7 de mayo de 2009

La travesía

Pedro Orgambide

Un carro avanzaba por el camino, en medio de la tierra árida. Planeaban en lo alto los chimangos, volaban su vuelo fúnebre sobre las osamentas.
–Perros –masculló el hombre.
Volvió su mirada a los médanos, más allá todavía, hacia la tierra fértil que había abandonado. La mujer observó el rostro del hombre en una muda súplica que nadie vio. Acarició a su chico con paciencia. El carro se balanceaba, ebrio, en el arenal.
–Hay que empezar de nuevo –meditó la mujer.
–Perros –repitió el hombre.
Azuzaba al caballo, los ojos fijos en el camino, en las nubes de polvo que un viento seco levantaba en la huella.
–…Mirá que decirme negro peleador y borracho –recordó, mientras los chimangos formaban un círculo en el aire, una herradura negra sobre el yermo–. Mirá que decirme eso a mí, que nunca me metí con nadie…
–Olvidá, ché.
–No puedo.
El chico los oía hablar, ajenos y lejanos, mientras miraba las huellas que dejaban las ruedas del carro en el camino. Quería dormir o jugar con su perro o ir a cazar martinetas en el monte. Quería cualquier cosas menos eso, el estar allí, tirado, junto a los paquetes, los catres, y el armario atado con sogas de la familia errante.
–Tengo sed –dijo el chico, y bebió el agua tibia de la lata. El campo entero parecía tener sed. No se veía un solo rancho. El perro, que trotaba detrás del carro, de vez en cuando encontraba un delgado, casi invisible hilo de agua, y corría hacia él con ladridos de júbilo. Túmulos de arena, algo menos que dunas, orilleaban aún la vastedad de la planicie. Ella se extendía ante los ojos del hombre como si fuera un desafío.
La mujer creyó oír la música del agua; rodaba como un eco, se confundía al ruido monótono del carro en el camino. Bastaba callar para escuchar la música.
–No estés triste –dijo.
–Nos quitaron la tierra –se quejó el hombre–. Todo, todito.
–No estés triste, te digo.
La mujer entregó la lata al hombre, que bebió en dos sorbos rápidos, para encender después un cigarrillo. Un gusto ácido le llenó la boca, pero siguió fumando, rumiando su pena. Aminoró la marcha. El caballo babeaba su sed. No se veía otra cosa que esa mancha amarilla, casi infinita, del desierto. El chico se adormecía, afiebrado, buscaba el regazo de la madre. Ella humedeció sus labios en la lata y después la cubrió con la arpillera. Sentían la ropa pegajosa de tierra y de sudor, los ojos enardecidos, y las manos torpes, cansadas.
–Vamos al valle –informó el hombre, como si en esas tres palabras cifrara su esperanza.
–¿Y qué hacemos, decí? –preguntó involuntariamente la mujer, a las espaldas de su compañero.
–Trabajamos, ¿qué otra cosa hay que hacer?
–Lastima la casa…
–No hay casa, no hay tierra. Eso es como robar, ¿oís? Así me dijo el funcionario. Te juro: lo hubiera aplastado como a un bicho. Si no lo hice fue por vos, por la criatura…
Ella se volvió, sin contestar. El aire se espesaba sobre el llano, pesaba sobre la frente, encima de un pedregal que se extendía con sus efímeros yuyos hacia el Sur. El chico buscaba el aire con la boca abierta, gimoteando. Después se adormecía, confundiendo las imágenes del monte, escuchando el ladrido del perro, nadando en un río de aire en el que se hundía irremediablemente, lejos, muy lejos de los caballos que corrían libres por la llanura.
–El chico tiene fiebre –informó la mujer.
–Es el sol. Tapalo.
No hablaron más. Sintieron las bocas secas de silencio. Avanzaban esperando la noche, un poco de ese frío del Sur que vendría junto a las estrellas.
Semejante a una gran luciérnaga en el aire, se balanceaba el farol en la mano del hombre. Parecía buscar algo en la oscuridad, un rastro humano, una pisada. Parecía buscar algo en la oscuridad, un rastro humano, una pisada. El carro, detenido, cobijaba a su gente del frío de la noche. Levantó el farol y vio a lo lejos algo menos que un rancho, una tapera en la que ondulaba una bolsa con los golpes del viento. Se acercó casi sin esperanza. Era imposible que alguien viviera allí. Un bulto se perfiló en uno de los costados de la tapera. Observó entonces la presencia de un viejo y una cabra esquelética, y, más atrás, las sombras de la mujer y los chicos. El viejo contestó el saludo del desconocido, movió apenas los labios con esa total indiferencia del yermo: lo ojos apagados, gises, estudiando al paisano de la tierra próspera.
–Tengo la mujer y el chico afuera –explicó el hombre.
Pero el viejo no le contestó. Parecía absorto, valorando las alpargatas del desconocido.
–Voy hacia el valle –agregó éste.
–El valle –repitió el viejo con la misma ausencia de su gesto–. Yo estuve allí… hace mucho.
Calló, como si se arrepintiera de la evocación.
–Tenía casa –contó–, tenía tierra…
El viejo se volvió para ordenar a la mujer.
–Hace lugar que viene gente.
El hombre agradeció con un gesto y regresó junto al carro, siempre con el farol, con la luciérnaga parpadeando en las sombras. Al rato hizo su entrada en el rancho, seguido de los suyos. Un fuego tímido indicaba a los recién llegados algo así como un ritual de la solidaridad. Se reunieron alrededor del fuego, huérfanos y acompañados en la noche del Sur.
–El chico se me moría de tanto sol –dijo la mujer.
El viejo sonrió. Para él, aquellos campesinos sin tierra eran como chicos. “Paisanos flojos”, como todos los de la llanura, hombres que en el desierto andaban perdidos, muertos de sed, mostrando sus flojeras. Él no era de esos. Se había resignado a un pedazo de yermo, que nadie, ni loco, le disputaría.
–No se van a morir, no –aseguró el viejo mientras tomaba la botella de aguardiente que le acercaba al forastero–. Se acalientan nomás, pero no mueren, no.
–Hay que llegar al valle –casi juró el hombre.
–Está lejos –musitó la mujer.
–¡Uh! –comentó la vieja, una sombra que se hizo mujer al acercarse al fuego.
El viejo estalló en una carcajada y explicó señalando a la sombra:
–Está no sabe lo que es eso. Ésta no sabe si hay cristianos del otro lado de la huella.
Siguió bebiendo sin dejar de reír.
–Yo sí conozco el valle –dijo– yo sí conozco la tierra buena. La conozco ¿eh? Pero no vuelvo más. Ustedes son jóvenes. A ustedes les quitan la tierra y vuelven a empezar… pero yo… y éstos… Si ni nos quieren para abono.
–Acá no podría vivir –pensó el hombre en voz alta.
–¿No?
–Digo…
–Y, ¿digo puede vivir el pobre, don?
Para sus adentros, el hombre se prometió que nunca viviría así. Porque no era de hombres vivir así, como las bestias. El viejo salió de la tapera con la botella de aguardiente en la mano. Gente y perros quedaron junto al fuego, silenciosos, mirando las llamas que se apagaban lentamente. Por fin se recostaron en el suelo, disponiéndose a dormir. Sólo el viejo rezongaba afuera, ebrio y solitario. El hombre escuchó su risa, los insultos y el paso vacilante del viejo entre las sombras. Oyó luego cómo arrojaba la botella, un ruido a vidrios rotos, y luego el silencio, el gran silencio que rodeaba la tierra.
–No tengás miedo –le dijo a su mujer. Y se durmió.
Hacía varias horas que el viejo los despidiera, a un costado del camino. Hacía varias horas que el hombre acariciara los flancos del caballo, animándolo a seguir. Sabían que iban a librar un combate desigual, lo olían en el aire denso, pesado, de esa madrugada. De vez en cuando veían una osamenta, un fierro, una madera. Eran los únicos vestigios de una vida probable. Y lo difícil era avanzar en el silencio, en la esperanza de una voz humana, del paso de un animal, o el ruido del agua entre las piedras. “Solos” –pensó el hombre, sintiendo cómo se cerraba la soledad sobre la pampa blanca, achicándose como un puño en el pecho.
El hombre calculaba las energías del caballo. Trataba de administrarlas lo mejor posible, temeroso de vencerlo.
Sentía una oscura, inconfesada piedad por su animal.
–Vamos –lo animó chasqueando la lengua, esperando su reacción. Con esfuerzo el caballo apuró el paso, levantó la cabeza como queriendo respirar, se agitó en un ciego impulso que el hombre controló con la riendas. Después lo hizo marchar despacio por la huella.
–Todavía aguanta –informó a su mujer.
–Pobre –comentó ella, acercándose.
–Si se nos queda ahora…
Pero era mejor no pensarlo. De suceder así, tendrían que marchar a pie, sumar cansancio al viaje. Sin embargo, no era eso lo que más temían. Lo peor era sacrificar al animal, ayudarlo a morir. Lo habían previsto, pero lo callaban. No podían ceder ahora, ni con el pensamiento.
–Tenés que aguantar –casi gritó el hombre.
Un sol ardiente les golpeó con paciencia. Lenta, penosamente, el carro atravesaba la pampa blanca.
–Maldita tierra –dijo el hombre.
Muchas horas debieron pasar. El chico despertaba con una sensación extraña, como si aquello que veía no fuera realidad sino una de las tantas imágenes de su pesadilla.
La mujer inclinaba su cabeza, vencida de cansancio. Se escuchaba, lejano, el ladrido del perro. Muchas horas debieron pasar, muchas, porque el tiempo ya era un dolor muy viejo, alguna cicatriz del hombre mientras vagaba por la tierra.
La mujer acarició la mano de su compañero: deslizó sus dedos por la piel áspera curtida por el sol. Pensaba que a veces su hombre era como un chico. Lo acarició suave, lentamente, como cuando estaban junto al río.
–Ya falta poco –lo alentó.
Otra vez el chico regresó a su sueño: regresaba a los grandes árboles y al estampido de las escopetas de los cazadores, a un vuelo fugitivo de martinetas y a un chillido de pájaros. Lo despertó el ladrido del perro. Lo vio trotar, detrás del carro. Extendió sus brazos y silbó. El perro, de un salto, estuvo junto al chico. Sin fuerzas, jugaron igual que cuando corrían por el monte. Pero un gran cansancio subía de la tierra. Pronto terminaron de jugar. El chico se adormecía, otra vez, pese a los barquinazos. El pero se echó boca arriba, como esperando lluvia. Pero la lluvia no llegó. Pasaron bajo los nubarrones grises, sin esperanza.
–Maldita tierra –repitió el hombre.
–Ya falta poco –lo alentó la mujer.
A lo lejos surgieron unos barrancones rojos, tierra alzada de sed, moles de arcilla semejantes a la cresta de algún gallo gigante. El hombre no reparó en ellas. Observó al chico dormido, al perro boca arriba.
–Ojalá que aguante –dijo el hombre mirando al caballo que avanzaba ciego, sin necesidad de las riendas.
Los ojos se cansaban de mirar lo mismo. El carro parecía detenido en un punto fijo de esa nada, de un círculo eternamente repetido, rodando de pereza por el tiempo. Pero avanzaba, lento, como la esperanza del hombre, hacia los altos álamos del valle.
De La buena gente, 1970

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