13 de diciembre de 2009

Retrato


Por Rodolfo Walsh


La misteriosa desaparición de un creador de misterios


Un famoso escritor desconocido

Nombrar a Ambrose Bierce es evocar la memoria ilustre de Edgar Allan Poe. Ambos cultivaron asiduamente el horror en literatura; ambos padecieron el desprecio o la incomprensión de sus contemporáneos. Ambos murieron misteriosa muerte. En 1842, Poe había dado una receta famosa para escribir cuentos. Lo esencial, según él, era buscar "un efecto único", ya fuera de horror, de misterio, de "suspenso", y atenerse estrictamente a él. De los escritores posteriores a Poe, Bierce es quien sirve más fielmente esa regla: sus cuentos producen siempre una impresión definida, a menudo desagradable, a menudo terrible, casi siempre memorable. Posee elementos de técnica que Poe desconoce: el final sorpresivo, el incisivo humorismo, la lúcida facultad descriptiva. Para algún crítico, es Poe resucitado después de medio siglo y equipado con todos los sutiles perfeccionamientos que se han ido añadiendo al género.
Y con todo, Ambrose Bierce es casi un desconocido, no sólo en el extranjero, sino también en su propio país. Las antologías transmiten dos o tres de sus cuentos, los críticos de mala gana le reconocen talento, estilo brillante, invención feliz, pero su obra sólo se lee en reducidos círculos. Según Arnold Bennet, Bierce es uno de los ejemplos más sorprendentes de lo que él llama "celebridades subterráneas". Famoso, sin duda, pero sólo entre unos pocos.
Naturalmente, no faltan motivos para esta indiferencia, que en vida del escritor fue algo más: resentimiento y aun odio. Ambrose Bierce no se preocupó por hacerse querer de sus contemporáneos, ni tampoco de la posteridad. (Dejó una expresa maldición, a la que espero escapar, para quienes se ocuparan de escribir su biografía o trazar de él una mera semblanza periodística.)
Había empezado su carrera "literaria" en San Francisco, estampando inscripciones terroristas en las paredes de la Casa de Moneda. Allí mismo ejerció durante más de veinte años el periodismo, provocando descomunales polémicas, sin que nadie escapara al latigazo de su sátira. "Su pluma", dice George Sterling, "estaba empapada en hiel y ácido, sus ataques eran más temidos que el cuchillo y el revólver". El anatema de Bierce contra la ciudad de San Francisco merece un lugar aparte en la historia de la invectiva. "Es el paraíso de la anarquía, la cobardía y la ignorancia. Necesita otro terremoto, otro incendio, y, por sobre todas las cosas, un buen bombardeo. Moralmente, es una colonia penal, la peor de las Sodomas y las Gomorras del mundo moderno."
No es extraño que más adelante los editores de la ciudad así vapuleada se negaran a publicar sus libros de cuentos, que corrieron igual fortuna en el resto del país. Uno de ellos trae la siguiente nota aclaratoria: "La publicación de este libro, al que las principales editoriales del país han negado el derecho a la existencia, se debe al señor E. L. G. Steele, comerciante de esta ciudad. La mayor ambición del autor es que la obra justifique le fe del señor Steele en su propio juicio y en su amigo, A. B."
Esta proscripción de la obra de Bierce, como es natural, trasciende las fronteras de su patria. Para los lectores de habla castellana es desconocido, salvo por la traducción de dos o tres de sus cuentos.
Bierce escribió cuentos de misterio, cuentos de terror y otros simplemente truculentos. Se han señalado sus defectos: es sensacionalista, a veces es retórico, no ahorra el pormenor espantoso, la alusión macabra. Y, sin embargo, en algunos de sus relatos alcanza la difícil perfección del género. En uno de ellos nos presenta a un espía en trance de ser ahorcado, describe las atroces formalidades de la ejecución, que se realiza en un puente, sobre un río: los soldados inmóviles, la soga en el cuello, el puntapié que abre la trampa fatal. En ese instante, que debiera ser el último, la cuerda se corta, el prisionero cae al río. Desata sus ligaduras, huye a nado, perseguido por las balas del piquete. Se interna, ya a salvo, en un bosque. Camina interminablemente.
Llega después de mucho tiempo a la entrada de su casa, ve el pórtico blanco, ve a su mujer que sale a recibirlo con una sonrisa, siente un golpe lacerante en la nuca, ve una luz blanquísima que lo ciega, y entonces todo ha terminado. Está muerto. La soga no se ha cortado. Toda la aventura no ha sido más que una fugaz ensoñación desarrollada en los dos o tres segundos previos a la muerte.


Vida

Ambrose Bierce nació en 1842, en el estado de Ohio. Al estallar la guerra civil se enrola en las filas, donde alcanza el grado de mayor. Esta experiencia guerrera se refleja en muchos de sus relatos. Finalizada la contienda, se radica en San Francisco, donde colabora en distintas publicaciones. En 1872 se traslada a Londres, donde publica, con seudónimo, una brillante serie de fábulas satíricas: "Telarañas de un cráneo vacío". A propósito de seudónimos, los empleó en abundancia, y aun ahora no ha sido posible rastrearlos a todos. Siempre lo poseyó el gusto por la intriga, por la mistificación. Llegó a comentar sus propios libros y a entablar polémicas consigo mismo. Pero lo mejor de su obra está contenido en dos breves tomos de cuentos.
En 1876 volvió a San Francisco. En 1893 había dejado de escribir cuentos. Sin embargo, aun cultivaba el periodismo. Hemos dado una imagen del escritor: un hombre solitario, amargado, cínico. Daremos ahora otra, diametralmente opuesta, la que nos presenta Van Wyck Brooks en su semblanza de Bierce. Nos dice que en sus últimos años Bierce es un hombre apacible y bondadoso, rodeado de discípulos, a quienes comunica desinteresadamente las experiencias artísticas que ha recogido en su vida. Deja una vasta correspondencia en la que explica, compara, aconseja y juzga sin acritud, con benevolencia. Sin embargo, no ha perdido del todo el gusto por la mistificación, por el escándalo. En 1899, en complicidad con Carroll Carrington y Hermann Scheffauer, hace publicar un poema de este último, atribuyéndolo a Poe, con la clásica historia del manuscrito encontrado por casualidad. El poema no es malo, y podía haber sido escrito por Poe. Lo cierto es que nadie protesta. Nadie se pronuncia. Bierce publica un artículo en el que se declara escandalizado por el escaso eco que ha tenido el hallazgo; no garantiza –dice– la autenticidad del mismo, pero opina que debería haber despertado un poco más de interés en los críticos. Y paradójicamente es aquí, al comentar una fábula elaborada por él mismo, donde Bierce afirma que "el arte es la única ocupación seria que hay en la vida".


¿Muerte?

En 1913 Bierce tiene setenta y un años. Es un anciano. Olvidado de sus contemporáneos, resignado con su destino, se diría que lo único que puede hacer es esperar tranquilamente el momento de su muerte. Y, sin embargo, detesta la idea de "esa muerte por vejez, por enfermedad o por una caída en la escalera del sótano".
Ha llevado una vida de permanente acción. Ha sido soldado, ha sido uno de los escritores más agresivos y agredidos de su época, ha glorificado en relatos inolvidables la muerte en el combate, el heroísmo, la abnegación.
Por aquella época, México es teatro de sangrientas luchas internas. En noviembre de 1913 Bierce escribe diciendo que se va a México, que lo lleva un propósito bien definido, pero no expresa cuál es ese propósito.
Lo que sucedió después es uno de los mayores misterios de nuestra época. Bierce desapareció sin dejar rastros, y hasta el día de hoy no se tuvieron noticias ciertas de él.


"Parker Adderson, filósofo"

En "Parker Adderson, filósofo", uno de sus cuentos, Bierce había tenido, quizá, la prefiguración de algunos instantes de su muerte. Es la historia de un espía federal, en la Guerra de Secesión, que cae en poder del enemigo. Antes de ser fusilado, el general lo interroga: –¿Cuál es su nombre?
–Puesto que he de perderlo al alba –responde el prisionero–, no vale la pena ocultarlo. Parker Adderson.
–¿Su grado?
–Muy humilde. Los señores oficiales son demasiado valiosos para confiarles misiones de peligro. Soy sargento.
–¿De qué regimiento?
–Perdón. No he venido para dar datos sobre nuestras fuerzas, sino para averiguarlos sobre las suyas.
–¿Reconoce, pues, haberse infiltrado bajo un disfraz en nuestro campamento para obtener informes sobre el número y la moral de mis tropas?
–Sobre el número. La moral, ya la conozco. Es desastrosa. Y así sucesivamente. El espía sabe que será fusilado al amanecer, pero se ríe de la muerte.
El general firma la sentencia. Afuera llueve.
–Mala noche –dice el general.
–Para mí, sí –responde el prisionero.
–¿Piensa usted ir a la muerte sin dejar de bromear? ¿No sabe que la muerte es asunto serio?
–¿Cómo habría de saberlo? No he estado muerto en toda mi vida.
–La muerte es, por lo menos, la pérdida de la felicidad que hayamos alcanzado.
–Una pérdida de la que no tenemos conciencia puede soportarse con serenidad, y esperarse sin temor.
–Si el estar muerto no es condición desagradable –dice el general–, el acto de morir ha de serlo.
–El dolor es desagradable, sin duda. Pero quienes más larga vida alcanzan son los que más lo padecen. Lo que usted llama la muerte es simplemente el último dolor. La muerte no existe. Suponga que yo intento escapar. Usted levanta el revólver que tiene escondido sobre las rodillas y dispara. Yo me desplomo, pero aún no estoy muerto. Después de media hora de agonía, digamos, estoy realmente muerto. Pero en cualquier momento dado de esa media hora, he estado vivo o muerto. No hay términos medios. La naturaleza es muy sabia.
–La muerte es horrible –exclama el general, a pesar suyo.
–Para nuestros salvajes antecesores, sí. No tenían inteligencia bastante para separar la idea de conciencia de la idea de las formas físicas en que se manifiesta.
Transcurren las horas. Parker Adderson sigue filosofando con la mayor ecuanimidad. Es el general, y no él, quien parece el condenado a muerte. Nada puede alterar la lucidez de su inteligencia, la certera viveza de sus réplicas.
Pero al fin ha llegado el momento. El general llama a un oficial y le ordena:
–Tome un piquete, lleve al prisionero y fusílelo.
Y entonces ocurre lo inesperado. Ese hombre que ante la mera idea de la muerte ha conservado una admirable sangre fría, ante la muerte actual, verdadera, se derrumba como un muñeco. Trata de huir, inicia una lucha insensata, es reducido, y, sin cesar de gemir y suplicar, es llevado al sitio de la ejecución donde es muerto como un perro.
Algunos aseguran que Ambrose Bierce fue fusilado por los guerrilleros de Pancho Villa. Lo que nunca se sabrá es si supo conservar hasta el fin el razonado valor primero de Parker Adderson, el filósofo, o si, como él, tuvo miedo en el último instante.


De El violento oficio de escribir, Obra periodística (1953-1977)

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