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11 de diciembre de 2009

El tatuaje

Ednodio Quintero

Cuando su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales, el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado de agujas, tinta china y con colorantes vegetales, dibujó en el vientre de la mujer un hermoso, enigmático y afilado puñal.
La felicidad de la pareja fue intensa, y como ocurre en estos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde, frene al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marino emprendió el ansiado viaje a la eternidad.
En la soledad del aposento, la mujer daba rienda suelta a su llanto y, a ratos, como si en ello encontrase algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal.
El dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a rondarla. Ella, al principio, esquiva y recatada, fue cediendo terreno. Concertaron una cita. La noche convenida, ella lo aguardó desnuda en la penumbra del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le quedó muerto encima, atravesado por el puñal.