitucional provocadas por los golpes militares. Los argentinos tuvieron que acostumbrarse a rápidos y traumáticos cambios que los sumieron en constantes temores. La sensación de pérdida los llevó al sentimiento del fracaso. El teatro, a través de todos estos años, ha marcado y presentado estas crisis.


El Puente… un puente

Carlos Gorostiza con su obra El Puente aparece como el eslabón entre el teatro naturalista-verista de los años 1905 al 1925 y el teatro actual de estilo ilusionista.
Es un estallido, un grito de protesta, pues presenta situaciones “límite” de tipo social. Con agudo sentido crítico marca un estadio intermedio, un puente entre el “antes” y el “después” en el teatro nacional.
Al ubicar la acción de la obra en 1947, presenta un momento de cambios estructurales en la sociedad argentina. Este momento le sirve a Gorostiza para dar el significado profundo de la obra: la condición humana, indefensa ante la angustia del fin. El valor es del de inaugurar una era de temas eminentemente argentinos. Sorprende la búsqueda del lenguaje personal, cotidiano, veraz y frontal. Este acercamiento a los temas y la forma en que los expresa, provocó una repercusión enorme en el público. El Puente tiene el mérito de ser una obra anticipadora del Realismo crítico y un símbolo, un puente entre el teatro de Discépolo y su generación con el teatro de la década del 60.
Se inicia un ciclo en donde lo poderoso y atrapante del mensaje aparece, no sólo en el texto dramático, sino también en la enorme importancia que cobran las acotaciones del autor. Hay una permanente identificación con los conflictos del diálogo dramático. Con El Puente se abre un gran momento de la dramaturgia nacional, al anticiparse a los creadores de la década del 60: Dragún, Cuzzani, Lizarraga, quienes reflejarán, cada uno en su estilo, la verdad de nuestra identidad. La denuncia, la crítica, la presentación cruda de una sociedad son invitadas constantemente a escena.


Carlos Gorostiza: hacia la búsqueda de un mundo mágico

Un duende titiritero hace que desde sus primeros años busque el mundo mágico de la ficción. Crea un retablo de títeres que en forma gratuita lleva a recorrer hospitales y escuelas del interior. Realiza todas las tareas para el espectáculo y es así como también escribe las primeras obras para sus muñecos: La Vaquita Triste, El Quijotillo y Platero en Titirilandia que recién se publica en 1942 bajo el nombre de La Clave Encantada (en una posterior edición de 1958 agrega Mambrundia y Gasparindia y La muerte de Platero).
Su ingreso como actor a los dieciocho años en La Máscara y la ausencia de autores nacionales que reflejen su época, le sirven de incentivo para escribir, dirigir y presentar su primera obra para teatro: El Puente. A partir de este momento podríamos dividir su obra en tres etapas:
1ra. La de búsqueda de un lenguaje personal que se inicia con El Puente, Fabricante de piolín, El caso del hombre de la valija negra, Marta Ferrari, El juicio, El último perro, hasta 1955 cuando presenta El Reloj de Baltasar.
2da. En 1958 inicia una etapa plena en el predominio de recursos técnicos y con gran madurez en su pensamiento reflexivo. Su temática se centrará en la responsabilidad del hombre en los distintos grupos representativos de la sociedad. Con El Pan de la Locura inaugura una etapa de presentación de la condición humana. Son muestra de ello: Vivir aquí, Los prójimos, ¿A qué jugamos?, El lugar, Diálogo de dos sobrevivientes hasta 1976, entonces nos sorprende con su primera novela Los Cuartos Oscuros.
3ra. 1981 fue una fecha clave para la cultura argentina. En medio de una etapa preñada de censura se inaugura Teatro Abierto, un espacio que nuclea a grandes creadores. Fue un verdadero desafío para la imaginación y para la libertad de expresión. Los escritores tuvieron que demostrar originalidad, esfuerzo e ingenio para presentar obras que en un solo acto expresara el estado de ánimo de toda una sociedad. A partir de la presentación en Teatro Abierto de El Acompañamiento y hasta la actualidad, se van sucediendo obras en las que la intolerancia y la agresión han suplantado a la denuncia y a la crítica social. En esta etapa se evidencia una fuerte influencia del teatro de Ionesco y de Beckett.

De esta etapa creativa enriquecida por distintas influencias, surgirán temas como la locura, una forma de evasión de la realidad cotidiana (similar proceso que venía sufriendo el país en la figura de la sociedad). Es una etapa en donde importa más el hombre que el grupo humano. Es en este tiempo en el que Gorostiza ajusta al máximo sus recursos y logra textos de gran valor. En 1983 con su obra Papi retoma la vertiente iniciada con El Puente, pero su lenguaje es más ceñido y preciso, aunque su intención sigue inamovible: presentar la realidad nacional.
Concluyendo y sintetizando se puede decir que hay tres mojones fundamentales en la obra de Carlos Gorostiza: El Puente, El Pan de la Locura y Los Prójimos. En estas obras se instala “el personaje mediocre”, con su falsa moral, su incapacidad para mirar y sentir al prójimo, con sus frustraciones políticas y con su fracaso generacional.


El Puente: decodificación de dos mundos antagónicos

De la unión del realismo y la crítica social surge este teatro de situaciones que es El Puente, en donde se priorizan los personajes y los ambientes, más que las acciones dramáticas. La crisis de la clase media argentina es un claro testimonio que le sirve a Gorostiza para presentar una obra estructurada en dos actos divididos en dos movimientos, en donde plantea el enfrentamiento de mundos antagónicos confrontados: el de la calle y el de la casa. Las acotaciones del autor son de enorme importancia para dar coherencia al texto y ayudar a la puesta en escena.


Un aporte informativo para profesores y alumnos

En el siguiente esquema se ha intentado resumir lo planteado por el profesor Osvaldo Pelletieri, de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, en el seminario sobre “Teatro abierto, continuidad y límite del sistema teatral del 60” que dictó en 1991.


Para facilitar la tarea están las siguientes aclaraciones:

Estructura Profunda (acción): La acción es un elemento transformador y dinámico que permite pasar lógica y temporalmente de una situación a otra; es la hilación lógico-temporal de diferentes secuencias (Función - Actantes - Secuencias - Modelo actancial).

Estructura de Superficie (intriga): La intriga es el aspecto exterior y visible de la progresión dramática, la realización concreta de lo textual; es el entrelazamiento y la sucesión detallada de conflictos y de obstáculos y también de los medios para superarlos (Causalidad - Actores - Situación).

Aspecto Verbal: Según Todorov (Poética), el aspecto verbal estudia la relación entre la palabra y la realidad. Por eso se divide en tres instancias (Modo - Tiempo - Punto de vista).

Función: Se entiende por función las fuerzas de los actantes en el desarrollo de la acción. Se integran en la composición sucesiva de las secuencias.

Actantes: Entidades generales, no antropomórficas y no figurativas. Tienen existencia teórica y lógica en el sistema lógico de la acción.

Secuencia: Unidades mínimas en las que se puede dividir una acción. Están compuestas por un sistema de actancias y una serie de funciones.


Modo Actancial:

Causalidad: Puede dar orden lógico-temporal (directa: de tipo cronológico o indirecta: de tipo ideológico) o puede ser de orden espacial (espectáculos compuestos por gags que no tienen relación entre sí).

Actores: Es el correlato en el nivel de la intriga de los actantes. Son entidades individualizadas, figurativas, realizadas en la superficie del testo (el personaje en el sentido tradicional).

Situación: La intriga necesita de un conjunto de actos textuales (tanto para el texto dramático, como para el espectacular). Son como fotografías para enmarcar un momento preciso.

Modo: Problemas discursivos de la obra dramática con su doble enunciación: la del hablante dramático y la de los personajes (a través del mensaje, del código social).

Tiempo: Dentro del aspecto verbal, tomando en cuenta la historia en sí y el discurso dado, con un orden, una duración y una frecuencia.

Puntos de vista: El aspecto verbal, va a marcar la relación entre la palabra del hablante dramático y la realidad a través de la codificación.

Prof. Edith López Del Carril, Introducción a El Puente, de Carlos Gorostiza, Buenos Aires, Ediciones Colihue, 2007.

28 de octubre de 2009

El Personaje y su Doble en las Ficciones de Cortázar

Antes de publicar Rayuela (1963) Julio Cortázar era conocido principalmente como cuentista, ya que su primera novela, Los Premios (1960), fue considerada un genial pero malogrado ensayo. Rayuela lo convierte en figura literaria mundial y suscita una serie de comentarios y controversias con su audacia, con sus deliberadas dificultades, y en especial, con las teorías novelísticas que ilustra y discute. Es en esta obra donde Cortázar utiliza en forma más obvia y dominante el tema del doble, del doppelgänger[1] literario, personificado por Oliveira y Traveler, La Maga y Talita. Interesa anotar que este recurso, de antigua tradición literaria, aparece desde sus primeros cuentos de Bestiario (1951), y reaparece con una fidelidad sorprendente en las colecciones de relatos que le siguen: Final de juego (1956), Las armas secretas (1959) y con posterioridad a Rayuela, en Todos los fuegos el fuego (1966).
En general, podría decirse que Cortázar no utiliza el doble en el sentido usual de duplicación de la personalidad, ni de confusión entre lo que podría llamarse el personaje real o su imagen. Tanto el original como el reflejo tienen similar importancia, no hay subordinación de uno al otro, y no importa a menudo clarificar, porque a menudo no existe diferencia definitiva, cuál es el personaje principal y cual el advenedizo
[2]. En casi todos los casos, la imagen doble permite posibilidades de enriquecimiento vital, asomarse a zonas ignoradas o remotas como si las viviéramos, no como mera visita extraña y ajena a esa atmósfera. Un ejemplo de esto y un caso común en las ficciones de Cortázar es la aparición del actor-lector, el personaje que está dentro y fuera de la ficción, tal como aparece en sus relatos Continuidad de los parques y Lejana. No se trata de una rebelión pirandellianaa o unamunesca del personaje: al contrario es una verdadera función doble, en la que el personaje se ve como tal desde fuera de la narrativa, como un director que conoce el guión escénico y sabe muy bien lo que ocurrirá después, no como ser enajenado. Conviene destacar ya que no se trata de una pérdida de conciencia: el personaje, una vez ausentado de la narración, no deja de pensar al mismo tiempo como personaje y como director. Tal es el caso del personaje de Continuidad de los parques,[3] que se sienta a leer una novela en la que aparece un triángulo amoroso y es testigo de la reunión de una esposa, infiel y su amante. Luego de presenciar los preparativos de asesinato que hace el último, lo ve avanzar a espaldas de un sillón en el que yace sentada su víctima: el lector-espectador-marido. El personaje está dentro y fuera de la novela que lee en la continuidad de un parque de naturaleza ya metafísica que lo lleva de personaje a testigo en una presentación de vida y destino que no cesa ni tiene divisorias: va de la realidad a la ficción y pareciera que ésta triunfase en la imagen del asesino que avanza sigilosamente, al final del relato, hacia el lector-víctima.
En Lejana se revelan las visiones que tiene una mujer que vive aparentemente en Buenos Aires, y que a menudo sueña, despierta, con una doble que vive en Hungría. Se trata no sólo de ensoñaciones diurnas, sino que son anotadas posteriormente en un diario, y no se pueden considerar alucinaciones, pues son verdaderos momentos de comunicación, durante los cuales el personaje llega a sentir la nieve en los zapatos que hace tiritar a su doble en Hungría. Siente físicamente el frío y los cardenales de remotos castigos que sufre la otra. El ambiente en que existe el personaje principal, Alina Reyes, tiene un aire tan afantasmado como el de la doble de Hungría
[4], quizás más aún, porque está totalmente traspasado por las comunicaciones –por así decirlo– con la doble, que se insinúan entre fragmentos de la vida del personaje.
Alina Reyes es una especie de anagrama vivo; dentro de su yo pueden darse otras combinaciones, como la otra de Hungría. Su nombre: Alina Reyes, puede ser, en la otra: “y es la reina”; sugiriendo vagamente la idea, finalmente negada, de la soberana y la impostora. Pero el final del relato trae una unión verdadera y física, cosa no muy corriente en Cortázar, en un abrazo que se dan la viajera de Argentina y la húngara, se unen en un puente a menudo soñado, en Budapest. Pero la unión es breve; después de la breve fusión, la otra se vuelve la una, se traspasa al cuerpo de Alina en su elegante traje gris, y Alina se queda en la doble, tiritando mientras siente el frío, ya familiar, de la nieve que le entra en los zapatos.
Vemos cómo el personaje siente al otro simultáneamente y sigue siendo él mismo, como si además de su función normal, conocida, participara de otro destino, a ratos, y fragmentariamente. No se trata entonces del problema de la división de la personalidad, y la consiguiente esquizofrenia, sino de un verdadero enriquecimiento de posibilidades vitales, luego negadas al participar de dos destinos, o de un orden personal y otro ampliado, que incluye a otros seres vagamente conocidos, y pertenecientes a un orden que comparten con el personaje. Esta participación en más de un destino, se asemeja a un juego en el que el movimiento de una pieza puede afectar la posición o la suerte de otra. De allí la preferencia de Cortázar por ciertos tipos de juegos en los cuales las combinaciones o jugadas pueden ser múltiples y diversas, dentro de un orden o reglas fijas, como el ajedrez, las damas, el billar, la misma rayuela y los anagramas. Vale decir, dentro de una figura, muchos posibles aspectos. James Irby ha anotado con acierto la presencia de estas “figuras” en la obra de Cortázar
[5]. Dichas figuras, como los dobles, consisten en posibles aspectos o ampliaciones del yo.[6]
Una variante de este juego aparece en los cuentos que tratan de un avatar no consecutivo, sino semi-simultáneo, que permite a un personaje del relato “La flor amarilla” encontrar a un niño en el autobús, que es su futura imagen. Esto le da conciencia de su inmortalidad y se asocia obsesivamente con el chico y su familia. Pero la muerte imprevista y no muy sentida del joven, lo devuelve a la noción de la nada y vuelve a frecuentar los autobuses en busca de un nuevo avatar. La originalidad del relato consiste en que con la conciencia de la mortalidad se produce un estado de paz, al que sobreviene una ansiedad febril al descubrir nuevamente que debe existir en alguna parte, otro avatar que lo devuelva al mundo de los inmortales, aunque más no sea para poder perpetuar el goce por la belleza por esa “flor amarilla” que inesperadamente restaura sentido a la inacabable cadena.
En Las armas secretas nos encontramos con otro tipo de avatar: un joven francés que repite, sin saberlo, pero recordando vagamente, algo ya hecho: los actos de un soldado alemán que violó siete años atrás, a la que es ahora su novia. El joven no conoce este episodio, su novia no lo ha mencionado jamás, pero desde el principio de sus relaciones comienza a recordar y a asociar la letra en alemán de una canción de Schumann, cada vez que piensa en la muchacha. Aunque su realidad es otra, lo imaginado por él coincide con lo vivido por el alemán, como si se tratara de una porosidad de conciencias, y eso explica su convencimiento de que ella, la novia, lo va a delatar, como hiciera de chiquilla, siete años atrás, con el violador. El muchacho está dentro de su personaje y, vagamente y a ratos, en el otro. Es los dos; seductor ahora y violador que fue. Tampoco se trata de actos opuestos, sino de que la seducción y la violación parecen confundirse en un único acto amatorio, con una diferencia mínima de detalles. El muchacho no se siente enajenado, compara su memoria o sus imágenes mentales –recuerdos de otra conciencia– y comprueba que la realidad desdice, en muchos casos, sus vagas intuiciones. Se trata de una repetición de actos no exactamente iguales, tan sólo similares; está hundido en dos realidades al mismo tiempo: es Michel y el alemán. En el cuento es también los dos para la novia, en quien reaviva recuerdos muy penosos, así como para los amigos de ella, que ven en él al que puede corregir o enmendar, con su amor, el acto de siete años atrás. En rigor, él es, en este doble esquema simultáneo, un personaje doble, que juega su papel a plena conciencia, y el del otro, con creciente intuición del mismo.
El joven francés, al encontrarse en circunstancias similares –aunque no idénticas– comienza a repetir los actos del otro, a cavilar sobre pensamientos que le son ajenos, pero no extraños. Esta gradual identificación interior es quizá el rasgo más notable del personaje, que en el acto final de la seducción ha dejado de ser él mismo, y se admira de la falta de resistencia por parte de su novia.
En el cuento El río también aparece una imagen doble en la esposa que ha amenazado ahogarse en el Sena. Las imágenes la ve el marido, entre dormido y despierto, con la vaga memoria de que ella acaba de marcharse para arrojarse al río. Él recuerda la visión anterior de ahogada, siempre hipotética, ficción urdida por ella en sus frecuentes amenazas: así la ve aún en la cama como en el fondo de un sueño.

…porque te habías ido diciendo alguna cosa, que te ibas a ahogar en el Sena, o sea que has tenido miedo, has renunciado y de golpe estás ahí, casi tocándome, y te mueves ondulando
[7]

El sueño nos deja con la duda de si la figura de la mujer ahogada en el río es realidad o ficción, pero lo mismo ocurre con la imagen de la mujer en el lecho, quien, descrita y recargada de nimios detalles familiares, repetida y revista por el marido durante años, se nos impone con su realidad. Pero gradualmente las expresiones del narrador-marido establecen que la imagen final de la mujer ahogada en el río es la real:

…voy doblando los juncos de tus brazos, me ciño a tu placer de manos crispadas, de ojos enormemente abiertos, ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos lentos de muaré, de profundas burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente acaricio tu pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua, demasiado tarde, naturalmente…
[8]

En este final, la figura de la mujer dormida y de la ahogada se confunden en una misma situación, en una cama-río, desde la que desafían la lucidez del marido-narrador.
En La noche boca arriba sucede algo similar. La víctima de un accidente de motocicleta espera la acción del cirujano que se le acerca con un objeto en la mano. En las sucesivas noches de fiebre se intercalan sueños episódicos y progresivos de un moteca que es atrapado y condenado al sacrificio durante la guerra florida. Este sueño es interrumpido por momentos de plácida vigilia en el hospital, pero gradualmente al enfermo le cuesta más y más ahuyentar la pesadilla que lo posee, y se nos revela que ésta es la realidad, mientras que la situación del accidentado en el hospital, con la rutina de febrífugos, calmantes y visitas médicas, es sólo un sueño, boca arriba, de esa víctima que en efecto marcha al sacrificio, no de la sala de operaciones, sino del “teocalli” donde le espera, en vez del cirujano con el bisturí, el sacerdote con el cuchillo de obsidiana. La dificultad en determinar sueños y realidad queda acentuada mediante el natural impulso por identificar la pesadilla con lo horrible, lo pasado y conocido; pero aquí se trata de un sueño realista y de una realidad horripilante, pesadillesca.
La imagen de un ser desaparecido ya, que retorna para cumplir su destino verdadero de un ser cualquiera que se le parece vagamente, aparece en Cartas de mamá y Las puertas del cielo. En el primer cuento la pareja ha hurtado su felicidad al cuñado, posteriormente muerto de tisis. Sintiéndose culpables, marido y mujer mantienen y crean la idea de que Nico, el cuñado, vive aún, y en realidad él sobrevive en los silencios que omiten su nombre, en la lejanía geográfica de los lugares familiares que la pareja se ha impuesto, y en las pesadillas de ella, la ex novia del desaparecido.
Por un desliz, real o verdadero, en una carta de la madre lejana, Nico entra abiertamente otra vez en sus vidas: se anuncia su partida de Buenos Aires a París. La madre no revela ningún otro indicio de enajenación mental, y la realidad del anuncio se implanta en la conciencia de la pareja. La mujer, su ex novia, lo va a esperar a St. Lazare; el marido la sigue y ambos ven, por separado, una figura semejante a Nico que baja del tren, una especie de doble a quien dejan pasar sin hablarle. Luego, de nuevo en la soledad de su casa, marido y mujer admiten haberlo reconocido con un trivial:

–A vos ¿no te parece que está mucho más flaco?
–Un poco… uno va cambiando…
[9]

que desdice la irrealidad del encuentro. Pero esto no es tal. Si pensamos en la extraordinaria vitalidad que la memoria de Nico ha tenido en esas dos vidas, acrecentada por los silencios, la deliberada omisión de los recuerdos comunes y los desengaños del matrimonio. El Nico reconocido en un viajero que se le parece, está cumpliendo su destino verdadero de intruso, de víctima convertida en victimario, según reina en la conciencia de los esposos. Esta imagen es mucho más real que la del novio rechazado y resignado que se murió de tisis sin hacer un reproche. El doble es ese Nico que ellos comenzaron a fraguar en Buenos Aires y acabaron de dar forma en sus silencios de París.
Caso semejante se presenta en Las puertas del cielo, en el personaje de Celina, la ex bailarina de milonga, canalla que después de haberse escapado a la vida decente en un matrimonio no exento de ternura, y una vez muerta, reaparece, como Nico en el cuento anterior, para cumplir su verdadero destino. La reconocen el viudo y un amigo una noche, que van a la milonga y ven brevemente a una bailarina que se le parece. Celina, reencarnada, es la que debió ser, si pudiera haber cumplido su destino de milonguera, sin canalla, gozando este paraíso de arrabal que le brindaba el tango.
Para finalizar, mencionaremos otros dos cuentos: Las cícladas y Axolotl, en los cuales se produce la identificación con algo no humano, con la cultura –a través de un ídolo– y con un ser entre pez y batracio. El narrador descubre en ambos casos una extraordinaria afinidad espiritual con un ser con el que no tiene ni la más remota similitud física ni circunstancial. Al contrario, cuanto más distante en apariencia tanto más angustiosa la similitud de la condición, en los dos relatos se trata de una identificación con otra existencia como acto de voluntad.
Los personajes siguen, como en los casos ya vistos, siendo ello y lo otro hasta que se produce un traspaso final de existencia, sin que se pierdan totalmente algunos elementos de una conciencia, al fundirse con otra. En Las cícladas se trata de los esfuerzos de un arqueólogo neurótico que quiere establecer contacto efectivo con el ídolo que ha excavado, y en el otro cuento, de establecer contacto con los axolotl –peces batracios– en lo que se podría llamar una verdadera licantropía espiritual. Estos seres casi anfibios revelan, en la impasibilidad de unos ojos dorados, irrevertiblemente no-humanos, la posibilidad de un mundo espiritual vasto y desconocido. Insistimos en el hecho de que contacto no implica comunicación, y el narrador-personaje deliberadamente omite las explicaciones racionales o pseudo científicas. Acepta el hecho consumado de una afinidad espiritual, de un estado de “simpatía” que facilita una comunicación supra-lógica.
[10] En ambos casos no se verifica una pérdida de conciencia, pues esto implicaría una mera transferencia. Los personajes viven o ven y aceptan la dualidad como una forma de posible enriquecimiento vital, no siempre logrado, o de rectificación de un destino desviado, o falso.
En los cuentos mencionados, el yo de los personajes se difunde, o trata de hacerlo, en otros destinos, a veces elegidos, presentidos o vagamente intuidos como parte de un legado atávico. El resultado inmediato es que el yo se observa a sí mismo, se ve como actor y espectador, se sitúa, en suma, fuera de la materia literaria en la enajenación más total; no obstante, retiene su facultad observante y narrativa, de una realidad a la que indefectiblemente ya no pertenece, pero que quiere conocer, pues lo que jamás pierde es el impulso de establecer contacto con esos otros posibles yo, de tocar fondo en esas realidades tan similares y sin embargo remotas.
En todos los casos la presencia del doble implica una ampliación de la experiencia, no una deformación de la misma, pero esta ampliación no es por agregado de situaciones totalmente nuevas, sino vagamente intuidas o recordadas como cosa recobrada, como intento de establecer puentes
[11] –tan frecuentes en la obra de Cortázar– no con todas las criaturas, sino con algunas en cuyas vidas participamos como estrellas que forman parte de una constelación.
El tema del doble, en estos relatos, no sirve para presentar la conocida escisión de la personalidad, ni el problema de discernir la imagen verdadera entre las adventicias; se trata de vidas en dos planos, el personal, restringido, y uno más amplio, mágico
[12], pero aceptado como cosa natural, a menudo buscado en acto de voluntad en un esfuerzo por reintegrarse a un orden misterioso y trascendente del cual forman parte estos juegos de destinos múltiples que sólo en ciertos momentos se nos revelan.
Marta Morello-Frosch
The Ohio State Univertity
Revista Iberoamericana, julio-diciembre de 1968
[1] Usamos el vocablo en el sentido en que E. T. A. Hoffman lo usó, y de acuerdo en la definición de Jean Paul Richter: “So heissen Leute die sich selbst sehen” (Siebenkäs) Werke, Histm.-krit. (Weimar, 1927) Abt I, vol. VI, p. 54.
Véase también el artículo sobre “Doppelgänger” en Trübners Deutsches Wörtebuch, ed. A. Götze (Berlin, 1939) y la abundante bibliografía sobre el temas en la literatura romántica alemana, en especial sobre E. T. A. Hoffman.
[2] Con el título de “Doubles” hay un excelente artículo sobre el origen y naturaleza del doble, por división o multiplicación, en la Encyclopedia of Religion and Ethics, Ed. Hastings, Scribner’s (New York, 1951), vol. V.
[3] En el Boletín de literaturas hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad del Litoral, Nº 6, Argentina, Rosa Boldori, en su artículo “La irrealidad en la narrativa de Cortázar”, habla de “confusión del plano literario con el real” al comentar este cuento. Nos parece que los planos se no confunden en el sentido lato, sino que el personaje vive en ambos, guardando conciencia pero manteniendo separadas las dos vivencias correspondientes.
[4] Alina comenta sobre sus visiones mientras asiste a un concierto: “…vengan a decirme de otra que le haya pasado lo mismo que viaje A Hungría en pleno Odeón. Eso le da frío a cualquiera che, aquí o en Francias”. (Bestiario, Buenos Aires, 1951). P. 35.
[5] James E. Irby: “Cortázar, Hopscotch and Other Games”, Novel, Vol. I, Nº I, Fall 1967, pp. 64-70.
[6] Ver las declaraciones del propio Cortázar en el libro de Luis Harss Into de Mainstream (New York, 1967).
[7] Final del juego (Buenos Aires, 1964), p. 19 [la cursiva es nuestra].
[8] Final del juego (Buenos Aires, 1964), p. 19 [la cursiva es nuestra].
[9] Las armas secretas (Buenos Aires, 1959), p. 36.
[10] En este sentido Cortázar se acerca mucho a las teorías anímicas de los Mesmeristas, que influyeron tanto en los románticos alemanes, pero parece totalmente alejado de los conceptos “mágicos” atribuidos a las sombras –y los dobles– en las culturas primitivas, según las analizan Fraser (The Golden Bougb) y L. Lévy-Bruhl (The Soul of the Primitive).
[11] Véase el interesante artículo bajo el título de “Bridge” sobre el valor mítico de los puentes que aparece en E. And M. Radford Encyclopedia of superstitions (London, 1961)
[12] Cortázar en sus declaraciones a Luis Harss, loc. Cit., habla de “constelaciones”.

25 de octubre de 2009

El río



Julio Cortázar



Y sí, parece que es así, que te has ido diciendo no sé qué cosa, que te ibas a tirar al Sena, algo por el estilo, una de esas frases de plena noche, mezcladas de sábana y boca pastosa, casi siempre en la oscuridad o con algo de mano o de pie rozando el cuerpo del que apenas escucha, porque hace tanto que apenas te escucho cuando dices cosas así, eso viene del otro lado de mis ojos cerrados, del sueño que otra vez me tira hacia abajo. Entonces está bien, qué me importa si te has ido, si te has ahogado o todavía andas por los muelles mirando el agua, y además no es cierto porque estás aquí dormida y respirando entrecortadamente, pero entonces no te has ido cuando te fuiste en algún momento de la noche antes de que yo me perdiera en el sueño, porque te habías ido diciendo alguna cosa, que te ibas a ahogar en el Sena, o sea que has tenido miedo, has renunciado y de golpe estás ahí casi tocándome, y te mueves ondulando como si algo trabajara suavemente en tu sueño, como si de verdad soñaras que has salido y que después de todo llegaste a los muelles y te tiraste al agua. Así una vez más, para dormir después con la cara empapada de un llanto estúpido, hasta las once de la mañana, la hora en que traen el diario con las noticias de los que se han ahogado de veras. Me das risa, pobre. Tus determinaciones trágicas, esa manera de andar golpeando las puertas como una actriz de tournées de provincia, uno se pregunta si realmente crees en tus amenazas, tus chantajes repugnantes, tus inagotables escenas patéticas untadas de lágrimas y adjetivos y recuentos. Merecerías a alguien más dotado que yo para que te diera la réplica, entonces se vería alzarse a la pareja perfecta, con el hedor exquisito del hombre y la mujer que se destrozan mirándose en los ojos para asegurarse el aplazamiento más precario, para sobrevivir todavía y volver a empezar y perseguir inagotablemente su verdad de terreno baldío y fondo de cacerola. Pero ya ves, escojo el silencio, enciendo un cigarrillo y te escucho hablar, te escucho quejarte (con razón, pero qué puedo hacerle), o lo que es todavía mejor me voy quedando dormido, arrullado casi por tus imprecaciones previsibles, con los ojos entrecerrados mezclo todavía por un rato las primeras ráfagas de los sueños con tus gestos de camisón ridículo bajo la luz de la araña que nos regalaron cuando nos casamos, y creo que al final me duermo y me llevo, te lo confieso casi con amor, la parte más aprovechable de tus movimientos y tus denuncias, el sonido restallante que te deforma los labios lívidos de cólera. Para enriquecer mis propios sueños donde jamás a nadie se le ocurre ahogarse, puedes creerme.Pero si es así me pregunto qué estás haciendo en esta cama que habías decidido abandonar por la otra más vasta y más huyente. Ahora resulta que duermes, que de cuando en cuando mueves una pierna que va cambiando el dibujo de la sábana, pareces enojada por alguna cosa, no demasiado enojada, es como un cansancio amargo, tus labios esbozan una mueca de desprecio, dejan escapar el aire entrecortadamente, lo recogen a bocanadas breves, y creo que si no estaría tan exasperado por tus falsas amenazas admitiría que eres otra vez hermosa, como si el sueño te devolviera un poco de mi lado donde el deseo es posible y hasta reconciliación o nuevo plazo, algo menos turbio que este amanecer donde empiezan a rodar los primeros carros y los gallos abominablemente desnudan su horrenda servidumbre. No sé, ya ni siquiera tiene sentido preguntar otra vez si en algún momento te habías ido, si eras tú la que golpeó la puerta al salir en el instante mismo en que yo resbalaba al olvido, y a lo mejor es por eso que prefiero tocarte, no porque dude de que estés ahí, probablemente en ningún momento te fuiste del cuarto, quizá un golpe de viento cerró la puerta, soñé que te habías ido mientras tú, creyéndome despierto, me gritabas tu amenaza desde los pies de la cama. No es por eso que te toco, en la penumbra verde del amanecer es casi dulce pasar una mano por ese hombro que se estremece y me rechaza. La sábana te cubre a medias, mis manos empiezan a bajar por el terso dibujo de tu garganta, inclinándome respiro tu aliento que huele a noche y a jarabe, no sé cómo mis brazos te han enlazado, oigo una queja mientras arqueas la cintura negándote, pero los dos conocemos demasiado ese juego para creer en él, es preciso que me abandones la boca que jadea palabras sueltas, de nada sirve que tu cuerpo amodorrado y vencido luche por evadirse, somos a tal punto una misma cosa en ese enredo de ovillo donde la lana blanca y la lana negra luchan como arañas en un bocal. De la sábana que apenas te cubría alcanzo a entrever la ráfaga instantánea que surca el aire para perderse en la sombra y ahora estamos desnudos, el amanecer nos envuelve y reconcilia en una sola materia temblorosa, pero te obstinas en luchar, encogiéndote, lanzando los brazos por sobre mi cabeza, abriendo como en un relámpago los muslos para volver a cerrar sus tenazas monstruosas que quisieran separarme de mí mismo. Tengo que dominarte lentamente (y eso, lo sabes, lo he hecho siempre con una gracia ceremonial), sin hacerte daño voy doblando los juncos de tus brazos, me ciño a tu placer de manos crispadas, de ojos enormemente abiertos, ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos lentos de muaré, de profundas burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente acaricio tu pelo derramado en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi mano que chorrea, y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua, demasiado tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras del muelle rodeada de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo empapado y tus ojos abiertos.
De Final de Juego, 1956

24 de octubre de 2009

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La casa de Bernarda Alba

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Dirección: Mario Camus.
País: España.
Año: 1987.
Duración: 103 min.
Reparto: Álvaro Quiroga, Ana Belén, Ana María Ventura, Aurora Pastor, Enriqueta Carballeira, Florinda Chico, Irene Gutiérrez Caba, Mercedes Lezcano, Paula Borrell, Pilar Puchol, Rosario García Ortega, Vicky Peña.
Guión: Antonio Larreta, Mario Camus.
Fotografía: Fernando Arribas Campa.
Montaje: José María Biurrun.
Dirección artística: Rafael Palmero.


Basado en la obra de Federico García Lorca
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Castellano 1


23 de octubre de 2009

La lluvia



Bruscamente la tarde se ha aclarado
Porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
Que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
El tiempo en que la suerte venturosa
Le reveló una flor llamada rosa
Y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto

Patio que ya no existe. La mojada
Tarde me trae la voz, la voz deseada,
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.


Jorge Luis Borges

William Wilson

Edgar Allan Poe
«¿Qué decir de ella? ¿Qué decir de la torva CONCIENCIA,
de ese espectro en mi camino?»
(Chamberlayne, Pharronida)
Permitidme que, por el momento, me llame a mí mismo William Wilson. Esta blanca página no debe ser manchada con mi verdadero nombre. Demasiado ha sido ya objeto del escarnio, del horror, del odio de mi estirpe. Los vientos, indignados, ¿no han esparcido en las regiones más lejanas del globo su incomparable infamia? ¡Oh proscrito, oh tú, el más abandonado de los proscritos! ¿No estás muerto para la tierra? ¿No estás muerto para sus honras, sus flores, sus doradas ambiciones? Entre tus esperanzas y el cielo, ¿no aparece suspendida para siempre una densa, lúgubre, ilimitada nube?
No quisiera, aunque me fuese posible, registrar hoy la crónica de estos últimos años de inexpresable desdicha e imperdonable crimen. Esa época —estos años recientes— ha llegado bruscamente al colmo de la depravación, pero ahora sólo me interesa señalar el origen de esta última. Por lo regular, los hombres van cayendo gradualmente en la bajeza. En mi caso, la virtud se desprendió bruscamente de mí como si fuera un manto. De una perversidad relativamente trivial, pasé con pasos de gigante a enormidades más grandes que las de un Heliogábalo. Permitidme que os relate la ocasión, el acontecimiento que hizo posible esto. La muerte se acerca, y la sombra que la precede proyecta un influjo calmante sobre mi espíritu. Mientras atravieso el oscuro valle, anhelo la simpatía —casi iba a escribir la piedad— de mis semejantes. Me gustaría que creyeran que, en cierta medida, fui esclavo de circunstancias que excedían el dominio humano. Me gustaría que buscaran a favor mío, en los detalles que voy a dar, un pequeño oasis de fatalidad en ese desierto del error. Me gustaría que reconocieran —como no han de dejar de hacerlo— que si alguna vez existieron tentaciones parecidas, jamás un hombre fue tentado así, y jamás cayó así. ¿Será por eso que nunca ha sufrido en esta forma? Verdaderamente, ¿no habré vivido en un sueño? ¿No muero víctima del horror y el misterio de la más extraña de las visiones sublunares?
Desciendo de una raza cuyo temperamento imaginativo y fácilmente excitable la destacó en todo tiempo; desde la más tierna infancia di pruebas de haber heredado plenamente el carácter de la familia. A medida que avanzaba en años, esa modalidad se desarrolló aún más, llegando a ser por muchas razones causa de grave ansiedad para mis amigos y de perjuicios para mí. Crecí gobernándome por mi cuenta, entregado a los caprichos más extravagantes y víctima de las pasiones más incontrolables. Débiles, asaltados por defectos constitucionales análogos a los míos, poco pudieron hacer mis padres para contener las malas tendencias que me distinguían. Algunos menguados esfuerzos de su parte, mal dirigidos, terminaron en rotundos fracasos y, naturalmente, fueron triunfos para mí. Desde entonces mi voz fue ley en nuestra casa; a una edad en la que pocos niños han abandonado los andadores, quedé dueño de mi voluntad y me convertí de hecho en el amo de todas mis acciones.
Mis primeros recuerdos de la vida escolar se remontan a una vasta casa isabelina llena de recovecos, en un neblinoso pueblo de Inglaterra, donde se alzaban innumerables árboles gigantescos y nudosos, y donde todas las casas eran antiquísimas. Aquel venerable pueblo era como un lugar de ensueño, propio para la paz del espíritu. Ahora mismo, en mi fantasía, siento la refrescante atmósfera de sus avenidas en sombra, aspiro la fragancia de sus mil arbustos, y me estremezco nuevamente, con indefinible delicia, al oír la profunda y hueca voz de la campana de la iglesia quebrando hora tras hora con su hosco y repentino tañido el silencio de la fusca atmósfera, en la que el calado campanario gótico se sumía y reposaba.
Demorarme en los menudos recuerdos de la escuela y sus episodios me proporciona quizá el mayor placer que me es dado alcanzar en estos días. Anegado como estoy por la desgracia —¡ay, demasiado real!—, se me perdonará que busque alivio, aunque sea tan leve como efímero, en la complacencia de unos pocos detalles divagantes. Triviales y hasta ridículos, esos detalles asumen en mi imaginación una relativa importancia, pues se vinculan a un período y a un lugar en los cuales reconozco la presencia de los primeros ambiguos avisos del destino que más tarde habría de envolverme en sus sombras. Dejadme, entonces, recordar.
Como he dicho, la casa era antigua y de trazado irregular. Alzábase en un vasto terreno, y un elevado y sólido muro de ladrillos, coronado por una capa de mortero y vidrios rotos, circundaba la propiedad. Esta muralla, semejante a la de una prisión, constituía el límite de nuestro dominio; más allá de él nuestras miradas sólo pasaban tres veces por semana: la primera, los sábados por la tarde, cuando se nos permitía realizar breves paseos en grupo, acompañados por dos preceptores, a través de los campos vecinos; y las otras dos los domingos, cuando concurríamos en la misma forma a los oficios matinales y vespertinos de la única iglesia del pueblo.
El director de la escuela era también el pastor. ¡Con qué asombro y perplejidad lo contemplaba yo desde nuestros alejados bancos, cuando ascendía al pulpito con lento y solemne paso! Este hombre reverente, de rostro sereno y benigno, de vestiduras satinadas que ondulaban clericalmente, de peluca cuidadosamente empolvada, tan rígida y enorme... ¿podía ser el mismo que, poco antes, agrio el rostro, manchadas de rapé las ropas, administraba férula en mano las draconianas leyes de la escuela? ¡Oh inmensa paradoja, demasiado monstruosa para tener solución!
En un ángulo de la espesa pared rechinaba una puerta aún más espesa. Estaba remachada y asegurada con pasadores de hierro, y coronada de picas de hierro. ¡Qué sensaciones de profundo temor inspiraba! Jamás se abría, salvo para las tres salidas y retornos mencionados; por eso, en cada crujido de sus fortísimos goznes, encontrábamos la plenitud del misterio... un mundo de cosas para hacer solemnes observaciones, o para meditar profundamente.
El dilatado muro tenía una forma irregular, con muchos espaciosos recesos. Tres o cuatro de los más grandes constituían el campo de juegos. Su piso estaba nivelado y cubierto de fina grava. Me acuerdo de que no tenía árboles, ni bancos, ni nada parecido. Quedaba, claro está, en la parte posterior de la casa. En el frente había un pequeño cantero, donde crecían el boj y otros arbustos; pero a través de esta sagrada división sólo pasábamos en raras ocasiones, tales como el día del ingreso a la escuela o el de la partida, o quizá cuando nuestros padres o un amigo venían a buscarnos y partíamos alegremente a casa para pasar las vacaciones de Navidad o de verano.
¡Aquella casa! ¡Qué extraño era aquel viejo edificio! ¡Y para mí, qué palacio de encantamiento! Sus vueltas y revueltas no tenían fin, ni tampoco sus incomprensibles subdivisiones. En un momento dado era difícil saber con certeza en cuál de los dos pisos se estaba. Entre un cuarto y otro había siempre tres o cuatro escalones que subían o bajaban. Las alas laterales, además, eran innumerables —inconcebibles—, y volvían sobre sí mismas de tal manera que nuestras ideas más precisas con respecto a aquella casa no diferían mucho de las que abrigábamos sobre el infinito. Durante mis cinco años de residencia jamás pude establecer con precisión en qué remoto lugar hallábanse situados los pequeños dormitorios que correspondían a los dieciocho o veinte colegiales que seguíamos los cursos.
El aula era la habitación más grande de la casa y —no puedo dejar de pensarlo— del mundo entero. Era muy larga, angosta y lúgubremente baja, con ventanas de arco gótico y techo de roble. En un ángulo remoto, que nos inspiraba espanto, había una división cuadrada de unos ocho o diez pies, donde se hallaba el sanctum destinado a las oraciones de nuestro director, el reverendo doctor Bransby. Era una sólida estructura, de maciza puerta; antes de abrirla en ausencia del «dómine» hubiéramos preferido perecer voluntariamente por la peine forte et dure. En otros ángulos había dos recintos similares mucho menos reverenciados por cierto, pero que no dejaban de inspirarnos temor. Uno de ellos contenía la cátedra del preceptor «clásico», y el otro la correspondiente a «inglés y matemáticas». Dispersos en el salón, cruzándose y recruzándose en interminable irregularidad, veíanse innumerables bancos y pupitres, negros y viejos, carcomidos por el tiempo, cubiertos de libros harto hojeados, y tan llenos de cicatrices de iniciales, nombres completos, figuras grotescas y otros múltiples esfuerzos del cortaplumas, que habían llegado a perder lo poco que podía quedarles de su forma original en lejanos días. Un gran balde de agua aparecía en un extremo del salón, y en el otro había un reloj de formidables dimensiones.
Encerrado por las macizas paredes de tan venerable academia, pasé sin tedio ni disgusto los años del tercer lustro de mi vida. El fecundo cerebro de un niño no necesita de los sucesos del mundo exterior para ocuparlo o divertirlo; y la monotonía aparentemente lúgubre de la escuela estaba llena de excitaciones más intensas que las que mi juventud extrajo de la lujuria, o mi virilidad del crimen. Sin embargo debo creer que el comienzo de mi desarrollo mental salió ya de lo común y tuvo incluso mucho de exagerado. En general, los hombres de edad madura no guardan un recuerdo definido de los acontecimientos de la infancia. Todo es como una sombra gris, una remembranza débil e irregular, una evocación indistinta de pequeños placeres y fantasmagóricos dolores. Pero en mi caso no ocurre así. En la infancia debo de haber sentido con todas las energías de un hombre lo que ahora hallo estampado en mi memoria con imágenes tan vívidas, tan profundas y tan duraderas como los exergos de las medallas cartaginesas.
Y sin embargo, desde un punto de vista mundano, ¡qué poco había allí para recordar! Despertarse por la mañana, volver a la cama por la noche; los estudios, las recitaciones, las vacaciones periódicas, los paseos; el campo de juegos, con sus querellas, sus pasatiempos, sus intrigas... Todo eso, por obra de un hechizo mental totalmente olvidado más tarde, llegaba a contener un mundo de sensaciones, de apasionantes incidentes, un universo de variada emoción, lleno de las más apasionadas e incitantes excitaciones. Oh, le bon temps, que ce siècle defer!
El ardor, el entusiasmo y lo imperioso de mi naturaleza no tardaron en destacarme entre mis condiscípulos, y por una suave pero natural gradación fui ganando ascendencia sobre todos los que no me superaban demasiado en edad; sobre todos..., con una sola excepción. Se trataba de un alumno que, sin ser pariente mío, tenía mi mismo nombre y apellido; circunstancia poco notable, ya que, a pesar de mi ascendencia noble, mi apellido era uno de esos que, desde tiempos inmemoriales, parecen ser propiedad común de la multitud. En este relato me he designado a mí mismo como William Wilson —nombre ficticio, pero no muy distinto del verdadero—. Sólo mi tocayo, entre los que formaban, según la fraseología escolar, «nuestro grupo», osaba competir conmigo en los estudios, en los deportes y querellas del recreo, rehusando creer ciegamente mis afirmaciones y someterse a mi voluntad; en una palabra, pretendía oponerse a mi arbitrario dominio en todos los sentidos. Y si existe en la tierra un supremo e ilimitado despotismo, ése es el que ejerce un muchacho extraordinario sobre los espíritus de sus compañeros menos dotados.
La rebelión de Wilson constituía para mí una fuente de continuo embarazo; máxime cuando, a pesar de las bravatas que lanzaba en público acerca de él y de sus pretensiones, sentía que en el fondo le tenía miedo, y no podía dejar de pensar en la igualdad que tan fácilmente mantenía con respecto a mí, y que era prueba de su verdadera superioridad, ya que no ser superado me costaba una lucha perpetua. Empero, esta superioridad —incluso esta igualdad— sólo yo la reconocía; nuestros camaradas, por una inexplicable ceguera, no parecían sospecharla siquiera. La verdad es que su competencia, su oposición y, sobre todo, su impertinente y obstinada interferencia en mis propósitos eran tan hirientes como poco visibles. Wilson parecía tan exento de la ambición que espolea como de la apasionada energía que me permitía brillar. Se hubiera dicho que en su rivalidad había sólo el caprichoso deseo de contradecirme, asombrarme y mortificarme; aunque a veces yo no dejaba de observar —con una mezcla de asombro, humillación y resentimiento— que mi rival mezclaba en sus ofensas, sus insultos o sus oposiciones cierta inapropiada e intempestiva afectuosidad. Sólo alcanzaba a explicarme semejante conducta como el producto de una consumada suficiencia, que adoptaba el tono vulgar del patronazgo y la protección.
Quizá fuera este último rasgo en la conducta de Wilson, conjuntamente con la identidad de nuestros nombres y la mera coincidencia de haber ingresado en la escuela el mismo día, lo que dio origen a la convicción de que éramos hermanos, cosa que creían todos los alumnos de las clases superiores. Estos últimos no suelen informarse en detalle de las cuestiones concernientes a los alumnos menores. Ya he dicho, o debí decir, que Wilson no estaba emparentado ni en el grado más remoto con mi familia. Pero la verdad es que, de haber sido hermanos, hubiésemos sido gemelos, ya que después de salir de la academia del doctor Bransby supe por casualidad que mi tocayo había nacido el 19 de enero de 1813, y la coincidencia es bien notable, pues se trata precisamente del día de mi nacimiento.
Podrá parecer extraño que, a pesar de la continua inquietud que me ocasionaba la rivalidad de Wilson, y su intolerable espíritu de contradicción, me resultara imposible odiarlo. Es cierto que casi diariamente teníamos una querella, al fin de la cual, mientras me cedía públicamente la palma de la victoria, Wilson se las arreglaba de alguna manera para darme a entender que era él quien la había merecido; pero, no obstante eso, mi orgullo y una gran dignidad de su parte nos mantenía en lo que se da en llamar «buenas relaciones», a la vez que diversas coincidencias en nuestros caracteres actuaban para despertar en mí un sentimiento que quizá sólo nuestra posición impedía convertir en amistad. Me es muy difícil definir, e incluso describir, mis verdaderos sentimientos hacia Wilson. Constituían una mezcla heterogénea y abigarrada: algo de petulante animosidad que no llegaba al odio, algo de estima, aún más de respeto, mucho miedo y un mundo de inquieta curiosidad. Casi resulta superfluo agregar, para el moralista, que Wilson y yo éramos compañeros inseparables.
No hay duda que lo anómalo de esta relación encaminaba todos mis ataques (que eran muchos, francos o encubiertos) por las vías de la burla o de la broma pesada —que lastiman bajo la apariencia de una diversión— en vez de convertirlos en franca y abierta hostilidad. Pero mis esfuerzos en ese sentido no siempre resultaban fructuosos, por más hábilmente que maquinara mis planes, ya que mi tocayo tenía en su carácter mucho de esa modesta y tranquila austeridad que, mientras goza de lo afilado de sus propias bromas, no ofrece ningún talón de Aquiles y rechaza toda tentativa de que alguien ría a costa suya. Sólo pude encontrarle un punto vulnerable que, proveniente de una peculiaridad de su persona y originado acaso en una enfermedad constitucional, hubiera sido relegado por cualquier otro antagonista menos exasperado que yo. Mi rival tenía un defecto en los órganos vocales que le impedía alzar la voz más allá de un susurro apenas perceptible. Y yo no dejaba de aprovechar las míseras ventajas que aquel defecto me acordaba.
Las represalias de Wilson eran muy variadas, pero una de las formas de su malicia me perturbaba más allá de lo natural. Jamás podré saber cómo su sagacidad llegó a descubrir que una cosa tan insignificante me ofendía; el hecho es que, una vez descubierta, no dejo de insistir en ella. Siempre había yo experimentado aversión hacia mi poco elegante apellido y mi nombre tan común, que era casi plebeyo. Aquellos nombres eran veneno en mi oído, y cuando, el día de mi llegada, un segundo William Wilson ingresó en la academia, lo detesté por llevar ese nombre, y me sentí doblemente disgustado por el hecho de ostentarlo un desconocido que sería causa de una constante repetición, que estaría todo el tiempo en mi presencia y cuyas actividades en la vida ordinaria de la escuela serían con frecuencia confundidas con las mías, por culpa de aquella odiosa coincidencia.
Este sentimiento de ultraje así engendrado se fue acentuando con cada circunstancia que revelaba una semejanza, moral o física, entre mi rival y yo. En aquel tiempo no había descubierto el curioso hecho de que éramos de la misma edad, pero comprobé que teníamos la misma estatura, y que incluso nos parecíamos mucho en las facciones y el aspecto físico. También me amargaba que los alumnos de los cursos superiores estuvieran convencidos de que existía un parentesco entre ambos. En una palabra, nada podía perturbarme más (aunque lo disimulaba cuidadosamente) que cualquier alusión a una semejanza intelectual, personal o familiar entre Wilson y yo. Por cierto, nada me permitía suponer (salvo en lo referente a un parentesco) que estas similaridades fueran comentadas o tan sólo observadas por nuestros condiscípulos. Que él las observaba en todos sus aspectos, y con tanta claridad como yo, me resultaba evidente; pero sólo a su extraordinaria penetración cabía atribuir el descubrimiento de que esas circunstancias le brindaran un campo tan vasto de ataque.
Su réplica, que consistía en perfeccionar una imitación de mi persona, se cumplía tanto en palabras como en acciones, y Wilson desempeñaba admirablemente su papel. Copiar mi modo de vestir no le era difícil; mis actitudes y mi modo de moverme pasaron a ser suyos sin esfuerzo, y a pesar de su defecto constitucional, ni siquiera mi voz escapó a su imitación. Nunca trataba, claro está, de imitar mis acentos más fuertes, pero la tonalidad general de mi voz se repetía exactamente en la suya, y su extraño susurro llegó a convertirse en el eco mismo de la mía.
No me aventuraré a describir hasta qué punto este minucioso retrato (pues no cabía considerarlo una caricatura) llegó a exasperarme. Me quedaba el consuelo de ser el único que reparaba en esa imitación y no tener que soportar más que las sonrisas de complicidad y de misterioso sarcasmo de mi tocayo. Satisfecho de haber provocado en mí el penoso efecto que buscaba, parecía divertirse en secreto del aguijón que me había clavado, desdeñando sistemáticamente el aplauso general que sus astutas maniobras hubieran obtenido fácilmente. Durante muchos meses constituyó un enigma indescifrable para mí el que mis compañeros no advirtieran sus intenciones, comprobaran su cumplimiento y participaran de su mofa. Quizá la gradación de su copia no la hizo tan perceptible; o quizá debía mi seguridad a la maestría de aquel copista que, desdeñando lo literal (que es todo lo que los pobres de entendimiento ven en una pintura) sólo ofrecía el espíritu del original para que yo pudiera contemplarlo y atormentarme.
He aludido más de una vez al desagradable aire protector que asumía Wilson conmigo, y de sus frecuentes interferencias en los caminos de mi voluntad. Esta interferencia solía adoptar la desagradable forma de un consejo, antes insinuado que ofrecido abiertamente. Yo lo recibía con una repugnancia que los años fueron acentuando. Y, sin embargo, en este día ya tan lejano de aquéllos, séame dado declarar con toda justicia que no recuerdo ocasión alguna en que las sugestiones de mi rival me incitaran a los errores tan frecuentes en esa edad inexperta e inmadura; por lo menos su sentido moral, si no su talento y su sensatez, era mucho más agudo que el mío; y yo habría llegado a ser un hombre mejor y más feliz si hubiera rechazado con menos frecuencia aquellos consejos encerrados en susurros, y que en aquel entonces odiaba y despreciaba amargamente.
Así las cosas, acabé por impacientarme al máximo frente a esa desagradable vigilancia, y lo que consideraba intolerable arrogancia de su parte me fue ofendiendo más y más. He dicho ya que en los primeros años de nuestra vinculación de condiscípulos mis sentimientos hacia Wilson podrían haber derivado fácilmente a la amistad; pero en los últimos meses de mi residencia en la academia, si bien la impertinencia de su comportamiento había disminuido mucho, mis sentimientos se inclinaron, en proporción análoga, al más profundo odio. En cierta ocasión creo que Wilson lo advirtió, y desde entonces me evitó o fingió evitarme.
En esa misma época, si recuerdo bien, tuvimos un violento altercado, durante el cual Wilson perdió la calma en mayor medida que otras veces, actuando y hablando con una franqueza bastante insólita en su carácter. Descubrí en ese momento (o me pareció descubrir) en su acento, en su aire y en su apariencia general algo que empezó por sorprenderme, para llegar a interesarme luego profundamente, ya que traía a mi recuerdo borrosas visiones de la primera infancia; vehementes, confusos y tumultuosos recuerdos de un tiempo en el que la memoria aún no había nacido. Sólo puedo describir la sensación que me oprimía diciendo que me costó rechazar la certidumbre de que había estado vinculado con aquel ser en una época muy lejana, en un momento de un pasado infinitamente remoto. La ilusión, sin embargo, desvanecióse con la misma rapidez con que había surgido, y si la menciono es para precisar el día en que hablé por última vez en el colegio con mi extraño tocayo.
La enorme y vieja casa, con sus incontables subdivisiones, tenía varias grandes habitaciones contiguas, donde dormía la mayor parte de los estudiantes. Como era natural en un edificio tan torpemente concebido, había además cantidad de recintos menores que constituían las sobras de la estructura y que el ingenio económico del doctor Bransby había habilitado como dormitorios, aunque dado su tamaño sólo podían contener a un ocupante. Wilson poseía uno de esos pequeños cuartos.
Una noche, hacia el final de mi quinto año de estudios en la escuela, e inmediatamente después del altercado a que he aludido, me levanté cuando todos se hubieron dormido y, tomando una lámpara, me aventuré por infinitos pasadizos angostos en dirección al dormitorio de mi rival. Durante largo tiempo había estado planeando una de esas perversas bromas pesadas con las cuales fracasara hasta entonces. Me sentía dispuesto a llevarla de inmediato a la práctica, para que mi rival pudiera darse buena cuenta de toda mi malicia. Cuando llegué ante su dormitorio, dejé la lámpara en el suelo, cubriéndola con una pantalla, y entré silenciosamente. Luego de avanzar unos pasos, oí su sereno respirar. Seguro de que estaba durmiendo, volví a tomar la lámpara y me aproximé al lecho. Estaba éste rodeado de espesas cortinas, que en cumplimiento de mi plan aparté lenta y silenciosamente, hasta que los brillantes rayos cayeron sobre el durmiente, mientras mis ojos se fijaban en el mismo instante en su rostro. Lo miré, y sentí que mi cuerpo se helaba, que un embotamiento me envolvía. Palpitaba mi corazón, temblábanme las rodillas, mientras mi espíritu se sentía presa de un horror sin sentido pero intolerable. Jadeando, bajé la lámpara hasta aproximarla aún más a aquella cara. ¿Eran ésos... ésos, los rasgos de William Wilson? Bien veía que eran los suyos, pero me estremecía como víctima de la calentura al imaginar que no lo eran. Pero, entonces, ¿qué había en ellos para confundirme de esa manera? Lo miré, mientras mi cerebro giraba en multitud de incoherentes pensamientos. No era ése su aspecto... no, así no era él en las activas horas de vigilia. ¡El mismo nombre! ¡La misma figura! ¡El mismo día de ingreso a la academia! ¡Y su obstinada e incomprensible imitación de mi actitud, de mi voz, de mis costumbres, de mi aspecto! ¿Entraba verdaderamente dentro de los límites de la posibilidad humana que esto que ahora veía fuese meramente el resultado de su continua imitación sarcástica? Espantado y temblando cada vez más, apagué la lámpara, salí en silencio del dormitorio y escapé sin perder un momento de la vieja academia, a la que no habría de volver jamás.
Luego de un lapso de algunos meses que pasé en casa sumido en una total holgazanería, entré en el colegio de Eton. El breve intervalo había bastado para apagar mi recuerdo de los acontecimientos en la escuela del doctor Bransby, o por lo menos para cambiar la naturaleza de los sentimientos que aquellos sucesos me inspiraban. La verdad y la tragedia de aquel drama no existían ya. Ahora me era posible dudar del testimonio de mis sentidos; cada vez que recordaba el episodio me asombraba de los extremos a que puede llegar la credulidad humana, y sonreía al pensar en la extraordinaria imaginación que hereditariamente poseía. Este escepticismo estaba lejos de disminuir con el género de vida que empecé a llevar en Eton. El vórtice de irreflexiva locura en que inmediata y temerariamente me sumergí barrió con todo y no dejó más que la espuma de mis pasadas horas, devorando las impresiones sólidas o serias y dejando en el recuerdo tan sólo las trivialidades de mi existencia anterior.
No quiero, sin embargo, trazar aquí el derrotero de mi miserable libertinaje, que desafiaba las leyes y eludía la vigilancia del colegio. Tres años de locura se sucedieron sin ningún beneficio, arraigando en mí los vicios y aumentando, de un modo insólito, mi desarrollo corporal. Un día, después de una semana de estúpida disipación, invité a algunos de los estudiantes más disolutos a una orgía secreta en mis habitaciones. Nos reunimos estando ya la noche avanzada, pues nuestro libertinaje habría de prolongarse hasta la mañana. Corría libremente el vino y no faltaban otras seducciones todavía más peligrosas, al punto que la gris alborada apuntaba ya en el oriente cuando nuestras deliberantes extravagancias llegaban a su ápice. Excitado hasta la locura por las cartas y la embriaguez me disponía a proponer un brindis especialmente blasfematorio, cuando la puerta de mi aposento se entreabrió con violencia, a tiempo que resonaba ansiosamente la voz de uno de los criados. Insistía en que una persona me reclamaba con toda urgencia en el vestíbulo.
Profundamente excitado por el vino, la inesperada interrupción me alegró en vez de sorprenderme. Salí tambaleándome y en pocos pasos llegué al vestíbulo. No había luz en aquel estrecho lugar, y sólo la pálida claridad del alba alcanzaba a abrirse paso por la ventana semicircular. Al poner el pie en el umbral distinguí la figura de un joven de mi edad, vestido con una bata de casimir blanco, cortada conforme a la nueva moda e igual a la que llevaba yo puesta. La débil luz me permitió distinguir todo eso, pero no las facciones del visitante. Al verme, vino precipitadamente a mi encuentro y, tomándome del brazo con un gesto de petulante impaciencia, murmuró en mi oído estas palabras:
—¡William Wilson!
Mi embriaguez se disipó instantáneamente.
Había algo en los modales del desconocido y en el temblor nervioso de su dedo levantado, suspenso entre la luz y mis ojos, que me colmó de indescriptible asombro; pero no fue esto lo que me conmovió con más violencia, sino la solemne admonición que contenían aquellas sibilantes palabras dichas en voz baja, y, por sobre todo, el carácter, el sonido, el tono de esas pocas, sencillas y familiares sílabas que había susurrado, y que me llegaban con mil turbulentos recuerdos de días pasados, golpeando mi alma con el choque de una batería galvánica. Antes de que pudiera recobrar el uso de mis sentidos, el visitante había desaparecido.
Aunque este episodio no dejó de afectar vivamente mi desordenada imaginación, bien pronto se disipó su efecto. Durante algunas semanas me ocupé en hacer toda clase de averiguaciones, o me envolví en una nube de morbosas conjeturas. No intenté negarme a mí mismo la identidad del singular personaje que se inmiscuía de tal manera en mis asuntos o me exacerbaba con sus insinuados consejos. ¿Quién era, qué era ese Wilson? ¿De dónde venía? ¿Qué propósitos abrigaba? Me fue imposible hallar respuesta a estas preguntas; sólo alcancé a averiguar que un súbito accidente acontecido en su familia lo había llevado a marcharse de la academia del doctor Bransby la misma tarde del día en que emprendí la fuga. Pero bastó poco tiempo para que dejara de pensar en todo esto, ya que mi atención estaba completamente absorbida por los proyectos de mi ingreso en Oxford. No tardé en trasladarme allá, y la irreflexiva vanidad de mis padres me proporcionó una pensión anual que me permitiría abandonarme al lujo que tanto ansiaba mi corazón y rivalizar en despilfarro con los más altivos herederos de los más ricos condados de Gran Bretaña.
Estimulado por estas posibilidades de fomentar mis vicios, mi temperamento se manifestó con redoblado ardor, y mancillé las más elementales reglas de decencia con la loca embriaguez de mis licencias. Sería absurdo detenerme en el detalle de mis extravagancias. Baste decir que excedí todos los límites y que, dando nombre a multitud de nuevas locuras, agregué un copioso apéndice al largo catálogo de vicios usuales en aquella Universidad, la más disoluta de Europa.
Apenas podrá creerse, sin embargo, que por más que hubiera mancillado mi condición de gentilhombre, habría de llegar a familiarizarme con las innobles artes del jugador profesional, y que, convertido en adepto de tan despreciable ciencia, la practicaría como un medio para aumentar todavía más mis enormes rentas a expensas de mis camaradas de carácter más débil. No obstante, ésa es la verdad. Lo monstruoso de esta transgresión de todos los sentimientos caballerescos y honorables resultaba la principal, ya que no la única razón de la impunidad con que podía practicarla. ¿Quién, entre mis más depravados camaradas, no hubiera dudado del testimonio de sus sentidos antes de sospechar culpable de semejantes actos al alegre, al franco, al generoso William Wilson, el más noble y liberal compañero de Oxford, cuyas locuras, al decir de sus parásitos, no eran más que locuras de la juventud y la fantasía, cuyos errores sólo eran caprichos inimitables, cuyos vicios más negros no pasaban de ligeras y atrevidas extravagancias?
Llevaba ya dos años entregado con todo éxito a estas actividades cuando llegó a la Universidad un joven noble, un parvenu llamado Glendinning, a quien los rumores daban por más rico que Herodes Ático, sin que sus riquezas le hubieran costado más que a éste. Pronto me di cuenta de que era un simple, y, naturalmente, lo consideré sujeto adecuado para ejercer sobre él mis habilidades. Logré hacerlo jugar conmigo varias veces y, procediendo como todos los tahúres, le permití ganar considerables sumas a fin de envolverlo más efectivamente en mis redes. Por fin, maduros mis planes, me encontré con él (decidido a que esta partida fuera decisiva) en las habitaciones de un camarada llamado Preston, que nos conocía íntimamente a ambos, aunque no abrigaba la más remota sospecha de mis intenciones. Para dar a todo esto un mejor color, me había arreglado para que fuéramos ocho o diez invitados, y me ingenié cuidadosamente a fin de que la invitación a jugar surgiera como por casualidad y que la misma víctima la propusiera. Para abreviar tema tan vil, no omití ninguna de las bajas finezas propias de estos lances, que se repiten de tal manera en todas las ocasiones similares que cabe maravillarse de que todavía existan personas tan tontas como para caer en la trampa.
Era ya muy entrada la noche cuando efectué por fin la maniobra que me dejó frente a Glendinning como único antagonista. El juego era mi favorito, el écarté. Interesados por el desarrollo de la partida, los invitados habían abandonado las cartas y se congregaban a nuestro alrededor. El parvenu, a quien había inducido con anterioridad a beber abundantemente, cortaba las cartas, barajaba o jugaba con una nerviosidad que su embriaguez sólo podía explicar en parte. Muy pronto se convirtió en deudor de una importante suma, y entonces, luego de beber un gran trago de oporto, hizo lo que yo esperaba fríamente: me propuso doblar las apuestas, que eran ya extravagantemente elevadas. Fingí resistirme, y sólo después que mis reiteradas negativas hubieron provocado en él algunas réplicas coléricas, que dieron a mi aquiescencia un carácter destemplado, acepté la propuesta. Como es natural, el resultado demostró hasta qué punto la presa había caído en mis redes; en menos de una hora su deuda se había cuadruplicado.
Desde hacía un momento, el rostro de Glendinning perdía la rubicundez que el vino le había prestado y me asombró advertir que se cubría de una palidez casi mortal. Si digo que me asombró se debe a que mis averiguaciones anteriores presentaban a mi adversario como inmensamente rico, y, aunque las sumas perdidas eran muy grandes, no podían preocuparlo seriamente y mucho menos perturbarlo en la forma en que lo estaba viendo. La primera idea que se me ocurrió fue que se trataba de los efectos de la bebida; buscando mantener mi reputación a ojos de los testigos presentes —y no por razones altruistas— me disponía a exigir perentoriamente la suspensión de la partida, cuando algunas frases que escuché a mi alrededor, así como una exclamación desesperada que profirió Glendinning, me dieron a entender que acababa de arruinarlo por completo, en circunstancias que lo llevaban a merecer la piedad de todos, y que deberían haberlo protegido hasta de las tentativas de un demonio.
Difícil es decir ahora cuál hubiera sido mi conducta en ese momento. La lamentable condición de mi adversario creaba una atmósfera de penoso embarazo. Hubo un profundo silencio, durante el cual sentí que me ardían las mejillas bajo las miradas de desprecio o de reproche que me lanzaban los menos pervertidos. Confieso incluso que, al producirse una súbita y extraordinaria interrupción, mi pecho se alivió por un breve instante de la intolerable ansiedad que lo oprimía. Las grandes y pesadas puertas de la estancia se abrieron de golpe y de par en par, con un ímpetu tan vigoroso y arrollador que bastó para apagar todas las bujías. La muriente luz nos permitió, sin embargo, ver entrar a un desconocido, un hombre de mi talla, completamente embozado en una capa. La oscuridad era ahora total, y solamente podíamos sentir que aquel hombre estaba entre nosotros. Antes de que nadie pudiera recobrarse del profundo asombro que semejante conducta le había producido, oímos la voz del intruso.
—Señores —dijo, con una voz tan baja como clara, con un inolvidable susurro que me estremeció hasta la médula de los huesos—. Señores, no me excusaré por mi conducta, ya que al obrar así no hago más que cumplir con un deber. Sin duda ignoran ustedes quién es la persona que acaba de ganar una gran suma de dinero a Lord Glendinning. He de proponerles, por tanto, una manera tan expeditiva como concluyente de cerciorarse al respecto: bastará con que examinen el forro de su puño izquierdo y los pequeños paquetes que encontrarán en los bolsillos de su bata bordada.
Mientras hablaba, el silencio era tan profundo que se hubiera oído caer una aguja en el suelo. Dichas esas palabras, partió tan bruscamente como había entrado. ¿Puedo describir... describiré mis sensaciones? ¿Debo decir que sentí todos los horrores del condenado? Poco tiempo me quedó para reflexionar. Varias manos me sujetaron rudamente, mientras se traían nuevas luces. Inmediatamente me registraron. En el forro de mi manga encontraron todas las figuras esenciales en el écarté y, en los bolsillos de mi bata, varios mazos de barajas idénticos a los que empleábamos en nuestras partidas, salvo que las mías eran lo que técnicamente se denomina arrondées; vale decir que las cartas ganadoras tienen las extremidades ligeramente convexas, mientras las cartas de menor valor son levemente convexas a los lados. En esa forma, el incauto que corta, como es normal, a lo largo del mazo, proporcionará invariablemente una carta ganadora a su antagonista, mientras el tahúr, que cortará también tomando el mazo por sus lados mayores, descubrirá una carta inferior.
Todo estallido de indignación ante semejante descubrimiento me hubiera afectado menos que el silencioso desprecio y la sarcástica compostura con que fue recibido.
—Señor Wilson —dijo nuestro anfitrión, inclinándose para levantar del suelo una lujosa capa de preciosas pieles—, esto es de su pertenencia. (Hacía frío y, al salir de mis habitaciones, me había echado la capa sobre mi bata, retirándola luego al llegar a la sala de juego.) Supongo que no vale la pena buscar aquí —agregó, mientras observaba los pliegues del abrigo con amarga sonrisa— otras pruebas de su habilidad. Ya hemos tenido bastantes. Descuento que reconocerá la necesidad de abandonar Oxford, y, de todas maneras, de salir inmediatamente de mi habitación.
Humillado, envilecido hasta el máximo como lo estaba en ese momento, es probable que hubiera respondido a tan amargo lenguaje con un arrebato de violencia, de no hallarse mi atención completamente concentrada en un hecho por completo extraordinario. La capa que me había puesto para acudir a la reunión era de pieles sumamente raras, a un punto tal que no hablaré de su precio. Su corte, además, nacía de mi invención personal, pues en cuestiones tan frívolas era de un refinamiento absurdo. Por eso, cuando Preston me alcanzó la que acababa de levantar del suelo cerca de la puerta del aposento, vi con asombro lindante en el terror que yo tenía mi propia capa colgada del brazo —donde la había dejado inconscientemente—, y que la que me ofrecía era absolutamente igual en todos y cada uno de sus detalles. El extraño personaje que me había desenmascarado estaba envuelto en una capa al entrar, y aparte de mí ningún otro invitado llevaba capa esa noche. Con lo que me quedaba de presencia de ánimo, tomé la que me ofrecía Preston y la puse sobre la mía sin que nadie se diera cuenta. Salí así de las habitaciones, desafiante el rostro, y a la mañana siguiente, antes del alba, empecé un presuroso viaje al continente, perdido en un abismo de espanto y de vergüenza.
Huía en vano. Mi aciago destino me persiguió, exultante, mostrándome que su misterioso dominio no había hecho más que empezar. Apenas hube llegado a París, tuve nuevas pruebas del odioso interés que Wilson mostraba en mis asuntos. Corrieron los años, sin que pudiera hallar alivio. ¡El miserable...! ¡Con qué inoportuna, con qué espectral solicitud se interpuso en Roma entre mí y mis ambiciones! También en Viena... en Berlín... en Moscú. A decir verdad, ¿dónde no tenía yo amargas razones para maldecirlo de todo corazón? Huí, al fin, de aquella inescrutable tiranía, aterrado como si se tratara de la peste; huí hasta los confines mismos de la tierra. Y en vano.
Una y otra vez, en la más secreta intimidad de mi espíritu, me formulé las preguntas: «¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué quiere?» Pero las respuestas no llegaban. Minuciosamente estudié las formas, los métodos, los rasgos dominantes de aquella impertinente vigilancia, pero incluso ahí encontré muy poco para fundar una conjetura cualquiera. Cabía advertir, sin embargo, que en las múltiples instancias en que se había cruzado en mi camino en los últimos tiempos, sólo lo había hecho para frustrar planes o malograr actos que, de cumplirse, hubieran culminado en una gran maldad. ¡Pobre justificación, sin embargo, para una autoridad asumida tan imperiosamente! ¡Pobre compensación para los derechos de un libre albedrío tan insultantemente estorbado!
Me había visto obligado a notar asimismo que, en ese largo período (durante el cual continuó con su capricho de mostrarse vestido exactamente como yo, lográndolo con milagrosa habilidad), mi atormentador consiguió que no pudiera ver jamás su rostro las muchas veces que se interpuso en el camino de mi voluntad. Cualquiera que fuese Wilson, esto, por lo menos, era el colmo de la afectación y la insensatez. ¿Cómo podía haber supuesto por un instante que en mi amonestador de Eton, en el desenmascarador de Oxford, en aquel que malogró mi ambición en Roma, mi venganza en París, mi apasionado amor en Nápoles, o lo que falsamente llamaba mi avaricia en Egipto, que en él, mi archienemigo y genio maligno, dejaría yo de reconocer al William Wilson de mis días escolares, al tocayo, al compañero, al rival, al odiado y temido rival de la escuela del doctor Bransby? ¡Imposible! Pero apresurémonos a llegar a la última escena del drama.
Hasta aquel momento yo me había sometido por completo a su imperiosa dominación. El sentimiento de reverencia con que habitualmente contemplaba el elevado carácter, el majestuoso saber y la ubicuidad y omnipotencia aparentes de Wilson, sumado al terror que ciertos rasgos de su naturaleza y su arrogancia me inspiraban, habían llegado a convencerme de mi total debilidad y desamparo, sugiriéndome una implícita, aunque amargamente resistida sumisión a su arbitraria voluntad. Pero en los últimos tiempos acabé entregándome por completo a la bebida, y su terrible influencia sobre mi temperamento hereditario me hizo impacientarme más y más frente a aquella vigilancia. Empecé a murmurar, a vacilar, a resistir. ¿Y era sólo la imaginación la que me inducía a creer que a medida que mi firmeza aumentaba, la de mi atormentador sufría una disminución proporcional? Sea como fuere, una ardiente esperanza empezó a aguijonearme y fomentó en mis más secretos pensamientos la firme y desesperada resolución de no tolerar por más tiempo aquella esclavitud.
Era en Roma, durante el carnaval del 18..., en un baile de máscaras que ofrecía en su palazzo el duque napolitano Di Broglio. Me había dejado arrastrar más que de costumbre por los excesos de la bebida, y la sofocante atmósfera de los atestados salones me irritaba sobremanera. Luchaba además por abrirme paso entre los invitados, cada vez más malhumorado, pues deseaba ansiosamente encontrar (no diré por qué indigna razón) a la alegre y bellísima esposa del anciano y caduco Di Broglio. Con una confianza por completo desprovista de escrúpulos, me había hecho saber ella cuál sería su disfraz de aquella noche y, al percibirla a la distancia, me esforzaba por llegar a su lado. Pero en ese momento sentí que una mano se posaba ligeramente en mi hombro, y otra vez escuché al oído aquel profundo, inolvidable, maldito susurro.
Arrebatado por un incontenible frenesí de rabia, me volví violentamente hacia el que acababa de interrumpirme y lo aferré por el cuello. Tal como lo había imaginado, su disfraz era exactamente igual al mío: capa española de terciopelo azul y cinturón rojo, del cual pendía una espada. Una máscara de seda negra ocultaba por completo su rostro.
—¡Miserable! —grité con voz enronquecida por la rabia, mientras cada sílaba que pronunciaba parecía atizar mi furia—. ¡Miserable impostor! ¡Maldito villano! ¡No me perseguirás... no, no me perseguirás hasta la muerte! ¡Sígueme, o te atravieso de lado a lado aquí mismo!
Y me lancé fuera de la sala de baile, en dirección a una pequeña antecámara contigua, arrastrándolo conmigo.
Cuando estuvimos allí, lo rechacé con violencia. Trastrabilló, mientras yo cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba ponerse en guardia. Vaciló apenas un instante; luego, con un ligero suspiro, desenvainó la espada sin decir palabra y se aprestó a defenderse.
El duelo fue breve. Yo me hallaba en un frenesí de excitación y sentía en mi brazo la energía y la fuerza de toda una multitud. En pocos segundos lo fui llevando arrolladoramente hasta acorralarlo contra una pared, y allí, teniéndolo a mi merced, le hundí varias veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.
En aquel momento alguien movió el pestillo de la puerta. Me apresuré a evitar una intrusión, volviendo inmediatamente hacia mi moribundo antagonista. ¿Pero qué lenguaje humano puede pintar esa estupefacción, ese horror que se posesionaron de mí frente al espectáculo que me esperaba? El breve instante en que había apartado mis ojos parecía haber bastado para producir un cambio material en la disposición de aquel ángulo del aposento. Donde antes no había nada, alzábase ahora un gran espejo (o por lo menos me pareció así en mi confusión). Y cuando avanzaba hacia él, en el colmo del espanto, mi propia imagen, pero cubierta de sangre y pálido el rostro, vino a mi encuentro tambaleándose.
Tal me había parecido, lo repito, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era Wilson, quien se erguía ante mí agonizante. Su máscara y su capa yacían en el suelo, donde las había arrojado. No había una sola hebra en sus ropas, ni una línea en las definidas y singulares facciones de su rostro, que no fueran las mías, que no coincidieran en la más absoluta identidad.
Era Wilson. Pero ya no hablaba con un susurro, y hubiera podido creer que era yo mismo el que hablaba cuando dijo:
—Has vencido, y me entrego. Pero también tú estás muerto desde ahora... muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías... y al matarme, ve en esta imagen, que es la tuya, cómo te has asesinado a ti mismo!
Traducción de Julio Cortázar