11 de diciembre de 2009

Tiempo libre

Guillermo Samperio

Todas las mañanas compro el periódico y todas las mañanas, al leerlo, me mancho los dedos con tinta. Nunca me ha importado ensuciármelos con tal de estar al día en las noticias. Pero esta mañana sentí un gran malestar apenas toqué el periódico. Creí que solamente se trataba de uno de mis acostumbrados mareos. Pagué el importe del diario y regresé a mi casa. Mi esposa había salido de compras. Me acomodé en mi si­llón favorito, encendí un cigarro y me puse a leer la primera página. Luego de enterar­me de que un jet se había desplomado, volví a sentirme mal; vi mis dedos y los encon­tré más tiznados que de costumbre. Con un dolor de cabeza terrible, fui al baño, me lavé las manos con toda calma y ya tranquilo, regresé al sillón. Cuando iba a tomar mi cigarro, descubrí que una mancha negra cubría mis dedos. De inmediato retorné al baño, me tallé con piedra pómez y, finalmente, me lavé con blanqueador; pero el in­tento fue inútil, porque la mancha creció y me invadió hasta los codos. Ahora, más pre­ocupado que molesto llamé al doctor y me recomendó que lo mejor era que tomara unas vacaciones, o que durmiera. Después, llamé a las oficinas del periódico para ele­var mi más rotunda protesta; me contestó una voz de mujer, que solamente me insultó y me trató de loco. En el momento en que hablaba por teléfono, me di cuenta de que, en realidad, no se trataba de una mancha, sino de un número infinito de letras peque­ñísimas, apeñuscadas, como una inquieta multitud de hormigas negras. Cuando colgué, las letritas habían avanzado ya hasta mi cintura. Asustado, corrí hacia la puerta de en­trada; pero, antes de poder abrirla, me flaquearon las piernas y caí estrepitosamente. Tirado bocarriba descubrí que, además de la gran cantidad de letras-hormiga que aho­ra ocupaban todo mi cuerpo, había una que otra fotografía. Así estuve durante varias horas hasta que escuché que abrían la puerta. Me costó trabajo hilar la idea, pero al fin pensé que había llegado mi salvación. Entró mi esposa, me levantó del suelo, me car­gó bajo el brazo, se acomodó en mi sillón favorito, me hojeó despreocupadamente y se puso a leer.
En Cuentos breves latinoamericanos. Coedición latinoamericana, México, 2002, pp. 98-99.

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