10 de diciembre de 2009

El mensajero del rey

Carlos Gardini
A lo lejos, una bruma áurea en el horizonte, se alzan las murallas de la ciudad imperial. Debo cabalgar hasta alcanzarla y nada debe detenerme: ni bandidos ni mujeres ni mendigos, ni lobos ni pantanos ni tormentas.
Debo cabalgar día y noche, bajo el sol y la lluvia, con luna o sin luna, puesto tras puesto, cambiando de caballo, y si han arrasado el puesto y robado los caballos, o si al que llevo lo muerde una serpiente en el camino, o si tropieza con una madriguera de conejo y se quiebra una pata, debo seguir aunque se me gasten las botas y me sangren los pies, hasta suspirar de bruces el último aliento.
Pero nada de eso me importa. Entre tantas venturas y desventuras hay una pregunta que hace olvidar todas las demás: ¿podré seguir cabalgando, cabalgaré nuevamente día y noche, bajo el sol y la lluvia? Todo depende del papel amarillo enrollado y lacrado que tal vez anuncia una victoria o un desastre, o tal vez felicita al emperador porque su nieto cumplió cinco años. Nunca lo sabré con certeza, pues si la noticia es bienvenida el emperador sólo sonreirá y me recompensará sin hacer comentarios, y si la noticia es funesta nunca llegaré a enterarme de cuál era. Sé cuándo la noticia es importante por el monto de la recompensa, y sé también -aunque por suerte sólo de oídas- que las malas noticias tienen a su vez recompensas variables: de los azotes a la decapitación, de la mutilación el agua hiviente.
Por momentos siento la tentación de violar el lacre y leer el papel amarillo, pero en tal caso nunca seguiría mi viaje. Si la noticia fuera mala, temería el castigo que recibiría por ella; si fuera buena, temería el castigo que recibiría por mi infidencia. Tal vez el general que me entregó la carta informa al emperador que los bárbaros han cruzado las fronteras y le han destruido el ejército; tal vez el general mismo es un bárbaro y me ha enviado para anunciar las condiciones que impone como vencedor; tal vez no es un general. Yo no lo sé, no puedo saberlo, porque de lo contrario adivinaría o intuiría la naturaleza del mensaje y eso atentaría contra mi fidelidad o mi eficiencia; por lo tanto yo, que soy el portador de noticias de las que tal vez depende la existencia misma del imperio, soy el menos enterado. Lo que veo, en realidad no lo veo, ni oigo lo que oigo, ni huelo lo que huelo, ni toco lo que toco. Crecidas, sequías, pestes y desastres militares son para mí tan indescifrables como cosechas, celebraciones y triunfos. Para mí todas son marañas de situaciones en las que van y vienen figuras sin contorno, hombres y animales y flores y piedras que son variaciones de la misma cosa y no tienen identidad. Lo que entiendo, lo entiendo sin entender, ciegamente, sordamente, tras un velo de lluvia.
Porque yo, siendo el mensajero, no tengo ningún mensaje propio, y esta soledad de jinete a la que premian con un par de monedas o con grandes riquezas -y que tal vez un día premien con el dolor y la muerte- es un destierro, una cárcel que me aísla del universo, donde soy apenas una cifra vacía que cabalga y cabalga día y noche, bajo el sol y la lluvia, puesto tras puesto, recorriendo cada palmo de terreno que memorizo sin entender nunca, ansioso de llegar para saber si podré seguir cabalgando, si podré seguir preguntándome si cabalgaré nuevamente día y noche, bajo el sol y la lluvia, aferrado a las crines de mi oficio de paria.
De Primera línea, 1983

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