19 de diciembre de 2009

Roberto Arlt: la lección del maestro


Por Ricardo Piglia

Es tan difícil imaginar la vejez de Arlt como la juventud de Macedonio Fernández. ¿Qué hubiera pasado con Roberto Arlt de no haber muerto en 1942 y a los 42 años? ¿Hacia dónde habría avanzado su escritura? La excelente y en más de un aspecto definitiva edición de su Obra Completa que acaba de aparecer (editada por Lohlé) permite plantearse de otro modo esa pregunta. Tenemos reunido todo Arlt (las novelas, los relatos, las aguafuertes, el teatro y varios textos casi desconocidos) y la sensación de clausura que siempre produce una obra completa está sin embargo como corroída aquí por la persistente actualidad que mantiene Arlt entre nosotros.
“Uno no se desarrolla verdaderamente y a su manera sino después de muerto”, decía Kafka. Desde esa perspectiva habría que decir que la escritura de Arlt mejora con los años y se desarrolla en la dirección de la mejor literatura contemporánea. Y esto es así también porque lentamente se han ido creando las condiciones para que su obra pueda ser verdaderamente leída. Ha sido necesario despejar los sucesivos mitos (algunos de los cuales, dicho sea de paso, perseveran en el prólogo que Cortázar escribe para esta edición) que han entorpecido la comprensión de eso que Arlt traía de nuevo a la literatura argentina.
De hecho toda la existencia literaria de Arlt ha estado definida por la ilegitimidad. Durante años la sociedad literaria ha tendido a “corregir” a Arlt y hasta los burócratas más melancólicos de nuestra literatura se han sentido con derecho a tratarlo con una especie de condescendiente benevolencia. La manifestación más visible de ese rechazo se expresa, por supuesto, en juicios sobre su estilo. Difícil encontrar en la historia de nuestra literatura un ejemplo más claro de incomprensión y de ceguera.
El estilo de Arlt es un gran estilo y si ha sido negado de un modo tan unánime lo que debemos preguntarnos es qué era lo que su escritura venía a cuestionar. Murena, con ese empaque sombrío que él confundía con la profundidad, ha escrito un ensayo donde, a su manera, reivindica la obra de Artl sin dejar por eso de decir que ese estilo a menudo le parece ilegible. Sin duda, leída desde Murena, desde lo que Murena representa, la escritura de Arlt es ilegible. Durante años el estilo de Arlt ha sido un punto ciego: era imposible comprender todo lo nuevo que había en él.
Más profundamente, el rechazo de ese estilo es el síntoma de una desconfianza de fondo, una desconfianza que tendríamos que llamar social. Escritura desacreditada, la forma de escribir de Arlt aparece como la prueba y la señal de su “incultura”: escribe así porque “no sabe”, porque no tiene el refinamiento que permite, según se dice, cincelar un estilo. ¿Qué decir, si no, del argumento, tan difundido que ya forma parte del folklore de nuestra literatura, según el cual cuando se quiere probar que Arlt escribía mal se dice que… tenía faltas de ortografía? El juicio es ridículo (sería lo mismo que decir que un escritor escribe mal porque tiene mala letra) pero caracteriza bien la discriminación social que está en la base de ciertos juicios de valor. Arlt no sería un hombre educado: autodidacto (como la mayoría de los escritores argentinos, por otro lado, desde Sarmiento y Hernández hasta Borges y Lugones), ajeno a los sistemas de escolaridad que adiestran en el manejo “correcto” de la lengua, su relación con la cultura estaría fallada desde el origen.
La historia de la literatura nos ofrece versiones variadas de esta operación de descrédito. Virginia Wolf, por ejemplo, ha podido escribir sobre Ulises de Joyce: “Se me antoja un libro iletrado, falto de educación, la obra de un obrero autodidacto, y ya sabemos cómo son de fatigosos, egoístas, chillones, en última instancia, asqueantes”. Nadie ha dicho esto explícitamente sobre Roberto Arlt pero ése es el argumento básico que circula por debajo de muchas de las valorizaciones de su obra.
Por supuesto existen también (sobre todo entre sus “defensores”) los que han aceptado sin discusión este mito sobre la incultura de Arlt. Se trata para ellos de invertir el argumento y fundar ahí un juicio positivo: Arlt no sería un “intelectual” y eso garantiza la “fuerza” de su escritura. Expresión clásica de la ideología antiintelectualista (típica entre los intelectuales) que es un lugar común en el pensamiento reaccionario desde Maurras, esa perspectiva es la que determina la lectura ingenua de las obras de Arlt que ha hecho estragos en la historia de la crítica. Para descartar esa superstición bastaría con reconstruir la trama de textos citados y aludidos en sus novelas o ver hasta qué punto Arlt maneja, como pocos, un amplio y flexible repertorio de discursos culturales en la construcción de su escritura.
Convertirlo en un buen salvaje, hacer de él un escritor intuitivo, espontáneo, puro corazón, es una interpretación que, por supuesto, no entraba en los planes de Roberto Arlt. Una noche (cuenta Mastronardi), en una reunión de notorios escritores, después de escuchar una lectura de textos, Arlt se acercó al que leía y le preguntó con aire abstraído: “¿Usted piensa cuando escribe? ¿O se dedica de lleno a escribir sin distraerse del trabajo?”. Muchos de sus críticos escriben sin distraerse: no era el caso de Arlt, él era de los que piensan mientras escriben, de los que piensan mejor en nuestra literatura, habría que decir, y para confirmarlo sólo hace falta leer sus novelas.
Esta nueva edición de sus obras vuelve a plantear la pregunta que está siempre en el centro de la relación que las nuevas generaciones de escritores mantienen con sus clásicos: ¿qué significa, hoy, para nosotros, Roberto Arlt? Por de pronto somos muchos los escritores argentinos que vemos en sus textos y en su actitud frente a la literatura uno de las respaldos más firmes con lo que contamos en estos tiempos sombríos. Arlt es un punto de referencia clave y su obra una respuesta a varias falsas alternativas. En nadie se ve tan claro como en Arlt que la gran literatura es siempre una interpretación de la realidad y nunca un reflejo. Los relatos de Arlt son un ejemplo del modo en que la ficción transforma los materiales inmediatos de la realidad para construir metáforas de sentido múltiple.
Es absurdo pensar que Los siete locos es la crónica de los últimos años del gobierno radical o una narración de la crisis del 30: Roberto Arlt no es Julián Martel. El tratamiento casi onírico de lo político que se encarna en la figura insuperable del Astrólogo es lo que está en la base y es el motor de la ficción de Arlt. Sus textos avanzan en la dirección del tratamiento cada vez más abstracto y descarnado de lo social. En El criador de gorilas se puede ver funcionar en un estado puro la máquina narrativa arltiana. Allí la escritura se ha automatizado totalmente de las referencias inmediatas y África funciona como la escena misma de la ficción sin que los textos pierdan nunca ese contacto denso con lo real que es la marca de Arlt. Y en este sentido hay que decir que en esos cuentos africanos está representada mejor que ningún otro lado la violencia social que define a la realidad argentina de los años 30.
Ese modo a la vez elusivo y nítido de politizar su ficción es la gran lección que hoy nos ofrece Roberto Arlt. Desde esta perspectiva la edición de su Obra Completa quizás ayude no solo a leer mejor los textos de Arlt, sino también a leer mejor las ficciones que se han escrito y se escriben en la Argentina de hoy. Porque su obra define el espacio donde nuestros libros se incluyen. Roberto Arlt es en más de un sentido nuestro mejor lector. Por eso muchos de nosotros escribimos, también, para él: porque él, como nadie, supo escribir para nosotros.


Clarín, Cultura y Nación, Buenos Aires, jueves 23 de julio de 1981

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