15 de abril de 2009

Leyendas y cuentos folklóricos

1. El folklore, ciencia e ideología
El término Volkundo (ciencia del pueblo) fue propuesto por los románticos alemanes von Arnim y Brentano, a co­mienzos del siglo XIX, para designar esa especial zona del saber humano; pero el vocablo que se universalizó, medio siglo después, fue el inglés folklore (de folk, pueblo, y lore, sabiduría) William John Thorns, bajo el seudónimo de Am­brose Merton, lo empleó por primera vez en una carta abier­ta incluida en el n° 982 de la revista Atheneum, el 22 de agosto de 1846, para referirse a “lo que en Inglaterra deno­minamos antigüedades populares o literatura popular (aun­que de paso diremos que es más lore que literatura y que podría llamarse, más correctamente, mediante el compuesto sajón folklore, the lore of the people)". Lo cierto fue que hasta fines del siglo pasado no estuvo bien delimitado el campo y el objeto específico del folklore, cuyas fronteras con la historia, la sociología, la sicología, la filosofía y la pedagogía eran imprecisas. Finalmente, se lo incluyó dentro de las ciencias antropológicas como una disciplina indepen­diente, diferenciada de la prehistoria, arqueología, etnogra­fía, etnología, antropología social, etcétera.
De cualquier modo, lo denotado por "sabiduría popu­lar” dio lugar a numerosos equívocos y discusiones, como por ejemplo si el patrimonio tradicional y popular debía estar por completo incontaminado del saber erudito; si su vigencia era exclusivamente rural o podía abarcar también hechos urbanos, etc. José Imbelloni propuso limitar el tér­mino a "aquella parte de las ciencias del hombre que abarca el saber tradicional de las clases populares dentro de las na­ciones civilizadas", traduciendo la palabra folk por vulgus y no como populus, según la terminología romana. El soció­logo Roger Bastide, en cambio, sostuvo que cada clase social tiene un patrimonio gnoseológico propio y que no es justo confundir entonces popular con plebeyo. Sin desconocer la importancia que tiene la estratificación social para una cabal comprensión de los fenómenos folklóricos, es induda­ble que todas las polémicas giran en torno a la subyacente dicotomía entre una cultura popular o vulgar, y otra eru­dita, o científica, cuyos límites no es nada fácil establecer. Sobre todo porque dependen de los presupuestos ideoló­gicos que guíen al investigador.
Los enfoques académicos suelen identificar el folklore con un acervo estático, o al menos en proceso de repliegue y extinción en todos los continentes, debido al avance de la sociedad industrial con sus nuevos medios tecnológicos de información y comunicación; los sociológicos, derivados de Durkheim y el positivismo, le reconocen una dinámica propia, incluso contestataria dentro de un régimen social injusto. Antonio Gramsci sentó premisas en tal sentido y uno de sus continuadores en la Italia actual, Lombardi Satriani, sostiene: 'En un sentido general (y por lo tanto ge­nérico) el folklore es el testimonio de un rechazo cultural y una respuesta negativa de la resistencia de las clases subal­ternas al proceso de aculturación intentado sobre ellas por las clases dominantes, con formas que enmascaran con ma­yor o menor habilidad la violencia ínsita en ellas. Consti­tuye, por consiguiente, en buena parte, una manifestación del rechazo, a menudo implícito, de las clases subalternas a ser absorbidas sin protesta en una cultura que no es la suya, sino que se dirige a ellas para someterlas" (Antropo­logía cultural. Análisis de la cultura subalterna. Buenos Ai­res, Galerna, 1975, págs. 81-82)
Un concepto básico para el estudio de los hechos fol­klóricos fue introducido por Robert Redfield en The Folk Society (American Journal of Sociology, LII, 1947) para analizar el "continuum dinámico del binomio folklore-ur­bano ''. Definió allí la sociedad folk a partir de las observa­ciones que realizara en Tepoztlán (México), desde veinte años antes como "pequeña, aislada, analfabeta y homo­génea, con gran sentido de solidaridad de grupo" porque sus integrantes solo se comunican entre ellos, directamente y por vía oral. Sus lazos familiares, organizados sobre la base del parentesco, le otorgan un carácter cerrado y de gran homogeneidad racial y cultural, en un sentido, e inter­namente aseguran que cada miembro se rija por pautas altamente convencionales, por los folkways o comportamien­tos fijados por una prolongada e íntima asociación entre sí según el sexo, edad, profesión, estatus, etc. Practican una economía de autoabastecimiento y sus actividades forman parte de una totalidad integradora, de origen sobrenatural, lo cual les impone un supersticioso temor al cambio.
Otro antropólogo norteamericano, G. M. Foster (El Im­perio de los niños, el pueblo de Tzintzuntzan. México, 1948), parte del modelo de Redfield y piensa que los tér­minos folk/urbano no deben ser polarizados exageradamen­te, olvidando la medida en que ambos se interactúan, sobre todo en los estudios de campo. Señala que ninguna cultura es indiferente al cambio, cuya dinámica, en todo caso, varía según diferentes culturas, y que Redfield confundió la au­sencia de movilidad individual con la de contactos intercul­turales. Según él, las culturas folklóricas no son grupos ais­lados, inmunes a todo contacto con lo urbano, sino el re­sultado de un largo proceso de siglos en el que abunda la realimentación entre ambos extremos y de ningún modo supone las situaciones idílicas que Redfield imaginó. En un nuevo estudio sobre Tepoztlán, de 1951, Oscar Lewis también cuestionó los criterios de Redfield y su negación de que existieran disensiones internas y factores de cambio en una aldea poco vinculada con el exterior. Redfield salió en defensa de sus conclusiones y ello produjo una intere­sante polémica (ver el Apéndice al libro de Lewis Tepoz­tlán, un pueblo de México. México, Mortiz, 1968). Estos antropólogos norteamericanos tuvieron gran influjo sobre quienes se ocuparon en nuestro país de dicha problemática, como Enrique Palavecino, Augusto Raúl Cortázar y Ciro Rene Lafón.
Como no todas las manifestaciones populares son fol­klóricas, es necesario discriminar con precisión cuáles son los rasgos que definen un hecho folklórico. En general, se acepta que dichos rasgos son: anónimo, lo cual significa que nunca lleva adscrito el nombre de un "creador", aun­que el mismo, por supuesto, siempre haya existido; colectivo, o sea aceptado por los que constituyen la comunidad; espontáneo, por oposición a las formas culturales institu­cionalizadas y que son transmitidas de modo sistemático merced al aprendizaje; en consecuencia, espontáneo impli­ca, en la mayoría de los casos, difusión oral y tradiciona­lismo, comunicación basada en la memoria colectiva; fun­cional, porque responde a alguna necesidad existente dentro del grupo folk. Pero, como ya dijimos, el patrimonio folklórico no está a salvo de contaminaciones, al punto de que entre la producción de los sectores iletrados rurales y la de los letrados urbanos hay, en diversas ocasiones y coyun­turas, mutuos intercambios, aunque los centros oficiales gocen de un prestigio y de una incidencia desigual. La suma de los bienes tradicionales compone el patrimonio cultural de un pueblo o grupo y en él no es raro hallar superviven­cias, préstamos, etc. Es decir que se presenta estratificado y conviene, por ello, clasificarlo por sectores.
En cuanto a la observación y recopilación de materiales folklóricos, ya el historiador latino Tácito, en su Germania, abunda en informes sobre costumbres ajenas y en compara­ciones entre los hábitos de diferentes pueblos no romanos. Sin embargo, la filosofía historicista fue la encargada de sus­tentar, a principios del siglo XIX, una masiva búsqueda de supervivencias culturales como consecuencia de ciertos movimientos emancipadores nacionalistas, por una parte, y al interés que la política expansionista europea ponía en el mejor conocimiento de las regiones que se disponía a some­ter por otra.

2. El folklore literario
El sector del folklore que podemos calificar como lite­rario está constituido por mensajes lingüísticos, enunciables discursivamente o cantables, que presentan, por supuesto, aquellos rasgos antes mencionados como distintivos de los hechos folklóricos: anonimia, popularidad, vigencia colec­tiva y tradicional, localización regional y oralidad. Según sus características secundarias, podemos designarlos con una terminología procedente de los estudios literarios, co­mo casos, cuentos, leyendas, romances, coplas, etc. Pero nunca debemos olvidar que, a diferencia de la literatura es­crita, aquellos mensajes no siempre están ligados a necesi­dades artísticas desinteresadas o a mero entretenimiento. Suelen responder a funciones religiosas, mágicas, rituales, etc., de acuerdo con las épocas, lugares y culturas de que se trate. Dentro de ese variado conjunto elegimos un sector, el de los mensajes narrativos (mitos, cuentos, leyendas), cuya índole y particularidades han sufrido frecuentes inter­pretaciones.
Con el historicismo romántico aparecen los primeros in­tentos de explicar el origen de los cuentos folklóricos. Se trata de teorías monogenistas, que buscan un origen único: los hermanos Jacobo y Guillermo Grimm, refiriéndose ex­clusivamente al folklore occidental, sostienen que su matriz es aria o indoeuropea y que se trata de antiguos mitos desacralizados, en la segunda edición de Kinder-und Hausmar-chen (Cuentos maravillosos infantiles y hogareños, 1819). Teodoro Benfey, al presentar su edición del Pantchatantra (1859), formula la opinión de que su cuna estuvo en India y que desde allí se expandieron en varias etapas y siguiendo diversos caminos: por tradición oral hasta el siglo X; desde entonces, por textos escritos bajo influencia islámica y cu­yas traslaciones al persa y al arábigo penetraron en Europa por Bizancio, Italia o España, excepto ciertos cuentos de animales (los derivados de Esopo). Posteriormente, Elliot Smith reivindica para Egipto el rol de centro original de difusión. El investigador Max Müller, basándose en las opi­niones de los hermanos Grimm, completa tal posición con su método filológico (se remonta del etimon al logos) y su interpretación astral, según la cual detrás de todo cuento popular existen creencias cosmogónicas.
En la segunda mitad del siglo pasado, el auge de la filo­sofía positivista y evolucionista facilita el surgimiento de teorías poligenistas, para las cuales los cuentos son super­vivencias de estadios salvajes o bárbaros, superados luego por una escala de progresión civilizadora cuya culminación era, para ellos, la Inglaterra victoriana. Andrew Lang afirma que los cuentos nacieron en diversos lugares geográficos, pero de mentalidades que estaban en el mismo nivel cultural primitivo y de ahí que hubiera entre ellos llamativas equi­valencias, posteriormente refinadas por la civilización. Su esquema concibe que los cuentos aparecen en la etapa "sal­vaje", se convierten luego en cuentos populares de campesinos y derivan de ahí hacia la literatura heroica de la Antigüedad o hacia las versiones estilizadas de Perrault y otros escritores. En La formación de las leyendas (1912), Van Gennep, poseedor de una amplia información antropoló­gica, en especial sobre los nativos australianos, relaciona la narrativa más arcaica con el totemismo y los rituales asociados con él. Pierre Saint Yves, en 1923 y a propósito de los, cuentos de Perrault, formula su teoría de que esos argu­mentos provienen de viejos rituales vinculados con la sucesión de las estaciones o con ceremonias de iniciación.
Del romanticismo arranca uno de los métodos de inves­tigación que más han modelado el estudio del folklore li­terario en la actualidad: el histórico-geográfico o de la es­cuela fineza. La búsqueda de una identidad y tradición na­cionales eran acuciantes en un territorio como Finlandia, sometido a la dominación sueca desde el siglo XI. A esa ta­rea se abocó un hombre de origen humilde, Elias Lonnrot, quien recorrió sin cesar las aldeas de su patria recogiendo el testimonio oral de los laulajat (ancianos rapsodas) sobre los principales héroes míticos y los agrupó luego en un con­junto épico de XXXII cantos al que tituló Kalevala (1835), casi duplicado en su segunda edición, de 1849, con nuevos testimonios. Sobre ese texto trabajó Julius Krohon, usando una técnica propia que le permitía comparar las distintas versiones, desglosar ciertos motivos y seguir su posible gé­nesis y transmisión. Su hijo Kaarle perfeccionó dicho mé­todo, que expuso en su obra El método del trabajo folkló­rico (Osle 1926) y lo aplicó a las historias de animales.
Además, la necesidad de contar con el más amplio reper­torio de versiones lo impulsó a fundar, en 1907, una Fede­ración de Folkloristas internacional, con sede en Helsinski, conocida por la ininterrumpida publicación de trabajos monográficos desde 1910: los Folklore Fellows Communi­cations (FFC).
Fue un norteamericano, sin embargo, el encargado de sis­tematizar mejor las posibilidades del método histórico geo­gráfico: el profesor Stith Thompson. Discípulo de los maes­tros finlandeses, su aporte importante fue ampliar la clasifi­cación de cuentos-tipo maravillosos publicada por Antti Aarne en 1910 (era la tercera entrega de los FFC) que dio origen a Los tipos del cuento popular. Clasificación y bi­bliografía (FFC n» . 74, 1928). Editó luego, entre 1932 y 1936, su famoso Índice de motivos de la literatura folkló­rica. Una clasificación de la narrativa en cuentos folklóricos, baladas, mitos, fábulas, romances medievales, ejemplos, fa­bliaux, chistes y leyendas locales, que constaba de 6 volú­menes y que amplió por ejemplo con material hispano­americano en la segunda edición, de Copenhague, 1955-1959. Fue Presidente de la Asociación Americana de Fol­klore (1937-1940) y dirigió desde 1939 las Folklore series de la Universidad estadounidense de Indiana. Su estudio más abarcador sobre el tema apareció en 1946 bajo el título de El cuento folklórico.
Sintetizando la exposición de Augusto Raúl Cortázar en Folklore y literatura (Buenos Aires, Eudeba, 1964, págs. 95-104), diremos que el método respeta los siguientes prin­cipios básicos: reunión del mayor número posible de ver­siones de un cuento, anotarlo con símbolos sencillos y cla­ros, acotar todos los datos referentes al lugar (geográfico) y momento (cronológico) de su recolección; desglosar el cuento en sus motivos, definidos por Thompson como "el elemento más pequeño [con autonomía de sentido] en que el análisis puede subdividir un tipo de cuento"; comparar los motivos en las diferentes versiones, hasta determinar la forma típica de cada región y época; jerarquizar los motivos (principales y secundarios) e independizarlos según com­plejos de motivos y secuencias; determinar el arquetipo de todas las versiones, entendido ya como forma narrativa comprobada, ya como forma hipotética reconstruida teóri­camente, y al que von Sydow llamó oicotipo (forma origi­naria propia de un área nacional, provincial, regional, etc.);deducir leyes generales acerca del comportamiento de los cuentos folklóricos a través del espacio y del tiempo; con­cluir, con todos los datos del análisis anterior y una vasta erudición histórico-literaria, la probable fecha y lugar ori­ginarios de un cuento-tipo.
La investigación histórico-geográfica tuvo numerosos adeptos. Contra sus clasificaciones por asuntos o motivos se rebeló, en un estudio que acabaría haciéndose célebre, el ruso Vladimir Propp. Nos referimos a Morfología del cuento (Leningrado, 1928) que aprovechó criterios propios del formalismo ruso. Por eso afirma en principio su autor, con términos tomados a Chlovski, que el estudio descriptivo es previo a la fase genética y que "en tanto no exista un estudio morfológico valedero, no existirá tampoco un es­tudio histórico valedero''. Su propuesta de análisis abarca las funciones cumplidas por los personajes hasta determinar para un tipo de cuento (el de hadas o maravilloso) un núme­ro de funciones constantes, independientes de quiénes y cómo las cumplen, pero necesarias por razones lógico-esté­ticas., sus reglas de concatenación, las motivaciones de los actores, sus formas de aparición y atributos. Finalmente, deduce que son siete los actuantes y treinta y una las fun­ciones imprescindibles en aquel tipo de cuento, al que de­fine como "todo proceso que, partiendo de un daño (X) o de una falta (x), llega, después de haber pasado por funciones intermedias, a bodas (N) u otras funciones utilizadas como desenlace" y que supone, en el curso de la acción, el empleo de objetos o auxiliares mágicos. Sólo una vez es­tablecidos el modelo y las pautas de transformación de un tipo de cuento sería válido plantearse la cuestión de sus orígenes.
A eso dedica un volumen complementario el mismo Propp que titula Las raíces históricas del cuento (Madrid, Fundamentos, 1974). Comienza allí señalando las limita­ciones del método finés, porque aísla y compara motivos sin referirlos al contexto social generador, cuando en ellos suele haber justamente resabios de instituciones, ritos o costumbres pretéritos. Por ejemplo, la secuencia de que el héroe vaya a buscar mujer a tierras lejanas está vinculada con la exogamia. Es claro que tales ritos o supervivencias suelen aparecer en los cuentos folklóricos transpuestos e incluso invertidos respecto de su significación original: el héroe que rescata a la joven destinada como ofrenda para que los dioses fertilicen la tierra, hubiese merecido un cas­tigo dentro de una comunidad respetuosa de sus rituales. A continuación, estudia en detalle cómo las prácticas de iniciación y las representaciones o viajes al mundo de ultra­tumba reaparecen en los cuentos maravillosos. Para Propp, aquéllas formarían parte del subsuelo originario de esta clase de cuentos y se las reconoce detrás de diversos moti­vos (la expulsión o alejamiento de los niños al bosque; los héroes maltratados por una hechicera; las amputaciones, etc.), así como identifica con los viajes al más allá otros episodios: el bosque como entrada a otro reino; el regreso de los difuntos; los raptos, en especial de doncellas; los via­jes prolongados y dificultosos, etc. La suma de estos dos ciclos proveería, pues, los elementos claves del Märchen. Al final de esa minuciosa indagación, Propp se pregunta: "¿Qué hemos encontrado? Hemos hallado que la unidad de composición del cuento no debe buscarse en ciertas parti­cularidades de la psiquis humana, ni en una particularidad de la creación artística, sino que está en la realidad histórica del pasado. Lo que hoy día se narra, en otra época se hacía, se representaba, y lo que no se hacía era imaginado". Por tanto, el cuento maravilloso 'consta de elementos que se remontan a fenómenos y a representaciones existentes en la sociedad anterior a las castas", posteriormente alterados o tergiversados por su repetición, ya extraritual, en otras condiciones histórico-sociales y geográficas.
La escuela psicoanalítica, por último, considera al fol­klore humano un medio de elaboración simbólica a través del lenguaje mágico-afectivo, semejante al de los sueños. Las raíces del cuento están, a su juicio, en sueños y deseos in­fantiles reprimidos, en impulsos subconscientes, angustias, etc. Freud halló que la influencia de la afectividad y el de­seo sobre la imaginación producían la aparición de comple­jos que adquirían manifestación colectiva al concretarse en relatos compensadores: el incesto de Edipo; el viaje al más allá (Orfeo) o por los aires (Icaro), la invisibilidad (Giges), etc. En general, su lectura de los materiales narrativos tra­dicionales privilegió la búsqueda de simbología sexual. Un buen ejemplo es la interpretación de Erich Fromm (en El lenguaje olvidado. Buenos Aires, Hachette, 1951) de Caperucita Roja como símbolo de la menstruación, del mo­mento en que la niña se transforma en mujer y debe afron­tar su vida sexual adulta. Las advertencias de "no salirse del camino" y de “no caerse y romper la botella" son claras prevenciones contra la pérdida de la virginidad y toda la historia hace del acto sexual un acto de canibalismo en que el macho devora a la hembra. El castigo final del lobo, sin embargo, otorga la victoria definitiva a las mujeres, "exac­tamente al revés de lo que ocurre en el mito de Edipo".

3. Caracteres y ejemplos de la narrativa folklórica
Los especialistas coinciden, hoy día, en aceptar que los cuentos tradicionales o folklóricos ofrecen una serie de ras­gos estilísticos constantes: la presencia de pocos personajes, cuyo comportamiento o actitudes los vuelven paradigmá­ticos, las escasas referencias descriptivas, porque fijarían la acción a un medio o un momento determinados; la traba­zón precisa de los sucesos en series o encadenamientos de motivos, etc. Pero lo decisivo, en cuanto al estilo, es que, salvo los cuentos que han sido recogidos y reelaborados en mayor o menor medida - por escritores, su destino es ser dichos y escuchados. Lo cual supone componentes de la situación comunicativa que no se conservan ni en la mejor trascripción: gestos corporales y matices de entonación de parte del narrador y reacciones emotivas del auditorio; fórmulas consagradas de apertura o de cierre; repeticiones emotivas del auditorio; repeticiones más o menos ritualizadas que duplican, triplican o cuatriplican ciertos hechos; las polarizaciones antinómicas que facilitan una rápida captación del mensaje: joven vs. viejo, bueno vs. malo, ingenioso vs. torpe, etc. Reconociendo todo lo anterior, Susana Chertudi concluye en su monografía El cuento folklórico (Bue­nos Aires, Centro Editor de América Latina, Enciclopedia Literaria 1005, 1967) que se lo puede definir como "una obra literaria anónima, de extensión relativamente breve, que narra sucesos ficticios y vive en variantes de la tradición oral". Ese carácter ficticio los aleja simultáneamente de las otras especies narrativas del folklore literario, como el mito, la leyenda, las tradiciones y los casos, todos los cuales refieren sucesos considerados verdaderos y ocurridos, sea en un pasado remoto, originario, sea en otro más reciente y próximo.
En cuanto a las clasificaciones de los mismos, Thompson completó con las siguientes denominaciones, y su respecti­va numeración, las de Aarne: 1) cuentos de animales (de 1 a 299); 2) cuentos comunes maravillosos (300-749); religio­sos (750-849), novelescos (850-999), del ogro tonto (1000-1199); 3) chistes e historietas (1200-1299); 4) cuentos con fórmulas (2000-2399). A ella nos ajustamos, en términos generales, para agrupar los ejemplos de la siguiente antolo­gía. El primer grupo está formado por relatos míticos que! se desarrollan en un estadio del que derivó el orden vigen­te, o al menos algunas de sus partes, e intervienen en ellos! seres heroicos o semidioses. El relato de la Creación del mundo fue recogido por Costa Argüedas de un indígena yampara del Departamento de Chuquisaca (Bolivia) y el si­guiente lo oyó Antonio Paredes Candía en la región de los Chibchas, Departamento de Potosí. Ambos figuran en Li­teratura folklórica (recogida de la tradición oral boliviana), La Paz, 1953. Los siguientes están vinculados con el fuego, aunque el primero dedique más atención al origen de un con­tinente: se trata de un antiguo relato maorí protagonizado por Maui, uno de los grandes héroes culturales de la Poline­sia. El resto es un pasaje del libro Mitos sobre el origen del fuego (1930), de Sir George Frazer, quien tomó las versio­nes, respectivamente, de G. M. Sproad (Escenas y estudios de la vida salvaje, tondres, 1868); Franz Boas (Sagas indíge­nas del Pacífico norteamericano, Berlín, 1895) y G. Hunt (Mitos de los Nootka, Washington, 1916).
La segunda sección incluye varias leyendas (sagen o local tradition) que dan cuenta de hechos prodigiosos, extraordinarios, sucedidos en otro tiempo. La primera es una epo­peya babilonia, sin duda la historia más popular del Cerca­no Oriente antiguo y muchos de cuyos motivos (encuen­tro de Gilgamesh, el héroe, con el vagabundo; papel del Im­postor; derrota del Ogro, etc.) han pasado al folklore uni­versal. Data de unos 4.000 años y fue escrita con caracteres cuneiformes, en pequeñas tabletas de arcilla. Como contra­punto, incluimos ese antiguo cuento hindú, en parte hu­morístico y en parte satírico, del alfarero antihéroe –o hé­roe por accidente que figura en Cabalgata con el sol (Sud­americana, 1960), antología de cuentos populares de los países integrantes de las Naciones Unidas. Otros dos se re­fieren al patriarca Moisés y pertenecen a la tradición hebrai­ca. Las últimas son leyendas religiosas producidas por la ra­dicación del cristianismo en América: una fue recogida por la señora Delia Arias, agregada cultural de la legación pana­meña ante las Naciones Unidas y publicada en la colección antedicha; la segunda figura en Mitos, leyendas y cuentos peruanos, de José M. Argüedas y Francisco Izquierdo Ríos (Casa de la cultura del Perú, Lima, 1970) como provenien­te de la región selvática de ese país.
Lo que llaman los alemanes Märchen, los franceses conte popularaire (variedad conté de fées) y en Inglaterra fairy tale (o household tale) es el cuento popular por antonomasia, cuento de hadas o mágico que ocurre en un mundo indefinido donde rigen leyes inexplicables. Nuestros ejem­plos tienen diversa procedencia: Historia del caballo mági­co pertenece al núcleo inicial de Las mil y una noches, tra­ducción árabe de un libro persa de origen indio; la Ceni­cienta, a la colección de los hermanos Grimm; las dos ver­siones siguientes tienen, sin duda, una fuente común e ilus­tran los caracteres que ha adoptado en Europa oriental (Bielorrusia) y occidental (España) ese cuento mágico muy di­fundido luego en América, cuyo protagonista se convierte en poseedor de varios objetos encantados: palacio, cachi­porra, asiento, naipes, bolsa, etc., según los casos. Lisandro y Abel fue recogido por Susana Chertudi en Santiago del Estero y enlaza motivos como el de la profecía o anunció sobrenatural, el de la princesa rescatada y el del muerto agradecido. Otro cuento, recopilado por Aurelio Espinosa en sus Cuentos populares españoles (tomo I), presenta la dicotomía entre los hermanos tonto y. astuto comprome­tidos en superar un mismo obstáculo (ahí la malicia del amo), un mecanismo estructural muy repetido. El último es popular irlandés, según Gonzalo Menéndez Pidal y Elisa Bernis en Antología de cuentos de la literatura universal (Barcelona, Labor, 1954).
El cuento explicativo (explanatory tale, natursage o pourquoi story) tiene rasgos comunes con la leyenda, pero se diferencia de ella en que da razón de un aspecto limitado , de la naturaleza: sea el origen de un accidente geográfico (Argüedas y Ríos incluyen Origen de la laguna de Pomacochas, en la colección de ambos citada, entre las leyendas del Amazonas); sea el de algún animal, instrumento, bebida o modo de preparar alimentos: cuentos haussa, yoruba y basuto de la famosa Antología negra de Blaise Cendrars.

Los cuentos animalísticos se basan, generalmente, en algún tipo de relación entre diversas especies con fines humorísticos. Los cuatro primeros ejemplos provienen de los her­manos Grimm y prueban que aquella relación puede ser agresiva (El gato y el ratón; El lobo y las siete cabritas) o amistosa (El perro y el gorrión; La zorra y el caballo). Tam­bién suelen oponer el ingenio a la torpeza o ingenuidad, co­mo El tigre y el zorro y Juan y el suri (o cría del ñandú) to­mados también de Cuentos folklóricos de la Argentina, Pri­mera serie. Introducción, clasificación y notas de Susana Chertudi. Buenos Aires, Instituto Nacional de Filología y Folklore, 1960. Los siguientes fueron recogidos en Folklo­re portorriqueño (Madrid, 1926) por Rafael Ramírez de Arellano y La hormiguita nos pone en contacto con un tipo particular de estructura narrativa, acumulativa, que debe­mos diferenciar de la puramente reiterativa de los "cuen­tos de nunca acabar" (el de la Buena Pipa). Cierran nuestra antología un grupo de fábulas y cuentos en que suelen intervenir animales y cuyo desenlace es aprovechado siempre j con una finalidad moralizadera. Dado que esa actitud es tan antigua como el cuento mismo, seleccionamos un relato hitita que ese pueblo de Asia Menor incluía anualmente en una fiesta ritual destinada a conjurar el desborde de los ríos (en­carnados por el monstruo) y otros del Pantchatantra, colección hindú de principios del siglo VI cuyos materiales pro­cedían en gran parte de Esopo y se derramaron luego, gene­rosamente, por el mundo entero.

Dragoski, Graciela y Romano, Eduardo, Estudio preliminar y selección en Leyendas y cuentos folklóricos, Biblioteca Básica Universal Nº 146, Buenos Aires, Centro Editor de América 1981.

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