1. El folklore, ciencia e ideología
El término Volkundo (ciencia del pueblo) fue propuesto por los románticos alemanes von Arnim y Brentano, a comienzos del siglo XIX, para designar esa especial zona del saber humano; pero el vocablo que se universalizó, medio siglo después, fue el inglés folklore (de folk, pueblo, y lore, sabiduría) William John Thorns, bajo el seudónimo de Ambrose Merton, lo empleó por primera vez en una carta abierta incluida en el n° 982 de la revista Atheneum, el 22 de agosto de 1846, para referirse a “lo que en Inglaterra denominamos antigüedades populares o literatura popular (aunque de paso diremos que es más lore que literatura y que podría llamarse, más correctamente, mediante el compuesto sajón folklore, the lore of the people)". Lo cierto fue que hasta fines del siglo pasado no estuvo bien delimitado el campo y el objeto específico del folklore, cuyas fronteras con la historia, la sociología, la sicología, la filosofía y la pedagogía eran imprecisas. Finalmente, se lo incluyó dentro de las ciencias antropológicas como una disciplina independiente, diferenciada de la prehistoria, arqueología, etnografía, etnología, antropología social, etcétera.
De cualquier modo, lo denotado por "sabiduría popular” dio lugar a numerosos equívocos y discusiones, como por ejemplo si el patrimonio tradicional y popular debía estar por completo incontaminado del saber erudito; si su vigencia era exclusivamente rural o podía abarcar también hechos urbanos, etc. José Imbelloni propuso limitar el término a "aquella parte de las ciencias del hombre que abarca el saber tradicional de las clases populares dentro de las naciones civilizadas", traduciendo la palabra folk por vulgus y no como populus, según la terminología romana. El sociólogo Roger Bastide, en cambio, sostuvo que cada clase social tiene un patrimonio gnoseológico propio y que no es justo confundir entonces popular con plebeyo. Sin desconocer la importancia que tiene la estratificación social para una cabal comprensión de los fenómenos folklóricos, es indudable que todas las polémicas giran en torno a la subyacente dicotomía entre una cultura popular o vulgar, y otra erudita, o científica, cuyos límites no es nada fácil establecer. Sobre todo porque dependen de los presupuestos ideológicos que guíen al investigador.
Los enfoques académicos suelen identificar el folklore con un acervo estático, o al menos en proceso de repliegue y extinción en todos los continentes, debido al avance de la sociedad industrial con sus nuevos medios tecnológicos de información y comunicación; los sociológicos, derivados de Durkheim y el positivismo, le reconocen una dinámica propia, incluso contestataria dentro de un régimen social injusto. Antonio Gramsci sentó premisas en tal sentido y uno de sus continuadores en la Italia actual, Lombardi Satriani, sostiene: 'En un sentido general (y por lo tanto genérico) el folklore es el testimonio de un rechazo cultural y una respuesta negativa de la resistencia de las clases subalternas al proceso de aculturación intentado sobre ellas por las clases dominantes, con formas que enmascaran con mayor o menor habilidad la violencia ínsita en ellas. Constituye, por consiguiente, en buena parte, una manifestación del rechazo, a menudo implícito, de las clases subalternas a ser absorbidas sin protesta en una cultura que no es la suya, sino que se dirige a ellas para someterlas" (Antropología cultural. Análisis de la cultura subalterna. Buenos Aires, Galerna, 1975, págs. 81-82)
Un concepto básico para el estudio de los hechos folklóricos fue introducido por Robert Redfield en The Folk Society (American Journal of Sociology, LII, 1947) para analizar el "continuum dinámico del binomio folklore-urbano ''. Definió allí la sociedad folk a partir de las observaciones que realizara en Tepoztlán (México), desde veinte años antes como "pequeña, aislada, analfabeta y homogénea, con gran sentido de solidaridad de grupo" porque sus integrantes solo se comunican entre ellos, directamente y por vía oral. Sus lazos familiares, organizados sobre la base del parentesco, le otorgan un carácter cerrado y de gran homogeneidad racial y cultural, en un sentido, e internamente aseguran que cada miembro se rija por pautas altamente convencionales, por los folkways o comportamientos fijados por una prolongada e íntima asociación entre sí según el sexo, edad, profesión, estatus, etc. Practican una economía de autoabastecimiento y sus actividades forman parte de una totalidad integradora, de origen sobrenatural, lo cual les impone un supersticioso temor al cambio.
Otro antropólogo norteamericano, G. M. Foster (El Imperio de los niños, el pueblo de Tzintzuntzan. México, 1948), parte del modelo de Redfield y piensa que los términos folk/urbano no deben ser polarizados exageradamente, olvidando la medida en que ambos se interactúan, sobre todo en los estudios de campo. Señala que ninguna cultura es indiferente al cambio, cuya dinámica, en todo caso, varía según diferentes culturas, y que Redfield confundió la ausencia de movilidad individual con la de contactos interculturales. Según él, las culturas folklóricas no son grupos aislados, inmunes a todo contacto con lo urbano, sino el resultado de un largo proceso de siglos en el que abunda la realimentación entre ambos extremos y de ningún modo supone las situaciones idílicas que Redfield imaginó. En un nuevo estudio sobre Tepoztlán, de 1951, Oscar Lewis también cuestionó los criterios de Redfield y su negación de que existieran disensiones internas y factores de cambio en una aldea poco vinculada con el exterior. Redfield salió en defensa de sus conclusiones y ello produjo una interesante polémica (ver el Apéndice al libro de Lewis Tepoztlán, un pueblo de México. México, Mortiz, 1968). Estos antropólogos norteamericanos tuvieron gran influjo sobre quienes se ocuparon en nuestro país de dicha problemática, como Enrique Palavecino, Augusto Raúl Cortázar y Ciro Rene Lafón.
Como no todas las manifestaciones populares son folklóricas, es necesario discriminar con precisión cuáles son los rasgos que definen un hecho folklórico. En general, se acepta que dichos rasgos son: anónimo, lo cual significa que nunca lleva adscrito el nombre de un "creador", aunque el mismo, por supuesto, siempre haya existido; colectivo, o sea aceptado por los que constituyen la comunidad; espontáneo, por oposición a las formas culturales institucionalizadas y que son transmitidas de modo sistemático merced al aprendizaje; en consecuencia, espontáneo implica, en la mayoría de los casos, difusión oral y tradicionalismo, comunicación basada en la memoria colectiva; funcional, porque responde a alguna necesidad existente dentro del grupo folk. Pero, como ya dijimos, el patrimonio folklórico no está a salvo de contaminaciones, al punto de que entre la producción de los sectores iletrados rurales y la de los letrados urbanos hay, en diversas ocasiones y coyunturas, mutuos intercambios, aunque los centros oficiales gocen de un prestigio y de una incidencia desigual. La suma de los bienes tradicionales compone el patrimonio cultural de un pueblo o grupo y en él no es raro hallar supervivencias, préstamos, etc. Es decir que se presenta estratificado y conviene, por ello, clasificarlo por sectores.
En cuanto a la observación y recopilación de materiales folklóricos, ya el historiador latino Tácito, en su Germania, abunda en informes sobre costumbres ajenas y en comparaciones entre los hábitos de diferentes pueblos no romanos. Sin embargo, la filosofía historicista fue la encargada de sustentar, a principios del siglo XIX, una masiva búsqueda de supervivencias culturales como consecuencia de ciertos movimientos emancipadores nacionalistas, por una parte, y al interés que la política expansionista europea ponía en el mejor conocimiento de las regiones que se disponía a someter por otra.
De cualquier modo, lo denotado por "sabiduría popular” dio lugar a numerosos equívocos y discusiones, como por ejemplo si el patrimonio tradicional y popular debía estar por completo incontaminado del saber erudito; si su vigencia era exclusivamente rural o podía abarcar también hechos urbanos, etc. José Imbelloni propuso limitar el término a "aquella parte de las ciencias del hombre que abarca el saber tradicional de las clases populares dentro de las naciones civilizadas", traduciendo la palabra folk por vulgus y no como populus, según la terminología romana. El sociólogo Roger Bastide, en cambio, sostuvo que cada clase social tiene un patrimonio gnoseológico propio y que no es justo confundir entonces popular con plebeyo. Sin desconocer la importancia que tiene la estratificación social para una cabal comprensión de los fenómenos folklóricos, es indudable que todas las polémicas giran en torno a la subyacente dicotomía entre una cultura popular o vulgar, y otra erudita, o científica, cuyos límites no es nada fácil establecer. Sobre todo porque dependen de los presupuestos ideológicos que guíen al investigador.
Los enfoques académicos suelen identificar el folklore con un acervo estático, o al menos en proceso de repliegue y extinción en todos los continentes, debido al avance de la sociedad industrial con sus nuevos medios tecnológicos de información y comunicación; los sociológicos, derivados de Durkheim y el positivismo, le reconocen una dinámica propia, incluso contestataria dentro de un régimen social injusto. Antonio Gramsci sentó premisas en tal sentido y uno de sus continuadores en la Italia actual, Lombardi Satriani, sostiene: 'En un sentido general (y por lo tanto genérico) el folklore es el testimonio de un rechazo cultural y una respuesta negativa de la resistencia de las clases subalternas al proceso de aculturación intentado sobre ellas por las clases dominantes, con formas que enmascaran con mayor o menor habilidad la violencia ínsita en ellas. Constituye, por consiguiente, en buena parte, una manifestación del rechazo, a menudo implícito, de las clases subalternas a ser absorbidas sin protesta en una cultura que no es la suya, sino que se dirige a ellas para someterlas" (Antropología cultural. Análisis de la cultura subalterna. Buenos Aires, Galerna, 1975, págs. 81-82)
Un concepto básico para el estudio de los hechos folklóricos fue introducido por Robert Redfield en The Folk Society (American Journal of Sociology, LII, 1947) para analizar el "continuum dinámico del binomio folklore-urbano ''. Definió allí la sociedad folk a partir de las observaciones que realizara en Tepoztlán (México), desde veinte años antes como "pequeña, aislada, analfabeta y homogénea, con gran sentido de solidaridad de grupo" porque sus integrantes solo se comunican entre ellos, directamente y por vía oral. Sus lazos familiares, organizados sobre la base del parentesco, le otorgan un carácter cerrado y de gran homogeneidad racial y cultural, en un sentido, e internamente aseguran que cada miembro se rija por pautas altamente convencionales, por los folkways o comportamientos fijados por una prolongada e íntima asociación entre sí según el sexo, edad, profesión, estatus, etc. Practican una economía de autoabastecimiento y sus actividades forman parte de una totalidad integradora, de origen sobrenatural, lo cual les impone un supersticioso temor al cambio.
Otro antropólogo norteamericano, G. M. Foster (El Imperio de los niños, el pueblo de Tzintzuntzan. México, 1948), parte del modelo de Redfield y piensa que los términos folk/urbano no deben ser polarizados exageradamente, olvidando la medida en que ambos se interactúan, sobre todo en los estudios de campo. Señala que ninguna cultura es indiferente al cambio, cuya dinámica, en todo caso, varía según diferentes culturas, y que Redfield confundió la ausencia de movilidad individual con la de contactos interculturales. Según él, las culturas folklóricas no son grupos aislados, inmunes a todo contacto con lo urbano, sino el resultado de un largo proceso de siglos en el que abunda la realimentación entre ambos extremos y de ningún modo supone las situaciones idílicas que Redfield imaginó. En un nuevo estudio sobre Tepoztlán, de 1951, Oscar Lewis también cuestionó los criterios de Redfield y su negación de que existieran disensiones internas y factores de cambio en una aldea poco vinculada con el exterior. Redfield salió en defensa de sus conclusiones y ello produjo una interesante polémica (ver el Apéndice al libro de Lewis Tepoztlán, un pueblo de México. México, Mortiz, 1968). Estos antropólogos norteamericanos tuvieron gran influjo sobre quienes se ocuparon en nuestro país de dicha problemática, como Enrique Palavecino, Augusto Raúl Cortázar y Ciro Rene Lafón.
Como no todas las manifestaciones populares son folklóricas, es necesario discriminar con precisión cuáles son los rasgos que definen un hecho folklórico. En general, se acepta que dichos rasgos son: anónimo, lo cual significa que nunca lleva adscrito el nombre de un "creador", aunque el mismo, por supuesto, siempre haya existido; colectivo, o sea aceptado por los que constituyen la comunidad; espontáneo, por oposición a las formas culturales institucionalizadas y que son transmitidas de modo sistemático merced al aprendizaje; en consecuencia, espontáneo implica, en la mayoría de los casos, difusión oral y tradicionalismo, comunicación basada en la memoria colectiva; funcional, porque responde a alguna necesidad existente dentro del grupo folk. Pero, como ya dijimos, el patrimonio folklórico no está a salvo de contaminaciones, al punto de que entre la producción de los sectores iletrados rurales y la de los letrados urbanos hay, en diversas ocasiones y coyunturas, mutuos intercambios, aunque los centros oficiales gocen de un prestigio y de una incidencia desigual. La suma de los bienes tradicionales compone el patrimonio cultural de un pueblo o grupo y en él no es raro hallar supervivencias, préstamos, etc. Es decir que se presenta estratificado y conviene, por ello, clasificarlo por sectores.
En cuanto a la observación y recopilación de materiales folklóricos, ya el historiador latino Tácito, en su Germania, abunda en informes sobre costumbres ajenas y en comparaciones entre los hábitos de diferentes pueblos no romanos. Sin embargo, la filosofía historicista fue la encargada de sustentar, a principios del siglo XIX, una masiva búsqueda de supervivencias culturales como consecuencia de ciertos movimientos emancipadores nacionalistas, por una parte, y al interés que la política expansionista europea ponía en el mejor conocimiento de las regiones que se disponía a someter por otra.
2. El folklore literario
El sector del folklore que podemos calificar como literario está constituido por mensajes lingüísticos, enunciables discursivamente o cantables, que presentan, por supuesto, aquellos rasgos antes mencionados como distintivos de los hechos folklóricos: anonimia, popularidad, vigencia colectiva y tradicional, localización regional y oralidad. Según sus características secundarias, podemos designarlos con una terminología procedente de los estudios literarios, como casos, cuentos, leyendas, romances, coplas, etc. Pero nunca debemos olvidar que, a diferencia de la literatura escrita, aquellos mensajes no siempre están ligados a necesidades artísticas desinteresadas o a mero entretenimiento. Suelen responder a funciones religiosas, mágicas, rituales, etc., de acuerdo con las épocas, lugares y culturas de que se trate. Dentro de ese variado conjunto elegimos un sector, el de los mensajes narrativos (mitos, cuentos, leyendas), cuya índole y particularidades han sufrido frecuentes interpretaciones.
Con el historicismo romántico aparecen los primeros intentos de explicar el origen de los cuentos folklóricos. Se trata de teorías monogenistas, que buscan un origen único: los hermanos Jacobo y Guillermo Grimm, refiriéndose exclusivamente al folklore occidental, sostienen que su matriz es aria o indoeuropea y que se trata de antiguos mitos desacralizados, en la segunda edición de Kinder-und Hausmar-chen (Cuentos maravillosos infantiles y hogareños, 1819). Teodoro Benfey, al presentar su edición del Pantchatantra (1859), formula la opinión de que su cuna estuvo en India y que desde allí se expandieron en varias etapas y siguiendo diversos caminos: por tradición oral hasta el siglo X; desde entonces, por textos escritos bajo influencia islámica y cuyas traslaciones al persa y al arábigo penetraron en Europa por Bizancio, Italia o España, excepto ciertos cuentos de animales (los derivados de Esopo). Posteriormente, Elliot Smith reivindica para Egipto el rol de centro original de difusión. El investigador Max Müller, basándose en las opiniones de los hermanos Grimm, completa tal posición con su método filológico (se remonta del etimon al logos) y su interpretación astral, según la cual detrás de todo cuento popular existen creencias cosmogónicas.
En la segunda mitad del siglo pasado, el auge de la filosofía positivista y evolucionista facilita el surgimiento de teorías poligenistas, para las cuales los cuentos son supervivencias de estadios salvajes o bárbaros, superados luego por una escala de progresión civilizadora cuya culminación era, para ellos, la Inglaterra victoriana. Andrew Lang afirma que los cuentos nacieron en diversos lugares geográficos, pero de mentalidades que estaban en el mismo nivel cultural primitivo y de ahí que hubiera entre ellos llamativas equivalencias, posteriormente refinadas por la civilización. Su esquema concibe que los cuentos aparecen en la etapa "salvaje", se convierten luego en cuentos populares de campesinos y derivan de ahí hacia la literatura heroica de la Antigüedad o hacia las versiones estilizadas de Perrault y otros escritores. En La formación de las leyendas (1912), Van Gennep, poseedor de una amplia información antropológica, en especial sobre los nativos australianos, relaciona la narrativa más arcaica con el totemismo y los rituales asociados con él. Pierre Saint Yves, en 1923 y a propósito de los, cuentos de Perrault, formula su teoría de que esos argumentos provienen de viejos rituales vinculados con la sucesión de las estaciones o con ceremonias de iniciación.
Del romanticismo arranca uno de los métodos de investigación que más han modelado el estudio del folklore literario en la actualidad: el histórico-geográfico o de la escuela fineza. La búsqueda de una identidad y tradición nacionales eran acuciantes en un territorio como Finlandia, sometido a la dominación sueca desde el siglo XI. A esa tarea se abocó un hombre de origen humilde, Elias Lonnrot, quien recorrió sin cesar las aldeas de su patria recogiendo el testimonio oral de los laulajat (ancianos rapsodas) sobre los principales héroes míticos y los agrupó luego en un conjunto épico de XXXII cantos al que tituló Kalevala (1835), casi duplicado en su segunda edición, de 1849, con nuevos testimonios. Sobre ese texto trabajó Julius Krohon, usando una técnica propia que le permitía comparar las distintas versiones, desglosar ciertos motivos y seguir su posible génesis y transmisión. Su hijo Kaarle perfeccionó dicho método, que expuso en su obra El método del trabajo folklórico (Osle 1926) y lo aplicó a las historias de animales.
Con el historicismo romántico aparecen los primeros intentos de explicar el origen de los cuentos folklóricos. Se trata de teorías monogenistas, que buscan un origen único: los hermanos Jacobo y Guillermo Grimm, refiriéndose exclusivamente al folklore occidental, sostienen que su matriz es aria o indoeuropea y que se trata de antiguos mitos desacralizados, en la segunda edición de Kinder-und Hausmar-chen (Cuentos maravillosos infantiles y hogareños, 1819). Teodoro Benfey, al presentar su edición del Pantchatantra (1859), formula la opinión de que su cuna estuvo en India y que desde allí se expandieron en varias etapas y siguiendo diversos caminos: por tradición oral hasta el siglo X; desde entonces, por textos escritos bajo influencia islámica y cuyas traslaciones al persa y al arábigo penetraron en Europa por Bizancio, Italia o España, excepto ciertos cuentos de animales (los derivados de Esopo). Posteriormente, Elliot Smith reivindica para Egipto el rol de centro original de difusión. El investigador Max Müller, basándose en las opiniones de los hermanos Grimm, completa tal posición con su método filológico (se remonta del etimon al logos) y su interpretación astral, según la cual detrás de todo cuento popular existen creencias cosmogónicas.
En la segunda mitad del siglo pasado, el auge de la filosofía positivista y evolucionista facilita el surgimiento de teorías poligenistas, para las cuales los cuentos son supervivencias de estadios salvajes o bárbaros, superados luego por una escala de progresión civilizadora cuya culminación era, para ellos, la Inglaterra victoriana. Andrew Lang afirma que los cuentos nacieron en diversos lugares geográficos, pero de mentalidades que estaban en el mismo nivel cultural primitivo y de ahí que hubiera entre ellos llamativas equivalencias, posteriormente refinadas por la civilización. Su esquema concibe que los cuentos aparecen en la etapa "salvaje", se convierten luego en cuentos populares de campesinos y derivan de ahí hacia la literatura heroica de la Antigüedad o hacia las versiones estilizadas de Perrault y otros escritores. En La formación de las leyendas (1912), Van Gennep, poseedor de una amplia información antropológica, en especial sobre los nativos australianos, relaciona la narrativa más arcaica con el totemismo y los rituales asociados con él. Pierre Saint Yves, en 1923 y a propósito de los, cuentos de Perrault, formula su teoría de que esos argumentos provienen de viejos rituales vinculados con la sucesión de las estaciones o con ceremonias de iniciación.
Del romanticismo arranca uno de los métodos de investigación que más han modelado el estudio del folklore literario en la actualidad: el histórico-geográfico o de la escuela fineza. La búsqueda de una identidad y tradición nacionales eran acuciantes en un territorio como Finlandia, sometido a la dominación sueca desde el siglo XI. A esa tarea se abocó un hombre de origen humilde, Elias Lonnrot, quien recorrió sin cesar las aldeas de su patria recogiendo el testimonio oral de los laulajat (ancianos rapsodas) sobre los principales héroes míticos y los agrupó luego en un conjunto épico de XXXII cantos al que tituló Kalevala (1835), casi duplicado en su segunda edición, de 1849, con nuevos testimonios. Sobre ese texto trabajó Julius Krohon, usando una técnica propia que le permitía comparar las distintas versiones, desglosar ciertos motivos y seguir su posible génesis y transmisión. Su hijo Kaarle perfeccionó dicho método, que expuso en su obra El método del trabajo folklórico (Osle 1926) y lo aplicó a las historias de animales.
Además, la necesidad de contar con el más amplio repertorio de versiones lo impulsó a fundar, en 1907, una Federación de Folkloristas internacional, con sede en Helsinski, conocida por la ininterrumpida publicación de trabajos monográficos desde 1910: los Folklore Fellows Communications (FFC).
Fue un norteamericano, sin embargo, el encargado de sistematizar mejor las posibilidades del método histórico geográfico: el profesor Stith Thompson. Discípulo de los maestros finlandeses, su aporte importante fue ampliar la clasificación de cuentos-tipo maravillosos publicada por Antti Aarne en 1910 (era la tercera entrega de los FFC) que dio origen a Los tipos del cuento popular. Clasificación y bibliografía (FFC n» . 74, 1928). Editó luego, entre 1932 y 1936, su famoso Índice de motivos de la literatura folklórica. Una clasificación de la narrativa en cuentos folklóricos, baladas, mitos, fábulas, romances medievales, ejemplos, fabliaux, chistes y leyendas locales, que constaba de 6 volúmenes y que amplió por ejemplo con material hispanoamericano en la segunda edición, de Copenhague, 1955-1959. Fue Presidente de la Asociación Americana de Folklore (1937-1940) y dirigió desde 1939 las Folklore series de la Universidad estadounidense de Indiana. Su estudio más abarcador sobre el tema apareció en 1946 bajo el título de El cuento folklórico.
Sintetizando la exposición de Augusto Raúl Cortázar en Folklore y literatura (Buenos Aires, Eudeba, 1964, págs. 95-104), diremos que el método respeta los siguientes principios básicos: reunión del mayor número posible de versiones de un cuento, anotarlo con símbolos sencillos y claros, acotar todos los datos referentes al lugar (geográfico) y momento (cronológico) de su recolección; desglosar el cuento en sus motivos, definidos por Thompson como "el elemento más pequeño [con autonomía de sentido] en que el análisis puede subdividir un tipo de cuento"; comparar los motivos en las diferentes versiones, hasta determinar la forma típica de cada región y época; jerarquizar los motivos (principales y secundarios) e independizarlos según complejos de motivos y secuencias; determinar el arquetipo de todas las versiones, entendido ya como forma narrativa comprobada, ya como forma hipotética reconstruida teóricamente, y al que von Sydow llamó oicotipo (forma originaria propia de un área nacional, provincial, regional, etc.);deducir leyes generales acerca del comportamiento de los cuentos folklóricos a través del espacio y del tiempo; concluir, con todos los datos del análisis anterior y una vasta erudición histórico-literaria, la probable fecha y lugar originarios de un cuento-tipo.
La investigación histórico-geográfica tuvo numerosos adeptos. Contra sus clasificaciones por asuntos o motivos se rebeló, en un estudio que acabaría haciéndose célebre, el ruso Vladimir Propp. Nos referimos a Morfología del cuento (Leningrado, 1928) que aprovechó criterios propios del formalismo ruso. Por eso afirma en principio su autor, con términos tomados a Chlovski, que el estudio descriptivo es previo a la fase genética y que "en tanto no exista un estudio morfológico valedero, no existirá tampoco un estudio histórico valedero''. Su propuesta de análisis abarca las funciones cumplidas por los personajes hasta determinar para un tipo de cuento (el de hadas o maravilloso) un número de funciones constantes, independientes de quiénes y cómo las cumplen, pero necesarias por razones lógico-estéticas., sus reglas de concatenación, las motivaciones de los actores, sus formas de aparición y atributos. Finalmente, deduce que son siete los actuantes y treinta y una las funciones imprescindibles en aquel tipo de cuento, al que define como "todo proceso que, partiendo de un daño (X) o de una falta (x), llega, después de haber pasado por funciones intermedias, a bodas (N) u otras funciones utilizadas como desenlace" y que supone, en el curso de la acción, el empleo de objetos o auxiliares mágicos. Sólo una vez establecidos el modelo y las pautas de transformación de un tipo de cuento sería válido plantearse la cuestión de sus orígenes.
A eso dedica un volumen complementario el mismo Propp que titula Las raíces históricas del cuento (Madrid, Fundamentos, 1974). Comienza allí señalando las limitaciones del método finés, porque aísla y compara motivos sin referirlos al contexto social generador, cuando en ellos suele haber justamente resabios de instituciones, ritos o costumbres pretéritos. Por ejemplo, la secuencia de que el héroe vaya a buscar mujer a tierras lejanas está vinculada con la exogamia. Es claro que tales ritos o supervivencias suelen aparecer en los cuentos folklóricos transpuestos e incluso invertidos respecto de su significación original: el héroe que rescata a la joven destinada como ofrenda para que los dioses fertilicen la tierra, hubiese merecido un castigo dentro de una comunidad respetuosa de sus rituales. A continuación, estudia en detalle cómo las prácticas de iniciación y las representaciones o viajes al mundo de ultratumba reaparecen en los cuentos maravillosos. Para Propp, aquéllas formarían parte del subsuelo originario de esta clase de cuentos y se las reconoce detrás de diversos motivos (la expulsión o alejamiento de los niños al bosque; los héroes maltratados por una hechicera; las amputaciones, etc.), así como identifica con los viajes al más allá otros episodios: el bosque como entrada a otro reino; el regreso de los difuntos; los raptos, en especial de doncellas; los viajes prolongados y dificultosos, etc. La suma de estos dos ciclos proveería, pues, los elementos claves del Märchen. Al final de esa minuciosa indagación, Propp se pregunta: "¿Qué hemos encontrado? Hemos hallado que la unidad de composición del cuento no debe buscarse en ciertas particularidades de la psiquis humana, ni en una particularidad de la creación artística, sino que está en la realidad histórica del pasado. Lo que hoy día se narra, en otra época se hacía, se representaba, y lo que no se hacía era imaginado". Por tanto, el cuento maravilloso 'consta de elementos que se remontan a fenómenos y a representaciones existentes en la sociedad anterior a las castas", posteriormente alterados o tergiversados por su repetición, ya extraritual, en otras condiciones histórico-sociales y geográficas.
La escuela psicoanalítica, por último, considera al folklore humano un medio de elaboración simbólica a través del lenguaje mágico-afectivo, semejante al de los sueños. Las raíces del cuento están, a su juicio, en sueños y deseos infantiles reprimidos, en impulsos subconscientes, angustias, etc. Freud halló que la influencia de la afectividad y el deseo sobre la imaginación producían la aparición de complejos que adquirían manifestación colectiva al concretarse en relatos compensadores: el incesto de Edipo; el viaje al más allá (Orfeo) o por los aires (Icaro), la invisibilidad (Giges), etc. En general, su lectura de los materiales narrativos tradicionales privilegió la búsqueda de simbología sexual. Un buen ejemplo es la interpretación de Erich Fromm (en El lenguaje olvidado. Buenos Aires, Hachette, 1951) de Caperucita Roja como símbolo de la menstruación, del momento en que la niña se transforma en mujer y debe afrontar su vida sexual adulta. Las advertencias de "no salirse del camino" y de “no caerse y romper la botella" son claras prevenciones contra la pérdida de la virginidad y toda la historia hace del acto sexual un acto de canibalismo en que el macho devora a la hembra. El castigo final del lobo, sin embargo, otorga la victoria definitiva a las mujeres, "exactamente al revés de lo que ocurre en el mito de Edipo".
Fue un norteamericano, sin embargo, el encargado de sistematizar mejor las posibilidades del método histórico geográfico: el profesor Stith Thompson. Discípulo de los maestros finlandeses, su aporte importante fue ampliar la clasificación de cuentos-tipo maravillosos publicada por Antti Aarne en 1910 (era la tercera entrega de los FFC) que dio origen a Los tipos del cuento popular. Clasificación y bibliografía (FFC n» . 74, 1928). Editó luego, entre 1932 y 1936, su famoso Índice de motivos de la literatura folklórica. Una clasificación de la narrativa en cuentos folklóricos, baladas, mitos, fábulas, romances medievales, ejemplos, fabliaux, chistes y leyendas locales, que constaba de 6 volúmenes y que amplió por ejemplo con material hispanoamericano en la segunda edición, de Copenhague, 1955-1959. Fue Presidente de la Asociación Americana de Folklore (1937-1940) y dirigió desde 1939 las Folklore series de la Universidad estadounidense de Indiana. Su estudio más abarcador sobre el tema apareció en 1946 bajo el título de El cuento folklórico.
Sintetizando la exposición de Augusto Raúl Cortázar en Folklore y literatura (Buenos Aires, Eudeba, 1964, págs. 95-104), diremos que el método respeta los siguientes principios básicos: reunión del mayor número posible de versiones de un cuento, anotarlo con símbolos sencillos y claros, acotar todos los datos referentes al lugar (geográfico) y momento (cronológico) de su recolección; desglosar el cuento en sus motivos, definidos por Thompson como "el elemento más pequeño [con autonomía de sentido] en que el análisis puede subdividir un tipo de cuento"; comparar los motivos en las diferentes versiones, hasta determinar la forma típica de cada región y época; jerarquizar los motivos (principales y secundarios) e independizarlos según complejos de motivos y secuencias; determinar el arquetipo de todas las versiones, entendido ya como forma narrativa comprobada, ya como forma hipotética reconstruida teóricamente, y al que von Sydow llamó oicotipo (forma originaria propia de un área nacional, provincial, regional, etc.);deducir leyes generales acerca del comportamiento de los cuentos folklóricos a través del espacio y del tiempo; concluir, con todos los datos del análisis anterior y una vasta erudición histórico-literaria, la probable fecha y lugar originarios de un cuento-tipo.
La investigación histórico-geográfica tuvo numerosos adeptos. Contra sus clasificaciones por asuntos o motivos se rebeló, en un estudio que acabaría haciéndose célebre, el ruso Vladimir Propp. Nos referimos a Morfología del cuento (Leningrado, 1928) que aprovechó criterios propios del formalismo ruso. Por eso afirma en principio su autor, con términos tomados a Chlovski, que el estudio descriptivo es previo a la fase genética y que "en tanto no exista un estudio morfológico valedero, no existirá tampoco un estudio histórico valedero''. Su propuesta de análisis abarca las funciones cumplidas por los personajes hasta determinar para un tipo de cuento (el de hadas o maravilloso) un número de funciones constantes, independientes de quiénes y cómo las cumplen, pero necesarias por razones lógico-estéticas., sus reglas de concatenación, las motivaciones de los actores, sus formas de aparición y atributos. Finalmente, deduce que son siete los actuantes y treinta y una las funciones imprescindibles en aquel tipo de cuento, al que define como "todo proceso que, partiendo de un daño (X) o de una falta (x), llega, después de haber pasado por funciones intermedias, a bodas (N) u otras funciones utilizadas como desenlace" y que supone, en el curso de la acción, el empleo de objetos o auxiliares mágicos. Sólo una vez establecidos el modelo y las pautas de transformación de un tipo de cuento sería válido plantearse la cuestión de sus orígenes.
A eso dedica un volumen complementario el mismo Propp que titula Las raíces históricas del cuento (Madrid, Fundamentos, 1974). Comienza allí señalando las limitaciones del método finés, porque aísla y compara motivos sin referirlos al contexto social generador, cuando en ellos suele haber justamente resabios de instituciones, ritos o costumbres pretéritos. Por ejemplo, la secuencia de que el héroe vaya a buscar mujer a tierras lejanas está vinculada con la exogamia. Es claro que tales ritos o supervivencias suelen aparecer en los cuentos folklóricos transpuestos e incluso invertidos respecto de su significación original: el héroe que rescata a la joven destinada como ofrenda para que los dioses fertilicen la tierra, hubiese merecido un castigo dentro de una comunidad respetuosa de sus rituales. A continuación, estudia en detalle cómo las prácticas de iniciación y las representaciones o viajes al mundo de ultratumba reaparecen en los cuentos maravillosos. Para Propp, aquéllas formarían parte del subsuelo originario de esta clase de cuentos y se las reconoce detrás de diversos motivos (la expulsión o alejamiento de los niños al bosque; los héroes maltratados por una hechicera; las amputaciones, etc.), así como identifica con los viajes al más allá otros episodios: el bosque como entrada a otro reino; el regreso de los difuntos; los raptos, en especial de doncellas; los viajes prolongados y dificultosos, etc. La suma de estos dos ciclos proveería, pues, los elementos claves del Märchen. Al final de esa minuciosa indagación, Propp se pregunta: "¿Qué hemos encontrado? Hemos hallado que la unidad de composición del cuento no debe buscarse en ciertas particularidades de la psiquis humana, ni en una particularidad de la creación artística, sino que está en la realidad histórica del pasado. Lo que hoy día se narra, en otra época se hacía, se representaba, y lo que no se hacía era imaginado". Por tanto, el cuento maravilloso 'consta de elementos que se remontan a fenómenos y a representaciones existentes en la sociedad anterior a las castas", posteriormente alterados o tergiversados por su repetición, ya extraritual, en otras condiciones histórico-sociales y geográficas.
La escuela psicoanalítica, por último, considera al folklore humano un medio de elaboración simbólica a través del lenguaje mágico-afectivo, semejante al de los sueños. Las raíces del cuento están, a su juicio, en sueños y deseos infantiles reprimidos, en impulsos subconscientes, angustias, etc. Freud halló que la influencia de la afectividad y el deseo sobre la imaginación producían la aparición de complejos que adquirían manifestación colectiva al concretarse en relatos compensadores: el incesto de Edipo; el viaje al más allá (Orfeo) o por los aires (Icaro), la invisibilidad (Giges), etc. En general, su lectura de los materiales narrativos tradicionales privilegió la búsqueda de simbología sexual. Un buen ejemplo es la interpretación de Erich Fromm (en El lenguaje olvidado. Buenos Aires, Hachette, 1951) de Caperucita Roja como símbolo de la menstruación, del momento en que la niña se transforma en mujer y debe afrontar su vida sexual adulta. Las advertencias de "no salirse del camino" y de “no caerse y romper la botella" son claras prevenciones contra la pérdida de la virginidad y toda la historia hace del acto sexual un acto de canibalismo en que el macho devora a la hembra. El castigo final del lobo, sin embargo, otorga la victoria definitiva a las mujeres, "exactamente al revés de lo que ocurre en el mito de Edipo".
3. Caracteres y ejemplos de la narrativa folklórica
Los especialistas coinciden, hoy día, en aceptar que los cuentos tradicionales o folklóricos ofrecen una serie de rasgos estilísticos constantes: la presencia de pocos personajes, cuyo comportamiento o actitudes los vuelven paradigmáticos, las escasas referencias descriptivas, porque fijarían la acción a un medio o un momento determinados; la trabazón precisa de los sucesos en series o encadenamientos de motivos, etc. Pero lo decisivo, en cuanto al estilo, es que, salvo los cuentos que han sido recogidos y reelaborados en mayor o menor medida - por escritores, su destino es ser dichos y escuchados. Lo cual supone componentes de la situación comunicativa que no se conservan ni en la mejor trascripción: gestos corporales y matices de entonación de parte del narrador y reacciones emotivas del auditorio; fórmulas consagradas de apertura o de cierre; repeticiones emotivas del auditorio; repeticiones más o menos ritualizadas que duplican, triplican o cuatriplican ciertos hechos; las polarizaciones antinómicas que facilitan una rápida captación del mensaje: joven vs. viejo, bueno vs. malo, ingenioso vs. torpe, etc. Reconociendo todo lo anterior, Susana Chertudi concluye en su monografía El cuento folklórico (Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, Enciclopedia Literaria 1005, 1967) que se lo puede definir como "una obra literaria anónima, de extensión relativamente breve, que narra sucesos ficticios y vive en variantes de la tradición oral". Ese carácter ficticio los aleja simultáneamente de las otras especies narrativas del folklore literario, como el mito, la leyenda, las tradiciones y los casos, todos los cuales refieren sucesos considerados verdaderos y ocurridos, sea en un pasado remoto, originario, sea en otro más reciente y próximo.
En cuanto a las clasificaciones de los mismos, Thompson completó con las siguientes denominaciones, y su respectiva numeración, las de Aarne: 1) cuentos de animales (de 1 a 299); 2) cuentos comunes maravillosos (300-749); religiosos (750-849), novelescos (850-999), del ogro tonto (1000-1199); 3) chistes e historietas (1200-1299); 4) cuentos con fórmulas (2000-2399). A ella nos ajustamos, en términos generales, para agrupar los ejemplos de la siguiente antología. El primer grupo está formado por relatos míticos que! se desarrollan en un estadio del que derivó el orden vigente, o al menos algunas de sus partes, e intervienen en ellos! seres heroicos o semidioses. El relato de la Creación del mundo fue recogido por Costa Argüedas de un indígena yampara del Departamento de Chuquisaca (Bolivia) y el siguiente lo oyó Antonio Paredes Candía en la región de los Chibchas, Departamento de Potosí. Ambos figuran en Literatura folklórica (recogida de la tradición oral boliviana), La Paz, 1953. Los siguientes están vinculados con el fuego, aunque el primero dedique más atención al origen de un continente: se trata de un antiguo relato maorí protagonizado por Maui, uno de los grandes héroes culturales de la Polinesia. El resto es un pasaje del libro Mitos sobre el origen del fuego (1930), de Sir George Frazer, quien tomó las versiones, respectivamente, de G. M. Sproad (Escenas y estudios de la vida salvaje, tondres, 1868); Franz Boas (Sagas indígenas del Pacífico norteamericano, Berlín, 1895) y G. Hunt (Mitos de los Nootka, Washington, 1916).
La segunda sección incluye varias leyendas (sagen o local tradition) que dan cuenta de hechos prodigiosos, extraordinarios, sucedidos en otro tiempo. La primera es una epopeya babilonia, sin duda la historia más popular del Cercano Oriente antiguo y muchos de cuyos motivos (encuentro de Gilgamesh, el héroe, con el vagabundo; papel del Impostor; derrota del Ogro, etc.) han pasado al folklore universal. Data de unos 4.000 años y fue escrita con caracteres cuneiformes, en pequeñas tabletas de arcilla. Como contrapunto, incluimos ese antiguo cuento hindú, en parte humorístico y en parte satírico, del alfarero antihéroe –o héroe por accidente que figura en Cabalgata con el sol (Sudamericana, 1960), antología de cuentos populares de los países integrantes de las Naciones Unidas. Otros dos se refieren al patriarca Moisés y pertenecen a la tradición hebraica. Las últimas son leyendas religiosas producidas por la radicación del cristianismo en América: una fue recogida por la señora Delia Arias, agregada cultural de la legación panameña ante las Naciones Unidas y publicada en la colección antedicha; la segunda figura en Mitos, leyendas y cuentos peruanos, de José M. Argüedas y Francisco Izquierdo Ríos (Casa de la cultura del Perú, Lima, 1970) como proveniente de la región selvática de ese país.
Lo que llaman los alemanes Märchen, los franceses conte popularaire (variedad conté de fées) y en Inglaterra fairy tale (o household tale) es el cuento popular por antonomasia, cuento de hadas o mágico que ocurre en un mundo indefinido donde rigen leyes inexplicables. Nuestros ejemplos tienen diversa procedencia: Historia del caballo mágico pertenece al núcleo inicial de Las mil y una noches, traducción árabe de un libro persa de origen indio; la Cenicienta, a la colección de los hermanos Grimm; las dos versiones siguientes tienen, sin duda, una fuente común e ilustran los caracteres que ha adoptado en Europa oriental (Bielorrusia) y occidental (España) ese cuento mágico muy difundido luego en América, cuyo protagonista se convierte en poseedor de varios objetos encantados: palacio, cachiporra, asiento, naipes, bolsa, etc., según los casos. Lisandro y Abel fue recogido por Susana Chertudi en Santiago del Estero y enlaza motivos como el de la profecía o anunció sobrenatural, el de la princesa rescatada y el del muerto agradecido. Otro cuento, recopilado por Aurelio Espinosa en sus Cuentos populares españoles (tomo I), presenta la dicotomía entre los hermanos tonto y. astuto comprometidos en superar un mismo obstáculo (ahí la malicia del amo), un mecanismo estructural muy repetido. El último es popular irlandés, según Gonzalo Menéndez Pidal y Elisa Bernis en Antología de cuentos de la literatura universal (Barcelona, Labor, 1954).
El cuento explicativo (explanatory tale, natursage o pourquoi story) tiene rasgos comunes con la leyenda, pero se diferencia de ella en que da razón de un aspecto limitado , de la naturaleza: sea el origen de un accidente geográfico (Argüedas y Ríos incluyen Origen de la laguna de Pomacochas, en la colección de ambos citada, entre las leyendas del Amazonas); sea el de algún animal, instrumento, bebida o modo de preparar alimentos: cuentos haussa, yoruba y basuto de la famosa Antología negra de Blaise Cendrars.
En cuanto a las clasificaciones de los mismos, Thompson completó con las siguientes denominaciones, y su respectiva numeración, las de Aarne: 1) cuentos de animales (de 1 a 299); 2) cuentos comunes maravillosos (300-749); religiosos (750-849), novelescos (850-999), del ogro tonto (1000-1199); 3) chistes e historietas (1200-1299); 4) cuentos con fórmulas (2000-2399). A ella nos ajustamos, en términos generales, para agrupar los ejemplos de la siguiente antología. El primer grupo está formado por relatos míticos que! se desarrollan en un estadio del que derivó el orden vigente, o al menos algunas de sus partes, e intervienen en ellos! seres heroicos o semidioses. El relato de la Creación del mundo fue recogido por Costa Argüedas de un indígena yampara del Departamento de Chuquisaca (Bolivia) y el siguiente lo oyó Antonio Paredes Candía en la región de los Chibchas, Departamento de Potosí. Ambos figuran en Literatura folklórica (recogida de la tradición oral boliviana), La Paz, 1953. Los siguientes están vinculados con el fuego, aunque el primero dedique más atención al origen de un continente: se trata de un antiguo relato maorí protagonizado por Maui, uno de los grandes héroes culturales de la Polinesia. El resto es un pasaje del libro Mitos sobre el origen del fuego (1930), de Sir George Frazer, quien tomó las versiones, respectivamente, de G. M. Sproad (Escenas y estudios de la vida salvaje, tondres, 1868); Franz Boas (Sagas indígenas del Pacífico norteamericano, Berlín, 1895) y G. Hunt (Mitos de los Nootka, Washington, 1916).
La segunda sección incluye varias leyendas (sagen o local tradition) que dan cuenta de hechos prodigiosos, extraordinarios, sucedidos en otro tiempo. La primera es una epopeya babilonia, sin duda la historia más popular del Cercano Oriente antiguo y muchos de cuyos motivos (encuentro de Gilgamesh, el héroe, con el vagabundo; papel del Impostor; derrota del Ogro, etc.) han pasado al folklore universal. Data de unos 4.000 años y fue escrita con caracteres cuneiformes, en pequeñas tabletas de arcilla. Como contrapunto, incluimos ese antiguo cuento hindú, en parte humorístico y en parte satírico, del alfarero antihéroe –o héroe por accidente que figura en Cabalgata con el sol (Sudamericana, 1960), antología de cuentos populares de los países integrantes de las Naciones Unidas. Otros dos se refieren al patriarca Moisés y pertenecen a la tradición hebraica. Las últimas son leyendas religiosas producidas por la radicación del cristianismo en América: una fue recogida por la señora Delia Arias, agregada cultural de la legación panameña ante las Naciones Unidas y publicada en la colección antedicha; la segunda figura en Mitos, leyendas y cuentos peruanos, de José M. Argüedas y Francisco Izquierdo Ríos (Casa de la cultura del Perú, Lima, 1970) como proveniente de la región selvática de ese país.
Lo que llaman los alemanes Märchen, los franceses conte popularaire (variedad conté de fées) y en Inglaterra fairy tale (o household tale) es el cuento popular por antonomasia, cuento de hadas o mágico que ocurre en un mundo indefinido donde rigen leyes inexplicables. Nuestros ejemplos tienen diversa procedencia: Historia del caballo mágico pertenece al núcleo inicial de Las mil y una noches, traducción árabe de un libro persa de origen indio; la Cenicienta, a la colección de los hermanos Grimm; las dos versiones siguientes tienen, sin duda, una fuente común e ilustran los caracteres que ha adoptado en Europa oriental (Bielorrusia) y occidental (España) ese cuento mágico muy difundido luego en América, cuyo protagonista se convierte en poseedor de varios objetos encantados: palacio, cachiporra, asiento, naipes, bolsa, etc., según los casos. Lisandro y Abel fue recogido por Susana Chertudi en Santiago del Estero y enlaza motivos como el de la profecía o anunció sobrenatural, el de la princesa rescatada y el del muerto agradecido. Otro cuento, recopilado por Aurelio Espinosa en sus Cuentos populares españoles (tomo I), presenta la dicotomía entre los hermanos tonto y. astuto comprometidos en superar un mismo obstáculo (ahí la malicia del amo), un mecanismo estructural muy repetido. El último es popular irlandés, según Gonzalo Menéndez Pidal y Elisa Bernis en Antología de cuentos de la literatura universal (Barcelona, Labor, 1954).
El cuento explicativo (explanatory tale, natursage o pourquoi story) tiene rasgos comunes con la leyenda, pero se diferencia de ella en que da razón de un aspecto limitado , de la naturaleza: sea el origen de un accidente geográfico (Argüedas y Ríos incluyen Origen de la laguna de Pomacochas, en la colección de ambos citada, entre las leyendas del Amazonas); sea el de algún animal, instrumento, bebida o modo de preparar alimentos: cuentos haussa, yoruba y basuto de la famosa Antología negra de Blaise Cendrars.
Los cuentos animalísticos se basan, generalmente, en algún tipo de relación entre diversas especies con fines humorísticos. Los cuatro primeros ejemplos provienen de los hermanos Grimm y prueban que aquella relación puede ser agresiva (El gato y el ratón; El lobo y las siete cabritas) o amistosa (El perro y el gorrión; La zorra y el caballo). También suelen oponer el ingenio a la torpeza o ingenuidad, como El tigre y el zorro y Juan y el suri (o cría del ñandú) tomados también de Cuentos folklóricos de la Argentina, Primera serie. Introducción, clasificación y notas de Susana Chertudi. Buenos Aires, Instituto Nacional de Filología y Folklore, 1960. Los siguientes fueron recogidos en Folklore portorriqueño (Madrid, 1926) por Rafael Ramírez de Arellano y La hormiguita nos pone en contacto con un tipo particular de estructura narrativa, acumulativa, que debemos diferenciar de la puramente reiterativa de los "cuentos de nunca acabar" (el de la Buena Pipa). Cierran nuestra antología un grupo de fábulas y cuentos en que suelen intervenir animales y cuyo desenlace es aprovechado siempre j con una finalidad moralizadera. Dado que esa actitud es tan antigua como el cuento mismo, seleccionamos un relato hitita que ese pueblo de Asia Menor incluía anualmente en una fiesta ritual destinada a conjurar el desborde de los ríos (encarnados por el monstruo) y otros del Pantchatantra, colección hindú de principios del siglo VI cuyos materiales procedían en gran parte de Esopo y se derramaron luego, generosamente, por el mundo entero.
Dragoski, Graciela y Romano, Eduardo, Estudio preliminar y selección en Leyendas y cuentos folklóricos, Biblioteca Básica Universal Nº 146, Buenos Aires, Centro Editor de América 1981.
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