2 de abril de 2009

Ella

Sara Gallardo

Llegaba y todo se volvía distinto. Venía en galera, ocho caballos, látigos, ¡una polvareda! Se abría la portezuela y sólo ver su pie, y las maravillosas faldas que sacudía, y sólo esperar que levantara el velo del sombrero. Entonces. La sonrisa primero: el sol cuando aparece. Los claros ojos sensitivos, los pómulos. Venía el ademán, simpático si quieren, relegador hacia la nada, con que despedía a los hombres de melena revuelta que descolgaban el equipaje. Y le decían adiós como si dejaran caer en aquel sitio una gota de licor del cielo, no recuperable.
Era recuperable. Cada año volvía.
Aquel patriarca de su hermano, aquellos sobrinos, súbitamente galantes, saludaban.
¿Conocían la historia de un arribo de ella desde Europa? Los hombres de la aduana debieron esperar siete horas a que despertara, desayunara, se vistiera, bajara del barco. Estómago vacío, tiritando junto a los braseros, habían agotado los insultos en la espera. No la olvidaron, después. La recordaban como a un acontecimiento, un esplendor.
Sí, todo cambiaba. Los hombres se volvían galantes, y las mujeres sombras. Los servidores se enorgullecían de sus tareas: limpiar el suelo para sus pies era otra cosa. Que su hermano alto, de espuela sonante, no lo confesara importa poco.
Salía con él a caballo al otro día. Por caridad aquiescente, no descubría su repulsión por la barbarie, su horror por el campo.
Enseñó a bailar a todos. Un año llevó un gramófono. La casa perdió un aire guerrero.
Por fin, se desquitaba. A solas con la sobrina favorita, su ahijada, abría un maletín, sacaba las chucherías que encuentra el amor. Venía por ella. Hablaban como iguales. Sacaba un tónico para el pelo traído de París, moños, un cepillo de plata, y le cambiaba el peinado. Sacaba camisolas bordadas, un peine de carey, aceite de hígado de bacalao, una muñeca.
Volvía, cada verano, dos semanas.
Para los quince años prometió a su ahijada un hilo de perlas. Lo describió por carta, en papel rosa.
Era 1876.
Aquel año el ministro de guerra hizo avanzar la frontera en dos mil leguas. El diario lo decía.
Es natural, hubo respuestas. Siete, para ser precisos, sólo en Buenos Aires. Invasiones. Namuncurá, Catriel el fratricida, Reumay, Coliqueo, Pincén, Manuel Grande, Tripailao, Ramón Platero. Y sus ejércitos.
“No dejaron yeguarizo, ni vacuno, ni casa, ni persona a su paso” dice la crónica.
Ni viajeros.
De En el país del humo, 1977

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