5 de abril de 2009

El intérprete

Juan José Saer

Ahora me paseo por la orilla del mar, sobre una arena más lisa y más amarilla que el fuego. Cuando me paro y miro para atrás veo la guarda entrecruzada de mis pasos que atraviesa intrincadamente la playa y viene a terminar justo bajo mis pies. El borde blanco, intermitente, de espuma blanca, separa la extensión amarilla de la playa celeste del mar. Si miro el horizonte, me parece que empezaré a ver, otra vez, los barcos carniceros avanzando desde el mar hacia la costa, puntos negros primeros, filigranas llenas de coladuras más tarde, y, por último cascos panzones sosteniendo las velas y una selva de palos y de cables deslizándose rígida hacia adelante y mostrando de un modo gradual la fiebre de una muchedumbre de hombres activos. Cuando los vi, cerré los ojos porque sus pechos de piedra cintilaban, y el rumor del metal y de las voces ásperas me dejó sordo por un momento. Me avergoncé de nuestras ciudades toscas y humildes y comprendí que no eran nada ni el oro ni las esmeraldas de Ataliba (que ellos pulverizaban a martillazos buscando la pepita, como se hace con una nuez), ni los grandes corredores pavimentados y amurallados de plata, ni nuestros calendarios de piedra, inmensos, ni la guarda imperial que reaparece, una y otra vez, en las fachadas, en la vestimenta de la corte y en los cacharros.
Vi fluir desde el mar un chorro desplegado de gloria y abundancia.
Los carniceros tocaron con una cruz la frente del niño que yo era, me dieron un nombre nuevo, Felipillo, y después, lentamente, me enseñaron su lengua. La vislumbré, gradual, y hacia mí, Felipillo, las palabras avanzaron desde un horizonte en el que estaban todas empastadas, encimadas unas sobre las otras para ser, otra vez, como los barcos, puntos negros, filigranas de hierro negro, y por fin una selva de cruces, signos, palos y cables desagregándose de grumo hirviente como hormigas despavoridas de un hormiguero.
Entonces dejé de ser la criatura desnuda en cuyos ojos destelló el metal de las armaduras y en cuyos oídos resonó por primera vez el estruendo de las velas, y empecé a ser el Felipillo, el hombre dotado de una lengua doble, como la de las víboras. De mi boca sale ya la bendición, ya el veneno, ya la palabra antigua con que mi madre me llamaba al atardecer, entre las fogatas y el humo y el olor a comida que flotaba en las calles rojizas, ya esos sonidos que repercuten en mí como en un pozo seco y sin fondo. Entre las palabras que la voz le arranca a la sangre y las palabras aprendidas que la boca come ávida de la mesa de los otros, mi vida se balancea sin parar y traza una parábola que a veces borra la línea de demarcación. Me siento como atravesando una región en la hay zonas diurnas y nocturnas, alternadamente, como el gallo que canta a deshora, como el bufón que improvisaba para Ataliba, entre la risa de la corte, una canción que no estaba hecha de palabras sino únicamente de ruido.
Cuando los carniceros juzgaron a Ataliba, yo fui el intérprete. Las palabras pasaban por mí como pasa la voz del Dios por el sacerdote antes de llegar al pueblo. Yo fui la línea de blancura, inestable, agitada, que separó los dos ejércitos formidables, como la franja de espuma separa la arena amarilla del mar; y mi cuerpo el telar afiebrado donde se tejió el destino de una muchedumbre con la aguja doble de mi lengua. Las palabras salían como flechas y se clavaban en mí resonando. ¿Entendí lo mismo que me dijeron? ¿Devolví lo mismo que recibí? Cuando mis ojos, durante el juicio, se clavaban en los senos azules de la mujer de Ataliba, senos a los que la ausencia de la mano de Ataliba permitiría, tal vez, la visita de mis dedos ávidos, ¿la turbación desfiguraba el sentido de las palabras que resonaban en el recinto inmóvil? De una cosa estoy seguro: de que mi lengua fue como la bandeja doble sobre cuyos platos elásticos se asentaban cómodamente la mentira y la conspiración. Sentí el estruendo de los dos ejércitos, como dos mares que se juntan, el mar de la sangre y el agua negra del mar extranjero y ahora, en el atardecer, camino por la playa, un hombre viejo encorvado bajo la bóveda de voces enemigas que se extiende interminable sobre mis ruinas comidas por la selva.
No morí con los que murieron cuando proferí la sentencia, como un chorro de agua que se sorbe, se gargariza y después se escupe, pero tampoco vivo la vida feroz de los carniceros cuyas voces el viento me trae de noche, cuando me acuesto en la selva.
Cuando los carniceros empezaron a construir su cuidad, hicieron una pared gruesa de adobe y la pintaron de blanco. Pero una parte se desmoronó y la abandonaron. Quedó esa pared blanca en medio de un campo pelado, y a mediodía destella la luz sobre la superficie blanca que la intemperie ha mellado.
A veces me siento en el suelo y la miro, durante horas. Pienso que la lengua carnicera es para mí como esa pared, compacta, inútil y sin significado y que me enceguece cuando la luz rebota contra su cara estragada y árida. Una pared para arañar hasta que sangren los dedos o para chocar contra ella, sin una casa atrás a la que entrar para que nos defienda su sombra. No soy más que un indio viejo que vaga por la selva en silencio, entre las ruinas, y ya no suena para mí, al atardecer, la voz de mi madre llamándome al hogar por entre las fogatas y el humo y el olor a comida que flotaba en las calles de una ciudad rojiza escalonada hacia el cielo.
De La mayor, 1976

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