25 de abril de 2009

Las aventuras de Gilgamesh

(Babilonia)

Había una vez en la ciudad de Erech un ser grande y terrible cuyo nombre era Gilgamesh. Tenía dos tercios de dios y sólo un tercio humano. Era el más poderoso guerrero de todo el Oriente; nadie podía medirse con él en el combate, ni lanza alguna podía prevalecer contra la suya. Merced a su poder y a su fuerza todo el pueblo de Erech estaba sometido a su dominio, y él lo gobernaba con mano de hierro, esclavizando a los jóvenes para que lo sirvieran, y apoderándose de cuanta doncella deseaba.
A la larga, las gentes perdieron la paciencia y suplicaron auxilio a los cielos. Él señor del firmamento escuchó su súplica y llamó ante sí a la diosa Aruru, la misma que en tiempos antiguos había formado al hombre con arcilla.
–Vé –le dijo– y moldea en arcilla un ser que pueda medirse con ese tirano; haz que luche con él y lo derrote, para que esa gente pueda experimentar alivio.
De inmediato la diosa mojó sus manos, y tomando arcilla del suelo formó con ella una monstruosa criatura, a la que dio el nombre de Enkidu. Era un ser fiero como el dios de las batallas, y todo su cuerpo estaba cubierto de vello. Tenía trenzas largas, como las de una mujer, y estaba vestido de pieles. Vagaba todo el día junto con las bestias del campo, y al igual que ellas se alimentaba de hierbas y bebía en los arroyuelos.
Pero en la ciudad de Erech nadie conocía su existencia.
Un buen día, cierto cazador que había salido al campo para armar sus trampas divisó a la extraña criatura que abrevaba en la fuente junto con los animales silvestres. Su mera aparición bastó para que el cazador palideciera. Con el rostro desencajado y macilento, con el corazón palpitante y desbocado, corrió hacia su casa presa de terror, mientras profería aullidos de pánico.
Al día siguiente cuando volvió al campo para continuar su acecho, encontró todos los fosos que había cavado llenos de tierra, todas las trampas que había armado destruidas, ¡y allí estaba el propio Enkidu soltando a las bestias atrapadas!
Como al tercer día volviera a suceder lo mismo, el cazador se fue a pedir consejo a su padre, quien le sugirió fuese a Erech e informara a Gilgamesh lo que sucedía.
Cuando Gilgamesh oyó lo que había pasado, y tuvo noticia de la salvaje criatura que estaba perturbando las tareas de sus súbditos, ordenó al cazador que escogiera una muchacha de la calle y la llevase al lugar donde se abrevaban las bestias; dijóle también que cuando Enkidu llecara a ese sitio, la chica debería desnudarse y cautivarlo con sus encantos. De este modo, cuando Enkidu la abrazara, los animales reconocerían que no era de los suyos, y lo abandonarían de inmediato, con lo que sería empujado al mundo de los hombres, y obligado a abandonar sus costumbres salvajes.
El cazador hizo lo que se le mandaba, y luego de un viaje de tres días llegó con la muchacha al lugar donde bebían las bestias. Durante otros dos días no hicieron sino esperar; al tercero, finalmente, aquel ser extraño y salvaje bajó a beber junto con los animales. Al verlo, la joven se despojó de sus ropas y reveló ante él sus encantos. El monstruo, seducido, la apretó brutalmente contra su pecho.
Retozó con ella durante toda una semana, y al cabo, saciado de sus encantos, quiso volver junto a los animales. Pero las ciervas y las gacelas ya no lo reconocían como uno de los suyos, de manera que cuando se les acercó lo eludieron temerosas y huyeron en tropel. Enkidu trató de alcanzarlas, pero al ponerse a correr sintió que sus piernas no le respondían y que sus miembros se envaraban; de pronto comprendió que ya no era una bestia, sino que se había convertido en hombre.
Rendido y sin aliento, volvió al lado de la oblea; y se sentó a sus pies. Pero ahora, profundamente transformado, la miraba fijamente a los ojos y estaba pendiente de lo que sus labios pronunciaran.
Entonces ella se inclinó hacia él y le dijo suavemente:
–Enkidu, te has puesto hermoso como un dios. ¿Por qué has de andar vagando con las bestias? Ven, déjame conducirte a Erech, la gran ciudad de los hombres. Deja que te lleve al templo resplandeciente, donde el dios y la diosa están sentados en sus tronos. Y es allí, por otra parte, donde Gilgamesh campea como un toro, teniendo al pueblo a su merced.
Al oír estas palabras Enkidu regocijó, pues como ya no era una bestia, anhelaba el trato y la compañía de los hombres.
–Llévame –le dijo– a la ciudad de Erech, al templo reluciente del dios y de la diosa.
En cuanto a í Gilgamesh y a sus correrías, pronto les he de poner coto. Lo desafiaré cara a cara, lo retaré, y le demostraré de una vez por todas que los mozos del campo no somos alfeñiques.
Era la víspera de Año Nuevo cuando llegaron a la ciudad, y se estaba celebrando el momento culminante de la fiesta, cuando el rey debía ser conducido al templo para desempeñar el papel del novio en un santo casamiento con la diosa. Las calles estaban flanqueadas por muchedumbres festivas, y por todas partes se oían los gritos de los jóvenes juerguistas, que impedían a los mayores conciliar el sueño. De súbito, por encima del estrépito y la algazara, se oyó el sonido de los címbalos en repiqueteo y el eco tenue de flautas lejanas; estos rumores fueron haciéndose cada vez más fuertes, hasta que por último, al doblar una curva del camino, apareció la gran procesión, encabezada por el mismo Gilgamesh, que se hallaba en el centro del cortejo. Siguió éste su marcha sinuosa por las calles, penetró en el patio del templo, se detuvo, y Gilgamesh se destacó de su comitiva avanzando hacia el edificio.
Pero cuando estaba por entrar, se produjo una repentina conmoción entre la multitud, y un momento después apareció Enkidu, parado ante las puertas resplandecientes, lanzando gritos de desafío y obstruyendo la entrada con su pie.
La muchedumbre retrocedió sobrecogida, pero su asombro se templó con un embozado sentimiento de alivio.
–Por fin –decía cada uno a su acompañante– se ha encontrado Gilgamesh con su par. ¡Pero si este hombre es su vivo retrato! ¡Tal vez un poquito más bajo, pero no menos fuerte, pues fue criado con la leche de las bestias salvajes! ¡Ahora sí que van a arder las cosas en Erech!
Pero Gilgamesh no se turbó en absoluto, pues había sido advertido en sueños de lo que iba a suceder. Había soñado que estaba de pie bajo las estrellas, y que repentinamente había caído sobre él desde el firmamento un dardo pesadísimo, que no podía sacarse de encima. Y luego, que un hacha enorme y misteriosa había sido lanzada de improviso en el centro de la ciudad, sin que nadie supiera de dónde procedía. Al relatar estos sueños a su madre, ella le había dicho que presagiaba la llegada de un hombre poderoso, a quien no podría resistir, pero que con el tiempo se convertiría en su mejor amigo.
Gilgamesh avanzó para enfrentar a su oponente, y momentos después se trababan en lucha cuerpo a cuerpo, bramando y embistiéndose como dos toros. Finalmente, Gilgamesh fue arrojado al suelo, y comprendió que en verdad se había encontrado con su par.
Pero Enkidu era tan caballeresco como fuerte, y vio en seguida que su adversario no era simplemente un tirano jactancioso, como le habían hecho creer, sino un guerrero bravo y corajudo, que había aceptado valientemente su reto, y que no había esquivado el combate.
–Gilgamesh –fe dijo– has demostrado plenamente que eres hijo de una diosa, y que el cielo misinote ha colocado en tu trono. No volveré a oponerme a ti: ¡seamos amigos!
Y ayudándolo a levantarse, se confundió con él en un abrazo.
Pero Gilgamesh amaba la aventura, y no podía resistir la tentación de embarcarse en alguna empresa azarosa. Un buen día propuso a Enkidu internarse juntos en el monte, y, como acto de arrojo, cortar uno de los cedros del bosque sagrado, dedicado a los dioses.
–Eso no es cosa fácil –respondió su amigo– pues el bosque está guardado por un monstruo fiero y terrible, llamado Humbaba. Muchas veces he podido verlo, durante mi convivencia con las bestias. Su voz resuena como una tromba, lanza fuego por las narices, y su aliento es una plaga.
–¡Qué vergüenza! –le contestó Gilgamesh–. ¿Cómo puede un guerrero de tu talla asustarse del combate? Sólo los dioses pueden sustraerse a la muerte; pero tú, ¿con qué cara mirarás a tus hijos cuando te pregunten qué hiciste el día en que cayó Gilgamesh?
Enkidu se dejó convencer por estas palabras, y una vez que estuvieron preparadas las hachas y las armas de combate, Gilgamesh se presentó ante los ancianos de la ciudad y les expuso su plan. Ellos trataron de disuadirlo, sin resultado. Se dirigió luego al Dios-Sol, para implorar su ayuda, pero éste se la negó. De modo que Gilgamesh recurrió a su madre, la reiría celestial Ninsun, pidiéndole que interviniera.
Pero cuando ella conoció sus planes quedó también aterrorizada.
Poniéndose su mejor vestido y su corona, subió al techo del templo e invocó al Dios-Sol:
–Dios-Sol –le dijo– eres el dios de la justicia. ¿Por qué, entonces, me has permitido alumbrar este hijo, y lo has hecho al propio tiempo tan indómito e incansable?
¡Ahora, mi querido Dios-Sol, se le ha dado por viajar durante días y días por senderos peligrosos, nada más que para combatir con el monstruo Humbaba! ¡Te pido que veles por él día y noche, y que me lo traigas de regreso sano y salvo!
Cuando el Dios-Sol vio sus lágrimas, su corazón se derritió de compasión, y prometió ayudar a los héroes.
Entonces la diosa bajó del techo y colocó en el pecho de Enkidu la divisa sagrada que llevaban todos sus devotos.
–De ahora en adelante –le dijo– eres uno de mis guardias. Marcha, pues, sin miedo, y conduce a Gilgamesh a la montaña.
Cuando los ancianos de la ciudad vieron que Enkidu ostentaba la divisa sagrada, revocaron su anterior decisión, y dieron su bendición a Gilgamesh.
–Puesto que Enkidu –dijeron– es ahora un guardia de la diosa, podemos confiarle sin temor la custodia de nuestro rey.
Con todo ímpetu y con el mayor entusiasmo los dos forzudos iniciaron su viaje, cubriendo en tres días un trayecto de seis semanas. Al cabo llegaron a un bosque frondoso, que presentaba a su frente una puerta enorme. Enkidu la entreabrió y espió en su interior.
–Apúrate –susurró a su compañero– y podremos tomarlo por sorpresa. Cuando Humbaba sale de su guarida se envuelve en siete túnicas superpuestas. Pero ahora está sentado sin más ropa que un sayo interior. ¡Podremos atraparlo antes que se escape!
Pero mientras decía esto, la enorme puerta giró sobre sus goznes y se cerró con estrépito, aplastándole la mano.
Durante doce días Enkidu permaneció postrado por el dolor implorando a su camarada que pusiera fin a tan audaz aventura. Pero Gilgamesh no quiso acceder a sus súplicas.
–¿Somos acaso dos encanijados –le gritó– tan mezquinos que la primera contrariedad nos deje fuera de combate? Hemos cumplido un largo viaje. ¿Vamos a volvernos derrotados? ¡Qué vergüenza! ¡Tus heridas pronto han de curarse, y si no podemos prender al monstruo en su refugio, lo esperaremos escondidos en la espesura!
De modo que se fueron del bosque, y finalmente llegaron al propio Monte de los Cedros, el pico alto y escarpado en cuya cima los dioses celebraban sus asambleas.
Fatigados por el largo viaje, se recostaron a la sombra de los árboles y muy pronto se dejaron vencer por el sueño.
Pero en medio de la noche Gilgamesh se despertó sobresaltado:
–¿Fuiste tú quien me despertó? –preguntó a su compañero–. Si tú no fuiste, debe haber sido la fuerza de mi sueño. Pues soñé que una montaña se estaba desplomando sobre mí, cuando de repente se me apareció el más apuesto hombre del mundo, quien me liberó de la abrumadora carga y me ayudó a ponerme de pie.
–Amigo –le contestó Enkidu– tu sueño es un presagio, pues la montaña que viste -es el monstruoso Humbaba. Ahora está claro que aunque caiga sobre nosotros podremos salvarnos y vencer.
Entonces se volvieron de lado, y el sueño volvió a caer sobre ellos nuevamente.
Pero esta vez fue Enkidu quien se despertó sobresaltado.
–¿Fuiste tú quien me despertó? –preguntó a su compañero–. Si tú no fuiste, debe haber sido la fuerza de mi sueño. Pues soñé que el cielo retumbaba y la tierra se estremecía, que el día se ponía oscuro, que las tinieblas la envolvían, que cayó un rayo, provocando un incendio, y que la muerte llovía del cielo. Y luego, de repente, el resplandor aminoró, el fuego se apagó, y. las centellas caídas se convirtieron en cenizas.
Gilgamesh comprendió muy bien que el sueño anunciaba mal para su amigo. Pese a ello, lo alentó a proseguir la empresa, y en seguida se levantaron y se internaron en la selva.
Entonces Gilgamesh empuñó el hacha y derribó uno de los cedros sagrados. El árbol cayó a tierra con estruendo, y Humbaba salió precipitadamente de su guarida, gruñendo y bramando. El monstruo tenía una faz extraña y terrible, con un solo ojo en el medio, que convertía en piedra a quien mirara. A medida que corría impetuosamente por la espesura, acercándose cada vez más, el ruido de las ramas rotas y desgarradas anunciaba su proximidad. Por primera vez Gilgamesh llegó a sentir realmente miedo.
Pero el Dios-Sol recordó su promesa y habló a Gilgamesh desde el cielo, incitándolo a prepararse sin miedo para el combate. Y cuando las hojas del matorral se abrieron para dar paso al rostro terrible que iba a presentarse ante los héroes, el Dios-Sol lanzó contra él vientos tórridos y huracanados desde los cuatro confines del cielo, que se estrellaron contra su único ojo, cegando su vista e impidiéndole avanzar o retroceder.
Y entonces, mientras el monstruo permanecía inmóvil, tratando de cubrirse con sus brazos, Gilgamesh y Enkidu se lanzaron sobre él, atacándolo hasta que pidió gracia.
Pero los héroes no le dieron cuartel, sino que empuñaron sus espadas y cortaron la horrible cabeza, separándola de su tronco gigante.
Luego Gilgamesh limpió su rostro del polvo de la batalla, sacudió su cabellera, se quitó sus ropas manchadas y se colocó su manto real y su corona. Tan maravilloso apareció en su belleza y en su valor que ni una diosa podría habérsele resistido, y así fue como la misma diosa Istar se presentó a su lado.
–Gilgamesh –le dijo– ven, sé mi amante. Te daré un carro de oro incrustado de piedras preciosas, y las muías que de él tiren serán veloces como el viento. Entrarás en nuestra casa aspirando el aroma de los cedros. El umbral y la escalinata besarán tus pies. Reyes y príncipes se inclinarán ante ti y te traerán como tributo las cosechas de sus tierras. Tus ovejas alumbrarán corderitos gemelos; los caballos de tu carro serán fogosos, y tus bueyes no tendrán rivales.
Pero Gilgamesh no se conmovió.
–Señora –le contestó–, hablas de prodigarme riquezas, pero más me pedirías en cambio. Los manjares y los vestidos que me exigirías serían los que convienen a una diosa; la casa tendría que estar puesta como para una reina, y tus ropas tendrían que ser de las más finas telas. ¿Y por qué habría yo de darte todo esto? No eres sino una puerta desgoznada, un palacio arruinado, un turbante que no alcanza a cubrir la cabeza, un alquitrán que ensucia las manos, un frasco que pierde, un zapato con clavos. ¿Alguna vez has sido fiel a algún amante? ¿Has cumplido jamás tu palabra de matrimonio? Cuando eras joven fue lo de Tammuz. Pero, ¿qué le sucedió? ¡Año tras año los hombres lloran su suerte! ¡El que llega a ti con su plumaje esponjado como un pájaro incauto termina con las alas rotas! ¡Al que viene como un león, en la plenitud de sus fuerzas, lo haces caer en siete fosos! ¡Al que viene como un brioso corcel, glorioso en la batalla, lo montas y lo haces-galopar leguas y leguas bajo la espuela y el látigo, y luego le das a beber agua fangosa! ¡Al que viene como un pastor cuidando su ganado, lo conviertes en un lobo rapaz, acosado por sus propios compañeros y mordido por sus propios perros! ¿Recuerdas al jardinero de tu padre? ¿Qué le sucedió? Todos los días te traía cestos de fruta; diariamente se complacía en proveer tu mesa. ¡Pero cuando desairó tu amor lo atrapaste como a una araña acosada en un rincón de donde no puede escaparse! ¡Y con seguridad que a mí me harías lo mismo!
Cuando Istar oyó estas palabras se enojó muchísimo, y voló en seguida al cielo para quejarse a su padre y a su madre dé los insultos que el héroe le había inferido. Pero el padre celestial se negó a intervenir, y le dijo redondamente que había recibido lo que se merecía.
Entonces Istar comenzó con las amenazas:
–Padre –gritó–, quiero que lances contra ese individuo al potente toro celestial, cuyas embestidas causan las tormentas y los terremotos. ¡Si rehúsas hacerlo, quebrantaré las puertas del infierno y libertaré a los muertos, para que se levanten y vengan a superar en número a los vivos!
–Muy bien –dijo al cabo su padre–, pero recuerda que cuando el toro desciende de los cielos, ello significa siete años de hambre sobre la tierra. ¿Has previsto esa emergencia? ¿Has almacenado alimentos para los hombres y forrajes para las bestias?
–He pensado en ello –replicó la diosa–. Hay bastante alimento para los hombres y heno para las bestias.
De este modo, el toro fue enviado desde el cielo, y acometió a los héroes. Pero cuando los embistió, bramando y echando espuma sobre sus caras, azotando y barriendo todo con su poderosa cola, Enkidu lo tomó por los cuernos, y le hundió su espada en el cuello. Luego le arrancaron el corazón y lo presentaron como ofrenda al Dios-Sol.
Entretanto, Istar iba y venía, recorriendo las murallas de Erech, y contemplando la lucha que tenía lugar allá abajo, en el valle. Cuando vio que el toro había sido vencido, saltó por encima de los baluartes y lanzó un grito desgarrador.
–¡Anatema a Gilgamesh –gritaba– que ha osado despreciarme y ha matado al toro celestial!
Al oír esas palabras, Enkidu, queriendo demostrar que él también había tenido parte en la victoria; arrancó las nalgas del toro y se las tiró a la cara.
–¡Me gustaría atraparte a ti –le gritó–, y hacerte lo mismo! ¡Quisiera poder arrancarte las entrañas, y colgarlas junto a las de este toro!
Istar quedó completamente derrotada, y lo único que le quedaba por hacer era prepararse a dar decorosa sepultura al toro, como cuadraba a una criatura celestial.
Pero aun esto le fue negado, pues los dos héroes levantaron en seguida la res y se la llevaron a Erech en triunfo. De modo que la diosa se quedó con sus doncellas, vertiendo ridículamente sus lágrimas sobre las nalgas del animal, mientras Gilgamesh y su camarada recorrían la ciudad alegremente y a grandes trancos, exhibiendo con orgullo las pruebas de su proeza, y recibiendo los aplausos del pueblo.
Pero no se puede burlar a los dioses; según lo que uno siembre, así habrá de recoger.
Una noche, Enkidu tuvo un sueño singular. Soñó que los dioses estaban reunidos en asamblea, tratando de decidir cuál de los dos, él o Gilgamesh, tenía más culpa por la muerte de Humbaba y del toro celestial. El más culpable, habían decidido, tenía que ser condenado a muerte.
Durante largo rato se prolongó la discusión, sin llegarse a un acuerdo, y en vista de ello Anu, el padre de los dioses, propuso una solución.
–En mi opinión –declaró– Gilgamesh es el más culpable, pues no sólo mató al monstruo, sino que también cortó el cedro sagrado.
Pero en cuanto pronunció esas palabras se desencadenó un pandemónium, y los dioses comenzaron a injuriarse en los peores términos.
–¿Gilgamesh? –vociferó el dios de los vientos–. ¡El verdadero reo es Enkidu, que fue quien lo condujo!
–¡Magnífico! –rugió el Dios-Sol, volviéndose bruscamente hacia él–. ¿Qué derecho tienes tú a hablar? ¡Fuiste tú quien encauzó los vientos hacia el rostro de Humbaba!
–¿Y qué diremos de ti1? –contestó el otro, estremecido de cólera–. ¿Qué diremos de ti? ¡Si por ti no fuera, ninguno de ellos hubiera cometido tales atentados! ¡Fuiste tú quien los alentó y quien corrió en su ayuda!
Con toda ferocidad siguieron riñendo y disputando, acalorándose cada vez más, y levantando gradualmente la voz. Pero antes de que llegaran a tomar una resolución, Enkidu despertó de su sueño.
Estaba ahora firmemente convencido de que debía morir. Pero cuando relató el sueño a su compañero, éste consideró que el castigo verdadero, después de todo, era para él.
–Querido camarada –le dijo llorando, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas–, ¿imaginan los dioses que al matarte me dejan a mí en libertad? ¡No, mi buen amigo; por todo el resto de mis días permaneceré como un mendigo, en el umbral de la muerte, esperando que la puerta se abra para poder entrar y ver nuevamente, tu rostro!
Durante el resto de la noche Enkidu yació despierto en su lecho, moviéndose y dando vueltas. Durante su insomnio le pareció que toda su vida pasaba ante él.
Recordó los despreocupados días de antaño, cuando recorría las montañas con las bestias, y luego evocó al cazador que lo había encontrado y a la muchacha que lo había seducido para que entrara en el mundo de los hombres. Rememoró también la aventura del bosque de los cedros, y cómo la puerta se había cerrado sobre su mano, infligiéndole la primera y única herida que jamás había sufrido. Y maldijo amargamente al cazador, a la joven y a la puerta.
Finalmente, los primeros rayos del sol matinal comenzaron a filtrarse por la ventana, bañando de luz la habitación y jugueteando con las sombras de la pared opuesta.
"Enkidu –parecían decir–, no todo ha sido tinieblas durante tu vida entre los hombres, y aquellos a quienes estás maldiciendo fueron rayos de luz. Si no hubiera sido por el cazador y la joven, todavía estarías comiendo pasto y durmiendo en el frío descampado; ahora, en cambio, comes a la mesa de los reyes y te acuestas en cama principesca. ¡Y si no fuera por ellos, nunca habrías conocido a Gilgamesh, ni habrías encontrado a tu mejor amigo!"
Entonces Enkidu comprendió que el Dios-Sol le había estado hablando, y no maldijo más al cazador ni a la muchacha, sino que les deseó toda suerte de bendiciones.
Al cabo de varias noches, tuvo un segundo sueño. Esta vez le pareció que un fuerte grito llegaba desde el cielo a la tierra, y que una extraña y espantosa criatura, con cara de león, y con alas y garras de águila, se lanzaba sobre él desde el vacío, y atrapándolo se lo llevaba. Repentinamente le brotaron plumas en los brazos y adquirió un aspecto semejante al del ser monstruoso que lo había raptado. Entonces comprendió que había muerto, y que una de las arpías del infierno se lo estaba llevando por la ruta sin retorno. Finalmente, llegó a la mansión de las tinieblas, donde moran las sombras de los que han partido. Y he aquí que todas las almas de los grandes de la tierra lo rodearon. Reyes, nobles y sacerdotes, despojados para siempre de sus coronas y de sus mantos, estaban sentados en confusión, como horribles demonios, cubiertos con alas emplumadas, y en lugar de asados y de guisos como antaño comían ahora polvo y suciedad. Y allí mismo, sentada en un elevado trono, la propia reina del infierno, con su fiel doncella agazapada ante ella, leía en una tableta los antecedentes de cada alma a medida que penetraba en las tinieblas.
Cuando se despertó, Enkidu relató el sueño a su compañero; y ahora, ya sabía con certeza cuál de los dos estaba condenado a muerte.
Durante nueve días Enkidu languideció en su lecho, debilitándose cada vez más, mientras Gilgamesh lo atendía, transido de dolor.
–¡Enkidu –exclamó en su angustia–, tú eras el hacha a mi costado, el arco en mi mano, la daga en mi cinturón, mi escudo, mi manto, mi mayor deleite! ¡Contigo desafié y soporté todas las cosas, escalé las montañas y di caza al leopardo!
¡Contigo derroté al toro celestial y luché con el ogro de la selva! ¡Pero he aquí que ahora estás envuelto en el sueño, amortajado en la oscuridad, y ni siquiera puedes oír mi voz!
Mientras profería estas lamentaciones vio que su compañero ya no se movía, ni abría los ojos; y cuando le puso la mano en el pecho, comprobó que el corazón de Enkidu ya no latía.
Entonces Gilgamesh tomó un lienzo y veló el rostro de Enkidu, tal como los hombres velan los rostros de las novias en el día de la boda. Y midió la tierra a largos pasos, yendo y viniendo, y lloró a gritos, y su voz era como la de una leona despojada de sus cachorros. Y desgarró sus vestiduras, se arrancó a puñados los cabellos, y se entregó al duelo más desesperado.
Durante toda la noche contempló el cuerpo postrado de su compañero, viendo cómo se ponía marchito y rígido, y cómo perdía toda su belleza,
–Ahora –dijo Gilgamesh– ya he visto la cara de la muerte, y estoy traspasado de terror. Algún día también yo estaré como Enkidu.
Cuando llegó la mañana, tomó una audaz resolución.
En una isla situada en los confines de la tierra vivía –según se comentaba– el único mortal del mundo que había podido escapar a la muerte: un hombre muy, muy viejo, cuyo nombre era Utna-pishtim. Gilgamesh decidió buscarlo y aprender de él el secreto de la vida eterna.
En cuanto amaneció se puso en viaje, y finalmente, luego de haber caminado mucho tiempo, recorriendo una gran distancia, llegó hasta los confines de la tierra, y vio ante sí una inmensa montaña, cuyos picos gemelos tocaban el firmamento, y cuyas raíces llegaban hasta los más profundos infiernos. Delante de la montaña había un enorme portón, guardado por terribles y peligrosas criaturas, mitad hombre y mitad escorpión.
Gilgamesh vaciló un momento, y se llevó las manos a los ojos para protegerlos de tan horrible visión. Pero luego se recobró y avanzó resueltamente hacia los monstruos. Cuando éstos vieron que no se asustaba, y cuando contemplaron la belleza de su cuerpo, advirtieron de inmediato que no tenían ante sí a un mortal común. Pese a ello, le cortaron el paso y le preguntaron cuál era el objeto de su viaje.
Gilgamesh les dijo que se había puesto en camino para encontrar a Utnapishtim, a fin de conocer el secreto de la vida eterna.
–Eso –le respondió el capitán de los monstruos– es algo que nadie alcanzó a saber, ni hubo jamás mortal alguno que haya podido llegarse hasta ese sabio inmune al tiempo. Pues el camino que nosotros guardamos es el camino del sol, sombrío túnel de doce leguas; un camino que no puede ser hollado por la planta humana. –Por largo y por oscuro que sea –contestó el héroe–, por grandes que sean las fatigas y los peligros, por más tórrido que sea el calor y por más glacial que sea el frío, yo estoy firmemente resuelto a darle cabo.
Al oír estas palabras, los centinelas tuvieron por cierto que se las habían con algo más que un mortal, y en seguida le abrieron el portón y le franquearon el paso.
Audaz e intrépidamente penetró Gilgamesh en el túnel, pero a cada paso que daba el camino se volvía más obscuro, de modo que muy pronto se vio privado de la visión, tanto hacía adelante como hacia atrás. Sin embargo, continuó avanzando, y cuando ya le parecía que su ruta era interminable, un soplo de viento acarició su rostro, y un tenue rayo de luz atravesó las tinieblas.
Cuando salió a la luz, un maravilloso espectáculo se ofreció a su vista, pues se encontró en medio de un jardín encantado, cuyos árboles estaban cuajados de pedrería. Y cuando todavía estaba absorto en la contemplación de tanta belleza, la voz del Dios-Sol bajó hasta él desde el cielo.
–Gilgamesh –le dijo– no avances más. Este es el jardín de las delicias. Quédate en él un tiempo y disfrútalo. Nunca antes habían los dioses concedido tal gracia a un mortal, y no debes esperar nada más grande. La vida eterna que buscas, nunca la podrás encontrar.
Pero ni siquiera estas palabras pudieron desviar al héroe de su rumbo, y dejando detrás de sí el paraíso terrenal, siguió adelante en su camino.
Al fin, fatigado y con los pies doloridos, llegó a un gran edificio con apariencias de posada. Arrastrándose hasta él lentamente, pidió que se le permitiera la entrada.
Pero la posadera, cuyo nombre era Siduri, lo había visto venir desde lejos, y juzgando por su desastrada apariencia que no era sino un vagabundo, ordenó que la puerta fuera atrancada ante sus propias narices.
En un primer momento Gilgamesh se enfureció y amenazó con quebrantar la puerta, pero cuando la señora le habló desde la ventana y le explicó la causa de su alarma, su cólera se enfrió y, tranquilizándola, le dijo quién era, la naturaleza de su viaje y por qué razón estaba tan desgreñado. Entonces ella abrió los cerrojos y le dio la bienvenida.
Al caer la noche se hallaban en franca conversación, y la posadera trató de disuadirlo de su empresa:
–Gilgamesh –le dijo–, nunca encontrarás lo que buscas. Pues cuando los dioses crearon al hombre le dieron la muerte por destino, y ellos se quedaron con la vida.
Deléitate, pues, con lo que se te concede. ¡Come, bebe y diviértete, que para eso has nacido!
Pero ni aun así se inmutó el héroe, sino que por el contrario se puso a preguntar a la posadera por el camino a Utnapishtim.
Ella le respondió:
–Vive en una isla lejana, y para llegar deberás cruzar un océano. Pero ese océano es el océano de la muerte y ningún hombre viviente ha navegado por él. Sin embargo, se encuentra ahora en esta posada un hombre llamado Urshanabi. Es el botero del anciano sabio, y ha venido aquí por un mandado. Tal vez puedas persuadirlo para que te cruce.
De modo que la posadera presentó a Gilgamesh al botero, y éste accedió a conducirlo hasta la isla.
–Pero con una condición –le dijo–. No deberás permitir que tus manos toquen las aguas de la muerte, y una vez que la pértiga que utilices se haya sumergido en ellas, deberás soltarla de inmediato y usar otra, para que ninguna gota moje tus dedos. De manera que toma tu hacha y corta ciento veinte pértigas, pues es un largo viaje y las necesitarás todas.
Gilgamesh hizo lo que se le aconsejaba, y poco después ambos se hacían a la mar en el bote.
Pero al cabo de algunos días de navegación las pértigas se acabaron, y pronto hubieran quedado a la deriva y hubieran fondeado si Gilgamesh no se hubiera arrancado su camisa para mantenerla en alto como si fuera una vela.
Entretanto, Utnapishtim estaba sentado en la ribera de la isla contemplando las olas, cuando de pronto sus ojos percibieron la familiar embarcación balanceándose precariamente sobre las aguas.
–Algo anda mal –murmuró–. Me parece que se ha roto el aparejo.
Pero cuando el bote se aproximó, vio la extraña figura de Gilgamesh manteniendo alzada su camisa contra el viento.
–Este no es mi botero –murmuró–. Con seguridad que algo anda mal.
Cuando tocaron tierra, Urshanabi llevó de inmediato a su pasajero ante Utnapishtim, y Gilgamesh le dijo por qué había venido, y lo que buscaba.
–¡Ay, joven –le dijo el sabio–, nunca encontrarás lo que buscas! Pues nada hay eterno en la tierra. Cuando los hombres firman un contrato, le fijan término. Lo que hoy adquieren, tendrán que dejárselo mañana a otros. Las viejas rencillas terminan por extinguirse. Los ríos crecen y se desbordan, pero al fin vuelven a bajar sus aguas. Cuando la mariposa sale de su capullo no vive sino un día. Todo tiene su tiempo y su época.
–Cierto –le contestó el héroe–. Pero tú mismo no eres sino un mortal, en nada diferente de mí; y sin embargo, vives perennemente. Dime cómo has encontrado el secreto de la vida, para llegar a ser semejante a los dioses.
Los ojos del anciano adquirieron un matiz de lejanía. Pareció como si todos los días de todos los años estuvieran pasando en procesión ante él. Finalmente, al cabo de una larga pausa, levantó su cabeza y sonrió.
–Gilgamesh –dijo lentamente–, te diré el secreto, un secreto noble y sagrado, que nadie conoce fuera de los dioses y de mí mismo. Y le relató la historia del gran diluvio que los dioses habían enviado sobre la tierra en época remota, y cómo Ea, el benévolo dios de la sabiduría, le había advertido de antemano por medio del silbido del viento que gemía entre los juncos de su cabaña. Obedeciendo las órdenes de Ea había construido un arca, la había calafateado con alquitrán y asfalto, había navegado durante siete días y siete noches mientras las aguas crecían, las tormentas rugían desencadenadas, y los relámpagos centelleaban. Y al séptimo día
el arca había encallado en una montaña en los confines del mundo, y él había abierto una ventana en el arca, soltando una paloma, para ver si las aguas habían descendido. Pero la paloma había regresado, por falta de lugar donde posarse.
Luego había soltado una golondrina, y ella también había retornado. Por último, había soltado un cuervo y éste no regresó. Entonces había desembarcado a su familia y a su ganado, y había hecho ofrendas a los dioses. Pero repentinamente el dios de los vientos descendió del cielo, lo volvió a conducir al arca, junto con su esposa, y lo hizo navegar sobre las aguas nuevamente, hasta llegar a la isla del lejano horizonte, donde los dioses lo habían colocado para morar en ella eternamente.
Cuando Gilgamesh oyó este relato, se dio cuenta en seguida de que su búsqueda había sido vana, pues ahora era evidente que el anciano no tenía fórmula alguna que darle. Se había vuelto inmortal, como acababa de revelarlo, por gracia especial de los dioses, y no, como Gilgamesh había imaginado, por la posesión de algún conocimiento oculto. El Dios-Sol tenía razón, y también la tenían los hombresescorpiones, al igual que la posadera; lo que buscaba nunca lo encontraría; al menos, de este lado de la tumba.
Cuando el viejo hubo terminado su historia, miró fijamente el rostro ajado y los ojos fatigados del héroe.
–Gilgamesh –le dijo bondadosamente– debes descansar un poco. Acuéstate, y duerme durante seis días y siete noches. Y no bien hubo pronunciado estas palabras, he aquí que Gilgamesh se durmió profundamente.
Entonces Utnapishtim se volvió hacia su mujer:
–Ya ves –le dijo– este hombre que quiere vivir eternamente ni siquiera puede estarse sin dormir. Cuando despierte, por supuesto que lo negará –los hombres siempre han sido mentirosos–, de modo que quiero que le des una prueba de su sueño. Por cada día que duerma, cuece una hogaza de pan y colócala junto a él. Día tras día esas hogazas se pondrán duras y se enmohecerán, y al séptimo día, cuando las vea en hilera ante sí, comprobará, por su estado, cuánto tiempo ha pasado durmiendo.
Así fue como todas las mañanas la esposa de Utnapishtim coció una hogaza, e hizo una marca en la pared para llevar cuenta de que otro día había pasado; y, naturalmente al cabo de seis días, la primera hogaza se había secado, la segunda estaba como cuero, la tercera estaba empapada, la cuarta tenía manchas, la quinta estaba llena de moho y sólo la sexta parecía fresca.
Cuando Gilgamesh se despertó, pretendió por supuesto que nunca había dormido:
–¿Qué es esto? –le dijo a Utnapishtim–, en el momento en que voy a echarme una siestesita me empujas el codo ¡y me despiertas! –Pero Utnapishtim le mostró los panes, y entonces Gilgamesh comprendió que había dormido durante seis días y siete noches.
Entonces Utnapishtim le ordenó lavarse y limpiarse, y prepararse para el viaje de regreso. Pero cuando el héroe subía ya a su bote, listo para partir la esposa de Utnapishtim se acercó.
–Utnapishtim –dijo–, no puedes enviarlo de vuelta con las manos vacías. Ha cumplido un largo viaje, con gran esfuerzo y fatiga, y debes hacerle un regalo al partir.
El anciano alzó la mirada, y contempló detenidamente al héroe:
–Gilgamesh –le dijo– te diré un secreto. En las profundidades del mar hay una planta que parece una estrellamar y tiene espinas como una rosa. ¡El hombre que de ella se apodere y la saboree recuperará su juventud!
Cuando Gilgamesh oyó estas palabras ató pesadas piedras a sus pies y se sumergió en las profundidades del mar, y allí, en el lecho del océano, encontró a la espinosa planta. Sin cuidarse de sus pinchazos la asió con sus dedos, cortó los lazos que sujetaban las piedras a sus pies, y esperó que la marea lo llevara hasta la costa.
Entonces mostró la planta a Urshanabi el botero:
–Mira –le dijo–, ¡ésta es la famosa planta llamada "Rejuvenece-barba gris"! ¡Aquel que la pruebe renueva su plazo de vida! La llevaré conmigo a Erech y haré que el pueblo la coma. ¡Al menos así tendré alguna recompensa por mis fatigas!
Luego de haber cruzado las peligrosas aguas y de tocar la tierra, Gilgamesh y su compañero iniciaron el largo viaje a pie hasta la ciudad de Erech. Cuando hubieron recorrido cincuenta leguas el sol comenzó a ponerse, y buscaron entonces un lugar donde pasar la noche. De súbito dieron con un fresco arroyuelo.
–Descansemos aquí –dijo el héroe–. Yo voy a bañarme.
Se quitó en seguida sus ropas, depositó la planta en el suelo, y se sumergió en las frescas aguas del arroyo. Pero en cuanto volvió sus espaldas, una serpiente salió del agua, y al olfatear la fragancia de la planta se la llevó consigo. Y apenas la probó, se desprendió de su vieja piel y recuperó su juventud.
Cuando Gilgamesh vio que la preciosa planta había escapado de sus manos para siempre, se sentó y lloró con amargura. Pero pronto volvió a levantarse, y resignado finalmente a compartir la suerte de toda la humanidad, volvió a la ciudad de Erech, retornando a la tierra de donde había venido.

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