27 de marzo de 2009

MARZO DE 2000. El contribuyente

Ray Bradbury

Quería ir a Marte en el cohete. Bajó a la pista en las primeras horas de la mañana y a través de los alambres les dijo a gritos a los hombres uniformados que quería ir a Marte. Les dijo que pagaba impuestos, que se llamaba Pritchard y que tenía el derecho de ir a Marte. ¿No había nacido allí mismo en Ohio? ¿No era un buen ciudadano? Entonces, ¿por qué no podía ir a Marte? Los amenazó con los puños y les dijo que quería irse de la Tierra; todas las gentes con sentido común querían irse de la Tierra. Antes que pasaran dos años iba a estallar una gran guerra atómica, y él no quería estar en la Tierra en ese entonces. El y otros miles como él, todos los que tuvieran un poco de sentido común, se irían a Marte. Ya lo iban a ver. Escaparían de las guerras, la censura, el estatismo, la conscripción, el control gubernamental de esto o aquello del arte o de la ciencia. ¡Que se quedaran otros! Les ofrecía la mano derecha, el corazón, la cabeza, por la oportunidad de ir a Marte. ¿Qué había que hacer, qué había que firmar, a quién había que conocer para embarcar en un cohete?
Los hombres de uniforme se rieron de él a través de los alambres. Le dijeron que no quería ir a Marte. ¿No sabía que las dos primeras expediciones habían fracasado y que probablemente todos sus hombres habían muerto?
No podían demostrarlo, no podían estar seguros, dijo Pritchard agarrándose a los alambres. Era posible que allá arriba hubiera un país de leche y miel, y que el capitán York y el capitán Williams no hubieran querido regresar. ¿Le abrirían el portón para dejarlo subir al Tercer Cohete Expedicionario, o lo rompería él mismo a puntapiés?
Le dijeron que se callara.
Vio a los hombres que iban hacia el cohete.
–¡Espérenme! –les gritó– ¡No me dejen en este mundo terrible! ¡Quiero irme! ¡Va a haber una guerra atómica! ¡No me dejen en la Tierra!
Lo sacaron de allí a rastras. Cerraron de un golpe la portezuela del coche policial y se lo llevaron con la cara pegada a la ventanilla trasera. Poco antes que la sirena del automóvil comenzara a sonar, al acercarse una curva, vio el fuego rojo, oyó el ruido terrible y sintió la trepidación con que el cohete plateado se elevó abandonándolo en una ordinaria mañana de lunes, en el ordinario planeta Tierra.
De Crónicas marcianas, 1955

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