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20 de mayo de 2010

Habla Sherlock Holmes


Fernando Savater

Todo mi método portentoso se resume en un solo principio, una regla áurea que rige cada una de las investigaciones que emprendo: cuando todas las restantes posibilidades han sido descartadas, la última posibilidad restante, por improbable y asombrosa que sea, debe ser cierta. Como puede verse, éste es un presupuesto lógico, no ético, una exigencia metodológica, no un imperativo moral; y, sin embargo, ¿no proviene de aquí también toda ética, junto con la más correcta perspectiva científica? En mi caso, al menos, el rigor del raciocinio es inseparable de la energía justiciera del corazón… En efecto: creo que la virtud no es una gracia caída desde lo alto a ciertos individuos piadosos o un dócil doblegamiento ante una ley divina o humana, sino la única decisión posible en unas circunstancias dadas. Y cuando digo «única» me refiero a la única que permite triunfar, salir con bien, a la más fuerte, a la que comporta menos carga de muerte. Lo mismo que en una investigación la última posibilidad que queda por examinar, aunque sea portentosa o desconcertante, es forzosamente más fuerte que todas las imposibilidades que puedan acumularse para explicar los hechos, así también en cada caso hay una línea de acción posible que, tras su apariencia quizá paradójica o cruel, es expresión viva de la auténtica virtud en marcha, de la moral más enérgica… En los casos de mi archivo cuya crónica hizo pública el afectuoso celo de mi amigo el doctor Watson, hay numerosos ejemplos de la aplicación más extrema del citado principio, tanto en su faceta teórica como en su consecuencia ética. Y así, verbigracia, mostré nítidamente que sólo un sabueso de carne y sangre pudo dejar huellas perceptibles en las sombrías alamedas de Baskerville, pese a que una mente más débil, menos inclinada a lo auténticamente fantástico que la mía, habría terminado por creer en un can espectral que cumplía una remota maldición; esta última solución, efectivamente, era en realidad la menos fantástica, la más evidente, la más vulgar también, aunque de modo aparatoso: creer en el fantasma era una forma de pereza intelectual reñida con la genuina fantasía, con esa fantasía emprendedora que me llevó a mí a capturar al sabueso real y a volverlo contra su criminal hostigador.
Tales son los casos de mi especialidad: aquellos en que lo imposible parece lo único probable. Y tal es mi auténtica fuerza: conceder siempre más respeto a lo posible que a lo simplemente verosímil, a lo que el intelecto perezoso considera probable para huir de la auténtica y oculta posibilidad. Ahora bien, en materia moral este principio es de aplicación mucho menos evidente, mucho más litigiosa. Sí, ciertamente, creo que en cada caso, ante cada decisión, debe haber una línea de acción posible que reúna la mayor fuerza virtuosa y aleje del mejor modo el imperio de la muerte. Pero debo reconocer que me ha sido mucho más difícil a lo largo de mi carrera establecer esta línea que hallar aquella última posibilidad que hace encajar las piezas del rompecabezas criminal. Tomemos mi primer caso publicado, por ejemplo, aquel enigmático e inolvidable Estudio en escarlata que nos reunió por primera vez a Watson y a mí. En su día sostuve que fue un caso sencillo y no por baladronada, sino porque realmente su complejidad teórica –el quién lo hizo y el cómo ocurrió– no presentaba auténtica dificultad para una mente algo menos rutinaria que la de los inspectores Gregson y Lestrade; pero desde otro aspecto, desde ese ángulo de la virtud del que antes hablaba, ¡ah, visto desde ahí el caso fue terriblemente enrevesado! Aún hoy me pregunto si debí entregar a la Justicia, a lo que llamamos los ciudadanos del Estado moderno Justicia, al desdichado Jefferson Hope, al que la brutalidad del destino convirtió en vengador implacable de un buen hombre asesinado y de su hija deshonrada. Ciertamente, la providencial rotura de un aneurisma impidió que Hope conociera el banquillo de los acusados y la vida de presidio, pero mi interrogante ético sigue en pie, porque sólo a mí concierne. En último término, ¿no fue mi orgullo teórico, mi pasión escudriñadora y razonante, la que me obligó a perseguir hasta el acorralamiento definitivo a aquel hombre que era mejor que su víctima, a ese infeliz que quizá no hizo sino lo que yo mismo hubiera hecho en su lugar? En muchos de mis casos he lamentado llevar mi investigación hasta su lógico final, pues el verdadero problema, el más arduo, empezaba una vez resuelto el caso y no cuando me debatía en las tinieblas de la perplejidad. No hace falta que recuerde aquel problema que Watson bautizó Un escándalo de Bohemia, en el que la culpable a descubrir era la mujer que más he admirado en el mundo y mi contratante un rey indigno de su armiño. Me sentí realmente dichoso cuando Irene, la única persona que podría enorgullecerse de haberme relativamente derrotado, logró huir; dichoso hasta tal punto que rechacé el anillo de esmeralda con que el rey quería recompensar mis servicios y me contenté con guardar solamente el retrato de mi deslumbrante enemiga. Y así hay tantos casos, tantos finales paradójicos en los que mi descubrimiento se volvió en cierta forma contra mí mismo, contra convicciones que siento más arraigadas que mi simple deber ciudadano…
Bien: sea como fuere, de nada me arrepiento. En el reino de los hechos físicos es más fácil determinar qué es lo posible y lo imposible, distinción que se embrolla hasta el vértigo en lo moral. Pero esa dificultad no me hará abandonar mi convicción de que también en ese ámbito escabroso es preciso llevar a cabo la indagación en busca de la última posibilidad, la que queda cuando todo lo demás es absurdo, locura y muerte.

De Criaturas del aire, Monólogo primero, 1979

16 de mayo de 2009

Narrativa detectivesca

Jaime Rest
La narrativa detectivesca –también llamada novela policial o novela de misterio– es un típico producto de la herencia romántica, que buscó reconciliar el elemento arcano con la solución racional, según se advierte también en el cuento fantástico y en la ciencia ficción; ello es resultado de la conjunción entre racionalismo de la Ilustración y sobrenaturalismo romántico. Por lo general, la narrativa detectivesca expone un hecho delictivo –preferentemente un asesinato misterioso– en torno del cual se desenvuelve una investigación policial; en el relato suele haber, además de la víctima, un detective (casi siempre amateur), un asesino cuya identidad no llega a descubrirse hasta el desenlace de la anécdota y un conjunto de personajes adicionales cuya intervención en los sucesos permite multiplicar pistas y sospechosos. Hay, pues, dos figuras “sobrehumanas” –el detective y el asesino– que libran una lucha a muerte, circundadas por individuos de naturaleza más bien común y hasta un poco torpe. La construcción de la historia en su totalidad tiende a ser concebida como un mero juego que se completa con el desenlace revelador, pero tal como señaló alguna vez Jorge Luis Borges, la novela policial no fue escrita para suscitar la rivalidad entre el lector real y el detective ficticio en su afán de resolver el enigma, pues el detective cuenta con la complicidad del autor que ha elegido al culpable de antemano y ha inventado la forma de extraviar la búsqueda del lector con el auxilio de indicios equivocados. Una buena narración de esta especie requiere, en consecuencia, un riguroso encadenamiento de hechos, motivo por el cual el mismo Borges la ha comparado al discurso metafísico, en el que los argumentos pueden ser sofísticos pero deben conducir necesariamente a suscitar la impresión de que las conclusiones son inevitables. Michel Butor ha señalado que el relato detectivesco entraña dos historias: en primer plano seguimos la acción del detective, cuyo propósito es investigar un delito; pero al mismo tiempo, el segundo plano narrativo consiste en exponer cómo se llegó a perpetrar ese delito. Por supuesto, este esquema responde exclusivamente a la novela policial llamada de enigma; en fecha más reciente han surgido otras formas, entre las que debe señalarse la serie negra, de origen norteamericano, que no pone énfasis en el enigma sino en las circunstancias sociales subyacentes en el delito; a causa de ese interés predominante por la observación de la sociedad, ciertos críticos y especialistas niegan que este tipo de narración sea básicamente detectivesco.

Cuentos de la Serie Negra

Por Ricardo Piglia
1

¿Cómo definir ese género policial al que hemos convenido en llamar de la serie negra el título de una colección francesa? A primera vista parece una especie híbrida, sin límites precisos, difícil de caracterizar, en la que es posible incluir los relatos más diversos. Basta leer La jungla de asfalto de Burnett, ¿Acaso no matan a los caballos? De McCoy, El cartero llama dos veces de Cain, El largo adiós de Chandler o La maldición de los Dain de Hammett (citando solamente los mejores libros de los autores incluidos en esta antología) para comprender que es difícil encontrar aquello que los unifica. De hecho el género se constituye en 1926 cuando el “Capitán Joseph T. Shaw se hace cargo de la dirección de Blask Mask, pulp magazine fundado en 1920 por el muy refinado crítico Henry L. Mencken. El “Capitán” (personaje digno de un film de Samuel Fuller, típico en la mitología de la literatura norteamericana) campeón de sable, afecto al pócker y al whisky de maíz, no escribió nunca una línea pero fue el verdadero creador del género. (Esto es, sin duda, lo que reconoce Hammett al dedicarle Cosecha roja, su primavera novela.) Shaw cumple en la historia de la literatura norteamericana el mismo papel mítico que aquel jefe de redacción del Toronto Star que, según Hemingway, le enseñó a escribir en prosa. (Un eco de la importancia que tiene el editor en la definición de la narrativa norteamericana lo da en estos años Harold Ross, director del New Yorker: los cuentos de Salinger, Updike, Cheever, entre otros, llevan en más de un sentido, el sello de la revista). Shaw le dio a Black Mask una línea y una orientación y todos los grandes escritores del género (antes que nada Dashiell Hammett, pero también Horace McCoy, William Burnett, Raoul Whitfield, James Cain, Raymond Chandler) publicaron sus primeros relatos en la revista. De entrada definió un programa: su ambición era publicar un tipo de relato policial “diferente del establecido por Poe en 1841 y seguido fielmente hasta hoy”. Deteminado, en el comienzo, por su diferencia con la policial clásica, el género encuentra allí, provisoriamente, su unidad. Así podemos empezar a analizar esos relatos por lo que no son: no son narraciones policiales clásicas, con enigma, y si se los lee desde esa óptica (como hace, por ejemplo, Jorge Luis Borges) son malas novelas policiales.
Lo que en principio une a los relatos de la serie negra y los diferencia de la policial clásica es un trabajo diferente con la determinación y la causalidad. La policial inglesa separa el crimen de su motivación social. El delito es tratado como un problema matemático y el crimen es siempre lo otro de la razón. Las relaciones sociales aparecen sublimadas: los crímenes tienden a ser gratuitos porque la gratuidad del móvil fortalece la complejidad del enigma. Habría que decir que en esos relatos se trabaja con el esquema de que a mayor motivación menos misterio. El que tiene razones para cometer un crimen no debe ser nunca el asesino: la retórica del género nos ha enseñado que el sospechoso, al que todos acusan, es siempre inocente. Hay una irrisión de la determinación que responde a las reglas mismas del género. El detective nunca se pregunta por qué, sino cómo se comete un crimen y el milagro del indicio, que sostiene la investigación, es una forma figurada de la causalidad. Por eso el modelo del crimen perfecto que desafía la sagacidad del investigador es, en última instancia, el mito del crimen sin causa. La utopía que el género busca como camino de perfección es construir un crimen sin criminal que a pesar de todo se logre descifrar: en este sentido si la historia interna de la narración policial clásica se cierra en algún lado hay que pensar en El proceso de Kafka que invierte el procedimiento y construye un culpable sin crimen.
Los relatos de la serie negra (los thriller como los llaman en Estado Unidos) vienen justamente a narrar lo que excluye y censura la novela policial clásica. Ya no hay misterio alguno en la causalidad: asesinatos, robos, estafas, extorsiones, la cadena siempre es económica. El dinero que le legisla la moral y sostiene la ley es la única razón de estos relatos donde todo se paga. Allí se termina con el mito del enigma, o mejor, se lo desplaza. En estos relatos el detective (cuando existe) no descifra solamente los misteriosos de la trama, sino que encuentra y descubre a cada paso la determinación de las relaciones sociales. El crimen es el espejo de la sociedad, esto es, la sociedad es vista desde el crimen: en ella (para repetir a un filósofo alemán) se ha desgarrado el velo de emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones personales hasta reducirlas a simples relaciones de interés, convirtiendo a la moral y a la dignidad en un simple valor de cambio. Todo está corrompido y esa sociedad (y su ámbito privilegiado: la ciudad) es una jungla: “el autor realista de novelas policiales (escribe Chandler en El simple arte de matar) habla de un mundo en el que los gangsters pueden dirigir países; un mundo en el que un juez que tiene una bodega clandestina llena de alcohol puede enviar a la cárcel a un hombre apresado con una botella de whisky encima. Es un mundo que no huele bien, pero es el mundo en el que usted vive. No es extraño que un hombre sea asesinado pero es extraño que su muerte sea la marca de lo que llamamos civilización”.
En el fondo, como se ve, no hay nada que descubrir, y en ese marco no sólo se desplaza el enigma sino que se modifica el régimen del relato. Por de pronto el detective ha dejado de encarnar la razón pura. Así, mientras en la policial clásica todo se resuelve a partir de una secuencia lógica de hipótesis, deducciones con el detective inmóvil, representación pura de la inteligencia analítica (un ejemplo a la vez límite y paródico puede ser el Isidro Parodi de Borges y Bioy Casares que resuelve los enigmas sin moverse de su celda), en la novela policial norteamericana no parece haber otro criterio de verdad que la experiencia: el investigador se lanza, ciegamente, al encuentro de los hechos, se deja llevar por los acontecimientos y su investigación produce, fatalmente, nuevos crímenes. El desciframiento avanza de un crimen a otro; el lenguaje de la acción es hablado por el cuerpo y el detective, antes que descubrimientos, produce pruebas. Por otro lado ese hombre que en el relato representa a la ley sólo está motivado por el dinero: el detective es un profesional, alguien que hace su trabajo y recibe un sueldo (mientras que en la novela clásica el detective es generalmente un aficionado, a menudo, como en Poe, un aristócrata, que se ofrece desinteresadamente a descifrar el enigma). Curiosamente es en esta relación explícita con el dinero (los 25 dólares diarios de Marlowe) donde se afirma la moral; restos de una ética calvinista en Chandler, todos están corrompidos menos Marlowe: profesional honesto, que hace bien su trabajo y no se contamina, parece una realización urbana del cowboy. “Si me ofrecen 10.000 dólares y los rechazo, no soy un ser humano”, dice un personaje de James Hadley Chase. En el final de El gran sueño, la primera novela de Chandler, Marlowe rechaza 15.000. En ese gesto se asiste al nacimiento de un mito. ¿Habrá que decir que la integridad sustituye a la razón como marca del héroe? Si la novela policial clásica se organiza a partir del fetiche de la inteligencia pura, y valora, sobre todo, la omnipotencia del pensamiento y la lógica abstracta pero imbatible de los personajes encargados de proteger la vida burguesa, en los relatos de la serie negra esa función se transforma y el valor ideal pasa a ser la honestidad, la “decencia”, la incorruptibilidad. Por lo demás se trata de una honestidad ligada exclusivamente a cuestiones de dinero. El detective no vacila en ser despiadado y brutal, pero su código moral es invariable en un solo punto: nadie podrá corromperlo. En las virtudes del individuo que lucha solo y por dinero con el mal, el thriller encuentra su utopía. No es casual en fin, que cuando el detective desaparezca de la escena la ideología de estos relatos se acerque peligrosamente al cinismo (caso Chase) o mejor, cuando también el detective se corrompe (caso Spillane) los relatos pasan a ser la descripción cínica de un mundo sin salida, donde la exaltación de la violencia arrastra vagos ecos del fascismo. Asistimos ahí a la declinación y al final del género: su continuación lógica serán las novelas de espionaje. Visto desde James Bond, Philip Marlowe es Robinson Crusoe que ha vuelto de la isla.


2

La transformación que lleva de la policial clásica al thriller no puede analizarse según los parámetros de la evolución inmanente de un género literario como proceso autónomo. Es cierto que la novela policial clásica se había automatizado (en el sentido en que usan este término los formalistas rusos) pero esa automatización (denunciada por Hammett y Chandler y parodiada en novelas como La ventana alta y El hombre flaco) y el desgaste de los procedimientos no puede explicar el surgimiento de un nuevo género, ni sus características. De hecho, es imposible analizar la constitución del thriller sin tener en cuenta la situación social de los Estados Unidos hacia el final de la década del 20. La crisis de la Bolsa de Wall Street, las huelgas, la desocupación, la depresión, pero también la ley seca, el gangsterismo político, la guerra de los traficantes de alcohol, la corrupción: al intentar reflejar (y denunciar) esa realidad los novelistas norteamericanos inventaron un nuevo género. Así al menos lo creía Joseph T. Shaw quien al definir la función de Black Mask señalaba que el negocio del delito organizado tenía aliados políticos y que era su deber revelar las conexiones entre el crimen, los jueces y la policía. En 1931 declaró: “Creemos estar prestando un servicio público al publicar las historias realistas, fieles a la verdad y aleccionadoras sobre el crimen moderno de autores como Dashiell Hammett, Burnett y Whitfield”. En ese sentido la novela policial se conecta con un proceso de conjunto de la literatura norteamericana de esos años. El pasaje de los twenties al New Deal está signado por la toma de conciencia social de los escritores norteamericanos. El ejemplo más notable es el de Scott Fitzgerald (hay que leer Notebook donde se define como socialista o analizar en ese marco El último magnate y las notas que acompañaron la redacción de esa novela) pero el proceso alcanza también a Faulkner (basta ver su saga de los Snopes) y por supuesto a Hemingway (que en los años 30 no sólo trabaja por la República Española e integra el Comité de escritores antifascistas, sino que colabora en New Masses, periódico del PC). Son los años de la literatura proletaria, de la Partisan Review en la que Emund Wilson, Lionel Trilling y Mary McCarthy defienden posiciones radicals; los años en que Dos Passos publica su trilogía (U.S.A.), Steinbeck Viñas de ira, Michael Gold Judíos sin dinero, Caldwel El camino del tabaco, Hemingway Tener y no tener (cuyo primero capítulo, publicado antes como cuento con el título de On trip across es un modelo thriller); los años en que empiezan a publicar sus libros, desde la misma óptica Nathaniel West, Katherine Ann Porter, Daniel Fusch, Nelson Algren, John O’Hara. Los escritores de Black Mask están ligados a esa tendencia: el caso de Hammett (también él colaborador de New Masses) es el más conocido y Lilian Hellman lo ha narrado, con cierta incómoda distancia, en el retrato biográfico que prologa Dinero sangriento.
El thriller surge como vertiente interna de la literatura norteamericana y la constitución del género debe ser pensada en el interior de cierta tradición típica de la literatura norteamericana (lo que podríamos llamar el costumbrismo social que viene de Ring Lardner y de Sherwood Anderson) antes que en relación con las reglas clásicas del relato policial. En la historia del surgimiento y la definición del género el cuento de Hemingway Los asesinos (1926) tiene el mismo papel fundador que Los crímenes de la calle Morgue (1841) de Poe con respecto a la novela de enigma. En esos dos matones profesionales que llegan de Chicago para asesinar a un ex boxeador al que no conocen, en ese crimen por encargo que no se explica y en el que subyace la corrupción en el mundo del deporte, están ya las reglas del thriller, en el mismo sentido en que las deducciones del caballero Dupin de Poe preanunciaban toda la evolución de la novela de enigma desde Sherlock Holmes a Hércules Poirot. Por lo demás en ese relato (y en el primer Hemingway) está también la técnica narrativa y el estilo que van a definir el género: predominio del diálogo, relato objetivo, acción rápida, escritura blanda y coloquial. (No es casual que Chandler haya comenzado por escribir una parodia de Hemingway, The sun aldo sneezes, “dedicado sin ninguna razón al mayor novelista norteamericano actual: Ernest Hemingway” o que Hemingway se llama uno de los personajes de Adiós, muñeca). Por lo demás en 1931 aparece Santuario de Faulkner que puede ser considerada una de las mejores novelas del género y que tiene un papel clave en su transformación. Porque el desarrollo del thriller hacia formas cada vez más alejadas del relato policial propiamente dicho (como de un modo u otro lo practicaban Hammett o Chandler) está marcado por la primera novela de James Hadley Chase, El secuestro de la señorita Blandish (1937) que no es más que una remake de Santuario.
El thriller es uno de los grandes aportes de la literatura norteamericana a la ficción contemporánea. Nacido en una coyuntura histórica precisa, literatura social de notable calidad, el género se cristaliza y culmina en la década del 30: El largo adiós de Chandler (1953) marca su final y es ya un producto tardío. Los que siguen, siendo excelentes (como Chester Himes, D. Henderson Clarke, Kenneth Fearing o David Goodis, para nombrar a los mejores) se desligan cada vez más de esta tradición y en el fondo no hacen más que repetir o exasperar las fórmulas establecidas por los clásicos.
(…) Los relatos de William R. Burnett y de James M. Cain recibieron en 1930 y en 1936 el premio Memorial O’Henry al mejor cuento norteamericano del año, lo que prueba que, en aquel momento, los escritores de Black Mask estaban lejos de ser considerados practicantes de una literatura “menor”.

Piglia, Ricardo, nota preliminar de Cuentos de la Serie Negra, La Nueva Biblioteca Nº 2, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1979.

22 de abril de 2009

El cuento policial

1. El arte del delito

La historia de la literatura policial se remonta al siglo XIX, cuando el hombre abandonó la fuerza de la ilusión y lo maravilloso para volcarse al mundo racional y positivista. El hombre de ese siglo buscaba la seguridad y la tranquilidad de estar en el mundo sin elementos milagrosos ni maravillosos. Por esto, la lógica y el razonamiento tenían siempre un lugar preeminente y muchos textos literarios de la época apelaban a un verosímil construido a partir del pensamiento científico, como, por ejemplo, los cuentos policiales.


2. El cuento policial clásico

Para muchos, el año 1841 es la fecha de inicio del género policial. Se trata de la fecha de la publicación del cuento “Los crímenes de la calle Morgue”, del escritor norteamericano Edgard Allan Poe (1809-1849). Este cuento respeta la estructura clásica del relato policial: narra un crimen cuyo autor es descubierto por un detective a través de un procedimiento racional, basado en la observación y la indagación. Lean un fragmento del texto:

Yo no prestaba particular atención a lo que usted hacía; pero, desde hace mucho tiempo, la observación se ha convertido para mí en una especie de necesidad.
Caminaba usted con los ojos fijos en el suelo, atendiendo a los baches y rodadas del empedrado, por lo que deduje que continuaba usted pensando todavía en las piedras. Procedió así hasta que llegamos a la callejuela llamada Lamartine, que, a modo de prueba, ha sido pavimentada con tarugos sobrepuesto y acoplado sólidamente. Al entrar en ella, su rostro se iluminó, y me di cuenta de que se movían sus labios. Por este movimiento no me fue posible dudar de que pronunciaba usted la palabra “estereotomía”, término que tan pretenciosamente se aplica a esta especie de pavimentación. Yo estaba seguro de que no podía usted pronunciar para sí la palabra “estereotomía” sin que esto le llevara a pensar en los átomos, y, por consiguiente, en las teorías de Epicuro.
Y como quiera que no hace mucho rato discutíamos este tema, le hice notar a usted de qué modo tan singular, y sin que ello haya sido muy notado, las vagas conjeturas de ese noble griego han encontrado en la reciente cosmogonía nebular su confirmación. He comprendido por esto que no podía usted resistir a la tentación de levantar sus ojos a la gran nebula de Orión, y con toda seguridad he esperado que usted lo hiciera. En efecto, usted ha mirado a lo alto, y he adquirido entonces la certeza de haber seguido correctamente el hilo de sus pensamientos. Ahora bien: en la amarga diatriba sobre Chantilly, publicada ayer en el Musée, el escritor satírico, haciendo mortificantes alusiones al cambio de nombre del zapatero al calzarse el coturno, citaba un verso latino del que hemos hablado nosotros con frecuencia. Me refiero a éste:
Perdidit antiquum litera prima sonum.
Yo le había dicho a usted que este verso se relacionaba con la palabra Orion, que en un principio escribíase Urion. Además, por determinadas discusiones un tanto apasionadas que tuvimos acerca de mi interpretación, tuve la seguridad de que usted no lo habría olvidado. Por tanto, era evidente que asociaría las dos ideas: Orion y Chantilly, y esto lo he comprendido por la forma de la sonrisa que he visto en sus labios.
Ha pensado usted, pues, en aquella inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento, usted había caminado con el cuerpo encorvado, pero a partir de ese momento se irguió, recobrando toda su estatura. Este movimiento me ha confirmado que pensaba en la diminuta figura de Chantilly, y ha sido entonces cuando he interrumpido sus meditaciones para observar que, por tratarse de un hombre de baja estatura, estaría mejor Chantilly en el Theatre des Variétes. (...)

En este fragmento, el detective Dupin sale a pasear con un amigo por las calles de París y después de unos minutos de silencio dice algo que no tiene relación alguna con la conversación anterior, pero que señala el desenlace de una ensoñación por parte de su amigo y explica su razonamiento. Dupin, como Poe, cree que todo se encadena, que las cosas forman un sistema de posibilidades y que lo único necesario es un observador capaz de establecer relaciones posibles entre los hechos para poder descubrir su organización. El detective, entonces, es una especie de investigador que elige el acto humano como objeto de estudio. Así como puede revelar la asociación de ideas de un amigo, también puede comprender y desentrañar la mentalidad criminal.
Los cuentos de Poe están organizados a partir de una regla básica: se debe realizar una observación minuciosa de los hechos materiales y psicológicos, discutir los testimonios y tener un método riguroso de razonamiento. El detective nunca adivina, sino que, por el contrario, razona y observa. Por esto es que decimos que el verosímil de los relatos policiales del escritor norteamericano está estructurado a partir de la explicación racional y la deducción lógica, herramientas que permiten interpretar la realidad y poder llegar a la verdad de los hechos.
Además, en los textos de Poe, el misterio interpela a la razón y a la sensibilidad del lector, como si se tratara de una especie de desafío terrible que lo lleva a seguir con pasión las investigaciones del detective. Por eso, en “Los crímenes de la calle Morgue” inventa el enigma del local cerrado.

Mentalmente, trasladémonos a aquella sala. ¿Qué es lo primero que hemos de buscar allí? Los medios de evasión utilizados por los asesinos. No hay necesidad de decir que ninguno de los dos creemos en este momento en acontecimientos sobrenaturales. Madame y mademoiselle L’Espanaye no han sido, evidentemente, asesinadas por espíritus.
Quienes han cometido el crimen fueron seres materiales y escaparon por procedimientos materiales. ¿De qué modo? Afortunadamente, sólo hay una forma de razonar con respecto a este punto, y ésta habrá de llevarnos a una solución precisa. Examinemos, pues, uno por uno, los posibles medios de evasión. (...)

Aquí vemos que los personajes de Poe, como los lectores de la época, no creían en lo sobrenatural, sino que el componente maravilloso era absorbido por la lógica del razonamiento, convirtiéndose en algo que dejaba de ser abstracto.
El problema que se le presenta a Dupin es cómo se pudo realizar el crimen, esto es, si el espacio donde se produjo es un espacio cerrado, un sitio vigilado, el lugar prohibido en el que el asesino no puede entrar, pero donde sin embargo mata. El local cerrado es el problema por excelencia porque implica un conflicto lógico. En consecuencia, sólo un personaje hábil en el razonamiento, como Dupin, puede resolverlo. Poe, con este relato, inventó el cuento policial y el personaje del detective como su figura central.
Otro de los escritores del siglo XIX que se dedicó el género policial clásico es el inglés Arthur Conan Doyle. Lean un fragmento del cuento “Las cinco semillas de naranja” para analizar las características del cuento policial de este autor:

El hombre que entró era joven, de unos veintidós años, a juzgar por su apariencia exterior; bien acicalado y elegantemente vestido, con un no sé qué de refinado y fino en su porte. El paraguas, que era un arroyo, y que sostenía en la mano, y su largo impermeable brillante, delataban la furia del temporal que había tenido que aguantar en su camino. Enfocado por el resplandor de la lámpara, miró ansiosamente a su alrededor, y yo pude fijarme en que su cara estaba pálida y sus ojos cargados, como los de una persona a quien abruma alguna gran inquietud. (...)
–Me llamo John Openshaw –dijo–, pero, por lo que a mí me parece, creo que mis propias actividades tienen poco que ver con este asunto espantoso. Se trata de una cuestión hereditaria, de modo que, para darles una idea de los hechos, no tengo más remedio que remontarme hasta el comienzo del asunto. (...)
Mi tío Elías emigró a América siendo todavía joven, y se estableció de plantador en Florida, de donde llegaron noticias de que había prosperado mucho. En los comienzos de la guerra peleó en el ejército de Jackson, y más adelante en el de Hood, ascendiendo en éste hasta el grado de coronel. (...) Hacia el mil ochocientos sesenta y nueve o mil ochocientos setenta, regresó a Europa y compró una pequeña finca en Sussex, cerca de Horsham. (...)
Cierto día, en el mes de marzo de mil ochocientos ochenta y tres, había encima de la mesa, delante del coronel, una carta cuyo sello era extranjero. No era cosa corriente que el coronel recibiese cartas, porque todas sus facturas se pagaban en dinero contante, y no tenía ninguna clase de amigos. (...)
Al abrirla precipitadamente saltaron del sobre cinco pequeñas y resecas semillas de naranja, que tintinearon en su plato. (...) Le colgaba la mandíbula, se le saltaban los ojos, se le había vuelto la piel del color de la masilla, y miraba fijamente el sobre que sostenía aún en aun manos temblorosas. Dejó escapar un chillido, y exclamó luego: «K. K. K. ¡ Dios santo, Dios santo, mis pecados me han dado alcance!». (...)
Bien, para finalizar el asunto, señor Holmes, y no abusar de su paciencia, llegó la noche en que hizo una de aquellas salidas y nunca regresó. Cuando fuimos a buscarlo, lo encontramos boca abajo en un pequeño estanque lleno de musgo que se encuentra al fondo del jardín. No había señales de violencia y el agua sólo tenía dos pues de profundidad, por lo que el jurado, teniendo en cuenta su conocida excentricidad, dio el veredicto de suicidio. (...)

Continúa la narración y John Openshaw cuenta que la historia se repite con su padre, que se había hecho cargo de la finca y, luego, con él mismo. En este fragmento, podemos ver uno de los elementos clásicos de los relatos de Conan Doyle: se presenta una persona en la casa y plantea un misterio que el detective tratará de desentrañar.

Sherlock Holmes cerró los ojos, apoyó los codos sobre los brazos de su silla y juntó las puntas de sus dedos.
–El razonar ideal –observó–, una vez que le han expuesto un simple hecho con todos sus detalles, debería deducir a partir de éste, no sólo la cadena de acontecimientos que condujeron a él, sino también todas las consecuencias que le seguirán. Del mismo modo en que Cuvier podría describir correctamente un animal entero a partir de la contemplación de un solo hueso, así el observador que ha comprendido cabalmente la conexión entre una serie de incidente puede establecer con precisión las restantes, anteriores o posteriores. Aún no hemos sacado conclusiones que la razón por sí sola puede deducir. Los problemas deben ser resueltos por medio del estudio y allí no tienen el éxito los que buscan la solución con la ayuda de sus sentidos. Para elevar este arte a su grado más alto, sin embargo, es necesario que el razonador sea capaz de utilizar todos los hechos que llegaron a sus manos; y esto mismo implica, como verá enseguida, la posesión de un conocimiento total que, incluso, en estos días de educación libre y enciclopedias, es un talento poco común. (...)

Para Holmes –el detective de los relatos de Conan Doyle–, el crimen es un juego de inteligencia donde no hay lugar para el sentimentalismo. Todo se basa en cómo revelar el enigma a través de la lógica, la observación, el estudio y el pensamiento científico. Sin embargo, sus razonamientos son engañosos, porque parten de una realidad observada que posee cierto número de casos particulares. Por ejemplo, razona que si el criminal tiene la mano derecha más grande que la izquierda, se trata de un trabajador manual porque todos los trabajadores manuales tienen más fuerza en la mano derecha que en la izquierda. Si tenemos en cuenta que puede haber muchas excepciones, la deducción no es válida. Lo que sucede es que Holmes usa la lógica no como un instrumento de conocimiento, sino como un arma para atrapar al lector y engañar al adversario.
Sherlock Holmes es un personaje excéntrico y funciona como una estrella que posee una capacidad intelectual omnipotente. Frente a un misterio que se le presenta, observa y hace deducciones hasta llegar a revelar el enigma y, al final, da sus explicaciones. Siempre los misterios se presentan como un caso que el detective tiene que resolver. En resumen, el cuento policial clásico respeta los siguientes códigos:
  • El caso es un misterio inexplicable en apariencia y cuanto más complejo parece, más simple es su resolución. El detective debe investigar por sus propios medios y llegar a la verdad a través de una observación rigurosa y metódica.
  • La intriga amorosa y el sentimentalismo no deben aparecer.
  • El detective no puede ser el autor del crimen.
  • Las soluciones sobrenaturales están excluidas.
  • Todo relato es un puro juego intelectual entre el autor y el lector.
3. El cuento policial de suspenso

A principios del siglo XX, el público se vuelve aficionado a la novela policial. Después de Conan Doyle, el cuento policial se convierte en un producto de consumo, con sus fabricantes, distribuidores, marcas y publicidad. Es decir, hace su aparición la industria policial. En ese momento, nace el libro policial que no es una novela, sino una short story (cuento) desarrollada, recargada con elementos secundarios y organizada de manera tal que se posterga lo más posible la solución del enigma. Entre el crimen y el descubrimiento del culpable, aparecen cuatro, cinco o seis pistas falsas que engañarán al lector.
Los detectives son siempre aristócratas o personajes de buena educación que tratarán de descubrir el enigma, pero sin comprometerse, como el famoso Hércules Poirot. Además, en este tipo de texto policial se hará presente la convención del fair play (juego limpio), que consiste en no ocultar ninguna información al lector con la intención de que éste pueda competir con el detective en rapidez y lógica para resolver el misterio. La escritora indiscutible de esta variedad de relato policial fue la inglesa Agatha Christie (1891-1976).
Leamos un fragmento de la novela Diez negritos:

Fred Narracot, sentado cerca del motor, pensaba: “¡Vaya reunión de personas raras!”. No esperaba conducir a este género de invitados para mister Owen. Cree que serán más elegantes. Las mujeres con bellos trajes y los hombres con atuendo apropiado para el yachting, todos ricos e importantes. Éstos sí que no se parecen a los invitados de mister Elmer Robson. Una sonrisa burlesca se dibujó en sus labios mientras pensaba en otros tiempos. ¡Qué magníficas recepciones daba el millonario! ¡La champaña corría a torrentes!
Mister Owen debía ser una persona completamente diferente. Fred se extrañaba de no haber visto jamás a mister Owen, ni a su esposa. Nunca venían al pueblo. Todos los encargos eran hechos y pagados por mister Morris. Las instrucciones eran siempre clara y precisas, y el pago, rápido. Claro que esto no dejaba de ser extraño. Los periódicos suponían en todo esto un misterio. Mister Narracot abundaba en esta opinión. ¿Pudiera ser que la isla perteneciera a miss Gabrielle Turl? Sin embargo, esta hipótesis se encontraba desechada al ver a los invitados; ninguno de ellos parecía vivir en el ambiente de una estrella de cine.
Fríamente los catalogaba en su interior.
Una solterona, con su agrio carácter... Él las conocía bien. Estaba dispuesto a apostar que era una arpía. Al viejo militar se le notaba en seguida la carrera. La joven era bonita, pero nada extraordinaria y, desde luego, nada de estrella de Hollywood. Un grueso señor, que no tenía modales, un tendero retirado de sus negocios. Y el otro, delgado, casi famélico, un tipo muy raro, probablemente trabajaría en el cine. (...)

En este ejemplo, se presentan los personajes que viajan a la casa de mister Owen en la Isla del Negro. Allí se produce una serie de asesinatos. Todos los personajes sospechosos se encuentran en un lugar aislado del que es difícil tanto entrar como salir.
Este texto es un ejemplo del método que desarrolló Agatha Christie en su obra: el lugar aislado puede ser una mansión, un tren en plena ruta, un barco en crucero por el río Nilo o un pueblecito de campiña inglesa en el que se produce un crimen. Una vez hallado el cadáver, el detective entra en acción y descubre que absolutamente todos los personajes tienen algún motivo más o menos oculto para haber cometido el asesinato y que una pista lleva a la otra. Finalmente, el culpable puede ser el menos sospechoso, todos los sospechosos, el narrador o el mismo detective.


4. El cuento policial negro

En la década del veinte, en lo Estados Unidos, aparecieron revistas, conocidas con el nombre de pulps por el tipo de papel barato con el que estaban hechas, que se especializaban en relatos que pertenecían al género romance, western, terror y misterio, entre otros, y que aunque combinaban todo tipo de historias, respondían al gusto del público. Blask Mask fue una de las revistas que se destacó, porque las historias que presentaba eran de detectives, pero con una vuelta de tuerca. Algunos de los escritores que colaboraron con esta revista fueron los renovadores del género policial, es decir, los que introdujeron el policial negro: Dashiell Hammett, Raymond Chandler y Horace McCoy. En nuestro país, algunos de los escritores contemporáneos que siguen la línea de esta clase de policial son Eduardo Goligorsky, Juan Sasturain y José Pablo Feinman, entre otros.

Este tipo de literatura policial nace a partir del desencanto que provocó la Primera Guerra Mundial en relación con lo que hombre consideraba como elemento lógico y racional de la realidad. En los Estado Unidos, distintos fenómenos que se suceden, como la propia guerra, la Ley Seca, la proliferación del crimen y la violencia, y la crisis económica de 1929, provocan la aparición de una literatura más escéptica respecto de la idea de un orden racional de la realidad y de la validez narrativa de la causa y el efecto. El mundo que presenta esta literatura es un mundo donde reina el caos y faltan explicaciones racionales. No interesa tanto la resolución del enigma, sino, más bien, el concepto de mal y la corrupción en la sociedad moderna.

La lectura de algunos fragmentos de la novela Cosecha roja (1929), de Dashiell Hammet, nos permitirá analizar las características de este tipo de relato:

Fui al Hotel Great Western en un taxi, me libré de las maletas y salí a echar un vistazo a la ciudad. No era bonita. La mayor parte de los constructores habían buscado la ostentación. Puede que la lograran al principio. Mas luego los altos hornos, cuyas chimeneas de ladrillo se erguían al sur contra una tétrica montaña, había dado a todo una suciedad uniforme, amarillenta y ahumada. El resultado era una fea ciudad de cuarenta mil habitantes, situada en un vallejo entre dos feos montes, todo ello envilecido por las minas. Desplegado sobre el conjunto se veía un cielo sucio que dijérase haber salido de las chimeneas de los altos hornos. (...)

En este texto, como en todo policial negro, la historia transcurre en un ambiente urbano sórdido y hostil que muestra la decadencia del espacio, los edificios amenazantes y los callejones sin salida. Ésta es una diferencia clara con el policial clásico, cuyas historias se ambientan, por lo general, en el espacio rural o aristocrático.
Vean otro fragmento:
Llamé al Herald desde uno de los teléfonos de la estación, pregunté por Donald Willsson y le dije que había llegado.
–¿Puede usted venir a mi casa esta noche a las diez? –su voz tenía una agradable sequedad–. Está en Mountain Bouvelavard, número 2101. Tome un tranvía de Broaway, y bájase en la esquina de Laurel Avenue. Queda a dos manzanas en dirección oeste. (...)
Tomé un tranvía de Broadway a las nueve y media y seguí las instrucciones que me había dado Donald Willsson. Me llevaron a una casa que se alzaba en una esquina, rodeada de un pequeño prado artificial y cercado.
La criada que me abrió la puerta me dijo que mister Willsson no estaba en casa. En tanto que le explicaba que tenía una cita con él, vino hasta la puerta una mujer cenceña, rubia, de algo menos de treinta años y vestida de seda verde y rizada. (...)
Me llevó a una habitación del primer piso que daba a Laurel Avenue, un cuarto ocre oscuro y rojo con gran cantidad de libros. Nos sentamos en sillones de cuero, mitad frente a frente y mitad hacia un hogar en el que ardía el carbón, y la mujer se dispuso a averiguar qué tenía yo que tratar con su marido. (...)


Podemos ver cómo la introducción del detective en la historia se produce en una sala de visitas. En otros textos de esta variante, ese ingreso sucede en el despacho; a diferencia del relato clásico, el despacho del detective se presenta como el refugio contra la violencia y la corrupción exterior. Por eso, estos detectives son muy celosos de su intimidad. En el caso de la novela de Hammett, el refugio es la habitación del hotel en donde se hospeda el detective, porque no se encuentra en su ciudad, sino en Personville.
Analicemos otro fragmento:

El Morning Herald dedicó dos páginas a Donald Willsson y a su muerte. La fotografía mostraba a un hombre de rostro inteligente, pelo ensortijado, ojos y boca sonrientes, mentón con hoyuelo y corbata a rayas.
El relato de su muerte era sencillo. A las diez y cuarenta minutos de la noche anterior le habían dado cuatro tiros en el estómago, el pecho y la espalda, y había muerto instantáneamente. Los disparos fueron hechos a la altura de la manzana número 1100 de Hurricane Street. Los vecinos que se asomaron al oír los tiros vieron al muerto caído en la acera. Un hombre y una mujer se inclinaban sobre él.
La calle estaba demasiado oscura para que fuera posible ver persona o cosa alguna claramente. El hombre y la mujer desaparecieron antes que nadie pudiera salir a la calle. Nadie sabía qué aspecto tenían. Nadie los vio irse. Seis fueron los disparos hechos contra Willsson, con una pistola del calibre 32. Dos de las balas erraron el blanco y se aplastaron contra la fachada de una casa. Reconstruida la trayectoria de estas dos balas, la policía averiguó que los disparos se había hecho desde un callejón que desembocaba en la parte opuesta de la calle. Y no se sabía más. (...)

En este fragmento, vemos cómo el crimen, a diferencia del relato clásico, es brutal y muchas veces torpe (disparan seis tiros y yerran dos). El crimen abandona los lugares cerrados y aislados para presentarse, como en esta caso, en los callejones. Además, se desliza la posibilidad de pensar que, de alguna manera, todos los personajes son responsables del crimen por encubrimiento. En el texto se dice: Nadie sabía qué aspecto tenían. Nadie los vio irse. También, en este tipo de relato, los personajes pueden ser responsables de ejecución o inducción, mientras que en la fórmula clásica, aunque la sospecha puede caer sobre muchos, sólo uno es el culpable.
Observen otro fragmento:

–Escuche. Andaba buscando trapos sucios. Yo sabía de algunos: unos certificados y otras cosas que pensé que podían valer unas perras algún día. Es que soy una chica a quien le gusta enterarse de algunas cosillas cuando puede. Total, que guardé éstas.
Cuando Donald se dedicó a la caza del hombre malo, le hice saber que tenía esos papeles y que estaban en venta. Le dejé echarles un vistazo para que viera que eran cosa buena. Y vaya si lo eran. Entonces discutimos cuánto. No era tan roñoso como usted, no creo que nadie lo sea, pero sí un poquito. Así que el asunto estuvo en el aire hasta ayer. Entonce le apreté los tornillos, le dije por teléfono que tenía otro cliente interesado y que si quería los papeles, pues que viniera aquella noche con 5.000 de los buenos, en billetes o en un cheque garantizado con el conforme del Banco. Todo era puro camelo, pero el hombre había visto poco mundo y se lo tragó. (...)

En este fragmento, vemos cómo el crimen no es un fenómeno aislado que puede observarse en un laboratorio, sino que es como un virus que está en cada rincón del alma humana. Además, se insinúa que la chica con la que habla el detective, a pesar de no dedicarse al negocio sucio, también tiene momentos en los que cruza la frontera entre la ley y el delito.
Lean otra parte de la novela:

Poco faltaba para las dos de la madrugada cuando llegué al hotel. El conserje de noche, junto con la llave, me dio un recado en el que se me pedía que llamase al 605 de Poplar. Conocía el número. Era el de Elihu Willsson. (...)
Fui a la cabina telefónica y llamé. Respondió el secretario del viejo, que me pidió que fuera allí inmediatamente. Le prometí darme prisa, dije al conserje que me consiguiera un taxi y subí a mi habitación en busca de un trago de whiky.
Más hubiese preferido estar completamente sobrio, pero no lo estaba. Si la noche me reservaba más tareas, no apetecía enfrentarme con ellas mientras el alcohol se me apagaba dentro. El latigazo me hizo mucho bien. Eché otro poco de King George en un frasco de bolsillo, me lo guardé y bajé a taxi.
La casa de Elihu Willsson estaba iluminada de arriba abajo. El secretario me abrió la puerta antes que yo pudiera llamar al timbre. (...)
–Usted habla mucho –dijo–. Lo sé. Hombre de puños fuertes al que no se le da una higa de nadie cuando se trata de hablar. ¿Pero lleva usted dentro algo más? ¿Tiene usted redaños que hagan juego con su insolencia? ¿O usted es todo palabrería? Era inútil tratar de llevarse bien con el viejo. Le puse una cara agria y le recordé:
–¿No le dije que no me molestara a no ser que quisiera hablar sensatamente, para cambiar? (...)

Aquí podemos ver las características del detective del policial negro: es corajudo y fuerte, usa un lenguaje agudo e irónico y lleva una vida disipada. Investiga el crimen de Donald Willsson evitando a la policía y poniéndose entre el criminal y la víctima.

Otra característica del policial negro es que los protagonistas son gángsters, detectives u hombres duros con un pasado turbio, dispuestos a pasar la frontera que lleva al crimen y la investigación. Este tipo de relato muestra las peripecias de un nuevo héroe a través de un mundo peligroso y complejo. Una pista no conduce a otra, sino que cada escena tiene un fin en sí mismo, sin necesidad de conexión con lo que precede o con lo que sigue.

En resumen, el policial negro da cuenta de la sensación de que todo el sistema social falla y se revela contra el individuo. El detective, es decir, el héroe, construye su propia personalidad contra las fuerzas sociales que quieren dominar su espíritu y es capaz de transgredir todas las leyes para poder seguir su voz interior. El detective, entonces, es un personaje que tiene una gran conciencia personal que hace que diga y haga lo que piensa a quien sea y donde sea sin importarle las consecuencias, siempre y cuando pueda seguir haciendo su trabajo. Si el sistema legal no funciona, sí funcionarán los métodos expeditivos del detective. De esta manera, el relato policial negro es la aventura de un hombre, el detective, en busca de una verdad oculta.
Sardi, Valeria, La ficción como creadora de mundos posibles, en: Lengua y Literatura, Buenos Aires, longseller, 2003.