12 de abril de 2009

Licantropía

Rogelio Llopis

Una plaga de escalofríos enervantes debió de haber hecho de las suyas en el espinazo de muchos de los que allí se hallaban. De vez en cuando se sentían unos ruiditos sigilosos muy similares a los que suelen hacer los ratones. Como allí reinaba una oscuridad de boca de lobo no se podía estar seguro acerca del origen de los ruiditos. Cabía conjeturar que procedían de alguien que se comía las uñas metódica y afanosamente.
Empezó por llenársele la cara de pelo grisáceo, y a ambos lados de la cabeza le creció una oreja larga y cenicienta. No era menester esforzar la vista, ni fijarla siquiera, para poder enumerar cada uno de los cuatro colmillos grandotes que se proyectaban fuera de su boca. Como no llegaron a abultarse las facciones, su cara al menos pudo retener un rasgo ovalado. Humana siguió siendo también la forma de su cuerpo, así como la de sus manos, cubiertas por el mismo pelaje tupido que le había brotado a todo lo ancho y lo largo de la cabeza, la cara y el pescuezo. No obstante, sus uñas quedaron transformadas en afiladísimas uñas de lobo.
Con los dedos húmedos de sudor frío, Angelito ase enérgicamente los brazos de la luneta. Ya había visto la película en otro cine de La Habana unas semanas atrás; y entonces, como ahora, le pareció poco verla una sola vez.
En su estado normal, cuando era el profesor Meek, el hombre lobo iba y venía prodigando melosas miradas y echándole el brazo a cuanto pariente y amigo se tropezaba. El profesor había contraído aquel mal involuntariamente, por una mordida que otro hombre lobo le asestara en el antebrazo, no en su Londres natal, sino en un paraje agreste y recóndito de un lejano país.
El hombre lobo gruño horrísonamente, Macaco, uno de los compañeros de juego de Angelito, hubiera querido ver al hombre lobo hecho trizas. Decía que Frankenstein podía desollarlo vivo y luego hacer tortilla de lobo con lo que quedara de él, y que si Drácula lo sorprendía dormido, podía apostarse a que lo dejaría sin una gota de sangre en el cuerpo. El recuerdo de Macaco lo irritó. La pelea de esa mañana todavía le dolía en los huesos. La azotea de la casa en la que eran inquilinos fue el escenario. Macaco casi lo ahoga con una llave estranguladora y Angelito debió luchar como una fiera para desprenderse. En la batalla se hizo jiras la camisa y por suerte su mamá no estaba cuando regresó al apartamento. Se limpió la sangre de las raspaduras, se cambió el mugriento pantalón y lo escondió en el fondo del cesto de la ropa sucia. En ese momento, su mamá entró del mercado.
–¡Angelito!, prepárate: tu papá supo por boca de Nelita que tú y Macaco se pusieron de acuerdo para faltar al colegio antes de ayer. A ti no te conviene andar con Macaco, te lo he dicho una y mil veces.
–¡Eso es mentira! ¡Macaco y Nelita son unos mentirosos! –repuso Angelito temblándole la voz.
Decir la verdad sólo hubiera complicado las cosas. Era cierto que él había faltado al colegio antes de ayer por la tarde, pero no había estado con Macaco: había ido al cine a ver una película de vaqueros. Y seguro que ese desgraciado se lo había dicho a Nelita porque sabía que Nelita se lo contaría a su padre. Los cinturonazos le dolían por adelantado. Comenzó a impacientarse porque sabía que la película estaba al terminar, y que al volver a su casa, su padre le saldría al encuentro con el cinto en la mano. Sin mediar palabra, lo metería en la cocina donde habitualmente recibía los cintazos.
Ahora el profesor Meek le pedía al ama de llaves que lo mantuviera encerrado en el invernadero y que no abriese la puerta por nada. Era noche de plenilunio. Pero se había olvidado de los ladridos. El hombre lobo aullaba como mil perros juntos. Muy pronto, decenas de agentes rodearon el invernadero y la cerradura voló hecha añicos. Dos certeros disparos desplomaron al hombre lobo, quien, ante la estupefacción de los agentes, se fue transformando lentamente en el profesor Meek.
Se levantó de su asiento resuelto a arrostrar con valentía los cintazos del padre y resuelto también a no tolerar más los abusos de Macaco. Al “¡prepárate!” de su mamá, él había respondido metiéndose en el Trafalgar para volver a ver aquella película que acababa de concluir.
No hizo más que enfilar por el pasillo cuando sintió un nervioso cuchicheo a sus espaldas. Al deslizar su cuerpo entre las cortinas que dan acceso a la sala, le pareció que algunos espectadores hablaban en voz alta. Afuera, la gente lo miraba y sin más, retrocedía atónita o soltaba alguna exclamación. Angelito no necesitó de otras señales para darse a la fuga. Se adentró en la Plaza del Polvorín como alma que lleva el diablo y vino a detenerse cuando pudo comprobar que nadie lo seguía. Se metió detrás de una columna toda cercada de oscuridad y, para hacer menos violentas las palpitaciones que le estremecían, se oprimió el corazón con una mano peluda de largas y afiladísimas uñas.

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