30 de abril de 2010






____El Bosque por momentos se hacía espeso y hubo que agacharse para no golpearse con las ramas. Al fin el estrecho camino terminó en una enorme llanura de pastos altos que hacían destacar algo a lo lejos que parecía ser una cabaña.
____–Allá está –gritó el hombre henchido de alegría.
____–¿Qué cosa? –preguntó Sebastián sin poder definir la construcción que señalaba el hombre.
____–Allá niño, el Arca, mi Arca –chillaba el hombre desbordante de felicidad sin dejar de señalar al navío.
____A medida que se acercaban la embarcación fue tomando dimensiones exactas y sorprendentes. Sebastián no podía salir de su asombro mientras el hombre sonreía por su gran obra. El Arca era enorme y estaba apuntalada con troncos. Su casco estaba cubierto de musgos amarillentos lo que indicaba que hacía ya mucho tiempo que navegaba sobre aquel mar de gramillas. Su construcción era un tanto tosca pero daba la impresión de ser muy fuerte, que podía resistir un mar embravecido.
____–¿Qué vas a hacer con ella? –preguntó el niño.
____–Pues con ella salvaré a los animales y a mi familia cuando llegue el Segundo Gran Diluvio Universal –afirmó convencido de lo enorme de su obra.
____–¿Diluvio? –preguntó extrañado Sebastián.
____–Sí hijo, lluvia...
____–¿Y cuándo va a ser ese diluvio? –preguntó descreído el niño.
____–Bueno... este... en realidad no sé cuándo, pero no pasará mucho tiempo... –dijo dudando el Hombre del Arca.
____Sebastián no entendía bien eso del diluvio. Alternativamente miraba al hombre y al navío buscando alguna respuesta.
____–Ven –dijo el Hombre del Arca– subamos.
____Treparon por una escalera de soga y una vez arriba la sensación de Sebastián fue de encontrarse en medio del mar.
____–Observa que sólida es, tardé mucho tiempo en hacerla. Seleccioné cuidadosamente la madera, toda de aquí, del Bosque. La trabajé pacientemente y poco a poco fue tomando forma, hasta que al fin la vi terminada –contó el hombre con los ojos perdidos en aquellos días de tanta labor.
____Recorrieron el Arca de extremo a extremo. Bajaron a la bodega y le explicó al chico cómo iban a ir dispuesto los animales.
____–...y este rincón es para el heno, aquel para el agua, ya tengo cuatro toneles listos para cargar –comentaba entusiasmado con los ojos desorbitados de alegría. Sebastián prestaba oídos al delirio del Hombre del Arca tratando de imaginar la bodega cargada tal como se la describía.
____–¡Realmente es increíble! –resumió Sebastián– ¿Dónde tenés los animales?
____–Ahora los vemos.
____Ambos bajaron y comenzaron a caminar.
____–Los tengo en aquellos árboles que ves allá...
____A medida que se iban alejando, Sebastián, giraba para observar al gran navío que también esperaba con ansias la llegada del Segundo Gran Diluvio Universal.
____Llegaron al grupo de árboles. Era un pequeño monte donde abundaban especialmente los álamos. Mezclados entre ellos aparecían algunos algarrobos, uno que otro plátano y también unos talas. Sebastián llegó casi corriendo para poder mantener el ritmo de las largas zancadas del Hombre del Arca. En el medio de ese grupo de árboles había gran cantidad de jaulas con animales de variadas especies.
____–Estos son los animales que voy a salvar –afirmó el Hombre del Arca a manera de presentación y sacando de su bolsillo la libreta negra comenzó el recuento. Sebastián iba de jaula en jaula mirando atentamente a los animales. No le agradó mucho que estuvieran encerrados, quiso decírselo al Hombre del Arca pero temió ofenderlo.
____–Bueno, bueno, a ver lo que tenemos aquí –dijo sentado sobre una piedra.
____–¿Cuántos animales tenés? –preguntó Sebastián después de su recorrida entre las jaulas.
____–Aquí hay 364 parejas de animales de distintas especies. Bueno... en realidad hay 363 y media por que me sigue faltando ese cerdo testarudo, como ves tengo allí a la hembra...
____Sebastián se acercó a la jaula de los conejos y contó por lo menos veinticinco.
____–Pero acá tenés mucho más de una pareja de conejos...
____–Lo que sucede hijo, que estos animales, bueno... sabes como son... los pones juntos y... bueno como hace tiempo que los tengo –dijo con preocupación– ¿Me ayudas a darles de comer? –el chico accedió con gusto y entonces el hombre, con la libreta abierta, comenzó a nombrar a cada pareja de animales con su alimento específico.
____–A ver, a ver, primero las ardillas, alcánzame esa cuba hijo –el Hombre del Arca llenó el recipiente de la jaula y la parejita perdiendo su aprensión comió ávidamente.
____Sebastián corría de un lado a otro por alfalfa, granos de cereal, heno, peces, carne secada al sol, hinojo, frutas, pan duro, girasol, lechuga y todo un apropiado menú que calmaba momentáneamente el apetito a tan variados comensales. A las ardillas siguieron los cuatíes, lo zorros, las lechuzas, las nutrias, una pareja de patos, de aguiluchos, de tordos y así fueron desfilando el resto de los animales. Sebastián estaba cansado de tanto trajín y se sentó en una piedra a descansar unos segundos. Sacó su pañuelo para secar el sudor que corría por su rostro. De pronto sintió que le arrebataban el pañuelo de un tirón. Levantó la vista y vio que un ñandú lo tenía en su pico.
____–¡Antris, grandísimo canalla, dónde te habías metido, hace una semana que desapareciste! –reprendió el Hombre del Arca al enorme ave que fue corriendo para obtener su ración de comida– Devuelve lo que no es tuyo. Antris, vuelves a irte así por mucho tiempo y te agarrará el Diluvio lejos de aquí. Dejaste a tu compañera sola y preocupada por ti, eres un grandísimo desconsiderado, un cabeza dura –y dirigiéndose a Sebastián– Toma tu pañuelo. Perdónalo, es muy travieso y es un andariego incorregible, no se queda nunca quieto. ¡Arriba muchacho que faltan algunos animales!
____–¿Y jirafas no tenés? –preguntó al Hombre del Arca luego de un laborioso silencio.
____–¿Jirafas...?
____–Sí, y elefantes, leones, hipopótamos, osos, tigres...
____–No, es que... no encontré. Sabes niño, en el Bosque habitan los animales que tu vez aquí –confió el hombre sabiendo que su labor no era completa.
____–Bueno, no te preocupés por eso. Todos estos animales estarán muy agradecidos con vos por haberlos salvado del Diluvio –animó Sebastián palmeando la espalda ancha del hombre– ¿Hace mucho que hacés esto? –preguntó Sebastián mientras alimentaba a una yunta de pavos reales.
____–Sí –contestó el Hombre del Arca– prácticamente toda la vida.
____–¿Y desde entonces estás esperando el Segundo Gran Diluvio Universal?
____–Sí, desde hace mucho que lo estoy esperando, pero algo me dice que no tardará en llegar –afirmó el hombre con una exultante convicción.
____Sonrieron y siguieron la tarea. Terminaron de alimentar a los animales y fueron por comida para los próximos días. Cubrieron los alimentos, especialmente los granos, con una lona. Siempre mantenía una buena reserva por si el Diluvio lo sorprende. El hombre trabajaba feliz. Silbaba canciones alegres y daba de cuando en cuando unos pasos de baile. Una vez terminada la tarea se sentaron a reponer fuerzas y Sebastián dijo que había llegado el momento de marcharse. El Hombre del Arca lo miró y puso su enorme mano en el hombre del chico.
____–Quédate, necesito alguien que me ayude con los animales y vendrás conmigo en el Arca cuando llegue el Segundo Gran Diluvio Universal.
____–Te agradezco pero debo volver con mis padres. Fuiste muy bueno conmigo al permitirme ayudarte y confiar tu proyecto. Ahora decime como llego a la cerca para volver a la Aldea –pidió el chico.
____El hombre le explicó como volver. Miró el Arca y se despidió del hombre prometiendo visitarlo muy pronto, por supuesto antes que comience el Diluvio.
____Al alejarse volteó para saludar una vez más al Hombre del Arca y lo tranquilizó la idea de que era feliz ignorando el horror que había fuera del Bosque, esperando la llegada de lo que él llamaba el Segundo Gran Diluvio Universal.



© Gustavo Prego

25 de abril de 2010

Los heraldos negros



Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como un charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!


César Vallejo

21 de abril de 2010

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Vení a El Escribidor de Buenos Aires y evolucioná
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verdaderamente
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hacia una escritura creativa.
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19 de abril de 2010

Retoños

Luisa Axpe


Había en aquella casa un ventanal de marcos blancos dividido en pequeños rectángulos, por donde el sol llegaba hasta todos los rincones, en verano e invierno. También había, contra el ventanal, un asiento mullido con almohadones redondos y un gato blanco que parecía un almohadón. La cocina estaba llena de sabrosos presagios: frascos de vidrio con ramas de canela o vainilla, tarros de crema casera, galletas de chocolate que se deshacían al mirarlas. Había casi siempre olor a mermelada de frambuesa, y un pastel de manzanas que se horneaba lentamente a pesar del agua en la boca. El gato a veces bostezaba, y eso parecía una señal para que el piano sonara en la sala con un aniñado teclear de estudio vespertino. La escalera que llevaba a los dormitorios tenía las barandas torneadas, y uno podía sentarse allí y ver todo como recortado por un molde, curva arriba y curva abajo, dibujando la sala y sus alrededores en una simetría silenciosa y perfecta. Casi todas las habitaciones tenían las paredes cubiertas por un papel floreado, de dibujos muy pequeños que hacían cosquillas en los ojos a la hora de apagar el velador.
Era una delicia, aquella casa. Mis hermanos y yo la habíamos querido así.
Tenía también una gran chimenea para el invierno, y una alfombra redonda formada por aros de colores que parecía tejida a mano y un altillo repleto de cosas divertidas, y muchos rincones para escondernos mis hermanos y yo. Pero eso no era lo más extraordinario que tenía la casa. Lo importante es que aquella casa, que era como siempre la quisimos, había brotado.
Empezó a brotar una mañana de agosto, cuando todavía el frío nos dejaba del lado de adentro de las ventanas, en nuestro viejo hogar. Una mañana, mientras hacíamos crujir la escarcha en el pasto del fondo, vimos un cuadradito de ladrillos que se asomaba entre dos arbustos que no conseguían esconderlo del todo. Era la chimenea, lo supimos después. A la semana ya habían salido diez centímetros, sin que pudiéramos saber de qué se trataba. Cuando salieron otros diez centímetros empezamos a sospechar que aquello era, en verdad, una chimenea.
Sin estar totalmente seguros de que a continuación vendría la casa, mis hermanos y yo empezamos a regarla.
Para la primavera ya había comenzado a brotar parte del techo, y empezamos a pensar en mudarnos. Los mayores hicieron todo lo que había que hacer, y sin pensarlo más fuimos todos a parar a una pieza alquilada, a dos cuadras de casa.
La casa vieja pronto se vendría abajo, empujada por la nueva. Era tan vieja; ni los escombros podrían aprovecharse. Sacamos todas las cosas que servían, y la dejamos morir en paz.
Gracias a nuestros riegos la casa nueva despuntaba cada día con mayor vigor. Las tejas relucían, y hasta los ladrillos de la chimenea parecían más nuevos y más rojos que al principio. Entonces mis hermanos y yo empezamos a pensar cómo queríamos que fuera.
Cuando asomó la ventanita del altillo nos atropellamos para mirar; pero adentro todo estaba aún muy oscuro.

—Tengo miedo —dijo un día mi hermano menor.
—¿De la casa que brota? —pregunté.
—No; tengo miedo de que ellos también estén tratando de hacer que la casa sea como ellos quieren.
Hablaba de papá y mamá, por supuesto.
—Pero, ¿cómo podrían ellos conseguir que la casa fuera para ellos?
—Igual que nosotros. Pensando —dijo. Y se quedó callado, y nosotros también.
Para entonces ya no regábamos más alrededor de la casa, que estaba muy grande; hubiera sido como regar un árbol viejo.
Antes que el sol pudiera alumbrar adentro nos conseguimos una linterna, y sin decir nada fuimos a escudriñar aquellos interiores nacientes. La luz de la linterna era más débil que nuestra curiosidad, pero igual pudimos ver que el altillo era como lo habíamos pensado: tenía vigas con ganchos para colgar viejas lámparas, varios arcones, una escalera de mano, una silla de montar, una colección de sombreros de explorador y muchos libros y revistas formando tentadoras pilas sobre una cama marinera.
Nos pasamos el resto del día tratando de imaginar qué habría dentro de los arcones. Esa casa que estaba creciendo parecía una caja de sorpresas.
En pocos días más empezaron a salir las ventanas del primer piso, y aunque todavía estaba muy oscuro pudimos descubrir cuál era la de nuestro cuarto, por las tres camas iguales. La de arriba era la que más se veía. Enseguida empezamos a peleamos por ella. Finalmente me tocó a mí, no por ser la única mujer sino porque lo echamos a suertes. Ese cuarto igual prometía: podía adivinarse una soga con nudos, y una escalera de ésas que hay en los gimnasios, para colgarse y jugar a los monos. Y mucho, mucho lugar...
Mientras la casa crecía íbamos adivinando todo lo que no podía verse desde las ventanas, pero que sabíamos que allí estaría. El baño con la mampara de estrellas, los espejos del pasillo, los grandes armarios para guardar nuestras cosas, la escalera que nos llevaría como un tobogán a costa de nuestros pantalones, la chimenea llena de brasas donde se asarían las papas y batatas en las vacaciones de invierno...

Cuando por fin pudimos entrar en la casa crecida, no nos causó demasiada sorpresa ver la mesa de la cocina pintada de blanco, tal como la habíamos imaginado, o las puertitas gateras, como las de los dibujos animados; ni siquiera nos sorprendió el gato que, desparramada su indolencia sobre la alfombra, nos recibió con un bostezo. Al parecer, papá y mamá tampoco se sorprendieron demasiado. ¿Lo habrían conseguido?, nos preguntamos en silencio.
Pero no, no lo habían conseguido. La casa era enteramente nuestra. Estaba de nuestro lado. Velaba nuestros sueños, encubría nuestras picardías y vigilaba los pasos que nos rondaban. Por ejemplo, si el entusiasmo de algún invento milagroso nos había llevado a la cocina en busca de los ingredientes necesarios, hacía que el ruido de las pisadas de mamá fuera más fuerte, para darnos tiempo a guardar todo. O cerraba alguna puerta indiscreta con un golpe de viento apropiado, ocultando a los adultos la escena transgresora.
A ellos todo les parecía natural: tenían su dormitorio con mucha luz por la mañana, un sillón en la sala para sentarse frente al fuego, el piano para nuestros estudios... Pero los encantos de aquella casa eran sólo visibles a nuestra mirada.
De noche nos acunaba con un suave murmullo de vigas de madera, llevándonos por sueños abrigados y fantásticos a la vez. De día hacía que nuestras horas de juego fuesen una aventura inefable, con la cual soñábamos en el banco de la escuela. Nuestros amigos habían aprendido también a amar aquella casa espaciosa, aunque no, claro está, con la misma pasión.

En el segundo verano mis padres decidieron que iríamos a las montañas un mes entero. Nosotros no queríamos. Era demasiado tiempo, y había tanto que jugar en la casa, tantos rincones aún inexplorados, que preferíamos quedarnos. Nuestros padres no entendían por qué no nos entusiasmaba la idea de viajar; no podían comprender nuestro amor por la casa. Convencidos de que se trataba de un capricho más, siguieron haciendo los preparativos, con la clara convicción de que ya se nos pasaría. Mamá iba de un lado para otro con ropas y valijas, ignorando nuestras caras largas. Entonces la casa intervino.
Con un bolso en una mano y un par de botas de abrigo en la otra, mamá pisó el primer escalón para bajar. La madera pareció perder estabilidad: se curvó primero en forma apenas visible para luego balancearse de izquierda a derecha. Totalmente mareada, mamá cayó rodando por la escalera.
Traumatismo de cráneo, dijo el doctor. Por supuesto, no pudimos irnos. Mamá tuvo que permanecer bastante tiempo quieta en la cama, y papá tenía que hacer la comida. Ellos se quedaron sin sus montañas aburridas, y nosotros nos quedamos con la casa.

Cuando se casó el primero de mis hermanos la casa se puso triste: estaba más oscura que de costumbre, y hasta el piano parecía sonar sin brillo entre aquellas paredes sensibles. Así fue cada vez que uno de nosotros se iba, aunque fuera por un tiempo. Cuando quedamos solamente papá y yo —a mamá la habíamos despedido hacía un año— la casa empezó a envejecer. Habría que hacer unos arreglos, decía papá. Pero él y yo sabíamos que todo quedaría igual.
Durante su larga enfermedad la casa me ayudó a cuidarlo con todo el silencio de que era capaz. Al casarme, mi marido aceptó sin preguntar demasiado que viviéramos en la casa despoblada. Allí nacieron nuestros tres hijos, y allí vivimos hasta que el mayor cumplió diez años, cuando no pudimos soportar más la humedad y las grietas.

Hoy hace tres meses que nos mudamos a otra casa, y he comenzado a sentir una antigua inquietud. Sé que algo va a cambiar. Es como si la historia se repitiera, como esos cuentos que se cuentan siempre de la misma manera, a través de los años y los años. Lo sé, ante todo por el brillo especial que he visto en la mirada de los chicos durante toda esta semana. Y estoy preocupada. Al principio no le daba importancia, pero ahora sí. A medida que pasan los días se hace más evidente. Esta mañana salieron a dar una vuelta en bicicleta, y casualmente se acercaron a la casa vieja. “Tendrías que venir uno de estos días, mamá. El ciruelo se está cubriendo de flores.” Nada más; y todo el tiempo ese brillo en los ojos. No hay duda: en el fondo de la casa ha comenzado a brotar una chimenea.
De Retoños, 1980

El puñal























José Juan Tablada

17 de abril de 2010

El presidente


Rodolfo Enrique Fogwill

Para Mario Haiquel

Tenía las manos manchadas y la cara manchada. La cara más: la mancha de la cara parecía más nueva y más colorada. Picar, no creo que le picara, aunque por la mejilla y hasta bien cerca de la oreja, la mancha colorada parecía piel que recién estuviese empezando a cicatrizar. La mancha de la mano era más seca, más opaca. Abarcaba el dorso de la palma, se hacía ancha hacia el costado y mandaba una ramita de color violáceo hacia el canto del dedo meñique. Casi iguales, las manchas de ambas manos. Él las ubicaba muy juntas, como si estuviese por rezar, apoyándolas sobre la raya filosa del pantalón cada vez que volvía a cruzar o a acomodar las piernas. Tenía puestos breeches cremita y botas de montar. Esa mañana había estado paseando a caballo por la quinta. En el jardín había olor a caballo. No vi animales, pero sentí su olor cuando bajé del auto y caminé siguiendo a mi tío hacia la puerta principal, donde nos esperaba el asistente. Sucedió en 1953.
Me había llevado mi tío Godoy, amigo de él. Mi tío había estado en la Legión Cívica y después en la Alianza, pero se conocían desde jóvenes, por el barrio. Él no era joven. Ya por entonces era viejo y parecía más viejo que Godoy.
Y casi no hubo que esperarlo. Nos recibió en una salita lateral, tapizada con una tela sedosa color bordó, una tonalidad que me hizo recordar los hígados y los corazones de vaca que se compraban en el matadero para estudiar anatomía. La alfombra también era bordó, o borravino. Había allí dos silloncitos y un sofá. En el sofá me senté yo. Perón se puso en su sillón frente a mi tío. La mesita de madera y cristal entre los dos parecía un mueble chino. Hablaban ellos; Perón cada tanto me miraba las piernas desnudas, las medias de lana tejida, el pantalón de homespun del trajecito y los mocasines, que aquel año se empezaban a usar. Nombraban gente amiga de ellos que yo no conocía. Uno, parece que era opositor:
—¿Sigue contrera? —preguntó él. Mi tío dijo que sí: seguía en la oposición.
—¡Con esos no hay qué hacer! —se lamentó Perón. Mi tío movía la cabeza.
Después me habló a mí. La voz no me salía, pero necesitaba hablar, porque habíamos ido a pedir un favor para mi padre. Sentía la garganta reseca.
—¿Vas al colegio? —me habló.
Me salió que sí.
—¿En qué año estás? —quiso saber. Había puesto la voz finita y suave.
—En tercero... —pude decir, pero antes levanté tres dedos, por señas.
—¿Y te enseñan Cultura Ciudadana?
Hice que sí con la cabeza y él preguntó por cuál libro estudiábamos.
—Por el de León Benarós —carraspeé.
—¡Está bien! —dijo, y como tomándome un examen interrogó—: ¿Qué es el justicialismo?
Yo tenía cada vez menos voz, menos aire. Tosí. Al fin le dije —y todavía memorizo aquella lección— que el justicialismo es la armonía entre el capital y el trabajo, que el capitalismo es la explotación del hombre por el hombre, que el comunismo era la explotación del hombre por el Estado y que en cambio el justicialismo venía a ser la realización plena del hombre en sociedad.
La voz se me acababa de arreglar.
Y él quiso saber el nombre de mi profesor de Cultura Ciudadana y cuando se lo dije abrió un cajón de la mesita, sacó una foto suya, le anotó encima una dedicatoria y me la dio, para que se la llevase al profesor. Se llamaba Palacio, me puso un diez.
Después tomamos café, tacitas chicas, con el escudo argentino en azul y Godoy le comentó que yo pensaba estudiar medicina y él me preguntó si yo iba a estudiar medicina y le dije que sí mientras él tocaba un botoncito para que le trajesen un papel.
Cuando llegó la secretaria —una vieja— le dictó esta carta para el doctor Matera: “Compañero —dice todavía el papel— le agradeceré permita al joven Rodolfo observar una de sus operaciones y lo aconseje para su futura carrera médica”.
Guardé la carta firmada por la vieja con la letra de él, pero nunca fui médico ni pude ver operaciones del cerebro.—¿Te gustaría ser médico militar? —insinuó después de hablar un rato con Godoy.
Dije no y Godoy me miró con ojos de loco, como para matarme. No tenía voz para aclarar, pero volví a toser y al rato me animé a explicar que yo quería ser investigador, no médico.
Creo recordar que Perón me dijo que hacía bien, que eso era mucho más necesario para el país y que el Ejército Argentino era una mierda, aunque pasados tantos años no puedo precisar si me lo dijo él, o si lo pensé yo en aquel momento, o si por tanto pensarlo y repetirlo durante tantos años fui colocándole a aquella frase tan escuchada, la voz de Perón que recuerdo muy nítida, como si me lo hubiese dicho mismo ayer.
Era raro. El favor a mi padre se lo hizo, pero era más gordo que en las fotos y en la pantalla de los noticieros. Las manchas llamaban mucho la atención, y también el vientre, con rollos de gordura.
Tenía otras rarezas: guardaba allí en la quinta muchos caballos y muchas motos (un secretario, a la salida, nos permitió mirar la Triumph inglesa que le habían hecho especialmente para él, pintada de negro). Cuando después de mucha enfermedad se le murió la mujer, la hizo embalsamar por un especialista japonés. Hay quien piensa que lo hizo por especulación, porque quería que el Papa la eligiera santa para tener una superstición que reemplazase la de la virgencita de Luján. No estoy seguro: leí en un sitio que los trámites en Roma se iniciaron, pero aunque no fuese cierto, igualmente algo raro debía tener él, porque él hubiera podido hacerla nombrar santa sin necesidad de abrirla, rellenarla, barnizarla y todo ese trabajo medio asqueroso.
Tampoco había motivos para hacer, como él hizo, que todos los días a las ocho y veinticinco se cortaran las radios y la poca televisión que entonces había para hacerle acordar a la gente que a esa hora se le había muerto la mujer, como si tuviese alguna importancia que se hubiera muerto a esa hora y no a cualquier otra hora del día.
¿O tendría importancia? “Veinte y veinticinco” —como decían los locutores— suman cuarenta y cinco, un calibre de pistola que también es el número del año en el que organizó el movimiento que lo colocó en el poder, justo —creo— cuando él tenía cuarenta y cinco años de edad.
El día que lo visité, en abril de 1953, habían pasado cerca de diez meses de la muerte de ella y no se lo veía triste, pero sí parecía más viejo, más manchado y más gordo que lo que imaginábamos a causa de haberlo visto solamente en sus fotos y en sus películas.





____Como había previsto Sebastián llegó a la cabaña pasadas las once. Su aspecto, sin embargo, era tan deplorable que alarmó a sus padres. El trabajo intenso en el Bosque con el Hombre del Arca lo había agotado tanto que su traza era preocupante. Además sus padres no entendían como estaba tostado por el sol.
____–¿Qué te pasó? –preguntó su madre espantada por su apariencia –¿Te sentís bien?
____–Perfectamente mamá, anduve mucho...
____–En algo más de una hora no pudiste haber ido muy lejos –objetó su padre.
____–Sí... claro... lo que sucede es que corrí mucho... jugué un rato a la pelota con unos chicos a unas cuadras de aquí... en una plaza –mintió Sebastián huyendo de las miradas de sus padres.
____–Bueno, ahora andá a lavarte que te toca pelar las papas para el puré del almuerzo –ordenó su madre.
____–Sí, mamá –obedeció Sebastián sintiendo un gran cansancio en su cuerpo.
____–¿No estará enfermo? –preguntó su padre.
____–No sé, está raro, muy colorado, dónde diablos tomó sol en este clima de porquería –protestó la madre.
____–Bueno, pero cumplió con el horario prometido –recordó su esposo.
____–Sí, pero igual quiero asegurarme que no anda en nada extraño.
____–Dejalo tranquilo. Por lo visto la esta pasando bien. Además sabemos que es un chico responsable y lo suficientemente adulto para juzgar si lo que hace está bien o no –dijo el padre sin poder cambiar la opinión de su esposa. –La culpa es nuestra –insistió el padre– por que vinimos con tantos proyectos y nos dejamos intimidar por el clima.
____En ese momento entró Sebastián y sus padres advirtieron que no sólo se había lavado sino que se había mudado de ropa y peinado prolijamente.
____–Bueno –comenzó el padre– con tu madre pensamos que es tiempo que nos llevés a conocer este pueblo. Así podemos salir los tres juntos.
____–Claro –gritó Sebastián que tenía la oportunidad servida– podemos ir mañana a los Juegos Marciales que se realizarán en las Arenas del Reñidero Municipal.
____–¿Y qué es ese Juego Marcial? –preguntó su madre.
____–Lucha –dijo tras pensar un instante– lucha libre. Se enfrentará la Criatura de los Bosques contra el Saurio Real. Ayer vi un afiche pegado en la pared...
____–¡Fantástico! A mí me parece una excelente idea. Ver una competencia deportiva no está mal. De paso paseamos un poco y hasta podemos tomar algún refresco –dijo su padre entusiasmado.
____Su madre en cambio no parecía convencida. Le inspiraba temor eso de Juegos Marciales y Arenas del Reñidero Municipal. Sebastián por su lado respiró aliviado por haber superado el primer escollo. Ahora restaba reunir a los Amigos del Bosque y transmitirle los pormenores del plan de rescate. Se arremangó la camisa y comenzó a pelar papas para el puré del mediodía.
____–La comida que trajimos se termina hoy con la cena. Mañana tendremos que comprar algo, espero que en este pueblo fantasma haya algún sitio. ¿Viste algún mercado? –le preguntó a Sebastián.
____–¿Mercado? No y eso que anduve por todos lados. Es raro, no vi negocios...
____–De todas formas no te preocupés, la gente tiene que comer en esta Aldea. Preguntaremos dónde consiguen sus alimentos –dijo el padre. A la mujer, por más voluntad que pusiera, el lugar cada vez le gustaba menos. El padre ya no tenía argumentos para defenderlo. La comida pronto estuvo lista y almorzaron entre risas y una charla fluida. Sebastián ayudó a levantar la mesa y luego se retiró a su habitación a descansar por que sentía sus piernas y brazos fatigados. Se tiró vestido en la cama y pronto se quedó dormido. Soñó que el plan era descubierto por los Gríseos y que lo atrapaban junto a sus amigos. Eran llevados a una Unidad de Detención. Recorrían pasillos que no tenían fin hasta que los encerraban en una de las mazmorras de Prorena. Los Gríseos y los Ciegos se divertían amenazándolos con arrojarlos a los Pozos Negros Sin Retorno...



© Gustavo Prego



Las últimas Hamadríades [1]

Arturo Cancela


La parra y la higuera

D. Bartolomé Gordillo vio la luz por primera vez en Buenos Aires allá por el mes de enero de 1862. Nunca esta metáfora inevitable en las biografías estuvo más justificada que en el presente caso, pues D. Bartolomé nació de día, en el mes más luminoso de Buenos Aires, y en una casa como las de aquel tiempo, visitada constantemente por el sol: diez habitaciones corridas, con dos patios, el último de los cuales sombreado por la parra tradicional y, al fondo, junto con los granados y la frondosa magnolia, la higuera familiar. ¡La parra y la higuera! Como las hadas tutelares de los cuentos de niños, se habían inclinado sobre su cuna y murmurado, al soplo de la brisa vespertina, bendiciones y promesas. Para los padres —pareja romántica de ceñida levita y pomposo miriñaque— aquella agitación de las hojas sobre la cabecita rubia de su primer hijo no significó otra cosa sino que había empezado a levantarse el viento.
—Hay que entrar la cuna —dijo el padre—, empieza la fresca.
[2]
—¡Desideria! —gritó la señora, abandonando la mecedora.
Vino la mulata y entre ambas llevaron la pesada cunita desde donde el niño sonreía a los pesados racimos pintones.
Desde aquella su primera salida al patio, el pequeño Bartolomé tuvo dos madrinas ignoradas, dos deidades benévolas que velaron por él con misteriosa fidelidad. De niño, sus frutos le hicieron conocer la inquietud del deseo, la dicha efímera del goce. De joven, su sombra alivió su cabeza trastornada por la declinación de los casos latinos y las miradas profundas de las bellas porteñas.
De hombre...

Los frutos prodigiosos

...de hombre D. Bartolomé Gordillo no tuvo más apoyo en la existencia que su parra y su higuera. No quiere decir esto que, como los paisanos de los cuentos de don Lucas Córdoba, haya pasado su vida a la sombra de la una o apoyado en el tronco de la otra, alimentándose parsimoniosamente de sus frutos, sino que gracias a sus brevas famosas y a la perfección de sus dorados racimos logró la consideración de sus jefes, la simpatía de sus vecinos y la asiduidad de unos parientes lejanos cuyos sentimientos familiares parecían agudizarse con la entrada del otoño.
El cólera del '78
[3] le había arrebatado a sus padres y huérfano a los dieciséis años sin otra compañía en el viejo caserón que la de una tía solterona, comenzó su vida consciente, desprovisto de ayuda, protección y consejo. Tímido, humilde, vestido siempre por su tía a la moda del año 60, el joven Bartolomé Gordillo pasó su primera mocedad transportando cartas de recomendación de unos personajes a otros, sin alcanzar jamás el empleo prometido. Hasta que un día, la vieja solterona tuvo la genial idea de acompañar la milésima carta obtenida con una bandeja de brevas y, ¡oh prodigio!, el nombramiento apareció a la semana siguiente.

El secreto del éxito

Después de este prodigioso resultado, D. Bartolomé Gordillo colgó para siempre la levita de rigor con que acompañaba a misa a su tía y hacía sus inveteradas visitas de postulante, y vistió, también para siempre, la chaquetilla de alpaca del empleado nacional. Pero la vistió con cierta seguridad, con la supersticiosa confianza de los que poseen un talismán: D. Bartolomé confiaba en sus higos.
Cuando llegaba la estación empezaba a distribuirlos por riguroso orden jerárquico. Desde el ministro hasta el superior inmediato, todos los funcionarios de la repartición conocieron, una vez por año, el placer de saborear sus brevas rojas y azucaradas, las más tempranas y dulces en todo el barrio del Alto. Cuando no, eran los racimos dorados en los que venía apresada la luz de las tardes otoñales.
De este diezmo anual no se hablaba nunca abiertamente en la oficina. Solamente, hacia el fin del verano, solía ocurrir que, inclinándose sobre la mesa, su jefe le preguntase:
—¿Y, Gordillo, cómo anda eso?
—Pintando, D. Roque.
[4]

El asedio al solar

A la sombra de la higuera D. Bartolomé fue cumpliendo una discreta carrera administrativa. Con el andar de los años había ido quedándose sin parientes ni amigos. La tía solterona murió poco después del primer ascenso; los parientes habían ido “desapareciendo” y la descendencia se desparramó; los viejos vecinos, tras la intendencia de D. Torcuato, habían dejado sus casas y, uno después del otro, se mudaron a los nuevos barrios del norte. D. Bartolomé quedó como único testigo del pasado señorial de aquella calle en que habían vivido los virreyes, los generales de la Independencia y los ministros de la Federación. Pero cuando le preguntaban si vivía solo replicaba con perfecta sinceridad:
—No, tengo una parra y una higuera.
Las dos hamadríades seguían influyendo favorablemente en el destino burocrático y en la consideración del “viejo Gordillo” y éste les devolvía el favor con sus cuidados asiduos y una lealtad a toda prueba.
Por ellas rehusó vender su casa todas las veces que se lo propusieron, y se lo propusieron muchas veces. Desde la presidencia de Juárez hasta la de Alvear, en todos los períodos de alza de la propiedad, los comisionistas y especuladores intentaron vanamente convencerlo con el ofrecimiento de cantidades siempre crecientes, pero D. Bartolomé sonreía y movía la cabeza.
Fue así como el viejo solar de los Gordillo quedó enclavado en pleno centro, como un residuo olvidado de tiempos idos. Al trasponer su umbral uno retrocedía tres largos cuartos de siglo.

Las últimas hamadríades

No pudiendo vencerlo de frente, el progreso lo fue cercando con astucia. Primero fue una enorme casa de departamentos que, elevándose por los fondos, privó de la primera luz de la mañana a su pequeña huerta. Ese año las brevas fueron más menudas y maduraron con retraso. Después, por el costado del Norte, elevado edificio de oficinas levantó sus paredes lisas que asombraron el jardín y los dos patios al pasar el mediodía. Esta vez la parra se secó y las brevas fueron escasas. Por último, en la acera de enfrente comenzó a levantarse un gran cinematógrafo que le cortó la última luz del crepúsculo, aunque, irónica compensación, lo inundaba, por la noche, con los reflejos rojizos de sus anuncios luminosos.
D. Bartolomé Gordillo fue secándose junto con su higuera. El pasado verano, desde una de las ventanas altas de la vecina casa de departamentos, aún podía vérselo, sentado frente a ella, espiando con ansiedad los últimos signos de la vida de su árbol tutelar. Los dos ancianos murieron juntos al final de la estación.
Hoy el solar se halla abandonado y los orgullosos edificios que lo rodean ignoran que han matado —asfixiándolas como en una mazmorra— a las últimas hamadríades de Buenos Aires.
De Campanarios y rascacielos
[1] Hamadríades: deidades paganas que habitan en los troncos de los árboles.
[2] La hora en que refresca.
[3] Temible epidemia que en 1878 azotó a la población de Buenos Aires.
[4] Se va concretando.






16 de abril de 2010

La loca y el relato del crimen


Ricardo Piglia
a Manolo Mosquera
I
Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento.
Las calles se aquietaban ya; oscuras y lustrosas bajaban con un suave declive y lo hacían avanzar plácidamente, sosteniendo el ala del sombrero cuando el viento del río le tocaba la cara. En ese momento las coperas entraban en el primer turno. A cualquier hora hay hombres buscando una mujer, andan por la ciudad bajo el sol pálido, cruzan furtivamente hacia los dancings que en el atardecer dejan caer sobre la ciudad una música dulce. Almada se sentía perdido, lleno de miedo y de desprecio. Con el desaliento regresaba el recuerdo de Larry: el cuerpo distante de la mujer, blando sobre la banqueta de cuero, las rodillas abiertas, el pelo rojo contra las lámparas celestes del New Deal. Verla de lejos, a pleno día, la piel gastada, las ojeras, vacilando contra la luz malva que bajaba del cielo: altiva, borracha, indiferente, como si él fuera una planta o un bicho. “Poder humillarla una vez”, pensó. “Quebrarla en dos para hacerla gemir y entregarse.”
En la esquina, el local del New Deal era una mancha ocre, corroída, más pervertida aun bajo la neblina de las seis de la tarde. Parado enfrente, retacón, ensimismado, Almada encendió un cigarrillo y levantó la cara como buscando en el aire el perfume maligno de Larry. Se sentía fuerte ahora, capaz de todo, capaz de entrar al cabaret y sacarla de un brazo y cachetearla hasta que obedeciera. “Años que quiero levantar vuelo”, pensó de pronto. “Ponerme por mi cuenta en Panamá, Quito, Ecuador.” En un costado, tendida en un zaguán, vio el bulto sucio de una mujer que dormía envuelta en trapos. Almada la empujó con un pie.
—Che, vos —dijo.
La mujer se sentó tanteando el aire y levantó la cara como enceguecida.
—¿Cómo te llamás? —dijo él.
—¿Quién?
—Vos. ¿O no me oís?
—Echevarne Angélica Inés —dijo ella, rígida—. Echevarne Angélica Inés, que me dicen Anahí.
—¿Y qué hacés acá?
—Nada —dijo ella—. ¿Me das plata?
—Ahá, ¿querés plata?
—La mujer se apretaba contra el cuerpo un viejo sobretodo de varón que la envolvía como una túnica.
—Bueno —dijo él—. Si te arrodillás y me besás los pies te doy mil pesos.
—¿Eh?
—¿Ves? Mirá —dijo Almada agitando el billete entre sus deditos mochos—. Te arrodillás y te lo doy.
—Yo soy ella, soy Anahí. La pecadora, la gitana.
—¿Escuchaste? —dijo Almada—. ¿O estás borracha?
—La macarena, ay macarena, llena de tules —cantó la mujer y empezó a arrodillarse contra los trapos que le cubrían la piel hasta hundir su cara entre las piernas de Almada. Él la miró desde lo alto, majestuoso, un brillo húmedo en sus ojitos de gato.
—Ahí tenés. Yo soy Almada —dijo y le alcanzó el billete—. Cómprate perfume.
—La pecadora. Reina y madre —dijo ella—. No hubo nunca en todo este país un hombre más hermoso que Juan Bautista Bairoletto, el jinete.
Por el tragaluz del dancing se oía sonar un piano débilmente, indeciso. Almada cerró las manos en los bolsillos y enfiló hacia la música, hacia los cortinados color sangre de la entrada.
—La macarena, ay macarena —cantaba la loca—. Llena de tules y sedas, la macarena, ay, llena de tules —cantó la loca.

Antúnez entró en el pasillo amarillento de la pensión de Viamonte y Reconquista, sosegado, manso ya, agradecido a esa sutil combinación de los hechos de la vida que él llamaba su destino. Hacía una semana que vivía con Larry. Antes se encontraban cada vez que él se demoraba en el New Deal sin elegir o querer admitir que iba por ella; después, en la cama, los dos se usaban con frialdad y eficacia, lentos, perversamente. Antúnez se despertaba pasado el mediodía y bajaba a la calle, olvidado ya del resplandor agrio de la luz en las persianas entornadas. Hasta que al fin una mañana, sin nada que lo hiciera prever, ella se paró desnuda en medio del cuarto y como si hablara sola le pidió que no se fuera. Antúnez se largó a reír: “¿Para qué?”, dijo. “¿Quedarme?”, dijo él, un hombre pesado, envejecido. “¿Para qué?”, le había dicho, pero ya estaba decidido, porque en ese momento empezaba a ser consciente de su inexorable decadencia, de los signos de ese fracaso que él había elegido llamar su destino. Entonces se dejó estar en esa pieza, sin nada que hacer salvo asomarse al balconcito de fierro para mirar la bajada de Viamonte y verla venir, lerda, envuelta en la neblina del amanecer. Se acostumbró al modo que tenía ella de entrar trayendo el cansancio de los hombres que le habían pagado copas y arrimarse, como encandilada, para dejar la plata sobre la mesa de luz. Se acostumbró también al pacto, a la secreta y querida decisión de no hablar del dinero, como si los dos supieran que la mujer pagaba de esa forma el modo que tenía él de protegerla de los miedos que de golpe le daban de morirse o de volverse loca.
“Nos queda poco de juego, a ella y a mí”, pensó llegando al recodo del pasillo, y en ese momento, antes de abrir la puerta de la pieza supo que la mujer se le había ido y que todo empezaba a perderse. Lo que no pudo imaginar fue que del otro lado encontraría la desdicha y la lástima, los signos de la muerte en los cajones abiertos y los muebles vacíos, en los frascos, perfumes y polvos de Larry tirados por el suelo: la despedida o el adiós escrito con rouge en el espejo del ropero, como un anuncio que hubiera querido dejarle la mujer antes de irse.
Vino él vino Almada vino a llevarme sabe todo lo nuestro vino al cabaret y es como un bicho una basura oh dios mío andate por favor te lo pido olvidame como si nunca hubiera estado en tu vida yo Larry por lo que más quieras no me busques porque él te va a matar
leyó Antúnez las letras temblorosas, dibujadas como una red en su cara reflejada en la luna del espejo.
II
A Emilio Renzi le interesaba la lingüística pero se ganaba la vida haciendo bibliográficas en el diario El Mundo: haber pasado cinco años en la Facultad especializándose en la fonología de Trubetzkoi y terminar escribiendo reseñas de media página sobre el desolado panorama literario nacional era sin duda la causa de su melancolía, de ese aspecto concentrado y un poco metafísico que lo acercaba a los personajes de Roberto Arlt.
El tipo que hacía policiales estaba enfermo la tarde en que la noticia del asesinato de Larry llegó al diario. El viejo Luna decidió mandar a Renzi a cubrir la información porque pensó que obligarlo a mezclarse en esa historia de putas baratas y cafishios le iba a hacer bien. Habían encontrado a la mujer cosida a puñaladas a la vuelta del New Deal; el único testigo del crimen era una pordiosera medio loca que decía llamarse Angélica Echevarne. Cuando la encontraron acunaba el cadáver como si fuera una muñeca y repetía una historia incomprensible. La Policía detuvo esa misma mañana a Juan Antúnez, el tipo que vivía con la copera, y el asunto parecía resuelto.
—Tratá de ver si podés inventar algo que sirva —le dijo el viejo Luna—. Andáte hasta el Departamento que a las seis dejan entrar al periodismo.
En el Departamento de policía Renzi encontró a un solo periodista, un tal Rinaldi, que hacía crímenes en el diario La Prensa. El tipo era alto y tenía la piel esponjosa, como si recién hubiera salido del agua. Los hicieron pasar a una salita pintada de celeste que parecía un cine: cuatro lámparas alumbraban con una luz violenta una especie de escenario de madera. Por allí sacaron a un hombre altivo que se tapaba la cara con las manos esposadas: enseguida el lugar se llenó de ángulos. El tipo parecía flotar en una niebla y cuando bajó las manos miró a Renzi con ojos suaves.
—Yo no he sido —dijo—. Ha sido el gordo Almada, pero a ése lo protegen de arriba.
Incómodo, Renzi sintió que el hombre le hablaba sólo a él y le exigía ayuda.
—Seguro fue éste —dijo Rinaldi cuando se lo llevaron—. Soy capaz de olfatear un criminal a cien metros: todos tienen la misma cara de gato meado, todos dicen que no fueron y hablan como si estuvieran soñando.
—Me pareció que decía la verdad.
—Siempre parecen decir la verdad. Ahí está la loca. La vieja entró mirando la luz y se movió por la tarima con un leve balanceo, como si caminara atada. En cuanto empezó a oírla Renzi encendió su grabador.
—Yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que pertenece que perteneció y va a pertenecer a Juan Bautista Bairoletto el jinete por ese hombre le estoy diciendo váyase de aquí enemigo mala entraña o no ve que quiere sacarme la piel a lonjas y hacer visos encajes ropa de tul trenzando el pelo de la Anahí gitana la macarena, ay macarena una arrastrada sos no tenés alma y el brillo en esa mano un pedernal tomo ácido te juro si te acercás tomo ácido pecadora loca de envidia porque estoy limpia yo de todo mal soy una santa Echevarne Angélica Inés que me dicen Anahí tenía razón Hitler cuando dijo hay que matar a todos los entrerrianos soy bruja y soy gitana y soy la reina que teje un tul hay que tapar el brillo de esa mano un pedernal, el brillo que la hizo morir por qué te sacás el antifaz mascarita que me vio o no me vio y le habló de ese dinero Madre María Madre María en el zaguán Anahí fue gitana y fue reina y fue amiga de Evita Perón y dónde está el purgatorio si no estuviera en Lanús donde llevaron a la virgen con careta en esa máquina con un moño de tul para taparle la cara que la he tenido blanca por la inocencia.
—Parece una parodia de Macbeth —susurró, erudito, Rinaldi—. Se acuerda ¿no? El cuento contado por un loco que nada significa.
—Por un idiota, no por un loco —rectificó Renzi—. Por un idiota. ¿Y quién le dijo que no significa nada?
La mujer seguía hablando de cara a la luz.
—Por qué me dicen traidora sabe por qué le voy a decir porque a mí me amaba el hombre más hermoso en esta tierra Juan Bautista Bairoletto jinete de poncho inflado en el aire es un globo un globo gordo que flota bajo la luz amarilla no te acerqués si te acercás te digo no me toqués con la espada porque en la luz es donde yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que perteneció que pertenece y que va a pertenecer.
—Vuelve a empezar —dijo Rinaldi.
—Tal vez está tratando de hacerse entender.
—¿Quién? ¿Esa? Pero no ve lo rayada que está —dijo mientras se levantaba de la butaca—. ¿Viene?
—No. Me quedo.
—Oiga viejo. ¿No se dio cuenta que repite siempre lo mismo desde que la encontraron?
—Por eso —dijo Renzi controlando la cinta del grabador—. Por eso quiero escuchar: porque repite siempre lo mismo.

Tres horas más tarde Emilio Renzi desplegaba sobre el sorprendido escritorio del viejo Luna una transcripción literal del monólogo de la loca, subrayado con lápices de distintos colores y cruzado de marcas y de números.
—Tengo la prueba de que Antúnez no mató a la mujer. Fue otro, un tipo que él nombró, un tal Almada, el gordo Almada.
—¿Qué me contás? —dijo Luna, sarcástico—. Así que Antúnez dice que fue Almada y vos le creés.
—No. Es la loca que lo dice; la loca que hace diez horas repite siempre lo mismo sin decir nada. Pero precisamente porque repite lo mismo se la puede entender. Hay una serie de reglas en lingüística, un código que se usa para analizar el lenguaje psicótico.
—Decime pibe —dijo Luna lentamente—. ¿Me estás cargando?
—Espere, déjeme hablar un minuto. En un delirio el loco repite, o mejor, está obligado a repetir ciertas estructuras verbales que son fijas, como un molde ¿se da cuenta? un molde que va llenando con palabras. Para analizar esa estructura hay 36 categorías verbales que se llaman operadores lógicos. Son como un mapa, usted los pone sobre lo que dicen y se da cuenta que el delirio está ordenado, que repite esas fórmulas. Lo que no entra en ese orden, lo que no se puede clasificar, lo que sobra, el desperdicio, es lo nuevo: es lo que el loco trata de decir a pesar de la compulsión repetitiva. Yo analicé con ese método el delirio de esa mujer. Si usted mira va a ver que ella repite una cantidad de fórmulas, pero hay una serie de frases, de palabras que no se pueden clasificar, que quedan fuera de esa estructura. Yo hice eso y separé esas palabras y ¿qué quedó? —dijo Renzi levantando la cara para mirar al viejo Luna—. ¿Sabe qué queda? Esta frase: El hombre gordo la esperaba en el zaguán y no me vio y le habló de dinero y brilló esa mano que la hizo morir. ¿Se da cuenta —remató Renzi, triunfal—. El asesino es el gordo Almada.
El viejo Luna lo miró impresionado y se inclinó sobre el papel.
—¿Ve? —insistió Renzi—. Fíjese que ella va diciendo esas palabras, las subrayadas en rojo, las va diciendo entre los agujeros que se puede hacer en medio de lo que está obligada a repetir, la historia de Bairoletto, la virgen y todo el delirio. Si se fija en las diferentes versiones va a ver que las únicas palabras que cambian de lugar son esas con las que ella trata de contar lo que vio.
—Che, pero qué bárbaro. ¿Eso lo aprendiste en la Facultad?
—No me joda.
—No te jodo, en serio te digo. ¿Y ahora qué vas a hacer con todos estos papeles? ¿La tesis?
—¿Cómo qué voy a hacer? Lo vamos a publicar en el diario.
El viejo Luna sonrió como si le doliera algo.
—Tranquilizate pibe. ¿O pensás que este diario se dedica a la lingüística?
—Hay que publicarlo ¿no se da cuenta? Así lo pueden usar los abogados de Antúnez. ¿No ve que ese tipo es inocente?
—Oíme, el tipo ese está cocinado, no tiene abogados, es un cafishio, la mató porque a la larga siempre terminan así las locas esas. Me parece fenómeno el jueguito de palabras, pero paramos acá. Hacé una nota de cincuenta líneas contando que a la mina la mataron a puñaladas.
—Escuche, señor Luna —lo cortó Renzi—. Ese tipo se va a pasar lo que le queda de vida metido en cana.
—Ya sé. Pero yo hace treinta años que estoy metido en este negocio y sé una cosa: no hay que buscarse problemas con la policía. Si ellos te dicen que lo mató la Virgen María, vos escribís que lo mató la Virgen María.
—Está bien —dijo Renzi juntando los papeles—. En ese caso voy a mandarle los papeles al juez.
—Decime ¿vos te querés arruinar la vida? ¿Una loca de testigo para salvar a un cafishio? ¿Por qué te querés mezclar?
—En la cara le brillaban un dulce sosiego, una calma que nunca le había visto—. Mirá, tomate el día franco, andá al cine, hacé lo que quieras, pero no armes lío. Si te enredás con la policía te echo del diario.
Renzi se sentó frente a la máquina y puso un papel en blanco. Iba a redactar su renuncia; iba a escribir una carta al juez. Por las ventanas, las luces de la ciudad parecían grietas en la oscuridad. Prendió un cigarrillo y estuvo quieto, pensando en Almada, en Larry, oyendo a la loca que hablaba de Bairoletto. Después bajó la cara y se largó a escribir casi sin pensar, como si alguien le dictara:
Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo —empezó a escribir Renzi—, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento.
De Prisión perpetua

15 de abril de 2010






____Despertó sobresaltado no sólo por la pesadilla sino por que había dormido demasiado y no dispondría de mucho tiempo para reunir a los Amigos del Bosque.
____–¿Por qué me dejaron dormir tanto? –recriminó a sus padres que estaban jugando a las cartas en el comedor.
____–Es que te vimos tan cansado que juzgamos apropiado que durmieras una buena siesta –dijo su madre.
____–Ahora que recuperaste tus fuerzas podrás salir a dar una vuelta por allí –agregó el padre
____–Tengo café recién preparado –ofreció su madre.
____–No, mamá, gracias, tomaré un baso de jugo y saldré por allí un rato –dijo Sebastián.
____Así lo hizo y se despidió de sus padres que continuaron con su partida de naipes. “Por dónde empezar” pensaba Sebastián al tiempo que se internaba en la niebla de la Aldea. Al primero que consideró conveniente avisar fue al Hacedor. Enfiló para su casa pero la niebla era tan espesa que desembocó en una calle equivocada. No se podía ver absolutamente nada. Lo lógico era retornar a la cabaña y empezar el trayecto de nuevo. Recordaba las indicaciones de Lethien del día anterior. “¿Cómo pude equivocarme?”. “Si la casa del Hacedor es sobre la misma calle de la cabaña”, sólo que hacia el final, unas tres cuadras, la última de todas. La niebla no le dejaba ver casi las manos. Caminar así era como estar ciego. Avanzó a tientas con riesgo de tropezar cuando vio que de unas hendijas, de la pared donde estaba apoyado, salían bocanadas de espesa niebla. “Cualquiera diría que la niebla sale de esta casa” y su curiosidad lo dominó una vez más. Golpeó con fuerza en la puerta de la casa y nadie salió a abrirle. Tanteó el picaporte y cedió con facilidad. Penetró a un recibidor oscuro. Sólo se oía el trajinar de una máquina detrás de una puerta metálica. Ya que había llegado hasta allí no se iba a detener. Abrió la segunda puerta y pasó a un amplio salón donde una máquina trabajaba esforzadamente y de donde salían enormes tubos de metal. A su lado un hombre dormía arrellanado en un sillón. Sebastián se le acercó y le tocó un brazo. El hombre no se dio por enterado continuando con su siesta.
____–¡Oiga, diga, escuche! –insistió Sebastián levantando el tono de voz y zamarreándolo suavemente.
____–¡Eh! ¿Qué pasa, quién es? Yo no hice nada ¿Eh y tú quién diablos eres? –preguntó despabilándose y mirando con ojos soñolientos.
____–Vi salir mucha niebla de esta casa y entré para ver si había ocurrido algo por que nadie me atendía...
____–¡La máquina! –gritó arrojándose de cabeza hacia una palanca. Al girarla hacia la derecha la máquina hizo unos movimientos raros y se paró en seco. El hombre miró unos manómetros, tomó una planilla para cotejar datos y descubrió con horror que había descuidado su tarea por un par de horas. Volvió a su sillón y se dejó caer acongojado. Sebastián no sabía si interrumpir ese silencio con alguna de sus preguntas. El hombre alzó la vista y miró a Sebastián como si lo descubriera en ese preciso momento.
____–Gracias niño, me había quedado dormido. Debí haber parado la máquina hace un par de horas.
____–A ver si entendí. Esta es la máquina que hace la niebla de la Aldea –dijo Sebastián mirando fijamente al hombre.
____–Te pido que seas discreto. Este descuido me puede significar un severo castigo por parte del Excelentísimo Prorena –suplicó el hombre.
____–¿Vos trabajas para Prorena? –preguntó inocentemente el niño
____–Sí, yo soy el Fabricante de Niebla. La máquina no es toda de mi invención pero sí la fórmula química que produce la niebla –dijo con un dejo de orgullo pero sin poder superar su abatimiento.
____–¿Y por qué el Excelentísimo Prorena quiere que haya niebla constante en la Aldea? –preguntó Sebastián.
____–Eso no lo sé, yo recibo ordenes estrictas de que fabrique y suelte al exterior determinada cantidad de niebla. La suficiente como para que la visibilidad no sea mayor de cincuenta metros. Bueno, ahora debe ser tan espesa, debido a mi descuido, que no se debe ver ni a medio centímetro.
____–Así es –testificó Sebastián.
____–Bueno, ahora debes irte muchacho, no te pueden ver aquí. Pueden venir Gríseos por algún informe o con alguna orden y esto que vez es un secreto de gobierno –dijo el Fabricante de Niebla.
____–¿Decís que la fórmula es tuya? –preguntó Sebastián azuzando el orgullo del hombre.
____–Sí, la máquina realiza el trabajo de dosificación, mezclado y distribución por medio de las tuberías que ves allí. Pero el secreto está aquí –dijo y alzó una libreta muy manoseada que estaba en la mesa.
____–Bueno, pues tengo que felicitarte –dijo zalamero.
____–Gracias muchacho, gracias, es difícil que reconozcan el esfuerzo de alguien en estos tiempos –dijo el hombre volviendo la libreta a su sitio.
____–¿Y cada cuánto debes poner en funcionamiento la máquina? –preguntó Sebastián con la vista fija en la libreta.
____–En condiciones normales cada tres horas durante el día y a funcionamiento lento por la noche. Pero no es de confiar y tengo que vigilarla. Por eso estoy siempre con mucho sueño y me duermo a cada rato –explicó el Fabricante de Niebla que volvió a tenderse en el sillón.
____–¿Por qué decís en condiciones normales?
____–Bueno a veces llegan ordenes de acelerar el proceso de niebla –dijo el hombre bostezando, vencido por el cansancio– y tengo que poner en funcionamiento la máquina en menos tiempo y concentrar el preparado –explicó esto último ya con los ojos cerrados dominado por el sueño.
____–Descansá, que yo me voy –dijo Sebastián. El hombre contestó con un ronquido.
____–Me voy –repitió el niño levantando su voz. Nada. El hombre estaba profundamente dormido.
____–Excelente –dijo Sebastián tomando la libreta de la mesa.



© Gustavo Prego


12 de abril de 2010

Ritmo de otoño

Federico García Lorca


a Manuel Angeles


Amargura dorada en el paisaje.
El corazón escucha.

En la tristeza húmeda el viento dijo:
Yo soy todo de estrellas derretidas,
sangre del infinito.
Con mi roce descubro los colores
de los fondos dormidos.
Voy herido de místicas miradas,
yo llevo los suspiros
en burbujas de sangre invisibles
hacia el sereno triunfo
del amor inmortal lleno de Noche.
Me conocen los niños,
y me cuajo en tristezas.
Sobre cuentos de reinas y castillos,
soy copa de luz. Soy incensario
de cantos desprendidos
que cayeron envueltos en azules
transparencias de ritmo.
En mi alma perdiéronse solemnes
carne y alma de Cristo,
y finjo la tristeza de la tarde
melancólico y frío.
El bosque innumerable.

Llevo las carabelas de los sueños
a lo desconocido.
Y tengo la amargura solitaria
de no saber mi fin ni mi destino.
Las palabras del viento eran suaves
con hondura de lirios.
Mi corazón durmiose en la tristeza
del crepúsculo.
Sobre la parda tierra de la estepa
los gusanos dijeron sus delirios.
Soportamos tristezas
al borde del camino.
Sabemos de las flores de los bosques,
del canto monocorde de los grillos,
de la lira sin cuerdas que pulsamos,
del oculto sendero que seguimos.
Nuestro ideal no llega a las estrellas,
es sereno, sencillo:
quisiéramos hacer miel, como abejas,
o tener dulce voz o fuerte grito,
o fácil caminar sobre las hierbas,
o senos donde mamen nuestros hijos.

Dichosos los que nacen mariposas
o tienen luz de luna en su vestido.
¡Dichosos los que cortan la rosa
y recogen el trigo!
¡Dichosos los que dudan de la muerte
teniendo Paraíso,
y el aire que recorre lo que quiere
seguro de infinito!
Dichosos los gloriosos y los fuertes,
los que jamás fueron compadecidos,
los que bendijo y sonrió triunfante
el hermano Francisco.
Pasamos mucha pena
cruzando los caminos.
Quisiéramos saber lo que nos hablan
los álamos del río.

Y en la muda tristeza de la tarde
respondioles el polvo del camino:
Dichosos, ¡oh gusanos!, que tenéis
justa conciencia de vosotros mismos,
y formas y pasiones,
y hogares encendidos.
Yo en el sol me disuelvo
siguiendo al peregrino,
y cuando pienso ya en la luz quedarme,
caigo al suelo dormido.

Los gusanos lloraron, y los árboles,
moviendo sus cabezas pensativos,
dijeron: El azul es imposible.
Creíamos alcanzarlo cuando niños,
y quisiéramos ser como las águilas
ahora que estamos por el rayo heridos.
De las águilas es todo el azul.
Y el águila a lo lejos:
¡No, no es mío!
Porque el azul lo tienen las estrellas
entre sus claros brillos.
Las estrellas: Tampoco lo tenemos:
está entre nosotras escondido.
Y la negra distancia: El azul
lo tiene la esperanza en su recinto.
Y la esperanza dice quedamente
desde el reino sombrío:
Vosotros me inventasteis corazones,
Y el corazón:
¡Dios mío!

El otoño ha dejado ya sin hojas
los álamos del río.

El agua ha adormecido en plata vieja
al polvo del camino.
Los gusanos se hunden soñolientos
en sus hogares fríos.
El águila se pierde en la montaña;
el viento dice: Soy eterno ritmo.
Se oyen las nanas a las cunas pobres,
y el llanto del rebaño en el aprisco.

La mojada tristeza del paisaje
enseña como un lirio
las arrugas severas que dejaron
los ojos pensadores de los siglos.

Y mientras que descansan las estrellas
sobre el azul dormido,
mi corazón ve su ideal lejano
y pregunta:
¡Dios mío!
Pero, Dios mío, ¿a quién?
¿Quién es Dios mío?
¿Por qué nuestra esperanza se adormece
y sentimos el fracaso lírico
y los ojos se cierran comprendiendo
todo el azul?

Sobre el paisaje viejo y el hogar humeante
quiero lanzar mi grito,
sollozando de mí como el gusano
deplora su destino.
Pidiendo lo del hombre, Amor inmenso
y azul como los álamos del río.
Azul de corazones y de fuerza,
el azul de mí mismo,
que me ponga en las manos la gran llave
que fuerce al infinito.
Sin terror y sin miedo ante la muerte,
escarchado de amor y de lirismo,
aunque me hiera el rayo como al árbol
y me quede sin hojas y sin grito.

Ahora tengo en la frente rosas blancas
y la copa rebosando vino.



1920


10 de abril de 2010

Cóndores

Los cóndores se agrupan para dormir
en la roca solitaria de la sombra,
encogidas las cabezas en las curvas de las alas,
bajo el oscuro viento de los frailejones.
Alguna estrella ilumina sus ojos
que aún vigilan en la noche,
y abajo, en el abismo de las luciérnagas,
el sueño mueve las cabezas ásperas de las serpientes.
De piedra en piedra baja la montaña,
de silencio en silencio de la muerte,
donde bala escondida alguna oveja.
La noche reúne sonidos en los precipicios,
brillan las ramas deshojadas,
como hielo de relámpago
en la frontera melódica de los cráneos.


Vicente Gerbasi

8 de abril de 2010


La salud de los enfermos

Julio Cortázar
Cuando inesperadamente tía Clelia se sintió mal, en la familia hubo un momento de pánico y por varias horas nadie fue capaz de reaccionar y discutir un plan de acción, ni siquiera tío Roque que encontraba siempre la salida más atinada. A Carlos lo llamaron por teléfono a la oficina, Rosa y Pepe despidieron a los alumnos de piano y solfeo, y hasta tía Clelia se preocupó más por mamá que por ella misma. Estaba segura de que lo que sentía no era grave, pero a mamá no se le podían dar noticias inquietantes con su presión y su azúcar, de sobra sabían todos que el doctor Bonifaz había sido el primero en comprender y aprobar que le ocultaran a mamá lo de Alejandro. Si tía Clelia tenía que guardar cama era necesario encontrar alguna manera de que mamá no sospechara que estaba enferma, pero ya lo de Alejandro se había vuelto tan difícil y ahora se agregaba esto; la menor equivocación, y acabaría por saber la verdad. Aunque la casa era grande, había que tener en cuenta el oído tan afinado de mamá y su inquietante capacidad para adivinar dónde estaba cada uno. Pepa, que había llamado al doctor Bonifaz desde el teléfono de arriba, avisó a sus hermanos que el médico vendría lo antes posible y que dejaran entornada la puerta cancel para que entrase sin llamar. Mientras Rosa y tío Roque atendían a tía Clelia que había tenido dos desmayos y se quejaba de un insoportable dolor de cabeza, Carlos se quedó con mamá para contarle las novedades del conflicto diplomático con el Brasil y leerle las últimas noticias. Mamá estaba de buen humor esa tarde y no le dolía la cintura como casi siempre a la hora de la siesta. A todos les fue preguntando qué les pasaba que parecían tan nerviosos, y en la casa se habló de la baja presión y de los efectos nefastos de los mejoradores en el pan. A la hora del té vino tío Roque a charlar con mamá, y Carlos pudo darse un baño y quedarse a la espera del médico. Tía Clelia seguía mejor, pero le costaba moverse en la cama y ya casi no se interesaba por lo que tanto la había preocupado al salir del primer vahído. Pepa y Rosa se turnaron junto a ella, ofreciéndole té y agua sin que les contestara; la casa se apaciguó con el atardecer y los hermanos se dijeron que tal vez lo de tía Clelia no era grave, y que a la tarde siguiente volvería a entrar en el dormitorio de mamá como si no le hubiese pasado nada.
Con Alejandro las cosas habían sido mucho peores, porque Alejandro se había matado en un accidente de auto a poco de llegar a Montevideo donde lo esperaban en casa de un ingeniero amigo. Ya hacía casi un año de eso, pero siempre seguía siendo el primer día para los hermanos y los tíos, para todos menos para mamá, ya que para mamá Alejandro estaba en el Brasil donde una firma de Recife le había encargado la instalación de una fábrica de cemento. La idea de preparar a mamá, de insinuarle que Alejandro había tenido un accidente y que estaba levemente herido, no se les había ocurrido siquiera después de las prevenciones del doctor Bonifaz. Hasta María Laura, más allá de toda comprensión en esas primeras horas, había admitido que no era posible darle la noticia a mamá. Carlos y el padre de María Laura viajaron al Uruguay para traer el cuerpo de Alejandro, mientras la familia cuidaba como siempre de mamá que ese día estaba dolorida y difícil. El club de ingeniería aceptó que el velorio se hiciera en su sede y Pepa, la más ocupada con mamá, ni siquiera alcanzó a ver el ataúd de Alejandro mientras los otros se turnaban de hora en hora y acompañaban a la pobre María Laura perdida en un horror sin lágrimas. Como casi siempre, a tío Roque le tocó pensar. Habló de madrugada con Carlos, que lloraba silenciosamente a su hermano con la cabeza apoyada en la carpeta verde de la mesa del comedor donde tantas veces habían jugado a las cartas. Después se les agregó tía Clelia, porque mamá dormía toda la noche y no había que preocuparse por ella. Con el acuerdo tácito de Rosa y de Pepa, decidieron las primeras medidas, empezando por el secuestro de La Nación –a veces mamá se animaba a leer el diario unos minutos– y todos estuvieron de acuerdo con lo que había pensado el tío Roque. Fue así como una empresa brasileña contrató a Alejandro para que pasara un año en Recife, y Alejandro tuvo que renunciar en pocas horas a sus breves vacaciones en casa del ingeniero amigo, hacer su valija y saltar al primer avión. Mamá tenía que comprender que eran nuevos tiempos, que los industriales no entendían de sentimientos, pero Alejandro ya encontraría la manera de tomarse una semana de vacaciones a mitad de año y bajar a Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien todo eso, aunque lloró un poco y hubo que darle a respirar sus sales. Carlos, que sabía hacerla reír, le dijo que era una vergüenza que llorara por el primer éxito del benjamín de la familia, y que a Alejandro no le hubiera gustado enterarse de que recibían así la noticia de su contrato. Entonces mamá se tranquilizó y dijo que bebería un dedo de málaga a la salud de Alejandro. Carlos salió bruscamente a buscar el vino, pero fue Rosa quien lo trajo y quien brindó con mamá.
La vida de mamá era bien penosa, y aunque poco se quejaba había que hacer todo lo posible por acompañarla y distraerla. Cuando al día siguiente del entierro de Alejandro se extrañó de que María Laura no hubiese venido a visitarla como todos los jueves, Pepa fue por la tarde a casa de los Novalli para hablar con María Laura. A esa hora tío Roque estaba en el estudio de un abogado amigo, explicándole la situación; el abogado prometió escribir inmediatamente a su hermano que trabajaba en Recife (las ciudades no se elegían al azar en casa de mamá) y organizar lo de la correspondencia. El doctor Bonifaz ya había visitado como por casualidad a mamá, y después de examinarle la vista la encontró bastante mejor pero le pidió que por unos días se abstuviera de leer los diarios. Tía Clelia se encargó de comentarle las noticias más interesantes; por suerte a mamá no le gustaban los noticieros radiales porque eran vulgares y a cada rato había avisos de remedios nada seguros que la gente tomaba contra viento y marea y así les iba.
María Laura vino el viernes por la tarde y habló de lo mucho que tenía que estudiar para los exámenes de arquitectura.
–Sí, mi hijita –dijo mamá, mirándola con afecto–. Tenés los ojos colorados de leer, y eso es malo. Ponete unas compresas con hamamelis, que es lo mejor que hay.
Rosa y Pepa estaban ahí para intervenir a cada momento en la conversación, y María Laura pudo resistir y hasta sonrió cuando mamá se puso a hablar de ese pícaro de novio que se iba tan lejos y casi sin avisar. La juventud moderna era así, el mundo se había vuelto loco y todos andaban apurados y sin tiempo para nada. Después mamá se perdió en las ya sabidas anécdotas de padres y abuelos, y vino el café y después entró Carlos con bromas y cuentos, y en algún momento tío Roque se paró en la puerta del dormitorio y los miró con su aire bonachón, y todo pasó como tenía que pasar hasta la hora del descanso de mamá.
La familia se fue habituando, a María Laura le costó más pero en cambio sólo tenía que ver a mamá los jueves; un día llegó la primera carta de Alejandro (mamá se había extrañado ya dos veces de su silencio) y Carlos se la leyó al pie de la cama. A Alejandro le había encantado Recife, hablaba del puerto, de los vendedores de papagayos y del sabor de los refrescos, a la familia se le hacía agua la boca cuando se enteraba de que los ananás no costaban nada, y que el café era de verdad y con una fragancia... Mamá pidió que le mostraran el sobre, y dijo que habría que darle la estampilla al chico de los Marolda que era filatelista, aunque a ella no le gustaba nada que los chicos anduvieran con las estampillas porque después no se lavaban las manos y las estampillas habían rodado por todo el mundo.
–Les pasan la lengua para pegarlas –decía siempre mamá– y los microbios quedan ahí y se incuban, es sabido. Pero dásela lo mismo, total ya tiene tantas que una más...
Al otro día mamá llamó a Rosa y le dictó una carta para Alejandro, preguntándole cuándo iba a poder tomarse vacaciones y si el viaje no le costaría demasiado. Le explicó cómo se sentía y le habló del ascenso que acababan de darle a Carlos y del premio que había sacado uno de los alumnos de piano de Pepa. También le dijo que María Laura la visitaba sin faltar ni un solo jueves, pero que estudiaba demasiado y que eso era malo para la vista. Cuando la carta estuvo escrita, mamá la firmó al pie con un lápiz, y besó suavemente el papel. Pepa se levantó con el pretexto de ir a buscar un sobre, y tía Clelia vino con las pastillas de las cinco y unas flores para el jarrón de la cómoda.
Nada era fácil, porque en esa época la presión de mamá subió todavía más y la familia llegó a preguntarse si no habría alguna influencia inconsciente, algo que desbordaba del comportamiento de todos ellos, una inquietud y un desánimo que hacían daño a mamá a pesar de las precauciones y la falsa alegría. Pero no podía ser, porque a fuerza de fingir las risas todos habían acabado por reírse de veras con mamá, y a veces se hacían bromas y se tiraban manotazos aunque no estuvieran con ella, y después se miraban como si se despertaran bruscamente, y Pepa se ponía muy colorada y Carlos encendía un cigarrillo con la cabeza gacha. Lo único importante en el fondo era que pasara el tiempo y que mamá no se diese cuenta de nada. Tío Roque había hablado con el doctor Bonifaz, y todos estaban de acuerdo en que había que continuar indefinidamente la comedia piadosa, como la calificaba tía Clelia. El único problema eran las visitas de María Laura porque mamá insistía naturalmente en hablar de Alejandro, quería saber si se casarían apenas él volviera de Recife o si ese loco de hijo iba a aceptar otro contrato lejos y por tanto tiempo. No quedaba más remedio que entrar a cada momento en el dormitorio y distraer a mamá, quitarle a María Laura que se mantenía muy quieta en su silla, con las manos apretadas hasta hacerse daño, pero un día mamá le preguntó a tía Clelia por qué todos se precipitaban en esa forma cuando María Laura venía a verla, como si fuera la única ocasión que tenían de estar con ella. Tía Clelia se echó a reír y le dijo que todos veían un poco a Alejandro en María Laura, y que por eso les gustaba estar con ella cuando venía.
–Tenés razón, María Laura es tan buena –dijo mamá–. El bandido de mi hijo no se la merece, creéme.
–Mirá quién habla –dijo tía Clelia–. Si se te cae la baba cuando nombrás a tu hijo.
Mamá también se puso a reír, y se acordó de que en esos días iba a llegar carta de Alejandro.
La carta llegó y tío Roque la trajo junto con el té de las cinco. Esa vez mamá quiso leer la carta y pidió sus anteojos de ver cerca. Leyó aplicadamente, como si cada frase fuera un bocado que había que dar vueltas y vueltas paladeándolo.
–Los muchachos de ahora no tienen respeto –dijo sin darle demasiada importancia–. Está bien que en mi tiempo no se usaban esas máquinas, pero yo no me hubiera atrevido jamás a escribir así a mi padre, ni vos tampoco.
–Claro que no –dijo tío Roque–. Con el genio que tenía el viejo.
–A vos no se te cae nunca eso del viejo, Roque. Sabés que no me gusta oírtelo decir, pero te da igual. Acordate cómo se ponía mamá.
–Bueno, está bien. Lo de viejo es una manera de decir, no tiene nada que ver con el respeto.
–Es muy raro –dijo mamá, quitándose los anteojos y mirando las molduras del cielo raso–.
Ya van cinco o seis cartas de Alejandro, y en ninguna me llama... Ah, Pero es un secreto entre los dos. Es raro, sabés. ¿Por qué no me ha llamado así ni una sola vez?
–A lo mejor al muchacho le parece tonto escribírtelo. Una cosa es que te diga... ¿cómo te dice...?
–Es un secreto –dijo mamá–. Un secreto entre mi hijito y yo.
Ni Pepa ni Rosa sabían de ese nombre, y Carlos se encogió de hombros cuando le preguntamos.
–¿Qué querés, tío? Lo más que puedo hacer es falsificarle la firma. Yo creo que mamá se va a olvidar de eso, no te lo tomes tan a pecho.
A los cuatro o cinco meses, después de una carta de Alejandro en la que explicaba lo mucho que tenía que hacer (aunque estaba contento porque era una gran oportunidad para un ingeniero joven), mamá insistió en que ya era tiempo de que se tomara unas vacaciones y bajara a Buenos Aires. A Rosa, que escribía la respuesta de mamá, le pareció que dictaba más lentamente, como si hubiera estado pensando mucho cada frase.
–Vaya a saber si el pobre podrá venir –comentó Rosa como al descuido–. Sería una lástima que se malquiste con la empresa justamente ahora que le va tan bien y está tan contento.
Mamá siguió dictando como si no hubiera oído. Su salud dejaba mucho que desear y le hubiera gustado ver a Alejandro, aunque sólo fuese por unos días. Alejandro tenía que pensar también en María Laura, no porque ella creyese que descuidaba a su novia, pero un cariño no vive de palabras bonitas y promesas a la distancia. En fin, esperaba que Alejandro le escribiera pronto con buenas noticias. Rosa se fijó que mamá no besaba el papel después de firmar, pero que miraba fijamente la carta como si quisiera grabársela en la memoria. “Pobre Alejandro”, pensó Rosa, y después se santiguó bruscamente sin que mamá la viera.
–Mirá –le dijo tío Roque a Carlos cuando esa noche se quedaron solos para su partida de dominó–, yo creo que esto se va a poner feo. Habrá que inventar alguna cosa plausible, o al final se dará cuenta.
–Qué sé yo, tío. Lo mejor será que Alejandro conteste de una manera que la deje contenta por un tiempo más. La pobre está tan delicada, no se puede ni pensar en...
–Nadie habló de eso, muchacho. Pero yo te digo que tu madre es de las que no aflojan. Está en la familia, che.
Mamá leyó sin hacer comentarios la respuesta evasiva de Alejandro, que trataría de conseguir vacaciones apenas entregara el primer sector instalado de la fábrica. Cuando esa tarde llegó María Laura, le pidió que intercediera para que Alejandro viniese aunque no fuera más que una semana a Buenos Aires. María Laura le dijo después a Rosa que mamá se lo había pedido en el único momento en que nadie más podía escucharla. Tío Roque fue el primero en sugerir lo que todos habían pensado ya tantas veces sin animarse a decirlo por lo claro, y cuando mamá le dictó a Rosa otra carta para Alejandro, insistiendo en que viniera, se decidió que no quedaba más remedio que hacer la tentativa y ver si mamá estaba en condiciones de recibir una primera noticia desagradable. Carlos consultó al doctor Bonifaz, que aconsejó prudencia y unas gotas. Dejaron pasar el tiempo necesario, y una tarde tío Roque vino a sentarse a los pies de la cama de mamá, mientras Rosa cebaba un mate y miraba por la ventana del balcón, al lado de la cómoda de los remedios.
–Fijate que ahora empiezo a entender un poco por qué este diablo de sobrino no se decide a venir a vernos –dijo tío Roque–. Lo que pasa es que no te ha querido afligir, sabiendo que todavía no estás bien.
Mamá lo miró como si no comprendiera.
–Hoy telefonearon los Novalli, parece que María Laura recibió noticias de Alejandro. Está bien, pero no va a poder viajar por unos meses.
–¿Por qué no va a poder viajar? –preguntó mamá.
–Porque tiene algo en un pie, parece. En el tobillo, creo. Hay que preguntarle a María Laura para que diga lo que pasa. El viejo Novalli habló de una fractura o algo así.
–¿Fractura de tobillo? –dijo mamá.
Antes de que tío Roque pudiera contestar, ya Rosa estaba con el frasco de sales. El doctor Bonifaz vino en seguida, y todo pasó en unas horas, pero fueron horas largas y el doctor Bonifaz no se separó de la familia hasta entrada la noche. Recién dos días después mamá se sintió lo bastante repuesta como para pedirle a Pepa que le escribiera a Alejandro. Cuando Pepa, que no había entendido bien, vino como siempre con el block y la lapicera, mamá cerró los ojos y negó con la cabeza.
–Escribile vos, nomás. Decile que se cuide.
Pepa obedeció, sin saber por qué escribía una frase tras otra puesto que mamá no iba a leer la carta. Esa noche le dijo a Carlos que todo el tiempo, mientras escribía al lado de la cama de mamá, había tenido la absoluta seguridad de que mamá no iba a leer ni a firmar esa carta. Seguía con los ojos cerrados y no los abrió hasta la hora de la tisana: parecía haberse olvidado, estar pensando en otras cosas.
Alejandro contestó con el tono más natural del mundo, explicando que no había querido contar lo de la fractura para no afligirla. Al principio, se habían equivocado y le habían puesto un yeso que hubo que cambiar, pero ya estaba mejor y en unas semanas podría empezar a caminar. En total tenía para unos dos meses aunque lo malo era que su trabajo se había retrasado una barbaridad en el peor momento, y...
Carlos, que leía la carta en voz alta, tuvo la impresión de que mamá no lo escuchaba como otras veces. De cuando en cuando miraba el reloj, lo que en ella era signo de impaciencia. A las siete Rosa tenía que traerle el caldo con las gotas del doctor Bonifaz, y eran las siete y cinco.
–Bueno –dijo Carlos, doblando la carta–. Ya ves que todo va bien, al pibe no le ha pasado nada serio.
–Claro –dijo mamá–. Mirá, decile a Rosa que se apure, querés.
A María Laura, mamá le escuchó atentamente las explicaciones sobre la fractura de Alejandro y hasta le dijo que le recomendara unas fricciones que tanto bien le habían hecho a su padre cuando la caída del caballo en Matanzas. Casi en seguida, como si formara parte de la misma frase, preguntó si no le podían dar unas gotas de agua de azahar, que siempre le aclaraban la cabeza.
La primera en hablar fue María Laura, esa misma tarde. Se lo dijo a Rosa en la sala, antes de irse, y Rosa se quedó mirándola como si no pudiera creer lo que había oído.
–Por favor –dijo Rosa–. ¿Cómo podés imaginarte una cosa así?
–No me la imagino, es la verdad –dijo María Laura–. Y yo no vuelvo más, Rosa, pídanme lo que quieran, pero yo no vuelvo a entrar en esa pieza.
En el fondo a nadie le pareció demasiado absurda la fantasía de María Laura. Pero Clelia resumió el sentimiento de todos cuando dijo que en una casa como la de ellos un deber era un deber. A Rosa le tocó ir a lo de los Novalli, pero María Laura tuvo un ataque de llanto tan histérico que no quedó más remedio que acatar su decisión; Pepa y Rosa empezaron esa misma tarde a hacer comentarios sobre lo mucho que tenía que estudiar la pobre chica y lo cansada que estaba. Mamá no dijo nada, y cuando llegó el jueves no preguntó por María Laura. Ese jueves se cumplían diez meses de la partida de Alejandro al Brasil. La empresa estaba tan satisfecha de sus servicios, que unas semanas después le propusieron una renovación del contrato por otro año, siempre que aceptara irse de inmediato a Belén para instalar otra fábrica. A tío Roque le parecía eso formidable, un gran triunfo para un muchacho de tan pocos años.
–Alejandro fue siempre el más inteligente –explicó mamá–. Así como Carlos es el más tesonero.
–Tenés razón –dijo Roque, preguntándose de pronto qué mosca le habría picado aquel día a María Laura–. La verdad es que te han salido unos hijos que valen la pena, hermana.
–Oh, sí, no me puedo quejar. A su padre le hubiera gustado verlos ya grandes. Las chicas, tan buenas, y el pobre Carlos, tan de su casa.
–Y Alejandro, con tanto porvenir.
–Ah, sí –dijo mamá.
–Fijate nomás en ese nuevo contrato que le ofrecen... En fin, cuando estés con ánimo le contestarás a tu hijo; debe andar con la cola entre las piernas pensando que la noticia de la renovación no te va a gustar.
–Ah, sí –repitió mamá, mirando al cielo raso–. Decile a Pepa que le escriba, ella ya sabe.
Pepa escribió, sin estar muy segura de lo que debía decirle a Alejandro, pero convencida de que siempre era mejor tener un texto completo para evitar contradicciones en las respuestas. Alejandro, por su parte, se alegró mucho de que mamá comprendiera la oportunidad que se le presentaba. Lo del tobillo iba muy bien, apenas pudiera pediría vacaciones para venirse a estar con ellos una quincena. Mamá asintió con un leve gesto, y preguntó si ya había llegado La Razón para que Carlos le leyera telegramas. En la casa todo se había ordenado sin esfuerzo, ahora que parecían haber terminado los sobresaltos y la salud de mamá se mantenía estacionaria. Los hijos se turnaban para acompañarla; tío Roque y tía Clelia entraban y salían en cualquier momento. Carlos le leía el diario a mamá por la noche, y Pepa por la mañana. Rosa y tía Clelia se ocupaban de los medicamentos y los baños; tío Roque tomaba mate en su cuarto dos o tres veces al día. Mamá no estaba nunca sola, no preguntaba nunca por María Laura; cada tres semanas recibía sin comentarios las noticias de Alejandro; le decía a Pepa que contestara y hablaba de otra cosa, siempre inteligente y atenta y alejada.
Fue en esa época cuando tío Roque empezó a leerle las noticias de la tensión con el Brasil.
Las primeras las había escrito en los bordes del diario, pero mamá no se preocupaba por la perfección de la lectura y después de unos días tío Roque se acostumbró a inventar en el momento. Al principio acompañaba los inquietantes telegramas con algún comentario sobre los problemas que eso podría traerle a Alejandro y a los demás argentinos en el Brasil, pero como mamá no parecía preocuparse dejó de insistir aunque cada tantos días agravaba un poco la situación. En las cartas de Alejandro se mencionaba la posibilidad de una ruptura de relaciones, aunque el muchacho era el optimista de siempre y estaba convencido de que los cancilleres arreglarían el litigio.
Mamá no hacía comentarios, tal vez porque aún faltaba mucho para que Alejandro pudiera pedir licencia, pero una noche le preguntó bruscamente al doctor Bonifaz si la situación con el Brasil era tan grave como decían los diarios.
–¿Con el Brasil? Bueno, sí, las cosas no andan muy bien –dijo el médico–. Esperemos que el buen sentido de los estadistas...
Mamá lo miraba como sorprendida de que le hubiese respondido sin vacilar. Suspiró levemente, y cambió la conversación. Esa noche estuvo más animada que otras veces, y el doctor Bonifaz se retiró satisfecho. Al otro día se enfermó tía Clelia; los desmayos parecían cosa pasajera, pero el doctor Bonifaz habló con tío Roque y aconsejó que internaran a tía Clelia en un sanatorio. A mamá, que en ese momento escuchaba las noticias del Brasil que le traía Carlos con el diario de la noche, le dijeron que tía Clelia estaba con una jaqueca que no la dejaba moverse de la cama. Tuvieron toda la noche para pensar en lo que harían, pero tío Roque estaba como anonadado después de hablar con el doctor Bonifaz, y a Carlos y a las chicas les tocó decidir. A Rosa se le ocurrió lo de la quinta de Manolita Valle y el aire puro; al segundo día de la jaqueca de tía Clelia, Carlos llevó la conversación con tanta habilidad que fue como si mamá en persona hubiera aconsejado una temporada en la quinta de Manolita que tanto bien le haría a Clelia. Un compañero de oficina de Carlos se ofreció para llevarla en su auto, ya que el tren era fatigoso con esa jaqueca. Tía Clelia fue la primera en querer despedirse de mamá para que mamá le recomendase que no tomara frío en esos autos de ahora y que se acordara del laxante de frutas cada noche.
–Clelia estaba muy congestionada –le dijo maná a Pepa por la tarde–. Me hizo mala impresión, sabés.
–Oh, con unos días en la quinta se va a reponer lo más bien. Estaba un poco cansada estos meses; me acuerdo de que Manolita le había dicho que fuera a acompañarla a la quinta.
–¿Sí? Es raro, nunca me lo dijo.
–Por no afligirte, supongo.
–¿Y cuánto tiempo se va a quedar, hijita?
Pepa no sabía, pero ya le preguntarían al doctor Bonifaz que era el que había aconsejado el cambio de aire. Mamá no volvió a hablar del asunto hasta algunos días después (tía Clelia acababa de tener un síncope en el sanatorio, y Rosa se turnaba con tío Roque para acompañarla).
–Me pregunto cuándo va a volver Clelia –dijo mamá.
–Vamos, por una vez que la pobre se decide a dejarte y a cambiar un poco de aire...
–Sí, pero lo que tenía no era nada, dijeron ustedes.
–Claro que no es nada. Ahora se estará quedando por gusto, o por acompañar a Manolita; ya sabés cómo son de amigas.
–Telefoneá a la quinta y averiguá cuándo va a volver –dijo mamá.
Rosa telefoneó a la quinta, y le dijeron que tía Clelia estaba mejor, pero que todavía se sentía un poco débil, de manera que iba a aprovechar para quedarse. El tiempo estaba espléndido en Olavarría.
–No me gusta nada eso –dijo mamá–. Clelia ya tendría que haber vuelto.
–Por favor, mamá, no te preocupés tanto. ¿Por qué no te mejorás vos lo antes posible, y te vas con Clelia y Manolita a tomar sol a la quinta?
–¿Yo? –dijo mamá, mirando a Carlos con algo que se parecía al asombro, al escándalo, al insulto. Carlos se echó a reír para disimular lo que sentía (tía Clelia estaba gravísima, Pepa acababa de telefonear) y la besó en la mejilla como a una niña traviesa.
–Mamita tonta –dijo, tratando de no pensar en nada.
Esa noche mamá durmió mal y desde el amanecer preguntó por Clelia, como si a esa hora se pudieran tener noticias de la quinta (tía Clelia acababa de morir y habían decidido velarla en la funeraria). A las ocho llamaron a la quinta desde el teléfono de la sala, para que mamá pudiera escuchar la conversación, y por suerte tía Clelia había pasado bastante buena noche aunque el médico de Manolita aconsejaba que se quedase mientras siguiera el buen tiempo. Carlos estaba muy contento con el cierre de la oficina por inventario y balance, y vino en piyama a tomar mate al pie de la cama de mamá y a darle conversación.
–Mirá –dijo mamá–, yo creo que habría que escribirle a Alejandro que venga a ver a su tía. Siempre fue el preferido de Clelia, y es justo que venga.
–Pero si tía Clelia no tiene nada, mamá. Si Alejandro no ha podido venir a verte a vos, imaginate...
–Allá él –dijo mamá–. Vos escribile y decile que Clelia está enferma y que debería venir a verla.
–¿Pero cuántas veces te vamos a repetir que lo de tía Clelia no es grave?
–Si no es grave, mejor. Pero no te cuesta nada escribirle.
Le escribieron esa misma tarde y le leyeron la carta a mamá. En los días en que debía llegar la respuesta de Alejandro (tía Clelia seguía bien, pero el médico de Manolita insistía en que aprovechara el buen aire de la quinta), la situación diplomática con el Brasil se agravó todavía más y Carlos le dijo a mamá que no sería raro que las cartas de Alejandro se demoraran.
–Parecería a propósito –dijo mamá–. Ya vas a ver que tampoco podrá venir él.
Ninguno de ellos se decidía a leerle la carta de Alejandro. Reunidos en el comedor, miraban al lugar vacío de tía Clelia, se miraban entre ellos, vacilando.
–Es absurdo –dijo Carlos–. Ya estamos tan acostumbrados a esta comedia, que una escena más o menos...
–Entonces llevásela vos –dijo Pepa, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas y se los secaba una vez más con la servilleta.
–Qué querés, hay algo que no anda. Ahora cada vez que entro en su cuarto estoy como esperando una sorpresa, una trampa, casi.
–La culpa la tiene María Laura –dijo Rosa–. Ella nos metió la idea en la cabeza y ya no podemos actuar con naturalidad. Y para colmo tía Clelia...
–Mirá, ahora que lo decís se me ocurre que convendría hablar con María Laura –dijo tío Roque–. Lo más lógico sería que viniera después de sus exámenes y la diera a tu madre la noticia de que Alejandro no va a poder viajar.
–¿Pero a vos no te hiela la sangre que mamá no pregunte más por María Laura, aunque Alejandro la nombra en todas sus cartas?
–No se trata de la temperatura de mi sangre –dijo tío Roque–. Las cosas se hacen o no se hacen, y se acabó.
A Rosa le llevó dos horas convencer a María Laura, pero era su mejor amiga y María Laura los quería mucho, hasta a mamá aunque le diera miedo. Hubo que preparar una nueva carta, que María Laura trajo junto con un ramo de flores y las pastillas de mandarina que le gustaban a mamá. Sí, por suerte ya habían terminado los exámenes peores, y podría irse unas semanas a descansar a San Vicente.
–El aire del campo te hará bien –dijo mamá–. En cambio a Clelia... ¿Hoy llamaste a la quinta, Pepa? Ah, sí, recuerdo que me dijiste... Bueno, ya hace tres semanas que se fue Clelia, y mira vos...
María Laura y Rosa hicieron los comentarios del caso, vino la bandeja del té, y María Laura le leyó a mamá unos párrafos de la carta de Alejandro con la noticia de la internación provisional de todos los técnicos extranjeros, y la gracia que le hacía estar alojado en un espléndido hotel por cuenta del gobierno, a la espera de que los cancilleres arreglaran el conflicto. Mamá no hizo ninguna reflexión, bebió su taza de tilo y se fue adormeciendo. Las muchachas siguieron charlando en la sala, más aliviadas. María Laura estaba por irse cuando se le ocurrió lo del teléfono y se lo dijo a Rosa. A Rosa le parecía que también Carlos había pensado en eso, y más tarde le habló a tío Roque, que se encogió de hombros. Frente a cosas así no quedaba más remedio que hacer un gesto y seguir leyendo el diario. Pero Rosa y Pepa se lo dijeron también a Carlos, que renunció a encontrarle explicación a menos de aceptar lo que nadie quería aceptar.
–Ya veremos –dijo Carlos–. Todavía puede ser que se le ocurra y nos lo pida. En ese caso...
Pero mamá no pidió nunca que le llevaran el teléfono para hablar personalmente con tía Clelia. Cada mañana preguntaba si había noticias de la quinta, y después se volvía a su silencio donde el tiempo parecía contarse por dosis de remedios y tazas de tisana. No le desagradaba que tío Roque viniera con La Razón para leerle las últimas noticias del conflicto con el Brasil, aunque tampoco parecía preocuparse si el diariero llegaba tarde o tío Roque se entretenía más que de costumbre con un problema de ajedrez. Rosa y Pepa llegaron a convencerse de que a mamá la tenía sin cuidado que le leyeran las noticias, o telefonearan a la quinta, o trajeran una carta de Alejandro. Pero no se podía estar seguro porque a veces mamá levantaba la cabeza y las miraba con la mirada profunda de siempre, en la que no había ningún cambio, ninguna aceptación. La rutina los abarcaba a todos, y para Rosa telefonear a un agujero negro en el extremo del hilo era simple y cotidiano como para tío Roque seguir leyendo falsos telegramas sobre un fondo de anuncios de remates o noticias de fútbol, o para Carlos entrar con las anécdotas de su visita a la quinta de Olavarría y los paquetes de frutas que les mandaban Manolita y tía Clelia. Ni siquiera durante los últimos meses de mamá cambiaron las costumbres, aunque poca importancia tuviera ya. El doctor Bonifaz les dijo que por suerte mamá no sufriría nada y que se apagaría sin sentirlo. Pero mamá se mantuvo lúcida hasta el fin, cuando ya los hijos la rodeaban sin poder fingir lo que sentían.
–Qué buenos fueron todos conmigo –dijo mamá con ternura–. Todo ese trabajo que se tomaron para que no sufriera.
Tío Roque estaba sentado junto a ella y le acarició jovialmente la mano, tratándola de tonta. Pepa y Rosa, fingiendo buscar algo en la cómoda, sabían ya que María Laura había tenido razón; sabían lo que de alguna manera habían sabido siempre.
–Tanto cuidarme... –dijo mamá, y Pepa apretó la mano de Rosa, porque al fin y al cabo esas dos palabras volvían a poner todo en orden, restablecían la larga comedia necesaria. Pero Carlos, a los pies de la cama, miraba a mamá como si supiera que iba a decir algo más.
–Ahora podrán descansar –dijo mamá–. Ya no les daremos más trabajo.
Tío Roque iba a protestar, a decir algo, pero Carlos se le acercó y le apretó violentamente el hombro. Mamá se perdía poco a poco en una modorra, y era mejor no molestarla.
Tres días después del entierro llegó la última carta de Alejandro, donde como siempre preguntaba por la salud de mamá y de tía Clelia. Rosa, que la había recibido, la abrió y empezó a leerla sin pensar, y cuando levantó la vista porque de golpe las lágrimas la cegaban, se dio cuenta de que mientras la leía había estado pensando en cómo habría que darle a Alejandro la noticia de la muerte de mamá.
De Todos los fuegos el fuego, 1966