18 de mayo de 2009

Marco Denevi: Descubrimiento del hombre y encuentro con el escritor


Por Haydée M. Jofre Barroso

¿Por qué escritor? ¿Eligió usted o eligió el destino?
No creo que hubiese podido llegar a ser escritor sin el favor de las circunstancias o por lo menos con su oposición. Pero tampoco creo que las circunstancias hubiesen podido transformarme en escritor sin el concurso de la vocación. Quién sabe cuántos escritores, por culpa del destino (ese azar) viven sub specie de oficinistas o de comerciantes. Y se sabe que muchas personas, por más que el destino las invite a ser escritores, no lo son (aunque por ahí escriban, de puro atentas con el destino).
Pero usted, concretamente ¿habría podido ser otra cosa? ¿Qué, por ejemplo?
La pregunta viene bien para aclarar un poco mi respuesta anterior, que está confusa. ¡La vocación! Al fin y al cabo, la vocación es esa certidumbre de que en un determinado dominio de la ciencia, del arte o de la acción estaremos en condiciones de practicar una especie de ejercicio de propiedad. Pero, dentro de un mismo dominio, no todos son llamados para idénticas funciones. En literatura, por ejemplo, hay una convocatoria para ser autor, otra para ser crítico, otra para ser lector (que no es quien lee sino quien reescribe mediante la lectura). Sin unos y sin otros no existiría la literatura. La coincidencia entre el llamado y nuestra respuesta es siempre una fuente de profunda felicidad, señal de nuestro acierto. Cuando nos equivocamos y no nos damos cuenta, hacemos el ridículo. Cuando nos equivocamos y nos damos cuenta, sentimos tristeza, también envidia y rencor. Otras veces es el mundo el que, como una muralla china, se interpone entre el llamado y nuestra respuesta: qué dolor. Y otras veces ocurre la inexplicable paradoja: sabemos, vaya si lo sabemos, que la irresistible voz nos llama para ser tal o cual cosa en tal o cual dominio, y son condiciones innatas para serlo, salvo ese hondo sentimiento, ese gusto, ese interés, esa inclinación. Digo todo esto porque de todo esto he experimentado en mi vida. Fíjese que desde joven percibí, dentro de mí, el llamado de la política. Pero ahí se produjo la mencionada paradoja y, por si fuera poco, la inserción de la muralla china. Por muralla china entiendo, en este caso, principalmente las técnicas de reclutamiento de los políticos, vale decir, el comité, que yo no he pisado ni pisaré jamás. Otra vocación: el teatro.
Con el teatro tuvo más suerte.
No crea. Como autor, me especialicé en fracasos. Como actor (porque también me habría gustado ser actor) fui rechazado en el umbral. Hasta que a los treinta y dos años de edad, mientras vivía bajo la apariencia de un funcionario de la burocracia, oí una vocecita tímida que me llamaba y a la que, ¡por fin!, me sentí en condiciones de responder: la literatura. Las circunstancias no se opusieron, y así fue como en 1954 escribí Rosaura a las diez. Pero no he terminado con la lista de mis vocaciones: faltan la música y el cine. Se me dirá que confundo aficiones con vocaciones. A mucha gente le gusta la música, le gusta el cine, pero no emplea la pretenciosa palabra vocación para calificar sus gustos. No, no es mi caso, créame. La música es para mí aquel territorio propio que, a mi juicio, autoriza a hablar de vocación. Y si no, vea: sin haber hecho estudios, le he puesto música a Los doce gozos de Lugones, mía es la música para la adaptación de Ceremonia Secreta en televisión, he compuesto dos lieder con poemas, nada menos, de Verlaine. Pero no soy, por responsabilidad de las circunstancias y de mi pereza, sino un amateur. De proponérmelo y de contar con el socorro de las circunstancias, habría sido un compositor hecho y derecho. En cuanto al cine, no puedo dejar de oír su llamado para incorporarme como director, ni la vehemente respuesta de mi convicción de que sabría serlo.
Se nota, en sus novelas, el gusto por la visualización y por el ritmo, casi diría por la estructura cinematográfica.
Sin embargo las he escrito sin pensar en su posible adaptación para el cine. Lo que ocurre es que sí, veo cuanto describo con palabras. Lo veo tan nítidamente que quizá de ahí provenga la excesiva minuciosidad con que, según un crítico, retrato a mis personajes. Volviendo a mi vocación por el cine: no espero poder satisfacerla nunca. Deberé conformarme con ser un mero proveedor de argumentos que otros usarán como el escultor usa el barro o el yeso.
Llama la atención, Denevi, esa pluralidad de vocaciones que yo, francamente, no le conocía.
Y que no es muy común. Puedo decirlo sin vanagloriarme, porque no es fruto de mis méritos sino de mi naturaleza, y porque no se corresponde con una pareja pluralidad de dotes. Sobre todo, de dotes de energía para sobreponerme a la adversidad de las circunstancias. Usted, al comenzar esta conversación, habló de elección y de destino. Según Sastre, llamamos destino a la suma de nuestras elecciones. Hay una gran soberbia en el fondo de ese pensamiento. Pero es evidente que, en mi caso, ha habido reiteradas malas elecciones.
No con respecto a la literatura. No se queje.
No me quejo. Y sin embargo, sé que la pluralidad de mis vocaciones, como usted la denomina, no es un tonto deseo de “tócalotodo” que quiere mariposear superficialmente por todas partes sin profundizar en ninguna. Pero pasemos a otro tema, porque si no usted va a pensar, con toda razón, que en la lista de mis vocaciones falta una: la de hablar de mí mismo.
Me consta que rara vez lo hace. Hasta estoy asombrada de que me haya hecho este tipo de confidencias. Para no abusar, paso a un terreno estrictamente profesional. ¿qué es más importante para usted: el acto de inspiración o el acto de creación?
Resígnese de antemano a la penuria de muchas de mis respuestas. Le recuerdo que no estoy hecho ni preparado para teorizar sobre literatura, ni siquiera sobre la mía. A gatas sé escribir ficciones. Soy más intuitivo que otra cosa. Carezco de estudios especializados. Si fuese pintor me apodarían naif. Pero si se trata de averiguar qué prevalece en mi trabajo, si la irracionalidad o el cálculo, si la libertad o la elaboración, si la espontaneidad o la matemática, respondo que sí a todo, a lo uno y a lo otro. Hoy nadie se anima a hablar de inspiración, porque se la considera una bobería decimonónica. Pero yo no tengo ninguna vergüenza de confesar que a veces me siento “inspirado”, como si un fuego de Pentecostés se posara sobre mi cabeza y me revelase el texto que escribo poco menos que como un taquígrafo. Pero también es cierto que a menudo mi obra responde a mi deliberación. Y frecuentemente lo que escribí bajo el dictado de la inspiración pasa después por las manipulaciones de taller.
¿Se siente fraccionado, dividido, entre el escritor y el hombre?
¿Un desdoblamiento al estilo del doctor Jekyll y de mister Hyde? Que yo sepa, no. A lo menos no me he dado cuenta. A lo sumo, cuando escribo dejo a un lado mis dolencias físicas, nada más. Pero todo cuanto encuentra en el escritor lo habrá encontrado antes o lo encontrará después en el ser humano.
Me refería a que si el escritor y el hombre no entran nunca en conflicto, si nunca hay peleas entre ambos.
Me imagino que a usted no le interesarán ciertas discordias triviales, como por ejemplo: que el escritor se crea obligado a aceptar dar una conferencia y el hombre, que odia las conferencias, sienta ganas de propinarle al escritor una pateadura. Vayamos a conflictos más serios. Sí, los hay, por qué negarlo. Una vez Victoria Ocampo me mandó una carta en la que, entre otras cosas, me dice (cito de memoria): “Nunca sacrifiqué lo vivido a lo escrito. Siempre me he puesto del lado de la vida”. Pero yo, desde que vivo de mi profesión de escritor, noto que, para escribir, me condeno a largas horas de soledad y de aislamiento que al escritor no le pesan pero que el hombre, en su fuero íntimo, a menudo siente muy gravosas. Es cierto que jamás permití que el escritor tuviese intereses contrarios a los del hombre, o que el escritor usurpase la perspectiva del hombre, o que las experiencias del hombre quedasen confinadas en las del escritor. Pero, de todos modos, hay un problema de tiempo, de dedicación, de trabajo, que no he sabido o no he podido resolver sin perjudicar ya al uno, ya al otro. Mejor dicho, el perjudicado es siempre el hombre.
(…)
¿Qué tipo de relación tiene con su obra?
Se me ocurre que –calidad aparte– la relación entre un creador y su creatura es siempre la misma: primero, durante los felices y atareadas días del Génesis, un loco amor. Después, en el sábado del ocio, sobrevienen las dudas, el hastío, los temores, el arrepentimiento, la tristeza y hasta la cólera. Y por fin, apenas los adanes y las evas remontan su propio tiempo y su propia historia, renace aquel amor, ahora dulce, nostálgico, tierno, indulgente, secretamente orgulloso, que espía desde lejos pero que ya no puede intervenir nunca más.
¿Cuáles son las ventajas y desventajas de su método de trabajo?
Desde octubre de 1968, esto es, desde que no ejerzo otra profesión, escribo diariamente, de lunes a sábado, varias horas diarias (salvo los días en que debo dedicarme a otra cosa, casi siempre algún fastidio). Esto no significa, de más está aclararlo, que todo lo que escribo vaya a parar a la imprenta: buena parte va a parar al canasto de los papeles. El método, si lo comparo con el anterior (escribir en los “ratos libres” y qué bien dicho: libres) no tiene para el escritor sino ventajas. Escribir, después de todo, es una gimnasia que se beneficia con la práctica cotidiana.
Le voy a hacer una pregunta que no es mía (tengo opinión formada al respecto), sino que proviene de cierta romantización que la gente hace con los escritores: ¿no tiene miedo de que escribir todos los días se convierta en una rutina y que esa rutina le mate el placer de escribir, lo sepulte en una especie de burocracia de la creación?
Qué curioso. No hace mucho, en mi presencia, y a raíz de las doscientas representaciones de una obra de teatro, una señora le preguntó al protagonista de la obra (un actor famoso) algo parecido. Y el actor respondió acaso con cierta cursilería pero con una gran verdad: “Señora –le dijo– cuando usted todas las mañanas despierta a sus hijos, los viste, los peina, les sirve el desayuno, los acompaña hasta la escuela, los despide con un beso, etc., etc., ¿siente que su amor por ellos disminuye a causa de esa repetición?”.
(…)
¿Cuál es el rasgo sobresaliente de los escritores?
¿Uno que sea común a todos? Francamente, no lo sé. No se me ocurre qué rasgo puedan compartir Jack London y Boccaccio, Céline y Perrault, o Enrique Larreta y las hermanas Bronté, que no se vincule con la capacidad de convertir en un texto legible la suma de sus sueños, de sus experiencias, de sus visiones. Pero espere: ahora que lo pienso, me parece que todos los grandes escritores, los verdaderamente grandes, digo, los Dostoievski, los Dickens, los Faulkner, los Maupassant, son la rencarnación moderna del mago Tiresias, que poseía dones adivinatoriso y proféticos y que podía transformarse en hombre y en mujer y ver la vida desde una perpectiva y otra perspectiva. Me acuerdo de que Murena dice algo parecido, en Homo atomicus, a propósito de Sócrates. Entendámonos: no se trata de un hermofroditismo sino de una especie de totalización de las perspectivas habitualmente diferenciadas según el sexo. Vea el caso de Zola, por ejemplo, de un temperamento tan robustamente masculino pero que, en sus novelas, sabe también mirar a través de un ojo femenino.
(...)
¿Cuál es el género que más interesa? ¿Y el que más ama?
Aclarado que, en el orden de mis preferencias, el cine está antes que el teatro y el teatro antes que la literatura, dentro de los géneros literarios el que más me interesa y el que también más quiero es el cuento. Pero no soy de los que opinan que escribir un buen cuento es más difícil que escribir una buena novela. Justamente creo que es al revés.
¿Cuándo y cómo comienza un libro o una pieza? ¿Cuáles son su ritmo, los pasos que sigue, las leyes a las que se ajusta, las exigencias a las que se somete?
¡Diablos, cuántas cosas quiere que conteste sin que yo tenga la menor idea de lo que deba contestar! Le prometo empeñarme todo lo que pueda en rescatar a ese Denevi, a esos Denevi ya diferentes de mí que, en el pasado remoto o próximo, se sentaron frente a una máquina de escribir y dieron comienzo a una novela, a un cuento, a una (sediciente) pieza de teatro. Si no me equivoco, todos tenían una idea de qué es lo que iban a escribir, una idea previamente masticada y rumiada, que después, a medida que la transformaban en un texto escrito, se les iba al diablo porque entonces aparece la visualización de que antes hablamos y a menudo ocurre que lo que “veo” ya no coincide con lo que pensé, sin olvidar las ocasiones en que todo lo que escribo es fruto de una brusca repentización, Sé que muchos escritores hacen borradores, versiones preparatorias de una definitiva. Yo no puedo. O lo que escribo (digo, en cuanto al texto) es definitivo o no es nada. Consecuencia: gasto papel como no se imagina, porque si no le doy yo mismo el imprimatur a lo que escribo y a medida que lo escribo, empiezo de nuevo. El ritmo del dactilógrafo empírico que soy se acomoda bien al ritmo de mi pensamiento. La escritura de puño y letra se me retrasa y acaba en jeroglíficos indescifrables. Mi mayor preocupación es de que no haya disidencias entre el qué digo y el cómo lo digo. Créame que si busco un adjetivo, un verbo, una imagen, una comparación (de esas que sobreabundan en mi prosa) es para cuidar por un lado la nitidez de la expresión y por otro lado la fidelidad de la transmisión. Últimamente he hecho lo que nunca: a raíz del cambio de editor de un libro mío, sometí a éste a una revisión de cabo a rabo. Y estoy por meterme en otra novela: con el material o, mejor todavía, con el núcleo narrativo de una novela ya publicada me he propuesto escribir una nueva novela, muy diferente de la anterior, porque en la anterior se me figura que no supe sacarle partido a un tema espléndido (creado por la realidad, no por mi imaginación). Antes de pasar a otro tema, déjeme aclarar que lo que acabo de decir (más bien, de frangollar) respecto de lo que usted me preguntó, se refiere a lo ya hecho. Como vivir es modificarse, no le garanto que mi respuesta de hoy valga para mañana. Quién le dice que, en el futuro, haré borradores o me pondré a escribir un cuento sin tener la menor idea de qué voy a contar.
¿Necesita inventarse oasis para sobrevivir en el complejo mundo de nuestra época, para usted no lo es?
Lo es, aunque sospechoso que el mundo siempre ha sido complejo y seguirá siéndolo para todo aquel que tiene un modelo del mundo. Pero es evidente que, con modelos o sin modelos, y aunque más no sea que por razones de aglomeración, vivir se vuelve cada vez más peliagudo y la realidad más ingobernable a pesar de los adelantos tecnológicos. ¿Sabe? Se me ocurre que de ahí proviene el auge de los deportes, quiero decir, ese desmedido interés de la gente por deportes que a menudo no practica: ahí se encierran en un mundillo al margen del otro. Ese sí que es un oasis inventado para sobrevivir, como usted dice. Claro que un oasis que encubre el feroz negocio de unos pocos que le sacan buen provecho. No crea que yo no me meto, de vez en cuando, en ese “microcosmos”.
(…)
¿De dónde nacen sus temas y sus criaturas?
De la realidad, claro. De la que me rodea y de la que está dentro de mí, recompuesta según el orden de la literatura.
Cuando convierte a un ser real en personaje suyo ¿qué siente? ¿Satisfacción, remordimiento, temor?
Ninguno, créame, ninguno de mis personajes es el doble literario de un ser real. La imaginación no crea nada de la nada, cierto. Pero la mía combina los datos de la realidad, hace con ellos una especie de montaje. Imito a la naturaleza, que con los ojos de la madre, la nariz del padre, la boca del abuelo, el lunar de la tía soltera y, si se descuida, con el mentón del vigilante de la esquina arma un nuevo rostro, el de ese recién nacido cuya fisonomía es original no en cada rasgo por separado sino en su combinación.
Después de todo lo dicho: en realidad ¿quién es Marco Denevi?
Le respondo con el título de la novela de Pirandello: uno, ninguno y cien mil. Como todo el mundo, por otra parte, ya que todos tenemos tantas personalidades cuantas los demás nos atribuyen. En realidad no somos: parecemos.
¿Incluso para nosotros mismos?
También, también. Yo puedo afirmar, por ejemplo, que soy muy sensible. ¿Los soy? ¿O me parezco sensible? Y si a los demás les parezco insensible, ¿dónde está la realidad? ¿En mi parecer, o en el de los otros? Hasta aquí usted ha concedido la palabra a mi parecer. Concédasela también al de los otros. Entonces se verá que, como el Gengé pirandelliano, soy centomila. Es decir, nessuno.
Denevi, Marco, Obras Completas 1, Ediciones Corregidor, 1980, Buenos Aires

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