3 de abril de 2009

El género de terror

1. El cuento gótico

En 1748, el filósofo David Hume presentó un texto titulado Ensayos sobre el entendimiento, donde expresaba su descreimiento respecto de los milagros, pero concebía posible la creencia en fenómenos sobrenaturales. En un fragmento del texto afirmaba: “Cuando alguien me dice que vio a un hombre muerto volver a la vida, de inmediato me pregunto en mi fuero íntimo si es más probable que esta persona engañe o se engañe o que el evento que relata haya ocurrido. Sopeso un milagro contra el otro, y de acuerdo con la superioridad que descubro arribo a una decisión, que consiste siempre en rechazar el milagro mayor. Si la falsedad de su testimonio fuera más milagrosa que el evento que relata, entonces, y sólo entonces, accedería yo a creerle”.
El fragmento nos sirve para analizar cómo ha cambiado la mirada en el mundo del siglo XVIII. En ese siglo, lo maravilloso no ocurre todos los días y la naturaleza comienza a poder determinarse, manejarse y hacerse predecible; la burguesía empieza a afianzarse y gracias a los científicos modernos, como Descartes, Newton y otros, aparece la idea del progreso científico infinito. Surge en el paisaje de la literatura la corriente realista. Un ejemplo de ella es la novela Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe.
Paralelamente a la literatura realista, se desarrolla el género de terror en su variante gótica. En efecto, la ficción gótica nace como una reacción a los acontecimientos históricos, particularmente al desarrollo de la industrialización y de la urbanización. Los textos que responden a las características de este género examinan el desorden personal de un sujeto que ya no confía en percibir un mundo material, y expresan la parcialidad y la relatividad de los contenidos.
Como la visión del mundo del siglo XVIII no daba lugar a la presencia de lo sobrenatural en lo cotidiano, era necesario pensar lo sobrenatural en el pasado, en un lugar alejado de la cotidianidad, para poder introducir elementos sobrenaturales que, de otro modo, podían resultar inverosímiles para las expectativas del lector de la época.
Para analizar las características del género gótico, tomaremos como ejemplo algunos fragmentos de La mancha de nacimiento, un cuento escrito en 1843 por el escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne:

Vivía a finales del siglo pasado un científico, verdadera eminencia en todas las ramas de la filosofía natural, el cual, poco antes de inicio de nuestro relato, había experimentado una afinidad espiritual más atractiva que todas las afinidades químicas. Había dejado su laboratorio al cuidado de un ayudante, había despojado su apuesto semblante de hollín de la caldera, había borrado de sus dedos las manchas de ácido y había convencido a una bella joven de que se convirtiera en su esposa. En una época en que le descubrimiento de la electricidad y otros misterios afines de la naturaleza, relativamente nuevo todavía, parecía abrir caminos hacia la región de los milagros, no era extraño que la ciencia rivalizar en hondura y poder de absorción con el amor de la mujer. El intelecto superior, la imaginación, el espíritu, el propio corazón podían hallar su alimento más propicio en búsquedas que, según crían algunos de sus ardientes devotos, ascenderían por grados de poderosa inteligencia hasta que el filósofo palpara el secreto de la fuerza creadora, y fabricara acaso nuevos mundos para sí. Ignoramos si Aylmer poseía semejante fe en el control final del hombre sobre la naturaleza. Lo cierto es que su dedicación a los estudios científicos era demasiado absoluta para que lo apartaran de ella otras pasiones. Quizá el amor que sentía por su joven esposa venciera al otro en intensidad, pero sólo a condición de entrelazarse con el amor a la ciencia, y unir la fuerza de este último con la suya.
Se verificó, pues, la unión descrita, dando pie a notables consecuencias y a una moraleja de mucho calado. Un día, poco después del matrimonio, Aylmer estaba sentado y miraba a su esposa con expresión cada vez más inquieta hasta que dijo:
–Georgiana, ¿nunca has pensado en la posibilidad de borrar la mancha de tu mejilla?
–No, a fe –contestó ella con una sonrisa.
Advirtiendo, no obstante, la seriedad de Aylmer, se sonrojó en extremo.
–A decir verdad, la he oído enumerar tantas veces entre mis atractivos que mi simplicidad me ha llevado a juzgarla como tal.
–Ah, quizá lo fuera en otro rostro –repuso su marido–, más no en el tuyo. No, mi queridísima Georgiana; saliste de manos de la naturaleza tan próxima a la perfección que el más mínimo defecto, por dudosos que estemos entre llamarlo defecto o atributo de tu belleza, me escandaliza, por antojárseme señal visible de la imperfección terrena.
–¡Qué te escandaliza, esposo mío! –exclamó Georgina, herida en lo más hondo. La ruborizó al principio un acceso de ira, que acabó trocado en llanto.
–¿Por qué apartarme, entonces, del lado de mi madre? ¡Nadie puede ama lo que le escandaliza!
La conversación quedará más clara si mencionamos la existencia de una mancha singular en la mejilla izquierda de Georgina, mancha inextricablemente unida a la textura y la sustancia de su rostro. Hallándose la tez en su estado habitual (saludable y delicado a un tiempo), la mancha exhibía un color más próximo al rojo, que definía su contorno de manera imperfecta, distinguiéndolo de la rosada superficie. Cuando Georgiana se ruborizaba, la manca se tornaba más difusa, hasta perderse por completo en el aflujo triunfal de la sangre, cuyo brillo bañaba por entero la mejilla. Por el contrario, si alguna emoción brusca hacía palidecer a Georgiana, aparecía de nuevo la señal, mácula carmesí sobre la nieve, con una nitidez que Aylmer se le antojaba en ocasiones casi pavorosa. No era de despreciar la semejanza de su contorno con el de una manos humana, si bien del tamaño de la del más minúsculo pigmeo. Solían decir los enamorados de Georgiana que un hada había posado su pequeña mano sobre la mejilla de la niña en la hora de su nacimiento, dejando aquella huella como indicio de las mágicas dotes que le concederían señaladísimo ascendiente sobre todos los corazones. Más de un pretendiente desesperado habría arriesgado la vida por el privilegio de aplicar sus labios sobre la misteriosa mano. No debe ocultarse, sin embargo, que el sello del hada obraba una impresión variable según el temperamento de quien lo veía. Algunos individuos difíciles de contentar (siempre del mismo sexo de Georgiana) afirmaban que la mano sangrienta, como gustaban de llamarla, destruía el efecto de la belleza de la joven, y afeaba incluso su semblante, hasta volverlo repulsivo. Igual de sensato sería decir que una de esas pequeñas manchas azules, visibles a veces en el mármol más puro con que se labran las estatuas, convertiría en monstruo a la Eva de Powers. Los observadores masculinos cuya admiración no se veía acrecentada por la mancha de nacimiento se limitaban a desear su inexistencia, a fin de que el mundo poseyese siquiera un ejemplar de hermosura ideal, a fin de que el mundo poseyese siquiera un ejemplar de hermosura ideal, sin tacha visible. Después de casarse, Aylmer, que hasta entonces había cavilado poco o nada en el detalle, descubrió que formaba parte del último grupo. (...)


En el comienzo del cuento, ya están presentes algunos de los tópicos propios del relato gótico. Se enmarca en el pasado de la historia de un científico apasionado por el conocimiento y los descubrimientos, que deja su laboratorio para casarse con una joven. El texto hace referencia a cómo el hombre puede llegar a dominar la naturaleza, es decir, actuar como si fuera un dios, transgrediendo las fronteras entre la vida y la muerte. Tal visión era propia de una época en la que se cría en el progreso infinito. Por otro lado, Aylmer intenta unir la ciencia con el amor por su esposa. Esto se refleja en el deseo oculto de Aylmer por quitarle una mancha de nacimiento a Georgiana. Otro elemento propio del gótico es el personaje femenino angelical, que vive encerrado, sometido a los designios de su esposo, quien limita su condición femenina y que, poco a poco, la transformará en un monstruo creado por él, casi como si fuera de la novela Frankenstein (1818), de Mary Shelley. En otras palabras, se trata de un ser inventado por el científico que rompe con las leyes de la naturaleza.
Vean otro fragmento:

De haber sido Georgiana menos hermosa (de haber dispuesto la Envidia algo más que reprocharle), el afecto de Aylmer podría haberse visto acrecentado por el encanto de aquel remedo de mano, ora vago en su perímetro, ora perdido, ora en pleno resurgir, sujeto a los vaivenes de la emoción que palpitaba en el corazón de Georgiana; viéndola, sin embargo, tan perfecta en lo demás, aquel único defecto le pareció cada vez más intolerable a medida que pasaban los días de su vida en común.
Era el estigma fatal de la humanidad, que la Naturaleza imprime bajo una u otra forma en todos sus productos, bien sea para que se entienda que son temporales y finitos, bien para indicar que su perfección exigirá esfuerzo y dolor. La mano carmesí simbolizaba la inevitable férula de la mortalidad sobre el lodo humano de más alta y pura condición, que se ve impuesta por ella una familiaridad degradante con el más bajo, y hasta con las bestias, a semejanza de las cuales su forma visible vuelve al polvo. De ese modo, eligiéndolo como emblema de la propensión de su esposa al pecado, la tristeza, del deterioro y la muerte, la sombría imaginación de Aylmar no tardó en convertir la mancha de nacimiento en objeto de espanto, origen de un desasosiego, de un horror mayores que cuantos deleites hubiera suscitado en él hermosura de Georgiana, espiritual o sensorial. (...)


En este fragmento, la figura angelical de Georgiana se ve devaluada por la presencia de la mancha de nacimiento; entonces, el esposo empieza a obsesionarse con lo que considera una marca de la imperfección dada por la naturaleza. La mancha significa el deterioro, la mortalidad y el pecado del ser humano. Aylmer, como hombre apasionado por la ciencia y por la búsqueda de la perfección, ve en ella lo imperfecto del hombre, la concibe como un objeto de horror. Una noche, Aylmer se refiere a la mancha en sueños y en voz alta: “Ahora está en su corazón. ¡Debemos arrancársela!
Entonces, Georgiana le propone que intente quieta la mancha de nacimiento, ya que ella no teme al riesgo que pueda implicar semejante acción.

–Si hay alguna posibilidad, por remota que sea –prosiguió Georgiana–, intentémoslo. Poco importa el riesgo. El peligro no representa nada para mí; mientras esta mancha odiosa me convierta en causa de tu horror y repugnancia, la vida... la vida es una carga de la que con gusto me libraría. ¡Borra esta mano horrible o da fin a mi triste existencia! Tus conocimientos son profundos. El mundo entero es testigo de ello. Has obrado grandes prodigios. ¿No puedes borrar esta mancha minúscula, que cubro con las yemas de dos dedos menudos? ¿No llega a tanto tu poder, ni que sea para tu paz de espíritu y para salvar a tu pobre esposa de la locura?
–¡Mi noble, amadísima y dulce esposa –exclamó Aylmer con arrebato–, no dudes de mi poder! Es un tema al que he dedicado hondas reflexiones, tales que casi podrían haberme llevado a crear un ser menos perfecto que tú. Me has inducido a adentrarme más que nunca en el corazón de la ciencia. Georgiana. Me siento con plenas facultades para hacer que tu dulce mejilla sea tan irreprochable como su gemela. ¡Qué triunfo entonces, amada mía, cuando haya corregido lo que la Naturaleza, en su más bella obra, dejó imperfecto! Ni Pigmalión sintió un éxtasis mayor que el mío al ver cobrar vida a la mujer que había esculpido.
–Decidido queda, entonces –dijo Georgiana, sonriendo débilmente–. Y no te apiades de mí, Aylmer, aunque descubras que la mancha de nacimiento se ha refugiado en mi corazón. (...)

En este acto de Georgiana, vemos a la heroína propia del género gótico, dispuesta a todo por el amor de su esposo y, a la vez, por el amor a la ciencia. El esposo, por otra parte, está convencido de que su poder puede vencer las leyes de la naturaleza. Entonces, idea un plan para llevar a cabo la desaparición de la mancha de nacimiento: se encerrarían en el laboratorio donde él había realizado descubrimientos acerca de los poderes de la naturaleza, gracias a los cuales había sido elogiado por la comunidad científica de toda Europa. Georgiana estaría en una parte del laboratorio donde Aylmer había construido habitaciones dignas de una reina. Ese espacio, dividido en dos y convertido en un mundo cerrado, acabaría por autodestruir el equilibrio que la pareja había experimentado hasta el momento.
Durante los días de encierro, Aylmer le fue mostrando a su esposa distintas posiciones que había realizado para diversos fines, como, por ejemplo, un elixir que permitía lograr la inmortalidad del hombre o una infusión para quitar las pecas de una persona. Es decir, le dio a conocer distintos descubrimientos que lo colocaban en la posición de dios creador y modificador de la naturaleza.
Pasó el tiempo, hasta que Aylmer logró la bebida que borraría la mancha del rostro de Georgiana.

Georgiana bebió el líquido y devolvió la copa a manos de su esposo.
–Es agradable –dijo con una sonrisa plácida–. Me sabe a agua de una fuente celestial, pues contiene un no sé qué fragante y delicioso, al tiempo que discreto. Sacia una sed que llevaba días afligiéndome. Ahora, amado mío, deja que duerma. Mis sentidos terrenales se cierran sobre mi espíritu, como ciñen las gotas, al llegar el crepúsculo, el corazón de la rosa.
Articuló las últimas palabras con dulce reticencia, como si pronunciar aquellas sílabas, lánguidas y desfallecientes, exigiera una energía de la que casi no disponía. Apenas salidas de sus labio, cayó en un sueño profundo. (...)
La joven seguía igual de pálida, pero la mancha de nacimiento perdía nitidez en cada intervalo de su respiración. Si terrible había sido su presencia, más lo fue su desaparición. (...)
–¡Ah, puñado de barro, masa de tierra! –exclamó Aylmer, riendo con una especie de frenesí–. ¡Me has servido bien! ¡La materia y el espíritu, la tierra y el cielo, han colaborado en esto! ¡Ríe, encarnación de los sentidos! Te has ganado el derecho a reír.
Las voces de Aylmer interrumpieron el sueño de Georgiana, que abrió los ojos lentamente y miró el espejo que había dispuesto su esposo para ese fin. Un esbozo de sonrisa curvó sus labios al darse cuenta de que la mano carmesí, cuyo brillo había llegado al desastroso extremo de impedir la felicidad de ambos, casi ya no se veía. A continuación, sin embargo, posó su mirada en el rostro de Aylmer con una desazón, una ansiedad para las que su esposo carecía de explicación. (...)
–Mi pobre Aylmer –repitió Georgiana con ternura sobrehumana–, muy alta era tu meta, y has actuado con nobleza. No te arrepientas de que tu elevación y tu pureza de sentimientos te hayan llevado a rechazar lo mejor que podía ofrecerte la tierra. ¡Aylmer, Aylmer querido, me muero!
(...) La mano fatal tenía asido el misterio de la vida; era el lazo por el que un espíritu angélico había quedado unido a un cuerpo mortal. Borrados de la mejilla los últimos matices carmesíes de la mancha de nacimiento (únicos indicio de imperfección humana), el último suspiro de la joven, ya perfecta, se mezcló con el aire; tras demorarse unos instantes al lado de su marido, el alma de Georgiana emprendió su vuelo celeste. ¡Volvió a oírse entonces una bronca carcajada! (...)

Aylmer, como si fuera un vampiro, busca transformar a Georgiana en otra persona, a imagen y semejanza de la perfección, sin manchas mortales ni señales de la naturaleza. Todos sus esfuerzos por la búsqueda de la perfección se vuelven un mecanismo egoísta. Como Drácula, Aylmer piensa sólo en sí mismo, en tener el control y el poder sobre los otros. Además, su amor por la ciencia se transforma en una adicción sin límites que lleva a la muerte de su amada y destruye el mundo de felicidades en el que podrían haber vivido ellos. Aylmer, como todos los personajes góticos, es un ser solitario aferrado a un mundo de ilusión y deseo desmedido.
En este relato de Hawthorne, lo gótico no sólo está en el ambiente cerrado y lúgubre del laboratorio, sino, fundamentalmente, en la psiquis de los personajes. La fascinación por lo sobrenatural se confunde con el gusto por lo macabro y el impulso de conjugar lo imposible con lo razonable; es decir, aquello que está fuera de la razón y rayano con el milagro se combina con el razonamiento científico.
Otros motivos que configuran el universo gótico son lo condes malvados, los secuestros, la necrofilia, las venganzas, las reputaciones perdidas, el espacio del castillo, los bosques en tinieblas, las tormentas eléctricas, las escenas de persecución en un mundo de criptas y lúgubres pasadizos, las heroínas angelicales que pierden su inocencia, la presencia del Mal, las bodas clandestinas, forzadas o interrumpidas, la irrupción de la noche y de lo onírico, y, por último, la presencia del espectro o del vampiro.
En resumen, el imaginario gótico se opone a un siglo asfixiado por la primacía de la razón y toma la locura como un elemento contrapuesto a toda forma de pensamiento. La literatura gótica se encarga de presentarle al hombre de la época una visión que confronta al ser humano con los objetos, lo absoluto con la nada, la naturaleza con el artificio, la conciencia con el sueño. Así, intenta demostrar que lo real es lo que se ve, pero también lo que no se ve, y que el ser humano es al mismo tiempo la apariencia y lo que no deja ver.

Una vez leído el cuento de Nathaniel Hawthorne con su análisis considerá otro final para el personaje de Georgiana, respetando los elementos del gótico. Tené presente que los puntos suspensivos entre paréntesis señalan párrafos que se omitieron, es decir, que no contamos, en este caso, con la totalidad del cuento. Motivo que no nos impide desarrollar la consigna.

2. El cuento de terror burgués

Este tipo de cuento de terror nace a mediados del siglo XIX y se desarrolla hasta la primera mitad del siglo XX. A diferencia del cuento gótico, se caracteriza por la presencia de lo sobrenatural o de lo siniestro en un mundo cotidiano muy semejante al de los lectores. Ese contexto de lo sobrenatural se narra de manera similar a la literatura realista del siglo XIX.
El cuento El retrato oval, del escritor norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) puede servir par analizar este tipo de relato de terror.

El castillo al cual mi criado se había atrevido a entrar por la fuerza antes de permitir que, gravemente herido como estaba, pasara yo la noche al aires libre, era de esas construcciones en las que se mezclan la lobreguez y la grandeza, y que durante largo tiempo se han alzado cejijuntas en los Apeninos, tan ciertas en la realidad como en la imaginación de Mrs. Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recién abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en uno de los aposentos más pequeños y menos suntuosos. Hallábase en una apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que engalanaban cantidad y variedad de trofeos heráldicos, así como un número insólitamente grande de vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de oro. Aquellas pinturas, no solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino en diversos nichos que la extraña arquitectura del castillo exigía, despertaron profundamente mi interés quizás a causa de mi incipiente delirio; ordené, por tanto, a Pedro que cerrara las pesadas persianas del aposento –pues era ya de noche–, que encendiera las bujías de una alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho y descorriera de par en par las orladas cortinas de terciopelo negro que envolvían la cama. Al hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño, al menos a la alternada contemplación de las pinturas y al examen de un pequeño volumen que habíamos encontrado sobre la almohada y que contenía la descripción y la crítica de aquéllas.
Mucho, mucho leí... e intensa, intensamente miré. Rápidas y brillantes volaron las horas, hasta llegar la profunda medianoche. La posición del candelabro me molestaba, pero, para no incomodar a mi amodorrado sirviente, alargué con dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre el libro.
El cambio, empero, produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las numerosas bujías (pues eras muchas) cayeron en un nicho del aposento que una de las columnas del lecho había mantenido hasta ese movimiento en la más profunda sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había pasado inadvertida. Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré presurosamente su retrato, y cerré los ojos. Al principio no alcancé a comprender por qué lo había hecho. Pero mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó por mi mente la razón de mi conducta. Era un movimiento impulsivo a fin de ganar tiempo para pensar, para asegurarme de que mi visión no me había engañado, para calmar y someter mi fantasía antes de otra contemplación más serena y más segura. Instantes después volví a mirar fijamente la pintura.
Ya no podía ni quería dudar de que estaba viendo bien, puesto que el primer destello de las bujías sobre aquella tela había disipado la soñolienta modorra que pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome al punto a la vigilia.
Como ya he dicho, el retrato representaba a una mujer joven. Sólo abarcaba la cabeza y los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina vignette, y que se parece mucho al estilo de las cabezas favoritas de Sully. Los brazos, el seno y hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban imperceptiblemente en la vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del estilo morisco. Como objeto de arte, nada podía ser más admirable que aquella pintura. Pero lo que me había emocionado de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de su semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona viviente. Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette y del marco tenían que haber repelido semejante idea, impidiendo incluso que persistiera un solo instante. Pensando intensamente en todo eso, quedéme tal vez una hora, a medias reclinado, con los ojos fijos en el retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en una absoluta posibilidad de vida en su expresión que, sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme. Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición anterior. Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación, busqué vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo en el número que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas palabras que siguen:
«Era una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como alegre. Aciaga la hora en que vio y amó y desposó al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, tenía ya una prometida en el Arte; ella, una virgen de sin igual hermosura y tan encantadora como alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa como un cervatillo, amándolo y mimándolo, y odiando tan sólo al Arte, que era su rival; temiendo tan sólo la paleta, los pinceles y los restantes enojosos instrumentos que la privaban de la contemplación de su amante. Así, para la dama, cosa terrible fue oír hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero era humilde y obediente, y durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la torre, donde sólo desde lo alto caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el pintor, gloriábase de su trabajo, que avanzaba hora a hora y día a día. Y era un hombre apasionado, violento y taciturno, que se perdía en sus ensueños; tanto que no quería ver cómo esa luz que entraba, lívida en la torre solitaria, marchitaba la salud y la vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de todos, salvo de la suya. Mas ella seguía sonriendo, sin exhalar queja alguna pues veía que el pintor, cuya nombradía era alta, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, bregando noche y día para pintar a aquella que tanto le amaba y que, sin embargo, seguía cada vez más desanimada y débil. Y, en verdad, algunos que contemplaban el retrato hablaban en voz baja de su parecido como de una asombrosa maravilla, y una prueba tanto de la excelencia del artista como de su profundo amor por aquella a quien representaba de manera tan insuperable. Pero, a la larga, a medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie fue admitido ya en la torre, pues el pintor habíase exaltado en el ardor de su trabajo y apenas si apartaba los ojos de la tela, incluso para mirar el rostro de su esposa. Y no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. Y entonces la pincelada fue puesta y aplicado el matiz, y durante un momento el pintor en trance frente a la obra cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras gritaba: “¡Ciertamente, ésta es la vida misma!”, y volvióse de improviso para mirar a su amada... ¡Estaba muerta!»

El cuento está narrado de manera realista, es decir, se relata y se presenta la situación en sus mínimos detalles para dar idea de objetividad, de que lo que estamos leyendo es real. Hasta el segundo párrafo todo parece normal, aunque se presentan algunas pistas que pueden hacernos pensar que se trata de un cuento de terror: el lugar donde llega el personaje es un castillo abandonado en medio de un bosque, el protagonista se encuentra solo y la habitación donde se hospeda está ubicada en una torre, además, se destaca la presencia de numerosos candelabros y la soledad reinante.
En el tercer párrafo, aparece un elemento que nos estremece y perturba. La luz de las velas ilumina una zona de la habitación que el protagonista no había visto antes y su mirada descubre una pintura. La observación del retrato produce una extraña sensación en el personaje, que reacciona de una manera particular. A partir de aquí, el suspenso empieza a tejer su trama y el temor comienza a aparecer en el protagonista y, seguramente, en los lectores. El protagonista vuelve a fijar la vista y, como explica en el cuarto párrafo, se despierta del todo y ya no duda de lo que ha visto.
En el quinto párrafo, se describe en detalle el retrato y en el sexto descubrimos qué es lo que lo ha sobresaltado: parece que la persona retratada estuviera viva. El elemento extraño o sobrenatural hace su aparición en la historia narrada de manera realista.
Ya más tranquilo disipado su temor, el protagonista lee la historia de la pintura que lo ha asustado. Se explica con mayor claridad el porqué de la realidad de la pintura, pero, a la vez, se introduce una historia que está en las fronteras de lo real. Es decir, se justifica el elemento extraño que provoca terror en el protagonista a través de la lectura de un texto que cuenta la historia de cómo se realizó el retrato oval, otro elemento sobrenatural en el texto.
En resumen, este cuento de Poe es un ejemplo clásico del cuento de terror burgués. Las historias correspondientes a este género están narradas desde una visión realista, ya que se presentan la realidad tal como es, incorporando la descripción detallada del ambiente, del personaje y de los acontecimientos. Sin embargo, en esa realidad que simula ser objetiva se introduce un elemento extraño, del orden de lo sobrenatural, que se explica por medio de un elemento natural y del orden de lo cotidiano. En el texto de Poe, como en los relatos de terror burgués en general, el terror nos rodea y está también dentro de nosotros. Generalmente, el protagonista de esta clase de cuentos es un ser sombrío, melancólico, intelectual, de gran sensibilidad, introspectivo, solitario y, en algunos casos, un gentleman un poco loco; además, en la mayoría de los casos, tiene conocimientos extraños y le interesa penetrar en los misterios del universo. Por otro lado, la ficción está organizada de manera tal que se describen detalles esenciales para acentuar una escena o un personaje, trazos necesarios para las circunstancias que inducen al horror. Las alusiones justas van prefigurando cada elemento que conduce hacia el espantoso desenlace, y cada matiz del paisaje y del ambiente están seleccionados cuidadosamente para lograr el efecto terrorífico en la historia y en los actores.


3. El cuento de terror fantástico

A principios del siglo XX, el mundo del terror ya tenía un público y una tradición bastante larga. Por eso, para mantenerse, debía producirse algún cambio, ya que los lectores paulatinamente dejaban de creer en las figuras clásicas del cuento de terror. ¿A qué se debió esto? Desde el punto de vista histórico, se produjo un cambio: acontecimientos tales como la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa, las crisis económicas y la parición de fascismo pueden considerarse expresiones del miedo real que vivían los ciudadanos del mundo.
Desde el punto de vista cultural, se produce una nueva crisis del racionalismo que es la expresión del fracaso de las ideas sociales y filosóficas del siglo XVIII. El hombre se de cuenta de que vive en un mundo que en cualquier momento puede estallar. El psicoanalista austríaco Sigmund Freud muestra cómo bajo la razón viven terrores innombrables: los artistas quiebran los cánones preestablecidos –esto es, se proponen renovar y romper las normas de las propuestas estéticas del pasado tanto en las artes plásticas como en las letras– y se agrupan en los llamados “ismos” (surrealismo, cubismo, expresionismo y demás) como una forma de protesta. De esta manera, nacen las vanguardias artísticas o grupos de artistas que se oponen a la representación de la realidad propuesta por el naturalismo y el realismo. Ejemplos de esta renovación son Pablo Picaso en las artes plásticas y André Bretón en la literatura.
La literatura de terror incorporó los mundos del caos y del horror primitivo como una forma de encauzar el terror real que sentía el hombre de la época, sublimándolo. El lector sentía miedo real y el miedo que mostraba el arte le permitía aliviarse frente al horror de la vida cotidiana. Arthur Machen, un escritor inglés casi desconocido del siglo XIX, fue el iniciador de este tipo de literatura y eliminó todos los elementos del cuento de terror que se habían desarrollado hasta el momento: el castillo lúgubre, el muerto, la noche el vampiro. Los escritores que lo siguieron bucearon en épocas primitivas, prehistórica, de caos. El terror más primitivo sirvió como antídoto para el terror cotidiano.
Algunos de los escritores que adhirieron a este tipo de narraciones fueron Phillip Howard Lovecraft, Clarck Ashton Smith, Roberto Bloch y Ambrose Bierce (1842-1910).
Para analizar el relato de terror fantástico, lean el cuento Un habitante de Carcosa, precisamente de Ambrose Bierce.


Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras se desvanece por completo con el espíritu. Esto solamente sucede, por lo general, en la soledad (tal es la voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad. Pero, a veces, este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo testimonio es la prueba. En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.

Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de silenciosa expectativa.
A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día debía estar muy avanzado, y aunque me di cuenta de que el aire era frío y húmedo, mi conciencia del hecho era más mental que física; no experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima del lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una maldición visible. En todo había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento rompía la calma terrible de aquel funesto lugar.
Observé en la yerba cierto número de piedras gastadas por la intemperie y evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas propiamente dichas no existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes marcaban el sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio había lanzado su frágil desafío al olvido.
Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan descuidado y abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía muchísimos siglos.
Sumido en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de poco pensé: "¿Cómo llegué aquí?". Un momento de reflexión pareció proporcionarme la respuesta y explicarme, aunque de forma inquietante, el extraordinario carácter con que mi imaginación había revertido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre repentina me había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo, en mis crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían mantenido a la fuerza en la cama para impedir que huyese. Eludí vigilancia de mis cuidadores, y vagué hasta aquí para ir... ¿adónde? No tenía idea. Sin duda me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana. No se veía ascender ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas y la yerba marchita.
Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje -un lince- se acercaba. Me vino un pensamiento: "Si caigo aquí, en el desierto, si vuelve la fiebre y desfallezco, esta bestia me destrozará la garganta." Salté hacia él, gritando. Pasó a un palmo de mí, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca.
Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un poco más lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises. Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta yerba.
Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia él para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:
–¡Que Dios te guarde!
No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.
–Buen extranjero –proseguí–, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el camino a Carcosa.
El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y desapareció.
Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y, sin embargo, yo veía... veía incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba mi existencia?
Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto resquemor acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una sustancia pesada, y podía oír el silencio.
La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y oprimía una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. Así, la piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y aprisionado su lápida.
Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre...! ¡La fecha de mi nacimiento...! ¡y la fecha de mi muerte!
Un rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!
Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.
***
Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.

El cuento se inicia con un epígrafe que puede funcionar como un adelanto de lo que tratará el texto, pero en el primer párrafo del relato se aclara que el protagonista medita acerca de esas palabras que se refieren a las distintas clases de muerte y, en medio de esa meditación, pierde el tumbo. Luego se describe el paisaje donde se encuentra el personaje como un espacio desolado, desértico, con caracteres desconocidos, como si se tratara de un mundo imaginario o paralelo. Más que un espacio parece ser un hueco, un vacío indeterminado, fuera de todo lo conocido, de lo cultural o lo humano. La atmósfera en la que se encuentra el personaje es irreal y el protagonista percibe intuitivamente el frío y la humedad, pero no siente nada. En el segundo párrafo, continúa la descripción del paisaje con piedras gastadas por el tiempo que prefiguran un cementerio en ruinas como si fuera de un tiempo prehistórico, primigenio. Esa descripción responde claramente a la orientación sobrenatural de los relatos de terror fantástico, que recrean una atmósfera adaptada a la visión de un mundo exótico de irrealidad más allá del espacio y del tiempo.
En el párrafo siguiente, el narrador se pregunta como ha podido llegar a este lugar fuera del mundo a este espacio discontinuo. Las razones que da es que probablemente por estar enfermo tiñe de sobrenatural aquello que no lo es. Por otro lado, relata que ha escapado de su casa y ha llegado a este lugar. Piensa que tal vez está delirando o soñando (el elemento onírico es otra característica de este tipo de relatos), pero, a pesar de llamar a su familia, no puede escapar de la pesadilla de encontrarse en un lugar donde lo sobrenatural y el horror que le causa esto tengan una vía de escape.
En ese mundo sin ningún rasgo de vida, de pronto aparece una animal salvaje que le provoca al protagonista una sensación de terror; esta sensación luego desaparece porque termina tratándose de un animal pacífico. Un momento después, percibe en una colina la presencia de un hombre con todas las características de un ser prehistórico intenta comunicarse con él y no tiene suerte. Es decir, el protagonista se enfrenta con los antiguos habitantes de la Tierra que frecuentan el espacio donde él se encuentra. Éste es uno de los motivos característicos del género de terror fantástico: la presencia de seres materiales o personificaciones de los arquetipos más aterradores que, en realidad, funcionan como una metáfora del monstruo que cada individuo lleva en su interior. Es entonces cuando el protagonista piensa que está hechizado, porque no puede hacerse ver ni entender. Luego el personaje se tranquiliza y trata de dilucidar qué le conviene hacer en esa situación; ya no tiene fiebre y empieza a sentirse cada vez mejor. Oculta por las raíces de un árbol donde está apoyado, el protagonista descubre una piedra muy deteriorada por el viento con una inscripción que tiene su nombre, la fecha de su nacimiento y la de su muerte. Éste es otro de los motivos del terror fantástico: la ruptura de la línea definitoria que separa la vida de la muerte.
De pronto, se hace la luz y el personaje descubre que no proyecta ningún tipo de sombra, es decir, que está muerto. El viaje que ha hecho parece ser el descenso a los infiernos, otro tema propio del terror fantástico.
Aparece una jauría de lobos y el narrador descubre en qué lugar se encontraba: en la ciudad mítica de Carcosa. El personaje ha hecho un viaje en el tiempo y ha visitado el paisaje del horror primigenio.
En el último párrafo, cuando se aclara que esta historia fue narrada por un espíritu a un médium, aparece otro elemento característico de este género: la presencia de fenómenos paranormales asociados a las ciencias ocultas. En otras palabras, el universo del terror fantástico establece una relación íntima con el universo mágico del ocultísimo. La presencia de una cuarta dimensión es un elemento central de estos relatos. Se podría pensar que el personaje es un antiguo habitante que ha sido expulsado de la Tierra, pero aún vive en el exterior y vuelve a frecuentar las ruinas sepultadas. El viaje a ese paisaje desolado es como una búsqueda de sus semejantes y de su espacio real; sin embargo, descubre que en un ser de otra época, una carroña viva, un muerto en vida.
En este tipo de relatos, el horror imaginable va tejiendo la trama inesperada del horror inimaginable. Es decir que al principio del relato lo que va sucediendo remite a un horror posible dentro de los límites de lo humano hasta llegar a un horror que pertenece a la esfera de lo imposible de imaginar.
Sardi, Valeria, La ficción como creadora de mundos posibles, en: Lengua y Literatura, Buenos Aires, longseller, 2003.

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