5 de julio de 2009

La casa del largo pasillo

Abelardo Castillo


Quién sabe, acaso fue porque hacía tantos años que Timoteo era ascensorista de la Torre y a fuerza de vivir subiendo y bajando acabó por no concebir más que dos direcciones posibles –hacia arriba y hacia abajo–, o, acaso, porque era la primera vez que la veía; el hecho es que aquella noche, al pasar frente a la casa del largo pasillo, Timoteo tuvo miedo.
No era exactamente miedo. Lo desconcertó que la casa estuviera tan cerca de su propia casa: sobre la calle Tarija, a unos veinte metros de la esquina de Boedo. Le llamó la atención no haber reparado antes en ella.
A partir de esa noche volvió a mirarla furtivamente todas las noches. Frente a la puerta cancel sólo se concedía un vistazo rápido y oblicuo, casi culpable, pero aunque su mirada duraba el tiempo que se tarda en dar un paso, aquel pasillo, siempre solitario (iluminado en alguna parte por una agónica lamparita), le causaba una especie de vértigo. Un vacío en la cabeza, idéntico, sin duda, al que debe experimentar los que temen la altura.
Una noche, con estupor, comprendió lo que pasaba. Al día siguiente, en la Torre, se lo dijo a los otros ascensoristas. Lo dijo en voz muy baja.
–Hay otra dirección –dijo, y atemorizado de inmediato por el impreciso alcance de su descubrimiento, murmuró en secreto:
–Hacia el costado.
Los otros ascensoristas se rieron de él y, doblados en dos, dándose grandes palmadas en los muslos, le preguntaron si estaría loco.
Timoteo ya nunca más mencionó el asunto. Le cambió la cara, eso sí, o el color de los ojos, al menos si las muchachas se fijaran en ascensoristas como Timoteo, alguna habría dicho que se trataba del color de los ojos. En realidad, era el modo de mirar. Miraba como desde lejos, como si los objetos fueran transparentes. Era tímido; se volvió reconcentrado y silencioso. Pero a veces lo sacudía una risita que desentonaba un poco con la severidad de su ascensor, y con el tiempo fue perdiendo la exactitud y la eficacia que lo habían caracterizado siempre. No era difícil adivinar en qué pensaba cuando, como los jóvenes ascensoristas chapuceros, no acertaba con la palanca de mando o se detenía entre dos pisos, o, sacudido por su risita, pasaba a toda velocidad piloteando su jaulón ante las puertas abarrotadas de gente.
–Pobre Timoteo, envejece –murmuraban los ascensoristas, y hacían circulitos con el dedo, junto a la sien.
Ya se sabe cómo son estas cosas. Las autoridades acabaron por enterarse, lo mandaron llamar, le confesaron que su comportamiento actual era desconcertante, por no decir anárquico, se miraron entre sí moviendo las cabezas con aprobación. Y cuando Timoteo, girando los ojos (tan claros, de golpe) hacia los rincones del despacho como quien teme ser oído por gente que habitara en los zócalos, pero con voz inesperadamente alta, habló de la casa de la calle Tarija, las autoridades volvieron a mirarse. Y Timoteo, incrédulo, escuchó que había sido transferido a uno de los prescindibles ascensores nocturnos.
Y sabe dios a qué sórdido montacargas habría ido a dar de no haberse detenido por fin, una noche, ante el umbral de la casa del largo pasillo. Ahora, al salir de su propia casa, veía el corredor con el ángulo del otro ojo. Comprobó que el vértigo era el mismo. Esa noche se detuvo y lo miró de frente, por un momento temió irse de cabeza hacia el fondo, chupado por el corredor; por un momento estuvo a punto de cerrar los ojos y estropearlo todo. Pero ahí se quedó; después dio un paso. El corazón le latía como si fuera un pájaro.
Porque Timoteo no sólo se detuvo sino que, sin reflexionar en las derivaciones que podría tener su conducta, sin importarle la confusión que reinaría esa noche en la Torre aunque su ascensor actual fuera uno de los menos importantes (pues ya se sabe que la ausencia o aun la distracción del operario más oscuro puede acarrear catástrofes irreparables a toda la administración, por no decir a los dueños del edificio o, quizá, a la ciudad entera), sin importarle ninguna de las grandes ideas sobre responsabilidad, disciplina, lealtad, que un día lo llevaran a manipular los más honrosos ascensores, Timoteo, irrevocablemente, se internó en el largo pasillo.
Caminó. Luchando contra el vértigo y el miedo, Timoteo caminó y caminó, nadie podría decir cuánto tiempo, hasta llegar al sitio donde brillaba la lamparita cenicienta (el pasillo, por supuesto, seguía mucho más allá; Timoteo no pudo dejar de pensar que, de recorrerlo íntegro, acabaría saliendo a la misma calle Tarija por la cual había entrado, sólo que saldría en la vereda opuesta). Debajo de la lamparita había una puerta. Estaba pintada con el mismo color de las paredes y era indudable que no había sido construida para ser vista.
La paradoja de que apareciera casi denunciada por una vaga luz y, al mismo tiempo, disimulada con astucia en la pared, bastaba para demostrarlo. O, al menos, para demostrar que sólo la ingenuidad o el azar podían conducir hasta ella. Pero el ascensorista Timoteo no era un individuo deductivo, ni siquiera cauto. Simplemente llegó hasta la puerta y, como se sabía demasiado comprometido para echarse atrás, la empujó, suavemente.
Entonces vio al hombre corpulento.
Lo vio ahí, recostado en una otomana. Con oscura belleza de tormenta, le anochecía la cara una barba orgullosa, negrísima. Iba vestido de un modo que a Timoteo le pareció familiar, no supo por qué. Llevaba puesto un turbante colorado sangre, en el que se incrustaba, a manera de broche, una gran piedra lunar. Largamente el pelo le caía sobre los hombros. Timoteo vio que la parte superior de sus botas se volcaba en campana sobre la caña, vio a los pies del hombre una piel de tigre, vio sus amplias babuchas de seda oscura. Entre los pesados pliegues de su capa entreabierta, junto a la cadera izquierda, lo deslumbró la empuñadura de una cimitarra.
Timoteo pensó que aquel caballero era realmente hermoso.
Y entonces recordó a Sandokán, el príncipe malayo, capitán remoto de piraterías anteriores, muy anteriores a las altas edificaciones y sus jaulas.
El hombre se puso de pie, ceremoniosamente, y preguntó:
–¿Cómo llegaste hasta esta puerta? ¿Cuál es tu nombre?
–Sólo puedo contestarle la segunda pregunta –respondió, cohibido, Timoteo–. Soy Timoteo, el ascensorista. ¿Y usted?
En la voz del hombre, la palabra cobró la sonoridad de un órgano en un templo cuando dijo:
–Sandokán.
De El cruce del Aqueronte, 1982

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