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29 de septiembre de 2009

La esfera de los cuentos



Entrevista a Julio Cortázar por José Julio Perlado


José Julio Perlado: Deshoras, ¿con qué libro suyo anterior puede emparentarse más?

Julio Cortázar: Me resulta difícil establecer o hacer así rápidamente un análisis mental de todos mis libros de cuentos anteriores. Yo tengo la impresión de que este libro simplemente agrega una serie de cuentos a una cantidad ya bastante crecida y que abarca más de treinta años de trabajo, es decir, ese tipo de cuentos que me son naturales, por así decirlo, o sea cuentos donde el elemento fantástico se hace casi siempre presente, no siempre, pero casi siempre son cuentos donde todo lo latinoamericano está también muy presente no sólo en el lenguaje sino en la temática, y concretamente hay dos cuentos que se desarrollan en la Argentina. O sea que en realidad yo no diría que hay la menor ruptura en la serie.

José Julio Perlado: Si no hay ruptura, ¿hay en estos cuentos alguna nueva aportación en el plano técnico o en el temático?

Julio Cortázar: Parecería un poco inmodesto contestar afirmativamente, pero yo no tengo, en todo caso, ninguna falsa modestia. O sea, tengo la impresión de que si continúo escribiendo cuentos, esos cuentos no son repetitivos, o sea, que es un nuevo paso en algún sentido, a veces tal vez sea un paso hacia adelante, a veces puede ser una bifurcación hacia algún lado donde me parece que hay todavía posibilidades que yo mismo no he indagado, que no he explorado.. Si no fuese así no tendría ningún interés, ninguna curiosidad por escribir cuentos. De modo que digamos que sí, que pienso que ahí debe haber alguna aportación, pero es a los críticos y a los lectores a quienes les toca decirlo.

José Julio Perlado: De estos ocho cuentos de su libro Deshoras, ¿qué cuento es más de su preferencia? ¿A qué cuento le tiene usted más apego, más cariño?

Julio Cortázar: Es difícil elegir un cuento. Puede haber un cuento que me interesa por la forma en que lo he escrito, es decir, ese combate que el escritor lucha consigo mismo para finalmente obtener algún resultado literario, pero también podría citar algún cuento en donde lo que me interesa es sobre todo la temática. Entonces, empezando por la temática, un cuento como Pesadillas, para mí cuenta mucho porque significa mucho, porque me parece una especie de resumen alegórico, si usted quiere, de la situación que se ha vivido en la Argentina en los últimos años. Ahora, si se trata ya del lado exclusivamente literario, a mí me interesa personalmente el último cuento, ese que se llama Diario para un cuento, porque es una especie de combate conmigo mismo para tratar de llegar a un resultado, no sé si lo comprende o no.

José Julio Perlado: ¿Por qué ha escogido el título de Deshoras para este libro?

Julio Cortázar: Una buena pregunta, sólo que hago la observación al paso de que el primer cuento no es un cuento, se llama epílogo de cuento. Es lo que me sucedió exactamente tal cual, y no está contado como un cuento sino como un documento privado.
Yendo al título de Deshoras, siempre que reúno siete, ocho o nueve cuentos para un volumen se me plantea el problema del título; me gusta, siempre que puedo, que el título de alguno de los cuentos que están en el libro sirva para la totalidad. A veces se puede y a veces no. Porque ese título tiene que resumir la atmósfera general del libro, y en este caso creo que Deshoras es con esa noción que tiene la palabra, que yo la uso un poco insólitamente en plural, porque en general se dice "llegar a deshora", por ejemplo. Y yo la separo de la frase hecha, y la pongo en plural porque me parece que los ocho cuentos del libro, de alguna manera, todos son "encuentros a deshora", hay pasos así, en que el destino se juega un poco, porque hay un desajuste entre la realidad y los personajes.

José Julio Perlado: ¿Interviene en este libro el tema del juego?, ¿el "juego" del escritor con lo que escribe, y el juego con el lector?

Julio Cortázar: Bueno, sí, desde luego que interviene, porque todos los elementos de juego, pero entendido seriamente, son una constante en la mayoría de las cosas que llevo hechas, y aquí el juego es bastante explícito. Por ejemplo, en ese cuento que se llama Satarsa, el personaje trata de ver lo que está sucediendo y lo que le puede suceder a través de juegos de palabras, eso no parece muy serio, pero usted sabe que la magia de las palabras es una de las formas que se cultivan desde la más alta antigüedad, y entonces ahí hay una referencia muy directa a uno de los grandes juegos que ha jugado siempre el hombre, a través de la Kábala por ejemplo, y a través de todas las posibilidades de adivinación, a través del idioma y por medio del idioma. Hay un viejo juego, que yo sigo practicando con resultados que me asombran, que es lo que alguien llamó la "poetomancia". O sea, tomar un libro de poemas, cualquier libro de poemas, cerrar los ojos, abrirlos y poner el dedo en un verso y leer ese verso; es impresionante la cantidad de veces que en mi caso, el verso en el que caigo me ilumina un futuro inmediato o me aclara un pasado o me muestra cuál es mi presente, entonces ¡cómo no creer en el poder del lenguaje! cuando ese simple juego se vuelve una cosa seria.

José Julio Perlado: Usted habla en su último relato de la "cosquilla del cuento". ¿Suele traerle ya esa "cosquilla", la manera de hacer cuentos?

Julio Cortázar: Puedo contestar afirmativamente a eso, sí, porque, claro, es más que una "cosquilla", es...

José Julio Perlado: ¿La "manera" o la "estructura"?

Julio Cortázar: Bueno, tal vez estamos hablando de la misma cosa, porque la estructura no puede ser una estructura si no contiene una opción previa sobre la forma en que se va a construir el cuento; y en general, la noción general del cuento, el tema en "grosso modo", en mí viene acompañado ya de la forma en que tengo que hacerlo. Es decir, yo sé automáticamente cuando me pongo a la máquina que tengo una idea general de un cuento que me obsesiona, esa es la "cosquilla", que me obliga a escribirlo; pero también sé, sin poder dar ninguna explicación racional, si ese cuento lo voy a escribir en primera persona o en tercera. Eso lo sé, lo sé sin razones, sé perfectamente que voy a empezar a hablar de mi "yo", o bien voy a empezar a hablar de algún punto o algún tema. Y eso no tiene explicación, eso se da así.

José Julio Perlado: ¿Le plantean muchos problemas los llamados "finales perfectamente cerrados" en los relatos breves? Y, ¿cuándo rompe la norma?

Julio Cortázar: Por lo que a mí se refiere, la idea que yo me hago del cuento y la forma en que lo realizo es siempre un orden muy cerrado. Por ahí he escrito que para mí un cuento evoca la idea de la esfera, es decir, la esfera, esa forma geometría perfecta en la que un punto puede separarse de la superficie total, de la misma manera que una novela la veo con un orden muy abierto, donde las posibilidades de bifurcar y entrar en nuevos campos son ilimitadas. La novela es un campo abierto verdaderamente; para mí, un cuento, tal como yo lo concibo y tal como a mí me gusta, tiene límites y, claro, son límites muy exigentes, porque son implacables; bastaría que una frase o una palabra se saliera de ese límite, para que en mi opinión el cuento se viniera abajo. Y he visto muchos cuentos venirse abajo por eso, por destruirlo todo en el último momento, por ejemplo, con una tentativa de explicación de un misterio, cuando el misterio era más que suficiente en el cuento, cada uno podría encontrar allí su propia lectura, su propia interpretación. Hay gente que malogra cuentos, poniéndolos excesivamente explícitos, entonces la esfera se rompe, deja de ser el orden cerrado.

José Julio Perlado: ¿Qué es un cuento para usted?

Julio Cortázar: Yo creo que nadie ha definido hasta hoy un cuento de manera satisfactoria, cada escritor tiene su propia idea del cuento. En mi caso, el cuento es un relato en en el que lo que interesa es una cierta tensión, una cierta capacidad de atrapar al lector y llevarlo de una manera que podemos calificar casi de fatal hacia una desembocadura, hacia un final. Aunque parezca broma, un cuento es como andar en bicicleta, mientras se mantiene la velocidad el equilibrio es muy fácil, pero si se empieza a perder velocidad ahí te caes y un cuento que pierde velocidad al final, pues es un golpe para el autor y para el lector.

José Julio Perlado: Estos ocho cuentos, ¿cómo podrían clasificarse de alguna manera?

Julio Cortázar: Me parece a mí que hay dos tipos de cuentos bastante diferenciados. Algunos en donde predomina el elemento fantástico, que usted debe bien que es una constante en casi todos los cuentos que he escrito. En otros cuentos, aunque también esté presente un factor fantástico, lo que me ha interesado a mí directamente ha sido una referencia directa a problemas que me angustian personalmente, a mí y a tantos más, concretamente a conflictos que afectan al tema de América Latina en general.

José Julio Perlado: En este libro aparecen cuentos llenos de nostalgia.

Julio Cortázar: Tal vez para un escritor la única manera de combatir ciertas nostalgias es escribiendo y, naturalmente, la nostalgia se abre paso en el tema del cuento y en todo el cuento, pero en estos de Deshoras yo creo que hay algo más que nostalgias. Hay denuncia, hay protesta y hay combate por lo que sucede en la Argentina, es decir, un clima de opresión, un clima de miedo, de desapariciones y de asesinatos, todo eso se refleja con bastante claridad, por lo menos, en uno de los cuentos.

José Julio Perlado: ¿Prima más la preocupación por temas políticos que por los literarios?
Julio Cortázar: No. Depende de los momentos. La literatura es mi vocación, y lo que usted califica de política es una labor de interés militante. Mi vocación profunda es la literatura, pero yo no quisiera alejarme del todo del tema de Nicaragua sin decir que me parece que este es el momento que más que nunca Nicaragua necesita de la solidaridad de todos los pueblos que a su vez están luchando por una base social, como es concretamente el caso de este país. Tengo la impresión de que los intelectuales españoles y que todo el mundo en España puede hacer mucho más en el plano de la solidaridad con un país como Nicaragua. Estoy seguro de que lo van a hacer.

José Julio Perlado: Hay un cuento suyo en su libro Deshoras que da la impresión de acercarse más a un ejercicio de experimentación. ¿Cómo clasificaría usted este relato?

Julio Cortázar: Bueno, es un experimento para ver si frente al problema de no encontrar un camino para escribir un cuento -al describir esas dificultades en forma de Diario (es decir, todos los problemas del escritor que no encuentra el camino)-, el cuento queda atrapado dentro del Diario. Digamos que puede haber un cierto elemento de trampa en eso, puesto que yo tenía conciencia de lo que estaba haciendo, pero soy muy sincero cuando digo que nunca hubiera podido escribir ese cuento directamente como un cuento, tuve que dar vueltas en torno a él, mirándolo por todos lados y hablando continuamente de los problemas que me impedían escribirlo, y sucedió que al ir haciendo eso, el cuento se fue armando por dentro, bueno, eso es si usted quiere, la experiencia. Espero que el lector la sienta como tal y le agrade.

José Julio Perlado: En este momento, en 1983, tras haber escrito numerosos libros de cuentos, ¿cree usted que existe actualmente una evolución en la forma de contar o bien prosigue con los caminos ya iniciados anteriormente?

Julio Cortázar: No lo sé a ciencia cierta. Por un lado me doy cuenta de que con los años y por el hecho, quizás, de haber escrito ya tantos cuentos, estoy trabajando de una manera más seca, más sintética. Me doy cuenta al escribir que cada vez elimino más elementos, no diré de adorno, pero sí elementos de estilo que al comienzo de mi trabajo se hacían ver, se hacían sentir, y que tal vez le daban más follaje, más savia a los cuentos; algún crítico me ha señalado que estoy escribiendo de una manera muy seca, con lo que quiere decir, demasiado seca; no creo que sea demasiado. Tengo la impresión de que he llegado a un momento en que digo lo que quiero decir y no necesito agregar una sola palabra más. Tengo la impresión también de que los lectores actuales, los lectores que ahora se interesan por la literatura, sobre todo por la latinoamericana, están altamente capacitados para seguir ese estilo, ya no necesitan el floripondio romántico ni el desborde de tipo barroco. Yo creo que el mensaje puede llegar directamente y con toda intensidad, con lo cual no quiero decir que mi manera de escribir sea la única que me parece válida, muy al contrario. Pero desde luego hay una evolución, espero que los críticos no digan que es una involución, pero no me toca a mí saberlo.

José Julio Perlado: ¿El título de Deshoras lo ha escogido usted por algún motivo peculiar?

Julio Cortázar: Es el problema de encontrarle un título coherente a un volumen de cuentos, puesto que los cuentos son siempre tan diferentes entre sí; en este caso el cuento que se llama Deshoras hace una referencia, la palabra lo está indicando, al hecho de una no coincidencia en el tiempo, destinos que pasan uno al lado del otro sin encontrarse, sin juntarse, y los ocho cuentos de este libro, cada uno a su manera, están mostrando ese tipo de desajuste, de falta de armonía en una determinada situación; entonces me pareció que el título Deshoras se aplicaba bien al libro.


Madrid, 24 de mayo de 1983

18 de mayo de 2009

Marco Denevi: Descubrimiento del hombre y encuentro con el escritor


Por Haydée M. Jofre Barroso

¿Por qué escritor? ¿Eligió usted o eligió el destino?
No creo que hubiese podido llegar a ser escritor sin el favor de las circunstancias o por lo menos con su oposición. Pero tampoco creo que las circunstancias hubiesen podido transformarme en escritor sin el concurso de la vocación. Quién sabe cuántos escritores, por culpa del destino (ese azar) viven sub specie de oficinistas o de comerciantes. Y se sabe que muchas personas, por más que el destino las invite a ser escritores, no lo son (aunque por ahí escriban, de puro atentas con el destino).
Pero usted, concretamente ¿habría podido ser otra cosa? ¿Qué, por ejemplo?
La pregunta viene bien para aclarar un poco mi respuesta anterior, que está confusa. ¡La vocación! Al fin y al cabo, la vocación es esa certidumbre de que en un determinado dominio de la ciencia, del arte o de la acción estaremos en condiciones de practicar una especie de ejercicio de propiedad. Pero, dentro de un mismo dominio, no todos son llamados para idénticas funciones. En literatura, por ejemplo, hay una convocatoria para ser autor, otra para ser crítico, otra para ser lector (que no es quien lee sino quien reescribe mediante la lectura). Sin unos y sin otros no existiría la literatura. La coincidencia entre el llamado y nuestra respuesta es siempre una fuente de profunda felicidad, señal de nuestro acierto. Cuando nos equivocamos y no nos damos cuenta, hacemos el ridículo. Cuando nos equivocamos y nos damos cuenta, sentimos tristeza, también envidia y rencor. Otras veces es el mundo el que, como una muralla china, se interpone entre el llamado y nuestra respuesta: qué dolor. Y otras veces ocurre la inexplicable paradoja: sabemos, vaya si lo sabemos, que la irresistible voz nos llama para ser tal o cual cosa en tal o cual dominio, y son condiciones innatas para serlo, salvo ese hondo sentimiento, ese gusto, ese interés, esa inclinación. Digo todo esto porque de todo esto he experimentado en mi vida. Fíjese que desde joven percibí, dentro de mí, el llamado de la política. Pero ahí se produjo la mencionada paradoja y, por si fuera poco, la inserción de la muralla china. Por muralla china entiendo, en este caso, principalmente las técnicas de reclutamiento de los políticos, vale decir, el comité, que yo no he pisado ni pisaré jamás. Otra vocación: el teatro.
Con el teatro tuvo más suerte.
No crea. Como autor, me especialicé en fracasos. Como actor (porque también me habría gustado ser actor) fui rechazado en el umbral. Hasta que a los treinta y dos años de edad, mientras vivía bajo la apariencia de un funcionario de la burocracia, oí una vocecita tímida que me llamaba y a la que, ¡por fin!, me sentí en condiciones de responder: la literatura. Las circunstancias no se opusieron, y así fue como en 1954 escribí Rosaura a las diez. Pero no he terminado con la lista de mis vocaciones: faltan la música y el cine. Se me dirá que confundo aficiones con vocaciones. A mucha gente le gusta la música, le gusta el cine, pero no emplea la pretenciosa palabra vocación para calificar sus gustos. No, no es mi caso, créame. La música es para mí aquel territorio propio que, a mi juicio, autoriza a hablar de vocación. Y si no, vea: sin haber hecho estudios, le he puesto música a Los doce gozos de Lugones, mía es la música para la adaptación de Ceremonia Secreta en televisión, he compuesto dos lieder con poemas, nada menos, de Verlaine. Pero no soy, por responsabilidad de las circunstancias y de mi pereza, sino un amateur. De proponérmelo y de contar con el socorro de las circunstancias, habría sido un compositor hecho y derecho. En cuanto al cine, no puedo dejar de oír su llamado para incorporarme como director, ni la vehemente respuesta de mi convicción de que sabría serlo.
Se nota, en sus novelas, el gusto por la visualización y por el ritmo, casi diría por la estructura cinematográfica.
Sin embargo las he escrito sin pensar en su posible adaptación para el cine. Lo que ocurre es que sí, veo cuanto describo con palabras. Lo veo tan nítidamente que quizá de ahí provenga la excesiva minuciosidad con que, según un crítico, retrato a mis personajes. Volviendo a mi vocación por el cine: no espero poder satisfacerla nunca. Deberé conformarme con ser un mero proveedor de argumentos que otros usarán como el escultor usa el barro o el yeso.
Llama la atención, Denevi, esa pluralidad de vocaciones que yo, francamente, no le conocía.
Y que no es muy común. Puedo decirlo sin vanagloriarme, porque no es fruto de mis méritos sino de mi naturaleza, y porque no se corresponde con una pareja pluralidad de dotes. Sobre todo, de dotes de energía para sobreponerme a la adversidad de las circunstancias. Usted, al comenzar esta conversación, habló de elección y de destino. Según Sastre, llamamos destino a la suma de nuestras elecciones. Hay una gran soberbia en el fondo de ese pensamiento. Pero es evidente que, en mi caso, ha habido reiteradas malas elecciones.
No con respecto a la literatura. No se queje.
No me quejo. Y sin embargo, sé que la pluralidad de mis vocaciones, como usted la denomina, no es un tonto deseo de “tócalotodo” que quiere mariposear superficialmente por todas partes sin profundizar en ninguna. Pero pasemos a otro tema, porque si no usted va a pensar, con toda razón, que en la lista de mis vocaciones falta una: la de hablar de mí mismo.
Me consta que rara vez lo hace. Hasta estoy asombrada de que me haya hecho este tipo de confidencias. Para no abusar, paso a un terreno estrictamente profesional. ¿qué es más importante para usted: el acto de inspiración o el acto de creación?
Resígnese de antemano a la penuria de muchas de mis respuestas. Le recuerdo que no estoy hecho ni preparado para teorizar sobre literatura, ni siquiera sobre la mía. A gatas sé escribir ficciones. Soy más intuitivo que otra cosa. Carezco de estudios especializados. Si fuese pintor me apodarían naif. Pero si se trata de averiguar qué prevalece en mi trabajo, si la irracionalidad o el cálculo, si la libertad o la elaboración, si la espontaneidad o la matemática, respondo que sí a todo, a lo uno y a lo otro. Hoy nadie se anima a hablar de inspiración, porque se la considera una bobería decimonónica. Pero yo no tengo ninguna vergüenza de confesar que a veces me siento “inspirado”, como si un fuego de Pentecostés se posara sobre mi cabeza y me revelase el texto que escribo poco menos que como un taquígrafo. Pero también es cierto que a menudo mi obra responde a mi deliberación. Y frecuentemente lo que escribí bajo el dictado de la inspiración pasa después por las manipulaciones de taller.
¿Se siente fraccionado, dividido, entre el escritor y el hombre?
¿Un desdoblamiento al estilo del doctor Jekyll y de mister Hyde? Que yo sepa, no. A lo menos no me he dado cuenta. A lo sumo, cuando escribo dejo a un lado mis dolencias físicas, nada más. Pero todo cuanto encuentra en el escritor lo habrá encontrado antes o lo encontrará después en el ser humano.
Me refería a que si el escritor y el hombre no entran nunca en conflicto, si nunca hay peleas entre ambos.
Me imagino que a usted no le interesarán ciertas discordias triviales, como por ejemplo: que el escritor se crea obligado a aceptar dar una conferencia y el hombre, que odia las conferencias, sienta ganas de propinarle al escritor una pateadura. Vayamos a conflictos más serios. Sí, los hay, por qué negarlo. Una vez Victoria Ocampo me mandó una carta en la que, entre otras cosas, me dice (cito de memoria): “Nunca sacrifiqué lo vivido a lo escrito. Siempre me he puesto del lado de la vida”. Pero yo, desde que vivo de mi profesión de escritor, noto que, para escribir, me condeno a largas horas de soledad y de aislamiento que al escritor no le pesan pero que el hombre, en su fuero íntimo, a menudo siente muy gravosas. Es cierto que jamás permití que el escritor tuviese intereses contrarios a los del hombre, o que el escritor usurpase la perspectiva del hombre, o que las experiencias del hombre quedasen confinadas en las del escritor. Pero, de todos modos, hay un problema de tiempo, de dedicación, de trabajo, que no he sabido o no he podido resolver sin perjudicar ya al uno, ya al otro. Mejor dicho, el perjudicado es siempre el hombre.
(…)
¿Qué tipo de relación tiene con su obra?
Se me ocurre que –calidad aparte– la relación entre un creador y su creatura es siempre la misma: primero, durante los felices y atareadas días del Génesis, un loco amor. Después, en el sábado del ocio, sobrevienen las dudas, el hastío, los temores, el arrepentimiento, la tristeza y hasta la cólera. Y por fin, apenas los adanes y las evas remontan su propio tiempo y su propia historia, renace aquel amor, ahora dulce, nostálgico, tierno, indulgente, secretamente orgulloso, que espía desde lejos pero que ya no puede intervenir nunca más.
¿Cuáles son las ventajas y desventajas de su método de trabajo?
Desde octubre de 1968, esto es, desde que no ejerzo otra profesión, escribo diariamente, de lunes a sábado, varias horas diarias (salvo los días en que debo dedicarme a otra cosa, casi siempre algún fastidio). Esto no significa, de más está aclararlo, que todo lo que escribo vaya a parar a la imprenta: buena parte va a parar al canasto de los papeles. El método, si lo comparo con el anterior (escribir en los “ratos libres” y qué bien dicho: libres) no tiene para el escritor sino ventajas. Escribir, después de todo, es una gimnasia que se beneficia con la práctica cotidiana.
Le voy a hacer una pregunta que no es mía (tengo opinión formada al respecto), sino que proviene de cierta romantización que la gente hace con los escritores: ¿no tiene miedo de que escribir todos los días se convierta en una rutina y que esa rutina le mate el placer de escribir, lo sepulte en una especie de burocracia de la creación?
Qué curioso. No hace mucho, en mi presencia, y a raíz de las doscientas representaciones de una obra de teatro, una señora le preguntó al protagonista de la obra (un actor famoso) algo parecido. Y el actor respondió acaso con cierta cursilería pero con una gran verdad: “Señora –le dijo– cuando usted todas las mañanas despierta a sus hijos, los viste, los peina, les sirve el desayuno, los acompaña hasta la escuela, los despide con un beso, etc., etc., ¿siente que su amor por ellos disminuye a causa de esa repetición?”.
(…)
¿Cuál es el rasgo sobresaliente de los escritores?
¿Uno que sea común a todos? Francamente, no lo sé. No se me ocurre qué rasgo puedan compartir Jack London y Boccaccio, Céline y Perrault, o Enrique Larreta y las hermanas Bronté, que no se vincule con la capacidad de convertir en un texto legible la suma de sus sueños, de sus experiencias, de sus visiones. Pero espere: ahora que lo pienso, me parece que todos los grandes escritores, los verdaderamente grandes, digo, los Dostoievski, los Dickens, los Faulkner, los Maupassant, son la rencarnación moderna del mago Tiresias, que poseía dones adivinatoriso y proféticos y que podía transformarse en hombre y en mujer y ver la vida desde una perpectiva y otra perspectiva. Me acuerdo de que Murena dice algo parecido, en Homo atomicus, a propósito de Sócrates. Entendámonos: no se trata de un hermofroditismo sino de una especie de totalización de las perspectivas habitualmente diferenciadas según el sexo. Vea el caso de Zola, por ejemplo, de un temperamento tan robustamente masculino pero que, en sus novelas, sabe también mirar a través de un ojo femenino.
(...)
¿Cuál es el género que más interesa? ¿Y el que más ama?
Aclarado que, en el orden de mis preferencias, el cine está antes que el teatro y el teatro antes que la literatura, dentro de los géneros literarios el que más me interesa y el que también más quiero es el cuento. Pero no soy de los que opinan que escribir un buen cuento es más difícil que escribir una buena novela. Justamente creo que es al revés.
¿Cuándo y cómo comienza un libro o una pieza? ¿Cuáles son su ritmo, los pasos que sigue, las leyes a las que se ajusta, las exigencias a las que se somete?
¡Diablos, cuántas cosas quiere que conteste sin que yo tenga la menor idea de lo que deba contestar! Le prometo empeñarme todo lo que pueda en rescatar a ese Denevi, a esos Denevi ya diferentes de mí que, en el pasado remoto o próximo, se sentaron frente a una máquina de escribir y dieron comienzo a una novela, a un cuento, a una (sediciente) pieza de teatro. Si no me equivoco, todos tenían una idea de qué es lo que iban a escribir, una idea previamente masticada y rumiada, que después, a medida que la transformaban en un texto escrito, se les iba al diablo porque entonces aparece la visualización de que antes hablamos y a menudo ocurre que lo que “veo” ya no coincide con lo que pensé, sin olvidar las ocasiones en que todo lo que escribo es fruto de una brusca repentización, Sé que muchos escritores hacen borradores, versiones preparatorias de una definitiva. Yo no puedo. O lo que escribo (digo, en cuanto al texto) es definitivo o no es nada. Consecuencia: gasto papel como no se imagina, porque si no le doy yo mismo el imprimatur a lo que escribo y a medida que lo escribo, empiezo de nuevo. El ritmo del dactilógrafo empírico que soy se acomoda bien al ritmo de mi pensamiento. La escritura de puño y letra se me retrasa y acaba en jeroglíficos indescifrables. Mi mayor preocupación es de que no haya disidencias entre el qué digo y el cómo lo digo. Créame que si busco un adjetivo, un verbo, una imagen, una comparación (de esas que sobreabundan en mi prosa) es para cuidar por un lado la nitidez de la expresión y por otro lado la fidelidad de la transmisión. Últimamente he hecho lo que nunca: a raíz del cambio de editor de un libro mío, sometí a éste a una revisión de cabo a rabo. Y estoy por meterme en otra novela: con el material o, mejor todavía, con el núcleo narrativo de una novela ya publicada me he propuesto escribir una nueva novela, muy diferente de la anterior, porque en la anterior se me figura que no supe sacarle partido a un tema espléndido (creado por la realidad, no por mi imaginación). Antes de pasar a otro tema, déjeme aclarar que lo que acabo de decir (más bien, de frangollar) respecto de lo que usted me preguntó, se refiere a lo ya hecho. Como vivir es modificarse, no le garanto que mi respuesta de hoy valga para mañana. Quién le dice que, en el futuro, haré borradores o me pondré a escribir un cuento sin tener la menor idea de qué voy a contar.
¿Necesita inventarse oasis para sobrevivir en el complejo mundo de nuestra época, para usted no lo es?
Lo es, aunque sospechoso que el mundo siempre ha sido complejo y seguirá siéndolo para todo aquel que tiene un modelo del mundo. Pero es evidente que, con modelos o sin modelos, y aunque más no sea que por razones de aglomeración, vivir se vuelve cada vez más peliagudo y la realidad más ingobernable a pesar de los adelantos tecnológicos. ¿Sabe? Se me ocurre que de ahí proviene el auge de los deportes, quiero decir, ese desmedido interés de la gente por deportes que a menudo no practica: ahí se encierran en un mundillo al margen del otro. Ese sí que es un oasis inventado para sobrevivir, como usted dice. Claro que un oasis que encubre el feroz negocio de unos pocos que le sacan buen provecho. No crea que yo no me meto, de vez en cuando, en ese “microcosmos”.
(…)
¿De dónde nacen sus temas y sus criaturas?
De la realidad, claro. De la que me rodea y de la que está dentro de mí, recompuesta según el orden de la literatura.
Cuando convierte a un ser real en personaje suyo ¿qué siente? ¿Satisfacción, remordimiento, temor?
Ninguno, créame, ninguno de mis personajes es el doble literario de un ser real. La imaginación no crea nada de la nada, cierto. Pero la mía combina los datos de la realidad, hace con ellos una especie de montaje. Imito a la naturaleza, que con los ojos de la madre, la nariz del padre, la boca del abuelo, el lunar de la tía soltera y, si se descuida, con el mentón del vigilante de la esquina arma un nuevo rostro, el de ese recién nacido cuya fisonomía es original no en cada rasgo por separado sino en su combinación.
Después de todo lo dicho: en realidad ¿quién es Marco Denevi?
Le respondo con el título de la novela de Pirandello: uno, ninguno y cien mil. Como todo el mundo, por otra parte, ya que todos tenemos tantas personalidades cuantas los demás nos atribuyen. En realidad no somos: parecemos.
¿Incluso para nosotros mismos?
También, también. Yo puedo afirmar, por ejemplo, que soy muy sensible. ¿Los soy? ¿O me parezco sensible? Y si a los demás les parezco insensible, ¿dónde está la realidad? ¿En mi parecer, o en el de los otros? Hasta aquí usted ha concedido la palabra a mi parecer. Concédasela también al de los otros. Entonces se verá que, como el Gengé pirandelliano, soy centomila. Es decir, nessuno.
Denevi, Marco, Obras Completas 1, Ediciones Corregidor, 1980, Buenos Aires

14 de mayo de 2009

Isidoro Blainten

"La literatura es cruel"

Por Miguel Ruso

Isidoro Blaisten, nacido en Concordia, Entre Ríos, en 1933, se define como un humilde cuentista. Escribió Sucedió en la lluvia (1965), La felicidad (1969), La salvación (1972), El mago (1974), Dublín al Sur (1980), Cerrado por melancolía (1981), Cuentos anteriores (1982), Anticonferencias (1983), A mí nunca me dejaban hablar (1985) y Carroza y reina (1986). Este año apareció una nueva versión de su libro El mago con la inclusión de veinte nuevos cuentos. Y al hablar de literatura habla de la vida, como ocurre con los buenos escritores.

"Algo de bueno sucede en la literatura –reflexiona Blaisten. Ocurre que en los últimos veinte años en el país pasó tanto agua bajo el puente que estuvimos inundados, a punto de ahogamos en una de las noches más negras de nuestra negra historia. Existió una inundación espiritual además, un ahogo del alma. Sin embargo en esos veinte años se produjeron Rayuela, Adán Buenosayres, las obras completas de Borges. Ahora estamos atisbando el fulgor, cierta esperanza por el país y en literatura nos encontrarnos con el afinamiento de un lenguaje propio. Esa cosa íntima, nuestra. Esa forma de escribir rioplatense que nos distingue del resto de la América que produce en español y del resto del mundo. Eso que hace que ante la lectura de un texto uno pueda decir con certeza que está escrito por un argentino. Y ese idioma nace en Borges."

Justamente fue Jorge Luis Borges quien especificó que todo hombre es del tiempo que le toca vivir y en el caso concreto de Blaisten, muchos críticos creyeron ver en su cuento "Y vendrá la muerte y tendrá tus ojos" (Cerrado por melancolía) el reflejo de un país destrozado por la dictadura.

"Es que los militares, prohibiendo la forma lisa y llana de decir, fomentaron, sin saberlo, el uso de la metáfora –explica el autor–. No quisieron, pero le dieron más belleza a la escritura. Se agudizó el uso de la alusión, de la forma de sugerir y eso resultó bastante productivo.

También admite que a partir de la dictadura se produce un corte en la literatura. Un corte necesario. "Los periodistas que sabían –opina Blaisten– no podían hablar porque los mataban o los desaparecían, entonces la gente se volcó a la literatura. Se da comienzo a una manera de escribir periodística, una literatura que de algún modo informa a la gente de lo que está ocurriendo, lo que la gente necesita. Se busca en lo literario la explicación de lo que está pasando: Nunca más, Ezeiza, La novela de Perón. El lector quería saber, necesitaba saber lo que se había callado. Luego aconteció la saturación y entonces hubo un vuelco hacia la literatura un tanto alejada de lo periodístico."

Isidoro Blaisten repite, en sus talleres, hasta el cansancio, que la literatura es un trabajo, que el arte, guste o no, es forma. O como decía Jean Paul Sartre es poner en forma. "Así como para pintar un cuadro hay que aprender primero a dibujar –dice el escritor– hay que admitir que las medidas, las formas, las equivalencias no están para joderte la vida. Están para ayudarte. Hay gente que me dice: "Ah, no, yo escribo lo que siento". Está bien, uno puede pensar que tiene un hermoso sufrimiento, pero eso no le importa a nadie. La literatura es cruel. Uno puede escribir la letra de Anclao en París estando en Madrid, fumando cigarrillos egipcios y con pijama de seda. De todos modos el que escucha el tango, llora. Esas son las contradicciones del arte de escribir. Del oficio de escritor."

Abomina de los escritores que recién empiezan y leyeron en alguna parte que la literatura es demoníaca, entonces en lugar de dedicarse a escribir ejercen la maldad. "Cualquier loco –reflexiona Blaisten– se puede cortar una oreja, pero Van Gogh hubo uno sólo. O se termina por acusar a Borges de eyaculador precoz o impotente y se olvidan que sólo una persona pudo escribir "El jardín de senderos que se bifurcan". Después de la política, de ciertos ideales, del fin de las ideologías, ¿qué va a quedar? Simplemente aquello que toque el corazón de los hombres. Y pasiones humanas hay diez y son las que mostró Shakespeare, las que retomó Cervantes, y pasarán los años y siempre la gente volverá sobre los textos que hablen de ellos. Sin facilismos, desechando la intertextualidad como invento novedoso. La guiñada existe desde que existe la literatura. De Virgilio a Homero, entre los antiguos, en Marechal, en Borges. Y ahora hay los que pretenden establecer la guiñada antes que el ojo. Por favor, basta de boludeces, hay que escribir a través de la vida y dejar que los críticos se encarguen de encasillar o codificar los textos."

Sin embargo, reacio al encasillamiento, Blaisten concluye: "Para determinar en qué escuela o movimiento estoy, cito la Biblia, un pasaje que dice: Ay del solo. Yo soy un tipo sólo. Cambio constantemente, entonces no me pueden clasificar. Carezco de grupos de pertenencia y te dan con todo por esto. Me dicen que soy polémico y jamás me metí contra nadie. Eso no te lo perdonan. A mí me interesa hacer mi obra y que el lector me juzgue. Estoy vivo, por favor no me embalsamen, quiero seguir".

La Maga, 1991

24 de abril de 2009

Entrevista a Guillermo Cabrera Infante


En los últimos días de febrero, visitó Bogotá Guillermo Cabrera Infante, el conocido autor de Tres Tristes Tigres, novela considerada el paradigma de la nueva narrativa latinoamericana. Recientemente apareció la que es, hoy por hoy distinguida por la crítica unánime como su obra maestra: La Habana para un infante difunto. La Habana como la llamaremos de ahora en adelante, cuenta la vida erótica de un adolescente, y luego de un hombre joven, en La Habana de los años cuarenta y cincuenta. Es, por tanto, una Habana difunta, la de los recuerdos de Cabrera Infante, difunto muchacho de un reino que ya había inmortalizado en su obra anterior. De esa obra y mucho más de la reciente, conversó Guillermo Cabrera Infante con el autor de esta entrevista, concedida excepcionalmente, ya que el prestigioso autor cubano, que vive ahora en Londres, no responde sobre estos temas sino por escrito.
Harold Alvarado Tenorio: ¿Qué relación hay, en su obra, entre experiencia y literatura?
Guillermo Cabrera Infante: En realidad es una pregunta compleja. Me gusta que me hable de experiencia y no de experimento que es una palabra que yo detesto con respecto a la literatura. Yo trabajo poco con experiencias, para mí ese clisé de la agonía de la página en blanco no existe, porque yo fundamentalmente con lo que voy cubriendo la página es con recuerdos, todos esos recuerdos han sido facilitados por la memoria, y la memoria, como usted sabe, es una traductora y a veces una intérprete, intérprete en el sentido de interpretar un lenguaje en otro, una intérprete muy fiel. Yo acepto que es un inconveniente, pero eso me garantiza que tenga una base primera, un fundamento sobre el cual trabajar más tarde. Entonces, en realidad la experiencia o las experiencias están siempre limitadas por arbitrio del recuerdo, pero, finalmente, yo no voy en busca del tiempo perdido sino del espacio a encontrar, que es el espacio lingüístico, que es a veces oral o simulacro de oralidad como ocurre en Tres Tristes Tigres o es un espacio dado como en La Habana. Con La Habana yo tenía un primer borrador que era mucho más lineal que el libro actual, pero que estaba atiborrado de datos, tanto es así que en la versión final, aunque yo soy un escritor que tiende a añadir más que a quitar, en la versión final, en el borrador final, limé ciento veinte páginas del libro. Entonces este primer borrador a mí me servía como un andamiaje para construir mi edificio de palabras, en este caso una ciudad de palabras, y al hablar de ciudad le puedo hablar no solamente de topografía, la referencia al terreno, sino de topología en el sentido que tiene esta ciencia moderna que entre otras cosas se dedica al estudio de los nudos, es una ciencia que a mí me interesa mucho, aunque yo soy poco científico, me interesa porque se interesa por fenómenos que en otro tiempo y aún hoy, a otros científicos, parecen meros juegos.
Harold Alvarado Tenorio: Leyendo en La Habana para un infante difunto, las primeras ciento y pico de páginas se percibe un tono autobiográfico que desaparece después…
Guillermo Cabrera Infante: Bueno, en realidad estas ciento y tantas páginas de La Habana juegan el papel del maestro de ceremonias en Tres Tristes Tigres., eso es exactamente un prólogo, una presentación, que es algo más difícil de describir pero que parece una verdadera metamorfosis, hay una localización suya en un tiempo histórico-humano, hay una presentación de un local absolutamente extraordinario y desconocido para el narrador, como es el solar habanero. Ese extraordinario falansterio. Ese descubrimiento de La Habana primero que nada que él realiza en esas ciento veinte páginas, está el descubrimiento del lenguaje de La Habana que él tiene que aprender como si estuviera en tierra extranjera y está, además, muy importante, el descubrimiento del sexo.
Harold Alvarado Tenorio: Después de publicar La Habana, de haberla escrito y decidido publicarla ¿cómo ve usted, cómo leería Tres Tristes Tigres? ¿Cómo la arqueología de La Habana para un infante difunto?
Guillermo Cabrera Infante: No, es un libro. Tres Tristes Tigres es un libro que siempre pretende o quiere dar a entender que pretende una aspiración constante de oralidad. Si se da un estudio bastante minucioso del texto, se demostraría que esto es falso porque el texto se presenta en ocasiones como eminentemente escrito, esta oralidad es falsa, esta exaltación de un dialecto es inútil porque en realidad todo es una gran construcción verbal, se puede decir que nadie hablaba así en La Habana. Es el autor el que está haciendo ver que la gente hablaba así. Esa es una lectura posible de Tres Tristes Tigres. Veo el libro no como algunos que pretendían era el comienzo de algo, sino como el fin de mi relación con las posibilidades de la escritura dialéctica, y en ese sentido quiero decir de dialéctico. Además hay una constante preocupación por una organización musical del texto, bien sea porque uno de los protagonistas del libro es un músico, otra porque uno de los grandes manes del libro es una cantante, siempre la música popular está presente en el libro y su exaltación es extraordinaria, cosa que no ocurre en La Habana.
Harold Alvarado Tenorio: ¿Qué relación ha tenido con Conrad, Nabokov y Borges?
Guillermo Cabrera Infante: Yo soy un gran admirador de Conrad por lo que diviso fue una hazaña literaria. Conrad era un hombre de una enorme valentía personal y es curioso que estos tres escritores mencionados son escritores de un gran coraje tanto personal como intelectual. Conrad lo que hizo fue, después de haberse embarcado en muchas aventuras físicas, se embarcó en una última aventura, que es la aventura del lenguaje, cómo él llegó a conquistar el idioma inglés, que es un idioma desordenado, caótico, con más excepciones que reglas. Yo nunca me lo explicaré, porque además él comenzó muy tarde, él no tenía una base inglesa, de haber aprendido inglés cuando niño como Nabokov, y Conrad lo hizo admirablemente. Su inglés no es que sea impecable, es un inglés creador, a mí no me interesa si él comete faltas o si hay frases que no son gramaticalmente correctas, eso es lo de menos, Faulkner está lleno de incorrecciones gramaticales, eso no interesa para nada a la literatura, la gramática es una cosa, la literatura es otra. Pero no puedo decir que Conrad haya tenido en mí una influencia porque mayormente la de Conrad es una literatura de aventuras y hacia el final de su vida es una especie de literatura introspectiva que va a recordar algo que él rechazaba profundamente: el alma eslava. Él decía con toda razón que no era ortodoxo, que era polaco y que era católico en vez de ortodoxo, pero sin duda está presente, bajo los ojos de Occidente es una novelística eslava, y a mí francamente este tipo de novela no me interesa para nada. Otra cosa que yo veo mucho en Conrad es su sentido del humor, no tiene ninguno, no existe para él, se toma todo terriblemente en serio. Por el contrario, Borges y Nabokov son escritores, sobre todo el último, para quienes el humor es primordial y más que nada esencial. El humor de Borges es más sutil, más difícil de apreciar cuando él esta hablando en serio de cuando está hablando en broma, y aún sus pretensiones metafísicas son en última una broma. El mismo cuento El Aleph es todo una gran broma y no hablemos de Borges cuando escribe los cuentos policíacos junto con Bioy, los cuentos o problemas de Parodi, el hecho mismo de escoger el nombre Parodi para el personaje principal indica sus intenciones paródicas. Yo mediría las influencias de Borges en mí en unas cosas muy voluntarias. Además de préstamos de ciertas fórmulas borgianas, por ejemplo, entré a hacer esa distinción entre el uno y el mucho y que finalmente se prueba indistinguible como en cantaron varios pájaros al alba o tal vez cantó uno muchas veces, eso es una construcción que yo aprendí de Borges, igualmente de Nabokov, pero por ejemplo yo me doy cuenta de que cualquiera de los dos se horrorizaría ante la lectura de mis textos, le espantaría la buscada vulgaridad. Borges me dijo que él era indigno de Conrad…Borges siempre tiene esas actitudes de modestia, que bien examinada se muestran como falsa modestia. Yo estoy seguro de que él íntimamente no se encuentra indigno de ningún escritor del siglo XX, él podrá encontrarse indigno de Shakespeare porque todos nos encontramos indignos de él, pero no estoy seguro de que se encuentre indigno, por ejemplo, de Nabokov, a quien yo tiendo a considerar como mejor escritor que Conrad. Sí hay una conciencia, es decir, en Conrad había una conquista del lenguaje, en Nabokov hay una conciencia del lenguaje, hay un uso de la parodia, un uso de ciertos recursos retóricos tomados como un gran grano de sal. Pero a mí realmente lo que sí me interesa es Conrad, es su gran triunfo en el aspecto literario, cómo él logró imponerse en una sociedad absolutamente extraña, y una sociedad que en esa época era realmente muy enemiga de los extranjeros. La prueba de esto es que Eliot escribió un artículo sobre Conrad, Eliot, un americano que se anglicanizó voluntariamente de una manera decisiva, fue a ver a Conrad y se sorprendió de que él tuviera un acento polaco muy fuerte, al extremo de que él no podía entender casi lo que Conrad decía, y no olvide que Eliot se había convertido en un inglés absoluto, no se podía distinguir su ascendencia americana. Lo mejor de la visita de Eliot a Conrad es esa anécdota que le repito.
Harold Alvarado Tenorio: ¿Qué relación hay entre Rayuela y Tres Tristes Tigres? Alguien me dijo que Cortázar conocía y utilizó para esa novela su libro Un oficio del siglo XX, del cual también surge Tres Tristes Tigres.
Guillermo Cabrera Infante: Bueno, yo no tengo evidencias de eso, yo no puedo acusarlo de semejante uso. Lo único que tengo es el conocimiento de Cortázar no como escritor, yo conocí a Cortázar en el año sesenta y dos porque amigos habaneros lo habían conocido en Cuba e insistían en que yo lo conociera… y cuando lo conocí él no había publicado Rayuela entonces yo sí le llevé un ejemplar de Un oficio del siglo XX y a él le gustó bastante y me dijo: ¡ah, que bien estas colecciones! Y me mencionó dos o tres autores que han hecho semejantes cosas para meterlo todo, pero yo creo que en ese tiempo ya Rayuela estaba en la imprenta o por lo menos terminada. Yo no creo en su afirmación de que no haya leído Paradiso. Le puedo confesar que yo leí exactamente diez páginas de Paradiso y la encontré absolutamente impenetrable. Sin embargo yo soy un gran lector de la poesía de Lezama Lima y ésta aparece citada muchas veces en La Habana, versos enteros. Recientemente he escrito un largo ensayo sobre Lezama Lima y Virgilio Piñero, una biografía a dúo, se titula Vidas para leerlas
Harold Alvarado Tenorio: ¿Cuál es su relación con los clásicos griegos y los romanos?
Guillermo Cabrera Infante: En el bachillerato yo era un buen estudiante pero en realidad un pésimo oyente de clases, yo me leía el texto un poco antes de entrar al examen y como la mayor parte de los estudiantes lo regurgitaba todo en la mañana del examen. Pero un día estaba en una clase de literatura clásica con un profesor que era un hombre extremadamente afectado y hasta distante, un poco amanerado al hablar, y empezó a hablar de Ulises y llegó a la parte en que Ulises regresa a Ítaca y de como sólo es reconocido por su perro, Argos, quién al reconocerlo muere. Entonces yo tenía un perro, yo era un gran amante de los perros y a mí me conmovió profundamente este relato y fue para mí un verdadero cambio de vida. Ahí fue donde yo empecé a interesarme por la literatura. Fuí a la biblioteca y pedí La Odisea, me la leí completa, me leí también La Iliada que me pareció, contra muchas opiniones contrarias un libro inferior a La Odisea , es decir a mí no me interesaba nada Aquiles, me parece un personaje repulsivo, lleno de ira, un ejemplo de héroe negativo. Pero Ulises me pareció un héroe extraordinario, me gustó mucho su astucia y su relación con dos o tres mujeres del libro, concretamente con Naussica y con Circe y menos interesante con Penélope, porque Penélope representa la vida doméstica, y allí empecé a leer.
Harold Alvarado Tenorio: ¿Cuál sería la relación entre Tristán e Isolda, Trópico de cáncer y La Habana para un infante difunto?
Guillermo Cabrera Infante: Yo no puedo hablar de Trópico de cáncer porque nunca lo he leído. Pero es interesante que señale lo de Tristán e Isolda, porque es una leyenda que me interesa profundamente. Yo me he leído casi todo lo que hay sobre Tristán e Isolda, inclusive me compré antes de venirme para acá un libro que no he terminado de leer. He viajado a los sitios donde supuestamente se desarrolla la leyenda, donde todavía se conservan los nombres celtas de la época donde se supone ocurrió. Para mí es una de las grandes invenciones literarias y míticas de Occidente, además hay citas textuales en La Habana de Tristán e Isolda. Tampoco Durell… Yo nunca había leído el Cuarteto de Alejandría, entonces cuando terminé La Habana tuve la curiosidad de saber exactamente qué había hecho él con respecto a Alejandría… Terminemos entonces hablando de Kavafis… Para mí Kavafis es hasta ahora, y faltan todavía veinte años, el más grande poeta del siglo. Sin nada de todas esas citas de Eliot, a escondidas o después, hechas explícitas al final, nada de toda esa serie de trucos malos de Ezra Pound, y así podíamos seguir revisando poetas más o menos importantes que en realidad no lo son, lo son simplemente porque los ha impuesto la cultura anglosajona, pero no porque sean realmente poetas importantes. Además yo te diría a ti que yo detecto un gran tufo de fraude de Ezra Pound, y Kavafis, por ejemplo, es un poeta que yo me imagino que será un poeta aún más extraordinario en griego, pero es un poeta que vence las traducciones, yo lo he leído en inglés, lo he leído en español –déjame decirte que hay una traducción lamentablemente no continuada, del escritor catalán Joan Ferrate al español que es mucho mejor inclusive que la traducción de la señorita Dalven al inglés y que incluso Kavafis alcanzó a aprobar personalmente–. Entonces hay una especie de abismo que se salva por el puente de la poesía entre Kavafis y la mayor parte de los lectores que es su homosexualidad, la condición verdaderamente declarada de homosexual del autor es decir, no hay nada de los disfraces de otros escritores. Yo quisiera, ojalá que hubiera una verdadera influencia de Kavafis en La Habana para un infante difunto, porque ése si que yo creo es el poeta de Alejandría y que Durell es el falso cronista de Alejandría.
Harold Alvarado Tenorio

21 de marzo de 2009

Entrevista a William Faulkner


–¿Existe alguna fórmula que sea posible seguir para ser un buen novelista?

–99% de talento... 99% de disciplina... 99% de trabajo. El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno puede apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar la obra.


–¿Quiere usted decir que el artista debe ser completamente despiadado?

–El artista es responsable sólo ante su obra. Será completamente despiadado si es un buen artista. Tiene un sueño, y ese sueño lo angustia tanto que debe librarse de él. Hasta entonces no tiene paz. Lo echa todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir el libro. Si un artista tiene que robarle a su madre, no vacilará en hacerlo...

–Entonces la falta de seguridad, de felicidad, honor, etcétera, ¿sería un factor importante en la capacidad creadora del artista?

–No. Esas cosas sólo son importantes para su paz y su contento, y el arte no tiene nada que ver con la paz y el contento.

–Entonces, ¿cuál sería el mejor ambiente para un escritor?

–El arte tampoco tiene nada que ver con el ambiente; no le importa dónde está. Si usted se refiere a mí, el mejor empleo que jamás me ofrecieron fue el de administrador de un burdel. En mi opinión, ese es el mejor ambiente en que un artista puede trabajar. Goza de una perfecta libertad económica, está libre del temor y del hambre, dispone de un techo sobre su cabeza y no tiene nada qué hacer excepto llevar unas pocas cuentas sencillas e ir a pagarle una vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durante la mañana, que es la mejor parte del día para trabajar. En las noches hay la suficiente actividad social como para que el artista no se aburra, si no le importa participar en ella; el trabajo da cierta posición social; no tiene nada qué hacer porque la encargada lleva los libros; todas las empleadas de la casa son mujeres, que lo tratarán con respeto y le dirán "señor". Todos los contrabandistas de licores de la localidad también le dirán "señor". Y él podrá tutearse con los policías. De modo, pues, que el único ambiente que el artista necesita es toda la paz, toda la soledad y todo el placer que pueda obtener a un precio que no sea demasiado elevado. Un mal ambiente sólo le hará subir la presión sanguínea, al hacerle pasar más tiempo sintiéndose frustrado o indignado. Mi propia experiencia me ha enseñado que los instrumentos que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky.

–¿Bourbon?

–No, no soy tan melindroso. Entre escocés y nada, me quedo con escocés.

Usted mencionó la libertad económica. ¿La necesita el escritor?

–No. El escritor no necesita libertad económica. Todo lo que necesita es un lápiz y un poco de papel. Que yo sepa nunca se ha escrito nada bueno como consecuencia de aceptar dinero regalado. El buen escritor nunca recurre a una fundación. Está demasiado ocupado escribiendo algo. Si no es bueno de veras, se engaña diciéndose que carece de tiempo o de libertad económica. El buen arte puede ser producido por ladrones, contrabandistas de licores o cuatreros. La gente realmente teme descubrir exactamente cuántas penurias y pobreza es capaz de soportar. Y a todos les asusta descubrir cuán duros pueden ser. Nada puede destruir al buen escritor. Lo único que puede alterar al buen escritor es la muerte. Los que son buenos no se preocupan por tener éxito o por hacerse ricos. El éxito es femenino e igual que una mujer: si uno se le humilla, le pasa por encima. De modo, pues, que la mejor manera de tratarla es mostrándole el puño. Entonces tal vez la que se humille será ella.

–¿Trabajar para el cine es perjudicial para su propia obra de escritor?

–Nada puede perjudicar la obra de un hombre si éste es un escritor de primera, nada podrá ayudarlo mucho. El problema no existe si el escritor no es de primera, porque ya habrá vendido su alma por una piscina.

–Usted dice que el escritor debe transigir cuando trabaja para el cine. ¿Y en cuanto a su propia obra? ¿Tiene alguna obligación con el lector?

–Su obligación es hacer su obra lo mejor que pueda hacerla; cualquier obligación que le quede después de eso, puede gastarla como le venga la gana. Yo, por mi parte, estoy demasiado ocupado para preocuparme por el público. No tengo tiempo para pensar en quién me lee. No me interesa la opinión de Juan Lector sobre mi obra ni sobre la de cualquier otro escritor. La norma que tengo que cumplir es la mía, y esa es la que me hace sentir como me siento cuando leo La tentación de Saint Antoine o el Antiguo Testamento. Me hace sentir bien, del mismo modo que observar un pájaro me hace sentir bien. Si reencarnara, sabe usted, me gustaría volver a vivir como un zopilote. Nadie lo odia, ni lo envidia, ni lo quiere, ni lo necesita. Nadie se mete con él, nunca está en peligro y puede comer cualquier cosa.

–¿Qué técnica utiliza para cumplir su norma?

–Si el escritor está interesado en la técnica, más le vale dedicarse a la cirugía o a colocar ladrillos. Para escribir una obra no hay ningún recurso mecánico, ningún atajo. El escritor joven que siga una teoría es un tonto. Uno tiene que enseñarse por medio de sus propios errores; la gente sólo aprende a través del error. El buen artista cree que nadie sabe lo bastante para darle consejos, tiene una vanidad suprema. No importa cuánto admire al escritor viejo, quiere superarlo.

–Entonces, ¿usted niega la validez de la técnica?

–De ninguna manera. Algunas veces la técnica arremete y se apodera del sueño antes de que el propio escritor pueda aprehenderlo. Eso es tour de force y la obra terminada es simplemente cuestión de juntar bien los ladrillos, puesto que el escritor probablemente conoce cada una de las palabras que va a usar hasta el fin de la obra antes de escribir la primera. Eso sucedió con Mientras agonizo. No fue fácil. Ningún trabajo honrado lo es. Fue sencillo en cuanto que todo el material estaba ya a la mano. La composición de la obra me llevó sólo unas seis semanas en el tiempo libre que me dejaba un empleo de doce horas al día haciendo trabajo manual. Sencillamente me imaginé un grupo de personas y las sometí a las catástrofes naturales universales, que son la inundación y el fuego, con una motivación natural simple que le diera dirección a su desarrollo. Pero cuando la técnica no interviene, escribir es también más fácil en otro sentido. Porque en mi caso siempre hay un punto en el libro en el que los propios personajes se levantan y toman el mando y completan el trabajo. Eso sucede, digamos, alrededor de la página 275. Claro está que yo no sé lo que sucedería si terminara el libro en la página 274. La cualidad que un artista debe poseer es la objetividad al juzgar su obra, más la honradez y el valor de no engañarse al respecto. Puesto que ninguna de mis obras ha satisfecho mis propias normas, debo juzgarlas sobre la base de aquélla que me causó la mayor aflicción y angustia del mismo modo que la madre ama al hijo que se convirtió en ladrón o asesino más que al que se convirtió en sacerdote.

–¿Qué obra es ésa?

El Sonido y la Furia. La escribí cinco veces distintas, tratando de contar la historia para librarme del sueño que seguiría angustiándome mientras no la contara. Es una tragedia de dos mujeres perdidas: Caddy y su hija. Dilsey es uno de mis personajes favoritos porque es valiente, generosa, dulce y honrada. Es mucho más valiente, honrada y generosa que yo.

–¿Cómo empezó El Sonido y la Furia
?

–Empezó con una imagen mental. Yo no comprendí en aquel momento que era simbólica. La imagen era la de los fondillos enlodados de los calzoncitos de una niña subida a un peral, desde donde ella podía ver a través de una ventana el lugar donde se estaba efectuando el funeral de su abuela y se lo contaba a sus hermanos que estaban al pie del árbol. Cuando llegué a explicar quiénes eran ellos y qué estaban haciendo y cómo se habían enlodado los calzoncitos de la niña, comprendí que sería imposible meterlo todo en un cuento y que el relato tendría que ser un libro. Y entonces comprendí el simbolismo de los calzoncitos enlodados, y esa imagen fue reemplazada por la de la niña huérfana de padre y madre que se descuelga por el tubo de desagüe del techo para escaparse del único hogar que tiene, donde nunca ha recibido amor ni afecto ni comprensión. Yo había empezado a contar la historia a través de los ojos del niño idiota, porque pensaba que sería más eficaz si la contaba alguien que sólo fuera capaz de saber lo que sucedía, pero no por qué. Me di cuenta de que no había contado la historia esa vez. Traté de volver a contarla, ahora a través de los ojos de otro hermano. Tampoco resultó. La conté por tercera vez a través de los ojos del tercer hermano. Tampoco resultó. Traté de reunir los fragmentos y de llenar las lagunas haciendo yo mismo las veces de narrador. Todavía no quedó completa, hasta quince años después de la publicación del libro, cuando escribí, como apéndice de otro libro, el esfuerzo final para acabar de contar la historia y sacármela de la cabeza de modo que yo mismo pudiera sentirme en paz. Ese es el libro por el que siento más ternura. Nunca pude dejarlo de lado y nunca pude contar bien la historia, aun cuando lo intenté con ahínco y me gustaría volver a intentarlo, aunque probablemente fracasaría otra vez.

–¿Qué emoción suscita Benjy en usted?

–La única emoción que puedo sentir por Benjy es aflicción y compasión por toda la humanidad. No se puede sentir nada por Benjy porque él no siente nada. Lo único que puedo sentir por él personalmente es preocupación en cuanto a que sea creíble tal cual yo lo creé. Benjy fue un prólogo, como el sepulturero en los dramas isabelinos. Cumple su cometido y se va. Benjy es incapaz del bien y del mal porque no tiene conocimiento alguno del bien y del mal.

–¿Podía Benjy sentir amor?

–Benjy no era lo suficientemente racional ni siquiera para ser un egoísta. Era un animal. Reconocía la ternura y el amor, aunque no habría podido nombrarlos; y fue la amenaza a la ternura y al amor lo que lo llevó a gritar cuando sintió el cambio en Caddy. Ya no tenía a Caddy; siendo un idiota, ni siquiera estaba consciente de la ausencia de Caddy. Sólo sabía que algo andaba mal, lo cual creaba un vacío en el que sufría. Trató de llenar ese vacío. Lo único que tenía era una de las pantuflas desechadas de Caddy. La pantufla era la ternura y el amor de Benjy que éste podría haber nombrado, y sólo sabía que le faltaban. Era mugroso porque no podía coordinar y porque la mugre no significaba nada para él. Así como no podía distinguir entre el bien y el mal, tampoco podía distinguir entre lo limpio y lo sucio. La pantufla le daba consuelo aun cuando ya no recordaba la persona a la que había pertenecido, como tampoco podía recordar por qué sufría. Si Caddy hubiese reaparecido, Benjy probablemente no la habría reconocido.

–¿Ofrece ventajas artísticas el componer la novela en forma de alegoría, como la alegoría cristiana que usted utilizó en Una fábula?

–La misma ventaja que representa para el carpintero construir esquinas cuadradas al construir una casa cuadrada. En Una fábula, la alegoría cristiana era la alegoría indicada en esa historia particular, del mismo modo que una esquina cuadrada oblonga es la esquina indicada para construir una casa rectangular oblonga.

–¿Quiere decir que un artista puede usar el cristianismo simplemente como cualquier
otra herramienta, de la misma manera que un carpintero tomaría prestado un martillo?


–Al carpintero del que estamos hablando nunca le falta ese martillo. A nadie le falta cristianismo, si nos ponemos de acuerdo en cuanto al significado que le damos a la palabra. Se trata del código de conducta individual de cada persona, por medio del cual ésta se hace un ser humano superior al que su naturaleza quiere que sea si la persona sólo obedece a su naturaleza. Cualquiera que sea su símbolo -la cruz o la media luna o lo que fuere-, ese símbolo es para el hombre el recordatorio de su deber como miembro de la raza humana. Sus diversas alegorías son los modelos con los que se mide a sí mismo y aprende a conocerse. La alegoría no puede enseñar al hombre a ser bueno del mismo modo que el libro de texto le enseña matemáticas. Le enseña cómo descubrirse a sí mismo, cómo hacerse de un código moral y de una norma dentro de sus capacidades y aspiraciones al proporcionarle un ejemplo incomparable de sufrimiento y sacrificio y la promesa de una esperanza. Los escritores siempre se han nutrido, y siempre se nutrirán de las alegorías de la conciencia moral, por la razón de que las alegorías son incomparables: los tres hombres de Moby Dick, que representan la trinidad de la conciencia: no saber nada, saber y no preocuparse, y saber y preocuparse. La misma trinidad está representada en Una fábula por el viejo aviador judío, que dice "Esto es terrible. Me niego a aceptarlo, aun cuando deba rechazar la vida para hacerlo"; el viejo cuartelmaestre francés, que dice: "Esto es terrible, pero podemos llorar y soportarlo"; y el mismo mensajero del batallón inglés que dice: "Esto es terrible, voy a hacer algo para remediarlo".

–¿Fueron reunidos en un solo volumen los dos temas no relacionados de Las palmeras salvajes con algún propósito simbólico? ¿Se trata, como sugieren algunos críticos, de una especie de contrapunto estético o de una simple casualidad?

–No, no. Aquello era una historia: la historia de Charlotte Rittenmeyer y Harry Wilbourne, que lo sacrificaron todo por el amor y después perdieron eso. Yo no sabía que iban a ser dos historias separadas sino después de haber empezado el libro. Cuando llegué al final de lo que ahora es la primera sección de Las palmeras salvajes, comprendí súbitamente que faltaba algo, que la historia necesitaba énfasis, algo que la levantara como el contrapunto en la música. Así que me puse a escribir El viejo hasta que Las palmeras salvajes volvió a ganar intensidad. Entonces interrumpí El viejo en lo que ahora es su primera parte y reanudé la composición de Las palmeras salvajes hasta que empezó a decaer nuevamente. Entonces volví a darle intensidad con otra parte de su antítesis, que es la historia de un hombre que conquistó su amor y pasó el resto del libro huyendo de él, hasta el grado de volver voluntariamente a la cárcel en que estaría a salvo. Son dos historias sólo por casualidad, tal vez por necesidad. La historia es la de Charlotte y Wilbourne.

–¿Qué porción de sus obras se basan en la experiencia personal?

–No sabría decirlo. Nunca he hecho la cuenta, porque la "porción" no tiene importancia. Un escritor necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación. Cualesquiera dos de ellas, y a veces una puede suplir la falta de las otras dos. En mi caso, una historia generalmente comienza con una sola idea, un solo recuerdo o una sola imagen mental. La composición de la historia es simplemente cuestión de trabajar hasta el momento de explicar por qué ocurrió la historia o qué otras cosas hizo ocurrir a continuación. Un escritor trata de crear personas creíbles en situaciones conmovedoras creíbles de la manera más conmovedora que pueda. Obviamente, debe utilizar, como uno de sus instrumentos, el ambiente que conoce. Yo diría que la música es el medio más fácil de expresarse, puesto que fue el primero que se produjo en la experiencia y en la historia del hombre. Pero puesto que mi talento reside en las palabras, debo tratar de expresar torpemente en palabras lo que la música pura habría expresado mejor. Es decir, que la música lo expresaría mejor y más simplemente, pero yo prefiero usar palabras, del mismo modo que prefiero leer a escuchar. Prefiero el silencio al sonido, y la imagen producida por las palabras ocurre en el silencio. Es decir, que el trueno y la música de la prosa tienen lugar en el silencio.

–Usted dijo que la experiencia, la observación y la imaginación son importantes para el escritor. ¿Incluiría usted la inspiración?

–Yo no sé nada sobre la inspiración, porque no sé lo que es eso. La he oído mencionar, pero nunca la he visto.

–Se dice que usted como escritor está obsesionado por la violencia.

–Eso es como decir que el carpintero está obsesionado con su martillo. La violencia es simplemente una de las herramientas del carpintero. El escritor, al igual que el carpintero, no puede construir con una sola herramienta.

–¿Puede usted decir cómo empezó su carrera de escritor?

–Yo vivía en Nueva Orleáns, trabajando en lo que fuera necesario para ganar un poco de dinero de vez en cuando. Conocí a Sherwood Anderson. Por las tardes solíamos caminar por la ciudad y hablar con la gente. Por las noches volvíamos a reunirnos y nos tomábamos una o dos botellas mientras él hablaba y yo escuchaba. Antes del mediodía nunca lo veía. Él estaba encerrado, escribiendo. Al día siguiente volvíamos a hacer lo mismo. Yo decidí que si esa era la vida de un escritor, entonces eso era lo mío y me puse a escribir mi primer libro. En seguida descubrí que escribir era una ocupación divertida. Incluso me olvidé de que no había visto al señor Anderson durante tres semanas, hasta que él tocó a mi puerta -era la primera vez que venía a verme- y me preguntó: "¿Qué sucede? ¿Está usted enojado conmigo?". Le dije que estaba escribiendo un libro. Él dijo: "Dios mío", y se fue. Cuando terminé el libro, La paga de los soldados, me encontré con la señora Anderson en la calle. Me preguntó cómo iba el libro y le dije que ya lo había terminado. Ella me dijo: "Sherwood dice que está dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted no le pide que lea los originales, él le dirá a su editor que acepte el libro". Yo le dije "trato hecho", y así fue como me hice escritor.

–¿Qué tipo de trabajo hacía usted para ganar ese "poco dinero de vez en cuando"?

–Lo que se presentara. Yo podía hacer un poco de casi cualquier cosa: manejar lanchas, pintar casas, pilotar aviones. Nunca necesitábamos mucho dinero porque entonces la vida era barata en Nueva Orleáns, y todo lo que quería era un lugar donde dormir, un poco de comida, tabaco y whisky. Había muchas cosas que yo podía hacer durante dos o tres días a fin de ganar suficiente dinero para vivir el resto del mes. Yo soy, por temperamento, un vagabundo y un golfo. El dinero no me interesa tanto como para forzarme a trabajar para ganarlo. En mi opinión, es una vergüenza que haya tanto trabajo en el mundo. Una de las cosas más tristes es que lo único que un hombre puede hacer durante ocho horas, día tras día, es trabajar. No se puede comer ocho horas, ni beber ocho horas diarias, ni hacer el amor ocho horas... lo único que se puede hacer durante ocho horas es trabajar. Y esa es la razón de que el hombre se haga tan desdichado e infeliz a sí mismo y a todos los demás.

–Usted debe sentirse en deuda con Sherwood Anderson, pero, ¿qué juicio le merece como escritor?

–Él fue el padre de mi generación de escritores norteamericanos y de la tradición literaria norteamericana que nuestros sucesores llevarán adelante. Anderson nunca ha sido valorado como se merece. Dreiser es su hermano mayor y Mark Twain el padre de ambos.

–Y, ¿en cuanto a los escritores europeos de ese período?

–Los dos grandes hombres de mi tiempo fueron Mann y Joyce. Uno debe acercarse al Ulysses de Joyce como el bautista analfabeto al Antiguo Testamento: con fe.

–¿Lee usted a sus contemporáneos?

–No; los libros que leo son los que conocí y amé cuando era joven y a los que vuelvo como se vuelve a los viejos amigos: El Antiguo Testamento, Dickens, Conrad, Cervantes... leo El Quijote todos los años, como algunas personas leen la Biblia. Flaubert, Balzac -éste último creó un mundo propio intacto, una corriente sanguínea que fluye a lo largo de veinte libros-, Dostoyevski, Tolstoi, Shakespeare. Leo a Melville ocasionalmente y entre los poetas a Marlowe, Campion, Jonson, Herrik, Donne, Keats y Shelley. Todavía leo a Housman. He leído estos libros tantas veces que no siempre empiezo en la primera página para seguir leyendo hasta el final. Sólo leo una escena, o algo sobre un personaje, del mismo modo que uno se encuentra con un amigo y conversa con él durante unos minutos.

–¿Y Freud?

–Todo el mundo hablaba de Freud cuando yo vivía en Nueva Orleáns, pero nunca lo he leído. Shakespeare tampoco lo leyó y dudo que Melville lo haya hecho, y estoy seguro de que Moby Dick tampoco.

–¿Lee usted novelas policíacas?

–Leo a Simenon porque me recuerda algo de Chéjov.

–¿Y sus personajes favoritos?

–Mis personajes favoritos son Sarah Gamp: una mujer cruel y despiadada, una borracha oportunista, indigna de confianza, en la mayor parte de su carácter era mala, pero cuando menos era un carácter; la señora Harris, Falstaf, el Príncipe Hall, don Quijote y Sancho, por supuesto. A lady Macbeth siempre la admiro. Y a Bottom, Ofelia y Mercucio. Este último y la señora Gamp se enfrentaron con la vida, no pidieron favores, no gimotearon. Huckleberry Finn, por supuesto, y Jim. Tom Sawyer nunca me gustó mucho: un mentecato. Ah, bueno, y me gusta Sut Logingood, de un libro escrito por George Harris en 1840 ó 1850 en las montañas de Tenesí. Lovingood no se hacía ilusiones consigo mismo, hacía lo mejor que podía; en ciertas ocasiones era un cobarde y sabía que lo era y no se avergonzaba; nunca culpaba a nadie por sus desgracias y nunca maldecía a Dios por ellas.

–Y, ¿en cuanto a la función de los críticos?

–El artista no tiene tiempo para escuchar a los críticos. Los que quieren ser escritores leen las críticas, los que quieren escribir no tienen tiempo para leerlas. El crítico también está tratando de decir: "Yo pasé por aquí". La finalidad de su función no es el artista mismo. El artista está un peldaño por encima del crítico, porque el artista escribe algo que moverá al crítico. El crítico escribe algo que moverá a todo el mundo menos al artista.

–Entonces, ¿usted nunca siente la necesidad de discutir sobre su obra con alguien?

–No; estoy demasiado ocupado escribiéndola. Mi obra tiene que complacerme a mí, y si me complace entonces no tengo necesidad de hablar sobre ella. Si no me complace, hablar sobre ella no la hará mejor, puesto que lo único que podrá mejorarla será trabajar más en ella. Yo no soy un literato; sólo soy un escritor. No me da gusto hablar de los problemas del oficio.

–Los críticos sostienen que las relaciones familiares son centrales en sus novelas.

–Esa es una opinión y, como ya le dije, yo no leo a los críticos. Dudo que un hombre que está tratando de escribir sobre la gente esté más interesado en sus relaciones familiares que en la forma de sus narices, a menos que ello sea necesario para ayudar al desarrollo de la historia. Si el escritor se concentra en lo que sí necesita interesarse, que es la verdad y el corazón humano, no le quedará mucho tiempo para otras cosas, como las ideas y hechos tales como la forma de las narices o las relaciones familiares, puesto que en mi opinión las ideas y los hechos tienen muy poca relación con la verdad.

–Los críticos también sugieren que sus personajes nunca eligen conscientemente entre el bien y el mal.

–A la vida no le interesa el bien y el mal. Don Quijote elegía constantemente entre el bien y el mal, pero elegía en su estado de sueño. Estaba loco. Entraba en la realidad sólo cuando estaba tan ocupado bregando con la gente que no tenía tiempo para distinguir entre el bien y el mal. Puesto que los seres humanos sólo existen en la vida, tienen que dedicar su tiempo simplemente a estar vivos. La vida es movimiento y el movimiento tiene que ver con lo que hace moverse al hombre, que es la ambición, el poder, el placer. El tiempo que un hombre puede dedicarle a la moralidad, tiene que quitárselo forzosamente al movimiento del que él mismo es parte. Está obligado a elegir entre el bien y el mal tarde o temprano, porque la conciencia moral se lo exige a fin de que pueda vivir consigo mismo el día de mañana. Su conciencia moral es la maldición que tiene que aceptar de los dioses para obtener de éstos el derecho a soñar.

–¿Podría usted explicar mejor lo que entiende por movimiento en relación con el artista?

–La finalidad de todo artista es detener el movimiento que es la vida, por medios artificiales y mantenerlo fijo de suerte que cien años después, cuando un extraño lo contemple, vuelva a moverse en virtud de qué es la vida. Puesto que el hombre es mortal, la única inmortalidad que le es posible es dejar tras de sí algo que sea inmortal porque siempre se moverá. Esa es la manera que tiene el artista de escribir "Yo estuve aquí" en el muro de la desaparición final e irrevocable que algún día tendrá que sufrir.

–Malcom Cowley ha dicho que sus personajes tienen una conciencia de sumisión a su destino.

–Esa es su opinión. Yo diría que algunos la tienen y otros no, como los personajes de todo el mundo. Yo diría que Lena Grove en Luz de agosto se entendió bastante bien con la suya. Para ella no era realmente importante en su destino que su hombre fuera Lucas Birch o no. Su destino era tener un marido e hijos y ella lo sabía, de modo que fue y los tuvo sin pedirle ayuda a nadie. Ella era la capitana de su propia alma. Uno de los parlamentos más serenos y sensatos que yo he escuchado fue cuando ella le dijo a Byron Bunch en el instante mismo de rechazar su intento final, desesperado, desesperanzado, de violarla, "¿No te da vergüenza? ¡Podías haber despertado al niño!" No se sintió confundida, asustada ni alarmada por un solo momento. Ni siquiera sabía que no necesitaba compasión. Su último parlamento, por ejemplo: "No llevo viajando más que un mes y ya estoy en Tenesí. Vaya, vaya, cómo rueda uno". La familia Brunden, en Mientras agonizo, se las arregló bastante bien con su destino. El padre, después de perder a su esposa, necesitaba naturalmente otra, así que se la buscó. De un solo golpe no sólo reemplazó a la cocinera de la familia, sino que adquirió un fonógrafo para darles gusto a todos mientras descansaban. La hija embarazada no logró deshacerse de su problema esa vez, pero no se descorazonó. Lo intentó nuevamente, y aun cuando todos los intentos fracasaron, al fin y al cabo no fue más que otro bebé.

–¿Qué le sucedió a usted entre La paga de los soldados y Sartoris? Es decir, ¿cuál fue el motivo de que usted empezara a escribir la saga de Yoknapatawpha?

–Con La paga de los soldados descubrí que escribir era divertido. Pero más tarde descubrí que no sólo cada libro tiene que tener un designio, sino que todo el conjunto o la suma de la obra de un artista tiene que tener un designio. La paga de los soldados y Mosquitos los escribí por el gusto de escribir, porque era divertido. Comenzando con Sartoris descubrí que mi propia parcela de suelo natal era digna de que se escribiera acerca de ella y que yo nunca viviría lo suficiente para agotarla, y que mediante la sublimación de lo real en lo apócrifo yo tendría completa libertad para usar todo el talento que pudiera poseer, hasta el grado máximo. Ello abrió una mina de oro de otras personas, de suerte que creé un cosmos de mi propiedad. Puedo mover a esas personas de aquí para allá como Dios, no sólo en el espacio sino en el tiempo también. El hecho de que haya logrado mover a mis personajes en el tiempo, cuando menos según mi propia opinión, me comprueba mi propia teoría de que el tiempo es una condición fluida que no tiene existencia excepto en los avatares momentáneos de las personas individuales. No existe tal cosa como fue; sólo es. Si fue existiera, no habría pena ni aflicción. A mí me gusta pensar que el mundo que creé es una especie de piedra angular del universo; que si esa piedra angular, pequeña y todo como es, fuera retirada, el universo se vendría abajo. Mi último libro será el libro del Día del Juicio Universal, el Libro de Oro del Condado de Yoknapatawpha. Entonces quebraré el lápiz y tendré que detenerme.