24 de abril de 2009

Drama


Jaime Rest


El término drama, desde un punto de vista estrictamente literario, sirve para designar el “texto destinado a la representación teatral”. Ello quiere decir que nos hallamos en presencia de una composición escrita, pero cuya forma natural de vincularse al público no consiste en una posible lectura directa –como en el caso de la ficción, la poesía o el ensayo– sino que requiere la mediación de actores que deben transformar ese texto en acción y diálogo escénicos. En tal perspectiva, el drama –en cuanto composición escrita– es equivalente a la partitura musical, cuyas virtudes plenas como obra de arte sólo pueden estimarse gracias al concurso de adecuados intérpretes. En tal sentido, si nuestro acceso a la pieza dramática se limita a la lectura, en la creación de un gran gramaturgo –Sófocles, Shakespeare, Ibsen– posiblemente hallaremos notables cualidades litetratias, sea en el empleo del lenguaje, en la caracterización de personajes o en la enunciación de ideas; pero como se trata de una labor concebida en términos teatrales, sólo se alcanzará a percibir la totalidad de su fuerza y de sus méritos al ser representada en condiciones óptimas. Inclusive, para un lector no demasiado familiarizado con los requerimientos profesionales de la escena, ciertos dramas pueden enriquecerse o empobrecerse, indebidamente si se los juzga en forma exclusiva a través del texto dramático y se omiten o desconocen las condiciones que impone su adecuada representación; esto es válido en todos los casos pero resulta especialmente notorio en la obra de muchos dramaturgos actuales –Ionesco, Beckett, Weiss, por ejemplo- que ha sido concebida en función casi exclusiva del ritmo teatral y de las exigencias propias del espacio escénico. Por eso mismo, no basta con ser un excelente poeta o pensador para escribir buenos dramas; además debe poseerse un dominio pleno de los recursos escénicos específicos, una imaginación de exclusiva naturaleza teatral; las piezas de Séneca son insatisfactorias porque este autor careció del sentido dramático que poseyeron los grandes trágicos griegos; del mismo modo, los poetas románticos ingleses –Coleridge, Byron, Shelley, Keats– trataron de restaurar el drama en verso, a imitación de Shakespeare, pero fracasaron porque no tuvieron en cuenta las exigencias escénicas a que debía responder el texto para ser representado y supusieron que la poesía podía reemplazar las necesidades de acción. Lo mismo puede decirse, en España, de La Celestina: es una admirable “novela dialogada”, pero en su versión original difícilmente pueda ser trasladada con éxito a la escena. En síntesis, el texto dramático admite ser descripto como una composición que se integra con parlamentos –es decir, expresiones orales de los personajes, sea en prosa, en verso o mediante la combinación de ambos– y con indicaciones destinadas a ordenar la representación, a precisar la escenografía, a señalar los movimientos de los actores. Al analizar la pieza dramática, el crítico literario generalmente concentra su interés en los parlamentos, de los que suele extraer su juicio sobre los valores poéticos del lenguaje, la intensidad de las situaciones y la verosimilitud y hondura de las pasiones humanas expuestas. No obstante, es necesario tener presente que un gran dramaturgo utiliza los recursos verbales de manera muy diferente que un poeta o novelista: para él, el lenguaje no es un mero vehículo emotivo o descriptivo sino que debe conducir a la acción, sugiriendo al intérprete los gestos o desplazamientos escénicos. Por lo tanto, el drama es una creación híbrida, en el sentido de que incorpora recursos diversos y presupone el trabajo de un equipo procedente de distintos campos artísticos; en esta síntesis, al escritor fundamentalmente le compete la elección de las pautas anecdóticas dentro de las cuales se ha de desenvolver la representación.
Aristóteles, en su Poética, presenta el drama como una “imitación que se efectúa por medio de personajes en acción, y no narrativamente”. Puesto que el acento de este juicio recae en el hecho de que es necesario imitar la conducta humana y las situaciones de la vida real, se ha inisitido en que la obra teatral debe manejar elementos "verosímiles". Por ello, con frecuencia se ha reiterado la tesis de que la representación escénica tiene que suscitar una “ilusión de realidad”, a fin de que el espectador tenga la impresión de contemplar sucesos verdaderos, no ficciones. En ciertas épocas este criterio se ha puesto de manifiesto –de uno u otro modo– con sigular vigor: por ejemplo, los preceptistas del Renacimiento –como Robortello y Catelvetro-sostuvieron que la duración y el ámbito en que se desarrolla la anécdota dramática deben limitarse en tiempo y espacio para que coincidan con la duración de la representación y con las dimensiones del escenario; por su parte, los autores y directores escénicos naturalistas –como Émile Zola y André Antoine– defendieron la minuciosa reconstrucción escenográfica del medio en que transcurre la acción y la aparente espontaneidad de loa actores. La desmedida fidelidad a estos criterios no se ajusta al pensamiento de Aristóteles –quien no propuso una preceptiva sino una mera descripción de los procedimientos dramáticos griegos– ni tampoco responde a las posibilidades efectivas de la representación teatral en general. Una novela puede llevar lícitamente su verosimilitud hasta el extremo de simular que es un documento real (un conjunto de cartas, una autobiografía, etc.); lo mismo sucede con el cinematógrafo, cuyas imágenes están en condiciones de remendar el aspecto testimonial mediante adecuadas reconstrucciones; en cambio, la exhibición teatral, muestra inevitablemente su condición de artificio pues no es un texto ni una sucesión de imágenes sino un conjunto de personas reales que se mueve en el recorte arbitrario que proporciona el escenario. En consecuencia, la conducta y las situaciones expuestas pueden –y acaso deben- resultar verosímiles, pero difícilmente logren crear una plena “ilusión de realidad”; es más, a menudo el teatro emplea diversos modos de comentar la acción –el aparte, el monólogo, el coro– cuyo efecto no hace otra cosa que dar relieve a la artificialidad del espectáculo. Por añadidura, las limitaciones a que se ve sometida la reconstrucción escénica de episodios complejos restringe los alcances de la verosimilitud, según agudamente declara Shakespeare en el prólogo de Enrique V. Sin embargo, debidamente utilizadas, las limitaciones y la artificialidad de la representación dramática pueden resultar poéticamente muy ventajosas, permitiendo el acceso a los aspectos esenciales de una situación: por un lado, el teatro se ha mostrado en todas las épocas especialmente apto para explorar la condición humana y su destino, en relación con ciertas experiencias básicas y elementales; por otro, los más diversos dramaturgos de nuestro tiempo –Pirandello, Shaw, Ghelderode– han comprobado que al emplear la exageración, el grotesco, el absurdo o diversas técnicas de lo que Brecht llamó “distanciamiento” conseguían hacer más claras y notorias sus respectivas interpretaciones del hombre de la sociedad y del mundo. Además, en la medida en que los actores deben repetir los mismos gestos en cada nueva función de una misma pieza, la representación escénica posee un carácter puramente ritual que la aleja de la realidad pues los movimientos y diálogos escénicos adquieren el orden y la regularidad de una ceremonia litúrgica. Por último, cabe destacar que el grama habitualmente ha requerido mayor unidad y concentración anecdóticas que la literatura narrativa –sea poesía épica o novela–, en razón de su estructura intrínseca y de las exigencias originadas en el tipo de atención que le debe prestar el espectador.
Ya en el teatro griego el campo de la actividad dramática se repartía entre la tragedia y la comedia. Esta división puede ser explicada de dos maneras diferentes: 1) de acuerdo con la naturaleza e intensidad de las situaciones y personajes expuestos; 2) de acuerdo con el desenlace feliz o infortunado de la anécdota. Aristóteles adopta el primero de estos criterios y declara que la tragedia exhibe a los personajes “más dignos”, en tanto que la comedia presenta a la gente “menos digna”; en consecuencia, el clima trágico se logra mediante la evocación de individuos egregios –semidioses, figuras míticas, héroes– que enfrentan con valentía y decoro las vicisitudes del destino, mientras que la atmósfera cómica surge de exponer en escena el comportamiento del hombre común en la vida cotidiana (al respecto, recuérdese que en Los caballeros de Aristófanes uno de los personajes cómicos se llama Demos; es decir, “El Pueblo”); a su vez, esta dicotomía puede entrañar –como lo enfatizaron los preceptistas del Renacimiento– un tajante distingo social entre los grupos ilustres y las clases populares; tal discriminación fue respetada y mantenida por Shakespeare y por los autores del clasicismo francés (Corneille, Molière, Racine), pero ya el “drama de honor” perteneciente al Siglo de Oro español elimina la separación entre ambos sectores al exaltar la honra del hombre que no posee blasones y subrayar la igualdad de todos ante Dios (como en Fuenteovejuna de Lope de Vega). El segundo criterio para distinguir las dos especies dramáticas es expuesto claramente por Dante, Quien lo toma de Séneca; según esta doctrina, la tragedia comienza presentando un cuadro admirable y tranquilo, pero termina en un desenlace triste y desolador; en cambio, la comedia suele comenzar con algún tema o situación de índole áspera, pero su acción se encamina hacia un final feliz y apacible. Por añadidura, es lícito agregar otro distingo entre tragedia y comedia: los sucesos expuestos en la primera ocurren en un pasado remoto o incierto o en regiones lejanas, a fin de presentarnos un mundo heroico (que nunca parece corresponder a la época presente); por contraste, la segunda tiende a evocar sucesos y personajes tomados de la existencia diaria, de modo que su aspecto se torna manifiestamente cotidiano y a menudo parece ofrecernos una imagen jocosamente exagerada de la realidad contemporánea. Cabe consignar, empero, que la drástica separación entre las dos especies dramáticas señaladas se ha ido debilitado en el teatro moderno. Con el avance de las clases medias y la creciente democratización de la sociedad, el mundo egregio y heroico de la tragedia clásica perdió actualidad y fue necesario implantar un drama burgués –definido por Diderot en el siglo XVIII y practicado por Ibsen cien años después– que enfoca con seriedad los problemas familiares y sociales del hombre común; al mismo tiempo, la comedia fue trasladando su acento, para presentar al personaje aristocrático como ridículo y desvergonzado y al individuo sin alcurnia como justo y noble, según el modelo que proporciona Beaumarchais en Las bodas de Figaro. Pero no sólo ha sufrido un vuelco al aspecto social del drama sino también la estructura misma de la composición escénica; a causa de ello, las fronteras entre la tragedia y la comedia se han ido borrando: Chéjov, por ejemplo, se quejaba de que un director no había advertido la tesitura cómica de una de sus piezas y la había encarado como tragedia (lo cual es comprensible porque la condición irrisoria de las criaturas de este autor suele producirnos una impresión de hondo patetismos); de manera análoga, Ionesco recomendaba a los intérpretes de la Cantante calva que no olvidaran el sufrimiento que está presente aun en las situaciones más jocosas, pues la comicidad del hombre actual radica en su comportamiento superficial e intrascendente, hecho que lo ubica en un plano de extremado y penoso desamparo.
Además de las dos especies principales ya examinadas, pueden recordarse otras de significación más restringida: el drama de sátiros griego que era incluido a continuación de las trilogías trágicas y del que sólo ha sobrevivido completo El cíclope de Eurípides; el misterio, el milagro y la moralidad del teatro cristiano medieval, que exhibían diversos propósitos didácticos o aleccionadores de índole religiosa; la farsa, que surgió a fines de la Edad Media como manifestación escénica secularizada cuya intención era satirizar las costumbres de la época; la pieza histórica, que tuvo considerable repercusión en el teatro isabelino inglés como crónica de reyes y que muchas veces sirvió en forma velada para enjuiciar el presente político (según el empleo que le dieron Shakespeare y otros autores); el auto sacramental, que se utilizó en la España del Siglo de Oro como instrumento de educación religiosa (según el modelo proporcionado por Calderón); la pantomima, procedimiento que se ha extendido desde la antigüedad hasta piezas de Beckett y que expone la anécdota por medio de gestos, con exclusión de todo diálogo; e inclusive la palabra drama pasó a tener un valor especializado como texto escénico que presenta un cuadro serio de los problemas burgueses, de conformidad con la doctrina de Diderot sobre le teatro. Por supuesto, esta enumeración se halla muy lejos de agotar las especies dramáticas que ha cultivado el teatro occidental, a las que deben añadirse las formas de teatro de Oriente, algunas de cuyas concepciones han tenido significativa repercusión en Europa (como es el caso del noh japonés, que influyó en W. B. Yeats, en Bertolt Brecht y en otros del siglo XX).

Rest, Jaime, Conceptos de literatura moderna, La Nueva Biblioteca Nº 4, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1979.

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