8 de agosto de 2009

La confesión


Enrique Anderson Imbert

Yo sabía que mi abuelo materno había sido pintor, pero de ahí no pasaban mis noticias. Y aun de eso me enteré por casualidad, pues en mi casa ni su nombre se pronunciaba. Más que olvidado, estaba prohibido: una vez que, a instigación de mi primo mayor, pregunté a mi madre “¿qué hizo de malo Abuelo?, me miró sobresaltada, me dijo que nunca más quería oírme hablar así y después, desde mi cuarto, la oí llorar.
Años más tarde fui a Italia y por casualidad vi en un museo algunos cuadros de mi abuelo, uno de ellos –según el catálogo– un autorretrato. Me impresionaron sus ojos. Miraban con odio. Supuse que, habiéndose autorretratado frente al espejo, esa mirada de odio revelaba que mi abuelo se odiaba a sí mismo.
Tuve que volver en seguida a Buenos Aires porque me anunciaron por cable que mis padres acababan de morir en un incendio. El abogado me informó que también me tocaba en herencia una casa que perteneciera a mi abuelo. Esperé encontrar allí muchos cuadros suyos, pero no. Sólo encontré uno, en el desván, y me decepcionó. Era una tela oscura, sucia de moscas, de moho, de polvo, de telarañas. Apenas se veía el bulto de una mujer sobre la tierra, en medio de las sombras de un bosque.
Bajé el cuadro y lo lavé. Mientras lo lavaba, el rostro de la mujer empezó a parecerse al de mi madre. No dormía, sino que agonizaba en un grito. Seguí limpiando la tela: el vestido de la mujer, que antes era gris, ahora se hizo blanco –vestido de la época de mi abuela–, y en el pecho brillaba una mancha de sangre. ¿Quién la había asesinado? Un cadáver sin asesino es algo ilógico, algo que contradice nuestros hábitos mentales, algo que inquieta como una magia capaz de matar con el mero pensamiento. Restregué con la esponja otras zonas del cuadro: el aire se iluminaba como si estuviera amaneciendo. El césped amarillaba con margaritas, el follaje reverdecía y por algunos huecos se podía ver un cielo cada vez más claro. Y de pronto, al correr la esponja hacia un costado, apareció entre los últimos árboles una figura que antes no se veía, oculta por la suciedad: era un hombre que se alejaba pero con la cara vuelta hacia la mujer asesinada, y en la mano llevaba un puñal que ahora empezó a chorrear sangre. ¡La cara de mi abuelo! Miraba con esos mismos ojos de odio que yo ya le conocía, sólo que miraba con odio, no a su imagen en el espejo como yo supuse, sino a la mujer asesinada.
Comprendí que mi abuelo había pintado allí su confesión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario