10 de enero de 2010

Memoria de un niño


Jorge Amado


Una de las historias de tío Álvaro ha quedado grabada en mi recuerdo, pues colaboré en su éxito. Ocurrió cuando andaba yo por los seis o siete años. Nos habíamos trasladado a Ilhèus. En nuestra casa, en las proximidades de la plaza principal de la ciudad, tío Álvaro estableció, pese a las protestas de mi padre, un próspero comercio de agua milagrosa importada de Sergipe.
Agua milagrosa descubierta poco antes en una ciudad del estado vecino, en unos terrenos próximos a la ermita de la Virgen de la O, santa responsable de las cualidades sobrenaturales del líquido que manaba abundante de una fuete escondida en el interior de una gruta. Respondiendo a los ruegos de la madre de una criatura enferma, la Virgen de la O bendijo la fuente y reveló su existencia a la afligida devota, decía el propietario del terreno donde estaban la gruta y la fuente. La criatura bebió aquella, se curó. Corrió por todo el estado la noticia del milagro. No fue el único, siguieron otros, la gruta se convirtió en lugar de peregrinación, y un vaso del agua milagrosa llegó a cien reis.
La noticia, con la garantía de un montón de verídicos relatos, llegó rápidamente a la región del cacao, poblada de gran parte por sergipanos. Pronto salieron para allá algunos enfermos en busca de cura. Prueba viva de los poderes milagrosos otorgados por la Virgen de la O a la fuente milagrosa, volvían a las tierras del cacao libres de dolor, de la enfermedad crónica considerada incurable en muchos casos. Había bastado beber un trago del agua milagrosa durante unos días y rezar unas avemarías. Creció la corriente de peregrinos. Entre ellos, mi tío Álvaro, atacado súbitamente de un intolerable reumatismo agudo.
Volvió completamente curado del reumatismo y entusiasmado con los poderes medicinales de agua tan renombrada: no había dolencia fuese cual fuese capaz de resistir unos cuantos vasos del líquido bendecido por la Virgen de la O. Buen samaritano, no se había contentado con agradecer los favores de Nuestra Señora encendiendo velas en su capilla. Deseoso de difundir el milagro entre aquellos enfermos que no podrían acudir a Sergipe, desembarcó del navío en el puerto de Ilhèus llevando en su equipaje dos latas de keroseno llenas de agua milagrosa, recogida directamente de la fuente divina. Traía además una reproducción de la imagen de la Virgen de la O. Tío Álvaro anunció la venta, a precio moderado de botellas del inestimable producto de la divina misericordia. No esperaba lucrar, y sí ayudar al prójimo extendiendo a los demás el milagro de cuyos beneficios sabía muy bien por propia experiencia.
Mi padre intentó impedir aquel santo negocio, le soltó a su hermano un sermón moral, pero ¿quién conseguía resistir la labia y los argumentos de tío Álvaro?
Según él, los poderes sobrenaturales persistirían mientras las latas no se vaciaran completamente. Antes de que el agua acabase, había que llenarlas de nuevo. Así lo hacía cuando estaban por la mitad. De este modo habría siempre una parte de agua milagrosa y conservaba los dones concedidos por la Virgen. Sin olvidar las avemarías, claro.
Fui yo su colaborador estrecho en esta rentable actividad: con las latas de keroseno a la vista, y entre ellas la imagen de la Virgen de la O, garantía de su autenticidad. Yo iba llenando las botellas, que se disputaban los enfermos que formaban largas colas.
El agua traída de Sergipe, multiplicada de acuerdo con las rigurosas exigencias de tío Álvaro duró bastante más de un mes. Por algo era milagrosa.
Cuando se agotó la clientela en Ilhèus, mi tío llevó las dos latas llenas a otra ciudad, donde enfermos anhelantes reclamaban la fabulosa linfa.
Tío Álvaro respondía a los reproches de hermano y cuñada enumerando los milagros realizados por el agua que él y yo vendíamos, curas asombrosas. Asombrosas y reales; y venía la gente a nuestra casa a agradecer la caridad de tío Álvaro. No me den las gracias a mí, respondía modesto, dénselas a la Virgen de la O. Creo que, en el fondo, se consideraba un benefactor.
De aquel caso se me quedó una curiosidad que me atenaza hasta hoy: el agua que llenaba las dos latas cuando tío Álvaro desembarcó del navío ¿era realmente de Sergipe o era agua del barco? En realidad, ¿qué importa? Fuese de la fuente lejana del barco o del grifo de nuestra cocina, operaba prodigios. Curó a mucha gente, me valió unos cruzados. El cruzado era una moneda grande de cuatrocientos reis; mi tío paga bien a sus colaboradores.

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