5 de abril de 2009

El juego

Gustavo Prego

Ella es la que ceba los mate y él, el que ordena los recuerdos. Por que los recuerdos llegan y hay que mantener un cierto orden para poder recrearlos con facilidad. Ella se confunde y dice que tal día ocurrió tal cosa y él, con paciencia y una breve sonrisa, le indica que no es así y que había sido tal día cuando ocurrió tal cosa. Ya no saben bien si es el ritual del mate o el de los recuerdos el que los convoca debajo de la parra todas las tardes después del sol bravo y de la siesta.
–Fue para Navidad –dice ella.
–No, faltaban dos días para Navidad –precisa él dándole una chupada al mate.
–Bueno, pero en esos días empezó el loco ese con el juego –dice ella con los ojos llenos de felicidad.
–Sí –dice él sonriendo.
El árbol de Navidad estaba en el living y ellos llegaban cargados con paquetes de hacer las compras. Esa imagen imborrable era evocada como inicio de sus recuerdos.
–Sí, y lo llamamos –dice él.
–“Jorge, Jorge”, y él, nada –dice ella conteniendo la risa.
Lo buscaron por toda la cada y no estaba por ningún lado. Ambos se gritaron y reprocharon mutuamente el haberlo dejado solo con sus casi cinco años.
–“Pero si le pedimos a la vecina que se dé una vueltita para verlo, además ya estuvo solo otras veces” te dije –dice ella.
–Sí, por que era muy responsable, pero yo igual estaba asustado –dice él.
La primera búsqueda fue infructuosa. Iban por la vecina cuando él escuchó un ruido en el ropero de la habitación grande.
–Abrí el ropero y estaba allí acurrucado –dice él chupando con sonora dedicación el mate.
–Y calladito –agrega ella soltando la risa que hace mover su vientre fofo.
Le preguntaron por qué se había escondido, lo amenazaron con castigos si volvía a hacerlo y finalmente le dijeron con severidad que “esas cosas no se hacen”.
–Y él como si nada –recuerda ella.
–Nos miraba con sus ojitos pícaros sin decir palabra –dijo él.
–Sí, y tuvo que pasar otra vez para que entendiéramos –dice ella.
–Bueno sí, pero no te apurés –advierte él tratando de llevar con rienda corta la historia, sin prisa, mordiendo la bombilla del mate. Porque los recuerdos tienden a desbocarse y lo que es una simple retahíla de hechos se convierte en un rompecabezas caprichoso. Pero detalles más, detalles menos, lo que continuaba en esta historia corresponde a la segunda desaparición.
–Esa fue más terrible –dice él logrando la seriedad de aquel momento.
–Sí, por que no aparecía por ningún lado –dice ella.
No desesperaron, sin embargo, como la primera vez. Sabían que se escondía para hacerles una broma o para plantearles las reglas de algún juego.
–“No te asustés” te dije –recuerda él.
–Yo estaba nerviosa por que no sabía bien esto del juego –confiesa ella con las manos cruzadas en su regazo esperando la vuelta del mate.
Lo buscaron pacientemente, callados los dos, sin hacer el menor ruido. Con una seña se separaron y por su lado revisaron la casa una vez más. Recorrieron las amplias habitaciones, la despensa, el desván, el galponcito del fondo. Al cabo de unos minutos se encontraron en el centro del living sin tener noticias.
–Entonces vos dijiste “el techo” –se anticipa ella.
–Claro, pensé que si no estaba en la casa debía estar en el techo –recordando que subió por la medianera, silenciosamente y no tuvo que buscar mucho por que allí nomás, junto al tanque de agua, estaba Jorge confiado en su escondite.
–No pude retarlo –confiesa él y lleva la palma de la mano a su cabeza calva, recorre la superficie pecosa y la deja un buen rato en la nuca.
–¡Qué lo ibas a retar, si te ponía una carita de angelito que te hacía reír! –dice ella.
Padre e hijo bajaron riendo del techo e hicieron reír a la madre que aguardaba “con el corazón en la boca”.
–Sólo lo reprendimos por haberse subido al techo –dice ella.
–Sí, el juego estaba establecido ya oficialmente –sentencia él ahuyentando a las moscas con el repasador.
La tercera desaparición se hizo esperar, tal vez por tratarse ya de un juego con reglas conocidas y por ello ya sin el encanto trasgresor.
–“Sabe que ya no nos asusta” te dije –dice ella.
–Pero el muy travieso estaba perfeccionando sus escondites –agrega él.
Los tranquilizaba saber que una de las reglas del juego era “no superar los límites de la casa”. No obstante la tranquilidad duró poco por que les llevó más de dos días encontrarlo.
–Estuvimos a punto de pedir ayuda –dice ella.
–Sí, y hubiéramos faltado a las reglas –afirma él.
El juego fue perfeccionándose; ellos reemplazaron la angustia y el miedo por una frialdad detectivesca y, por su lado, Jorge, adquirió mucha destreza en cambiar de sitios, en dejar pistas falsas, para que sus desapariciones fueran cada vez más prolongadas y así poder ganar.
–Ensuciaba las suelas de sus zapatos y marcaba una dirección falsa en el living –dice ella emulando la acción haciendo caminar sus dedos índice y mayor de su mano izquierda sobre el hule de la mesa asediada por las moscas.
–O rompía el gajo de un malvón para hacernos creer que había pasado rápidamente por allí –dice él.
Ellos notaron que el juego dejaba de ser tal, que crecía hasta tomar dimensiones inexplicables.
–Te acordás que la cuarta vez lo encontramos rápido... –dice ella y la risa la interrumpe.
–Sí –se entusiasma él– quedó atorado en la chimenea.
Lo sacaron todo tiznado y con los brazos y rodillas raspados. Estaba serio y a punto de llorar.
–Nunca le habíamos ganado tan rápido –recuerda ella.
–Nuestra pesquisa duró apenas quince minutos –agrega él.

Las desapariciones habían cesado para retornar a la semana y media de una forma inesperada y violenta.
–Yo estaba preparándole un flan casero...
–No, era budín de pan –corrige él.
–Sí, tenés razón, por que dijimos que cuando se enterara de que había budín de pan no se iría –dice ella cambiando la yerba del mate.
Y se equivocaron por que esa tranquilidad lentamente se transformó en una angustiosa espera. Notaron, aunque ninguno se atrevió a manifestarlo, cuando habían servido la porción frente al lugar vacío en la mesa, que la crueldad era también un elemento que se incorporaba insospechadamente, casi sin querer, en las desapariciones.
El juego tomaba dimensiones propias, monstruosas, se escapaba con sutileza del gobierno de las reglas.
–Estuvo esa vez un mes sin aparecer –dice él.
–Y nosotros a punto de suspender el juego –dice ella.
Como desapareció ese día apareció cuando menos se lo esperaban para demostrarles su triunfo. Ellos lo reprendieron y le dijeron que “se acabó esa tontería” y Jorge mostró una tristeza que no parecía de este mundo y los convenció de seguir.
–Después se enfermó de paperas y estuvo una semana en cama –recuerda ella.
Los primeros días de marzo cumplía los cinco años y ellos lo habían anotado para asistir al jardín de infantes del barrio.
–¡Cómo lloraba! –dice ella.
–Lloró tanto que se enfermó otra vez –dice él.
Y decidieron no mandarlo al jardín de infantes con la promesa de que cuando empezara la primaria iría sin protestar.

Los seis meses previos al inicio de las clases estuvo sin aparecer. Tomaron este nuevo desafío con la filosofía necesaria de todo jugador.
–Esa vez nos ayudó Cristóbal –recuerda él.
–Y lo de las puertas –acota ella.
–Eso fue después... –aclara él.
Al quinto mes trajeron a Cristóbal, un cuzco ratonero, astuto y movedizo, para que los ayudara. No infringían ninguna regla porque bien pasaba por una mascota en lugar de ser un tercer pesquisa.
–Yo tenía el guardapolvo almidonado y planchado y los útiles comprados ordenados en su valijita –dice ella.
–A la madrugada nos despertaron los ladridos –dice él.
Cristóbal lo halló cuando sacaba alimentos de la heladera y al intentar huir ya la mano de su padre que lo tomaba del hombro.
–Yo gritaba de alegría por nuestro triunfo –dice ella.
–Y él protestaba por la presencia del perro –dice él.
–Sí, me acuerdo que le mentí diciéndole que el perro era uno de los cachorros de la perra de tía Aurora y que se encaprichó en que lo lleváramos porque le era difícil ubicarlos a todos –dice ella.
Con el tiempo ellos fueron aprovechándose de las ambigüedades de las reglas o lo que no precisaban correctamente.
–“Hecha la ley, hecha la trampa” –dice ella.
–Cambiamos las cerraduras –dice él.
–Y el sistema de trabas de las ventanas –dice ella.
Ellos lograron un gran interés por eso que llamaban “el juego” pero nunca llegaron a apasionarse porque no terminaban de entenderlo. En la escuela tuvieron que decir que viajaban mucho por razones laborales para justificar las faltas de medio ciclo lectivo.
–Pero nunca repitió un sólo grado –dice ella con orgullo.
–Ese fue el motivo por el cual no suspendimos el juego –afirma él sabiendo que no era tan así, que a esa altura el juego era casi imposible suspenderlo.

Debajo de la parra los mates ahora van y vienen con un ritmo constante y parejo como el fluir de los recuerdos. Son pocos los silencios en esa historia recreada mil veces. Los recuerdos, aunque ellos lo ignorasen, pueden llevarse hasta la perfección.
–Cada seis meses –dice ella poniéndose seria y desviando sus ojos hacia el galponcito para evitar a los de él.
–Sí, cada seis meses –convino él– en realidad nos quería decir que debíamos superarnos.
Las desapariciones, por aquel tiempo, no superaron los seis meses; fueron de allí en más, ordenadas, cíclicas, una lógica y exactitud rigurosa las regía.
–Por eso no hicimos caso a la nota ésa de la revista –dice él.
–¿Cuál? –pregunta ella desconcertada.
–La de la ayuda “profesional” –dice él poniéndole énfasis al término.
–¡Ah, sí! Cómo íbamos a aceptar semejante cosa si nuestro hijo no estaba loco –recuerda ella con indignación.
–Además, a los seis meses justos aparecía –murmura ella sabiendo que esto le molestaba a él.
–Era algo que no soportaba, esa mirada cargada de lástima juzgando nuestra ineptitud –dice él y ella extiende la mano y le aprieta el antebrazo para evitarle el sinsabor de esa parte de los recuerdos.
Lo probaron todo o por lo menos todo lo que su imaginación les proporcionaba.
Cambiaron el orden de la casa para confundirlo.
–Y nada.
El dormitorio de ellos lo instalaron en el de Jorge para sorprenderlo.
–Menos.
Él instaló todo un sistema de hilos con campanitas que rodeaban el perímetro interno de la casa. Pasaba por puertas y ventanas y lugares que juzgaron claves como los alrededores de la heladera. Pero nunca sonó una sola campanita.
–Todo un fracaso.
Ubicaron por toda la casa cebos para atraparlo. Generosos trozos de tortas, caramelos de todo tipo, chocolates, alfajores, autos de colección, eran desperdigados por los lugares más insólitos. Lo único que lograron fue que los dulces se los terminara comiendo Cristóbal que se había puesto gordo y perezoso y no era de gran ayuda y los autos, si estaban en el patio se oxidaban y por la casa eran destrozados por los pies distraídos de él.
–Sí, hasta intentamos que quede embarazada –dice ella y se lleva la mano a la cara para ocultar el rubor.
–¡Fue una idea loca pero la pasamos bárbaro! –reconoce él.
Nada. A los seis meses aparecía Jorge cada vez menos alegre por su triunfo.
–Te acordás, por esos días se te ocurrió la idea de las dramatizaciones –dice ella.
–Fue para esa época –asevera él– pero no tuvimos ningún éxito –completa con decepción.
La temática de las “dramatizaciones”, como ellos las llamaban, era sencilla. Por lo general eran conflictos hogareños; peleas preparadas para engañar a Jorge que, escondido, debía quedar impresionado. Pero el realismo que ellos ponían en cada puesta no alcanzó.
Trataron de darle un toque violento a las representaciones que hasta ese momento no habían superado las peleas con sus gritos y algún plato roto u objeto puesto premeditadamente a mano en la repisa del living, pero luego lo lamentaron por que calcularon mal la distancia y él le dio un cross a la mandíbula a ella que al caer perdió el conocimiento.
Los recuerdos a esta altura pujan y se amontonan. El tiempo con sus hechos corre y se atropella a una velocidad inusitada y ellos hacen lo que pueden. Especialmente él que trata de mantener un orden, pero la tarde se termina y el recambio de la yerba revive el mate por cuarta o quinta vez y será la última.
–Cuando lo veía tan triste recriminaba mi torpeza –dice ella y no puede evitar que unas lágrimas le asomen por los ojos pequeños, hundidos en el rostro seboso.
–Es que ya no somos contrincantes serios para él –confiesa él tomándola de la mano y sintiéndose frágil como cuando instalaron el sistema de alarma y no supo usarlo correctamente.
Y todas las tardes, cuando la tristeza los comienza a ganar él, por que él siempre tiene la iniciativa para sortear momentos duros, se levanta y sugiere que guarden juntos el equipo del mate.
Toma a su esposa por la cintura y como susurrándole una vieja melodía de amor le dice:
–Sabe que nos puede ganar con facilidad. Nos está dando una oportunidad –y estas palabras son casi mágicas y producen en ella un deseo de seguir muy grande.
–Sí, tenés razón –dice ella.
Con los años entendieron que desaparecer era la forma perfecta y acabada de estar siempre presente. Tal vez ese era el premio consuelo para los perdedores de este juego apasionante.
Sabés –confiesa ella con dulzura– a veces cuando abro la lata de las galletitas siento como que de ella va a asomarse la carita picarona de Jorgito ¿No es tonto?
–No –dice él– no tiene nada de tonto.
Pero a ellos el juego les quitó la noción del paso del tiempo, por ello los trucos, las trampas y los cebos no daban resultado. Después de la muerte de Cristóbal no quisieron traer otro perro, en realidad fue ella la que se negó cuando él le dijo que le ofrecían un manto negro de tres meses.
Una vez guardado el equipo del mate, limpiado el azúcar y la yerba derramada por la mesa, en ese instante en que la tarde llena de sombras la parra y los recuerdos vuelven a su quietud de muerto, basta sólo una sonrisa o un leve movimiento de cabeza acompañado de un:
–¿Lista? –que pregunta él.
–Lista –que contesta ella.
Pronto se cumplirá un año más de la desaparición de Jorge, pero ellos no desesperan, quieren encontrarlo en algún rincón con una sonrisa.
1992

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